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Debajo de Castelli llovía sangre. Había perdido la fuerza del cuello y pa-<br />

recía condenado a una derrota inminente 25 . Pero los demás uniformados<br />

pusieron una consigna: querían que el gordo lo liquidara con una patada<br />

giratoria, como suelen hacer los luchadores de karate. En la preparación de<br />

la Academia les habían enseñado artes marciales, pero lo abultado de cada<br />

vientre azul dejaba en claro que hacía por lo menos una década que esos<br />

policías no tiraban una patada al aire.<br />

El gordo aceptó: hizo una burla moviendo los codos junto a sus compañe-<br />

ros y enfiló al trote hacia los restos de Castelli, que esperaba tambaleando,<br />

cabeza gacha. Estiró los últimos dos saltitos como pasos de baile e intentó<br />

un giro ridículo, levantando una pierna. En el momento justo Castelli levan-<br />

tó la cabeza y lo agarró en el aire: le pegó una patada en los huevos tan pero<br />

tan furibunda que resonó en las sombras húmedas de los calabozos, en el<br />

pecho de los pájaros, en los tubos de los teléfonos, en los huecos internos<br />

de los calefones del barrio.<br />

El policía gordo cayó seco, inmóvil, en posición fetal. Castelli le apretó el<br />

cuello con un botín y dijo:<br />

—Tenés un tapón que te calza justo en el centro de la yugular. O nos dejás<br />

ir o te desangro. Ya mismo.<br />

El gordo abrió un ojo. Lo tenía, naturalmente, lleno de sangre. Movió ape-<br />

nas la cabeza hacia atrás y le indicó a un compañero:<br />

—Soltalos.<br />

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