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que si esto sale mal vas a salir corriendo para el lado de la circunvalación. Si
se arma la bola, vos lo único que tenés que hacer es llegar a tu casa.
—Pero podemos seguir jugando…
—Mariano, mirame a los ojos —le ordenó Castelli.
—Qué.
—A los ojos, dije.
El chico lo miró.
Se hizo un silencio.
—Te lo prometo —dijo después.
Los policías se habían juntado en el centro de la cancha, alrededor del gor-
do, y parecían aconsejarlo. Cada uno sostenía su cachiporra y algunos hasta
empuñaban las reglamentarias.
—Esto es sólo con el gordo, para ver si es policía o si es un pedazo de puto
con grasa —dijo Castelli—. Yo peleo con él, mano a mano. Si lo tumbo nos
liberan a todos.
—Pero peleás así, esposado —se escuchó desde un costado.
—Más vale, puto —dijo Castelli.
El gordo dio un paso adelante. En la derecha tenía la cachiporra y en la
izquierda algo escondido: se llevaba el puño a la espalda porque un compa-
ñero lo había reforzado con una manopla de acero. Castelli esperaba a unos
metros, jadeando.
El policía gordo se acercó de un momento a otro y le pegó un palazo en la
boca. Al no encontrar resistencia insistió con otro golpe en la zona del hí-
gado e inmediatamente con un zurdazo filoso que le cortó buena parte del
pómulo. Pero Castelli no caía. El resto de los policías ya empezaba a festejar
y el gordo siguió azotándolo, dos palazos en la panza y un zurdazo con la
manopla, tres palazos en la boca y una patada en los tobillos.
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