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la pelota. En ese momento las miradas se congelaron, por última vez en la
tarde. Los jugadores que habían quedado fuera de la jugada sólo atinaron
a mirar hacia arriba (el sol ya no molestaba). En los bancos de suplentes
todos dieron un paso hacia delante: observaron el vuelo de la pelota como
si se tratara de la explosión lejana de una bomba atómica. La pelota hizo
una parábola lenta y simétrica (semejante a un lanzamiento de básquet) en
dirección al palo descuidado por el arquero, que había quedado a mitad de
camino; el viento se calmó de un segundo a otro y los plateístas se levanta-
ron de los asientos.
Recién entonces se escuchó el ruido dulce del metal: algo raspado. La pe-
lota peinó la parte superior del travesaño y terminó descansando en la red,
pero sobre el techo del arco. Y nada más. Tres minutos después el árbitro
marcó el final del partido y escapó hacia el túnel, junto a sus asistentes. Los
jugadores de Sarmiento festejaron con la poca energía que les quedaba y en
pocos minutos el estadio quedó vacío, disfrutando de una calma que desde
el primer minuto del segundo tiempo había desaparecido de casi todos los
rincones. A Moreno, finalmente, lo despertó el festejo: sin querer, alguno
de sus jugadores le pisó una muñeca y tuvo que ponerse de pie, ya recupe-
rado, para ayudar a recoger la utilería en el vestuario y subir de una vez por
todas al micro del club. En todo momento, mientras los jugadores se ducha-
ban, quiso abandonar el grupo para averiguar el paradero de su hijo. Pero
los ayudantes no lo dejaron. Decidieron llevarlo directo a su casa para que
el resto de la familia pudiera contenerlo.
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