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nueve<br />
Saavedra llegó al vestuario con la camiseta arrugada sobre un hom-<br />
bro. Hizo explotar una botella de agua contra una gran pared de<br />
azulejos y también revoleó los botines, tirando dos patadas al aire.<br />
Con el botín derecho le pegó al fisioterapeuta, que lo había acompañado en<br />
silencio.<br />
—Vení a masajearme, pelotudo, que este tobillo vale más que toda tu fa-<br />
milia junta —le gritó Saavedra. Después se acostó en la camilla, boca abajo.<br />
Apoyó la pera sobre las manos y cerró los ojos. No había nadie más en el<br />
vestuario.<br />
Avellaneda tenía muy pocas variantes con la defensa diezmada. Su juego<br />
alcanzaba como para cruzar la mitad de la cancha y, con algo de suerte, tirar<br />
centros aislados en busca de algún destello sobrehumano. A diez minutos<br />
del final, sin embargo, llegó con un centro frontal que hizo dudar al arquero