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cuatro Castelli, que había empezado a preocupar a toda la comisaría, re- cién entró en razón cuando el flaco Quintana, volante derecho de Sáenz Peña, le tapó la nariz con una de sus medias. Castelli sintió la estocada venenosa de la transpiración ajena y pegó un brinco dig- no de un gimnasta para recuperar la postura vertical. Después se sostuvo contra lo barrotes de hierro, confundido y jadeante, y soltó sus primeras palabras desde la celda: —Flaco hijo de recontra mil putas, lavate las patas. Me llegaste al hipotá- lamo con eso. Los policías redistribuyeron con tanta alegría a los jugadores en sus calabozos, luego de la queja de Castelli, que ni ellos mismos podían creerlo. Se encontraron tirando de las camisetas, silbando tangos y haciendo chistes, al tiempo que cerraban los candados, como nunca antes en la
historia del fútbol y de los fines de semana. La nueva reglamentación sobre la aniquilación parcial del juego brusco había convertido a la comisaría trigésimo séptima en una sucursal expectante de un reality show: a partir de la notificación de los responsables de La Liga, sólo debían esperar con las cachiporras listas y las camionetas en marcha para salir (luego de cada captura sobre el verde césped) rumbo a la comisaría, preparados como estaban para trasladar a todos los potenciales asesinos de delanteros y habilidosos. Pasar el domingo yendo y viniendo a la comisaría, entonces, se había transformado en la mejor opción para estar lejos de la familia 14 : la mejor excusa para enfrentar sin gritos a cualquier esposa del personal policial que no soporta el adulterio y que tampoco apoya abiertamente las reuniones extra laborales para organizar el circuito de venta de drogas y el contrabando de mercaderías. 19
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