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Diego Vigna<br />

jjjjjjjjjjjjjj<br />

Los Próceres<br />

jjjjjjjjjj<br />

funesiana<br />

| 2013 |


Este libro integra la colección<br />

Capricho<br />

a cargo de Lucas Oliveira<br />

Contacto con la editorial<br />

copie, reenvíe<br />

preste, fotocopie<br />

comente, corrija<br />

tache y vuelva a copiar<br />

citando todas las fuentes<br />

* chequee *<br />

http://creativecommons.org/licenses/by/2.5/ar/<br />

E D I C I Ó N<br />

P D F<br />

| abril 2 0 1 3 |


A la memoria de Rodolfo Arrufat


F<br />

F<br />

La unión es un valor inestimable en una<br />

nación para su general y particular felicidad;<br />

todos sus individuos deben amarla<br />

de corazón y pensar y hablar de ella como<br />

de la égida de su seguridad; cualquiera<br />

que así lo ejecute, no importa que le falten<br />

grandes recursos; con la unión se sostendrá,<br />

con la unión será respetable; con<br />

ella al fin se engrandecerá.<br />

Manuel José Joaquín<br />

del Corazón de Jesús Belgrano<br />

De la mitad para atrás, Vietnam.<br />

De la mitad para adelante, explosión.<br />

Héctor Rodolfo Veira


Los próceres<br />

(formas de ser del pasatiempo nacional)


uno<br />

La primera jugada que despabiló a la gente se produjo al comien-<br />

zo del segundo tiempo 1 . Saavedra metió segunda por la derecha<br />

y después de saltar la barrida del número ocho se encontró con<br />

Castelli. Frenó un instante para reordenar el amague pero no fue suficiente,<br />

porque antes de terminar el movimiento de cintura Castelli voló contra el<br />

común discurrir de la naturaleza, sostenido en el aire con las piernas hacia<br />

delante, y le metió un doble planchazo justo en el centro de la canillera.<br />

Estaban 0 a 0. Saavedra gritó de una manera espectacular, como si le hu-<br />

biese explotado una granada adentro de la boca, y cayó al pasto 2 . El referí<br />

fue partícipe de la escena, por la cercanía a la jugada: se arrimó hasta la lí-<br />

nea para consultar algo con el asistente y permaneció hablando en secreto<br />

durante unos segundos, haciendo “no” con la cabeza. Todos los demás tes-<br />

tigos quedaron mudos. Castelli entró rápidamente en conciencia e intentó


levantar a su rival pero Saavedra siguió revolcándose en el suelo, inquieto<br />

por el dolor 3 . Los jugadores de Sarmiento se le fueron al humo a Castelli:<br />

querían matarlo, entre todos. El camillero (un hombre petiso y viejo con el<br />

pelo grasoso) se arrimó hasta Saavedra para decirle que ya podía levantarse,<br />

que el otro animal estaba prácticamente expulsado, pero mientras el referí<br />

hablaba con su asistente nadie tenía en claro cuál iba a ser la sanción. Ni<br />

siquiera en la platea entendían lo que estaba sucediendo: la gente se levantó<br />

de las butacas al escuchar el requebrajo de la canillera, pero después todos<br />

quedaron en silencio, mirando al árbitro.<br />

El asistente acompañó con la cabeza la decisión de su colega, diciendo “no<br />

puede ser”, y el referí se acercó hasta los pies de los jugadores, sacó la tarjeta<br />

roja del bolsillo del pantalón, levantó las dos manos e hizo una seña para<br />

los que circundaban los bancos de suplentes. Con la mano derecha levantó<br />

la tarjeta, sin mirar a Castelli, y con la otra pidió el ingreso de la Fuerza.<br />

Recién entonces algunos comenzaron a intuir el fallo. Otros no tanto. Los<br />

jugadores de Atlético Avellaneda se lanzaron en grupo a discutir algo que ni<br />

siquiera entendían; el técnico se acercó hasta la línea e increpó al asistente,<br />

al mismo tiempo que intentaba calmar al resto de sus jugadores 4 . Castelli se<br />

quedó en silencio, los brazos en jarra, mirando 5 . Entró la policía con cuatro<br />

efectivos luego de la confirmación del árbitro y uno de los uniformados sacó<br />

las esposas del cinturón, las abrió con algo parecido al respeto, las preparó<br />

para ponérselas a Castelli y le pidió a sus compañeros: “ayuden”.<br />

—¿Qué mierda hacés? —le dijo el número siete de Avellaneda al árbitro.<br />

—Está expulsado y se lo llevan preso —dijo el árbitro.<br />

—¿Qué?<br />

—Lo que escuchó, siete.<br />

La gente comenzó espontáneamente a aplaudir y el asistente cambió su<br />

gesto de negación por uno afirmativo (y una mueca por una sonrisa). El<br />

9


técnico se volvió loco, giró con las manos sueltas tratando de ocupar todo<br />

el espacio y en medio de ese tornado le pegó un cachetazo al árbitro, en la<br />

parte posterior de la cabeza.<br />

—Usted también está expulsado y además informado —le dijo el árbitro.<br />

—Pero por qué no me llevás preso a mí, buchón de mierda y la puta que<br />

te parió, puto —dijo el técnico.<br />

Esa actitud hizo que el resto de los jugadores de Avellaneda se enfureciera<br />

contra cualquier cuerpo vivo presente en la cancha y el jefe del operativo<br />

policial tuvo que reorganizar a los agentes para que la situación no pasara a<br />

mayores. El número dos de Avellaneda, con la ayuda del utilero (un hombre<br />

viejo y petiso con el pelo grasoso) embocó una patada furtiva en los garro-<br />

nes del asistente, que intentó (pese a la falta de reflejos) defenderse con el<br />

banderín. Uno de los policías encargados de esposar a Castelli le dobló de<br />

más uno de los brazos y el jugador le dijo que lo estaba por “luxar”.<br />

—Me vas a lesionar, puto de mierda —dijo Castelli.<br />

—Cagate, Castelli —dijo el policía.<br />

—Por qué me llevan —protestó de nuevo.<br />

—Por fulero —volvió a decir el policía.<br />

Lo tomaron por detrás, entre la mirada furiosa y a la vez confundida de<br />

los futbolistas, y lo llevaron para el túnel. El árbitro instó a continuar el<br />

partido pero el técnico de Avellaneda empezó a gritar (o siguió gritando)<br />

que así no se podía jugar, que ése era un hecho insólito en la historia de-<br />

portiva del país, que quería hablar con Hermenegildo Gutiérrez, con Julio<br />

Humberto Grondona o con el mismísimo João Havelange (suponiendo que<br />

Havelange hubiera reencarnado en la figura de Joseph Blatter) 6 . El asis-<br />

tente intentó calmarlo y le advirtió que además de ser informado, su club<br />

podía perder todos los puntos logrados hasta ese momento en el campeo-<br />

nato. El plantel del Deportivo Sarmiento se deleitaba a unos metros, junto<br />

10


al banco. Saavedra había quedado en el suelo pero en una posición de pla-<br />

ya, apoyado sobre uno de sus costados, tomando agua de un bidón (cinco<br />

litros, sin tapa). El resto de los policías encerró al técnico de Avellaneda en<br />

una ronda y lo amenazaron con lastimar a Castelli en la comisaría si es que<br />

no se retiraba como una persona adulta de la cancha. Finalmente lo hizo y<br />

se reanudó el partido.<br />

—¿Qué pasó? —preguntó al aire el utilero, después de acuclillarse junto<br />

al banco de suplentes.<br />

—Se lo llevaron preso —dijo el preparador físico de Avellaneda, a cargo<br />

del equipo.<br />

—Pero por qué, si no hizo nada, no hizo.<br />

—Yo qué mierda sé, Carlitos, dejá de hinchar las pelotas.<br />

Sarmiento aprovechó una falta del otro lado de la cancha y el número<br />

diez tiró un centro bombeado al área, con el chanfle contrario al sentido del<br />

ataque. La pelota pasó por delante de todo el arco y el número dos de Ave-<br />

llaneda rechazó con un frentazo hacia la medialuna. Saavedra, cuándo no, la<br />

empalmó de sobrepique y el remate se clavó abajo, en cámara lenta, contra<br />

un palo 7 . 1 a 0. Salió festejando como un loco hacia el banco y provocó un<br />

estruendo general; la gente saltó de las tribunas hacia los escalones más<br />

bajos para abrazarse en un festejo infinito. El resto del suceso fue todo del<br />

árbitro. En el trote liviano de regreso al centro del campo miró al asistente<br />

y, como no podía hacerse escuchar, le hizo una mímica con la boca:<br />

—Golazo —le dijo.<br />

Y sonrió.<br />

Castelli caminaba por el túnel hacia los vestuarios, esposado, la cabeza<br />

gacha, cuando se sintió el estruendo del gol. Los policías miraron al mismo<br />

tiempo el techo húmedo del pasillo y temieron que alguna cáscara de revo-<br />

que les cayera sobre las boinas.<br />

11


—Gol de quién —dijo uno, distraído.<br />

—Y yo que sé, pelotudo, si me echaron —dijo Castelli.<br />

—Bueno ahora sí que me detonaste los huevos, muerto de hambre —dijo<br />

el otro policía, y le pegó un cachetazo bien ruidoso en la zona de la garganta.<br />

Después le torció aún más los brazos (un movimiento ascendente) y empe-<br />

zó a meterle los dedos en la nariz, desde atrás, para que además de no poder<br />

hacerse el vivo, tampoco pudiera respirar.<br />

Castelli quiso ducharse en el vestuario pero lo sacaron a las patadas: con<br />

suerte alcanzó a reunir su ropa en un bolso del club, junto a la botinera, y<br />

terminó sentado en el asiento de atrás del patrullero, con destino de comi-<br />

saría trigésimo séptima.<br />

12


dos<br />

La Federación Pluriprovincial Proamateur de Fútbol había sacado,<br />

días atrás, una resolución secreta en la cual condenaba a todos<br />

los jugadores violentos a sufrir posibles sanciones externas al re-<br />

glamento impuesto por la FIFA. Hasta ese momento no había antecedentes<br />

de una medida similar (una resolución sin fecha precisa ni firmas corres-<br />

pondientes), y por esa razón nadie había comentado nada: los dirigentes<br />

prefirieron guardar la noticia y sólo informar al cuerpo arbitral, para evi-<br />

tar las polémicas en los programas de deportes y también, por qué no, en<br />

los noticieros de la ciudad 8 . Según lo que pudo escuchar Castelli durante<br />

el viaje a la comisaría, la resolución atendía especialmente a las planchas y<br />

codazos sobre jugadores habilidosos, aunque hacía la vista gorda para quie-<br />

nes sufrían golpes desempeñándose en posiciones defensivas por conside-<br />

rar a esas infracciones como gajes del oficio 9 . La intención, naturalmente,


apuntaba a mejorar la calidad del juego desde la política más eficaz: la del<br />

terror. Las alternativas a disposición de los árbitros formaban un abanico<br />

siniestro, digno de un aparato estatal promovedor de una dictadura depor-<br />

tiva. Además de cualquier expulsión tradicional, el jugador podía acabar<br />

demorado durante varias horas, imputado y luego procesado, trasladado a<br />

cárceles de máxima seguridad y hasta sometido a un itinerario de castigos<br />

públicos.<br />

Castelli, hasta ese momento, se llevaba la mejor parte. Pero nunca hubie-<br />

se podido imaginar el panorama que encontró al llegar al patio interno de<br />

la comisaría.<br />

Las celdas formaban un rectángulo incompleto en uno de sus lados, es de-<br />

cir una U cuadrada, dejando un espacio sin calabozos desde donde se accedía<br />

al cuerpo principal del edificio. Las celdas sólo tenían barrotes de hierro en la<br />

parte frontal: paredes en los otros flancos. En el centro del patio (un pequeño<br />

jardín abandonado) había un abedul bastante crecido y sobre sus ramas una<br />

choza improvisada con machimbre de construcción, formando un piso, cuatro<br />

columnas y un alero, desde donde tres policías vigilaban a los presos en una<br />

suerte de panóptico improvisado y en pleno contacto con el medio ambiente 10 .<br />

Los policías del árbol vigilaban a los presos sobre sillas de plástico. Las<br />

sillas crujían a cada movimiento y a su vez hacían crujir el machimbre, para<br />

provocar la desconfianza de cada uno que pasaba por debajo.<br />

—No pasa nada, se la banca —dijo uno de los policías colgados después<br />

de acomodarse sobre su silla (él mismo se asustó con el crujido). Los tres ju-<br />

gaban a las cartas y nadie, en toda la comisaría, se atrevía a interrumpirlos.<br />

—Nunca uno flaco, en mi vida conocí a un milico flaco —dijo Castelli al<br />

entrar al patio 11 .<br />

Todos los miraron (y esto incluye a los pajaritos). Desde arriba del ár-<br />

bol se asomaron los policías. El árbol entero crujió. En las celdas, todos se<br />

14


arrimaron hasta los barrotes y provocaron la inmediata descompensación<br />

de Castelli, que al ver a sus colegas de La Liga encerrados y completamente<br />

tapados de mugre, transpiración y hollín, sintió cómo sus piernas se afloja-<br />

ban por la sorpresa.<br />

Antonio Tony Cámpora, el número dos de la Asociación Deportiva Alber-<br />

di, compartía calabozo con el volante central de Sportivo General Perón, el<br />

negro Patricio Macri. Tres jugadores de las inferiores de Rivadavia Athletic<br />

lloraban en otra celda más alejada y rogaban al Señor para que les permitie-<br />

ran acceder a unas llamadas telefónicas. En total eran diez los futbolistas<br />

apresados. De todos los equipos: mediocampistas y defensores en su ma-<br />

yoría. Estaban esperando las directivas de los responsables del fútbol Plu-<br />

riprovincial; esperaban, abatidos, por una pena máxima que desconocían.<br />

Castelli se desmoronó. Lo tiraron en una celda junto a dos colegas del<br />

Club Atlético Sáenz Peña. Sin conocimiento, quedó apoyado contra una de<br />

las paredes, con las piernas estiradas y la cabeza colgando. Sus compañeros<br />

no supieron qué hacer: buscaron con los ojos algún tipo de ayuda pero, des-<br />

pués de eso, ya nadie miraba a nadie. Uno de ellos decidió cachetearlo con<br />

su canillera para tratar de hacerlo reaccionar.<br />

15


tres<br />

En el estadio, Saavedra encaró otra vez por la derecha y al llegar al<br />

fondo del área se tropezó con el borde filoso de un pan de pasto<br />

despegado. “¡La rodilla!”, gritó antes de tocar el suelo, y el árbitro<br />

pitó penal. Para qué. Casi todo el equipo suplente de Avellaneda invadió el<br />

campo como si hubiesen ganado el campeonato, pero no con la intención<br />

de festejar sino para matar al árbitro, ahora sí, matarlo entre todos, con<br />

golpes secos, patadas y trompadas entre las orejas, las patillas y los dientes.<br />

Algunos suplentes fueron hasta la zona del accidente y recogieron el pan de<br />

pasto que se había despegado para ofrecerlo como evidencia: estaban tan<br />

nerviosos que mientras intentaban mostrarlo (al referí, a la tribuna, a ellos<br />

mismos) se les desgranaba entre las manos, por la tensión y los temblores.<br />

El árbitro no necesitó pruebas. Salió corriendo hacia el córner y le robó el


anderín a su asistente: tomó posición de lucha sobre la línea de cal, espe-<br />

rando al malón.<br />

Saavedra acomodó la pelota sobre el punto penal. Se hizo el relajado, al-<br />

zando los hombros y moviendo bruscamente la cabeza para sonarse el cue-<br />

llo. No intervino en la pelea porque estuvo todo ese tiempo concentrándose<br />

para clavarla en el ángulo. Trece minutos después del cobro de la supues-<br />

ta falta acomodó por última vez la pelota (la válvula hacia él) y tomó una<br />

distancia de cinco pasos. Se besó la cadenita que llevaba colgada desde los<br />

quince años 12 . Respiró hondo. Bajó la cabeza y le pegó mordido: se dañó el<br />

tobillo. El arquero se jugó hacia el lado equivocado y la pelota entró girando<br />

sobre su propio eje, con un efecto malicioso, aunque efectivo. Ni siquiera<br />

llegó al fondo de la red 13 .<br />

17


cuatro<br />

Castelli, que había empezado a preocupar a toda la comisaría, re-<br />

cién entró en razón cuando el flaco Quintana, volante derecho<br />

de Sáenz Peña, le tapó la nariz con una de sus medias. Castelli<br />

sintió la estocada venenosa de la transpiración ajena y pegó un brinco dig-<br />

no de un gimnasta para recuperar la postura vertical. Después se sostuvo<br />

contra lo barrotes de hierro, confundido y jadeante, y soltó sus primeras<br />

palabras desde la celda:<br />

—Flaco hijo de recontra mil putas, lavate las patas. Me llegaste al hipotá-<br />

lamo con eso.<br />

Los policías redistribuyeron con tanta alegría a los jugadores en sus<br />

calabozos, luego de la queja de Castelli, que ni ellos mismos podían creerlo.<br />

Se encontraron tirando de las camisetas, silbando tangos y haciendo<br />

chistes, al tiempo que cerraban los candados, como nunca antes en la


historia del fútbol y de los fines de semana. La nueva reglamentación sobre<br />

la aniquilación parcial del juego brusco había convertido a la comisaría<br />

trigésimo séptima en una sucursal expectante de un reality show: a partir<br />

de la notificación de los responsables de La Liga, sólo debían esperar con<br />

las cachiporras listas y las camionetas en marcha para salir (luego de cada<br />

captura sobre el verde césped) rumbo a la comisaría, preparados como<br />

estaban para trasladar a todos los potenciales asesinos de delanteros y<br />

habilidosos. Pasar el domingo yendo y viniendo a la comisaría, entonces,<br />

se había transformado en la mejor opción para estar lejos de la familia 14 :<br />

la mejor excusa para enfrentar sin gritos a cualquier esposa del personal<br />

policial que no soporta el adulterio y que tampoco apoya abiertamente las<br />

reuniones extra laborales para organizar el circuito de venta de drogas y el<br />

contrabando de mercaderías.<br />

19


cinco<br />

En el estadio, Saavedra pidió el cambio. No avisó sobre el tobillo<br />

dañado después de patear el penal porque hubiese quedado como<br />

un pelotudo: pensó que había que ser demasiado perro como para<br />

lesionarse en el momento exacto en que se hace un gol de pelota parada. Por<br />

eso aprovechó una nueva meseta del partido y dilató unos diez minutos en<br />

cancha boyando a lo Terragno, para después de una pelota dividida ensayar<br />

otro grito (el definitivo), dar un par de vueltas lastimosas y hacer la seña al<br />

banco. Se sentó en el pasto, detuvo el juego a su antojo y movió finalmente<br />

los dedos índices imitando una ruedita que gira hacia delante 15 .<br />

Le llegó el tan preciado momento del debut al hijo del técnico de Sar-<br />

miento que, aunque un tanto prematuro, ya había demostrado unos refu-<br />

cilos de talento en las prácticas. Marianito Moreno se paró junto a la línea<br />

de cal con sus catorce años a cuestas, trotando sin avanzar, y esperó con


ansias el momento en que su ídolo, Saavedra, le palmeara el pecho para<br />

entrar. Su papá Manuel, DT de Sarmiento, le dijo unas últimas palabras<br />

al oído antes de que Saavedra llegara a la mitad de la cancha. Después se<br />

corrió a un costado y quedó justo detrás del cuarto árbitro, al momento de<br />

hacer el cambio.<br />

El pibito Moreno cerró los ojos cuando Saavedra le acarició una mejilla, y<br />

corrió desaforado hacia el centro del campo 16 . El Moreno DT lo vio alejarse<br />

y sonrió. Después inclinó levemente la cabeza, como si hubiese recordado<br />

algo no menor, y abrazó al cuarto árbitro por detrás, con mucho cariño. Le<br />

pasó una mano por el vientre, despacio, mientras le rodeaba el cuello con la<br />

otra. A él también le habló al oído.<br />

—Cuidalo —le dijo.<br />

21


seis<br />

Con todos los jugadores redistribuidos en las celdas, los tres po-<br />

licías encargados del abedul-panóptico retornaron a su lugar.<br />

Escalaron con dificultad el árbol e hicieron crujir las sillas, nue-<br />

vamente, sobre el piso de machimbre. Uno de los policías sorprendió a sus<br />

compañeros con una pierna: estaban jugando el quinto partido consecutivo<br />

de Chinchón y acumulaban más de tres horas de una partida tras otra. El<br />

más gordito había aprovechado el desmayo de Castelli y la preocupación de<br />

los jugadores para repensar la jugada pendiente, mientras se pasaba el al-<br />

boroto en los calabozos. Al escalar el árbol ya tenía todo calculado. Robó el<br />

dos de oro que había quedado en el mazo (un mazo viejo, petiso y grasoso)<br />

y armó la pierna.<br />

—A qué juegan —les preguntó Castelli, desde abajo, haciéndose el boludo.<br />

—Chinchón —dijeron los policías.


De alguna manera tenían que salir. Los chicos del Rivadavia Athletic se-<br />

guían asustados en la celda, pero el lateral izquierdo de Sáenz Peña ya había<br />

diseñado un plan. Con mucha cautela, en un momento, se acercó hasta el<br />

oído de Castelli y le dijo en secreto:<br />

—Juguemos un partidito. Si perdemos nos cojen, si ganamos salimos.<br />

Castelli lo miró extrañado. Antes que nada pensó que el lateral izquierdo<br />

de Sáenz Peña era puto. Después Guido (así se llamaba) le guiñó un ojo en<br />

señal de chiste y Castelli se quedó tranquilo.<br />

La idea no era mala. Había que convencer a los gordos para jugar un par-<br />

tido de fútbol, lo que convertía al proyecto en algo casi imposible. Pero era<br />

cuestión de probar. El clima estaba lindo y no había mucho movimiento en<br />

el sector administrativo de la comisaría. Castelli hizo una seña para las cel-<br />

das del frente: levantó las cejas (sorprendido), arqueó la boca (dubitativo) y<br />

puso la palma de su mano derecha junto a la oreja, como una visera vertical<br />

(sordo). Los del frente se miraron entre ellos y se preguntaron qué carajo<br />

querría decir Castelli con ese gesto. Volvió a repetirlo un poco más despacio<br />

y entonces los del frente entendieron: se miraron, sonriendo, y dijeron por<br />

lo bajo: “Jugar al fútbol”.<br />

tes.<br />

—Y quién va ganando —volvió a preguntar Castelli, colgado de los barro-<br />

—Gana el gordo —dijo un policía sin quitar los ojos de las cartas.<br />

Todos, en las celdas, se arrimaron a los candados de las puertas.<br />

—Y si son todos gordos, ustedes, cómo voy a saber quién gana —molestó<br />

de nuevo Castelli.<br />

—Dejá de romper las pelotas, Castelli —dijo el policía más gordo.<br />

—Y si tienen menos estado que Palestina, ustedes —dijo por último<br />

Castelli. Volvió a poner una palma junto a la oreja, levantó las cejas y to-<br />

dos los jugadores (con una sincronización envidiable) empezaron a gritar<br />

23


desencajados y a golpear los barrotes, como si estuvieran sufriendo por la<br />

risa. Largaron carcajadas sobreactuadas y se chocaron las cabezas, entre<br />

ellos, para después tirarse al suelo, juntar aire y seguir con el escándalo.<br />

Los policías se miraron. Recorrieron todas las celdas desde arriba y entra-<br />

ron en el juego de a poco.<br />

—Corriendo te mato, Castelli —dijo un policía, después de levantar una<br />

carta del mazo.<br />

—Ni en pedo —dijo Castelli.<br />

—Te hacemos mierda —dijo otro policía.<br />

El ordenanza de la comisaría justo salía al patio para tomar un poco de<br />

aire.<br />

—Hagamos una cosa —propuso Castelli—: juguemos un picado. Noso-<br />

tros contra ustedes. Y vemos quiénes son los más pijudos en esta comisaría<br />

de mierda.<br />

—Ah, bueno, escuchalo al pelotudo éste —dijo el policía más gordo.<br />

—Y por qué no les jugamos —soltó el ordenanza, sin que nadie le dijera<br />

nada.<br />

Los policías se rieron. Los jugadores se miraron (otra vez) de un lado a<br />

otro del patio.<br />

—Vos callate, pendejo, que si pisás la cancha de pedo si vas al arco 17 .<br />

—Y qué me importa, atajo —desafió el pibe.<br />

—Chinchón —terminó el policía gordo. Apoyó los juegos que había for-<br />

mado sobre el machimbre e hizo una recorrida en círculo por los calabozos.<br />

Los otros dos se desperezaron al mismo tiempo.<br />

—Acá atrás hay una cancha que está más o menos —siguió Castelli—. Si<br />

ustedes ganan, les damos algo nuestro. Si pierden nos dejan libres.<br />

—Y qué nos darían —preguntó uno de los policías.<br />

—El culo, el culo… —susurró un volante del Club Farrell al oído de<br />

24


Castelli. Recibió por eso un cachetazo en la trompa, que Castelli rubricó<br />

tratándolo de confianzudo y además de puto 18 .<br />

Apareció un silencio.<br />

—Les damos el culo —dijo Castelli.<br />

Todos, en las celdas, abrieron grandes los ojos y, después de pensarlo un<br />

instante, bajaron las cabezas. Castelli miró a uno por uno con un gesto que<br />

decía, en silencio, “y qué mierda quieren que haga”. Los tres policías se pu-<br />

sieron de pie y miraron, desde arriba, al horizonte. Uno de ellos confirmó<br />

que la cancha estaba desocupada. Otro se ató los cordones de los borceguíes<br />

y el tercero, el más gordo, pidió al ordenanza que avisara a los muchachos<br />

del mostrador y de Denuncias para jugar al fútbol. Pidió botines y cachipo-<br />

rras y puso una condición:<br />

—Jugamos si ustedes aceptan algo —les dijo a los jugadores.<br />

—Qué cosa —preguntó el negro Macri, con la cara entre los barrotes.<br />

—Es fácil. Tienen que jugar esposados —dijo.<br />

25


siete<br />

El chiquito Moreno nunca lo hubiese imaginado así. Corriendo<br />

el minuto sesenta y ocho del partido intentó una bicicleta en el<br />

centro del campo, pasando sus dos piernas (finas como palillos<br />

escarbadientes) por sobre la pelota, mientras la pelota avanzaba, y cayó<br />

despatarrado 19 . Los compañeros viejos se le cagaron de risa. En la tribuna,<br />

algunos se burlaron con ese soplido que nace antes de la carcajada y otros<br />

sintieron vergüenza ajena e infantil. Los rivales, en cambio, no le prestaron<br />

demasiada atención. Un mediocampista de Avellaneda capturó la pelota y<br />

armó el contraataque con velocidad: levantó cabeza y cejas como si hubiese<br />

descubierto un secreto y evaluó un instante las posibilidades de habilita-<br />

ción, porque los punteros le habían picado bien abiertos por los laterales.<br />

El chiquito Moreno se incorporó rápido y enojado, deshizo varios metros<br />

hasta su campo, se lanzó en vuelo para pellizcar la pelota desde atrás y


cometió el peor de los pecados, por supuesto que sin querer, al pegarle a<br />

quien estaba por hacer el pase en la cara posterior de la rodilla.<br />

El estadio entero enmudeció.<br />

El Moreno DT se tapó los ojos.<br />

Y el chiquito Moreno, avivado, en el suelo otra vez, empezó a llorar.<br />

No fue una decisión sencilla para el árbitro. Lo primero que hizo fue mi-<br />

rar hacia los bancos de suplentes, buscando algún tipo de permiso. El padre<br />

técnico ya había juntado las manos en señal de plegaria y lo miraba tan fijo<br />

que hasta se le había corregido el astigmatismo. El cuarto árbitro decidió<br />

colocarse al margen de la responsabilidad y no le aconsejó ninguna medida;<br />

sólo dio vuelta la cara, como una esposa enojada, y miró hacia la platea.<br />

Los jugadores de Avellaneda nunca creyeron en la posibilidad de una ex-<br />

pulsión. La intención del árbitro había sido tan perjudicial para ellos duran-<br />

te todo el partido que a lo sumo pronosticaban una tarjeta amarilla, por lo<br />

bajo, sin otras reprimendas.<br />

Sin embargo, un jugador de Avellaneda comenzó a vislumbrar el milagro<br />

cuando el árbitro, decidido, le pasó caminando al lado y murmuró algo. El<br />

número ocho de Avellaneda vio con el rabillo del ojo la camiseta fucsia del<br />

árbitro y escuchó de refilón una frase lapidaria:<br />

—Fue demasiado obvio...<br />

El árbitro suspiró con dolor. Se le notaba. Le mostró la tarjeta roja al pibe<br />

e hizo la seña para que entrara la Fuerza Policial.<br />

—No, no, no, por el amor de dios, no —dijo el técnico de Sarmiento.<br />

El chico, todavía en el suelo, miró a su padre.<br />

Entraron finalmente dos policías mujeres, para no provocar una imagen<br />

demasiado chocante. Pero no lo lograron. Esposaron al chico y cruzaron<br />

rápidamente la cancha.<br />

—Dale dale va va va —le dijeron.<br />

27


La retirada final fue tan escalofriante que podría haberse filmado sin ne-<br />

cesidad de incluir el sonido. La gente colgada de los alambrados: los juga-<br />

dores en silencio, recuperando el aire. El árbitro con la mirada congelada: el<br />

chico Moreno entrecortando su respiración por la intensidad del llanto. Su<br />

padre, sostenido de los brazos por cuatro futbolistas, gritando de a ráfagas<br />

y mirando al cielo. Abandonado en el dolor monstruoso de la pena máxima.<br />

Asfixiado por la culpa insoportable de no haber hecho lo correcto.<br />

28


ocho<br />

—B<br />

ueno se larga, señores —dijo Castelli, esposado.<br />

Los uniformados, que tenían un hombre de<br />

más, tomaron posición en el campo de juego. El<br />

equipo de los futbolistas iba a resultar tan colorinche si se quedaban con las<br />

camisetas puestas que prefirieron jugar en cueros 20 : eso demoró el comien-<br />

zo del desafío unos minutos, porque para sacarle la camiseta a cada jugador<br />

se tenían que abrir previamente todos los juegos de esposas.<br />

Al final largaron, y los futbolistas no podían hacer pie en el cuerpo a cuer-<br />

po. En primer lugar, porque no podían respirar bien con las manos apri-<br />

sionadas en la parte baja de la espalda; el pecho no se inflaba de la manera<br />

aconsejada por yoguis y neumonólogos y la respiración se tornaba entrecor-<br />

tada, espasmódica. Por otro lado, las pelotas divididas estaban condenadas<br />

a ser propiedad exclusiva de la Fuerza: nadie podía “hombrear” a un rival


sin la potencia maligna y juguetona de los brazos y, a su vez, era imposible<br />

ganar de esa manera un salto. Después de un momento todos los jugadores<br />

entendieron que iba a ser tan imposible ganar el partido como mantener<br />

la virginidad. La batalla era muy desigual y, como si fuera poco, tenían un<br />

jugador menos.<br />

El partido debía extenderse por media hora, pero en el minuto cinco los<br />

policías ya se habían puesto en ventaja 21 . Hubo un forcejeo compartido de<br />

amagos y devoluciones por la derecha que terminó en un córner apurado,<br />

y el córner, gracias a la viveza feliz de un uniformado, se tradujo inmedia-<br />

tamente en gol por un cabezazo fácil del chico encargado de asentar las<br />

denuncias, que aprovechó la falta de manos del arquero rival para mandar<br />

la pelota al fondo del arco (infinito, porque no tenía red).<br />

En los minutos siguientes a la apertura del marcador los policías empeza-<br />

ron a ensuciar la cancha, haciendo pases cortitos en el centro del campo y<br />

boludeando a los futbolistas. Pero también empezaron con la crudeza de los<br />

golpes. El negro Macri recibió un cachiporrazo sorpresivo por la espalda y uno<br />

de los chicos de Rivadavia fue apaleado en una escapada fugaz, justo antes de<br />

ingresar al área. Pasada la mitad del partido, Castelli ya tenía suficiente san-<br />

gre acumulada en la boca como para teñir de rojo todo el cuero de la pelota.<br />

En el minuto treinta y ocho, sin embargo, algunos pudieron disfrutar de<br />

un simulacro de buena noticia. Se interrumpió el juego porque aparecieron<br />

cuatro efectivos a los gritos, a un costado de la cancha, escoltando al juga-<br />

dor necesario para equilibrar los equipos.<br />

Llegó a los tirones y empujones un cuerpo triste y flaco, bañado en lágri-<br />

mas de una pureza inusitada. Llegó Mariano Moreno, el hijo del técnico de<br />

Sarmiento.<br />

—Uy, la culeada que le voy a pegar a ese nene cuando terminemos —dijo<br />

el policía gordo, vencedor en el Chinchón.<br />

30


—Qué te pasa, gorda golosa, le vamos a dar entre todos —dijo otro 22 ,<br />

mientras intentaba recuperar un poco de aire.<br />

Castelli no lo podía creer. Además de perder el partido, la salud y la dig-<br />

nidad inmaculada de un culo sano, también tendría que ser testigo directo<br />

del abuso salvaje a un menor de edad. Ningún jugador, en realidad, podía<br />

imaginar la paliza que le iban a dar a un chico tan rubiecito e inocente<br />

como Morenito.<br />

Los policías que no participaban del partido le arrancaron violentamente la<br />

remera; después le ajustaron las esposas y lo cachetearon un poco, le tocaron<br />

el culo. El chico dejó de llorar recién cuando pisó la cancha. Hasta ese momen-<br />

to no había podido recibir ninguna señal de apoyo de sus compañeros.<br />

Cuando se reanudó el juego alcanzó a capturar la primera pelota con<br />

el empeine, durmiéndola en el aire. La bajó con muchísima delicadeza y<br />

encaró hacia el arco rival con un movimiento etéreo, flotador, sumamente<br />

ágil. Todos en la cancha se quedaron quietos. Marianito Moreno cortó el<br />

terreno con gambetas cortas (pareció tocar mil veces la pelota) hasta que un<br />

policía, envidioso como él solo, le tiró una guadaña artera y silenciosa desde<br />

atrás. Entonces sucedió lo inexplicable. El chico pegó un salto velocísimo,<br />

transparente, y el uniformado pasó de largo pelando una franja de césped y<br />

tierra (debajo había más tierra), y la pelota quedó mansa en el mismo lugar,<br />

junto a su pequeño botín, dándole piquitos a su tobillo derecho 23 .<br />

Los futbolistas se miraron.<br />

—Es él —se dijo Castelli.<br />

Por primera vez la esperanza comenzó a brillar en algunos ojos. El brillo<br />

podría haberse interpretado como una sensibilidad aguda, o como llantos<br />

contagiosos, pero no: era ilusión. Algunos sintieron la protección del talento<br />

juvenil recién llegado y mientras lloraban, también esbozaban sonrisas, tra-<br />

tando de no separar mucho los maxilares para no descubrir piezas dentarias<br />

31


flojas. Otros directamente empezaron a gritar y a esperar la resolución de lo<br />

que sería el primer ataque concreto a la defensa de los policías.<br />

Moreno vio pasar el cuerpo muerto vestido de azul por debajo de sus<br />

suelas y continuó su carrera hacia el área. Llegó hasta la medialuna sin<br />

levantar la cabeza. Al enfrentar a la zaga central ejecutó una fantasía con<br />

la cintura, desarticulando el tronco respecto de la cadera, y levantó una<br />

polvareda densa, casi impenetrable. Los policías se encontraron en medio<br />

de un falso gas lacrimógeno y por un reflejo profesional empezaron a em-<br />

pujarse y a toser. Moreno afinó los ojos, contuvo la respiración, movió la<br />

pelota medio metro hacia la derecha e inmediatamente buscó el segundo<br />

palo con un remate combado, cara interna y rasposa de su botín más há-<br />

bil. La clavó justo en el ángulo.<br />

Todos se le tiraron encima pero nadie lo pudo abrazar. Cada jugador se<br />

transformó en un pescado recién sacado del agua, moviendo las piernas y la<br />

cabeza sin armonía, de tal modo que el equipo entero terminó apilado cer-<br />

ca del lateral, festejando como merluzas desaforadas en la góndola de una<br />

pescadería. Les costó tanto ponerse nuevamente de pie que los policías se<br />

impacientaron y aprovecharon esos movimientos torpes para seguir cagán-<br />

dolos a palos con sus cachiporras.<br />

Los últimos en levantarse fueron Mariano Moreno y Castelli. El chico que-<br />

dó boca arriba y Castelli acostado sobre él, en posición de cópula misionera.<br />

Se miraron directamente a los ojos.<br />

Castelli apoyó su frente ajada sobre la del chico. Y respiró. Intentó decirle<br />

algunas cosas a los gritos pero su estado no se lo permitió, porque cada vez<br />

que abría la boca un chorro de sangre se volcaba sobre los dientes de Maria-<br />

nito, que no dejaba de sonreír.<br />

—Cómo te llamás —le preguntó Castelli.<br />

—Mariano.<br />

32


—Escuchame, Mariano. Yo te voy a pedir algo —dijo.<br />

El chico no dejó de mirarlo. No le importaba que la sangre de Castelli se le<br />

metiera en la boca. Le sentía, con una claridad estremecedora, cada latido<br />

del corazón.<br />

—Te pido que juegues sin miedo, como recién, con todo lo que tengas —<br />

le dijo Castelli—. Yo te voy a cuidar.<br />

33


nueve<br />

Saavedra llegó al vestuario con la camiseta arrugada sobre un hom-<br />

bro. Hizo explotar una botella de agua contra una gran pared de<br />

azulejos y también revoleó los botines, tirando dos patadas al aire.<br />

Con el botín derecho le pegó al fisioterapeuta, que lo había acompañado en<br />

silencio.<br />

—Vení a masajearme, pelotudo, que este tobillo vale más que toda tu fa-<br />

milia junta —le gritó Saavedra. Después se acostó en la camilla, boca abajo.<br />

Apoyó la pera sobre las manos y cerró los ojos. No había nadie más en el<br />

vestuario.<br />

Avellaneda tenía muy pocas variantes con la defensa diezmada. Su juego<br />

alcanzaba como para cruzar la mitad de la cancha y, con algo de suerte, tirar<br />

centros aislados en busca de algún destello sobrehumano. A diez minutos<br />

del final, sin embargo, llegó con un centro frontal que hizo dudar al arquero


entre salir o quedarse bajo los palos. El centrodelantero de Avellaneda apro-<br />

vechó la duda y la mandó adentro con un puntazo disimulado, para poner<br />

el partido 1 a 2.<br />

Todo el equipo, como era de esperarse, se fue para arriba. Sarmiento<br />

armó dos líneas de cuatro, dejando como único punta al chupete Illia, y<br />

esperó en su campo. Avellaneda metió un defensor central fijo en el área<br />

contraria y empezó a encarar por los laterales para robar algún córner y<br />

poder llegar al empate.<br />

El técnico de Sarmiento estaba acostado a los pies del banco de suplen-<br />

tes, durmiendo una siesta forzada después de sufrir una suerte de lipoti-<br />

mia nerviosa. No había podido recuperarse de la detención de su hijo y los<br />

jugadores suplentes creyeron que lo mejor que podía hacer para calmarse<br />

era dormir la siesta. El gol de Avellaneda no lo despertó: Manuel Moreno<br />

recibió el estruendo y se pasó una mano por la cara, como si en vez de sufrir<br />

un gol en contra lo hubiese molestado un insecto.<br />

Avellaneda tuvo un córner a favor cuando faltaban dos minutos. Todos<br />

los jugadores que estaban en la cancha se juntaron dentro del área y el vo-<br />

lante más habilidoso se encargó de ejecutar el córner. El arquero, desde el<br />

área contraria, pidió permiso al banco para también unirse al ataque (escu-<br />

chó su propia voz y le dio vergüenza); le dijeron que “ni loco” podía subir,<br />

por miedo a un contraataque letal de Sarmiento. “No seas pelotudo”, le gri-<br />

tó el ayudante de campo. Finalmente se acuclilló en la medialuna y optó por<br />

rezar, tapándose la boca con los guantes.<br />

El centro de la ilusión cayó a la altura del segundo palo, bien abierto y vo-<br />

lado. A pesar de que algunos creyeron que el peligro se iba esfumando a me-<br />

dida que el efecto sacaba la pelota del área chica, fue el segundo marcador<br />

central de Avellaneda (que hacía un rato estaba jugando de nueve) el que<br />

saltó prácticamente solo y metió un cabezazo sólido, impactando de lleno a<br />

35


la pelota. En ese momento las miradas se congelaron, por última vez en la<br />

tarde. Los jugadores que habían quedado fuera de la jugada sólo atinaron<br />

a mirar hacia arriba (el sol ya no molestaba). En los bancos de suplentes<br />

todos dieron un paso hacia delante: observaron el vuelo de la pelota como<br />

si se tratara de la explosión lejana de una bomba atómica. La pelota hizo<br />

una parábola lenta y simétrica (semejante a un lanzamiento de básquet) en<br />

dirección al palo descuidado por el arquero, que había quedado a mitad de<br />

camino; el viento se calmó de un segundo a otro y los plateístas se levanta-<br />

ron de los asientos.<br />

Recién entonces se escuchó el ruido dulce del metal: algo raspado. La pe-<br />

lota peinó la parte superior del travesaño y terminó descansando en la red,<br />

pero sobre el techo del arco. Y nada más. Tres minutos después el árbitro<br />

marcó el final del partido y escapó hacia el túnel, junto a sus asistentes. Los<br />

jugadores de Sarmiento festejaron con la poca energía que les quedaba y en<br />

pocos minutos el estadio quedó vacío, disfrutando de una calma que desde<br />

el primer minuto del segundo tiempo había desaparecido de casi todos los<br />

rincones. A Moreno, finalmente, lo despertó el festejo: sin querer, alguno<br />

de sus jugadores le pisó una muñeca y tuvo que ponerse de pie, ya recupe-<br />

rado, para ayudar a recoger la utilería en el vestuario y subir de una vez por<br />

todas al micro del club. En todo momento, mientras los jugadores se ducha-<br />

ban, quiso abandonar el grupo para averiguar el paradero de su hijo. Pero<br />

los ayudantes no lo dejaron. Decidieron llevarlo directo a su casa para que<br />

el resto de la familia pudiera contenerlo.<br />

36


diez<br />

Cómo serán las cosas del mundo y las paradojas de la genética<br />

que, en el mismo momento en que el Moreno padre bajaba del<br />

micro y avanzaba entre los canteros azulejados hasta la puerta<br />

de su casa, el Moreno hijo recuperaba una pelota en el centro de una cancha<br />

regada de sangre, a treinta segundos del final contra los policías (se jugaba<br />

a una hora y después penales). Cómo serán las cosas que mientras la mujer<br />

del Moreno técnico, envuelta en su delantal de cocina, escuchaba el timbre<br />

y recibía a su marido llevándose una mano a la boca, el hijo de ambos cons-<br />

truía una última corrida monumental hasta el área contraria, filtrándose<br />

entre una decena de policías, para terminar mano a mano con el ordenanza<br />

que oficiaba de arquero. Y mientras la casa, por último, y en silencio, aco-<br />

gía a su dueño abatido entre mates dulces y paños fríos, Mariano Moreno,<br />

con sus catorce años despuntados, definía con displicencia a un palo, cara


externa del pie izquierdo, mirada oblicua, pantaloncito volado hacia atrás, y<br />

el partido se definía contra todos los pronósticos a favor de los presos, que<br />

lograban con actitud y amor propio el ansiado boleto de vuelta 24 .<br />

El chiquito salió corriendo hacia un costado, enloquecido, y todos los fut-<br />

bolistas se le fueron encima. Sólo ellos gritaban: los locales, dentro y fuera<br />

de la cancha, quedaron paralizados frente a semejante demostración de fút-<br />

bol champán.<br />

—Y pensar que ni siquiera cumplió quince —dijo el policía gordo, que se<br />

había cansado con sólo ver los quiebres de la gambeta.<br />

—Qué hijo de mil putas —dijo otro.<br />

—Bueno, vamos que faltan siete minutos —gritó el policía gordo desde la<br />

mitad de la cancha.<br />

—Las pelotas —contestó con voz firme Castelli.<br />

Todas las miradas fueron para él. Tenía el pecho completamente bañado<br />

en sangre: desde el maxilar inferior le caía una cascada roja que se escondía<br />

debajo del short luego de rodearle el ombligo (parecía un caño roto). Era sin<br />

duda el más lastimado, o por lo menos al que más le habían pegado durante<br />

el partido.<br />

—El partido ya terminó —dijo.<br />

—Esto se termina cuando nosotros queremos —dijo el policía gordo.<br />

—Entonces hagamos un mano a mano, gordo de mierda, a ver si apren-<br />

dés a perder en la vida —lo desafió Castelli.<br />

Los jugadores no estaban en condiciones de aguantar una pelea. Maria-<br />

no se acercó por detrás para convencer a Castelli de jugar un ratito más,<br />

que no había problema, que el partido se aguantaba en la defensa. Pero<br />

Castelli era el defensor más experimentado del equipo. Y por algo había<br />

saltado con eso.<br />

—Si no lo ganamos así, no nos vamos más, Mariano —le dijo—. Prometeme<br />

38


que si esto sale mal vas a salir corriendo para el lado de la circunvalación. Si<br />

se arma la bola, vos lo único que tenés que hacer es llegar a tu casa.<br />

—Pero podemos seguir jugando…<br />

—Mariano, mirame a los ojos —le ordenó Castelli.<br />

—Qué.<br />

—A los ojos, dije.<br />

El chico lo miró.<br />

Se hizo un silencio.<br />

—Te lo prometo —dijo después.<br />

Los policías se habían juntado en el centro de la cancha, alrededor del gor-<br />

do, y parecían aconsejarlo. Cada uno sostenía su cachiporra y algunos hasta<br />

empuñaban las reglamentarias.<br />

—Esto es sólo con el gordo, para ver si es policía o si es un pedazo de puto<br />

con grasa —dijo Castelli—. Yo peleo con él, mano a mano. Si lo tumbo nos<br />

liberan a todos.<br />

—Pero peleás así, esposado —se escuchó desde un costado.<br />

—Más vale, puto —dijo Castelli.<br />

El gordo dio un paso adelante. En la derecha tenía la cachiporra y en la<br />

izquierda algo escondido: se llevaba el puño a la espalda porque un compa-<br />

ñero lo había reforzado con una manopla de acero. Castelli esperaba a unos<br />

metros, jadeando.<br />

El policía gordo se acercó de un momento a otro y le pegó un palazo en la<br />

boca. Al no encontrar resistencia insistió con otro golpe en la zona del hí-<br />

gado e inmediatamente con un zurdazo filoso que le cortó buena parte del<br />

pómulo. Pero Castelli no caía. El resto de los policías ya empezaba a festejar<br />

y el gordo siguió azotándolo, dos palazos en la panza y un zurdazo con la<br />

manopla, tres palazos en la boca y una patada en los tobillos.<br />

39


Debajo de Castelli llovía sangre. Había perdido la fuerza del cuello y pa-<br />

recía condenado a una derrota inminente 25 . Pero los demás uniformados<br />

pusieron una consigna: querían que el gordo lo liquidara con una patada<br />

giratoria, como suelen hacer los luchadores de karate. En la preparación de<br />

la Academia les habían enseñado artes marciales, pero lo abultado de cada<br />

vientre azul dejaba en claro que hacía por lo menos una década que esos<br />

policías no tiraban una patada al aire.<br />

El gordo aceptó: hizo una burla moviendo los codos junto a sus compañe-<br />

ros y enfiló al trote hacia los restos de Castelli, que esperaba tambaleando,<br />

cabeza gacha. Estiró los últimos dos saltitos como pasos de baile e intentó<br />

un giro ridículo, levantando una pierna. En el momento justo Castelli levan-<br />

tó la cabeza y lo agarró en el aire: le pegó una patada en los huevos tan pero<br />

tan furibunda que resonó en las sombras húmedas de los calabozos, en el<br />

pecho de los pájaros, en los tubos de los teléfonos, en los huecos internos<br />

de los calefones del barrio.<br />

El policía gordo cayó seco, inmóvil, en posición fetal. Castelli le apretó el<br />

cuello con un botín y dijo:<br />

—Tenés un tapón que te calza justo en el centro de la yugular. O nos dejás<br />

ir o te desangro. Ya mismo.<br />

El gordo abrió un ojo. Lo tenía, naturalmente, lleno de sangre. Movió ape-<br />

nas la cabeza hacia atrás y le indicó a un compañero:<br />

—Soltalos.<br />

40


once<br />

Todos los jugadores salieron corriendo para el lado de la circun-<br />

valación, atravesando descampados, casas y monoblocs. Avanza-<br />

ron en grupo y se pegaron pataditas mientras corrían, e hicieron<br />

chistes, porque les bastó una tarde soleada de domingo para entender que al<br />

fútbol se gana usando la región más infantil del cuerpo (la mente), como en<br />

cualquier otro juego serio de la vida. Cada uno supo, a partir de esa corrida<br />

y para siempre, que en el fútbol la violencia sólo debe usarse cuando algo<br />

pone en riesgo a los otros. Y aprendieron, también, que existe una forma de<br />

violencia casi imposible de neutralizar: la del buen juego.<br />

Los chicos de Rivadavia corrieron tan rápido que después de unos mi-<br />

nutos desaparecieron. Sin embargo, otros que cambiaban de rumbo en<br />

medio de la marcha saludaban con un grito a los que seguían trotando.<br />

El grupo se fue fragmentando a medida que se acercaban al centro, pero


Castelli nunca se despegó de Mariano Moreno, porque se había prometido<br />

a sí mismo acompañarlo hasta su casa.<br />

Media hora después, ambos atravesaban los canteros llenos de flores y<br />

golpeaban la puerta.<br />

Marianito no pudo evitar las lágrimas. Cuando el padre le abrió la puerta<br />

tenía miedo, pero Castelli apoyó una mano en su hombro, le acarició el ló-<br />

bulo de una oreja y eso le dio la fuerza necesaria para lanzarse en busca de<br />

un abrazo; algo mucho mejor, sin duda, que el hecho de haber debutado en<br />

la primera de Sarmiento. La madre también los abrazó, desde atrás, y des-<br />

pués metió al chico en la casa sin consultar nada. Castelli esperaba afuera.<br />

—Gracias —le dijo el Moreno padre.<br />

—No es nada, Moreno.<br />

—Estás muy lastimado, Castelli. Por qué no me dejás curarte un poco,<br />

aunque sea.<br />

—Está bien, Moreno, no te preocupes. Ya me voy para casa.<br />

—Por lo menos dejame invitarte un café, Castelli, algo. Pasá, por favor.<br />

En serio.<br />

Castelli aceptó usar la pileta de la cocina para quitarse la costra de sangre<br />

que tenía pegada en el pecho. Marianito lo miró, mientras se limpiaba, con<br />

los ojos de un chico que mira a su nuevo ídolo. Después subió a bañarse, por<br />

orden de su madre. Los hombres se quedaron compartiendo un café en la<br />

mesa del comedor.<br />

—Tenés un pibe que vale oro, Moreno —dijo Castelli.<br />

—Yo no sé cómo agradecerte todo lo que hiciste por nosotros, Castelli. En<br />

serio. No puedo dejar pasar estas cosas. Quedate a cenar, así me contás todo<br />

lo que pasó a la tarde…<br />

—Ya no tiene sentido, Moreno. Lo importante es que el chico está bien.<br />

—Bueno, te cuento del partido, entonces…<br />

42


—Cómo salió —preguntó Castelli sin demasiado interés.<br />

—Ganamos 2 a 1. Pero ustedes metieron un cabezazo en el palo, a lo últi-<br />

mo, que fue una cosa de locos.<br />

Castelli se dio cuenta por el tono de voz que Moreno no le estaba dicien-<br />

do la verdad. Pero tampoco tenía fuerzas como para evaluar los accidentes<br />

de un partido que casi no había jugado. Agradeció por la hospitalidad de la<br />

familia y buscó el camino hacia la puerta. Sin embargo, antes de salir volvió<br />

sobre sus pasos e hizo un último pedido.<br />

—Dejame despedirme de él, Moreno. Por favor.<br />

Moreno lo acompañó por la escalera hasta el cuarto de Mariano. Cuando<br />

Castelli entró, el padre decidió esperar afuera. El chico ya estaba metido en<br />

la cama, leyendo un libro de Jorge Valdano a la luz de un pequeño velador.<br />

En las paredes del cuarto había posters colgados, de distintas formaciones,<br />

y algunos objetos que parecían importantes: camisetas, guantes y medias.<br />

—Me voy, chico —le dijo.<br />

Marianito sonrió. Tenía el pelo mojado. No sabía qué decir en un momen-<br />

to como ése, pero se le ocurrió algo interesante:<br />

—Ojalá podamos jugar juntos de nuevo. En otra cancha.<br />

—Seguro que sí —le dijo Castelli—. Pero cuidate porque si te encuentro<br />

otra vez te voy a cagar a patadas.<br />

El chico soltó una carcajada sencilla y joven 26 que hizo de Castelli un ser<br />

humano todavía más sano y vulnerable. De hecho, ya no recordaba cada<br />

detalle de lo que había pasado, porque en ese momento estaba por salir de<br />

una casa de familia, ordenada y en paz, para volver a reencontrarse con su<br />

mujer y su padre en la otra punta de la ciudad.<br />

Manuel lo acompañó hasta la puerta y le dio un fuerte abrazo. Le confesó,<br />

también, que a través de una triangulación con empresarios de la industria<br />

y el agro quería llevar a su hijo a la Capital Portuaria, para probarlo en el<br />

43


Club Atlético Belgrano de San Martín. Castelli no le respondió: ¿Qué sería<br />

peor? ¿Sufrir todos los domingos en la Capital o jugar esposado contra una<br />

banda de policías? Al final, todo tenía cosas a favor y cosas en contra.<br />

La tardecita, por ejemplo, ya comenzaba con su brisa a refrescarle las las-<br />

timaduras. Él y el domingo estaban cicatrizando al mismo tiempo. En las<br />

autopistas, bastante lejos, los autos seguían avanzando a una velocidad pa-<br />

reja. En las paradas de colectivos la gente esperaba a la misma velocidad.<br />

En cada casa, las radios y los televisores seguían encendidos: las luces de la<br />

calle, mucho más cerca, se encendían a su paso y el asfalto se regaba con un<br />

brillo leve y amarillento.<br />

Aún debía caminar varias cuadras, mientras todo, en todos lados, seguía<br />

funcionando 27 . Y después debía tomar mucho líquido para depurar los dolo-<br />

res que sufría (en ese estado, por qué no, hasta podían confundirlo con un<br />

preso). Pero Castelli decidió caminar liviano, sin prestar demasiada aten-<br />

ción. Con la naturalidad que carga un defensor cuando vuelve un poco roto<br />

a su casa.<br />

j j j<br />

j


Formas de ser<br />

del pasatiempo<br />

nacional


1<br />

El primer tiempo de un partido de fútbol mal jugado forma parte de una<br />

especie bastante común de sueño compartido. Una línea invisible compues-<br />

ta por la mezcla de algunos movimientos lentos (o movimientos quietos),<br />

algunos pequeños gritos de jugadores sin horizonte y algún que otro raspaje<br />

de telas o plásticos y, a lo lejos, algún bombazo seco de la pelota, que se dis-<br />

tingue (en el maltrato) como un bombo legüero mal golpeado o a punto de<br />

morir; todo eso conformando una línea invisible muy parecida a un sueño<br />

que comunica cada una de las conciencias castigadas que asisten al partido.<br />

Un mal primer tiempo crece entonces así, transversalmente: en el caudal<br />

de una línea invisible demasiado parecida a un sueño que entra por la oreja<br />

de un espectador y le sale por la otra, un poco más gorda, y así vuela entre<br />

el sol y el olor a pasto hasta la oreja de otro simpatizante para luego volver<br />

a salir y convertirse, antes del final de la primera etapa, en una entidad in-<br />

soportable, pero callada, que adormila a todos hasta el momento del pitazo<br />

(esa forma de la verdad que a veces es tan requerida).<br />

2<br />

Un grito espectacular también puede ser una entidad insoportable, pero<br />

de corta duración. Ahí, en ese fogonazo de la voz, se expande su espectacu-<br />

laridad. Un grito que nace de manera espectacular en la intemperie de una<br />

cancha no sólo sirve para despabilar a la gente sino que también la alarma,<br />

la saca de quicio, la obliga a separar mucho los párpados, a parar las orejas.<br />

46


El grito particular de un jugador habilidoso y teatrero puede semejar la re-<br />

sonancia de la explosión de una granada (el fuego sonoro), pero también<br />

desprende un cálculo al margen del dolor, el dramatismo de lo impensado<br />

mientras se lo está pensando. Algo así como el oportunismo en la mente de<br />

un jugador de fútbol.<br />

Sí: el oportunismo en la mente de un jugador de fútbol.<br />

3<br />

4<br />

Quizás sea la mente del director técnico de un equipo la más indicada<br />

para hacer un buen jugo de contradicciones, porque son ellos, justamen-<br />

te, los que viven ese diálogo interno y furibundo entre un pequeño án-<br />

gel y un pequeño demonio. Frente a un disturbio, la mente del director<br />

técnico le ordena a su dueño, por un lado, que invada el campo para<br />

separar a los jugadores más temperamentales que siempre están a pun-<br />

to de poner a alguien; pero al mismo tiempo que el cuerpo intenta sepa-<br />

rar, esa mente ordena alimentar la pelea, insultando al referí y jugando<br />

fuerte con los codos mientras se trata de alejar a los del bando propio.<br />

Es un arte: la cáscara del técnico trabaja para que no le expulsen jugado-<br />

res mientras sus entrañas y su corazón, en comunicación directa con el<br />

óxido de los codos y las puntas de los pies, tratan de lastimar a alguien.<br />

47


Como su boca que, más allá de lo que diga, y de la comunicación en sí,<br />

sólo trata de lastimar.<br />

5<br />

El futbolista que no puede entender, o que entiende demasiado, pone<br />

naturalmente los brazos en jarra. Es la posición que nace y modela la pose<br />

más franca del que se esfuerza, como también es la posición (a primera<br />

mano) del que necesita un respiro a partir de lo que acaba de hacer, o de<br />

lo que se viene. Si el jugador necesita escurrir la transpiración y pone los<br />

brazos en jarra cuando un perro entró a la cancha, está ejecutando un<br />

gesto real. Pero si pone los brazos en jarra después de haber malogrado<br />

un penal tres o cuatro metros por encima del travesaño, de la manera más<br />

afectada posible, también lo está haciendo por un motivo puro, aunque<br />

más peligroso: está fingiendo.<br />

6<br />

El dirigente de fútbol que menos poder tiene suele acabar matando, de<br />

una u otra forma, explícita o indirecta, consciente o inconsciente, metafóri-<br />

ca o literal, a quien le sigue (hacia arriba) en la escala de poder. Es la manera<br />

más sana y deportiva de terminar sucediendo a alguien.<br />

48


7<br />

La pelota también se puede comportar como una persona, según la perso-<br />

na que la impacte. Los partidos y los años han sabido mostrar un crisol de<br />

combinaciones: remates combados e inteligentes, vaselinas inescrupulosas,<br />

centros traicioneros y hasta impactos anómicos, sin compromiso. Pero hay<br />

un punto preciso de contacto, en algunos remates de sobrepique, que reper-<br />

cute en una pausa de luz, un vuelo rarísimo y rasante tan rápido como lento<br />

que es prácticamente imposible de desviar. Si un jugador domina y ostenta<br />

el arte de la pegada, ese arte que se distingue por lastimar amorosamente,<br />

puede dar vida con un golpe único al vuelo más buscado por todos: ése que<br />

se mira con detenimiento sin que se puedan retener sus detalles, ése que<br />

termina donde termina lo más profundo del arco.<br />

8<br />

La sangre de los comentarios futboleros es la polémica. Si uno pudiera<br />

asignarle alguna forma material a las palabras, una textura, un matiz, sin<br />

duda estaríamos hablando de una sustancia líquida pero densa, iluminada<br />

con un tono que trabaja para permanecer en el recuerdo, con el brillo ne-<br />

cesario como para adornar las variantes del discurso y a su vez la amargura<br />

esencial que imprime un pésimo sabor de boca al que le da cabida. La polémi-<br />

ca es bordó, como la savia del cuerpo cuando está en su camino de regreso,<br />

en su etapa carboxigenada. Y el organismo que le ofrece las vías por don-<br />

de transitar es la maquinaria de la difusión pública: un aparato ruidoso que<br />

49


se conforma con voces gratuitas, seres que reconocen el sabor de la sangre<br />

pero no su composición química. Las personas que trabajan para difundir las<br />

cuestiones del fútbol saben que la sangre es dulce y amarga al mismo tiempo,<br />

pero ignoran las razones de su agridulzura. Sólo la prueban cuando brota y<br />

no pierden tiempo en comprender el entramado de tejidos, latidos y direc-<br />

ciones múltiples que le permite, a oscuras, moverse.<br />

9<br />

El corazón del jugador que defiende es pensado como un corazón amargo<br />

y dolorido. Y esto será así hasta que logre demostrar algún grado de habili-<br />

dad ajeno a su sindicato, algo que lo rotule con la bendición de lo distinto.<br />

En esos casos aislados, el defensor pasa a ser una víctima de un entorno que<br />

lo oprime, y se le suele aconsejar que abandone su posición para salir de una<br />

vez por todas al mundo: a jugar. El gaje del oficio del defensor es recibir por lo<br />

que da. Sus lastimaduras tienen más razón que las de volantes y delanteros.<br />

Esa verdad instalada y vivida es la que después afirma su salvación en medio<br />

del peligro: se dice que un defensor sale a curarse cuando avanza con pelota<br />

dominada. El aire de la velocidad le sienta bien cuando escapa de su cueva,<br />

y los raspones comienzan a cicatrizar con la acción del toqueteo. Pero ante<br />

todo, el corazón del defensor está dañado, como está dañada la silueta de su<br />

esperanza. Es una silueta con los bordes comidos. Por eso siempre muerde,<br />

y por eso siempre pega.<br />

50


10<br />

El que vigila nunca quiere ser vigilado. Y aunque la noción del panóptico<br />

optimiza la vigilancia anónima desde un centro, en desmedro de los vigila-<br />

dos en una periferia, el fútbol opera en sentido contrario. En la escena de<br />

un partido de fútbol, sólo puede vigilar y castigar quien se encuentra en una<br />

periferia: es el poder del que rodea.<br />

11<br />

Los vigilantes del fútbol ostentan un repertorio común de conductas fa-<br />

llidas, aunque esto vaya en contra del falso progresismo que intentamos<br />

llevar a la práctica cuando nos mezclamos entre otros simpatizantes (per-<br />

sonas que también buscan suspender por un rato el pensamiento). Los vi-<br />

gilantes del fútbol se ubican en la periferia del terreno y repelen los desma-<br />

nes: no por un deseo de orden, sino por fiaca. A los vigilantes de la escena<br />

del fútbol les da muchísima fiaca el momento de la intervención porque son<br />

esencialmente gordos: deben correr, subir y bajar escaleras, domar la ten-<br />

sión de los chalecos a punto de explotar, domar la rabia de los perros que<br />

entrenan durante la semana y, sobre todo, deben imprimirle a las cachipo-<br />

rras la velocidad necesaria como para que el hincha les tema. En definitiva,<br />

los vigilantes del fútbol fallan como vigilantes porque tienen los mismos<br />

miedos y limitaciones que los civiles.<br />

51


12<br />

En el fondo, pero bien en el fondo, muchos jugadores sólo buscan pisar<br />

el terreno de juego para poner en práctica el pantone de tics y reflejos cabu-<br />

leros que desarrollan, corrigen y perfeccionan durante el crecimiento per-<br />

sonal y deportivo. Sean titulares o no, nunca se olvidan de pisar el primer<br />

césped tres veces seguidas con el pie derecho: tres saltitos para después salir<br />

corriendo. Se besan la bijouterie prohibida pero siempre presente, se per-<br />

signan y miran al cielo, esconden fotos o máscaras o escarpines o mensajes<br />

cifrados en medias, calzoncillos y camisetas. El jugador de fútbol no concibe<br />

no creer y por eso se ve obligado a entrenar su poderío mental a la par del<br />

físico, en busca de una fe razonable. Esa fe de la razón es algo que debe pro-<br />

ducir su cuerpo con la misma necesidad de la insulina, porque es el aroma<br />

que verdaderamente atrae la posibilidad de gol. Allí se cierra el círculo: el<br />

momento supremo en el que convierte, para volver trotando a la mitad de la<br />

cancha entre señas y pantomimas y besos en los tatuajes y dedicatorias a los<br />

muertos. Ese momento es supremo porque cambia el resultado y porque to-<br />

dos, hinchas, compañeros, vigilantes, dirigentes y televidentes, lo ven creer.<br />

13<br />

El momento supremo del gol se desinfla un poco cuando la pelota ingresa<br />

al arco pero no llega a tocar la red. Algo allí pierde autenticidad, como en<br />

un relato inconcluso: la gente no cree del todo en lo que está pasando. Por<br />

eso cada vez que sucede, todos miran de inmediato al referí. Sólo él puede<br />

equiparar el dictamen de una red inflándose.<br />

52


14<br />

La familia del fútbol, lamentablemente, está constituida por varones que<br />

se hacen pasar por hombres y mujeres que deben impostar la voz para tam-<br />

bién parecerse a esos hombres falsos en la virulencia del fanatismo y las<br />

opiniones. Es una lástima: el hombre siente una pequeña porción de pena si<br />

en vez de concebir un bebé concibe una beba, así como la mujer intuye un<br />

encadenamiento de ruidos sordos y situaciones ridículas cuando al nacer su<br />

varoncito aparecen filas de padres, tíos, abuelos y primos con camisetitas de<br />

regalo (camisetitas que casi siempre se oponen, y que terminarán usándose<br />

para secar el techo del auto que años después los llevará a un estadio). La<br />

familia del fútbol es, muchas veces, tan genuina, falsa e innecesaria como la<br />

familia modelo, la familia accidental o la familia católica.<br />

15<br />

Hay dos momentos muy concretos de la vida de un partido en que los<br />

jugadores dan verdadera lástima, tanto a los integrantes de la familia del<br />

fútbol como a aquellos que no la integran y prestan, en cambio, una aten-<br />

ción esporádica. El primer momento es el silencio más puro, una inhala-<br />

ción lenta que nace de un remate decisivo en el travesaño o de un penal<br />

desviado. Para un arquero, esa brisa oscura se enciende cuando le patean<br />

desde lejos y la pelota rebota en los riñones o el empeine de algún defensor<br />

propio, modificando su rumbo y dejándolo quieto, suspendido, derrotado,<br />

luchando en vano contra la inercia. Esos goles errados o convertidos con<br />

53


las basuritas de la suerte despiden un olor a desgracia que envuelve a las<br />

víctimas directas dentro de la cancha y las convierte en esponjas: terminan<br />

absorbiendo el perdón de la gente, colorean la culpa, y ganan en el final del<br />

suspiro, un poco de dinero moral. El otro momento es aún más triste, por-<br />

que se deja ver cuando un futbolista se lesiona y cae al césped con el rostro<br />

transmutado en un pañuelo blanco (y húmedo). Al igual que otros ámbitos<br />

en los que una sicosis rarísima parece adueñarse de la gente para convertir<br />

sus mentiras en verdades per se, el futbolista que cae lastimado de verdad<br />

da pena, como también el que cae fingiendo. Quizás estos momentos no<br />

sean más que la raíz bífida de la realidad, para concluir que un futbolista va<br />

a dar pena siempre y cuando no esté jugando al fútbol.<br />

16<br />

La carrera más veloz del jugador de fútbol no se da en los entrenamientos,<br />

ni en las jugadas más exigentes y dramáticas de un partido. La carrera más<br />

veloz de un jugador no se da, de hecho, cuando está jugando, sino cuando<br />

está a punto de hacerlo. El trayecto del suplente que entra a la cancha y<br />

busca su posición táctica (el primer pique) es siempre el más corto de todos.<br />

17<br />

La posición que ocupa el arquero en la distribución espiritual de un equipo<br />

es, para el sentido común, la más dramática de todas. Quienes han sufrido<br />

54


por motivos o razones futbolísticas siguen sosteniendo (aún hoy en estos<br />

tiempos globalizados) que el alma del arquero siempre pesa unos gramos más<br />

que la de cualquier otro jugador de campo, porque está contaminada con una<br />

mezcla de oscuros ingredientes: por un lado, la exigencia permanente del ín-<br />

fimo margen de error (si el arquero se equivoca daña el resultado, y graba<br />

el error en la retina colectiva); por otro, la relación carnal con la soledad (el<br />

arquero festeja solo, se lamenta solo, y sólo escucha, en definitiva, su propio<br />

grito). En nuestro país, la tradición indica que los arqueros no suelen conso-<br />

lidarse en el puesto por habilidad o talento, sino por descarte. Así es como,<br />

sin buscarlo, la indiferencia engendra criaturas poderosas y ágiles, que desde<br />

el resentimiento terminan despegándose del suelo (primero para disolver un<br />

remate de gol, después para llegar al cielo).<br />

18<br />

Las relaciones que propone la mesa chica del fútbol son exclusivamente<br />

carnales, aun cuando interviene el pensamiento. Es la carne lo que pro-<br />

duce la fuerza y la pericia. Es la carne lo que daña la carne y los huesos del<br />

rival. Es la carne lo primero que se busca para escribir la euforia: es la car-<br />

ne la verdad más tácita a la hora de gozar con el compañero. Es la carne de<br />

los muslos, fuerte y elástica, la que vibra cuando los jugadores se enciman<br />

en un festejo, y es la carne del pecho y los glúteos la más buscada en esos<br />

entreveros orgiásticos. Es la carne del cerebro la que empuja a compartir<br />

el cuarto de la concentración con alguien en particular, y la que obliga a<br />

demorarse en la ducha para quedar a solas. La desnudez es lo que permite<br />

creer en el futuro y amar los códigos: el destino inminente del que corre<br />

55


para transpirar. Algunos periodistas deportivos dicen que todos los fut-<br />

bolistas son homosexuales. Algunos futbolistas dicen que todo periodista<br />

deportivo es un futbolista fracasado.<br />

19<br />

El miedo al fracaso es algo que históricamente enfermó las almas de los<br />

futbolistas, pero la presión que absorben las estrellas jóvenes cuando re-<br />

cién empiezan a vivir el ritmo de la alta competencia es incomparable. La<br />

presión que se les mete adentro a los chicos prometedores puede llegar a<br />

hacerlos silbar como el pico hirviente de una pava. El frenesí es asimilado<br />

en miles de latidos fragmentados pero a la vez continuos: si las revoluciones<br />

normales del juego de un juvenil giran a treinta y tres vueltas y un tercio<br />

por minuto, al momento del debut lo hacen a setenta y ocho. El crack recién<br />

ingresado a la cancha, durante los primeros diez o quince minutos, produce<br />

involuntariamente una regresión cronológica: se mueve con tanta electrici-<br />

dad que parece protagonizar una película vieja.<br />

20<br />

Por debajo del fútbol pago y glamoroso se expande el fútbol real, el de<br />

potrero. Y en virtud de la falta de recursos (una cultura), jugar en cueros es<br />

una ley del potrero. En las canchas del desinterés no se encuentran elemen-<br />

tos que trabajen por imponer una regularidad. No hay dos arcos iguales,<br />

56


no hay dos camisetas iguales, y si las hay del mismo equipo (dos de Nueva<br />

Chicago, por ejemplo), una siempre está mucho más vieja y percudida que la<br />

otra. No hay pintura ni prolijidad ni detalles de terminación. Muchas veces<br />

ni siquiera hay pelota. La identidad, entonces, es lo que refuerza el efecto<br />

de realidad, porque cada jugador se distingue del otro exclusivamente por<br />

su voz, por su pericia narrativa, por sus cualidades provocadoras o por el<br />

vértigo de sus piernas. Es tan mágica la circunstancia del potrero que nunca<br />

nadie confunde a nadie, aun cuando todo un equipo juega semidesnudo. En<br />

los estadios (el mundo del espectáculo), muchas veces no se reconoce a un<br />

jugador ni aun revisando su número, su apodo y su apellido.<br />

21<br />

La realidad es algo que también crece de forma centrípeta en la cancha,<br />

desde las membranas externas hacia las membranas internas. El gol deno-<br />

minado psicológico, por ejemplo, es una unidad de realidad que nace en las<br />

membranas externas y se afinca en las internas. El gol de la psique aparece<br />

en momentos decisivos, al comenzar o finalizar alguno de los dos tiempos, y<br />

se diferencia de otros porque prescinde del olvido. El gol de la psique atenta<br />

contra el común discurrir de la vida, cita al peor destino, a las infinitas posi-<br />

bilidades que pudieron haber sido y no fueron. El gol psicológico es también<br />

un gol filosófico.<br />

57


22<br />

Volviendo a la cuestión carnal, en la familia del fútbol, como en la familia<br />

fascista, el deseo por el otro siempre se ostenta desde la posición activa,<br />

aunque las variantes del intercambio privado luego indiquen lo contrario.<br />

La posibilidad de que un varón sea poseído por otro varón es tan incomu-<br />

nicable como el incesto. Si un varón de estas familias desea a otro varón, se<br />

lo debe culear: jamás ventilaría así como así su deseo de ser penetrado o su<br />

gusto por el fino simulacro del sometimiento. Algunos hasta sienten que la<br />

posición activa protege al hombre de un supuesto fenómeno homosexual.<br />

23<br />

El deseo que sí se acepta tal como nace, y se disfruta sin grandes obstá-<br />

culos sociales, es el que une al jugador con la pelota. La pelota (otra unidad<br />

de realidad) es la representación femenina más besada y respetada y, a su<br />

vez, la menos temida, sencillamente porque el jugador, en su juventud, cree<br />

que la pelota no habla. Cuando el jugador crece comienza a vislumbrar algo<br />

incontrolable en el ánimo de la pelota y, por esa incertidumbre, comienza a<br />

mezclar el deseo con el temor. Ése es el momento en que la relación madura.<br />

58


24<br />

En el fútbol, como en la literatura, la música, la cárcel y la vida de una per-<br />

sona cualquiera, siempre pasan muchísimas cosas al mismo tiempo.<br />

25<br />

Y así como suceden muchísimas cosas donde una pelota ruede, también<br />

es cierto que los partidos o el prestigio (o los sentimientos) no se pierden<br />

una sola vez. La derrota nunca se establece sin alguna respuesta. Esto es lo<br />

más cercano a la poesía.<br />

26<br />

El fútbol ya es algo bello por el solo hecho de ser: el solo hecho de lo vivi-<br />

do. El poderío estético y vital del fútbol, quizás, hasta podría prescindir de<br />

las personas. Si no hubiera más vida humana sobre la Tierra, alguna otra<br />

entidad perceptiva podría soltar una carcajada al disfrutar de una brisa fu-<br />

gaz que mueve la red de un arco como en un gol imaginario, y que después<br />

la deja quieta, colgando, en paz. Pero éstos no son más que inventos o resul-<br />

tados de la pasión, porque las personas van a seguir participando.<br />

59


27<br />

Por último, la ciudad argentina es de fútbol. Esto es ante todo un coro-<br />

lario. De noche, jugadores de distinto calibre, todos innecesarios, marchan<br />

hacia su centro. Puñados, decenas y cientos de jugadores de todas las ciuda-<br />

des marchan hacia un centro, lastimados y sucios, innecesarios. La marcha<br />

de todos los jugadores que vuelven conforma un árbol infinito de líneas in-<br />

visibles que se comunican entre sí y que se parecen demasiado a un sueño.<br />

Son las líneas que dibujan el paso del tiempo.<br />

j j j<br />

j


Diego Vigna (1982) nació en Olivos, es neuquino y hace<br />

diez años que vive en la ciudad de Córdoba. Es hincha de<br />

Racing, licenciado en comunicación social, doctor en estu-<br />

dios sociales de América Latina y se dedica a investigar la<br />

relación entre la producción cultural y literaria y los me-<br />

dios de comunicación e información digitales.<br />

Ha publicado Grises, verdes (cuentos, La Creciente, 2004)<br />

y Hadrones (cuentos, Recovecos, 2009).<br />

Codirige el sitio de crítica literaria El lince miope y admi-<br />

nistra el blog Ponte una oveja.<br />

diegovigna@gmail.com<br />

www.ellincemiope.com<br />

www.ponteunaoveja.blogspot.com.ar<br />

el autor<br />

contacto


Carol Twombly es una calígrafa y tipógrafa contemporánea conocida por sus<br />

creaciones tipográficas Lithos, Mirarae, Viva, Nueva y Trajan (aunque esta últi-<br />

ma está basada 1 en la columna romana que está ubicada en la ciudad de Trajano,<br />

Roma, Italia, construída durante el imperio de Marco Ulpio Trajano en el año 114).<br />

Nació el 13 de junio de 1959 en Concord, Estados Unidos. Estudió arquitectura<br />

en la Escuela de Diseño de Rhode Island, pero la influencia de su profesor Charles<br />

Bigelow estimuló su interés por la tipografía. Después de su graduación, cursó<br />

un Master de Tipografía Digital en la Universidad de Stanford, donde también<br />

coincidió con Charles Bigelow. Al terminar, empezó a aplicar sus inspiraciones<br />

tipográficas en el estudio de Bigelow & Holmes.<br />

Desde 1988 hasta 1999 ha desarrollado creaciones para Adobe Systems, contri-<br />

buyendo con el diseño de letras tipográficas muy conocidas, como las nombradas<br />

anteriormente Lythos, Trajan o Myriad o la Adobe Caslon, adaptación digital de la<br />

legendaria Caslon del siglo XVIII.<br />

En 1999 se retiró del diseño de tipografías para centrarse en el diseño textil y<br />

de joyas.<br />

¿Quién creó el signo<br />

tipográfico<br />

usado en este libro?<br />

Carol Twombly<br />

* Chaparral pro<br />

1) Decir “basada” es una sutil manera de decir “homenajeando” y, si lo apurás un poquito, quizás<br />

“copiando” la tipo tallada en esa columna. Carol no ha sido la única en homenajear esta tipo<br />

grabada en esa piedra. De hecho, en el año 1926, Emil Rudolf Weiss creó la “Weiss” y en 1930,<br />

un amigo de esta casa editorial, Frederic Goudy, creó la “Goudy Trajan”. Carol tiene la “ventaja”<br />

de que ha registrado su “creación” trabajando para Adobe Systems (1988-1999), empresa que le<br />

encargó el trabajo. Por otro lado, es la única que ha utilizado el nombre “Trajan” para registrar<br />

a su nombre lo que ya otro artesano había tallado en la piedra, con la diferencia que Twombly<br />

agregó el alfabeto en minúscula (no incluido en la columna que aún se puede visitar en la ciudad<br />

italiana).


1<br />

2<br />

3<br />

4<br />

5<br />

6<br />

7<br />

8<br />

9<br />

10<br />

11<br />

álogo<br />

Los próceres<br />

8<br />

13<br />

16<br />

18<br />

20<br />

22<br />

Carol<br />

Twombly<br />

26<br />

29<br />

Biografía<br />

34<br />

37<br />

índice<br />

41<br />

Formas de ser<br />

del pasatiempo<br />

nacional


Los próceres<br />

de Diego Vigna<br />

1° EDICIÓN en PDF<br />

se trabajó con la familia<br />

de fuentes “Chaparral<br />

Pro” en diversos<br />

tamaños y formas<br />

*<br />

Este libro está<br />

disponible para su<br />

descarga gratuita en<br />

el sitio de la Editorial<br />

Funesiana<br />

*

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