Mayo de 2009 - El Pitic

Hermosillo, Son., Mayo del 2009
La Fábrica de los Angeles...
taller poco ortodoxo con un perfil dominantemente ingenioso. De tales
preparativos tendrían que salir además de los técnicos y agricultores, los
accionistas, los consejeros activos, juristas expertos, consultores de dirección
y ejecutivos de empresas y entidades financieras. Además, de quien
vigile y modere, represente, aglutíne y anime al equipo, salvaguarde a la
empresa y sea vizagra entre consejo y trabajadores. Se trataba de crear
sobre éstas sórdidas regiones, lo que no había existido jamás.
Se había destinado una nave exclusivamente para la producción, las
habitaciones obreras se localizaron alrededor de un gran patio donde se
ubicó la vía de acceso a la gran factoría. Las paredes se levantaron con
mampostería y los techos de terrados y vigas, los pisos eran de cemento.
En la planta alta se dispusieron habitaciones para los ejecutivos. La maquinaria
fue traída en barco desde Inglaterra hasta Guaymas y de allí, en
lomos de mulas, hasta un recoveco del río San Miguel, donde los Iñigo,
al establecer la industria, hicieron nacer un poblado textil formado por
técnicos que pertenecían a la modernidad global de entonces, la que reverberaba
con mayor ímpetu en las ciudades inglesas. En l941, época de
su declive, la comunidad contaba cuatro mil almas y establecerla, a principios
del siglo XlX, no fue un proceso sencillo y lineal ya que se enfrentaron
grandes dificultades, sobre todo la capacidad social para adaptarse a
las innovaciones foráneas, las que llevaban un ritmo de vértigo. Aunado
a ello, el conocimiento para esta maquiladora, la más avanzada en aquella
época, llegaba con demasiado retraso y su difusión alcanzaba a pocos
individuos. Se tenían que enfrentar reparaciones que no se sabía cómo
iniciarlas. Un pequeño problema, como engrasar los piñones, que transmitían
la fuerza al resto de la maquinaria, detenía el proceso por días y
hasta por meses. Alguien debía salir de estas apartadas regiones y presentarse
en Guaymas, de donde bogaría hasta Salina Cruz o Acapulco,
desde allí, otra vez pisando tierra, alcanzaría la Ciudad de México y seguiría
hasta Veracruz, de donde luego reembarcaría a Europa, buscando
los talleres de Liverpool o Manchester para pedir la pieza, la herramienta
y el conocimiento sobre cómo embonarla en el engranaje averiado, si es
que todavía la marca del mecanismo no había modernizado su hechura.
Aquel alguien debía manejar el inglés, el francés y el español para
sortear la cauda arancelaria de los distintos puertos que aparecían en su
itinerario y además ser un versado en la técnica fabril. El enviado podía
redondear con facilidad un año completo en regresar de su viaje.
Desde que partió el primer grupo de jesuitas rumbo a las ignotas
tierras de esta gran región, para perderse en sus grandes secarrales
predicando la pasión por Cristo, Guaymas, el puerto que comunicaba
con el mundo, no había experimentado tales arrebatos de emoción. La
comunidad porteña, compuesta de comerciantes, soldados, navieros y
personal de aduanas, se preparó para presenciar el hito histórico en que
todo este complejo fabril, habría de tomar rumbo, en carretas, tiradas
por veinte caballos y cuatro escoltas de las guardias volantes, hacia el
lugar en donde el río San Miguel, a ocho leguas de la Villa del Pitic, delinea
un bucle en su corriente, acelera la potencia de sus aguas, confirma
un caudal valioso la mayor parte del año y en cuyas riberas aguardan,
entre recelosos y díscolos integrantes de la tribu Seri, algunos mestizos
espectantes y dos o tres blancos peninsulares, para juntos dar la bienvenida
al cargamento que se ha documentado en Liverpool, la cuna de la
revolución industrial, al otro lado del planeta. En materia técnica, en ese
siglo, nadie había osado antes algo igualmente grandioso. Desde la pisada
impresa por el pié de Kino, nada ha sido comparable a este enorme
salto del ingenio humano. Sesenta años después, quizá, la presencia del
proboscidio de hierro, pitando por entre cañadas y ríos a la endiablada
velocidad de sesenta kilómetros por hora, se le pueda equiparar. Es por
ello que la gente se exalta, platica, grita y discute. Por momentos largos
se vanagloria de pertenecer a esa generación que ha logrado cimbrar los
talentos del comercio y retar a cuanto aquí se haya llevado a cabo que implique
participación del ingenio. La maquinaria británica ha llegado a los
miserables parajes del desierto sonorense. Todo será cuestión de armar
el rompecabezas e iniciar una de las más épicas sagas de la globalización
impulsada desde Sonora.
La formación de la aldea, el emplazamiento de entonces, se elige en
función de la cercanía de las vías de comunicación, pero a la vez, procurando
alejarlo del territorio hostil donde compulsan entre sí las tribus, su
discolidad secular. San Miguel de Horcasitas mantenía una comunicación
periódica con Guadalajara a través de un camino agrestre y accidentado
que llevaba y traía bienes e informaciones. Se buscó igualmente la
cercanía de un curso de agua. Deforestado el monte, las tierras cultivadas
se extendieron alrededor de la aldea, formando un anillo. Del monte llegaba
madera, leña, miel, cera, frutos secos y productos de la caza. Y por
primera vez en la historia de éste país, se instalan aquí, máquinas automáticas
movidas por la fuerza expansiva del vapor. Para el año l820, los
tejidos de algodón habían superado a los de lana y la producción, permitiría
el abaratamiento de los precios y la extensión de las ventas. A partir
de ese momento, Sonora queda conectada tecnológicamente con Europa,
para vivir los acontecimientos maquinizados de modo propio.
La sola aparición de los productos emergidos de husos y telares modernos,
desalentó el interés por las cosas hechas a mano. Los indios de
estas tierras tejían sus ropas desde hacía 4500 años. Sobre géneros de
estallante colorido imprimían motivos geométricos y figuras de animales
utilizando algodón blanco y café.
Manuel Iñigo, hombre rico, incisivo, imaginativo y cortante, había
escogido precisamente éste lugar para esconder el negocio, porque aún
en esa fecha, no caducaban las patentes de los telares europeos, lo que
sucedió hasta una decena de años después. Por ese tiempo se tenía más
temor a las leyes de patente que a los indios alzados. El natalicio de la
manufacturera ocurrió cuando el interior de Sonora era aún una tierra
incógnita y muy pocos, incluso los indígenas, apaches, seris y pimas, se
aventuraban a viajar por estas remotas regiones. Es de suponer que ya
los jesuitas habían cartografiado todas las especies, hecho los catálogos
de la flora y la fauna, logrado establecer poblados y rancherías, mas a
pesar de todo aquel empuje civilizador, la región seguía estando en blanco.
El territorio vivía en un permanente estado de alerta. Cuesta trabajo
hoy en día, creer que esa porción de suelo depauperado, sin demografía,
haya sido durante un dilatado tiempo, ciento veintiún años, un preciado
asiento del lucrativismo. El primer taller de la Nueva España. Uno de los
sucesos mas apasionantes e ignorados del siglo XlX.
En l893, el nombre de La Fábrica de los Angeles, cambió por el de
Compañía Industrial del Pacífico y el sesenta por ciento de las acciones
quedaron en manos de la familia Corvera. El negocio se reinició con un
capital de tres millones de pesos. La sociedad fue suscrita en la ciudad
de Hermosillo. La acción se cotizaba en mil quinientos pesos. La empresa
empleó a seiscientos obreros venidos del extranjero y de diversos puntos
del país. El complejo constaba de seis mil doscientos husos, además de
doscientos ochenta telares. Consumía l4,600 pacas de algodón al año y
elaboraba driles, mezclillas, caquis, lonas, artiselas, produciendo cuatro
millones, trescientos mil metros de esos géneros al año.
El pórtico de la Compañía es en la actualidad el único vestigio que señala que
allí se levantó un emporio que duró más de ciento veintiún años.
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