–¡No!... ¡No puedo más!... ¡quiero mi casa, quiero los míos!... ¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre? ¡Abran las puertas!... ¡Bandoleros! ¿Quién es lo bastante valiente aquí para derribar conmigo estos muros? ¡La policía!... ¡Llamen a la policía!... Se trataba, indudablemente de un caso de locura, pero había tanto sufrimiento en aquella voz que los presentes más cercanos se levantaron, asustados. Una señora, irradiando paciencia y bondad, portando en su blusa las insignias de enfermera de la casa, apareció de súbito, se abrió camino entre el grupo de curiosos que empezaba a agruparse y se inclinó, abrazando, maternalmente, a la muchacha rebelde. Sin el más mínimo impulso a la censura, la levantó, manifestando con indecible ternura: –¿Hija, quién te dijo que no volverás a tu casa? ¿Que no verás nuevamente a tu madre? Nuestras puertas están abiertas... ¡Ven conmigo!... –¡Ah! hermana –suspiró la joven repentinamente tranquilizada por aquellas manos fuertes y buenas que la enlazaban–, ¡Perdóneme!... ¡Perdóneme! ¡No tengo motivos de quejas, pero siento nostalgia de mi madre, siento falta de mi casa! ¿Hace cuánto tiempo estoy aquí, sin ninguno de los míos? Sé que estoy enferma, recibiendo el beneficio de la cura, ¿pero por qué no tengo noticias?... La asistente escuchaba tranquila y apenas prometió: –Tú las tendrás... Pasándole, a continuación, el brazo cariñoso por encima de los hombros, terminó: –Por ahora, ¡vamos a descansar!... La muchacha, como si descubriera en la bienhechora algún recuerdo del calor materno del que sentía carencia, apoyó su rubia cabeza sobre el pecho que le era ofrecido y se retiró, sollozando... Evelina y Ernesto, que hablan acudido para la posible ayuda, contemplaron el cuadro, entre preocupados y molestos. Ambos, tenían sed de esclarecimiento. ¿Qué conclusión sacar de la súplica llorosa de la enferma atribuida a la ausencia del nido doméstico? ¿Qué hospital era aquel? ¿Un centro de urgencia para alienados mentales? ¿Un hospital destinado a la recuperación de desmemoriados? En un impulso de curiosidad que no pudo más evitar, se acercó Evelina a una simpática señora que asistiera a la escena, denotando aguda atención, y cuyos cabellos grisáceos le recordaban a su madre, y preguntó discretamente: –Discúlpeme, señora. No nos conocemos, pero la aflicción en común nos vuelve familiares a unos y otros. ¿Usted puede darnos alguna información, sobre la pobre niña perturbada? -¿Yo? ¿yo? –respondió la interpelada. Y advirtió: –Hija mía, yo aquí, prácticamente, no conozco la vida de nadie. –Pero escuche, por favor. ¿Sabe dónde estamos? ¿En qué institución? La matrona se acercó más a Evelina que, a su vez, retrocedió junto a Fantini, y susurró: –¿Usted no lo sabe? Ante el asombro inocultable de la señora Serpa, dirigió la mirada penetrante a Ernesto y añadió: http://www.espiritismo.es 28 F.E.E
–¿Y usted? –Nada sabemos –respondió Fantini, cortés. –Pues, alguien me ha dicho que estamos todos muertos, que ya no somos habitantes de la Tierra... Fantini sacó el pañuelo de su bolsillo para secar el sudor que empezó a escurrirle abundantemente por la frente, mientras Evelina se tambaleó, a punto de desfallecer. La desconocida extendió los brazos a la compañera y recomendó, preocupada: –Hija mía, conténgase. Tenemos aquí una dura disciplina. Si mostrara cualquier señal de flaqueza o rebeldía, no sé cuando volvería a este patio... –Descansemos –intervino Ernesto. Y dando el brazo a Evelina, al tiempo que la dama servicial ayudaba a sostenerla, pusieron rumbo los tres a un largo banco cercano, bajo un gran ficus benjamín, donde pasaron a descansar. http://www.espiritismo.es 29 F.E.E
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