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la mujer que aparecen en la literatura dieciochesca estaban principalmente orientadas al vestuario personal y a los artículos (superfluos, en la mayoría de los casos) elegidos por la mujer para adornarse y acicalarse. Aparte de señalar la naturaleza fetichista, frívola y superficial de la mujer, una discursividad heredada de Fray Luis de León, estas descripciones tenían como objetivo apuntar a los problemas económicos del país, derivados del despilfarro ostentoso de la mujer la cual se guía por la apariencia más que por valores morales. También era objetivo de estos escritos transmitir la amenaza que tal despilfarro suponía para la estabilidad de la familia, la comunidad y en general la salud económica y política de la nación. Así lo demuestran el número de escritos económicos, políticos y literarios en torno a las graves consecuencias del lujo en el orden moral. Nicolás Fernández de Moratín, Luis Álvarez Bracamonte, Ramón de la Cruz, el Conde de Campomanes o Manuel Romero del Álamo, Baste citar los sainetes de Ramón de la Cruz Cómo han de ser los maridos (1772) o El marido sofocado (1774) los cuales giran en torno a las consecuencias de privilegiar los placeres individuales femeninos por encima de los intereses nacionales. Para ello, el autor ficcionaliza las necesidades y escaseces de familias con hijos “mal vestidos” como consecuencia de los gastos superfluos de la madre, quien se empeña en gastar el dinero del hogar en adornos y accesorios inútiles para vestir su cuerpo. Pero será en la literatura del XIX cuando el aspecto físico cobre especial relevancia como definición moral del personaje, una tendencia que aparece predominantemente a partir de 1870 influida por las teorías de Darwin las cuales definen atributos sociales a partir de rasgos físicos. Por citar un ejemplo, en una novela poco estudiada de Pardo Bazán, Memorias de un solterón (1896) el personaje femenino es introducido por medio de una descripción lésbica y masculinizada que lo sitúa al margen de la sociedad decimonónica en cuanto al modelo femenino se refiere. Al presentarla como una 54

mujer “con un talento macho”, como algo diferente, desnaturalizado, como una mujer que “no se cuida ni cree ni recuerde que hay espejos en el mundo” (837), el narrador introduce el contraste con “la mujer fina y ataviada” (873) con el fin de representarla como un ente salvaje y temible, un “monstruo, un fenómeno aflictivo y ridículo” (838). Tras un mes recorriendo las calles de la ciudad, el personaje se transforma y comienza a arreglarse, a lavarse y a cuidar su aspecto y atributos femeninos, produciéndose una metamorfosis física en la que el escenario urbano juega un papel fundamental. La relación del personaje de La desheredada con su cuerpo llega a través del deseo y la necesidad de vestirlo y adornarlo con los símbolos de la femineidad. En su primera aparición en la novela, Isidora Rufete es presentada al lector como “de muy difícil calificación en indumentaria”. A pesar de ser “más que medianamente bonita”, no estaba ni “muy bien vestida” ni “con gran esmero calzada”, llamando la atención el narrador a sus botas “ya entradas en días”, y a su cuerpo cubierto simplemente con “una prenda híbrida, un cubrepersona de corte no muy conforme con el usual patrón” (78). Su primer contacto con el centro urbano madrileño, tan sólo “cinco días después de su llegada a Madrid” (115), despertará en ella una fuerte concienciación femenina que viene regida por una determinación social. En su primer paseo dominguero con Augusto Miquis el personaje es conducido por los sectores más hermosos y elegantes del centro de Madrid: el Prado, el Buen Retiro, el barrio de Salamanca y la Castellana en su momento más espectacular, el paseo vespertino. Especialmente el Retiro, campo urbano, funciona como un poderoso espacio formativo el cual circunscribe una amplia galería reglada de disimulo donde el personaje femenino observa los accesorios de las damas burguesas, se mide con el resto de los paseantes, analiza las distancias sociales y desarrolla un instinto mimético que pasa por reproducir los hábitos de las clases 55

mujer “con un talento macho”, como algo diferente, desnaturalizado, como una mujer<br />

que “no se cuida ni cree ni recuerde que hay espejos en el mundo” (837), el narrador<br />

introduce el contraste con “la mujer fina y ataviada” (873) con el fin de representarla<br />

como un ente salvaje y temible, un “monstruo, un fenómeno aflictivo y ridículo”<br />

(838). Tras un mes recorriendo las calles de la ciudad, el personaje se transforma y<br />

comienza a arreglarse, a lavarse y a cuidar su aspecto y atributos femeninos,<br />

produciéndose una metamorfosis física en la que el escenario urbano juega un papel<br />

fundamental.<br />

La relación del personaje de La desheredada con su cuerpo llega a través del<br />

deseo y la necesidad de vestirlo y adornarlo con los símbolos de la femineidad. En su<br />

primera aparición en la novela, Isidora Rufete es presentada al lector como “de muy<br />

difícil calificación en indumentaria”. A pesar de ser “más que medianamente bonita”,<br />

no estaba ni “muy bien vestida” ni “con gran esmero calzada”, llamando la atención el<br />

narrador a sus botas “ya entradas en días”, y a su cuerpo cubierto simplemente con<br />

“una prenda híbrida, un cubrepersona de corte no muy conforme con el usual patrón”<br />

(78). Su primer contacto con el centro urbano madrileño, tan sólo “cinco días después<br />

de su llegada a Madrid” (115), despertará en ella una fuerte concienciación femenina<br />

que viene regida por una determinación social. En su primer paseo dominguero con<br />

Augusto Miquis el personaje es conducido por los sectores más hermosos y elegantes<br />

del centro de Madrid: el Prado, el Buen Retiro, el barrio de Salamanca y la Castellana<br />

en su momento más espectacular, el paseo vespertino. Especialmente el Retiro, campo<br />

urbano, funciona como un poderoso espacio formativo el cual circunscribe una amplia<br />

galería reglada de disimulo donde el personaje femenino observa los accesorios de las<br />

damas burguesas, se mide con el resto de los paseantes, analiza las distancias sociales<br />

y desarrolla un instinto mimético que pasa por reproducir los hábitos de las clases<br />

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