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30.04.2013 Views

pasear, callejear ociosamente, ir de compras, asistir al teatro, y en definitiva, hacer de la calle un espacio de representación donde hacerse visible públicamente. En su estudio de la relación entre vida urbana, desorden social y mujeres, Wilson apunta que a finales del siglo XIX “women have become an irruption in the city” (Sphinx 9). ¿Qué motiva esta salida, esta irrupción de la mujer en la calle? Sin duda viene determinada en gran medida por la democratización del consumo, rasgo moderno en tanto que todo cuanto se compraba (ropas, adornos y objetos) conferían al usufructuario una aureola de modernidad, y la aparición de una sociedad consumista y ociosa que consume sin parar movida por las apariencias y un deseo de exhibición. El mismo Galdós se hizo eco de este fenómeno y en Fortunata y Jacinta escribió: “Lo más interesante del imperio de la levita está en el vestir de las señoras, origen de energías poderosas, que de la vida privada salen a la pública y determinan hechos grandes” (113). En la segunda mitad del siglo XVIII el sistema de reclusión y aislamiento en el mundo doméstico y la falta de participación de la mujer en la vida pública empieza a perder importancia para dejar paso a un fenómeno radical en la vida social, lo que Martín Gaite ha llamado “el derecho de la mujer al lujo” (Usos amorosos 27): las puertas del hogar se abren, no para que la mujer saliera, sino para que la sociedad entrara en forma de tertulias, salones literarios, reuniones y saraos, esto es, bailes. En el siglo XIX, sin embargo, las transformaciones urbanísticas que vienen produciéndose en Madrid con la consiguiente espacialización del suelo urbano invita a la gente, como recuerda Túñón de Lara, a convivir más en el exterior de sus casas (Estudios 35), abandonando el espacio privado del hogar para desarrollar actividades en el espacio público de la calle y en ambientes comunitarios. La costumbre de recibir amigos en las casas como alternativa para que la mujer consolidara su imperio de consumidora y sus afanes de ostentación cede paso al ritual 46

del paseo, con la finalidad no sólo de consumir, sino de lucirse. Las mujeres, no contentas con exhibir su tendencia al lujo en el interior de sus hogares, buscan ocasiones de exhibición y emulación en la calle, por vía del paseo en coche descubierto, una costumbre que desde el siglo XVIII dejó de pertenecer a la nobleza para ser practicado por la clase media. Pero la gran novedad es que a finales del XIX no será solamente la mujer de clase alta, sino la de clase baja la que salga a la calle. Para la mujer de la nobleza, la aparición pública era casi un rigor impuesto por la posición social del marido, lo cual lejos de constituir una agencialidad propia, servía para consolidar el modelo patriarcal burgués. Como señala Jagoe, “women began the practice of daily visiting and attending public entertainments such as the theatre and the opera, all of which gave the bourgeoisie an impression of licentious freedom on the part of the great ladies of Spain” (Ambiguous 21). No hay más que recordar cómo las apariciones públicas de Ana Ozores, personaje de la aristocracia vetustense, siempre tenían una finalidad político-social relacionada con el mantenimiento de la reputación de su marido el regente. Por eso es interesante analizar la participación en la vida pública de la mujer del pueblo, cuyo uso y disfrute de la calle no responderá a una actitud de subordinación, ni a una figura masculina ni a convenciones sociales, lo que evidencia la emergencia de nuevas fuerzas sociales con sus ansias de cambio y de evolución que llamarán a nuevas formas de institucionalización y canalización. En el siglo XVIII son escasos los ejemplos literarios que recrean la calle como espacio conflictivo en relación con la mujer. Uno de los más reveladores, sin embargo, el cual puede servir como antecedente a este trabajo es la obra de Moratín La petimetra (1762). En la jornada tercera, la protagonista, Jerónima regresa de una jornada de compras por la calle Mayor. El viaje callejero la ha dejado “molida”, pero satisfecha y encantada con lo que ha visto: “Vaya, vaya, que está la calle Mayor con 47

pasear, callejear ociosamente, ir de compras, asistir al teatro, y en definitiva, hacer de<br />

la calle un espacio de representación donde hacerse visible públicamente.<br />

En su estudio de la relación entre vida urbana, desorden social y mujeres,<br />

Wilson apunta que a finales del siglo XIX “women have become an irruption in the<br />

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duda viene determinada en gran medida por la democratización del consumo, rasgo<br />

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mismo Galdós se hizo eco de este fenómeno y en Fortunata y Jacinta escribió: “Lo<br />

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grandes” (113). En la segunda mitad del siglo XVIII el sistema de reclusión y<br />

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social, lo que Martín Gaite ha llamado “el derecho de la mujer al lujo” (Usos<br />

amorosos 27): las puertas del hogar se abren, no para que la mujer saliera, sino para<br />

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esto es, bailes. En el siglo XIX, sin embargo, las transformaciones urbanísticas que<br />

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invita a la gente, como recuerda Túñón de Lara, a convivir más en el exterior de sus<br />

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costumbre de recibir amigos en las casas como alternativa para que la mujer<br />

consolidara su imperio de consumidora y sus afanes de ostentación cede paso al ritual<br />

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