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urbano, posesión que se traduce en un consumo compulsivo de objetos superfluos, “sobrantes de la elegancia” (166) que igual que para la Rufete, harán ostensible la recientemente adquirida posición social de los personajes: un tintero de cristal, una mesa de escribir y otra de comedor, sillas, almohadas, mantas, y como último alarde de suprema elegancia, una cama, “una manifestación de su propósito de vivir en grande, sin privaciones” (176). Así dice el narrador que “los pájaros errantes construían nido” (184), retomando el tópico de las alas postizas para indicar la pretensión social de la pareja que construyen su nido en las alturas, específicamente en un cuarto piso en las inmediaciones de la Plaza de la Cebada, referencia necesaria para que el gradual descenso que está por venir –espacial, económico y social— sea aún más aleccionador. Una vez más, este descenso apunta al desacuerdo del narrador ante la huída del barrio, de sus gentes y por extensión de su función social: guiar a la horda de infelices a la acción revolucionaria, función que aparecerá explícitamente delineada al final de la novela. La adquisición de estatus social empieza por una ocupación geográfica en el extremo madrileño más alejado de las Carolinas. Pero este estatus debe ser reconocido socialmente por el otro, de ahí que el consumo de adornos femeninos en el Rastro –medias, botas, guantes, sombreros—todos ellos “desperdicios del capricho femenil” (166) deba ser complementado con paseos por el parque del Retiro los domingos por la tarde, espacio formativo el cual no parece haber cambiado mucho desde los tiempos de La desheredada, donde a los ojos de la sociedad burguesa Isidro y Feli se observan, se miden, se dejan ver y aparentan estar casados. El Rastro comparte una condición similar con el Hospicio de la calle de Fuencarral: si bien se encuentra encerrado en el centro histórico de Madrid, es un mercado marginal en tanto al tipo de personas que compran en el mismo y la mercancía que en él se ofrece. Objetos usados, viejos, muchos de ellos inservibles e 236

inútiles, como dejará constancia de ello Gómez de la Serna diez años más tarde en su texto dedicado al mercado. Una de sus funciones, igual que la del barrio de las Carolinas, será limpiar la ciudad de desperdicios pues como Bush afirma, “the early- twentieth-century Rastro may have served more as a site of disposal at which rejected items could be removed from circulation” (“Thresholds” 97). El mercado, con sus calles comerciales de vendedores ambulantes, encierra la profunda jerarquización de la sociedad española: el narrador de La horda habla del “Rastro del Rastro” (169) para referirse a la jerarquía callejera existente entre la Ronda de Embajadores y la Ribera de Curtidores: ésta desciende en “rudo declive” (165) hacia la Ronda de Embajadores donde se vende “lo más barato de la baratura” (169), zona que se alimenta de los restos de otras: “Los de la Ribera de Curtidores miran a los de aquí como puedan mirarles a ellos los comerciantes de la Puerta del Sol” (169). El aspecto de las calles dotan a este sector madrileño de una apariencia similar al Madrid de fin de siglo cuyos vendedores ambulantes convertían a las calles de la ciudad en “constante feria y nauseabunda cochiquería”, tal y como escribía el diario El Progreso en diciembre de 1897. En el mercado, “los callejones con su pavimento de islas de pedruscos y mares tortuosos de fango líquido, daban al Rastro gran semejanza con las avenidas angostas y sombrías de un zoco moruno” (La horda 169), 56 un aspecto deplorable que puede extrapolarse a los sujetos que habitan y venden en estas zonas, viejos, mugrientos, 56 El uso del adjetivo “sombrías” para referirse a estas avenidas es significativo si se tiene en cuenta el “círculo de luz” que rodea y alumbra a los de arriba y que Isidro mencionará más adelante. Son avenidas sombrías pues en ellas se venden los restos de los ricos, como el puesto de muñecas viejas, “bebés que habían vivido en las casas de los ricos” (La horda 170). Ya lo afirma el tío de Isidro: el barrio de El Rastro y sus alrededores era igual a aquellas casuchas de Tetuán de donde procedía la familia. Traperos todos, quizás con mejores condiciones (burro y carro) o mejores viviendas, pero viviendo por igual de los desperdicios de la villa (174). Dependiendo del tipo de restos, de excrementos, Madrid expele para arriba o para abajo: “Los restos de la existencia diaria, la comida y los trapos rotos, los expelía Madrid hacia lo alto; los residuos de su lujo, los muebles y las ropas, bajaban la cuesta del Rastro para amontonarse en el estercolero de las Américas” (174-75). 237

inútiles, como dejará constancia de ello Gómez de la Serna diez años más tarde en su<br />

texto dedicado al mercado. Una de sus funciones, igual que la del barrio de las<br />

Carolinas, será limpiar la ciudad de desperdicios pues como Bush afirma, “the early-<br />

twentieth-century Rastro may have served more as a site of disposal at which rejected<br />

items could be removed from circulation” (“Thresholds” 97). El mercado, con sus<br />

calles comerciales de vendedores ambulantes, encierra la profunda jerarquización de<br />

la sociedad española: el narrador de La horda habla del “Rastro del Rastro” (169) para<br />

referirse a la jerarquía callejera existente entre la Ronda de Embajadores y la Ribera<br />

de Curtidores: ésta desciende en “rudo declive” (165) hacia la Ronda de Embajadores<br />

donde se vende “lo más barato de la baratura” (169), zona que se alimenta de los<br />

restos de otras: “Los de la Ribera de Curtidores miran a los de aquí como puedan<br />

mirarles a ellos los comerciantes de la Puerta del Sol” (169). El aspecto de las calles<br />

dotan a este sector madrileño de una apariencia similar al Madrid de fin de siglo<br />

cuyos vendedores ambulantes convertían a las calles de la ciudad en “constante feria y<br />

nauseabunda cochiquería”, tal y como escribía el diario El Progreso en diciembre de<br />

1897. En el mercado, “los callejones con su pavimento de islas de pedruscos y mares<br />

tortuosos de fango líquido, daban al Rastro gran semejanza con las avenidas angostas<br />

y sombrías de un zoco moruno” (La horda 169), 56 un aspecto deplorable que puede<br />

extrapolarse a los sujetos que habitan y venden en estas zonas, viejos, mugrientos,<br />

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El uso del adjetivo “sombrías” para referirse a estas avenidas es significativo si se tiene en cuenta el<br />

“círculo de luz” que rodea y alumbra a los de arriba y que Isidro mencionará más adelante. Son<br />

avenidas sombrías pues en ellas se venden los restos de los ricos, como el puesto de muñecas viejas,<br />

“bebés que habían vivido en las casas de los ricos” (La horda 170). Ya lo afirma el tío de Isidro: el<br />

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excrementos, Madrid expele para arriba o para abajo: “Los restos de la existencia diaria, la comida y los<br />

trapos rotos, los expelía Madrid hacia lo alto; los residuos de su lujo, los muebles y las ropas, bajaban la<br />

cuesta del Rastro para amontonarse en el estercolero de las Américas” (174-75).<br />

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