'ANDANDO SE HACE EL CAMINO - DataSpace - Princeton University

‘ANDANDO SE HACE EL CAMINO.’ CALLE Y PRÁCTICAS FORMATIVAS
DEL SUJETO MARGINAL EN LA
NOVELA ESPAÑOLA MODERNA (1881- 1933)
Sara Muñoz-Muriana
A DISSERTATION
PRESENTED TO THE FACULTY
OF PRINCETON UNIVERSITY
IN CANDIDACY FOR THE DEGREE
OF DOCTOR OF PHILOSOPHY
RECOMMENDED FOR ACCEPTANCE
BY THE DEPARTMENT OF
SPANISH AND PORTUGUESE LANGUAGES AND CULTURES
[Adviser: Ángel G. Loureiro]
November 2012

© Copyright by Sara Muñoz-Muriana, 2012. All Rights reserved.

Dissertation Abstract
My dissertation examines the fundamental role of the street in the structuring
of the narrative action and in the configuration of the characters’ subjectivities in a
number of Spanish texts from the end of the 19 th and beginning of the 20 th centuries.
Along with the instrumental and expressive functions that urban theory attributes to
the street according to which the street facilitates the travelling between spaces and
the communication between passers-by, this dissertation explores how the presence of
the street in the literary text is not merely coincidental but has a number of
implications that transcend the textual space.
To this end, I will analyze narrative works by Galdós, Baroja, Blasco Ibáñez,
Díaz Fernández, Benavides, and Sender, which have either been neglected or studied
with other concerns in mind. I will explore how the selected works construct a
“Madrid movible” (a changing Madrid) not just in its streets –those “transit-places”
where nothing and nobody is fated to stay, often transformed into a space by the
action of the wanderer—but also in the characters’ movements through these spaces,
at a time when Madrid was undergoing profound social transformations as it struggled
to establish itself as a modern capital. Special attention is paid to the formative role of
the street on marginal subjects—women, anarchists, lower classes, the masses. The
interest in these individuals lies in the fact that not only do they try to survive in a
hostile urban environment, but they also fight to invade, conquer and appropriate the
city. With their movements through the streets, these subjects transgress geographical
limits and develop an awareness of the social, political, and gender-related
constrictions that determine their station in life, as well as their future.
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In this way, my research is in line with the burgeoning field of urban studies,
but it offers a different perspective by illuminating the relationship between the urban
street and the dissident urban character in terms of new formative practices and
resistant attitudes that will call for new disciplinary discourses, all of which is initiated
and dynamically developed by the characters’ movements through the urban space.
Additionally, I explore how the texts under study become symbolic spaces for
a discussion of Spanish society in terms of power, oppression and submission, but also
resistance, deviation, and protest, and how the writers use both the central and the
marginal street as the stage where social, political and economic tensions and
concerns are expressed, debated, or fought over.
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Agradecimientos
Son muchas las personas que me han acompañado en mis años de formación.
Sin la espléndida ayuda y contribución de mi director, Ángel Loureiro, esta tesis no
sería la que es. Mi crecimiento intelectual ha corrido paralelo a la construcción de este
proyecto, y ambos son producto de tu atenta dedicación, tu capacidad crítica y tus
rigurosos comentarios los cuales, aunque me han hecho sufrir enormemente, han
supuesto un reto intelectual necesario para llegar donde he llegado. Me has enseñado a
leer, a pensar y a cuestionar, un aprendizaje que llevaré conmigo siempre. Gracias,
Ángel, por mostrarme que está bien “no ser normal”.
Estoy especialmente agradecida a Ron Surtz, cuyas sugerencias, consejos y
bromas alrededor de nuestro café de las 3 han resultado imprescindibles en la
construcción de este proyecto, tanto a nivel personal como intelectual. Me has
enseñado, entre otras cosas, que las fronteras entre el profesor y el amigo son
fácilmente quebrantables.
Antonio Feros, desde Philadelphia, siempre me ha dejado sentir su apoyo. Le
agradezco inmensamente su dedicación, su valiosa contribución a esta tesis y sus
cálidas palabras de ánimo.
Bruno Carvalho, que gentilmente ha accedido a enriquecer esta tesis con sus
sólidos conocimientos en el campo.
A Marina Brownlee, que siempre ha tenido una palabra amable para mí, le
agradezco profundamente su entusiasmo y apoyo intelectual a lo largo de los últimos
5 años.
Gracias a todos esos profesores, amigos y colegas, a ambos lados del
Atlántico, fuera y dentro de la universidad, con quienes he mantenido conversaciones,
intercambios de ideas y enfrentamientos fructíferos que comenzaban con un café o
una simple llamada de teléfono y terminaban en nuevas ideas que incorporar a mi
proyecto. Un profesor me dijo una vez que en esos encuentros y desencuentros reside
el verdadero aprendizaje. No podría estar más de acuerdo.
Especialmente a Antonio García, mi querido “Antoñico”, porque contra todo
pronóstico siempre creyó en mi aptitud y actitud.
Paul Carranza, mi compañero, mi mejor amigo: tu actitud positiva y práctica
ante la vida me ha rescatado de numerosas crisis y me ha impulsado a alcanzar
v

objetivos inimaginables. Tu constante apoyo emocional me hace ver cada día el valor
de compartir la vida personal con alguien que te estimula intelectualmente. Thanks for
believing in me, even when I failed to do so.
Finalmente, sin el inmenso apoyo de mi familia mi tesis no hubiera sido
posible. Mi hermano, Antonio, me recuerda que hay vida más allá de los libros y las
bibliotecas. Mis padres, Antonio Muñoz y María Muriana, mis primeros y más
sufridos maestros, me han acompañado incondicionalmente a lo largo de mi periplo
académico. Conmigo os habéis tropezado y levantado, habéis sufrido y habéis
celebrado. Vuestro atento oído y sabios consejos desde España es la prueba más nítida
de que lo afectivo y lo intelectual no conocen distancias. Gracias por compartir mis
frustraciones y mis satisfacciones. Por eso este logro es también vuestro.
vi

Índice
Resumen………………………………………………………………...……………iii
Agradecimientos………………………………………………………………………v
Introducción: Andando se hace el camino……………………………………….….1
Capítulo 1
Entre el centro y la periferia: Peripecia urbana, calle y género
en La desheredada (1881) y Tristana (1892)………………………………….…….41
1.1 Isidora Rufete: Deseo y disciplina del sujeto femenino……………...………...52
1.1.1. Atracción, consumo y concienciación femenina en el centro urbano……...53
1.1.2. Mirada y placer: el espejo como forma de constitución del sujeto………...81
1.2 Tristana: Desviación y marginalidad del sujeto femenino……………………...94
1.2.1. Entre el margen y la marginalidad…………………………………………96
1.2.2. El paseo como desviación………………………………………………...107
1.3 Resoluciones simbólicas………………………………………………………121
1.4 Conclusión…………………………………………………………………….139
Capítulo 2
La calle en el Madrid de los márgenes de Aurora roja (1904)
y La horda (1905)…………………………………………………………………145
2.1 De Magallanes a Ceres: calle, anarquismo y espacios marginales
en Aurora roja (1904) de Pío Baroja………………………………………….155
2.1.1. Calle y anarquismo: (in)acción y determinismo en el escenario urbano…158
2.1.2. La taberna: marginalidad, subversión y control social
del espacio formativo…………………………………………………..…178
2.1.3. Desplazamiento urbano y marginalidad del sujeto anarquista……………191
2.2 Ciudad de traperos, artistas y cazadores: espacios sociales
en el Madrid de La horda (1905) de Vicente Blasco Ibáñez………………….206
2.2.1. El extrarradio norte: urbanismo al margen de la civilización…………….209
2.2.2. Dime por dónde andas y te diré quién eres: centro urbano y sujeto
marginal………………………...………………………………………...227
2.2.3. Los márgenes de los márgenes: civilización, barbarie y espacio
formativo del sujeto…………………………………………...………….245
2.3 Conclusión…………………………………………………………………….254
vii

Capítulo 3
Lamentos, placeres y acción en las calles de Lamentación (1922)
y La Venus mecánica (1929)……………………………………………...………..260
3.1 Conflicto, paraíso y nuevas psicologías urbanas en
las calles de Lamentación (1922) de Manuel Benavides……………………..266
3.1.1. Calles como vórtice de la conflictualidad………………………………...269
3.1.2. Calles como mapas del deseo…………………………………………….292
3.1.3. Calles como espacio de multitudes y toma de acción…………………….300
3.2 Ciudad de mujeres y huelguistas: La Venus mecánica (1929)
de José Díaz Fernández………………………………………………………..315
3.2.1. Progreso y dinamismo en el centro de Madrid…………………………...318
3.2.2. Espacios femeninos, espacios urbanos: de la mecanización
a la proletarización de la mujer urbana…………………………………...331
3.2.3. La huelga revolucionaria: (des)orden en las calles urbanas……...………347
3.3 Conclusión…………………………………………………………………….356
Capítulo 4
Individuo, masas y conflicto en el Madrid de la República:
A la conquista de la calle en Siete domingos rojos (1931)
y Un hombre de treinta años (1933)…………………………...…………………. 360
4.1 La calle como espacio formativo en Un hombre de treinta años (1933)
de Manuel Benavides………………………………………………………….373
4.1.1. El hombre que busca su camino……………………...…………………..375
4.1.2. A camino entre el compromiso individual y la participación colectiva.....383
4.2 La calle como espacio conflictivo en Siete domingos rojos (1931)
de Ramón J. Sender…………...………………………………………………400
4.2.1. Extrarradio madrileño: lo oculto se hace visible…………………………402
4.2.2. Apropiación e invasión del Centro urbano……………………………….416
4.2.3. La calle como moridero y santuario………………………...……………439
4.3 Conclusión…………………………………………………………………….444
Epílogo………………………………………………...………………...………….447
Bibliografía…………………………………………………………………………453
viii

Introducción: Andando se hace el camino
The street is human movement institutionalized.
Rykwet, “The Street” 15
What modern urban novels do share is a construction of self that is far more
dependent on the street than it is on domestic resources. In fact, it also has the effect
of domesticating the street, of making the city a wellspring of desire and identity.
Wirth-Nesher, City Codes 20
Tal y como establece el diccionario etimológico de Corominas, la palabra
“calle” originaria del latín callis, sendero o camino, se refería principalmente a la
senda que hacían los animales, como las vacas al pastar. Algunos etimologistas han
relacionado la palabra con calx, calcis, esto es, el guijarro o piedra caliza con que se
pavimentaban desde muy pronto los caminos romanos (de ahí la palabra del francés,
caillou, guijarro o piedra). Para otros, mientras semita (de donde viene “senda”) sería
una senda o camino de tierra, callis podría ser en origen un sendero pedregoso o
incluso una vereda de desfiladero. Otros etimologistas relacionan callis (vereda) con
callum (callo, dureza, piel espesa y dura de animales) y con el verbo callere
(endurecer) puesto que las veredas podían considerarse sendas de suelo endurecido
por su uso. En cualquier caso, todas estas reflexiones en torno al origen del término
comparten un mismo sustrato: en su origen, la calle era una senda o sendero duro, de
tierra, sin pavimentar, por ello difícil de transitar, que se convierte en camino por el
paso, por el uso que de él hacían animales o personas. Este origen sirve de preámbulo
para el presente trabajo, el cual se propone estudiar el papel fundamental de la calle
madrileña como espacio social en la estructuración de la acción narrativa y en la
configuración de la subjetividad de los personajes en una serie de novelas de finales
1

del siglo XIX y principios del XX, una época en la que Madrid lucha por establecerse
como ciudad moderna.
La calle ha sido estudiada desde diversas perspectivas. Desde una tradición
arquitectónica, documenta Robert Gutman que la calle ha sido objeto de un renovado
interés desde mediados del siglo XX, cuando pasó de ser un mero medio que permitía
a la gente viajar de sus viviendas a sus lugares de trabajo –girando la principal
preocupación del arquitecto alrededor del diseño de los edificios y la organización de
la ciudad como un todo—a convertirse en un preciso espacio social cuyo diseño tiene
importantes consecuencias en la vida comunitaria de los residentes, hasta el punto que
“the proper physical form for the street can somehow create that life where it may not
have existed previously” (“Street Generation” 253). En varios momentos de esta tesis
se comprobará cómo en efecto la arquitectura tiene el poder de inducir sentimientos y
emociones, una idea iniciada por Ruskin (ver el capítulo 3 de su libro The Seven
Lamps of Architecture) reacciones que perfilarán la subjetividad del individuo y en
última instancia conducirán a la concienciación social y a la toma de acción. Para
constatar el creciente interés que desde el punto de vista arquitectónico, se ha
concedido a la calle baste hojear los trabajos de Maurice Broady, “Social Theory in
Architectural Design” y de Robert Gutman, “The Questions Architects Ask”. El giro
de creciente interés en el ámbito de la arquitectura ha corrido paralelo al privilegio que
a la calle han concedido los sociólogos, entre los que destaca Jane Jacobs, cuyas
consideraciones en relación a las características físicas, los tipos de construcciones, las
actividades que tienen lugar en el interior de los edificios, las personas que habitan la
calle en términos de su salario, origen étnico y raza convierten a la calle en toda una
estructura política. En el ámbito de la geografía, Steve Pile ha estudiado la
importancia e influencia de la calle en las vidas de las personas, consideradas éstas
2

desde un punto de vista personal como sujetos individuales, no sólo como
constituyentes de un colectivo social, en tanto que el espacio geográfico habitado por
un sujeto puede organizar y transformar su actitud hacia la vida y hacia la sociedad en
general. El libro On Streets editado por Stanford Anderson da fe de este interés
interdisciplinar por la calle.
Desde la perspectiva de la historia, y específicamente la historia de España,
Santos Juliá ha atribuido un papel esencial a la calle en las manifestaciones populares
y en el proceso formativo de una conciencia política, especialmente en el marco de la
Segunda República española. Dado que para Juliá uno de los rasgos definitorios de la
corta vida de la República fue la presencia de la gente en la calle, el historiador
identifica este espacio como el adecuado para conocer al pueblo, verdadero
protagonista de los avatares de estos años en la historia de España. Quedará así
justificado el interés de analizar la calle en los textos de la República en el cuarto
capítulo de esta tesis el cual vendría a suplir la escasez de trabajos que estudian la
calle desde un punto de vista literario. Particularmente en el caso de la literatura
española moderna, se echa en falta estudio que resalte la importancia de la calle y su
función en el texto más allá de aquellos que la incluyen de manera casual o poco
sistemática en un análisis sobre el espacio urbano en general y sobre Madrid en
particular. En esta línea, me gustaría resaltar en particular tres estudios que han
servido de punto de partida y de cuya lectura mi tesis se ha beneficiado enormemente.
Por orden cronológico, empiezo con el estudio de Michael Ugarte, Madrid
1900. The Capital as Cradle of Literature and Culture (1996), el cual recorre a lo
largo de seis capítulos la construcción literaria de la capital en los textos de cinco
autores canónicos. Incluso en el capítulo que trata de uno de los escritores menos
tradicionales, el dedicado a Carmen de Burgos, Ugarte concede una atención canónica
3

a la habitual indiferencia a la que se ha relegado la percepción urbana desde un punto
de vista femenino. A pesar de proporcionar datos novedosos y arrojar cierta luz sobre
los textos seleccionados –y en particular me refiero al capítulo de Baroja por ser éste
uno de los autores que he elegido para mi tesis—encuentro que el estudio de Ugarte
participa de algunas carencias que han contribuido a enriquecer esta tesis. Entre ellas,
el análisis de la constitución literaria de Madrid, lejos de ser diacrónico, redunda en la
redacción de seis capítulos monográficos sin continuidad alguna entre ellos que, como
ha apuntado Resina, “does not produce a moving image of the city, unfolding from
authorial frame to authorial frame” (424). Esto transmite la imagen de un Madrid
estático que parece (re)producir su propia literatura sin conexión alguna entre los
diferentes conflictos sociales, movimientos políticos y transformaciones urbanísticas
de los primeros treinta años del siglo XX. Por otro lado, Ugarte no se ocupa de la
periferia madrileña, un suelo geográfico que en estos años sufre importantes
transformaciones urbanísticas y sociales, como quedará demostrado en el segundo
capítulo de esta tesis.
El libro de Carlos Ramos Ciudades en mente (2002) concede un valor mental e
imaginario, más que documental, histórico o sociológico, al estudio de la ciudad, lo
que constituye una de las ventajas del libro. Al autor le interesa la manera en que los
personajes de los textos bajo estudio experimentan y aprehenden la ciudad, un
planteamiento del que se hace eco esta tesis. Su libro se centra en la presencia de
ciudades en la temprana narrativa moderna española, aunque arranca con Galdós
como uno de los precursores en percibir la tendencia moderna en el tratamiento de la
ciudad como realidad de la mente, no como mero fondo de la trama. Sin embargo, el
estudio sobre Galdós de Ramos se añade a la larga lista que tratan de la configuración
de la ciudad en Fortunata y Jacinta, pero no trata de otras novelas galdosianas que
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piden ser analizadas en estos términos. Como se verá, mi primer capítulo parte de la
idea de que la ciudad en Galdós es una realidad subjetivizada cuya imagen nos llega a
través de los ojos y la conciencia de los personajes. En el libro de Ramos, la calle
como ámbito urbano no es analizada, ni como estado mental ni como lugar físico,
apareciendo alguna que otra referencia esporádica como escenario de la urbanización
o como ámbito del encuentro fortuito en la narrativa de la vanguardia. Ramos explora
la ciudad como un todo, como una estructura de relaciones que favorece y acelera los
procesos de la modernidad.
El espacio urbano en la narrativa del Madrid de la Edad de Plata (1900-1938)
(2009) de Christian Ricci cubre una serie de textos, autores, movimientos literarios y
episodios históricos en detalle a través de los cuales examina las representaciones del
Madrid de principios de siglo como entidad física, política y social. La misma
declaración del escritor en su primera página de que su libro examina “la
representación de Madrid en la novelística de las primeras cuatro décadas del siglo
XX” confirma, al cabo de su lectura, que Ricci se acerca a los textos que examina
como documentos sociológicos en la mayoría de las ocasiones. Baste ejemplificar
dicho acercamiento con un solo ejemplo: cuando analiza la novela prácticamente
desconocida de Luisa Carnés Tea Rooms. Mujeres obreras, señala que “constituye una
memoria sufriente, en carne viva, de la condición de las mujeres obreras durante los
últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, sus esperanzas y luchas por romper
con las cadenas de la explotación” (178). Este punto de partida conlleva el riesgo de
obviar la construcción personal y subjetiva que se efectúa en los textos de la mujer,
del sujeto anarquista o de un episodio revolucionario concreto. En mi investigación
me sirvo del contexto sociológico e histórico, no simplemente como fondo de la
trama, sino como punto de partida para un análisis literario que me exhorte a examinar
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los textos como poderosas armas de intervención social. Teniendo en cuenta estos
pormenores, el trabajo de Ricci ha contribuido en gran medida a configurar el corpus
primario de esta tesis y ha funcionado en muchas ocasiones como plataforma
bibliográfica de textos complementarios que de otra manera no se habrían cruzado en
mi camino.
Por otro lado, he consultado trabajos de más o menos considerable importancia
que tienen en cuenta la historia, la sociología, la arquitectura y la literatura madrileña,
los cuales, por la cronología que cubren, han contribuido a contextualizar, configurar
y encauzar esta tesis. En esta lista total y conscientemente parcial, cabrían destacar los
siguientes: Entremezclando historia y arquitectura figuran el manual de Ángel
Fernández de los Ríos, el de Armando Vázquez, y los volúmenes editados por Ángel
Bahamonde Magro y Luis Otero Carvajal sobre la sociedad madrileña del XIX. El
libro seminal de Santos Juliá, David Ringrose y Cristina Segura sobre la historia de
Madrid, guía y motor de esta tesis, ha resultado ser una aportación esencial sin la cual
este trabajo carecería de la exactitud y del rigor de una contextualización histórica,
social y política.
A un nivel más sociológico, el monumental trabajo sobre las calles de Madrid
del cronista oficial de la villa, Pedro de Répide publicado por entregas en el diario La
Libertad entre 1921 y 1925, me ha ayudado a rastrear el origen del nombre de muchas
de las calles que aparecen en las novelas que estudio, a las cuales he podido viajar y
ubicarme gracias a las leyendas, anécdotas y hechos históricos, aliñados en muchos
casos con unas buenas dosis de imaginación, que cuenta Répide.
Desde un punto de vista literario, el libro de Manuel Lacarta supone un buen
punto de partida para descubrir Madrid y sus literaturas (1986), aunque termina
realizando un recorrido por escritores, leyendas y anécdotas de Madrid desde 1898
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hasta prácticamente los años noventa, con el objetivo de retratar la ciudad madrileña
como espacio tematizado y meramente pasivo. Por otro lado, el número especial a
cargo de Edward Baker sobre “Madrid Writing/Reading Madrid” contiene artículos
interesantes sobre aspectos socioculturales de Madrid; de especial interés han
resultado la introducción del mismo Edward Baker, el de Carlos Ramos sobre Madrid
y la narrativa de vanguardia y el de Farris Anderson sobre Madrid en Fortunata y
Jacinta. La magnífica compilación de Malcolm Compitello y Edward Baker, aunque
contiene artículos al margen del periodo estudiado en esta tesis, me ha ayudado a
apreciar las múltiples aceras transitables de un Madrid que se multiplica en textos
poco estudiados. Relegados por su cronología y temática a los respectivos capítulos, el
libro de Carmen Del Moral sobre la sociedad madrileña y Baroja, el de Soledad
Puértolas sobre Madrid y La lucha por la vida y el de Juliá sobre el Madrid de la
República han resultado de lectura imprescindible. Algunos de estos manuales se
citarán en los diferentes capítulos con mayor o menor asiduidad. Otros no aparecerán
citados, pero su lectura está imbricada en la investigación y redacción de cada uno de
los capítulos de esta tesis.
Precisamente por sus méritos, pero también por sus carencias, mi tesis está en
deuda con todos estos trabajos en los que la calle pasa normalmente desapercibida o
aparece simplemente de forma casual y poco sistemática. A partir de las dos funciones
sociales principales que la teoría urbanística atribuye a la calle, esto es, la
instrumental, según la cual la calle facilita el tránsito entre edificios y lugares, y la
expresiva, acorde a la cual la calle posibilita la comunicación e interacción entre los
habitantes de una misma comunidad (Gutman, “Street Generation” 250), mi trabajo
propone estudiar la calle como espacio con un número de implicaciones sociales las
cuales trascienden el espacio textual y están íntimamente relacionadas con la acción
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del caminante. La calle, como argumenta el historiador del urbanismo Joseph
Rykwert, es “human movement institutionalized” (“The Street” 15) en tanto que se
configura a través de la acción humana que en ella tiene lugar. Asimismo lo afirma
Simmel, quien señala que “the building of roads is a specifically human undertaking”
(“Bridge” 63). Un individuo puede trazar un recorrido o un trayecto, pero a menos que
éste sea seguido por otros sujetos, nunca se convertirá en calle, precisamente porque
ésta es una institución social. Esta idea de movimiento e implicación humana queda
perfectamente contextualizada mediante el cambio de mentalidad y actitud hacia la
forma de pensar la ciudad que tuvo lugar con el cambio de siglo.
En The Culture of Time and Space: 1880-1918 (1983) Stephen Kern señala
que en tan sólo una generación se pasó de un orden tradicional a finales del XIX en
que el individuo se movía en torno a categorías fijas y rígidas (dentro/afuera,
centro/periferia, ciudad/campo, público/privado, civilización/barbarie) a un mundo
dominado por el perspectivismo y la subjetividad como nociones que dictaban las
actuaciones del individuo en su vida cotidiana, marcando este paso uno de los rasgos
distintivos de la modernidad. En esta línea Manuel Delgado afirma que a lo largo del
siglo XIX existía una división radical de la vida cotidiana en dos planos segregados,
en cierto modo incompatibles: lo público y lo privado, o lo exterior y lo interior
(Animal público 12). El estudio de Schorske sobre la idea de la ciudad en la historia
occidental proporciona un contexto para esta reflexión histórica (The Idea 109).
Schorske distingue tres acercamientos a la ciudad en los últimos tres siglos: en el siglo
XVIII la Ilustración veía la urbe con una actitud positiva, como cuna de la
civilización, la educación y la cultura: en el canon español baste citar los Diarios de
Jovellanos (1790-1801) o el sainete La civilización (1763) de Ramón de la Cruz. El
siglo XIX rechazó tal entusiasmo y la ciudad empezó a ser considerada como
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escenario del vicio –recordemos La gaviota (1849) de Fernán Caballero— un
posicionamiento que se intensifica en el último tercio del siglo por la influencia
naturalista a través de la cual la ciudad es percibida como espacio artificial y como
fuerza inductora que fomenta el desarraigo y la pérdida de sensibilidad, como bien
manifiestan muchas de las novelas de Galdós. Ya hacia finales del siglo XIX se entra
en la fase de subjetivismo mencionada por Kern en la cual se cuestionan las categorías
fijas e inamovibles, con la que la ciudad deja de ser un referente estable y, como
escenario de la modernidad, se presta a ser experimentada y descubierta por el ojo del
que la transita. De este modo, y como se verá claramente en el tercer capítulo que se
ocupa de dos novelas de los años veinte, la ciudad de principios del siglo XX deja de
ser una referencia literaria fija para convertirse en referente subjetivo que sólo puede
ser construido en base a la mirada y la experiencia del personaje, en base al
movimiento del sujeto que por ella transita. Será por ello que la calle Gravina, por
citar un solo ejemplo, no será una mera referencia topográfica en Un hombre de
treinta años de Manuel Benavides, sino que por las reuniones y mítines anarquistas
que se organizan en locales de la misma calle será construida desde la posición
burguesa del protagonista como una calle altamente transgresora con trascendentes
implicaciones políticas en el devenir de la acción narrativa. De modo parecido, la
aparición de esta calle en el texto no es casual y determina en gran medida la trama,
pues como Moretti afirma, “what happens depends a lot on where it happens” (Atlas
70), o como Boring señala en su estudio de la función de la calle en Fortunata y
Jacinta, “in many instantes the novel simply would not have been the same if
characters had not gone to certain places at certain times” (“Streets” 20). En este
sentido, me hago eco de la reflexión de Williams al respecto de la ciudad para afirmar
que las calles urbanas no son mero receptáculo de las tensiones que se derivan de los
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conflictos sociales de la vida moderna, sino que constituyen la encarnación física de la
conciencia moderna (Country and City 239).
De acuerdo a las investigaciones de Schorske, cabe señalar que esta imagen de
la ciudad y sus calles como construcciones subjetivas no es privativa del siglo XX,
sino que ya se puede rastrear en Galdós, escritor que abre esta tesis, para quien en el
paso de una sociedad tradicional a una moderna la ciudad ya no será un mero paisaje
geográfico donde ubicar unos personajes y una trama como han aludido numerosos
críticos (a ellos hago mención posterior), sino que responde a un Madrid muy
específico gestado en la conciencia de los personajes que transitan, admiran y rehúyen
sus calles. Es por ello que la imagen de las calles de Madrid en los textos bajo estudio
oscila constantemente entre un espacio lúdico, escenario del deseo y de la imaginación
y un entorno amenazante, desencantado e inhóspito, siempre dependiendo de la
perspectiva social, política y económica del personaje que la camine, que la lea y la
interprete, de sus ambiciones y sus miedos. Porque Madrid, al mismo tiempo “ciudad
maga y ciudad canalla” como Emilio Carrère la describió (“La conquista” 186) es en
definitiva una de esas ciudades imaginadas de Calvino las cuales “like dreams, are
made of desires and fears” (Invisible Cities 44), con calles construidas sobre deseos y
temores, fascinaciones y desencantos. Si se tiene en cuenta que en los textos elegidos
la ciudad, y la calle como ámbito público urbano por excelencia, es un referente
subjetivo configurado a través de la experiencia del caminante, la calle sólo puede ser
examinada desde el movimiento (humano) que en ella tiene lugar. Esta idea, la cual
subyace por entero a esta tesis, es coherente con las teorías del urbanista Manuel
Delgado.
En El animal público (1999) Delgado distingue entre la ciudad como un
asentamiento de construcciones estables y lo urbano como estilo de vida “marcado por
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la proliferación de urdimbres relacionales deslocalizadas y precarias” (23) esto es, una
forma de vida vertebrada por la movilidad espacial. Las relaciones que se establecen
en el espacio urbano son altamente inestables por fortuitas y casuales, porque los
encuentros pueden ser tan efímeros como inminentes. En otras palabras, lo urbano es
lo movible, lo inestable, lo no estructurado precisamente por estar estructurándose. De
esta teoría participan críticos como Harvey, Lefevbre o De Certeau quienes parten de
la idea de espacio como un proceso caracterizado por una síntesis de estructura y
acción, o dicho de otro modo, de estructuración física y social, un proceso que en
palabras de Delgado es una “oscilación constante” (12). El espacio, lejos de ser una
estructura estática para la actividad humana –“static container” lo llama Lefebvre
(Production 94)— es una acción, un movimiento constante, un proceso social
entendido por Radcliffe-Brown como “una inmensa multitud de acciones e
interacciones de seres humanos, actuando individualmente o en combinaciones o
grupos” (“Prólogo” 12). La idea de movimiento para De Certeau está contenida en su
definición de espacio como lugar practicado (Practice 117). La oscilación constante
de Delgado y el espacio decerteauiano se corresponden en la teoría de Lefevbre con el
“representational space” esto es, el espacio tal y como es vivido por el sujeto, por el
urbanita como practicante de lo urbano, pero también por el escritor que aspira a algo
más que describir el espacio que produce en su texto, frente a la mera “representation
of space”, el espacio tal y como es concebido y conceptualizado por los proyectadores
de la ciudad, arquitectos, urbanistas e ingenieros (Production 39). En la perspectiva de
estos planificadores urbanos, la calle vendría a representar la imagen más duradera,
fija y estática de una ciudad, pues es el esquema geográfico que resume su forma, que
fija su sistema de jerarquías y marca los comportamientos espaciales en base a una
organización social. Cierto es que pasear por las calles, avenidas y plazas del centro de
11

Madrid a finales del siglo XIX implica la adopción de una serie de giros como diría
De Certeau (100), una serie de prácticas y percepciones definidas por un sistema de
diferencias, posiciones y relaciones, en definitiva por un habitus en términos
bourdianos que vendría a gobernar el comportamiento de cada individuo en una
ciudad en base a una organización económica, social y política. Sin embargo la calle
como espacio público sin límites ni barreras, aunque en teoría definida por un libre
acceso, no puede ser entendida como un espacio igualitario y así la Castellana del
Madrid galdosiano es la calle donde “la gente principal del país, la gente fina, decente,
rica; la que tiene, la que puede, la que sabe” (La desheredada 135) acumula su
preciado capital social en términos de Bourdieu o exhiben su consumo ostensible
extrapolando el término de Veblen, frente a la gente “sucia y ahumada” que transita
por la antigua carretera de Aragón, al margen de la ciudad (126). Es necesario
apostillar que la “posesión” y el derecho a utilizar la calle también está regido por una
marca temporal: el tiempo determina la aparición, las prácticas y el papel activo de los
actores sociales, de los paseantes. El boulevard de Vetusta en La Regenta, vía de
paseo de la aristocracia y la clase media vetustense, se convierte en espacio de ocio
vespertino de las capas populares, siendo invadido por la pobretería al anochecer,
cuando obreros y trabajadores abandonaban su trabajo.
Ahora bien, esta delineación viaria que trata de fijar socialmente el espacio
urbano no es más que un intento de dominio de un espacio que en realidad es
imposible de dominar, precisamente por estar expuesto a continuas presiones y
transformaciones a través del movimiento que en él tiene lugar. La libertad es una de
las características definitorias del sujeto moderno en la calle y como se verá, los
personajes de los textos bajo estudio se acogen a dicha libertad para poner en marcha
sus nomadeos, su constante marcha, sus continuos hacer y deshacer nuevos caminos
12

en el entorno urbano. Esto es así porque como señala Delgado, y como se apreciará
particularmente en mis capítulos, “los dispositivos de control” puestos en marcha en el
espacio urbano “no tienen garantizado nunca su éxito total” porque no se aplican
sobre sujetos pasivos sino “sobre elementos moleculares que han aprendido a
desarrollar todo tipo de artimañas, que desarrollan infinidad de mimetismos, que
tienden a devenir opacos o a escabullirse a la mínima oportunidad” (35). De ahí que la
calle Alcalá, calle céntrica por excelencia, organizada y burguesa, a pesar de estar
celosamente vigilada por los guardas del orden, mute y se transforme en una vía
caótica, anárquica con el desorden popular que trae consigo el advenimiento de la
Segunda República. El continuo ir y venir y la oscilación constante que tiene lugar en
la calle cuestiona la misma noción de fijación y conduce a una reconsideración del
concepto de calle y de lo que sucede en ella.
En los textos seleccionados, la calle es el ámbito de lo urbano que no puede ser
habitado ni morado por estar destinado a ser usado transitoriamente, a ser utilizado
simplemente “de paso”. La calle es un espacio en movimiento que según Delgado,
“lleva al paroxismo la extrema complejidad de las articulaciones espacio-temporales”
(35) porque todo en ella es movimiento, es una oscilación constante en la que todo y
todos se encuentran en continua estructuración. En este sentido, la calle es por ello un
espacio-tránsito en el que nada ni nadie tiene el privilegio de quedarse: los individuos,
los animales y los medios de transporte se limitan a pasar por la calle, de un lado a
otro, sin detenerse. Incluso si se detienen, la permanencia en la calle tendrá una
duración limitada. Tanto si es para contemplar un escaparate en la Castellana, como
para ser interpelado por un mendigo, para iniciar una conversación con una mujer, o
para organizar una conspiración, la presencia de los personajes en la calle y los
encuentros entre ellos están definidos por lo efímero y la fugacidad. De ahí la
13

naturaleza peripatética de las relaciones desarrolladas en la calle urbana que hace que
el individuo que esté de paso en la calle se encuentre en continua estructuración en el
sentido de estar elaborando constantemente su subjetividad. Las diversas actividades
que pueden acontecer en el espacio de la calle, como evidenciarán las peripecias
urbanas de los personajes bajo estudio, definen asimismo a la calle como “espacio
intersticial” tomando prestado el término de Jean Remy, como un espacio neutro,
ubicado en el centro urbano, no asociado a una actividad precisa pero con una función
esencial: la de proporcionar una sociabilidad vertebrada en torno a encuentros
acelerados, contactos ocasionales, conflictos, inconsecuencias (Sociologie 182-83). Al
mismo tiempo, la calle constituye lo que podría llamarse un espacio transversal en
tanto que es una travesía cuyo destino es el de cruzar, intersectar, unir dos territorios,
una construcción que quedará ilustrada desde la conceptualización de George Simmel
de puerta como conector pero al mismo separador de territorios en la que me apoyo en
el segundo capítulo. En su función como travesía, la calle tiene un importante efecto
de subjetivación en el personaje: el sentido con que éste traspase la calle a menudo
tendrá una importante significancia en su formación social. La dirección con la que el
personaje cruza la calle de los Artistas en La horda dictará el paso “hacia arriba o
hacia abajo” por la glorieta de los Cuatro Caminos en la que aquella calle arranca o
desemboca. Este paso a través de la calle –pues como recuerda Delgado en los
espacios trasversales toda acción se plantearía como un a través de— con las
correspondientes implicaciones sociales establecerá categorías mutuamente exclusivas
–dentro/afuera, rico/pobre, privilegiado/desheredado—que si bien pretenden ser fijas y
estables serán alteradas y redefinidas precisamente por el transitar del personaje. Este
transitar así como la función de la calle como espacio transversal determinará la
ubicación geográfica del sujeto y con ésta su identidad, estatus y condición
14

económica, así como su concienciación social y la exhortación a la posible toma de
acción. Como espacio susceptible de ser cruzado, la calle a su vez debe ser definida
como un espacio itinerante, extrapolando el término que el historiador Leroi-Gourhan
utilizó para definir las particularidades del ser humano como ser deambulante en
caminos, itinerante entre nodos, que “domestica” los distintos territorios por los que
transita para adecuarlos “a lo humano” (El gesto 316). Por lo tanto, la naturaleza
itinerante de la calle le viene dada por la acción del caminante, por su condición de
sujeto itinerante que la cruza, que va de un lugar a otro, de paso.
Todas estas caracterizaciones definen a la calle como un lugar-movimiento
convertido en espacio por la acción del caminante. De hecho, de esta serie de
particularidades atentas a la movilidad que definen la calle en su configuración
superficial se desprende una idea que quedará más que evidente en el análisis de los
textos bajo estudio: la calle sólo puede ser definida en base a un referente humano –
una vez más se filtra la idea de la calle como “human movement institutionalized”.
Wirth-Nesher identifica el “human environment” como el movimiento humano
desarrollado principalmente en las calles urbanas el cual, junto al “built environment”
(la arquitectura y edificios), el “natural environment” (la inclusión de la naturaleza en
la urbe bajo la forma de jardines y parques) y el “verbal environment” (nombres de
calles, edificios, carteles y en definitiva cualquier lenguaje circunscrito en el paisaje
urbano) definen el decorado urbano tal y como aparece representado en la narrativa
moderna (City Codes 11-13). Es significativo que esta crítica identifique a la calle
como el principal escenario de la novela urbana moderna donde se desarrolla el
movimiento humano que define al mismo espacio urbano.
La acción humana por tanto es imprescindible para dotar a la calle de su
naturaleza itinerante, transversal, intersticial y transitoria. La calle existe porque es
15

cruzada, porque un sujeto se desplaza por ella, del mismo modo que la ciudad es
construida en base al movimiento del paseante, pues como alude De Certeau,
“pedestrian movements form one of these real systems whose existence in fact makes
up the city” (Practice 97). Es por ello que es el concepto decerteauiano de espacio
como lugar practicado el que mejor encapsula lo que tiene lugar en la calle, un
concepto el cual está profundamente imbricado en el análisis de los textos bajo
estudio. Será particularmente relevante en el caso de Tristana cuando la calle, canal
elegido por el narrador para evidenciar el desvío geográfico, sexual y moral del
personaje femenino, convertido en espacio a través de la acción subversiva del sujeto,
deje de ser espacio y torne a un mero lugar cuando el personaje pierda la pierna que
posibilita su caminar. La afirmación decerteauiana se invierte y el espacio se
desestructura por ser lugar no practicado, no vivido.
Estableciendo una relación entre espacio y texto, cabe afirmar que el texto
literario está asociado a un momento histórico particular y por tanto funciona en un
locus cultural específico, una idea que cabrá tener en cuenta en la lectura de los textos
seleccionados. Igual que el texto posee un efecto en el momento determinado en que
es producido y leído, la calle tiene un sentido en el momento de ser transitada, pero en
el momento en que el texto deja de ser pronunciado y la calle de ser transitada, ambos
desaparecen, se desestructuran para poder seguir estructurándose con futuras lecturas
y futuros caminares. Ni el texto ni el espacio son construcciones culturales fijas sino
que constituyen acciones con un efecto en el momento en que son producidas y
consumidas (o en el caso de la calle, transitadas). La invasión de la Gran Vía por parte
de masas anarcosindicalistas en la novela Siete domingos rojos sólo puede
interpretarse desde “la obsesión” de los escritores de la época “por la realidad
conflictiva que vivía la sociedad española de aquellas fechas” (Castañar, “La España”
16

69), una realidad dominada por oleadas de huelgas incontroladas, estallidos
revolucionarios en las calles y “mítines monstruos”, como diría Carr, que comenzaban
en un espacio cerrado—en un teatro o en un café—para desbordarse en el espacio
abierto de la calle. El efecto pretendido por el narrador de Siete domingos esto es, la
voluntad de dar entrada a una realidad alternativa por medio de la acción obrera bajo
la forma de la toma de la calle, es perfectamente coherente en el Madrid de la Segunda
República, una ciudad en la que el espacio de la calle se revelaba fundamental para
fomentar una conciencia colectiva y con ésta un espíritu de lucha, como se apreciará
en el cuarto capítulo.
Los textos elegidos están todos ellos construidos en torno a una serie de
espacios intersticiales de los cuales la calle urbana destaca por ser el lugar-
movimiento por excelencia donde acontece alrededor del noventa por ciento de la
acción narrativa. Esto definiría estos textos como novelas itinerantes en las que los
protagonistas se van perfilando a través de las peripecias que les sobreviven en su
recorrido por el espacio urbano y textual. Los protagonistas de los textos son los
mismos que los del espacio público. No son habitantes, sino usuarios de lo urbano:
flâneurs que se embelesan ante el espectáculo de la calle, viandantes que se
atemorizan ante el frenético trasiego, paseantes a la deriva, transeúntes que no están
allí sino de paso y que apresuradamente aparecen tan pronto como desaparecen, pero
también masas efervescentes, multitudes exaltadas, muchedumbres ordenadas, en
definitiva, caminantes que hacen de la calle su hábitat natural y que se perfilan al
contacto con la misma. Aquí reside la naturaleza formativa de la calle que importa
analizar y que incomprensiblemente ha sido pasada por alto por la crítica que ha
explorado algunos de los textos elegidos desde otras perspectivas.
17

El camino que el personaje va trazando en su recorrido textual define la calle,
como se ha visto, y a la vez en este camino el personaje se expondrá a una serie de
poderosos efectos de subjetivación que determinarán su aspecto físico, su carácter, su
estado de ánimo, su personalidad, su actitud ante la vida, y las acciones que
conformarán su peripecia existencial. En respuesta a los mecanismos de poder
impuestos por una sociedad que reprime a la mujer, explota al pobre, teme al sujeto
politizado y rechaza a fin de cuentas al marginal, los protagonistas de estos textos
elegirán la calle como un espacio celosa y rigurosamente vigilado pero por ello mismo
predilecto para las emancipaciones, las manifestaciones y las estampidas. Se
confundirán con la calle, adoptando en ocasiones las características de ésta, se
encantarán con el espectáculo lúdico que aquélla ofrece, experimentarán la alienación
más absoluta, y al mismo tiempo escaparán, desobedecerán las imposiciones del órden
individualmente o en masa, gestándose así como poderosas resistencias fructíferas,
moldeando y transformando su subjetividad en el proceso, en esa oscilación constante.
Aquí reside, junto a la formativa, la naturaleza conflictiva de la calle que importa
investigar. Alrededor de ambas funcionalidades se organizará el análisis de cada uno
de los textos elegidos, siempre e íntimamente relacionadas pues no puede existir la
una sin la otra: de la misma manera que sin conflicto no puede darse una
concienciación social y política, sin ésta no existirá acción ni lucha, y por lo tanto
conflicto. Así lo afirmará Carranque de Ríos en su novela político-social de corte
autobiográfico: “Al obrero conviene darle ocasiones donde se temple y conozca su
fuerza” (Uno 131), pues sin estas ocasiones no podrá adquirir una conciencia social y
política.
Las subjetividades que se construyen al contacto con la calle no serán fijas ni
estables, sino que se hallarán en perpetua construcción, siempre inacabadas como las
18

calles por las que transitan. Los textos bajo estudio revelarán este poderoso
dinamismo a nivel de la calle, manifestado a muchos niveles, no sólo a través de los
desplazamientos urbanos de los personajes, sino también de las construcciones
urbanísticas, de los rompimientos y ensanches de calles, por utilizar los dos términos
de Mesonero Romanos, para facilitar la circulación y reducir el embotellamiento de la
vieja ciudad, de los nuevos medios de transporte que pueblan las páginas de la novela.
El dinamismo también se hará palpable en el espacio textual a través de la emergencia
de nuevas discursividades (en torno al papel de la mujer en sociedad; de la utilidad del
anarquismo como alternativa política; la necesidad de atentar contra el orden burgués
y capitalista); nuevas realidades sociales (la emergencia de los debates alrededor de la
emancipación de la mujer; la inmigración; las crisis del trabajo; el advenimiento de las
masas al poderío social), económicas (la emergencia de una sociedad capitalista trajo
importantes consecuencias a la capital y a los individuos que en ella habitan) y en
definitiva la apertura de nuevos espacios ecuménicos de representación, enunciación y
protesta, no formalizados, de los cuales la calle es el exponente más relevante.
Hubiera sido altamente tentador arrancar esta tesis en el siglo XVIII. Sin
embargo, tras un conciso pero exhaustivo recorrido por la literatura dieciochesca cabe
convenir que es verdaderamente difícil encontrar textos –en cualquier género—cuya
acción narrativa acontezca en la calle urbana, tal y como privilegia el análisis de los
textos bajo estudio. Sí es fácil encontrar producciones culturales en ese siglo en las
que el espacio urbano juega un papel importante en el desarrollo del argumento,
aunque la mayoría de las ocasiones es recreado para ser sometido a crítica. Para ello,
la ciudad con la ociosidad de sus gentes, la inutilidad de sus costumbres y sus valores
inmorales y artificiales es frecuentemente comparada con el mundo rural como
depositario de la pureza y la virtud, definido en términos de la idealización de la
19

naturaleza y el campo, la dignificación de artesanos y labradores por su utilidad y
trabajo y la austeridad de costumbres. Sería éste el caso, por ejemplo, de Los
menestrales (1784) de Cándido María Trigueros o El barón (1803) de Leandro
Fernández de Moratín, obras de teatro que toman como punto de referencia –como
casi todas durante este periodo—el entremés Getafe (1646) en el que Antonio Hurtado
de Mendoza lanza una profunda crítica hacia las costumbres y tradiciones de los
grupos sociales urbanos. Como contrapartida a estos trabajos, existen otras obras que
ponderan la ciudad y sus virtudes como cuna de la educación y la cultura frente al
retroceso y “rusticidad” del campo, como especificaría el periódico El Censor. En esta
línea estarían algunos sainetes de Ramón de la Cruz –entre ellos La civilización
(1763) es uno de los más relevantes— o El alcalde proyectista (1790) de Luciano
Francisco Comella, el cual está construido alrededor de la dicotomía entre ciudad y
campo, con aparente victoria de la primera. En un siglo que carece de novelas, como
Rebecca Haidt ha afirmado en más de una ocasión, el espacio urbano es a menudo
recreado en el género teatral.
Sin embargo, en el siglo XVIII son escasos o prácticamente inexistentes los
ejemplos literarios que recrean la calle como espacio formativo y conflictivo en el que
el individuo, al estilo de un paseante como Larra, precedente de esta tesis, construye y
transforma su subjetividad a través de sus periplos urbanos, un proceso de
construcción que atañe al relato y que pasa por una estructuración y desestructuración
constante. En cualquier caso, cuando se recrea la calle urbana en el siglo XVIII es
normalmente para asociarla al lujo como gran amenaza contra el orden social y a la
mujer como figura en la que se concentra la crítica al lujo y al derroche, crítica de la
que La petimetra (1762) de Moratín es el exponente más paradigmático. En el primer
capítulo quedará más clara dicha asociación, en el que me referiré a la calle Mayor
20

como una de las pocas vías mencionadas en la literatura dieciochesca como parte del
discurso madrileño contra el lujo, dado que en ella se concentraba la mayor parte de
los comercios mejor surtidos en vestidos y artículos de lujo.
Pero será en el XIX cuando esta caracterización de la calle como lugar-
movimiento en el que se produce una continua estructuración y desestabilización de la
subjetividad del personaje cobre plena forma a nivel textual. Esto está íntimamente
relacionado con las condiciones y transformaciones a nivel urbanístico que
experimentó Madrid. Las calles del Madrid dieciochesco no estaban pavimentadas y
prevalecía aún una estructura medieval en la que no existía una distinción clara entre
el camino de las personas, el de los animales y el de los vehículos. Los peatones eran
orillados a los márgenes de los caminos por donde también circulaban los residuos,
mientras los animales y medios de transporte ocupaban el espacio supuestamente
reservado para los peatones. Este deplorable espectáculo callejero empezó a cambiar
bajo el reinado de Carlos III quien emprendió una política de reformas urbanas: aparte
de reglamentar el alumbrado público en las calles del centro de la ciudad, creándose
en 1761 un Cuerpo Municipal encargado de la conservación, limpieza y encendido de
farolas, pavimentó las aceras de las calles céntricas para distinguirlas de la superficie
de la carretera, asignando las primeras a los peatones y la segunda al resto del tráfico.
Cabe mencionar aquí que etimológicamente, “pavimento” procede del latín
pavimentum, que una vez más echando mano al diccionario de Corominas, quiere
decir aplanar, golpear el suelo, revestirlo con ladrillos, losas u otro material. Por tanto,
todas las palabras que derivan de este término latino (el francés “paver”; el italiano
“pavimentare”; el inglés “to pave”) están conectadas con la construcción y la
urbanización, conceptos modernos, lo que apuntaría a la emergencia de la calle como
21

espacio moderno ya desde el siglo XVIII. 1 A pesar de estas reformas urbanas, la
imagen de las calles de la ciudad no mejoró mucho. En 1831 Mesonero Romanos
escribía que el aspecto general de Madrid había cambiado mucho respecto al siglo
anterior, llamando la atención al aseo y limpieza de sus calles que prestan a la villa
“un aspecto lisonjero”. Sin embargo, el empedrado, aunque mejorado notablemente
por el cuidado de las autoridades municipales, ofrece aún “un piso ingrato y desigual
que ocasiona los charcos y lodazales que las hacen en tiempo lluvioso poco menos que
intransitables” (Manual 50). Dos años después, en el artículo “Policía urbana”,
contenido en la primera serie del Panorama matritense, el mismo autor construía (o
mejor, soñaba) una ciudad de casas esplendorosas, paseos amplios y calles limpias,
organizadas, iluminadas y transitables las cuales marcarían el “futuro
engrandecimiento” de la capital (Obras 180). Pero la realidad era muy diferente. En
1834 las calles de Madrid eran barrizales sin apenas iluminación ni limpieza, con
aceras intransitables en las que se amontonaba la basura y que además, como ha
observado Juliá, estaban plagadas de mendigos, moribundos y cadáveres amontonados
tras epidemias y hambrunas (Madrid 323). Eran, en general, calles angostas e
insalubres, el “estercolero nacional” como escribía el periódico El Progreso en 1843.
En 1845 el aspecto de las calles mejorará con la adopción de los adoquines de granito,
y poco después, en 1850, el arroyo central de las calzadas se sustituiría por los dos
laterales, a lo que se añade la retirada de la basura cada mañana y el alumbrado de
reverbero de gas que se instala en la mayoría de las calles del centro.
Tal y como han apuntado Fernández Cifuentes, Juliá y Baker, en la época de la
Restauración Madrid experimentó una ola de modernizaciones que se inició con tres
1
Es significativo que la palabra “calle” en inglés, “street”, provenga del latín sternere, que quería decir
“to pave”, con lo que el término en inglés ya lleva inserto la acepción moderna de construcción,
urbanización, edificación.
22

factores fundamentales: junto a un importante avance espacial que comenzó con la
desamortización en 1836 y se continuó con el derribo de la cerca de Felipe III y la
consiguiente apertura de nuevos espacios, el tendido de la red ferroviaria y el
abastecimiento de agua constituyeron mejoras fundamentales para abrir el camino de
Madrid hacia una ciudad moderna. Sin agua no podía haber higiene ni salud. La
popular figura del aguador que distribuía agua por las calles de la ciudad quedó fuera
de servicio una vez se inauguró el canal de Isabel II en 1858 el cual vino a solucionar
el problema del agua al abastecer a los suburbios y barrios de Madrid con agua del río
Lozoya, lo que a su vez posibilitó la dispersión de los habitantes y la extensión del
territorio. Por otro lado, la electrificación del tranvía en 1899 acabó con las mulas y
transformó la fisonomía de la ciudad, contribuyendo a consolidar el proceso de
modernización iniciado en el último tercio del siglo XIX, a lo que Díaz Fernández
aludirá en La Venus mecánica como se verá en el tercer capítulo.
El espacio fue el gran problema de Madrid desde su constitución en sede de la
corte en 1561. A principios del siglo XIX fue José Bonaparte el primero que, ante un
plano de Madrid ordenado en torno a la densidad palaciega y conventual, vio la
necesidad de abrir espacios y crear nuevas vías para ensanchar la ciudad, procediendo
a derribar iglesias y conventos y trasladar cementerios a las afueras de la ciudad, como
se explica en el segundo capítulo. La desamortización de Mendizábal que puso las
propiedades de las órdenes religiosas en manos de especuladores y propietarios con
más o menos recursos se tradujo en la construcción vertical de viviendas de cuatro y
cinco plantas, un fenómeno novedoso recogido por Larra en su artículo “Las casas
nuevas”. Este fenómeno imponía una nueva organización social con expresión vertical
en lugar de horizontal que además, hasta la llegada del ascensor a España en 1877,
marcaba una relación inversa entre el estatus social y la altitud, con los ricos ocupando
23

las plantas de abajo y los sirvientes habitando en las buhardillas. No obstante, las
construcciones en altura no solucionaron el problema del abigarramiento y la mezcla
de clases.
La Real Orden de 1846 constituyó la primera idea para el crecimiento de
Madrid en torno a la propuesta de Mesonero Romanos de “rompimientos” para
ampliar las calles y “ensanches” para ampliar el territorio. Pero esta propuesta
terminó, sólo dos años más tarde, por defender la reorganización espacial y el
aprovechamiento del interior de la cerca en lugar de ampliar el perímetro. En Juliá
(Madrid 358-59) puede encontrarse una enumeración de los objetivos del urbanismo
madrileño de esta época isabelina en base a la propuesta de Mesonero Romanos. La
abigarrada confusión de clases sociales en el mismo espacio urbano hizo que en 1860
hubiera un segundo intento de transformar el interior y ensanchar la ciudad, intento
materializado en el Plan de Castro el cual planteaba un crecimiento ordenado
alrededor de los tres órdenes sociales –la aristocracia, la clase media y los jornaleros.
Plan fracasado también por el alto coste del suelo, con lo que sólo cuatro años más
tarde, en un nuevo decreto, Antonio Cánovas del Castillo liquidó las normas
establecidas en el proyecto de Castro. La organización vertical que llegó con la
desamortización eclesiástica del suelo urbano quedó por fin complementada por una
extensión horizontal, posibilitada tras el derribo en 1868 de la cerca construida en
1625 durante el reinado de Felipe III, lo cual posibilitaría la extensión del territorio
hacia las afueras. El ensanche preveía una cuadrícula que definía un entorno
aristocrático de la Castellana; uno burgués del barrio de Pozas; artesanal de Chamberí;
proletario al sur de la calle de Alcalá, y agrario entre Embajadores y los
Carabancheles. Sin embargo, el crecimiento desmesurado de la población, el elevado
coste de las viviendas para los trabajadores y el apego que nobleza y burguesía tenían
24

al centro histórico terminó abortando los planes del ensanche y el resultado fue de
nuevo el abigarramiento de la burguesía y clase media en las zonas más cerca del
centro y la expulsión a las afueras, más allá de Chamberí, de trabajadores, mendigos y
pobres para que en ningún momento fueran confundidos con las clases medias. El
segundo capítulo brinda la posibilidad de realizar un análisis de este “horizontal social
zoning” como Baker lo ha llamado (“Introducción” 76) a través de los textos de
Baroja y Blasco Ibáñez.
Por tanto, no será hasta finales del siglo XIX que los verdaderos avances a
nivel urbanístico determinen el paso de una sociedad tradicional a una sociedad
moderna, una sociedad que en las primeras décadas del siglo XX terminaría de
consolidarse, mediante la adopción de nuevas formas de vida más modernas.
Asimismo lo documenta Mainer, quien señala que los primeros años del siglo XX “es
el periodo de los ensanches y de la aparición de los grandes almacenes, el
cinematógrafo y hasta el servicio telefónico automático” (La edad 179), lo que
encontró su eco en la preocupación casi obsesiva por el estado de la modernidad en la
literatura madrileña. El “bulldozing habit of mind” que según Mumford define al
urbanismo del siglo XIX (City in History 442), traducido por Juliá como “pasión por
la piqueta” (Madrid 1931-34 41) llega a Madrid –más tarde que a otras ciudades
europeas—y se manifiesta en la apertura de nuevas calles, derribos de edificios,
ampliación de vías. El hecho es que el XIX será el siglo que plasme los proyectos
reformistas que se originaron en la Ilustración los cuales pugnarán con formas
arraigadas y tradicionales que harán que Madrid, a pesar de su transformación en gran
ciudad, siga dando un aire de “un lugar de la Mancha”, como no puede dejar de
apreciar Víctor Murias, personaje de La Venus mecánica (47). La convivencia entre
un Madrid residual y un Madrid nuevo dispara en las calles de la ciudad una dialéctica
25

entre tradición y progreso, arcaísmo y modernidad que conformará en gran medida el
marco ideológico de los discursos literarios de la época los cuales, lejos de representar
tal desequilibrio en términos dicotómicos, introducirán la modernidad en las calles
madrileñas como un proceso intermitente, falto de continuidad, en continua
estructuración, al igual que los protagonistas y las calles del texto, un proceso que
transforma continuamente una ciudad que siempre parece encontrarse “acabada de
hacer” (Dietario 163) como dijera el viajero Josep Pla en 1921.
Todos estos factores favorecen la salida a la calle y hacen que este espacio
adquiera un protagonismo inusitado sin precedentes en la literatura de cualquier siglo
anterior, no sólo como canal donde se visibilizan las transformaciones urbanas, sino
también como vía para transmitir el entusiasmo que dichas transformaciones trajeron
consigo, así como la ansiedad provocada por las mismas.
Será Galdós uno de los primeros escritores en quien este paso de una sociedad
tradicional a una moderna cobre forma textual. El autor construirá en sus textos una
ciudad donde la modernización incipiente se deja ver en sus calles: en la mole de un
viaducto en construcción en los márgenes de la ciudad; en la amplitud de las nuevas
barriadas; en el bosquejo de las calles futuras; en la planificación de la línea de tranvía
que une la Plaza Mayor con Carabanchel; en la desaparición de “aquellos edificios
que parecían estuches en las renovaciones de estos últimos veinte años” (454) como se
afirmaría en Fortunata y Jacinta; en la apertura de variadas tiendas no inferiores, “por
lo que desde la calle se ve, a las de París o Londres”; y en definitiva en “la evidente
mejora en el cariz de los edificios, de las calles y aún de las personas” (Lo prohibido
132). Las páginas iniciales de esta novela constituyen uno de los ejemplos más nítidos
y directos ofrecidos por Galdós de las grandes transformaciones realizadas en el casco
de Madrid a raíz del ensanche de 1868.
26

La ciudad en la narrativa galdosiana es un paisaje donde acontece la acción,
pero también un ente que se impregna en la mente del paseante; es más que un entorno
estable en el que se mueven personajes inestables, como ha dicho Ramos (Ciudades
10); es una estructura de relaciones en la que sus calles empiezan a ser entendidas
como un “entorno de la conducta” según la terminología propuesta por William Kirk
esto es, representada tal y como es percibida por el paseante (citado en Short, xv). El
personaje no percibirá las calles como un entorno neutro o pasivo, sino como un
escenario que “entra en su cuerpo y la sacude” como la misma protagonista de La
desheredada habría de notar (276). Por ello en cuestión de días en el orden
cronológico de la acción narrativa, en cuestión de páginas en el orden textual, las
calles para Isidora Rufete pasan de ser un escenario lúdico y placentero, fuente de
“ardiente gozo” para convertirse en un entorno hostil, desencantado, fuente de
“punzante martirio” (172) dependiendo de las peripecias que le sobreviven en su
itinerario existencial.
Por estos motivos, Galdós es el objeto de estudio del primer capítulo. Ya en
1871, el novelista había escrito “La novela en el tranvía”, año de inauguración del
primer tranvía arrastrado por mulas con una línea que nacía en la calle Serrano, pasaba
por Alcalá, hasta la Puerta del Sol y seguía hasta el barrio de las Pozas. El objetivo era
unificar dos trozos del nuevo ensanche con el casco antiguo. En esta novela, mediante
un paralelismo cervantino, un personaje viaja en este tranvía y atraviesa las calles
urbanas madrileñas mientras lee un folletín que le sirve para interpretar la realidad
urbana a su alrededor, incorporando a los pasajeros del tranvía en la lectura del
folletín y no viendo más allá de lo que lee en la página. De ahí la crítica del narrador
hacia el personaje que no sabe interpretar una experiencia urbana moderna tal y como
Simmel la resumió: la de fundirse con una multitud pero al mismo tiempo distanciarse
27

emocionalmente de los otros extraños en un espacio público donde “the bodily
proximity and narrowness of space makes the mental distance only the more visible”
(“Metropolis” 418). Servirá esta novela como precedente de La desheredada, en la
que la metáfora geográfica –la transformación de las llanuras de La Mancha que Don
Quijote cruza en Rocinante en las calles de Madrid que el protagonista cruza en el
tranvía—se hace explícita cuando el personaje femenino emigre de un pueblo de La
Mancha, Tomelloso, a Madrid.
Para el primer capítulo, he seleccionado La desheredada (1881) y Tristana
(1892). Aunque la novelística de Galdós ofrece excelentes ejemplos de personajes
femeninos que deambulan por el entorno urbano, estos dos textos muestran mejor que
ningún otro la poderosa relación entre calle urbana y sujeto femenino en la narrativa
moderna española de finales de siglo y sirven para enmarcar la doble funcionalidad de
la calle que pretendo privilegiar –formativa y conflictiva—desde una perspectiva de
género. En ambas novelas la calle es construida como un espacio ideal que pone en
circulación una multiplicidad de discursos en torno a la figura de la mujer –liberación,
independencia económica, agencialidad, ascenso social— los cuales pugnan por
abrirse paso en una sociedad moderna y vienen a permear la discursividad hegemónica
imperante en la época, esto es, patriarcal, burguesa y conservadora. La mujer se
convierte en el gran flâneur del XIX español y a través de sus paseos citadinos
demandará una igualdad de géneros en términos de visibilidad urbana. Esto debe ser
estudiado a la luz de los nuevos debates en torno al feminismo que surgieron en
España alrededor de 1870 como bien demuestran, por ejemplo, los Congresos
Nacionales pedagógicos organizados en 1882 y 1892, los cuales dedican un espacio
importante a la cuestión de la emancipación de la mujer por vía de la educación; la
prensa, especialmente la obrera, que empieza a prestar más y más atención a la
28

función social de la mujer y su entrada en el mundo laboral; los movimientos de
opinión, que debaten principalmente la participación de la mujer en la esfera política;
y por supuesto, la literatura.
Solas o acompañadas, tanto Isidora como Tristana saldrán a la calle a mirar,
observar, desear y como resultado, su subjetividad será construida de manera
inconsciente al contacto con los placeres y las tentaciones, pero también los peligros y
los miedos que encuentran a su paso. Se entregarán al exceso tanto material como
sexual en la calle, y precisamente por ser ésta un canal de expresión del deseo
femenino, se convertirá en un espacio altamente conflictivo. La desviación geográfica,
moral y social del sujeto femenino desencadenará una serie de estrategias
disciplinarias –que a su vez abren múltiples posibilidades para la resistencia—las
cuales determinarán en última instancia la resolución simbólica del conflicto,
resolución en la que la calle jugará igualmente un papel fundamental.
Frente a mi propuesta de estudiar la calle como espacio dinámico y formativo
que impregna la conciencia de los personajes, existe una larga lista de trabajos que
estudian la representación de Madrid en la narrativa galdosiana: el de Faus Sevilla,
García Madrazo, Sagaró Faci o Palomo Vázquez, entre otros muchos, giran
simplemente en torno a la localización de calles, barrios y espacios visitados por los
personajes en la novelística galdosiana, o se centran en Madrid como representación
de la sociedad española en el periodo histórico particular en que el texto fue creado.
Desde nuestra perspectiva, por tanto, carecen de interés más allá que para una
contextualización de las novelas bajo estudio. En relación a la calle urbana en
particular son dos los artículos de los que esta tesis se ha beneficiado: el de Pascual y
el de Miranda Cruz, pero una vez más son trabajos donde el espacio tiene una mera
29

finalidad cartográfica y estática, y por tanto son útiles únicamente como punto de
partida para un análisis más exhaustivo y dinámico de la calle.
Fortunata y Jacinta (1886-87) es la novela que más atención ha llamado a los
críticos para examinar la presencia de Madrid. El trabajo de Farris Anderson sobre el
espacio urbano en la novela o el de Gilman sobre la conciencia de Fortunata figuran
entre los más relevantes, pero no atribuyen una función social precisa a las calles, sino
que se limitan a entender Madrid “como sistema”, como cuerpo global ligado al fluir
de la novela. Como excepción a esta interpretación, y más cerca de la perspectiva
desde la que estudio La desheredada y Tristana, cabe destacar “Fortunata and No.11,
Cava de San Miguel” de Bly donde se analiza el papel de la casa de los Santa Cruz y
la calle donde se ubica en la novela; “Vigencia de Fortunata” en el que Ortiz
Armengol identifica la Plaza Mayor como espacio fundamental en la novela; y “The
Streets of Madrid as a Structuring Device” de Boring, el cual establece una relación
entre los vecindarios de la novela y el desarrollo de la trama.
No deja de sorprender, sin embargo, que no haya un solo estudio dedicado a la
función esencial de la calle en la transformación de la subjetividad del personaje en La
desheredada y Tristana, novelas que por otro lado han sido ampliamente estudiadas
desde otras perspectivas. Por citar un ejemplo que me parece significativo, Lisa Condé
en su artículo “The Spread Wings of Galdós’ mujer nueva” analiza la perspectiva
(anti) feminista del escritor a través del uso de la imagen de las alas en un grupo
aleatorio de novelas galdosianas. En un estudio sobre la mujer nueva que busca su
nueva independencia en el espacio abierto, es difícil entender que no haya ninguna
referencia a la calle como espacio público por excelencia que la mujer trata de
conquistar. El primer capítulo de esta tesis vendría a suplir esta carencia.
30

Algo parecido ocurre con los textos seleccionados para el segundo capítulo:
Aurora roja (1904) de Pío Baroja y La horda (1905) de Vicente Blasco Ibáñez,
novelas en las que nos desplazamos a la periferia madrileña. Aurora roja ha sido a
menudo estudiada en su contexto anarquista, como atestiguan, entre otros, los trabajos
de Gómez-Pérez, de Tatum y el de Embeita, los cuales han resultado fundamentales
en mi análisis de la novela. La obra también ha suscitado interés como documento
sociológico; de ello dan fe los libros de Del Moral y el de Puértolas. Lejos de
participar en una discusión ideológica y encasillar a Baroja en un ideario concreto, mi
análisis propone observar cómo las transformaciones (geográficas, políticas, sociales)
en la España de principios de siglo se materializan en la calle a través de los
personajes y sus acciones y cómo a través de las dinámicas puestas en marcha en la
calle se da entrada a una diversidad de opciones políticas, nuevas subjetividades y
nuevos espacios sociales. La horda, por el contrario, ha pasado desapercibida para la
crítica que ha dedicado más atención a la obra valenciana del escritor. Entre la escasa
bibliografía, destacan los ensayos de Vickers y de Cardwell en los que La horda es
mencionada de forma esporádica como integrante de un grupo de novelas sociales del
escritor. Destaca también el artículo de Robin donde hay alusiones al entorno urbano
como “gran monstruo” que determina el destino fatídico del personaje. A sazón,
importa recuperar esta novela de carácter social pues no sólo supone una ampliación
de la geografía novelesca de Blasco sino que ofrece una novelización de la lucha de
clases a nivel espacial en la que se muestra un análisis insólito del abanico de
respuestas de la clase obrera ante la opresión del capitalismo liberal.
Estas dos novelas brindan la posibilidad de examinar ese “horizontal social
zoning” del que hablaba Baker, una espacialización del territorio en términos sociales
que da cuenta de las transformaciones urbanas que venían implementándose desde
31

finales del XIX para acomodar a las clases populares y a las oleadas de inmigrantes
que llegan a edificar en el extrarradio en condiciones de insalubridad y falta de
higiene, en trazados irregulares y sin ningún orden, impidiendo cualquier posibilidad
de crecimiento racional y dando la imagen de aduar africano, como lo describiría el
mismo Baroja. Periferia no significará en absoluto menos interés; mediante un irónico
uso del nombre de las calles, Baroja llamará la atención a una renovación del
extrarradio, renovación tanto geográfica –a través de la apertura de espacios y de
calles que empiezan a ser (re)pobladas—como ideológica y política –con la formación
de nuevos sujetos y la participación del anarquismo como movimiento social desde el
centro de la ciudad así como desde las afueras. Por otro lado la ubicación de la acción
narrativa en el extrarradio madrileño le sirve a Blasco para denunciar las condiciones
ínfimas de ese “anillo de muladares” con aspecto “de lugar marroquí” tal y como
apuntó Chicote en 1906. La denuncia quedará subrayada por la dolorosa peregrinación
urbana del protagonista, intelectual con ansias sociales, que en su pugna por entrar en
el centro urbano será utilizado, rechazado y devuelto a su origen geográfico. En ambas
novelas, la calle será espacio de la concienciación: los paseos de los protagonistas
conducen al lector por los diferentes suburbios madrileños y será este contacto con
esos mundos, con “otros planetas” dirá Blasco, el que transformará la subjetividad del
paseante, quien se verá impelido a la toma de acción. La extensión hacia los márgenes
apunta además a un Madrid con cabida a un mayor número de voces y a una mayor
diversidad social y política. En este Madrid movible, más y mejor conectado e
internacionalizado, existe una mayor circulación de ideas que a su vez resultará en una
fuerte concienciación social de las masas obreras. Es por ello que plagados de
amenazas, profecías y avisos “a los ricos”, estos textos pueden considerarse un
32

precedente de las novelas de la República en las que la toma de acción por vía de la
invasión de la calle ya no será proferida, sino materializada.
En el capítulo tercero se analiza la función de la calle en dos novelas de los
años veinte, años de construcción desenfrenada tal y como Juliá los denomina que
hace que Madrid cambie a pasos agigantados: Lamentación (1923) de Manuel
Benavides y La Venus mecánica (1929) de José Díaz Fernández, dos novelas muy
poco estudiadas en las que la calle cumple un papel fundamental para comprender la
nueva experiencia moderna urbana, como hábitat del transeúnte (nueva
conceptualización del flâneur del siglo XX), como espacio del anonimato, de la
libertad, de los encuentros fortuitos y de las relaciones efímeras, todo lo cual tendrá un
poderoso efecto de subjetivación en los personajes. En esta perfilación de
subjetividades las construcciones urbanísticas jugarán un papel esencial poniendo de
manifiesto las afirmaciones de Berger que la urbanización es un proceso que se
establece en la conciencia. En los años veinte se continúan muchas de las obras
públicas iniciadas en el siglo anterior y en la primera década del siglo XX, en
particular en la zona delimitada por la calle de Alcalá y una Gran Vía aún bajo
construcción. En esta zona se alzan nuevas edificaciones de altura, se construyen
numerosos edificios relacionados con el mundo económico, el Palacio de
Comunicaciones, el rascacielos de la Telefónica y hoteles que dan entrada a capital
extranjero –no sólo en sus edificaciones sino porque se convertirán en espacios de
sociabilidad favoritos de turistas extranjeros.
Lamentación es una novela prácticamente desconocida sobre la que no existen
trabajos críticos; necesariamente debe ser recuperada como contrapunto de la
experiencia urbana moderna definida a partir de la relación calle-individuo. El
protagonista de una sociedad dispersa y múltiple que se hace y deshace continuamente
33

en las páginas de la novela es un personaje desconocido que, emblemático de la
condición moderna y verdadero practicante de lo urbano, pasa los días y las noches en
la calle, espacio hostil, fuente de posibles peligros para la integridad personal. En su
caminar reside una obsesiva voluntad de adaptación al entorno urbano, adaptación que
pasará por la interiorización y práctica de esos males urbanos que según Cardwell
vienen de la ciudad (“Blasco” 327). De ahí que la imagen de las calles, construidas
desde la experiencia del sujeto que las transita, oscile entre espacio amenazante y
escenario lúdico. La Venus mecánica camina en la misma línea, y si bien las calles son
primeramente construidas como escenario del deseo, del disfrute y del placer efímero,
pronto la acción del transeúnte las convertirá en espacios donde el narrador proyecta
un gesto de voluntad de lucha y toma de acción en unos años caracterizados por
manifestaciones y revueltas callejeras en contra de la dictadura primorriverista. Esta
novela ha gozado de más atención que la de Benavides, y si bien ha sido más
ampliamente estudiada en su contexto social y vanguardista, existen algunos trabajos
que aluden a la importancia del entorno urbano. Baste mencionar el de Barrantes
Martín y el cuarto capítulo del libro de Larsons. Sin embargo estos trabajos toman la
novela como un documento político, social e histórico, así como un documento “de la
mentalidad moderna” en palabras de Barrantes, sin atribuir especial significancia a las
calles en el texto. La calle se configura como lugar-movimiento donde todo fluye,
donde circula a un ritmo vertiginoso, trasunto de la experiencia moderna del individuo
y donde se gestan nuevas psicologías y nuevas subjetividades, desde el intelectual
comprometido, al obrero con conciencia de clase, el estudiante y la mujer activista,
una figura que cobrará especial protagonismo en una novela en la que las mujeres se
desplazan por las calles de la ciudad con la misma rapidez y casi con la misma libertad
que los hombres. Importa investigar cómo ambos escritores, Benavides y Díaz
34

Fernández encontraron en la calle y en el paseo de sus protagonistas la mejor forma
de explicar, desde distintos posicionamientos de clase y de género, qué quiere decir
realmente ser ciudadano moderno y urbano en sus variadas formas.
Con el advenimiento de la Segunda República las masas proletarias del
extrarradio vendrán a invadir un territorio que ostentan como propio, recorriendo el
camino hacia el centro urbano iniciado por los personajes de Baroja y Blasco Ibáñez,
un desplazamiento que infundirá mucho miedo en escritores posteriores como Agustín
de Foxá, autor que considera ese espacio del centro de la ciudad suyo, tanto individual
como colectivamente. De esta conquista y toma de poder se ocupa el cuarto y último
capítulo, el cual analiza la función de la calle en dos novelas de los años de la
República: Siete domingos rojos (1931) de Ramón J. Sender y Un hombre de treinta
años (1933) de Manuel Benavides, exponentes de la novela social y colectivista que
surgiría en las postrimerías de la dictadura de Primo de Rivera.
Muchos son los trabajos que estudian las transformaciones urbanísticas en los
años de la República, así como la relación entre cultura urbana y República, de cuya
lectura este capítulo se ha beneficiado. Entre ellos, cabe destacar el ensayo de Lago
Ávila, el libro de Bohigas y el de Esteban sobre Madrid y la República. Si bien en la
memoria literaria y cinematográfica la República ha sido siempre estudiada como la
antesala de la guerra, se echa en falta un estudio sobre la calle en la novela de unos
años en los que, como bien reza el título del libro de Juliá, Madrid 1931-1934: de la
fiesta popular a la lucha de clases, la calle enmarca la corta vida de la República, con
el pueblo ocupando las calles en abril de 1931 para celebrar su proclamación y
manifestándose con una huelga en las mismas calles en junio de 1936. Júbilo y
conflicto, celebración y protesta, estas son las dos paredes que delimitan el camino de
la República, aunque las novelas seleccionadas sólo se encargarán de reconstruir el
35

conflicto y las tensiones porque a través del conflicto inherente a la lucha es posible
ofrecer soluciones.
Mientras Un hombre termina con la muerte del protagonista en una huelga
hipotética, Siete domingos tomará esa hipótesis y la convertirá en realidad textual para
narrar la organización, el desarrollo y en última instancia el fracaso de dicha huelga.
Los personajes de ambos textos se debatirán entre su individualidad y la pertenencia a
un colectivo, motor de la acción y protagonista de la novela social de los años treinta
que encontrará en las calles urbanas su espacio de representación. Al cabo del análisis
de la calle en los textos de los tres primeros capítulos de esta tesis, podría afirmarse
que en las novelas de la República, la calle se configura como un “nuevo viejo
espacio” en tanto que el sujeto –individual y colectivo—no se contentará con estar en
la calle, sino que se echará a la misma, ocupando la calle como nuevo espacio de
lucha para con su voz y su acción (en la mayoría de los casos violenta) expresar su
protesta y reivindicar una visibilidad social y política. Será en la calle donde se
produzca la verdadera “rebelión de las masas” al ser los espacios del centro ocupados
por obreros y sindicalistas que se rebelan contra el orden. De esta manera, la calle se
revelará como vía para manifestar las nuevas opciones ideológicas entre las que el
individuo buscará posicionarse –de ahí el recurrente y significativo aserto del
protagonista “ando buscando mi camino”; nuevos discursos políticos (contra la
monarquía, contra la República, contra el orden capitalista); nuevos fenómenos
sociales (la crisis económica, la emergencia del anarcosindicalismo); y nuevas
subjetividades (la reaparición del pueblo como sujeto político). En definitiva, las
calles de Madrid en sí se alzan como nuevos espacios de anonimato en un sentido
ecuménico de representación, enunciación y protesta donde se concentran nuevas
formas de hacer política no formalizadas; espacios de la muerte pero también de la
36

esurrección pues los muertos cobran vida en cada uno de los constituyentes de la
masa humana que los acompaña en su cortejo fúnebre por el centro urbano; en
definitiva, un nuevo espacio sagrado desde donde se pretende hacer público lo
privado.
Termino con una necesaria y precisa justificación para la elección de la novela
frente a cualquier otro género literario. Baste pensar en la obra teatral Juan José
(1895) de Joaquín Dicenta, o Luces de bohemia (1924) de Valle Inclán como obras
que hubieran tenido cabida en un trabajo que privilegia el estudio de la calle, pues en
ellas el Madrid de los márgenes se convierte en lugar actuante cuyas calles se revelan
como entornos de la conducta en los que los personajes se perfilan y desarrollan la
acción. Lo mismo podría decirse de algunas prosas líricas en las que Madrid se alza
como protagonista. Baste citar, por ejemplo la selección “La colina de los chopos”
(1963) de Juan Ramón Jiménez, donde el poeta construye un Madrid muy peculiar,
solitario e intimista; o incluso poetas menos conocidos de principios del siglo XX
como José López Silva o Antonio Casero que también recrearon la ciudad en sus
obras.
Sin embargo, me hago eco de la afirmación que Tanner escribió en su libro
sobre la Venecia literaria: el género de la ciudad es la novela (Venice Desired 4),
principalmente por la complejidad de los movimientos físicos de los personajes. Los
textos seleccionados en mi tesis parecen haber sido escritos para confirmar esta
aserción, no sólo porque el espacio textual está impregnado de desplazamientos físicos
de los protagonistas por el Madrid de finales y principios de siglo, sino porque estos
desplazamientos disparan otra suerte de movimientos –sociales, ideológicos, políticos,
económicos—que sólo tienen cabida en el espacio simbólico de la novela como
género literario moderno caracterizado según Wirth-Nesher por la disolución de
37

límites, por la filtración del exterior (la calle) en el interior (el hogar) y por el
protagonismo de la calle, sinécdoque del movimiento y el dinamismo (City Codes 19).
En este sentido es ilustradora la conclusión a la que el narrador del relato de Poe “The
Man of the Crowd” llega a propósito de los desplazamientos de dos transeúntes, dos
usuarios del espacio urbano: adelantando el destino del hombre moderno, el narrador
señala que para estos hombres, “the street is their eternal damnation” (226).
A esto, cabe añadir que según Moretti, “cities can be very random
environments and novels protect their readers from randomness by reducing it” (Atlas
105). Este “randomness” queda definido en la teoría de Moretti por la casualidad de
los eventos y por los encuentros fortuitos que acontecen en el espacio urbano así como
la diversidad social que se da cita en el mismo, diversidad a la que un género como la
novela da entrada. Moretti afirma que la novela simplifica o reduce tal diversidad para
hacer la ciudad más habitable, “easier to grasp and to inhabit” (106), imponiendo
límites espaciales, delimitando zonas geográficas, concentrando a los marginales en
un área precisa de la ciudad, estableciendo sistemas dicotómicos basado en
oposiciones –dentro/fuera, privado/público, burguesía/proletariado—que harán el
entorno urbano más entendible y fácil de leer. Como se verá en los sucesivos capítulos
de esta tesis, especialmente en el segundo y el cuarto, aún cuando la novela simplifica
el sistema urbano, el caminar de los sujetos alterará esta “simplicidad” y creará nuevas
complejidades: el caminar disuelve límites geográficos, hace desaparecer las fronteras
de clase y con ellas difumina las prácticas estructuradas como definió Bourdieu –esos
sistemas de diferencias, posiciones y relaciones que organizan el habitus y las
percepciones—para convertirlas en estructurantes, esto es, en continua elaboración.
Por lo tanto, cabría afirmar que la novela, si no hace más habitable la ciudad, sí hace
visible sus complejidades, complejidades que en una realidad objetiva podrían no
38

tener cauce de expresión pero que a través de la novela adquieren una visibilidad que
posibilita la propuesta de soluciones y opciones por vía de una realidad alternativa.
De acuerdo con Wirth-Nesher, “the urban setting is the locus for the tensions
and contradictions in the novel and in the historical moment, both inscribed into the
cityscape” (3). La ciudad es el ámbito del conflicto en la novela, por ser la ciudad el
ámbito natural del “dialogismo” en términos bakhtinianos como modelo explicativo
de la novela moderna: la novela se construye mediante una diversidad de hablas
sociales en constante diálogo, pues según Bakhtin, el poder de la novela se origina en
la coexistencia, en el conflicto entre diferentes tipos de discurso: el discurso de los
personajes, el discurso de los narradores, e incluso el discurso del autor. En efecto, en
el análisis de cada capítulo se verá que uno de los rasgos distintivos de los textos
seleccionados es la confluencia de discursos, voces puestas en conflicto que añaden
complejidad al relato. Ahí reside el dinamismo y la riqueza de la novela como género
privilegiado de la reflexión discursiva: en el juego de opciones y opiniones políticas,
en la pluralidad de ideas y puntos de vista, y en la multiplicidad de alternativas que al
final quedan, en la mayoría de los casos, sin resolución. Y por ello la novela se revela
como el escenario textual por excelencia para representar las tensiones del espacio
urbano: según Mumford, “sólo en la ciudad es posible reunir a toda una variedad de
personajes para que se desarrolle el drama humano: de ahí que únicamente en la
ciudad se halle suficiente diversidad y una mutua competencia para avivar la trama de
la vida y llevar a los actores al más alto nivel de participación” (City in History 116).
La complejidad social de la ciudad encuentra su analogía en la complejidad discursiva
del género de la novela, y así la multiplicidad de discursos en conflicto se traduce y
evidencia en el caminar de los sujetos: no sólo porque el paseo en sí pondrá en
contacto estos mundos diferentes, esa diversidad concreta de hablas sociales, sino
39

porque con su caminar los personajes hacen y deshacen, se estructuran como sujetos
maleables frente a los discursos del orden que les prohíben atravesar ciertos caminos,
para desestructurarse a través de la toma de la calle y del escape a cualquier
imposición, alzándose como portadores de fructíferos discursos de la resistencia.
Tiene por tanto sentido que como afirmó Moretti “an over-complicated
environment”, esto es, el de la ciudad, “requires a symbolic form capable of mastering
it” (Atlas 107) a saber, la novela. Todos los motivos aducidos hacen que se pueda
hablar de una cierta simbiosis literaria entre novela y ciudad, y los cuatro capítulos de
esta tesis darán fe de ello. A lo largo de los mismos se demostrará que
verdaderamente, sólo andando se hace camino, tanto geográfico como metafórico: el
caminar del sujeto decimonónico bosquejará esas calles futuras sobre las que se
asentará un Madrid nuevo pero también allanará el camino para futuros sujetos
femeninos –por ejemplo las protagonistas de La Venus mecánica o las mujeres
citadinas de Carmen de Burgos—que deciden hacer uso de su libertad para salir a la
calle. Asimismo la marcha de los sujetos de las novelas de Baroja y Blasco trazará una
senda hacia la acción que será seguida por las masas revolucionarias treinta años
después en momentos de alta crispación social. Por otro lado, los sujetos urbanos de
Benavides y Díaz Fernández cambiarán en un principio su modo de andar y caminarán
entre la alienación y la mirada distante en un intento de adaptación al entorno urbano,
pero pronto regresarán al surco que marca la novela social y reanudarán el camino de
la protesta que los protagonistas de Benavides y Sender, cuyo intelecto les fuerza a
aceptar que son uno más en la multitud, terminarán de delinear al compás que marcan
las masas revolucionarias. Y así doy paso al primer capítulo, primera escala en el
itinerario de esta tesis que es también el resultado de un largo caminar.
40

CAPÍTULO 1
Entre el centro y la periferia: peripecia urbana, calle y género en La
desheredada (1881) y Tristana (1892)
Cities, like dreams, are made of desires and fears
Calvino, Invisible Cities 44
Había salido por salir, por ver aquel Madrid tan bullicioso, tan movible, espejo
de tantas alegrías, con sus calles llenas de luz, sus mil tiendas, su desocupado genio
que va y viene como en perpetuo paseo
Galdós, La desheredada 170
Una mujer pobremente vestida, acompañada por un joven y apuesto doctor,
pasea por las zonas más elegantes de Madrid: el Paseo del Prado, Alcalá, el barrio de
Salamanca, la Castellana. El paseo los conduce al Retiro, un espacio habitual de ocio
para los citadinos, una “ciudad de árboles” que sólo fue abierta al público general en
1868. En el parque, el personaje femenino fija su atención en los trapos y accesorios
que llevan las damas burguesas que allí se dan cita: vestidos, guantes, sombreros,
sombrillas… decidiendo inmediatamente adoptar el mismo código de esa clase social:
“Para otra vez que venga traeré yo también mis guantes y mi sombrilla”, se dice a sí
misma. Un rato después, en la Castellana, moderna y bulliciosa calle, la mujer es
cautivada por los objetos de lujo que se exhiben en los escaparates, mientras al mismo
tiempo no puede evitar contemplar su imagen en los mismos cristales. El personaje
observa con gran asombro y deleite las aglomeraciones de carruajes y el torrente de
multitudes que, casi de forma reglamentaria, se dan cita en esta esplendorosa calle al
final del día para exhibir su capital social, para observar y ser observados. Lo que para
el joven médico constituye una expresión de la cursilería, del mal gusto, una
representación del quiero y no puedo de la sociedad decimonónica, para el personaje
femenino es un espectáculo seductor, distintivo de la gente fina y decente, cuyo
41

estatus social no dudará en apropiarse muy pronto. Estamos ante el primer viaje
urbano de Isidora Rufete, protagonista de La desheredada de Galdós, cinco días
después de su llegada a Madrid procedente de un pequeño pueblo de La Mancha. Y
éste es el Madrid de finales de siglo, una ciudad que lucha por establecerse como urbe
moderna, con calles caracterizadas por la confusión social que trajo consigo la
urbanización e industrialización.
En el mismo Madrid, pero once años más tarde, otra protagonista femenina
encuentra enorme placer en el paseo pero esta vez, no por el centro urbano, sino por el
extrarradio norte –Cuatro Caminos, el Partidor, el Canalillo, el Hipódromo, paseos
que ella misma describe como “ejercicios liberadores”. Aunque su amo le ha
prohibido que abandone el espacio doméstico, el personaje no duda en alzarse contra
el discurso patriarcal y se convierte en emisor de un discurso subversivo materializado
en excursiones frecuentes a los márgenes urbanos, primero sola, luego en compañía de
su futuro amante. Los paseos constituyen una antesala para el encuentro sexual con
Horacio, un joven pintor que la protagonista conoce casualmente en la calle. La
experiencia urbana prepara al personaje para la experiencia sexual, pues los paseos
físicos por las calles pronto cederán paso a paseos de naturaleza más íntima por la
privacidad de la casa del pintor. El narrador lo subraya irónicamente: “Y desde ese día
ya no pasearon más. Pasearon, sí, en el breve campo del estudio; recorrieron toda la
esfera, desde lo humano a lo divino, y lo divino revestíase de carne mortal”. Se
desencadenó el conflicto. El espacio abierto de la calle es sustituido por un espacio
altamente erótico que, aunque cerrado y privado, sigue proporcionando el goce de un
paseo metafórico. La calle, sin límites ni fronteras, posibilita la promiscuidad de todo
tipo, dando rienda suelta primero a los sueños de emancipación y liberación del
personaje, y segundo a la libertad sexual. Se trata de Tristana, novela localizada en la
42

periferia madrileña que muestra, entre otras cosas, las transformaciones urbanas que
venían implementándose a finales del XIX para acomodar a las clases populares y a
las oleadas de inmigrantes que empiezan a edificar en el extrarradio en condiciones de
insalubridad y falta de higiene, en trazados irregulares y sin ningún orden, impidiendo
cualquier posibilidad de crecimiento racional.
Ambos ejemplos muestran la poderosa relación entre calle urbana y sujeto
femenino en la narrativa moderna española de finales de siglo, y me sirven para
enmarcar la doble funcionalidad de la calle que pretendo privilegiar en el presente
capítulo: formativa y conflictiva. En ambas novelas la calle es construida como un
espacio ideal que pone en circulación una multiplicidad de discursos en torno a la
figura de la mujer –liberación, independencia económica, agencialidad, ascenso
social— los cuales pugnan por abrirse paso en una sociedad moderna y vienen a
permear la discursividad hegemónica imperante en la época, esto es, patriarcal,
burguesa y conservadora. Esto debe ser estudiado a la luz de los nuevos debates en
torno al feminismo que surgieron en España alrededor de 1870 como bien demuestran,
por ejemplo, los Congresos Nacionales pedagógicos organizados en 1882 y 1892, los
cuales dedican un espacio importante a la cuestión de la emancipación de la mujer por
vía de la educación; la prensa, especialmente la obrera, que empieza a prestar más y
más atención a la función social de la mujer y su entrada en el mundo laboral; los
movimientos de opinión, que debaten principalmente la participación de la mujer en la
esfera política; y por supuesto, la literatura.
En la España del XIX comienzan a aparecer estudios críticos que apuntan a
esta rígida separación espacial, en particular escritos por mujeres. En los artículos
feministas agrupados bajo el título “La mujer española”, Pardo Bazán traza la
condición doméstica a través de diversas épocas de la mujer de diferentes clases
43

sociales para criticar el modelo de femineidad de la mujer emparedada, siempre
encerrada “en el círculo de hierro de la inmovilidad” (75). De modo parecido,
Concepción Arenal documenta en La mujer de su casa la estrecha esfera en que la
mujer vive y ataca la inmovilidad a la que ese “círculo reducido” restringe a la mujer
(20). 2 Como complemento a estos trabajos, el último tercio del XIX da lugar a un gran
número de novelas de inusitado protagonismo femenino, como bien atestiguan los
títulos de las mismas, las cuales presentan un sujeto que en el escenario urbano y a
través del paseo transforma su sentido de subjetividad, se construye y busca afirmar su
presencia física. Aunque durante esta época se sigue manteniendo la diferenciación
entre el hogar y la calle como espacios sociales definidos en términos, no sólo de
género, sino también de raza y clase social, 3 las divisiones espaciales tienden a
difuminarse, como quedará plenamente manifestado en las novelas bajo estudio.
Para los clásicos griegos, la división de la arena social en dos esferas, la
pública y la doméstica, era simple y directa. La separación física de los géneros,
basada en la diferencia innata entre la mujer y el hombre, dictaminaba que la esfera
pública correspondía al mundo de la política y del estado; la doméstica al espacio del
hogar donde se desarrollaban las relaciones familiares y donde la mujer estaba sujeta a
las leyes del patriarcado. Así, de forma general, el palacio, casa o piso –lugares
cerrados—han sido asignados en la tradición literaria a la mujer: desde Homero,
2
Existen numerosos estudios que aluden a la división público/privada en la formación de las
diferencias de género en el siglo XIX. Entre ellos destacan el de Jagoe, Ambiguous Angels; el de
Aldaraca, Ángel del hogar; y el de Labanyi, Gender and Modernization, los cuales recrean la figura del
“ángel del hogar” como el ideal de esposa perfecta de Fray Luis de León que sólo confinada al espacio
interior del hogar puede preservar la integridad del orden patriarcal.
3
En Desire and Domestic Fiction, Armstrong apunta que la necesidad de establecer diferenciaciones
espaciales en términos de género viene motivada por el ascenso y consolidación de la clase burguesa
como entidad social a finales del XIX. Con el fin de validar y legitimar dicha emergencia, la burguesía
tiende a desplazar el foco de atención de un nacimiento noble como indicativo del estatus social, al
género como principal característica distintiva del individuo. Habría que añadir otras características
distintivas como la raza que junto al género, se revelan importantes en la lucha decimonónica por
ascender socialmente.
44

pasando por los cantares de gesta, la novela caballeresca y la novela realista del XIX.
La vida de las heroínas transcurre casi por entero dentro de los muros de espacios
cerrados. En cambio, los hombres han gozado de libertad de movimiento –novela de
viajes, de aventuras—por todos los espacios, tanto urbanos como rurales. La total
autonomía y libertad de movimientos frente a la ausencia de tal libertad ha sido pauta
y patrón cultural, antropológico y literario, que ha prevalecido como gran tema, a
pesar de alguna excepción para confirmar la regla. Todo ha contribuido a reforzar el
afincamiento de una discursividad histórica y cultural “género-espacio”, es decir,
mientras al personaje femenino se le concede una libertad muy limitada que le permite
moverse únicamente por espacios cerrados, el personaje masculino goza de una
libertad total de desplazamiento por todos los espacios.
Frente a una minoría urbana elitista, un grupo mayoritario tradicional de la
sociedad burguesa de finales del XIX aún compartía la discursividad hegemónica
sobre la mujer tradicional, estática y monolítica, recogida por Fray Luis de León en el
siglo XVI. La mujer era definida, no sólo por las actividades que debía desempeñar o
por la racionalización de las tareas obligatorias, sino también y principalmente por las
limitaciones espaciales de sus actividades: “… Assí la buena mujer quanto, para sus
puertas adentro ha de ser presta y ligera, tanto para fuera dellas se ha de tener por coxa
y torpe” (Fray Luis 32). La frontera de la existencia femenina como mujer virtuosa o
mujer “pecadora” era en la puerta de su casa. Aunque la condición de la mujer en la
España de finales del XIX no era ideal, en la literatura de la época se puede apreciar
un profundo cambio y una serie de avances, no sólo en cuanto a la salida de la mujer
al mundo laboral, como bien han documentado historiadores contemporáneos (véanse
las páginas 128-38 del libro de Anabel González et al., Los orígenes del feminismo en
España), sino también y principalmente en el uso y disfrute del espacio público para
45

pasear, callejear ociosamente, ir de compras, asistir al teatro, y en definitiva, hacer de
la calle un espacio de representación donde hacerse visible públicamente.
En su estudio de la relación entre vida urbana, desorden social y mujeres,
Wilson apunta que a finales del siglo XIX “women have become an irruption in the
city” (Sphinx 9). ¿Qué motiva esta salida, esta irrupción de la mujer en la calle? Sin
duda viene determinada en gran medida por la democratización del consumo, rasgo
moderno en tanto que todo cuanto se compraba (ropas, adornos y objetos) conferían al
usufructuario una aureola de modernidad, y la aparición de una sociedad consumista y
ociosa que consume sin parar movida por las apariencias y un deseo de exhibición. El
mismo Galdós se hizo eco de este fenómeno y en Fortunata y Jacinta escribió: “Lo
más interesante del imperio de la levita está en el vestir de las señoras, origen de
energías poderosas, que de la vida privada salen a la pública y determinan hechos
grandes” (113). En la segunda mitad del siglo XVIII el sistema de reclusión y
aislamiento en el mundo doméstico y la falta de participación de la mujer en la vida
pública empieza a perder importancia para dejar paso a un fenómeno radical en la vida
social, lo que Martín Gaite ha llamado “el derecho de la mujer al lujo” (Usos
amorosos 27): las puertas del hogar se abren, no para que la mujer saliera, sino para
que la sociedad entrara en forma de tertulias, salones literarios, reuniones y saraos,
esto es, bailes. En el siglo XIX, sin embargo, las transformaciones urbanísticas que
vienen produciéndose en Madrid con la consiguiente espacialización del suelo urbano
invita a la gente, como recuerda Túñón de Lara, a convivir más en el exterior de sus
casas (Estudios 35), abandonando el espacio privado del hogar para desarrollar
actividades en el espacio público de la calle y en ambientes comunitarios. La
costumbre de recibir amigos en las casas como alternativa para que la mujer
consolidara su imperio de consumidora y sus afanes de ostentación cede paso al ritual
46

del paseo, con la finalidad no sólo de consumir, sino de lucirse. Las mujeres, no
contentas con exhibir su tendencia al lujo en el interior de sus hogares, buscan
ocasiones de exhibición y emulación en la calle, por vía del paseo en coche
descubierto, una costumbre que desde el siglo XVIII dejó de pertenecer a la nobleza
para ser practicado por la clase media. Pero la gran novedad es que a finales del XIX
no será solamente la mujer de clase alta, sino la de clase baja la que salga a la calle.
Para la mujer de la nobleza, la aparición pública era casi un rigor impuesto por la
posición social del marido, lo cual lejos de constituir una agencialidad propia, servía
para consolidar el modelo patriarcal burgués. Como señala Jagoe, “women began the
practice of daily visiting and attending public entertainments such as the theatre and
the opera, all of which gave the bourgeoisie an impression of licentious freedom on
the part of the great ladies of Spain” (Ambiguous 21). No hay más que recordar cómo
las apariciones públicas de Ana Ozores, personaje de la aristocracia vetustense,
siempre tenían una finalidad político-social relacionada con el mantenimiento de la
reputación de su marido el regente. Por eso es interesante analizar la participación en
la vida pública de la mujer del pueblo, cuyo uso y disfrute de la calle no responderá a
una actitud de subordinación, ni a una figura masculina ni a convenciones sociales, lo
que evidencia la emergencia de nuevas fuerzas sociales con sus ansias de cambio y de
evolución que llamarán a nuevas formas de institucionalización y canalización.
En el siglo XVIII son escasos los ejemplos literarios que recrean la calle
como espacio conflictivo en relación con la mujer. Uno de los más reveladores, sin
embargo, el cual puede servir como antecedente a este trabajo es la obra de Moratín
La petimetra (1762). En la jornada tercera, la protagonista, Jerónima regresa de una
jornada de compras por la calle Mayor. El viaje callejero la ha dejado “molida”, pero
satisfecha y encantada con lo que ha visto: “Vaya, vaya, que está la calle Mayor con
47

tanta gala y primor que casi pasa de raya” (129), exclama mientras se desploma en una
silla. 4 La condena de la salida urbana del personaje queda explícita mediante el
contraste con su prima María, virtuosa y pura, encerrada en el hogar donde ha recibido
una propuesta de matrimonio mientras Jerónima “anda derramada” por las calles. Más
que una crítica a la salida callejera del sujeto femenino, el autor enfatiza la inutilidad
de la ociosidad y de una apariencia externa creada mediante la ilusión de adornos,
vestidos y trapos, en lugar de canalizar las energías hacia ocupaciones más
constructivas para la mujer como “coser o echar sal a un huevo” (102).
Pero será en el XIX cuando este carácter conflictivo de la calle cobre plena
forma a nivel textual, equivaliendo la apropiación de la misma por parte del sujeto
femenino a un símbolo de poder, autonomía y agencialidad femenina. El viaje urbano
femenino será recreado en detalle, con sus desplazamientos horizontales entre el
centro y la periferia urbana y verticales en sus altibajos tanto geográficos como
morales y así el movimiento en la calle de la mujer se convertirá en sinónimo de un
movimiento reivindicador para conquistar un destino propio que le suponga la
adquisición de todos los derechos reservados anteriormente a los hombres. Será el
deseo lo que impulse estos movimientos femeninos. Los dos textos bajo estudio están
4
La calle Mayor es una de las pocas vías mencionadas en la literatura del XVIII como parte del
discurso madrileño contra el lujo por los comercios surtidos en vestidos y artículos de lujo que se
encontraban en ella. La simple mención de esta calle era suficiente para implicar que el sujeto que la
transitara sufría de locura por el lujo y de ambición material, empleándose a menudo la expresión
“Calle Mayor de la locura” para denominar este calle (Álvarez Bracamonte 10). La asociación de esta
calle con adornos, metales y ropas quedaba subrayado por la presencia en sus inmediaciones de los
Cinco Gremios Mayores, vinculados en 1734 y formados por el gremio de joyería mercaderes de paños
(cuyas tiendas se localizaban alrededor de la Plaza Mayor), sedería, lienzos y mercadería-especieríadroguería.
La calle mayor, como señala Rebecca Haidt, “was a synecdoque of luxury shopping during
the eighteenth and preceding centuries in Madrid” (“Luxury” 37). De hecho, se pueden encontrar
importantes precedentes literarios en el siglo XVII: en el entremés “Las aventureras de la Corte”
(1622), Salas Barbadillo describe el paseo de un grupo de mujeres por la Plaza y la calle Mayor, esa
calle “que llaman de la ropería” (277). Asimismo, Remiro de Navarra advierte al lector de los peligros
de la calle Mayor en Los peligros de Madrid (1646): “en todas las partes hay peligros de gastar con
mujeres, pero en la calle Mayor más que en ninguna” (68). Por lo tanto la alusión por parte de Moratín
a esta calle implica una crítica hacia la mujer que se empeña en concentrar sus energías en desear
superfluidades y lujos.
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construidos en torno a una discursividad del deseo femenino, término hegeliano
relacionado con el prestigio y el reconocimiento, el cual encontrará en la calle su vía
de expresión y que dará lugar a una novedosa experiencia urbana femenina. En la
calle la mujer mira, observa, desea y como resultado, su subjetividad es construida de
manera inconsciente al contacto con los placeres y las tentaciones, pero también los
peligros y los miedos que encuentra a su paso. La desheredada será buena prueba de
ello, de la que me ocupo en la primera sección. En el personaje de Isidora Rufete,
Galdós concentra dos de las grandes fuerzas que venían emergiendo en la sociedad
española de finales del XIX: la prosperidad económica traída por los procesos de
industrialización y un nuevo modelo femenino que rompe con el tradicional ángel del
hogar. Estas dos fuerzas conforman los grandes ejes sobre los que se construye el
enorme dinamismo de la novela: el dinero y la mujer que busca la emancipación
saliendo a la calle para transformar su identidad femenina y social. Tristana romperá
igualmente con la imagen doméstica de la mujer sumisa y dócil y no reprimirá sus
deseos de libertad y esparcimiento durante la época de soltería (época especialmente
importante para la mujer soltera en el contexto en que escribe Galdós, pues solamente
viviendo en el encierro y el recato se lograba la buena reputación, indispensable para
poder llegar a casarse, una de las pocas “carreras decentes” a las que se podía dedicar
la mujer). En su afán de vivir “libre y honrada”, el personaje encontrará en la calle el
escenario ideal en el que se producirá el despertar de una conciencia femenina y
sexual, con la consiguiente transformación paulatina del sujeto femenino.
Tanto Isidora con su ambición de lujo como Tristana con sus ansias de
emancipación, pero ambas movidas por un prurito de independencia y agencialidad, se
lanzan a la calle a conquistar nuevas libertades, a disfrutar y a desear, a transgredir el
buen orden social, alterando de esta forma la imagen de la ciudad en la literatura como
49

un espacio privativamente masculino en base a la definición del flâneur de Baudelaire
como un “gentleman stroller of city streets”, caracterizado “by freedom from
financial/familial responsibility, by membership of the aesthetic circles of café life, by
interest in the sartorial codes of society, by a fascination with womanhood but
detachment from sexual relationships, and by a position of isolated marginality”
(citado en Parsons, Streetwalking 17). Williams ha apuntado, de hecho, que la
perspectiva de una ciudad ha sido siempre la de “a man walking, as if alone, in its
streets” (Country 231). Sin embargo, a pesar de haberse pintado al hombre como el
gran paseante por excelencia, el escenario urbano no es privativo del mismo, pues la
mujer siempre ha estado presente en la experiencia urbana, aunque sea para ser
reprimida. Parsons lo expone así:
There are different types of flaneur: the authoritative architect with his
panoramic blueprint and the marginal rag-picker with his city rubbish. The aim
of the former is to ignore, silence, and erase the latter… Women notably take
up the latter perspective in their wanderings in the city streets. (Streetwalking
10)
Efectivamente, la presencia de la mujer en el espacio urbano se revela incómoda para
la figura masculina, y por ello, será necesario controlarla, canalizarla y marginarla,
hasta el punto de borrarla y hacerla desaparecer. Junto a esto, Domosh y Seager
sugieren que en las representaciones culturales, “cities have always been portrayed as
risqué and exciting to reflect male pleasures –as typified by the lone man (the striding
flaneur) wandering the streets of nineteenth century Paris or New York” (Putting
Women 67). En contra de estas afirmaciones, en La desheredada y Tristana, la ciudad
es construida como objeto de deseo de la mujer, su pasión y presa, y las calles del
escenario urbano aparecen como generadoras de un placer puramente femenino,
50

derivado, aparte de los placeres visuales que en ellas encuentra, de la libertad y del
sentimiento de independencia que la calle ofrece.
Por ello mismo, por ser la calle un canal de expresión del deseo y del placer
femenino, se convertirá en un espacio altamente conflictivo del que el escritor se sirve
para plasmar sus miedos y ansiedades frente a la desviación del sujeto femenino y a
los posibles males que éste puede acarrear. La desviación del sujeto (tanto geográfica
como moral y social) llamará a un estricto régimen disciplinario y moralista, y la calle
será el escenario elegido para poner en marcha una serie de mecanismos de poder –
que a su vez abren múltiples posibilidades para la resistencia— y una serie de
discursividades apropiadas para la represión y el control que determinará en última
instancia la resolución simbólica del conflicto. El mismo movimiento geográfico entre
el centro y la periferia que significó el desvío del personaje servirá para resolver el
conflicto y así el narrador hará concluir al sujeto femenino en la periferia, ya no sólo
geográfica, son también social y moral, como técnica encauzadora de conducta que
restringe al sujeto a un espacio simbólico concreto, no por ello evitando otros efectos
de subjetivación, por utilizar terminología foucaultiana, como trataré de ilustrar en la
última sección de este capítulo. Mi análisis en torno a la triple funcionalidad de la
calle (formativa, conflictiva y resolutiva) me permitirá sostener una hipótesis, que ya
anticipo en pocas palabras: la recurrencia del espacio de la calle en la literatura de
finales de siglo no es coincidental, sino que tiene un número de implicaciones sociales
que trascienden el espacio textual.
51

1.1 Isidora Rufete: Deseo y disciplina del sujeto femenino
El argumento y la estructura de la novela es relativamente sencillo: el
personaje de Isidora Rufete emigra desde su pueblo de la Mancha a Madrid bajo la
pretensión de ser una heredada, la nieta de una marquesa, una fantasía inducida por su
padre que precisamente por ello se encuentra internado en un manicomio. Desde su
llegada a la capital, Isidora hará de la calle su hábitat natural, pues en este espacio
encuentra la vía para buscar y exhibir el codiciado capital social. Sus desplazamientos
urbanos estarán dominados por una fuerza centrípeta hacia el interior que la lleva a
huir del extrarradio: paseará por el Retiro, se deleitará en la Castellana, se disgustará
ante las calles de los márgenes y gozará entre las multitudes de las calles céntricas.
Mientras el personaje espera el reconocimiento de su ansiado título, actúa como si
verdaderamente fuera una heredada, gastando dinero por doquier, vistiéndose acorde a
la clase a la que cree pertenecer y ocupando espacios propios de dicha clase social,
transgrediendo social, moral y geográficamente límites que marcarán y determinarán
en última instancia su descenso a “los más bajos fondos”, como el mismo personaje
reconoce. Terminará sus días como una auténtica mujer callejera, presa de su propia
pasión, “devorada por las calles”, echándose a las mismas como prostituta en un
último caminar hacia la degradación moral.
A continuación, la primera sección abre con un análisis de la evolución física
del personaje femenino al contacto con la calle madrileña, una evolución
poderosamente asociada a la determinación social como factor primordial que guiará
al personaje en su peripecia urbana. En su ansiada búsqueda de reconocimiento social,
la cual justificará la atracción al centro y el rechazo a los márgenes urbanos en una
sociedad decimonónica construida sobre la asociación suelo urbano-clase social, el
52

personaje encontrará en el paseo una poderosa forma de instrucción que la llevará a
visitar espacios ligados a una posición social como el museo o el parque del Retiro,
donde funcionan prácticas miméticas de sociabilidad a través de las cuales el sujeto
aprende y se forma. Asimismo, se analizará cómo la atención que despiertan en el
personaje las tiendas y los escaparates de las calles del centro apuntan al consumismo
como otra poderosa forma de instrucción, una eficaz vía de expresión del deseo
femenino, y una manera de dar rienda suelta a la agencialidad femenina en la calle. En
la siguiente sección analizo a través de una serie de interpretaciones psicoanalíticas la
necesaria presencia del otro en la determinación social y por tanto en el proceso
formativo del sujeto. La calle favorece este proceso de subjetivación femenina
mediante la presencia en la misma de los otros –ese otro que existe afuera, en la figura
del paseante, pero que al mismo tiempo viene de adentro porque es definido por el
propio sujeto— y del espejo y el escaparate como equivalente urbano del mismo
donde la mujer se contempla, se desdobla y se construye. Para ello, establezco una
narrativa organizada del periplo vital del personaje a través de los cuatro momentos
determinantes en el texto en los que la relación espejo-deseo (mirada-placer)
desencadena una dinámica entre el “self” y el “other”, o lo que es lo mismo, entre los
procesos formativos del yo y los procesos de reconocimiento social.
1.1.1. Atracción, consumo y concienciación femenina en el centro urbano
Es de rigor comenzar un análisis de la relación entre mujer y espacio urbano
haciendo referencia al aspecto físico del sujeto femenino, no sólo porque éste será
atributo representativo de la clase social, sino también porque es importante notar el
papel fundamental de la calle en la evolución física, íntimamente relacionada con la
moral, del personaje al contacto con dicho espacio social. Las descripciones físicas de
53

la mujer que aparecen en la literatura dieciochesca estaban principalmente orientadas
al vestuario personal y a los artículos (superfluos, en la mayoría de los casos) elegidos
por la mujer para adornarse y acicalarse. Aparte de señalar la naturaleza fetichista,
frívola y superficial de la mujer, una discursividad heredada de Fray Luis de León,
estas descripciones tenían como objetivo apuntar a los problemas económicos del país,
derivados del despilfarro ostentoso de la mujer la cual se guía por la apariencia más
que por valores morales. También era objetivo de estos escritos transmitir la amenaza
que tal despilfarro suponía para la estabilidad de la familia, la comunidad y en general
la salud económica y política de la nación. Así lo demuestran el número de escritos
económicos, políticos y literarios en torno a las graves consecuencias del lujo en el
orden moral. Nicolás Fernández de Moratín, Luis Álvarez Bracamonte, Ramón de la
Cruz, el Conde de Campomanes o Manuel Romero del Álamo, Baste citar los
sainetes de Ramón de la Cruz Cómo han de ser los maridos (1772) o El marido
sofocado (1774) los cuales giran en torno a las consecuencias de privilegiar los
placeres individuales femeninos por encima de los intereses nacionales. Para ello, el
autor ficcionaliza las necesidades y escaseces de familias con hijos “mal vestidos”
como consecuencia de los gastos superfluos de la madre, quien se empeña en gastar el
dinero del hogar en adornos y accesorios inútiles para vestir su cuerpo. Pero será en la
literatura del XIX cuando el aspecto físico cobre especial relevancia como definición
moral del personaje, una tendencia que aparece predominantemente a partir de 1870
influida por las teorías de Darwin las cuales definen atributos sociales a partir de
rasgos físicos. Por citar un ejemplo, en una novela poco estudiada de Pardo Bazán,
Memorias de un solterón (1896) el personaje femenino es introducido por medio de
una descripción lésbica y masculinizada que lo sitúa al margen de la sociedad
decimonónica en cuanto al modelo femenino se refiere. Al presentarla como una
54

mujer “con un talento macho”, como algo diferente, desnaturalizado, como una mujer
que “no se cuida ni cree ni recuerde que hay espejos en el mundo” (837), el narrador
introduce el contraste con “la mujer fina y ataviada” (873) con el fin de representarla
como un ente salvaje y temible, un “monstruo, un fenómeno aflictivo y ridículo”
(838). Tras un mes recorriendo las calles de la ciudad, el personaje se transforma y
comienza a arreglarse, a lavarse y a cuidar su aspecto y atributos femeninos,
produciéndose una metamorfosis física en la que el escenario urbano juega un papel
fundamental.
La relación del personaje de La desheredada con su cuerpo llega a través del
deseo y la necesidad de vestirlo y adornarlo con los símbolos de la femineidad. En su
primera aparición en la novela, Isidora Rufete es presentada al lector como “de muy
difícil calificación en indumentaria”. A pesar de ser “más que medianamente bonita”,
no estaba ni “muy bien vestida” ni “con gran esmero calzada”, llamando la atención el
narrador a sus botas “ya entradas en días”, y a su cuerpo cubierto simplemente con
“una prenda híbrida, un cubrepersona de corte no muy conforme con el usual patrón”
(78). Su primer contacto con el centro urbano madrileño, tan sólo “cinco días después
de su llegada a Madrid” (115), despertará en ella una fuerte concienciación femenina
que viene regida por una determinación social. En su primer paseo dominguero con
Augusto Miquis el personaje es conducido por los sectores más hermosos y elegantes
del centro de Madrid: el Prado, el Buen Retiro, el barrio de Salamanca y la Castellana
en su momento más espectacular, el paseo vespertino. Especialmente el Retiro, campo
urbano, funciona como un poderoso espacio formativo el cual circunscribe una amplia
galería reglada de disimulo donde el personaje femenino observa los accesorios de las
damas burguesas, se mide con el resto de los paseantes, analiza las distancias sociales
y desarrolla un instinto mimético que pasa por reproducir los hábitos de las clases
55

superiores que se dan cita en el parque. Tal y como Larra había predicho en su artículo
“Diversiones públicas”, el jardín y los espacios verdes en el interior de la urbe se
revelan como sinónimo de lujo y refinamiento entre una clase media que pasea como
forma de hacerse visible públicamente. El parque es el punto de encuentro de las
seducciones de la sociedad, donde las “señoras muy visibles” intercambian miradas
(Pardo Bazán, Insolación 98). El personaje es consciente de que su elevación social
debe empezar por una transformación física. Ante el desfile de señoras con guantes y
sombrilla, Isidora no puede sino pensar que “para otra vez que venga, traeré yo
también mis guantes y mi sombrilla” (La desheredada 118). Este pensamiento
responde a la admiración por un estatus social que el personaje está resuelto a adoptar
y que implicará la adopción de un estilo de vida y una cultura identitaria, incluso
cuando la estructura económica no acompaña. A partir de este momento, la obsesión
del personaje por adornar su cuerpo con objetos materiales representativos de clase
social y transformar su físico guiará el relato: “Isidora hizo propósito de usar guantes
constantemente con lo cual, y con la abstinencia de todo trabajo duro, se le afinarían
las manos hasta rivalizar con la misma seda” (174).
La visita al Museo del Prado, 5 siguiente parada en el itinerario urbano,
constituye una extensión del parque urbano pues funciona como otro espacio de
simulación que terminará de consolidar la concienciación social del personaje. Como
Tony Bennett ha argumentado, “going to a museum is not merely a matter of looking
and learning, but also an exercise in civics, precisely because museums are as much
places for being seen as for seeing” (Birth 102). Abierto al público en1868 como
institución democrática, Isidora se muestra desagradablemente sorprendida de que se
5
Inaugurado en 1819 como Museo Real de Pinturas, el edificio será destruido durante la guerra de la
Independencia. Será reabierto al público en 1868 bajo el nombre de Museo Nacional de Pinturas y será
ya un edificio propiedad, no de la Corona Real, sino del Estado, abierto al público. En 1920 el nombre
mudará al actual, Museo Nacional del Prado.
56

deje entrar al pueblo en este majestuoso edificio: “Preguntó a Miquis si en aquel sitio
destinado a albergar lo sublime dejaban entrar al Pueblo, y como el estudiante le
contestara que sí, se asombró mucho de ello” (La desheredada 117). A pesar de estar
abierto al público, sólo los domingos por la mañana –día de la visita de Miquis e
Isidora— la entrada sería gratuita (Ford 45) por lo que este espacio, dada la gran
concurrencia de gente, estaría dominado por la confusión social para disgusto del
personaje. Esta actitud corresponde a la necesidad de organizar visualmente el espacio
urbano, de “mapear la ciudad” en términos visuales para establecer una estricta
división física que defina claramente los espacios en los que las clases dominantes
acumulan su preciado capital social, por utilizar la terminología de Bourdieu, o
exhiben su consumo ostensible, extrapolando el término de Veblen.
Cabe recordar que la ciudad decimonónica estaba principalmente construida
sobre una cultura visual. Entre otros factores, la invención de la fotografía en 1839,
los avances en el conocimiento científico y las creencias empíricas basadas en que
sólo el conocimiento proporcionado por los sentidos puede ayudar a conocer el mundo
convierten a la visión en el más importante de los sentidos, lo que llevó a Sypher a
afirmar que el siglo XIX está “among the most visible periods of Western culture”
(Literature 74). De ahí la obsesión del XIX, de la que se hace eco su literatura, por el
orden sistemático y por los movimientos de planificación y reforma que adscribirían
los cuerpos geográficos a un espacio concreto y que responderían al “anhelo de vivir
en un mundo físicamente unificable” (Sennett, Classic Essays 177). Las numerosas
referencias al acto de mirar en La desheredada demuestran la preponderancia de lo
visual en el Madrid de la segunda mitad del XIX. 6 En ocasiones, la separación social
6
Sobre esta relación entre cultura visual y la sociedad decimonónica está organizado el manual editado
por Susan Larson sobre visión y modernidad, el cual señaliza el siglo XIX como punto de partida para
los estudios culturales visuales. El volumen compila una serie de ensayos alrededor de la poética de la
57

no es simplemente espacial, sino temporal; en otras palabras, no todo el mundo puede
disfrutar del mismo espacio urbano al mismo tiempo. Baste recordar el ejemplo de La
Regenta donde el boulevard de Vetusta acoge el paseo de los burgueses durante el día
pero es convertido en espacio de ocio vespertino invadido por las capas populares, por
la pobretería al anochecer, cuando obreros y trabajadores abandonan su trabajo.
De esta manera, la visita a este elegante edificio y su ubicación privilegiada en
el centro de la ciudad muestra cómo el personaje ha internalizado los supuestos sobre
la división social en términos espaciales, lo cual se traducirá en un alejamiento o huída
del extrarradio urbano –como lugar ocupado por las clases populares—y su
acercamiento y atracción al centro urbano. Ya antes de esta visita al museo, el
personaje ha experimentado la periferia urbana. No sólo proviene de una aldea de La
Mancha, Tomelloso, sino que su llegada a Madrid coincide con una visita al
manicomio donde está ingresado su padre en Leganés, un pueblo al sur de Madrid. El
manicomio, inaugurado en 1851 como lugar para la marginación física y social de los
“desviados” y enfermos mentales, le sirve al narrador (y al personaje) para introducir
y experimentar la tensión entre el exterior y el interior. Descrito como “lúgubre
fortaleza”, “corral” y “región de tinieblas” (La desheredada 71, 73), el recinto
contrasta fuertemente con la imagen del Retiro, espacio abierto que incita al “buen
mirada y las prácticas del mirar en la producción cultural española de finales del XIX y principios del
XX. A esta relación se puede atribuir la importancia del mapa en la novela de Galdós. Para el sujeto
femenino, el mapa como respuesta visual a la ansiedad y preocupación del desorden social es
equiparable al paseo urbano. Recordemos la admiración que despierta el mapa de España en la pared
del manicomio de Leganés donde Isidora acude a visitar a su padre a su llegada a Madrid, un mapa
“todo lleno de rayas divisorias y compartimientos, de columnas de números que subían creciendo, de
rengloncitos estadísticos que bajaban achicándose, de círculos y banderolas señalando pueblos,
ciudades y villas” (La desheredada 87). El mapa responde a las ansias del personaje, no sólo de orden y
organización espacial donde cada clase social estaría asignada a un espacio geográfico preciso, sino
también a sus propias ansias de libertad –simbolizadas por la región azul del mar— y libertad de
movimientos para desplazarse tanto físicamente por todos los espacios de la urbe como
metafóricamente en su anhelado ascenso social. McKinney alega que “in addition to charting
geographic bodies, maps also express desires, conflicts and collective anxieties” (Mapping 15),
exactamente igual, podría afirmarse, que la novela como construcción cultural, como ficción en la que
el mapa se inserta.
58

apetito, la sazón y la salud” (75) así como del centro urbano “con sus calles llenas de
luz” (170). Al mismo tiempo, la ciudad en términos de orden y pulcritud es
introducida por la “urbanidad sin tacha” del señor que recibe y cautiva a Isidora en el
manicomio. Una de las acepciones del término “urbano” es “aquello que es cortés,
atento y de buen modo”, con lo que se refuerzan las connotaciones positivas con las
que desde la perspectiva femenina se concibe el centro urbano. 7
La siguiente parada en su viaje periférico será el barrio de Las Peñuelas,
adonde el personaje acude a visitar a su tía, un suburbio organizado en el extrarradio
sur, “en uno de los barrios más excéntricos de Madrid” (94). 8 Este barrio, que en el
anteproyecto de Ensanche de Madrid de 1860 queda organizado en el extrarradio sur,
se empieza a llenar de obreros que vienen predominantemente del Sur y que desde
mitad del siglo XIX se instalan allí por la alta concentración de fábricas y talleres que
se empiezan a organizar en esta zona, allá por donde la ciudad se deshilacha: la fábrica
de gas en 1847, la estación ferroviaria del Mediodía en 1851 y la de Delicias en 1880
comienzan a conformar una pequeña industria y con ésta un barrio obrero que vive en
las condiciones más precarias (Ruiz Palomeque 98). El desplazamiento del personaje
no será únicamente horizontal por la configuración superficial del mapa urbano de
Madrid, sino también vertical, pues para llegar al suburbio la joven tiene que
“descender en horrible desmonte” (95), un descenso hacia las profundidades de la
7
Importa señalar que la asociación entre la urbe y el orden no es privativa de esta novela. En Tormento
(1884), el americano enriquecido Agustín Caballero, primo de Rosalía, es un personaje marginal, pues
viene de afuera. Hay en la novela abundantes referencias a su carácter salvaje, y a menudo es referido
por su prima como “pedazo de bárbaro”, “animal” y “salvaje”. El propio personaje se pregunta a sí
mismo “¿por qué te metiste en la civilización, necio?” (395). Como señala McKinney, “as the inverse
of the city man, who is well versed in codes of conduct, the frontiersman is savage, indomitable and
painfully out of place in society” (Mapping 97). Esta definición podría aplicarse igualmente a Pecado,
hermano de Isidora, personaje marginal por excelencia y movido por los instintos más salvajes.
8
La palabra “excéntrico” para describir este barrio aparece también en Tristana en relación al barrio
donde vive don Lope, en Chamberí. Más que extraño o extravagante, en su acepción etimológica,
“excéntrico” alude a lo que está alejado del centro, adelantando así ya la marginalidad urbana del
personaje femenino incluso antes de ser presentada al lector a nivel textual.
59

ciudad que presagia la propia caída del personaje al infierno metafórico desde una
posición de clase media a la prostitución. Este descenso impuesto por el narrador
viene motivado precisamente porque, como señala Collins, “Isidora fails to see that
the center itself is corrupt and produces even more corruption” (“Sliding” 20). Para
Galdós, la verdadera esencia humana se encuentra en las gentes del pueblo, que en la
novela personifica en el personaje de la tía de Isidora, Encarnación. Son ellos,
habitantes de las zonas marginales de la ciudad, las gentes trabajadoras, el pueblo
limpio y puro, sin ansias de elevación social. La casa de la Sanguijuelera, aunque en el
extrarradio, goza de un “orden y aseo” (La desheredada 97) que sorprende a Isidora. 9
Localizado en los “bordes rotos y desportillados de la zona urbana”, el paseo por esa
“ciudad hecha de cartón podrido”, que no era “aldea ni tampoco ciudad” sino “una
piltrafa de capital, cortada y arrojada por vía de limpieza para que no corrompiera el
centro” (95) pone de manifiesto la ansiedad de la clase media –posición desde la que
Isidora observa el suburbio madrileño- ante los espacios que las clases sociales bajas
habitan, una ansiedad que encuentra su canal de expresión en los discursos sobre la
higiene y la criminalidad, como bien Galdós muestra en el capítulo titulado
“¡Hombres!”. Aunque los suburbios y alrededores de Madrid aparecen en la novela en
contadas ocasiones, este capítulo le basta al narrador para asociar el extrarradio al
crimen y a la delincuencia. El narrador ofrece un paseo visual que comienza en el
Barrio de la Arganzuela, barrio de masas, “escombros y residuos” (143), pasa por el
Barranco de Embajadores –“ciudad movediza compuesta de ruinas” (157) desde
donde, significativamente, apenas se divisa Madrid pues la corrupción y la vida
9
En Lo prohibido Galdós construye el miserable mundo madrileño donde reina la mezquindad, la
hipocresía y la ociosidad. Al igual que la Vetusta levítica de Clarín, la ciudad con un protagonismo
esencial en la novela galdosiana es representada como un microcosmos de la vida burguesa y como una
fuerza negativa que condiciona los acontecimientos de la narración. Por supuesto, no es así percibida
por el ojo femenino que idealiza las virtudes de la urbe frente a la repugnancia y la falta de civilización
del pueblo.
60

miserable parece comerse toda noción de orden y civilización— para desembocar en
el barrio de las Peñuelas. Estos barrios están apoderados por pandillas infantiles que
según el narrador eran “la discordia del porvenir”, futuros “vagos y criminales” (150),
precisamente por lo cual es necesario relegarlos a la periferia. Aunque la actitud del
escritor ante la segregación urbana viene justificada por sus intereses de clase,
mediante una descripción profundamente naturalista Galdós lanza una fuerte crítica
social al sistema político, social y económico que deja a un lado un proyecto de
“curación del cuerpo social” para centrarse en “un proyecto urbano más práctico y,
además, esencialmente lucrativo… la nueva plaza de toros” (169).
El profundo rechazo que el personaje siente hacia la periferia no es privativo
de esta zona urbana, sino que también se manifiesta en aquellos espacios que, aunque
céntricos, están asociados al pueblo. La visita a la Casa de Fieras, esto es, el parque
zoológico inaugurado en 1830 junto al estanque del Retiro, produce en el personaje
una profunda repugnancia al ver “los infelices bichos privados de libertad” (125), en
parte porque lo asocia a un espectáculo para el pueblo. Cuando Miquis –el cual
disfruta enormemente el contacto del pueblo- la lleva a almorzar a un ventorrillo cerca
de los Campos Elíseos 10 para que la joven conozca las costumbres populares, ésta no
puede sino sentir “desprecio mezclado de repugnancia” (126), por ser la taberna el
espacio ocioso asociado a las clases trabajadoras y ociosas desde una perspectiva
burguesa.
Como bien ha señalado Fernández Cifuentes, por su ubicación periférica, tanto
el manicomio como el barrio de Las Peñuelas son espacios marcados por la muerte
(“Isidora” 81): si bien el padre de Isidora morirá en el asilo de Leganés, un niño
10
Localizados en pleno centro urbano, entre Alcalá, Serrano y Goya, en estos jardines de recreo había
cafés, salas de conciertos, una pequeña plaza de toros y una pequeña ría navegable. Fueron llamados así
por un ambicioso plan de construirlos parecidos a los de París, un plan que nunca se llevó a cabo
porque en 1905 fueron destruidos para dar cabida al Ensanche del barrio de Salamanca.
61

morirá a manos del hermano de Isidora en el suburbio, poniendo de manifiesto la
naturaleza oscura y deshumanizada de estos lugares periféricos. Asimismo, el hecho
de que la muerte esté relacionada con miembros de la familia del personaje advierte
del destino trágico de Isidora, cuyas desgracias –a modo de enfermedad hereditaria
que se transmite por la sangre— están originadas en las fantasías que su padre le mete
en la cabeza y con las que la atrae a la ciudad. Precisamente por ello, estos espacios
estarán dominados por una fuerza de expulsión que contrasta con la fuerza centrípeta
que el centro ejerce sobre el personaje. En una escena significativa que cierra la
primera parte de la novela, tras haber sido rechazada por la que ella cree su abuela, la
marquesa de Aransis, Isidora siente morir –no es casual que Galdós titule este capítulo
“Suicidio de Isidora”—ante la posibilidad de regresar a la periferia (geográfica y
social), pero al penetrar en las calles céntricas de Madrid, bulliciosas y rebosantes de
gente, vuelve a la vida. La fuerza centrípeta es restaurada por medio de la sensación
revitalizadora que el centro genera: “A medida que se acercaba a la zona interior de
Madrid y recibía su calor central, se iba robusteciendo en ella la idea del vivir, del
probar, y del ver y del gustar. Había sofocado una vida para fomentar otra” (273). En
un largo paseo que recuerda en gran medida a las peregrinaciones por Madrid de Larra
y especialmente al paseo visual del Magistral en La Regenta, para quien el centro
provinciano era igualmente sinónimo de vida, poder y pasión, Isidora encuentra en el
recorrido urbano un enorme consuelo y placer, una transición del caos al orden,
ilustrando las palabras de Ramos de que “el paseo ordena, para el sujeto, el caos de la
ciudad, estableciendo articulaciones, junturas, puentes entre espacios (y
acontecimientos) desarticulados” (“Decorar la ciudad” 166). Orden es sinónimo de
vida, y para ello, el paseo por el centro urbano, con sus connotaciones identitarias de
clase, significará jerarquización y condicionamiento social. El renacer no sólo se
62

deriva de la sensación de orden que el centro urbano inspira, sino también del mismo
contacto interpersonal con la masa urbana que se da cita en el centro. La larga cita que
sigue ilustra la importancia del paseo como invitación al placer para el renacimiento
del personaje. En un desplazamiento urbano sin rumbo que comienza en las Vistillas y
sube por la calle de Segovia, 11 la Calle Mayor, la plaza de Oriente, la calle de la
Montera, la Carrera de San Jerónimo, el personaje desemboca en la Puerta del Sol,
auténtico “hervidero de gente. Cabe advertir la enorme carga sexual con que el
narrador infunde a sus palabras:
Isidora se sintió halagada por el contacto de la sociedad; percibió en su cerebro
como un saludo de bienvenida, y voces simpáticas llamándola a otro mundo y
esfera para ella desconocida. La sangre social entra y sale, llevando las
sensaciones o sacando el impulso… El vagar de esta hora tiene todos los
atractivos del paseo y las seducciones del viaje de aventuras. La gente se recrea
en la gente… En ella renacía su afán de ver tiendas, aquel apetito de comprar
todo, de probar, de conocer las infinitas variedades del sabor fisiológico y dar
satisfacción a cuantos anhelos conmovieran el cuerpo vigoroso. La animación
era excesiva. El ruido era infernal. A Isidora le gustaba aquella noche, sin
saber por qué, el choque de las multitudes y aquel frotamiento de codos. Sus
nervios saltaban, heridos por las mil impresiones repetidas del codazo, del
roce, del empujón, de las cosas vistas y deseadas… La gente se estrujaba como
en los días de pánico. ¡Cuántos hombres y también cuántas mujeres! El
contacto de la muchedumbre, aquel fluido magnético conductor de misteriosos
11
La calle de Segovia daba acceso a la capital cuando se venía por el camino real de Castilla y Galicia.
Es una interesante elección por parte del narrador la de hacer entrar en la ciudad a Isidora por el camino
de la realeza, precisamente en el mismo momento en que se anuncia que el rey Amadeo de Saboya
abandona la corona. Se establece aquí un paralelismo entre la Historia y el relato novelesco pues según
Isidora, tras ser rechazada por su abuela, también era una reina que se iba.
63

apetitos, que se comunicaba de cuerpo a cuerpo por el roce de hombros y
brazos entró en ella y la sacudió. (274, 276)
El deseo por lo material y el apetito carnal son una misma cosa para el personaje, una
unión justificada por la necesidad de verse identificado con y en el otro –con el deseo
del otro, de esos hombres y mujeres— como forma de construir su subjetividad
femenina y social. De hecho, no hay ningún momento en la novela en que el deseo
femenino sea satisfecho por una figura masculina, no existiendo apetito carnal o
atracción por un hombre que no esté mediada por otro interés, esto es, el capital
económico y social anhelado para consumir materialmente y en última instancia
ascender socialmente. La imagen del cuerpo femenino como apetito y máquina
deseante que sólo en la calle podrá satisfacer sus necesidades más básicas aparece
manifestada a nivel textual no sólo a través de la fuerte connotación sexual de los
términos utilizados (frotamiento, roce, deseo, fluido, sangre que entra y sale), sino
también mediante la entrega total del personaje en dos ocasiones a esta misma masa
que la convida al placer y a intentar gratas aventuras, al final de la primera parte y al
final del relato, poniendo de manifiesto la necesidad de, no sólo ser visto, mirado y
reconocido por el otro, sino también ser tocado y rozado. La calle en este sentido se
convierte, como Benjamin afirma respecto a la galería parisina decimonónica, en el
“dwelling place of the collective” (Arcades 879) abierta a las mujeres donde éstas
pueden practicar el fino arte de la flânerie, esto es, entregarse a un “long and aimless
strolling” que le permita “lose herself in the crowd” (879). Isidora se deja seducir por
la muchedumbre que se da cita en el paseo y se entrega al goce de ese “baño de
multitudes”, un arte que “no a todo el mundo le es dado” (Spleen 39) como señaló
Baudelaire. En este acto la mujer no sólo será capaz de “expand their own sexual and
personal freedoms”, sino también “fulfill his dreams, surpass graphics fantasies”
64

(Arcades 417). El fervor por la libertad le sirve al personaje para confirmar la
legitimidad de sus deseos, y así la unión de Isidora con la masa contribuye a canalizar
sus deseos de libertad y sexuales, al unirse del brazo de Pez, su futuro amante. Este
goce de enormes resonancias sexuales guiará el verdadero “suicidio” moral del
personaje, que pasa a fundirse con esa misma masa indiferenciada en un acto de
rebeldía –mediante el cual el personaje sigue haciendo valer su agencialidad- primero
para prostituirse del brazo del viudo de Saldeoro, luego de toda la sociedad. 12
El paseo por el centro urbano funciona al mismo tiempo como una forma de
instrucción mediante la cual el personaje suple su falta de educación. Desde su
primera aparición en el despacho del director del manicomio, ya es perceptible este
prurito de educación por parte del personaje: Isidora muestra su admiración hacia un
estante de libros en los que “se cifraba toda la sabiduría de los siglos” (La
desheredada 88). El deseo por aprender va íntimamente ligado a una posición social:
el museo es el espacio de lo que Ripley ha llamado “a literacy of the eye” (Sacred
Grove 13) y así, ante la majestuosidad del edificio y la calidad de los cuadros, se
12 Cabe mencionar la práctica del paseo de Ana Ozores quien también experimenta el goce de estar en
multitudes, un placer tanto sexual y físico como especular. El espontáneo paseo en el que el personaje
se embarca en el noveno capítulo comienza en la quietud de los prados, alejada de la gente, donde
mediante un interesante juego de dobles con su criada Petra se pone de manifiesto el deseo inhibido de
Ana. El paseo culmina en el boulevard de la ciudad donde la Regenta experimenta el deseo carnal y el
placer sexual. El boulevard al anochecer (nótese el paralelismo con el paseo de Isidora: ambas
protagonistas experimentan el placer de fundirse con la masa durante un paseo nocturno, con las
correspondientes connotaciones peligrosas que una mujer paseando por las calles oscuras implica) se
convierte en un paseo “donde era difícil andar sin pararse a cada tres pasos” por la multitud de
“costureras, chalequeras, planchadoras, ribeteadoras, cigarreras, fosforeras, y armeros, zapateros,
sastres, carpinteros y hasta albañiles y canteros” (La Regenta 354). En el estrépito infernal de aquellas
gentes, el sujeto femenino descubre gratamente una “alegría exaltada”, una “excitación nerviosa”
generadora de ciertos sentimientos hasta ese momento desconocidos, los cuales le generan un apetito
carnal que le hace proyectar su deseo hacia los cuerpos masculinos –“mejillas ardiendo”, “espaldas”,
“músculos que se movían por su cuenta…” (355). Como un efecto de los procesos de subjetivación, el
personaje se ve, se forma sexualmente, siente por primera vez. El escenario urbano, fuente de placer
inagotable para el sujeto femenino, despierta un deseo que sólo en el contacto físico con la masa tiene
su satisfacción, en parte por la “prohibición absoluta de placer” (356-57) a la que el personaje está
consagrado en su condición de señora de la aristocracia. Ana se entrega al amor que era “una necesidad
universal” (356), experimentando una profunda transformación que se corresponde con un momento de
júbilo al identificarse con esas masas populares que materializan su deseo reprimido y transformándose
así en un sujeto deseante.
65

produce el despertar de una conciencia femenina y social, y “sin haber adquirido por
lecturas noción alguna del verdadero arte, ni haber visto jamás sino mamarrachos,
comprendía la superioridad de lo que a su vista se presentaba” (La desheredada 117).
De modo parecido, la presencia de las clases medias y altas en la calles del centro se
conforman como un modelo social a imitar que pasa por la necesidad de instruirse:
Isidora “verdaderamente deseaba y necesitaba instruirse” pues el mismo personaje es
consciente de que “no sé más que leer y escribir; deseo aprender algo más, porque
sería muy triste para mí encontrarme dentro de algún tiempo tan ignorante como
ahora” (122).
Esta actitud, la cual se repetirá en el personaje de Tristana, sirve como acicate
para bosquejar uno de los temas más candentes de la España de finales de siglo: la
instrucción de la mujer. Fue a partir de 1870 cuando se inicia en España el llamado
“debate feminista”, impulsado principalmente por la escuela krausista y la Institución
Libre de Enseñanza que reducirían el tema del feminismo a un debate sobre la
educación y la instrucción como componentes esenciales del progreso social. Cierto es
que ambas escuelas supusieron ciertos avances a favor de la conquista de los derechos
de la mujer a la instrucción y a la enseñanza. Dichos avances se materializaron en la
fundación de la “Escuela de Institutrices”, que en 1869 vino a sustituir a la “Escuela
Normal de Maestras” y donde hombres de la escuela krausista impartieron clases
novedosas a las mujeres como psicología, historia natural o física frente a la
enseñanza de las labores tradicionales que enseñaba la Escuela Normal. La Institución
Libre de Enseñanza, por el contrario, apoyó una nueva política educativa que resultó
en la celebración en Madrid de dos congresos pedagógicos: el Congreso Nacional
pedagógico en 1882, sin mucha trascendencia, y el Congreso pedagógico hispano-
portugués-americano en 1892, en el que participaron figuras como Emilia Pardo
66

Bazán y Concepción Arenal, y el cual sí tuvo mayor relevancia para la situación de la
mujer. Sin embargo, como recuerda Di Febo, hay que señalar que el debate era más
teórico que práctico, y que no existía tal cosa como la “educación igualitaria”
(“Orígenes” 53-54). Incluso dentro de los círculos más reformistas que se
posicionaban a favor de la educación de la mujer –entre los que destacan nombres
como Alcántara García, Rebolledo, Gil de Azcárate, Sofía Tartilán—se reducía dicha
educación a utilitarismos sociales o familiares: la mujer debe ser instruida en cuanto
ayuda al hombre a educar a sus hijos para así “alcanzar la mejora social a través de la
mejora del núcleo familiar” (Donézar, citado en Cabrera Bosch 35). 13 La literatura
también participa de esta ambivalencia respecto a la cuestión feminista. Escritoras
como Emilia Pardo Bazán a través de la novela (La Tribuna o el cuento La novia fiel),
Pilar Sinués a través de tratados (Galería de mujeres ilustres, narraciones histórico-
biográficas) y Concepción Arenal mediante artículos y ensayos combativos (Estado
actual de la mujer en España o La educación de la mujer) participaron activamente en
el debate de la cuestión de la mujer y criticaron fervientemente el atraso cultural y la
supuesta inferioridad femenina, culpando a la falta de instrucción como la causa
principal de dicho atraso. Sin embargo, Arenal sostuvo que las mujeres españolas no
debían votar y debían evitar la política, pues les faltaba “la instrucción, el prestigio, el
carácter, la firmeza que necesitarían” (Mujer del porvenir 121). Sinués sugiere la
aceptación del status quo en el prólogo a Un libro para las damas, afirmando que ella
13
Baste citar dos ejemplos: Alcántara García, pedagogo y fundador en 1869 de la Asociación para la
Enseñanza de la Mujer, argumentaba que la más noble misión de una mujer era educar al género
humano, ya que “parece nacida la mujer para la mejor educación de los hijos” (“De la mujer” 4). De
modo parecido, Luis Araquistáin, figura importante del Partido Socialista Obrero Español, mantuvo la
creencia de que “la mujer es madre sobre todo y siempre, y la actividad política al dotarla de una mayor
independencia económica, ha de robustecer ese instinto en lugar de debilitarlo” (citado en Scanlon
236). Charnon-Deutsch señala que la prensa femenina de los años ochenta empezó a publicar tiernas
imágenes de madres e hijos que sirvieron de soporte gráfico (aunque no planeado) a las ideas
reformistas que partían de las habilidades especiales para la crianza y de la adecuación emocional de la
mujer como maestra de sus propios hijos para defender que las mujeres debían hacerse maestras y
profesionales en la rama de servicios (“Concepción Arenal” 192).
67

no era “de las que abogan por la emancipación de la mujer, ni aún entro en el número
de las personas que la creen posible” (8), mientras que Pardo Bazán tenía cuidado en
sus obras de no suscitar una crítica moralista demasiado dura (Tolliver, “Knowledge”
909). Vemos así que incluso mujeres escritoras mostraban una actitud recelosa hacia
la emancipación femenina, participando así de la ambigüedad existente respecto a los
niveles y los espacios que la mujer debía ocupar en la sociedad.
Tal ambivalencia tiene su eco en La desheredada. Miquis ve la cultura de la
mujer como soporte para la institución familiar: “¿Sabes coser? ¿Sabes planchar?
¿Sabes zurcir? Y de guisar, ¿cómo andamos? Me convienes, chica. Te digo que me
convienes, y no hay más que hablar” (La desheredada 124-25), participando así del
discurso patriarcal imperante que construía a la mujer como ser ignorante cuya misión
esencia es el hogar –“el mayor encanto de la mujer es la ignorancia”, dice Miquis
(124). Frente a los intentos de “fijar” a la mujer a espacios y actividades asignadas en
base a las diferencias biológicas, este discurso represivo invita a la proliferación de un
discurso alternativo, feminista si se quiere, como estrategia de resistencia mediante el
cual el sujeto femenino se rebela, se construye y se forma fuera de los roles asignados.
Con su prurito de ilustración y la continua expresión de su deseo por aprender, Isidora,
como Tristana con su obsesión por vivir “libre y honrada”, desafiará el modelo
femenino que la figura patriarcal construye a imagen y semejanza de sus deseos,
alzándose como sujetos diferentes, alejados del modelo de femineidad tradicional,
desnaturalizados y por ello amenazadores. La lucha de los personajes por acceder a la
instrucción supone la ruptura con las ataduras al espacio doméstico. Por tanto, parece
justo afirmar que instrucción, en el caso de Isidora y Tristana, es sinónimo de libertad
y de emancipación, y la calle como espacio abierto es el punto de partida de tal
agencialidad. No sólo constituye un mundo de instrucción per se donde el sujeto
68

femenino lee, mira, desea, emula, se desenvuelve y se erige independiente, sino que
también la calle, en su función instrumental, se alza como el canal que guía al sujeto a
este mundo ilustrado, literalmente, encaminando a Isidora hacia el museo, o a Tristana
al estudio del pintor donde dará rienda a sus sueños de convertirse en pintora. 14 Tanto
Isidora como Tristana representan lo que Charnon-Deutsch ha llamado la “new
woman”, esto es, esa figura que emerge en la literatura de finales del XIX, “who did
not want to be woman anymore, that is, to personify the Christian virtues of charity,
humility, self-sacrifice, but to manipulate traditional exploitative roles in order to
resist regression, embrace progress, separate from family tutelage, and go out in the
world” (“New Women” 143). Si según Charnon-Deutsch esta nueva mujer “wanted to
be a man” (143), tiene sentido que el primer paso sea la apropiación de ámbitos
reservados a los hombres, entre ellos la calle, un espacio abierto en el que el sujeto
masculino siempre ha gozado de libertad de movimientos.
De hecho, parte del placer que el paseo urbano genera en el personaje
femenino reside en la agencialidad que se deriva de éste. Asimismo lo afirma Fe en
Memorias, para quien en el caminar sola por la calle reside la verdadera autonomía y
con ella la verdadera experiencia urbana femenina: “¡No poder salir sino en
comandita, a la hora que me ordenasen… siempre por las mismas calles, siempre
empleando el mismo tiempo… en fila, despacito… eso ni es pasear, ni es nada!”
(869). En la calle, la mujer sola es libre de hacer lo que se le antoje, una libertad que a
Isidora se le figura aún más placentera porque en el mundo rural del que proviene
14
El ejemplo de la calle como canal o vía de la que se sirve el sujeto femenino en su camino hacia el
mundo ilustrado puede constatarse también en el caso de dos heroínas de Pardo Bazán: En La Tribuna
los pasos de Amparo la dirigen a la fábrica de tabacos donde no sólo entrará en el mundo laboral, sino
también aprenderá a leer y a dirigirse a la multitud, formándose como sujeto político. Los paseos
ociosos de Fe por el espacio urbano en Memorias de un solterón la encaminan a las diferentes
bibliotecas de Marineda donde el personaje, de modo parecido a Amparo, accede a un conocimiento del
mundo a través de la lectura.
69

operan mecanismos sociales más rígidos y que otorgan menos margen de libertad. Sus
primeros contactos urbanos están caracterizados por el desconocimiento de la ciudad,
o como Martínez ha llamado, por el “descontrol del espacio” (“Madrid subjetivo”
196), como demuestra su desorientación geográfica en la visita al barrio de las
Peñuelas, al que tarda en llegar dos horas desde la calle de Hernán Cortés a la de
Moratines, “deteniéndose y preguntando, por no conocer muy bien a Madrid” (La
desheredada 95). Por ello en su primera incursión por el centro urbano necesita que
Miquis guíe sus pasos, pero tras esta primera toma de contacto, pronto ansiará su
independencia y con la autoreflexión de “pies, ¿para qué os quiero?” (172) mostrará la
internalización de los supuestos sobre los derechos de la mujer a conquistar un espacio
–un destino—propio: se lanzará sola a la calle madrileña, para pasear, para desear,
para comprar, para disfrutar del bullicio de la ciudad, “con sus calles llenas de luz, sus
mil tiendas, su desocupado genio que va y viene como en perpetuo paseo” (170). Las
compras, las tiendas, los escaparates pronto llamarán la atención del personaje, que
encontrará en el consumismo otra vía de expresión de sus deseos, otra poderosa forma
de instrucción y otra manera de poner en marcha su agencialidad en la calle.
El comercio constituye una de las principales atracciones que la calle ofrece a
la mujer a finales de siglo puesto que, como como Wolff ha señalado, “by the end of
the nineteenth century shopping was an important activity for women, the rise of the
department store and of the consumer society providing a highly legitimate, if limited,
participation in the public sphere” (“Feminism” 58). En efecto, aunque limitada, las
compras y el comercio facilitan la aparición y participación pública de la mujer en el
escenario urbano. La literatura se hace eco de este fenómeno social, encontrando uno
de sus precedentes principales en la novela de Zola Au Bonheur des Dames (El
paraíso de las damas, según se ha traducido al español), publicada en 1883 y ubicada
70

en el mundo del centro comercial. La novela describe la dinámica de un espacio
público que no sólo permite la entrada de la figura femenina, sino que es sustentado
por la misma. Galdós siguiendo el ejemplo francés, construirá una serie de novelas en
torno a lo que Montesinos ha llamado la “locura crematística”, es decir, el lujo:
Rosalía en La de Bringas y Tormento (1884), Cándida en El amigo Manso (1882) y
Eloísa en Lo prohibido (1884-85) establecen una poderosa conexión entre comercio y
placer urbano femenino. En La desheredada esta relación alcanza su punto más
álgido, mostrando una relación mujer-calle totalmente mediatizada por el dinero. El
discurso económico se abre paso desde la primera página en relación al escenario
citadino:
¡Y el país, ese bendito monstruo con cabeza de barbarie y cola de ingratitud…!
Te llamas Envidiópolis, la ciudad sin alturas; y como eres puro suelo,
simpatizas con todo lo que cae… ¿Cuánto va? Diez millones, veinticuatro
millones, ciento sesenta y siete millones, doscientas treinta y tres mil
cuatrocientas doce pesetas con setenta y cinco céntimos…; ésa es la cantidad.
(La desheredada 67)
El país, representado y personificado en la novela por su cabeza, la ciudad de Madrid,
es desnaturalizado y convertido en un ente salvaje, un monstruo, que igual que la
figura femenina, es “bendito” en tanto que genera fascinación y atracción en sus
dimensiones físicas. La conexión urbe-mujer queda remarcada mediante la asociación
con el suelo: si bien la ciudad simpatiza con “todo lo que cae” –en términos
capitalistas y consumistas, en la nueva ciudad moderna todo se compra y se vende,
todo se halla en circulación—la figura femenina en circulación por la calle terminará
cayendo, en su calidad de prostituta, a nivel del suelo, simpatizando con “todos” los
que deseen consumir su cuerpo. La ciudad sin alturas, presentada en términos
71

económicos, ya introduce la poética espacial de ascensos y caídas puesta en marcha a
lo largo de la obra, la cual guiará la peripecia urbana, social y moral de los
protagonistas. La referencia a Envidiópolis introduce la discursividad médica que
junto a la económica juega un papel fundamental en el texto: la envidia es la
enfermedad de la ciudad y de los que la pueblan, de aquellos que sufren porque desean
lo que no tienen. Esta apertura de la novela es perfectamente coherente con la imagen
de la sociedad burguesa de finales de siglo regida por la pretensión social, por el culto
a la apariencia y por el lema del “quiero y no puedo”, valores ante los que escritores
más o menos liberales, como Galdós, reaccionaron con dureza. Las “ganas rabiosas”
de una sociedad que, de no alcanzar una posición superior “principia por aparentarla”
(137) responde a la necesidad de guardar las formas y la inhabilidad de conseguirlo de
manera satisfactoria. Esta dinámica social, en todas sus ramificaciones, cobrará forma
en la persona de Isidora. Con su “loco amor al lujo y las comodidades” (387), Isidora
en sí misma representa el consumismo como rasgo de modernidad. Su alejamiento del
pueblo, el cual rechaza profundamente, para establecerse en el mundo urbano marca el
paso de la tradición a la modernidad, la cual tiene en las tiendas, los escaparates y el
consumo una de sus manifestaciones más evidentes. El personaje vertebra así el
fenómeno social de la emigración del campo a la ciudad, tan popular en esos años en
que la capitalidad de Madrid atraía y captaba a las masas del pueblo con promesas
económicas, laborales y de mejores condiciones de vida. Isidora vendría a representar
la encarnación de esa “female shopper”, un tipo más de “female presence associated
with the city of modernity” la cual es “significant as images of urban women within
the city as well as metaphors for female perceptions of the city” (Parsons,
Streetwalking 43).
72

El personaje ejerce el derecho a su supuesta posición social mediante la
posesión de Madrid. En el capítulo precisamente titulado así, “Tomando posesión de
Madrid”, Isidora se apropia de la ciudad por medio de una mirada voraz, observando
con “ojos de mujer. fijándose en detalles de vestidos, sombreros, adornos y trapos”
(La desheredada 135) esto es, objetos privativamente femeninos. 15 Todo en la calle
es percibido por el ojo femenino en términos de deseo; nótese el rico lenguaje de
placeres que el narrador utiliza para describir la salida del personaje a la calle: “Al
punto empezó a ver escaparates, solicitada de tanto objeto bonito, rico, suntuoso. Ésta
era su delicia mayor cuando a la calle salía, y origen de vivísimos apetitos que
conmovían su alma, dándole juntamente ardiente gozo y punzante martirio” (172). Ese
gozo apunta a la libertad que la calle facilita, mientras que el martirio queda explicado
por la escasez económica y con ella la imposibilidad de satisfacer el cuerpo femenino
con la mercancía y los objetos de lujo, esto es, la incapacidad de guardar las formas a
la que se aludió anteriormente. La relación del personaje con su cuerpo es asimismo
de un ardiente gozo y punzante martirio, confundiéndose una vez más el apetito
material y el carnal. Esta relación placer-dolor, impulsos gemelos que remiten a la
íntima relación clásica Eros-Tánatos que construye al sujeto, impulsos en constante
pugna en la psique del ser humano, simboliza y anticipa el movimiento espacial del
personaje que pasará de lo más alto –con el correspondiente goce de estar en las
alturas— a lo más bajo, con el dolor que la caída final a los más bajos fondos
conllevará.
15
La posesión de la ciudad será triple: entendida en términos literales, es una apropiación material de
aquellos objetos materiales que Isidora cree necesitar como rasgos de su clase social. Al mismo tiempo
es una posesión con la mirada, pues en su paseo por el centro urbano madrileño –dominado por la
atracción de los escaparates y comercios- Isidora “devora” los encantos visuales de la ciudad. Por
último, Isidora toma posesión de Madrid en un plano metafórico al pasear libremente sin restricción ni
limitación masculina alguna, e invadiendo un espacio que no le pertenece. Recuerda sin duda al paseo
visual del Magistral en La Regenta quien, en su afán devorador de ascender social y materialmente,
“paseaba lentamente sus miradas por la ciudad” (173) para apropiarse de Vetusta con todos sus
espacios sociales.
73

Cabe preguntarse aquí qué significa consumir en la sociedad decimonónica y
quién tenía el derecho a dicha actividad. Durante el periodo en que transcurre la
novela, 1868-1875, la clase media madrileña buscaba la consolidación de su posición
social, y la manera más visible de hacer público este ansiado rango social es a través
de lo que Thorstein Veblen llamó “consumo ostensible”, esto es, el consumo
especializado de bienes como prueba de fortaleza pecuniaria. En Teoría de la clase
ociosa (1899) Veblen analizó la estrecha relación entre el consumo ostensible, la
categoría social y la movilidad de clase para concluir que “la base sobre la que
descansa en último término la buena reputación en toda comunidad industrial
altamente organizada es la fortaleza pecuniaria. Y los medios de mostrar esa fortaleza
y de conseguir un buen nombre son el ocio y un consumo ostensible de bienes” (98-
99). Los objetos que Isidora admira en los escaparates, así como los reglamentarios
paseos domingueros por la Castellana constituyen esos medios ostensibles que
aseguran la posición social, o al menos, la apariencia de la misma. Es por ello que el
deseo que define al personaje pronto deviene en necesidad de lujo como marca social:
Necesitaba comprar algo… Entró en una tienda de paraguas a comprar una
sombrilla… Después compró guantes… Después de adquirir un abanico no
pudo resistir a la tentación de comprar un imperdible… vio ciertos pendientes
que, una vez puestos, habrían de parecer como nacidos en sus propias orejas.
Comprólos, y no tardó en enamorarse de un portamonedas. ¿Cómo podía
pasarse sin aquella útil prenda, tan necesaria cuando se tiene algún dinero?
Siguió viendo cosas, y a cada instante emigraban las pesetas y los duros, ya
para tomar algo de perfumería, ya para horquillas, bien para una peina
modesta, bien para papel de cartas. Verdaderamente no se podía pasar sin
papel de cartas. (La desheredada 173-74)
74

La obsesión del personaje por distinguirse del pueblo y porque se le reconozca un
patrimonio y un nombre que cree le pertenece por derecho se traduce en una necesidad
de poseer los símbolos de ese estado social que ella cree le ha sido arrebatado, todo
ello “invenciones del capricho, pompas reales o superfluidades llamativas” (172), en
definitiva, exponentes del lujo de la clase ociosa. En la teoría del sociólogo, una mujer
sólo debería consumir lo estrictamente necesario para su sustento, excepto en los
casos en que su consumo contribuya a la buena reputación y al buen nombre de su
marido. Éste, por supuesto, no será el caso de Isidora, para quien el consumo de
bienes está dirigido a su propio confort, a sus propios sueños y a la consecución de su
propio nombre y reputación, transgrediendo de esta manera no sólo límites
geográficos en su paseo por el centro, sino también sociales y morales. La larga lista
de objetos y mercancías exhibida en los escaparates de Madrid son, tal y como
Fernández Cifuentes señala, “quintaessential targets of the desarrollo del gusto”
(“Isidora” 84). En efecto, la transgresión no es sólo espacial, sino que también
implicará una serie de gustos, de distinciones y de prácticas, en definitiva de un
habitus, concepto fundamental en la sociología de Pierre Bourdieu, como “principio
generador de prácticas objetivamente enclasables y sistema de enclasamiento de esas
prácticas” (La distinción 169). Estas prácticas, entendidas por Foucault como la
racionalidad o regularidad que organiza lo que los hombres hacen, con un carácter
sistemático y general, y por ello constituyentes de una experiencia (Castro,
Vocabulario 272-74), conforman y constituyen una experiencia que organiza al sujeto,
lo forma y define lo que hace y la manera en que lo hace.
El narrador se sirve del desfile de objetos en los escaparates para dar
información sobre el carácter industrial que empieza a adquirir la ciudad de Madrid:
“Entonces había algo de renacimiento industrial, y empezaba a desarrollarse el gusto
75

por presentar los objetos mercantiles con primor, halagando los ojos del que compra”
(La desheredada 324). No sólo aluden estas palabras a la rica dinámica puesta en
marcha en la moderna ciudad capitalista donde todo se compra y se vende, y donde los
sujetos circulan en perpetuo paseo, construyéndose en su contacto con la calle y
transformando su subjetividad mediante la mirada; también el “gusto” al que hace
referencia Galdós debe entenderse desde la sociología de Bourdieu como práctica que
sirve, entre otras cosas, para dar al individuo una percepción de su lugar en el orden
social. El gusto es símbolo de distinción: no basta con poseer la riqueza, sino que hay
que tener también buen gusto al elegir los objetos y los símbolos propios de la clase
social que se intenta aparentar. La jerarquización del gusto no es privativa de la
sociedad decimonónica: ya se imponía en los siglos XVI y XVII para distinguir entre
lo vulgar y lo noble, relacionando lo vulgar con la clase social más baja. La obsesión
del “número uno que quiere elevarse a la categoría de dos”, y “el dos que se quiere
hacer pasar por tres; y el tres que hace creer que es cuatro” (La desheredada 137) se
satisface mediante el desarrollo del gusto, un desarrollo que se materializa en la
adquisición de “objetos mercantiles” y responde a las aspiraciones de una clase media
que se mira en el espejo de la aristocracia aunque pase hambre. Estamos así ante la
sociedad de la cursilería, entendida por Valis como el “mal gusto”, una sociedad
cuyos individuos “have pretensions of refinement and elegance without possessing
them” (Culture 31-32). Las palabras del narrador de La desheredada encierran una
crítica hacia esa manía por aparentar mediante el desarrollo del gusto. Lo cursi como
fenómeno cultural llega por el desajuste entre lo viejo y lo nuevo, y se relaciona con
ese “renacimiento industrial” del que habla Galdós: el desarrollo y progreso
económico de la clase media de finales del XIX hace que se difuminen los límites
entre clases sociales, y que cualquier individuo pueda “exagerar” su estatus social
76

mediante el desarrollo del gusto en un intento de proteger su capital cultural. Isidora
sería el exponente de este desajuste cultural. Otro ejemplo paradigmático sería la
novela Miau (1888), donde la regularidad de ir al teatro y vestir con atuendos
apropiados de la clase aristócrata es símbolo de distinción, y conforma un hábito que
permite a las hermanas Miau la permanencia en el campo social.
Es interesante notar que el habitus, “the social embodied” por seguir utilizando
una terminología bourdiana, es un estilo de vida que marca las diferencias entre clases
sociales, como señala Bourdieu, pero al mismo tiempo las disuelve, pues mediante
ciertos comportamientos, mediante ciertas prácticas, el sujeto trasciende el habitus de
una clase determinada. Lo anota así McKinney:
Like the physical boundaries of the city, which were re-mapped following
urbanisation, so too were symbolic social boundaries re-mapped in a way that
would allow those with economic capital to purchase symbolic capital and thus
attain social distinction. Clothing, jewels and carriages became the walls,
gardens and parks separating the various classes from one another while the
discourses of fashion and taste laid down the lines. (Mapping 54)
Queda aquí expresada la vinculación entre espacio urbano y clase social, y la
necesidad de segmentar el espacio para evitar la abigarrada confusión de clases
sociales en el mismo suelo urbano, idea de la que surgió el plan del ensanche. En
1860, documenta Juliá, con el proyecto de Castro de ensanchar Madrid, comienza una
labor de reorganización del suelo urbano, de construcción y de urbanización –
edificaciones, calles anchas, plazas abiertas, jardines—que si bien (re)delinearon los
límites físicos de la ciudad, no obtuvieron los resultados esperados y no terminaron de
solucionar los problemas de abigarramiento social en las calles de Madrid. La espuma
(1891), novela en la que Palacios Valdés describe la alta sociedad madrileña, muestra
77

el disgusto del personaje de Clementina, esposa del hijo de un banquero, al pasear por
la calle Serrano –calle que según el proyecto del ensanche quedaría en el barrio de
Salamanca, reservado para la clase media— y percatarse de su carácter provincial
donde se mezclan tiendas de artículos de primera necesidad, niños jugando y criadas
formando corrillos. Aquí precisamente yace una de las críticas que el narrador lanza
contra Isidora: igual que el personaje se mueve por todos los espacios citadinos, tanto
por los espacios propios del pueblo como el barrio de Las Peñuelas como por los
lugares dignos de la burguesía y aristocracia, como el retiro o el Paseo de la
Castellana, haciendo de sus incursiones urbanas y de la libertad callejera un habitus,
un juego estratégico que la (in)definen como sujeto perteneciente a cierta clase social
(¿Isidora de Aransis o Isidora Rufete?), la misma confusión social atañe a sus
prácticas de vestimenta, igualmente definitorias de identidad social: “Con esas ropas
y esos accesorios, no era élite ni pueblo; ¿qué era? ¿Adónde pertenecía?”, se pregunta
el narrador. La transgresión, una vez más, vuelve a ser tanto geográfica como social.
Estamos, en palabras de Labanyi, ante “the beginnings of a modern anxiety about the
difficulty of telling the different classes apart as fashion starts to encourage the
imitation of dress styles across classes” (“Costume, Identity” 42), una ansiedad que
aunque Labanyi sitúa en el siglo XVIII 16 puede rastrearse a tiempos de Fray Luis de
León quien en La perfecta casada ya criticaba las leyes económicas del mercado que
permitían que la prostituta se vistiera de la misma forma que la señora, siendo fácil
confundir a ambas. Al mismo tiempo la crítica al lujo, a la moda que como el habitus
tiende a disolver las fronteras entre clases, dificultando la posibilidad de distinguir
16
El comentario de Labanyi viene a colación del detallado análisis que realiza de la película Goyescas,
de Benito Perojo, una película de 1942 ambientada en las últimas décadas del siglo XVIII en la que,
tras demostrar como la burguesía es asimilada por la aristocracia a través del vestido, concluye que la
película se adelanta a las teorías posmodernas de Judith Butler según las cuales “identity is the effect
resulting from a repeated performance” (“Costume, Identity” 43).
78

entre las mismas, es ya recurrente en la literatura dieciochesca, concentrada en la
figura de la petimetra, símbolo de la amenaza que las compras descontroladas tenían
sobre el orden social, cuya habilidad para aparentar lo que no es por medio de la
trapería la convierte en un ser vano, artificial, “pura hojarasca”, como diría el mayor
de los Moratín. Isidora Rufete comparte muchos atributos con esta figura
dieciochesca: ambos son sujetos femeninos dominados por la vanidad y por un loco
deseo por lo material, que los lleva a despilfarrar en cosas innecesarias en lugar de
dirigir esos gastos hacia necesidades familiares y productivas. Ambas muestran un
profundo rechazo hacia todo lo relacionado con el ámbito de lo doméstico, y en su
agencialidad como sujeto “suelto” en la calle subyace la violación de los límites
sociales y la protesta contra la autoridad masculina.
El lujo, las compras y los adornos femeninos ofrecen una imagen de la ciudad
y una experiencia urbana diferente, plenamente femenina en la que la mirada como
parte del instinto inherente al sujeto de aprender, de instruirse, y por lo tanto de
construirse y de establecerse en el mundo urbano ofrece “new ways of seeing”, como
reza el trabajo de Berger. Pero estas nuevas formas de mirar no sólo se refieren a la
apropiación visual urbana que convierte el escenario urbano en fuente inagotable de
placer femenino, sino que también atañen a las formas en que la mujer se ve a sí
misma. Berger escribe:
To be born a woman has been to be born, within a confined space, into the
keeping of men. The social presence of woman has developed as a result of
their ingenuity in living under such tutelage within such a limited space. But
this has been at the cost of a woman’s self being split into two. A woman must
continually watch herself. She is almost continually accompanied by her own
image of herself. From earliest childhood she has been taught and persuaded to
79

survey herself continually. And so she comes to consider the surveyor and the
surveyed within her as the two constituent yet always distinct elements of her
identity as woman. (Ways of Seeing 46)
La coexistencia de las dos dimensiones –mujer que observa y que al mismo tiempo es
observada—es condición sine quo para que acontezca el proceso formativo, proceso
llevado a cabo interiormente por el sujeto femenino pero siempre determinado desde
afuera por el otro. La mujer tiene que desdoblarse para verse y poder adquirir una
presencia social, presencia que precisamente se dejará ver en la calle como nuevo
espacio femenino de representación. La calle favorece este desdoblamiento mediante
la presencia en la misma de los otros –ese otro que existe afuera, en la figura del
paseante, pero que al mismo tiempo viene de adentro porque es definido por el propio
sujeto— y del escaparate urbano donde la mujer se contempla a sí misma. Si bien
dijimos anteriormente que la “new woman” quiere ser hombre para gozar de plena
libertad de movimientos, hay que reforzar que la invasión de la calle constituye el
primer paso hacia la conquista de los derechos reservados a los hombres pues en la
calle y mediante los objetos de lujo que se exhiben en los escaparates, Isidora
construirá una imagen idealizada de ella misma que se corresponde con la adopción de
un rol masculino –en particular si se tiene en cuenta que “men love anaclitically,
meaning they love themselves in the idealized and specular other” (Complete
Psychological 88) como Freud argumentó al bosquejar el concepto de subjetividad
masculina apoyándose de la relación entre mirada y placer, visión y sexualidad, a
partir del mito de Narciso. 17 En este proceso de subjetivación femenina, por tanto, el
espejo y el escaparate como equivalente urbano del mismo en el que la mujer se mira,
17
Esta conexión aparece principalmente en sus ensayos “On Narcissism”, “The Uncanny” y “Medusa’s
Head”, pero no son los únicos. Para apreciar el interés general de Freud en lo visual, los libros de Jay
(329-37) y Brooks (98-106) se revelan ilustradores.
80

se observa, se desdobla y se construye, juega un papel fundamental que merece
especial atención.
1.1.2. Mirada y placer: el espejo como forma de constitución del sujeto
Señala Kelly que “the mirror symbolizes the problem of the identity of the self
in its relation to the other and to desire” (Telling Glances 147). Las palabras claves de
esta cita, “self”, “other” y “desire” son cruciales en La desheredada para entender el
proceso de subjetivación que acontece en las calles urbanas cuando el personaje
femenino, en perpetua construcción gracias a su continuo caminar, proyecta su deseo
sobre los objetos construidos para satisfacer el ojo femenino, y a través de esta mirada
deseante, el sujeto aprende, se mira y admira su reflejo en un cristal cualquiera que sea
su naturaleza –bien el del escaparate, el de un espejo o en los ojos del otro. Son cuatro
los momentos determinantes en el texto a partir de los cuales se puede establecer una
narrativa organizada de la vida del personaje, en los que la relación espejo-deseo
(mirada-placer) desencadena una dinámica entre el “self” y el “other”, o lo que es lo
mismo, entre los procesos formativos del yo y los procesos de reconocimiento social.
El primero de estos momentos coincide con el despertar de la conciencia
femenina y social del personaje. Durante el primer paseo citadino de Miquis e Isidora,
nos dice el narrador que “avanzaban poco en su paseo, porque Isidora se detenía ante
los escaparates para ver y admirar lo mucho y vario que en ellos hay siempre”, a lo
que el narrador añade que “también era motivo de sus detenciones el deseo oculto de
mirarse en los cristales, pues es costumbre de las mujeres echarse una ojeada en las
vitrinas, para ver si van tan bien como suponen o pretenden” (La desheredada 117). El
goce que siente al observar su imagen coincide con el placer que le generan los
objetos de las tiendas cuyos escaparates contempla. El cristal cumple así dos
81

funciones fundamentales: por un lado, como expuso Lacan, establece “a relation
between the organism and its reality” (“Mirror Stage” 5), iniciándose un proceso de
formación del yo en el que “the mirror-image would seem to be the threshold of the
visible world” (3). Esta identificación primaria con una imagen ajena será la primera
toma de contacto del sujeto con su realidad circundante y lo que posteriormente
condicionará su determinación social a lo largo de su peripecia urbana. De la misma
manera, cuando más adelante en otro paseo Isidora no puede dejar de “contemplar su
faz en el vidrio para ver qué tal iba” (La desheredada 172), el júbilo del sujeto que se
ve reflejado mediante su propia mirada se traduce en un narcisismo infantil, primario,
motivado por el puro embeleso y el placer de contemplarse, que Freud definió como la
actitud de una persona hacia su propio cuerpo “who treats his own body in the same
way in which a body of a sexual object is ordinarily treated –who looks at it, admires
it, strokes it and fondles it till he obtains complete satisfaction through these
activities” (Freud, “On Narcissism” 3).
Esta primera identificación con su propia imagen en el cristal del escaparate
urbano se considera esencial en el proceso formativo, pues no sólo opera una
transformación profunda en el sujeto que marcará todo su desarrollo mental, al
identificarse éste con una forma “that in-forms the subject and makes possible the
process of identification with it” (Muller, Lacan 28), sino también porque funcionará
como matriz psicológica para futuros espejos sociales, erigiéndose así como “the
symbolic matrix in which the I is precipitated in a primordial form, before it is
objectified in the dialectic of identification with the other” (Lacan, “Mirror Stage” 2).
De hecho, en esta primera imagen en el escaparate existe ya una poderosa
determinación social que impele al personaje a salir a la calle, ir de compras e ir de
paseo, y que está íntimamente relacionada con la segunda función que el cristal del
82

escaparate cumple: proyectar la carga afectiva (catexis) sobre un objeto, lo que
inducirá a la idealización de su propia imagen.
En la primera etapa de narcisismo primario que se corresponde con un primer
proceso infantil de identificación del sujeto, el personaje desarrolla una profunda
fijación hacia un objeto que contribuirá a satisfacer su placer. Aunque Freud distingue
entre “libidinal cathexis of the object” –el amor hacia un objeto— y “libidinal cathexis
of the self” –el puro narcisismo— parece acertado señalar que en el caso de la
protagonista de La desheredada el placer que le generan los objetos de lujo de los
escaparates, caprichos y superfluidades, está íntimamente relacionado con el placer
que le produce ver su propia imagen reflejada en el cristal. Esto es así porque Isidora
desarrolla un narcisismo secundario el cual, según explica Hernández-Pecoraro,
“offers the subject idealized versions of himself which, although false, gives the
anaclitic (narcissistic) subject an illusion of fullness of self and meaning”
(“Cervantes’s Galatea” 15-16). Esta sería la forma en que, según las teorías de Freud
y Lacan sobre la subjetividad masculina y femenina, el sujeto masculino se ve a sí
mismo, y ama al otro, esto es, al reflejo de ellos mismos en el espejo. En estos
términos, Isidora en su paseo por la calle construye una subjetividad masculina que le
permite amar “anaclitically”, esto es, “love herself in the idealized and specular other”
(Freud, Complete Psychological 88), en este caso, el objeto que admira en el
escaparate. Treurniet define el objeto anaclítico como sigue: “This object-love
follows gradually from the child’s discovery that the object is a source of pleasure and
that he is dependent on the object for the fulfillment of his needs. This is the so-called
need-satisfying, or anaclitic object” (“Introduction” 79). Si el objeto anaclítico, en
language freudiano, es aquel que el sujeto busca para proporcionarle placer en su
manifestación más primaria, entonces los artículos de lujo y la trapería en el
83

escaparate que con tanto júbilo Isidora admira pueden ser considerados como tales,
estableciéndose la estrecha identificación entre el placer material y el sexual ya
adelantada anteriormente, hasta el punto de convertirse en uno solo. Recordemos que
cuando Isidora admira los objetos, se está mirando a ella misma; el embeleso ante el
objeto es el embeleso ante su propio cuerpo.
Aunque el desarrollo de este tipo de narcisismo podría ser percibido como
liberador para el personaje (puesto que Isidora se ama a ella misma), Freud sostiene
que la mujer no se ama por ella misma, sino por lo que representa para el hombre, esto
es, para el otro. Grosz explica esta posición freudiana:
Here the woman, in recognizing her castration, attempts to make her whole
body take on the role of object of (the other’s) desire. She strives to affirm her
position as desirable for the other. The aim is structurally quite different from
that of a boy. His position as the subject of desire is confirmed, while her
position as the object of desire is affirmed. (Jacques Lacan 127)
Isidora adopta una posición como sujeto de deseo, pero al mismo tiempo, en esta
definición de narcisismo femenino el sujeto adopta estrategias que la definen como
objeto deseado, lo que revela la importancia del otro en el proceso formativo, ese otro
que Martín define como “different from ourselves, as existing from without, yet
coming from within because it is defined through us” (“Narrative” 40). A pesar de que
en el narcisismo puro y primario de Isidora no hay referencia explícita a otros, por
cuyos ojos Isidora estaría mirando, siendo el mismo personaje el que se contempla, se
admira y se congratula por su belleza (narcisismo residual al que el sujeto siempre se
retrae, según Freud) hay que partir de la base de que la propia imagen reflejada en el
espejo es producto del desdoblamiento del sujeto en otro, a partir del cual existe una
identificación y una determinación social: Isidora se mira en el espejo según ciertos
84

parámetros sociales, condicionada por la sociedad y por cierta ideología burguesa
hegemónica.
En este sentido, las calles céntricas madrileñas repletas de escaparates en La
desheredada vuelven a remitir a la galería comercial parisina que Benjamin articuló
en sus Arcades, especialmente si consideramos que “the arcade is a street of lascivious
commerce only; it is wholly adapted to arousing desires” (Arcades Project 42). El
deseo del que habla Benjamin es material y viene determinado por el consumo de
mercancías y el loco amor al lujo al que incitan estas “fairy-tale galleries” (5), esas
calles como nuevo espacio urbano dedicado al servicio de la mercancía; pero también
es un deseo de índole carnal y sexual, bien expresado mediante el adjetivo
“lascivious” y el verbo “to arouse”, que hace percibir los objetos como fuentes de
placer. A su vez, en este tipo de galerías, en estas calles comerciales, “people began to
eye other people” (Merrifield, Metromarxism 63), experiencia de la cual deriva el
goce que produce pasear por ellas al posibilitar la identificación en el espejo de los
ojos del otro: de ahí que el narcisismo exacerbado que guía el movimiento urbano del
personaje esté directamente relacionado con la concienciación social. Porque si París
“is a city of mirrors” el que las mujeres “look at themselves more than elsewhere”
(Benjamin, Arcades 877), Madrid es igualmente “espejo de alegrías” (La desheredada
170) en el que Isidora se mira en su pasear, transformando su subjetividad en términos
sociales y desarrollando al mismo tiempo un narcisismo exacerbado íntimamente
relacionado con dicha concienciación social. “Espejo movible”, dice el narrador,
puesto que la configuración de los sujetos, de los paseantes de ese Madrid bullicioso
es inestable, mutante, siempre en construcción bajo las fuerzas sociales que los
rodean. No es casualidad que tras la ojeada en las vitrinas de la calle, los pasos de
Isidora la dirijan al museo del Prado, donde el personaje expresa la necesidad de una
85

estricta división espacial entre la “gente fina, decente, rica” (135) y el pueblo, en una
sucesión de escenas ya comentadas anteriormente. Tampoco es de extrañar que tras
esta toma de conciencia que se corresponde con la detenida mirada en el escaparate,
su siguiente parada sea el Retiro donde Isidora se mira en el otro –la dama elegante—
como un espejo donde se ve reflejada y donde proyectar sus aspiraciones sociales,
porque “even the eyes of passersby are veiled mirrors” (Benjamin, Arcades 877).
Sería éste, según Lacan, el momento en que comienza la “dialéctica social”, la
cual “links the I to socially elaborated situations” (Lacan, “Mirror Stage” 5). Esta
dialéctica parte del hecho de que, en tanto que en el proceso formativo del yo el
personaje se ha identificado con una imagen externa –distorsionada, ficticia, errónea,
como quedará demostrado en la tercera mirada de Isidora ante un espejo— es fácil
entender que se identifique con las imágenes de otros sujetos con los que se cruza en
la calle y en los que se ve reflejada. Este proceso, que en términos lacanianos se
conoce como “transitivism” tiene “far-reaching effects, not only on relationships with
others but on knowledge of external things as well” (Muller 31-32), y demuestra el
poderoso efecto que el otro tiene en el proceso de subjetivación. En este momento se
produce la alienación del sujeto, es decir, la “misidentification of the subject himself
with his own reflection, and the misidentification of this reflected image with the
image of the other in the process of transitivism” (33) y es en este preciso momento,
según Lacan, cuando la fase del espejo toca a su fin. El proceso de reconocimiento
social está condicionado por el deseo que guía al personaje en su peripecia urbana. Sin
embargo, hay que tener en cuenta que este paso del yo especular (e infantil) al yo
social (como proceso de reconocimiento social) no está tan delineado como Lacan
establece. De hecho, en el caso de Isidora existe un continuo vaivén entre el
narcisismo primario, en el que hay un profundo placer de contemplarse, y la
86

identificación social a través del reconocimiento del otro. El personaje se mueve entre
esos dos momentos –como señal del perpetuo proceso de construcción en el que se
halla sumido- y es especialmente pertinente en momentos de crisis y rechazo social.
La imposibilidad del individuo de construirse como sujeto sin pasar por un
proceso de identificación con los otros queda bien explicada mediante el segundo
episodio narrativo en la vida de Isidora en el que el espejo juega un papel
fundamental. Este episodio se corresponde con la primera visita a la que Isidora cree
su abuela, la marquesa de Aransis, tan sólo unos días después de su llegada a Madrid.
En lo que puede leerse como un paso más hacia la construcción de su nueva y
anhelada identidad, el personaje “miróse mucho al espejo, embelesándose en su propia
hermosura, de la cual muy pronto se había de congratular la marquesa como de cosa
propia” (La desheredada 261). Baranger, en su particular lectura de “On Narcissism”
de Freud, señala que el término “narcisismo” hace referencia a un conjunto de
actitudes, estados y sentimientos que van más allá de una simple auto-admiración para
rozar una actitud de “megalomanía”, entendida como sobrevaloración o magnificación
de la actitud narcisista en cuanto que el sujeto desarrolla un orgullo extremo de sus
características físicas: “Narcissism thus refers here to the subject’s pride in his or her
beauty, to the overvaluation of the power of their own thought, to a characteristic of
the psychology of women: the wish to be admired and loved” (“Narcissism” 111). La
megalomanía de Isidora sustituye la miseria y la pobreza del sujeto por una apariencia
idealizada. La hermosura que embelesa al personaje forma parte de su actitud
narcisista, pero al mismo tiempo, esta actitud está mediada por el otro, por la
satisfacción que la imagen causará en la marquesa. Como apunta Loureiro, “the
primary alterity of the subject converts it into an incompletion that needs, indeed
must, respond to the other” (Ethics 28). En efecto el sujeto es una entidad incompleta
87

que necesita a ese otro, lo que nuevamente instaura la alteridad en el seno de la propia
identidad. La mirada atenta y detenida en el espejo tiene lugar inmediatamente antes
de lanzarse a la calle para dirigirse al palacio de Aransis, y está precedida por largos
pensamientos y reflexiones sobre su aspecto físico, que al mismo tiempo revela el
pensamiento moral y las ansias de ascender socialmente: “Era preciso que en su
apariencia comedida, modesta, honrada y grave revelara la dignidad con que pasaba
de su estado miserable a otro esplendoroso” (La desheredada 261). Se produce así una
“deflection of the specular I into the social I” (Lacan, “Mirror Stage” 5) en tanto que
el reconocimiento no puede acontecer sin la mediación del otro: la configuración de la
subjetividad del personaje a través de la contemplación idealizada de su imagen en el
espejo debe ser complementado por el posterior reconocimiento de la marquesa. Tal y
como Foucault y Bourdieu han aludido, el reconocimiento es esencial en el ejercicio
de ciertas modalidades modernas de poder dado que ubica a los sujetos en el marco de
redes específicas de relaciones de poder. Isidora es consciente de las implicaciones
sociales que el reconocimiento de la marquesa traería consigo. El hecho de que el
capítulo donde se desarrolla esta escena lleve por título “Anagnórisis”, entendida ésta
como el momento en una trama teatral cuando una persona reconoce a otra, es
altamente significativo, y pone de relieve la esperanza de Isidora en que en su visita a
la marquesa ésta la reconozca como nieta.
Para ser admirada la mujer necesita de un sujeto en quien despertar admiración
pues como conviene Hernández-Pecoraro, “her self-worth is dependent on her success
in attaining and holding on to male subjects” (“Cervantes’s Galatea” 17). Desde un
principio, Isidora siente la necesidad de transformarse para los demás. Aunque la
primera reacción ante la metamorfosis física es la auto-congratulación, la idealización
de su belleza y afirmación de su cuerpo, inmediatamente este interés muda al interés
88

que dicha imagen causará en el otro. Cuando Miquis la recoge para acompañarla en su
paseo por Madrid, Isidora cambia sus botas para que el médico no la vea “con el
horrible calzado roto que traje del Tomelloso” (La desheredada 115). Su principal
preocupación radica en que el joven aprecie su metamorfosis física, condicionada por
su visita a Madrid, de la que se siente orgullosa: “Ahora me va a decir que parezco
otra, que me he transformado desde que estoy aquí” (116). Consciente o
inconscientemente, la valoración, mirada y reconocimiento del otro está
constantemente presente en la mente del personaje para quien dicho reconocimiento es
crucial en su proceso formativo, tanto femenino como social.
Tal y como referíamos anteriormente, la separación entre el narcisismo
primario al que constantemente se retrae el sujeto y los procesos de identificación
social determinados por la presencia del otro no está claramente delimitada. El
personaje se mueve entre estas dos fases, especialmente en momentos de crisis, como
demuestra el tercer episodio narrativo a través de la mirada femenina en el espejo.
Éste tiene lugar cuando se le ha denegado toda posibilidad de reconocimiento
social, y en el taller de moda de Eponina, una Isidora enferma y cada vez más
deteriorado su aspecto físico se sigue recreando en su imagen: “Contemplóse en el
gran espejo, embelesada de su hermosura… Isidora encontraba mundos de poesía en
aquella reproducción de sí misma.” (401). Se vuelve a dar aquí un caso de narcisismo
primario, autosuficiente, de puro embeleso ante la imagen, es decir, una manifestación
pre-social en la que el otro parece estar ausente. No es casualidad que este
retrotraimiento a un narcisismo primario acontezca después de su rechazo social, el
cual significa el arrebatamiento de un nombre, de un estatus social, de ciertos valores
burgueses y con ello de una identidad social. Es por ello que el personaje siente la
necesidad de verse, de mirarse –sin capacidad crítica alguna— de volver a encontrar
89

una unidad y una imagen con la que identificarse, que le confiera agencialidad y con
la que el sujeto perciba un “maturation of his power” (Lacan, “Mirror Stage” 2). Una
vez más, siguiendo el concepto freudiano de anaclisis, el personaje se mira en el
espejo buscando admirar una imagen idealizada de sí misma la cual, aunque falsa,
concede al sujeto una ilusión de sentido y plenitud. Es significativo que el narrador
utilice el término “reproducción” para referirse a ese “mirage” en el que el personaje
se ve reflejado, adelantando la idea de que dicha imagen es una vana copia, idea que
queda mucho mejor recogida en la última mirada en el espejo, como se verá.
El vaivén entre el puro narcisismo y el reconocimiento social pronto se hace
visible: tras el momento de embeleso, Isidora vuelve a sentir la necesidad de verse
para el otro, y la excesiva admiración por sí misma sólo encontrará una canalización
en la aceptación de la sociedad: “¡Qué diría la sociedad si pudiera gozar de tal
imagen! ¡Cómo la admirarían, y con qué entusiasmo habían de celebrarla las lenguas
de la fama!” (La desheredada 401). Nuevamente, el otro –la sociedad, el espejo
colectivo—aunque afuera, queda definido por el propio personaje. La mirada
femenina está determinada socialmente por una serie de valores burgueses –ropa y
accesorios propios de la clase ociosa que Isidora se está probando en el taller de
moda— lo que condiciona la imagen alienada que el personaje identifica en el espejo.
Al mismo tiempo, vuelve a emerger con estas palabras la necesidad de sentirse
observada y admirada por los ojos de esa misma sociedad a la que el personaje ansía
pertenecer, necesidad que radica en el marco de actuación y el poder de agencialidad
que dichos ojos le conceden al observarla. Si el personaje se configuraba como sujeto
emisor de miradas a su paso por el escenario urbano, algo parecido ocurre al
convertirse en receptor de las mismas. Foucault habla de los modos de subjetivación
como modos de objetivación del sujeto, es decir, modos en que el sujeto aparece como
90

objeto de una determinada relación de conocimiento y de poder (Rabinow, Foucault
Reader 7). Lo interesante es que, como señala Foucault, los modos de objetivación y
de subjetivación no son excluyentes: si bien el narrador pretende convertir al sujeto
femenino en objeto de la mirada masculina para mutarlo automáticamente a una
posición de pasividad, al mismo tiempo e involuntariamente le está concediendo una
agencialidad y el poder de formar su propia subjetividad. Tras admirarse en el espejo
en el taller de moda, Isidora se mira en los ojos de Miquis, que la observan turbados:
“Absorto la miraba el joven, y con voz balbuciente, que declaraba su sorpresa y
embeleso, dijo ‘estás…, no ya hermosa, ni guapa, sino… ¡divina!´” (La desheredada
402). Construido por el ojo masculino, el sujeto femenino se convierte en un “oscuro”
objeto de deseo, lo que le confiere una garantía de validez como sujeto
autónomamente construido. Al ser cautivado y estar a punto de sucumbir ante el
cuerpo y la imagen de Isidora, Miquis le concede un espacio de representación y
constitución como sujeto agente, capaz de despertar una tentación en él. Ante el poder
que la figura femenina ejerce sobre él, el médico recobra el equilibrio moral y
deteniendo la seducción visual, el narrador cede paso a la autoridad del discurso
patriarcal, y “el médico, el médico es el que habla ahora” (402), pasando a restaurar el
orden mediante un estricto régimen de “curación”. 18
18
En su particular lectura de Lacan, Sadoff afirma que la penetrante mirada masculina es una metáfora
del poder, la autoridad y la dominación masculina sobre la mujer en todos los niveles (Monsters 127).
Aunque efectivamente la mirada masculina en la novela forma parte del mecanismo de poder que desde
su privilegiada situación ejerce el ojo abarcador del autor, no hay que olvidar que esta dominación
masculina produce un efecto de subjetivación. En la misma línea se encuentra Sartre. La congratulación
de Isidora ante su imagen en el espejo –tanto en el cristal donde se refleja su imagen como en el espejo
de la sociedad- podría explicarse según el cogito sartriano “I see myself because somebody sees me”
(“The Look” 349), partiendo del orgullo que el personaje siente al ofrecer su imagen a la sociedad
(recordemos que el orgullo constituye una de las tres reacciones subjetivas, junto a la vergüenza y el
miedo, que Sartre identifica en el individuo ante la mirada del otro). Sin embargo, tanto la de Sadoff
como esta visión sartreana son extremadamente limitadoras y estáticas, pues atribuyen una radical
importancia a la mirada del otro para la configuración del sujeto -“I am for myself only as I am a pure
referente to the Other… In order for me to be what I am, it suffices merely that the Other look at me”
(374), apunta Sartre. Además es una visión enormemente castradora, puesto que parte del hecho de que
la mirada del otro es un mecanismo puramente represor que “fija” al sujeto frente a los “turbulent
91

Al final del relato, la cuarta y última mirada en el espejo coincide con la crisis
más profunda en la vida del personaje: con todo perdido, rechazada socialmente,
desfigurada física y moralmente, Isidora se mira largo rato en el espejo antes de
lanzarse a la calle como prostituta: “Isidora, pues ella misma era y no una vana
imagen, se miró largo rato en el espejo” (495). Este espejo no es de la misma
naturaleza que los espejos en los que el personaje se ha venido contemplando a lo
largo del relato, pues en esta mirada, por primera vez, coinciden las dos identidades:
“ella misma”, la imagen que el novelista ha intentado imponer al lector a lo largo del
relato –Isidora Rufete, hija del pueblo- y la “vana imagen” –Isidora de Aransis-
construida como resultado de la imaginación desbordada de la protagonista, cegada
por la ambición material, y en base a determinados parámetros sociales, modelos
erróneos como el propio narrador afirma en reiteradas ocasiones, al señalar que “su
mentirosa fantasía remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse a sí misma”
(401). Señala Lacan que la forma primitiva con la que el sujeto se identifica en el
espejo, la imagen alienada que lo pone en contacto con el mundo y que ha
determinado socialmente al personaje, “situates the agency of the ego, before its social
determination, in a fictional direction” (“Mirror Stage” 2). La calidad ficcional puede
ser entendida en tanto que el ideal de unidad es imposible de alcanzar, ya que el yo se
proyecta en una identidad alienada, pero también en el sentido de que el reflejo en el
espejo es una imagen invertida, hasta podría afirmarse distorsionada, lo que marca el
desarrollo mental del personaje así como manera de ver el mundo –invertido,
equivocado, erróneo, como la construcción de su propio yo- lo que va a determinar el
movements that the subject feels are animating him” (Lacan, “Mirror Stage” 2). El punto de vista del
filósofo existencialista podría ser pertinente en el análisis de las novelas bajo estudio en tanto que
construyen una sociedad preocupada constantemente por el qué dirán y por la opinión del otro. La
sociedad decimonónica es la sociedad de la apariencia: el “ser” no es tan importante como el “parecer”,
y por ello la mirada del otro juega un papel importante en la determinación del proceso de construcción
de la identidad, como se ha visto en espacios como el museo, el parque o la calle.
92

castigo final y los métodos de encauzamiento impuestos. 19
Aunque en esta última mirada hay un intento de mirarse y verse críticamente,
dicho intento quedará inmediatamente ahogado con el retraimiento al narcisismo
primario, infantil y alineado. Tras observar con detenimiento “no sólo el rostro, sino el
cuerpo” –lo cual no deja de ser significativo en tanto que el sujeto pasa a construirse
como mujer de la calle que no vende tanto su rostro como su cuerpo— Isidora afirma:
“Todavía soy guapa… valgo mucho, y valdré muchísimo más” (La desheredada 495).
La oscilación entre la fase narcisista, infantil y primitiva a la que el sujeto se retrae,
una vez más, en momentos de crisis y el proceso de reconocimiento social sigue
prevaleciendo al final de la novela. El personaje sigue afirmando su cuerpo,
contemplándolo, adornándolo y valorándolo como forma de hacer constar sus
ambiciones sociales. Pero la afirmación de la conciencia social es diferente en esta
última mirada. En un último intento de toma de agencialidad, y poniendo de
manifiesto un último deseo de confirmar su valor subjetivo, Isidora lleva a cabo la
acción transgresora de lanzarse a la calle como estrategia de resistencia al discurso
hegemónico. Si hasta este momento la reflexión en el espejo ha estado dominada por
una mirada burguesa, la última mirada antes de lanzarse a la calle corresponde a una
nueva conciencia femenina que se aleja de todo modelo burgués tradicional y que
adquiere plena libertad de movimientos y con ésta, de agencialidad. Aunque podría ser
tentador calificar este último acto como fracaso, pues la prostituta se convierte en
19 La inversión también atañe a los roles de género, algo de lo que ya se ha venido hablando: si, según
Freud, “men love anaclitically, meaning they love themselves in the idealized and specular other, most
women will love narcissistically, plainly seeking themselves as love objects” (Complete Psychological
88). A lo largo del relato, Isidora ha expresado su negación a convertirse en objeto de deseo masculino
(a Miquis le dice “lo que es a mí… no me han de imponer un marido que no sea de mis gusto, aunque
esté más alto que el sol” (La desheredada 131), rechazando el modelo de femineidad impuesto en la
sociedad decimonónica. Por el contrario se ha alzado como sujeto deseante –tanto en relación a los
objetos materiales como a sus amantes, que ella misma ha elegido. Sin embargo, esta inversión se
reinvierte como parte de la labor encauzadora de conducta, e Isidora, en términos freudianos, actuará
“narcisísticamente”, tornando en objeto de deseo de múltiples hombres en su calidad de prostituta.
93

objeto de deseo de múltiples hombres, al mismo tiempo debe verse como triunfo,
puesto que como mujer de la calle, el personaje no deja de abandonar el poder
concedido precisamente por ese deseo que despierta en los hombres. Por decirlo en
términos freudianos, Isidora termina accediendo al poder fálico a través del deseo
despertado en los hombres.
La calle, ámbito del exceso material, se ha convertido ahora en ámbito de un
exceso sexual, pero en ambos casos, seguirá configurándose como escenario de
ardiente gozo, placer y deseo donde el personaje seguirá construyéndose expuesta a
procesos de subjetivación siempre determinados por sus relaciones con el otro.
Tristana ofrece un ejemplo paradigmático de la relación calle-libertad sexual en tanto
que terreno transgredido por la mujer que circula sola. Si Isidora culmina su
trayectoria urbana y textual como personaje callejero, sexualmente libre para
entregarse a cualquier hombre, se podría decir que Tristana arranca su itinerario de
esta manera: como sujeto libre y emancipado que encuentra en la calle la vía de
materialización de sus deseos, alterando un orden que debe ser restaurado. Lo que
para un personaje constituye el castigo y el punto final a sus acciones transgresoras,
para el otro constituye su punto de inicio, motivo precisamente de una labor
disciplinaria.
1.2 Tristana: Desviación y marginalidad del sujeto femenino
La novela gira en torno al personaje de Tristana, quien tras quedar huérfano
pasa a la tutela de don Lope, un don Juan en declive, antiguo amigo de la familia
quien pronto la convertirá en su amante. El encerramiento doméstico al que la somete
su protector hará que el personaje desarrolle una conciencia femenina que pasará por
94

escaparse a la calle –no la del centro como en el caso de Isidora, sino de los
márgenes— donde se enamorará de un pintor con quien iniciará una relación
sentimental. El desvío geográfico hacia los márgenes y moral hacia la actividad sexual
convierte a la calle, no sólo en ámbito de emancipación femenina, sino en espacio de
transgresión, conducente a la aventura sexual y antesala de la misma. Finalmente la
calle funcionará como espacio de la resolución, al contraer el personaje un cáncer en
la pierna que requerirá la amputación con la que se restaurará el orden mediante la
restricción absoluta de movimientos físicos, el fin de las salidas callejeras y la
imposición del matrimonio, ilustrando el castizo refrán de “la mujer con la pata
quebrada y en casa”.
En la primera sección se explora la marginalidad del sujeto –social, moral,
geográfica y lingüística—como punto de partida para el desvío callejero. En la ruptura
con toda norma social, el personaje descubre que caminar, aprender y vivir son una
misma cosa y la calle será el escenario donde poner en práctica las tres acciones,
resultando en un espacio con poderosos efectos en la construcción de la subjetividad
femenina. La marginalidad del personaje redundará en su huída a los márgenes
urbanos, primero movida por un deseo de evasión del ámbito doméstico y de las
acciones adúlteras que tienen lugar en él, y segundo como búsqueda de sentido a su
vida fuera de toda ley social, un sentido que encuentra en el espacio abierto y natural
como antítesis del espacio doméstico al que se relega a la mujer. La segunda sección
analiza el paseo femenino como desviación, estableciendo una poderosa relación entre
libertad callejera y libertad sexual, en tanto que la primera, aparte de constituir un
escape al cautiverio del personaje, conduce a la segunda. El paseo como antecedente,
conducente y sustituto del acto sexual hace que la calle cobre un carácter conflictivo y
peligroso cuando es transitada por una mujer. Asimismo, esta relación calle-acto
95

sexual evidenciará el papel de la calle como vía que facilita la posibilidad del
encuentro con el otro, y adelanta la erotización de la experiencia urbana como uno de
los rasgos esenciales del moderno entorno urbano.
1.2.1. Entre el margen y la marginalidad
Desde el principio del relato, Tristana es un ser marginal en todos los aspectos.
Huérfana desamparada tras la muerte de sus padres con tan sólo veintiún años, pasa a
cargo de don Lope, viejo amigo de la familia, con quien ejerce de manceba y criada,
de hija y esposa al mismo tiempo, según conviene a su tutor, para quien Tristana “no
era hija, ni sobrina, ni esposa, ni nada; no era nada y lo era todo” (Tristana 123). Su
indeterminación en la casa queda subrayada por la falta de personalidad, culpable de
la falta de materialización de sus muchos proyectos artísticos. 20 Las primeras
apariciones de Tristana en el texto se corresponden con una etapa de inocencia en la
que el personaje no habla, no se pronuncia, prácticamente no existe. Dice Aldaraca
que la inocencia de Tristana apunta a “una falta de desarrollo psicosocial” (Ángel
186). El aislamiento social en el que ha vivido por la locura de su madre (a quien pasó
dos años cuidando) resulta en una falta de apoyo familiar y educativo, a lo que más
adelante se unirá la falta de apoyo económico. El sustento social también se verá
minado, pues la perversión de la relación ambivalente con don Lope la sumirá en una
ignominia social y consecuentemente la convertirá en un personaje inasimilable
socialmente. Todo ello tendrá importantes consecuencias en el desarrollo psicológico
y mental del personaje, que Sinnigen resume de la siguiente manera:
20
Muchos críticos se han planteado esta falta de personalidad. Ya en la breve reseña que realizó de la
novela, Clarín afirmó que la debilidad psicológica del personaje fue el motivo de su fracaso artístico
(Galdós 251). Farris Anderson señala que una de las características de Tristana es la falta de una
personalidad estable (“Ellipsis” 61), mientras que Noël Valis alude que Tristana no tiene el suficiente
aguante para llegar a ser una artista (“Art, Memory” 212).
96

Tristana is unable to overcome this initial isolation. Never confronted by any
character or group of characters who embody or defend the institutions and
values of the status quo, the development of her consciousness is restricted.
Thus, although she rebels against the social norm and seeks to achieve a new
role, that quest ultimately remains abstract because she lacks an adequate
vision of the society whose conventions she seeks to overcome. (“Resistence
and Rebellion” 278)
El aislamiento mental del personaje, que según Aldaraca y Sinnigen deriva del social,
la acompañará a lo lardo de todo el relato: la relación incestuosa, sus salidas a la calle,
su libre amor con Horacio, su mutilación y en última instancia su casamiento
responden todos ellos a comportamientos desviados, marginales, que afectarán la vida
psicológica del personaje desde un primer momento, serán responsables de un trauma
psicológico profundo que va a desembocar en la muerte metafórica final, y situarán al
personaje al margen de lo “natural”, esto es, de los valores sociales aceptados.
Cabe señalar que el aislamiento físico antecede al social, y parece ser el origen
de la marginalidad del personaje. Aunque la relación de Tristana con su madre tiene
lugar en un espacio extratextual y apenas se alude a él en la narración, es un
acontecimiento importante para explicar la personalidad del personaje. Es curioso que
la influencia de la madre de Tristana en el personaje haya sido frecuentemente pasada
por alto por la crítica, que a menudo ha mirado a don Lope como principal portador de
ciertos principios que Tristana hereda. En el trascurso del desarrollo de su subjetividad
Tristana muestra valores ideológicos heredados de don Lope –su rechazo al
matrimonio, su actitud anticlerical, su desinterés por las cosas materiales, su amor por
la libertad y su pasión por la calle—pero es importante advertir que su naturaleza
itinerante ya le viene al personaje de mucho antes de su contacto con Lope. La madre
97

de Tristana era un personaje trastornado, cuyo “cerebro no funcionaba como Dios
manda” y entre cuyas manías sobresalían dos: la “de mudarse de casa y la del aseo”
(Tristana 129). La obsesión de Josefina Solís por “pasear los trastos por cuantas calles
y rondas hay en Madrid” cada semana es atribuida, según el narrador, al “ansia infinita
de lo desconocido” (129) que mueve al personaje, un delirio (en palabras del narrador)
el cual será heredado por su hija, como una enfermedad que se transmite por la sangre.
Aunque referido a intereses diferentes, Tristana se embarcará en una búsqueda
parecida, motivada por el deseo de aprender, de conocer (lo desconocido) y así, su
naturaleza nómada e itinerante será una constante fija en el proceso formativo de su
subjetividad, la cual a pesar de transformarse a cada paso frente a las fuerzas que
conforman su configuración inestable, mantendrá la muda constante, la movilidad
física y el rechazo a cualquier sujeción a un espacio concreto como huella indeleble en
su subjetividad. Dicha naturaleza errante quedará manifestada en el texto en las
salidas a la calle como punto de partida del afán de búsqueda, tanto de una profesión
artística como de un espacio físico acorde a su personalidad. Pero la identificación con
la madre va más allá del instinto nómada: si bien la “insana manía del aseo” no parece
haber dejado huella considerable en Tristana (de ello sólo nos dice el narrador que la
joven “llevaba en toda su persona la impresión de un aseo intrínseco, elemental,
superior y anterior a cualquier contacto de cosa desaseada o impura”, 123) el ansia de
instrucción y los intereses intelectuales de Tristana sí son herencia materna pues su
madre era “bastante instruida y hasta con ciertas puntas y ribetes de literata de buena
ley” (130). En definitiva, todo ello está relacionado con el afán de búsqueda y el ansia
infinita de lo desconocido, que será lo que lleve a Tristana a la perdición. El miedo de
naturaleza hipocondríaca que la madre siente a contraer cualquier enfermedad –que
toma la forma casi psicótica de ama de casa—no es transmitido a Tristana, pero es
98

significativo que el personaje contraiga una enfermedad hacia la que se ha
encaminado por sus “desvíos”, enfermedad metafórica primero, real después, que
supondrá la derrota del sujeto, la destrucción de sus ideales y el fin de su movilidad
física. Hasta lo que yo conozco, sólo el artículo de Tubert alude a esta identificación
entre Tristana y su madre. Sirviéndose de las teorías edípicas de Freud, la autora
explica la importancia de la relación con el otro (en este caso, con la madre) para el
proceso de subjetivación de Tristana en tanto que esta relación tiene gran peso en el
destino erótico del sujeto femenino. Sin embargo, en ningún momento se alude a las
salidas a la calle y a la búsqueda de espacios abiertos como componente esencial de
esta identificación.
Encerrada en el ámbito doméstico como protectora y guardiana de su propia
madre, el personaje pasará a ser protegida y “guardada” en otro espacio similar,
cerrado y reducido, localizado en los márgenes de la ciudad, en el barrio de
Chamberí. 21 Alejado del centro urbano donde se estaban produciendo procesos de
urbanización y modernización, con todas las connotaciones de orden y poder que
aquéllos representan, la casa que Tristana comparte con don Lope se encuentra en un
barrio inseguro, en “ruidoso vecindario de taberna, merendero, cabrería” (119). La
localización de la casa en este barrio no es casualidad. Señala Anderson que “there is
clearly an historical basis for Galdós’ selection of Chamberí as a place of exile and
unfulfillment. The unfinished quality of the area provides a natural context for the
incompleteness of the characters who live there” (“Ellipsis” 64). Esta correspondencia
21
La segunda parte de Fortunata y Jacinta se desarrolla también en el barrio de Chamberí, introducido
en la novela como un barrio nuevo al que han sido expulsadas las órdenes religiosas tras la
desamortización decimonónica, ubicación de la casa de la familia Rubín y doña Lupe. Igual que en
Tristana, le sirve al escritor para establecer una tensión entre el centro capitalino y la periferia. También
en esta novela el barrio es presentado en términos negativos, asociado con la marginalidad, pero la
diferencia es que en Fortunata los personajes se moverán entre este barrio al norte de la capital y el sur,
así como en el centro urbano, mientras que en Tristana este desplazamiento hacia el interior nunca se
produce.
99

analógica es altamente discutible, pues hay muchas otras lecturas, de índole social y
económica, que permiten relacionar el espacio con los personajes en el texto.
Localizado al norte de la capital, hacia 1880 (única mención cronológica en la novela)
el barrio de Chamberí constituía un área “incompleta” de la ciudad en tanto que estaba
a medio urbanizar: componía un sector de rápida conformación el cual venía
creciendo constante y vigorosamente desde la segunda mitad del XIX con la
construcción de un hipódromo en las afueras de la puerta de Santa Bárbara en 1846, el
derribo de las murallas que tenían encorsetada a la ciudad vieja mediante en 1857 y la
llegada de las aguas del Lozoya un año después. Por estos motivos, era un barrio
asociado a la criminalidad y la corrupción, una reputación que mantendría bien
entrado el siglo XX, en parte por sus “extensos campos abandonados, sus barrancos y
sus ruinas” (Répide 193). Habiendo “gozado en mejores tiempos de una regular
fortuna” (Tristana 121), don Lope “no ha muchos años” (119) que vive en este barrio
ruinoso, cuya elección se debe únicamente a “la baratura de las casas” (121), como
bien señala el narrador. Vázquez documenta que este barrio nació en el siglo XVIII
“entre fábricas, tabernas, cementerios y palacetes” (Madrid 39), lo que denota el
interés que esta zona de la ciudad despertó en nobles y burgueses como lugar donde
levantar sus palacetes y casas de recreo. Ya en el XIX, prosigue Vázquez, se
construyó “un lujoso teatro” en las mismas afueras, el cual se convirtió en lugar de
desahogo para los adinerados y junto al casi centenar de tabernas y casas de mala nota
acumuladas en este barrio le ganaron la fama de “barrio ocioso y festivo” (39). No es
casual, pues, que la casa de Lope, defensor de un orden reaccionario, personaje “sin
ninguna ocupación profesional” quien “se pasaba la vida en ociosas y placenteras
tertulias de casino, consagrado a trincas de café y a otros rincones de esparcimiento”
(Tristana 121) se ubique en este barrio “excéntrico” (121). Por lo tanto, cuando
100

Anderson habla de “incompleteness of the characters” debe entenderse el carácter
marginal, el cual por su condición económica, valores ideológicos y actitud ante
determinados pilares básicos de la sociedad burguesa decimonónica como el
matrimonio y la familia son sujetos considerados al margen de la sociedad burguesa.
En el espacio textual, podría afirmarse que Tristana es un ser “incompleto” en
tanto que no posee la habilidad de utilizar el lenguaje para articular su deseo mediante
el discurso. En otras palabras, no es capaz de manifestarse en el orden simbólico.
Tristana es un infante, entendido en su acepción latina etimológica como “el que no
habla”, lo cual se encuentra en consonancia con la falta, casi infantil, de
concienciación y de desarrollo de la personalidad a la que nos referíamos
anteriormente. Derivado de la ausencia de lenguaje y la consiguiente falta de
personalidad, el personaje es presentado, no como sujeto capaz de emitir un discurso,
sino como objeto inmóvil y mudo, como un ser inerte, “una petaca, un mueble o una
prenda de ropa” (123). Principalmente por su inmovilidad, confinamiento y absoluta
supresión de todo espectáculo privado, el personaje se encuentra sumido en la más
absoluta tristeza y oscuridad: “Los horizontes de la vida se cerraban y ennegrecían
cada días más delante de la señorita de Reluz y aquel hogar desapacible, frío de
afectos, pobre, vacío en absoluto de ocupaciones gratas, le abrumaba el espíritu”
(143). Sólo bien entrada la narración, el personaje entra en el orden de lo simbólico y
se establece como sujeto pensante adoptando el lenguaje (y el poder simbólico que
éste implica) para expresar sus aspiraciones. De hecho, el despertar lingüístico se
corresponde con la emergencia de su concienciación femenina: la primera vez que
articula palabra es para elaborar un discurso feminista en relación con la anhelada
libertad y la independencia que ella relaciona con “el hondo tumulto de Madrid”, la
“polvareda de luces” (141) y los paseos con Saturna, únicos momentos en su vida que
101

“podía dar de lado a su tristeza” (146). 22 Cuando Tristana empieza a ver cierta luz
sobre su posible porvenir, toma conciencia de éste en términos de “espacios futuros”
(124), expresando su deseo en términos espaciales. Ya desde antes de pisar la calle, el
personaje se siente atraído por lo que este espacio social, abierto y sin límites, viene a
significar: “No valgo para encerronas. Yo quiero vivir, ver mundo y enterarme de por
qué y para qué nos han traído a esta tierra en que estamos. Yo quiero vivir y ser
libre…” (139). Para el personaje, caminar, aprender y vivir son una y la misma cosa, y
la calle constituye el punto de partida para las tres como espacio con poderosos
efectos en la construcción de la subjetividad femenina. Será a partir de este momento
cuando Tristana entre en todo un sistema de prohibiciones y restricciones impuestas
por Lope y materializas en el texto en términos espaciales, con el objetivo de canalizar
la energía desbordada del personaje y frenar sus ansias de movilidad. Como forma de
represión, su amo le prohíbe salir de paseo, pero el discurso subversivo se abre paso, y
así la pobre esclava “se escabullía casi todas las tardes” (146). 23
22
Es un despertar en toda regla: la acción subversiva, esto es, el abandono del hogar para salir a la calle,
comienza cuando “los anhelos de independencia despiertan” en el personaje (124), lo que se
corresponde con una adquisición de conciencia que coincide con una transformación de “la estopa de la
muñeca” en “sangre y médula de mujer” (137). De objeto inanimado a ser humano con sangre que fluye
por las venas, el despertar del personaje cobra la forma de la movilidad física, de la toma de espacios
abiertos. Esta hipótesis cobra mayor relevancia si se tiene en cuenta que dichos movimientos –culpables
del desvío de Tristana—serán “cortados”, reprimidos, una vez se corte la pierna y deje de circular
sangre por ella. En este momento, el sujeto se transformará de nuevo en un objeto inanimado, en una
“pobre muñeca con alas” que “quiso volar, pero no contaba con su destino” (241). Queda así
establecida la relación entre la subjetividad femenina y el destino social de la mujer.
23
Tubert vuelve a proporcionar una explicación psicoanalítica del despertar del personaje: Tristana
despierta porque “logra acceder al deseo en tanto llega a sentirse reconocida como objeto del deseo del
padre” (“Ley patriarcal” 234), una reacción que debe entenderse como indicio de que “se ha establecido
en ella por fin la prohibición edípica con la consiguiente represión del deseo incestuoso” (240). Esta
interpretación es en cierto modo limitadora en tanto que marca la entrada de Tristana en un sistema de
prohibiciones como origen del despertar femenino, y no como una consecuencia directa de la acción
subversiva que el sujeto llevará a cabo a raíz de su despertar, esto es, las salidas a la calle y el
consecuente desvío sexual. Además, esta lectura explica el despertar de Tristana en relación a la
sexualidad femenina, sin conceder importancia a la cuestión espacial. Sin embargo, la lectura de Tubert
sugiere una asociación relevante para nuestro análisis: el acceso al deseo que según la autora señala el
despertar de Tristana coincide con la obsesión por conquistar un espacio abierto (la calle),
estableciéndose de esta manera una estrecha relación entre paseo y libertad sexual que desarrollaré más
adelante.
102

A diferencia de Isidora, los paseos con Saturna en los que se embarca el
personaje no lo conducen al centro urbano madrileño, sino al extrarradio, hacia Cuatro
Caminos, al Partidor, al Canalillo y al Hipódromo. La mención de estos espacios
como escenarios del paseo de Tristana merece un breve análisis. A lo largo de la
segunda mitad del siglo XIX se construyeron en Madrid diversos hipódromos, como
el del ventorrillo de la Sorda, el del Parador de la Luna o el de la Puerta de Santa
Bárbara, construido a las afueras de la misma puerta en 1846. Sin embargo, el
Hipódromo por cuyas inmediaciones pasea Tristana remite al Hipódromo de la
Castellana (ocupando el espacio actual de los Nuevos Ministerios), el primer
hipódromo oficial de la ciudad, lugar de encuentro de la alta burguesía y la
aristocracia de la época, inaugurado en 1878 y derribado en 1933 tras el ensanche
norte del paseo de la Castellana. El Canalillo era el canal descubierto de Isabel II por
donde circulaba el agua que llegaba desde el Lozoya, cruzaba el parque de la Dehesa
de la Villa, cerca de Cuatro Caminos, y discurría en un recorrido serpenteante
bordeando el Hipódromo hacia el barrio de la Guindalera, al este de la ciudad.
Inaugurado en 1858, en sus bordes se asentaron algunas quintas que se aprovechaban
del agua para el riego. Los madrileños acudían a pasear los domingos por la tarde en
los merenderos que se instalaron junto al canalillo. El Partidor, por el contrario, estaba
situado a la izquierda de la glorieta de Cuatro Caminos, y como su nombre indica, era
el lugar donde se dividía y se separaban las aguas de abastecimiento de la ciudad a las
destinadas a riegos u otros usos, que eran conducidas a través de dos acequias (la del
norte y la del este). Junto a él se construyó un jardín-merendero donde los madrileños
acudían los domingos por la tarde. Recordemos que Tristana utiliza estos paseos de
campo, “con meriendas las más de las veces” como “esparcimiento saludable”
(Tristana 146). Estos destinos elegidos por el personaje para sus paseos tienen en
103

común su ubicación en los márgenes de la ciudad, en la parte norte más allá del barrio
de Chamberí donde vive con Lope.
Junto a ello, el hecho de que Tristana pasee por las inmediaciones del Partidor
y del Canalillo, lugares asociados con el agua, es interesante. Si partimos de que
muchas tradiciones consideran el agua como un medio para transformar y convertir la
materia en vida e impulsar el espíritu hacia la iluminación y la autoconciencia, el
acercamiento de Tristana hacia el agua alude, como su apellido indica, a su viaje
metafórico desde el mundo oscuro de la ignorancia (y del espacio cerrado) a la esfera
luminosa de la instrucción y el conocimiento (del espacio abierto). La preocupación
de Isidora Rufete por su desahuciado aspecto físico aumenta a medida que sus paseos
urbanos se vuelven más asiduos, lo que se traducirá en una mayor dependencia de la
costumbre del baño, que doña Laura, su anfitriona, critica con dureza: “No hace más
que emperifollarse, pasear y lavarse. Más agua gasta ella en un día que toda la familia
en tres meses” (La desheredada 186). Es interesante que la reprimenda equipare el
cuidado del aspecto físico al pasear y al lavarse. Si consideramos el agua como el
primer espejo del hombre racional, lo primero en estimular su autoconciencia y
racionalidad, se puede concluir que las relaciones del personaje con el agua están
íntimamente relacionadas con el despertar de una nueva conciencia femenina y con
ella, tal y como lo presenta el narrador, la posibilidad de desvío y alejamiento del
orden burgués. Al mismo tiempo, el agua se asocia con aquello que no se puede
controlar, que fluye a veces de manera turbulenta, a veces dócilmente, pero siempre
imparable. En su libre fluir, el agua es símbolo de lo mudable, igual que Tristana, en
su caminar, es sujeto mutante en perpetua construcción. Recordemos que en el
Romanticismo, el mar como categoría estética se corresponde con lo sublime, esto es,
lo inefable, lo que se escapa a todo control, que es precisamente lo que Tristana viene
104

a representar en el texto: un individuo que se escapa del orden, se resiste al discurso y
por lo tanto tiene que ser “reconducido” y “canalizado”, como el agua en el Partidor.
En el campo, alejado de todo urbanismo y urbanidad (entendida como la
cualidad de lo cortés y del buen modo), al margen de la sociedad, Tristana hace gala
de un comportamiento pueril y casi salvaje, entregándose a los paseos “con abandono
pueril, permitiéndose correr y saltar…” (146). Dicha conducta desinhibida recuerda a
la protagonizada por Petra, la criada de Ana Ozores, quien durante el paseo por las
afueras de Vetusta “se paraba a coger florecillas en los setos, se pinchaba los dedos, se
enganchaba el vestido en las zarzas, daba gritos, reía…” (La Regenta 347). La visita al
Retiro de Isidora Rufete despertaba igualmente en el personaje “instintos de
independencia y de candoroso salvajismo” (La desheredada 118), pero pronto estos
deseos de correr son apaciguados. Estos tres ejemplos comparten el protagonismo de
una mujer de clase social baja que se entrega a un comportamiento desinhibido en la
naturaleza el cual pronto cobrará ribetes sexuales, lo que viene a reafirmar las palabras
de Jagoe: “Female sexuality was relegated to the lower classes” (Ambiguous 24). Esto
es especialmente relevante si se tiene en cuenta la estrecha relación entre paseo (por
los márgenes) y experiencia sexual en el personaje de Tristana. Mientras Isidora se
reprime en el Retiro, Tristana y Petra procederán a mantener relaciones sexuales con
Horacio y Antonio respectivamente, lo que podría explicarse por la ambición social
que domina a Isidora, la necesidad de aparentar pertenecer a la nobleza, más fuerte
que sus instintos salvajes, lo cual le hace “domesticar” su espíritu indómito de la
misma manera que se ha civilizado al bosque. Tristana, por el contrario, no está
interesada en aparentar o acceder a una posición social a través de objetos definitorios
de clase, sino en ser, alzarse como sujeto, adquirir significación, esto es, dejar de ser
“insignificante”.
105

Estas peripecias por el norte de la capital quedarían explicadas por dos
motivos, íntimamente relacionados: en primer lugar Tristana se refugia en los paseos
por la necesidad de alejamiento de la casa de su amo, símbolo del decaimiento, la
inmovilidad y el enclaustramiento. El rechazo que le inspira el hogar no es tanto por lo
que éste tiene de represor como por lo repugnante de las acciones que tienen lugar
dentro de él. Tras el despertar de su letargo, Tristana huye de un comportamiento
antinatural –el incesto—para refugiarse en el mundo natural, saludable y libre. El
placer que su nuevo mundo le inspira está generado por el odio hacia el viejo mundo.
Podría decirse que el proceso de búsqueda está estimulado por el deseo de evasión. En
segundo lugar, derivado de su profundo rechazo y frente al ejercicio del poder
patriarcal impuesto sobre ella, el personaje se rebela y se resiste a entrar en los moldes
de la sociedad burguesa. Las excursiones a los márgenes del norte de la ciudad deben
leerse como un alejamiento de la norma y un desvío consciente por parte de un sujeto
subversivo que se ha construido como respuesta a los muchos ejercicios del poder
patriarcal que intentan restringirla al espacio privado con todas las connotaciones
negativas que ello tiene. Pasear por los márgenes corresponde a una construcción de
un sujeto marginal que, como argumentaba Sinnigen, se rebela contra las normas
sociales en busca de un papel social nuevo y así, en un movimiento contrario a Isidora
Rufete, se desplaza a los márgenes urbanos en busca de un sentido a su vida. Es por
ello que la felicidad que estos paseos por las afueras inspiran contrastan con la
desorientación que el centro urbano representa: “¡Con decirte que no conozco ninguna
calle ni sé andar sola sin perderme! El otro día no supe ir de la Puerta del Sol a la calle
de Peligros, y recalé allá por la plaza de la Cebada. No tengo el menos sentido
topográfico” (Tristana 197-98). Podría explicarse esta desorientación en el centro
como una excusa para deambular sin rumbo por la ciudad, para perderse y pasear sin
106

mapa y utilizar el paseo urbano como constructor de subjetividad frente a la sujeción y
fijación a la que Lope la pretende restringir. Sin embargo, también habría que explicar
esta desorientación por el hecho de que el personaje no sabe andar sola. Su sentido
topográfico es nulo en el centro de Madrid, pero seguramente también lo sería en el
extrarradio, algo que el narrador no dice. Tristana nunca camina sola: sus salidas
siempre están acompañadas, primero por Lope, después por Saturna, y finalmente por
Horacio. A pesar de su rebeldía y resistencia a comulgar con las normas sociales,
Tristana apoya en cierto modo el orden social el cual dictamina que una mujer no debe
salir a la calle sin la compañía de una figura masculina, o al menos de un criado, por
considerarse desaconsejable e incluso indecente. A diferencia de Isidora, quien no
cesará en su empeño de salir sola para gozar de plena libertad, el personaje de Tristana
orienta su libertad hacia otras metas, igualmente condenables.
1.2.2. El paseo como desviación
Hasta ahora el texto no hecho más que insinuar la relación entre calle y libertad
sexual, pero llega un momento en que dicha relación se hace implícita. Son muchos
los indicios que apuntan a la estrecha relación entre calle y desvío sexual,
incomprensiblemente pasada por alto por la crítica. En relación a la libertad sexual,
Densmore escribe: “Sexual freedom is the first freedom a woman is awarded and she
thinks it is very important because it is all she has” (“On Celibacy” 265). Si la libertad
sexual es la primera y más importante toma de poder de la mujer, lo es precisamente
porque a través de la sexualidad se adquieren otros poderes: ante la propuesta de
matrimonio de Horacio, Tristana tiene el poder de decir que no, un empoderamiento
107

que puede rastrearse en el romance medieval. 24 En esta línea Tubert declara que el
incesto como actividad sexual en general y en Tristana en particular debe ser leído
como un ejercicio de las relaciones de poder y del deseo (“Ley patriarcal” 233). Si a
ello unimos la idea de que la calle, como se viene demostrando, es uno de los primeros
espacios físicos que la “new woman” ocupa en un intento de conquistar un destino
propio que le suponga la adquisición de todos los derechos reservados a los hombres,
parece fácil establecer una relación entre calle y libertad sexual.
Las prohibiciones de don Lope a las salidas callejeras de Tristana son el
antecedente que apuntan a esta estrecha relación: “Porque nada tendrá de particular
que, si sales, te acose algún mequetrefe, de estos Bacillus virgula del amor que andan
por ahí, y que tú, a fuerza de oír sandeces, te marees y le hagas caso” (Tristana 164).
En la calle el individuo corre el riesgo de contraer un “virus”, el del amor, que
también anda suelto por la calle para infectar a todo el que se desvíe. Estas palabras
prefiguran el destino del personaje: en efecto, en la calle conocerá a Horacio, se
“infectará” de su amor, y tras caer enferma, requerirá una cura extrema. Las palabras
de Lope como amante que canta al amor libre pero que utiliza esas ideas liberales para
encarcelar a Tristana 25 están justificadas por el miedo de la figura patriarcal ante la
libertad femenina –una vez más demostrando lo anticuado de sus valores tradicionales
en relación a la libertad de la mujer. Parsons lo expresa así: “The unmarried,
24
El poder de decir que no es el primer (y único, podría decirse) poder que se le concede a la amada en
el romance medieval. Mediante este poder el personaje, igual que Tristana, puede controlar el deseo
del amante (en este caso Horacio) y negarle sus servicios, bien por capricho, por lógica (porque esté
casada) o por sabiduría (porque el amante no le conviene). Esta toma de poder cobrará un punto más
álgido en la Tristana de Buñuel, cuando al final el sujeto femenino tenga el poder de elegir entre la vida
y la muerte, poder supremo del que el personaje se apropia como resultado de la castración.
25
Recordemos que con la negativa a casarse con Horacio, Tristana ejerce su derecho a la libertad según
los valores transmitidos por Lope, pero al mismo esta negativa la encadena más a su tirano. Galdós
hace explícita esta ambivalencia de la libertad a través de las palabras del personaje: aunque Lope
exhorta a Tristana a huir del matrimonio, porque éste “te zambulliría en la vulgaridad. Tú no puedes ni
debes ser de nadie, sino de ti misma” (Tristana 227), poco más adelante y tras el fracaso de la relación
con Horacio no puede sino dejar aflorar su egoísmo: “¡Sujeta para siempre! ¡Ya no más desviaciones
para mí!” (241).
108

emancipated woman was also judged in sexual terms as threatening to masculinity; as
sexually free and voracious” (Streetwalking 83). Como decíamos anteriormente, la
libertad sexual es el punto de partida para la toma de otras formas de poder y Tristana,
quien se echa a la calle en busca de su emancipación por vía de la soltería, del amor
libre y de una profesión que le haga vivir “libre y honrada”, constituye un peligro
social.
La advertencia de Lope adelanta a su vez la imagen de la ciudad como
territorio propicio al juego y a las asociaciones novedosas que privilegiará la literatura
vanguardista y de la que Buñuel se aprovechará para hacer circular al sujeto femenino
por las calles toledanas, estrechas y laberínticas, las cuales conducirán al encuentro
con el futuro amante. La calle como vía que conduce a la sorpresa facilita la
posibilidad del encuentro con el otro, lo cual erotiza la experiencia urbana y establece
una estrecha relación entre mujer y ciudad, como se verá en el tercer capítulo de esta
tesis. En efecto, será en la calle madrileña, en particular en la calle de Ríos Rosas,
calle de las afueras que une los altos de Santa Engracia y la Castellana, donde Tristana
cruce miradas con Horacio por primera vez, empezando a “examinar con ojos de
mujer al hombre que tan sin motivo absorbía su atención” (Tristana 148). Será en este
momento cuando se produzca el verdadero despertar del deseo sexual, pues si bien el
personaje ya ha sido seducido y conquistado por Lope, hasta ahora el deseo ha estado
unido al odio, o como explica Hoffman, “Tristana grows in sexual desire, but she also
grows to hate her only available and permissible source of sexual pleasure, the aging
Don Lope” (“Tristan la Blonde” 170). Esto cambiará en la calle de Ríos Rosas, donde
Tristana “siente una sacudida interna, como suspensión instantánea del correr de la
sangre” (Tristana 148) al producirse el encuentro visual con Horacio.
109

La introducción de Horacio en el texto viene precedida por un paseo con los
hospicianos, un detalle que no debe ser pasado por alto. Los paseos al campo tienen
un cariz diferente los domingos, día en que Saturna sale a encontrarse en el paseo con
su hijo, internado en el Hospicio. Los hospicianos son conducidos, encadenados como
presos, hacia “un lugar convenido en las calles nuevas de Chamberí” (146), donde se
les deja en libertad para que jueguen. El margen de la ciudad como lugar al que se
destina al desviado, al enfermo o al criminal recuerda a la ciudad del primer tercio del
siglo XIX, esa “capital digna de la monarquía” tal y como la define Juliá, cuyo ideal
de orden y limpieza no se refería sólo a las calles, sino también a los individuos. En un
intento de hacer de Madrid una capital mejor ordenada y más limpia, se
implementaron una serie de cambios urbanísticos destinados a convertir la ciudad en
digna de la monarquía. El aspecto de las calles madrileñas empezó a mejorar gracias a
una serie de avances, entre ellos la adopción de los adoquines de granito en 1845, la
instalación del alumbrado de reverbero de gas en 1848, la sustitución del arroyo
central de las calzadas por los dos laterales en 1850 y la retirada de basura cada
mañana a partir de 1857. Pero este orden también atañía a los sujetos: había que
expulsar al exterior a todos aquellos que pudieran afear la imagen de la ciudad, pues
como dice Juliá, “a los pobres Madrid los quiere, si es posible, lejos y, desde luego,
recluidos” (Madrid 367). Junto a criminales y enfermos, entre los recluidos están los
niños, quienes son internados en la inclusa o en el hospicio si son mayores, construido
en 1848. Esta jerarquización social que margina al diferente se deja entrever todavía
en 1892, fecha de publicación de Tristana, donde a los hospicianos que caminan como
una “doble cuerda de presos” (Tristana 147) el domingo por la mañana por el norte de
la ciudad se une un desfile de sordo-mudos y ciegos que caminan en parejas “de mudo
y ciego” (147). La descripción de este episodio es altamente naturalista:
110

Contrastaban las caras picarescas de los mudos con las caras aburridas,
muertas, de los ciegos, picoteadas atrozmente de viruelas, vacíos los ojos y
cerrados entre cerdosas pestañas, o abiertos, aunque insensibles a la luz, con
pupila de cuajado vidrio. (147-48)
En este desfile espantoso, agudizado el espanto por tratarse de niños, la fragmentación
humana que refiere la mutilación de partes del cuerpo inservibles funciona como
antesala de la amputación que el cuerpo femenino de Tristana sufrirá más adelante.
Las partes defectuosas de estos cuerpos afectan todas ellas a los sentidos básicos que
permiten al ser humano conocer y ubicarse en el mundo –los ojos, el oído, el habla—
igual que la pierna de Tristana, el miembro que pronto tornará inservible, le ha valido
al personaje para salir y conocer mundo. La procesión de los enfermos es la misma
peregrinación que Tristana recorrerá hasta su destino, primero Horacio, al que
conocerá minutos después y con quien “pecará” y posteriormente la amputación y el
matrimonio como castigo a dicho pecado. La asociación Horacio-adulterio, y con ella
adulterio-fragmentación queda puesta de manifiesto en el texto mediante la presencia
de estos cuerpos desnaturalizados que además, parecen servir en la novela únicamente
para que Tristana conozca a Horacio.
Importa apostillar que en la estructura binaria de contrastes y tensiones
espaciales sobre la que está construida la novela, el hecho de que los sordo-mudos
caminen en parejas, así como los hospicianos son conducidos en “doble cuerda” es un
detalle importante. Tristana se encuentra atrapada continuamente entre dos cosas o
extremos: hija o esposa de don Lope, amante reaccionario (Lope) o tradicional
(Horacio), centro o periferia, interior o exterior, independencia o matrimonio, libertad
o encarcelamiento. Los contrastes están relacionados con la capacidad de elección del
personaje. La libertad no es un concepto que se aplique a la mujer, como bien señala
111

Saturna, “no suena bien en boca de mujeres” (139) y por ello en Tristana este
continuo elegir entre dos cosas y su libertad de negarse al matrimonio con Horacio
resulta tan chocante a la vez que revelador, lo que sugiere el intento de adopción de un
rol masculino por el que finalmente el personaje será duramente castigado. En última
instancia, el juego de binarios y contrastes se relaciona con la amputación, en la que
ante dos miembros, se pierde uno. Ello demuestra que la capacidad de elección que
parecía tener el personaje es ilusoria y utópica, pues la negativa a unirse a Horacio la
atará de por vida a Lope. En la película de Buñuel la cuestión de la libertad femenina
es presentada de manera mucho más favorable para la mujer, pues Tristana comienza
expresando su obsesión por elegir entre dos elementos aparentemente iguales e
irrelevantes –dos columnas, dos uvas, dos migas de pan—para terminar tomando una
decisión esencial entre la vida y la muerte de don Lope. Recordemos también que el
encuentro con Horacio es el resultado de elegir entre dos calles, una de las cuales
conduce al amante.
En la novela de Galdós dice Hoffman que “there is no space for freedom”
(“Tristan la Blonde” 173); en realidad sí hay lugar para la libertad, y la subjetividad de
Tristana queda definida en base a esta libertad cuando decide embarcarse en los
paseos con Horacio, primero por el campo y luego por el estudio, o cuando se niega a
casarse con él, pero esta libertad de la que disfruta el personaje tendrá como resultado
(a modo de castigo) la amputación física y con ella la castración metafórica. En cuanto
deja de circular sangre por la pierna, el personaje deja de circular por las calles; esto
revierte en el fin de la libertad sexual y del deseo, y en consecuencia, en la
aniquilación del poder de elección: el personaje sólo tendrá una opción, la del
matrimonio.
112

Es necesario hacer un breve inciso para referir el papel de Saturna, la criada
que acompaña a Tristana en sus paseos. Ante el miedo a que Tristana salga sola por la
calle y “la acose algún mequetrefe”, Lope elige a Saturna para evitar el desvío
callejero del personaje; sin embargo la criada pronto se convertirá en aliada de
Tristana, participando en la relación con Horacio de manera indirecta: se ríe del
“flechazo” (149) de los jóvenes en la calle; cuando Tristana no se atreve a mirar a
Horacio, Saturna “mira por las dos” (150); y se alegra secretamente cuando Tristana y
Horacio se paran a hablar en la calle. La colaboración en la relación adúltera no sólo
será indirecta, sino que también es una facilitadora directa al aceptar ser emisaria de
las cartas que los amantes se escriben, y al dejarlos partir solos en sus paseos, “con
bastante pachorra y discreción” (154). El acompañamiento físico en la calle, contrario
a funcionar como estrategia de control disciplinario, torna en un acompañamiento
moral, en un consentimiento omiso que permite el desvío. Teniendo en cuenta el
discurso de la criada unas páginas antes en relación a la falta de libertad de la mujer,
Tristana vendría a representar el deseo reprimido de Saturna, tal y como la criada
Petra representaba la represión sexual de Ana Ozores en La Regenta en un interesante
juego de dobles. Esto sugiere la existencia de un poderoso espacio simbólico
comunitario en el que, salvando las diferencias generacionales o de clase, las mujeres
se unen bajo un mismo deseo de ser reconocidas como sujetos agenciales, capaces de
disponer de una libertad sexual y de vivir “libres y honradas”. Si la subjetividad
femenina empezó a construirse en el espacio doméstico a través del lenguaje, en torno
al intercambio de confidencias y alrededor de un discurso feminista, seguirá
configurándose en el espacio de la calle a partir de la acción, tanto directa (de
Tristana, que “actuará” con Horacio) como indirecta (de Saturna, que contribuirá a
dicha actuación). La aprobación y colaboración de Saturna ofrece un detalle
113

interesante en la adaptación cinematográfica de Buñuel. Si bien Saturna sigue
acompañando a Tristana en sus paseos, dice Hoffman que “insofar as Saturna
accompanies Tristana on this path, she is an enabler, living tacit consent, if not
approval” (“Tristan la Blonde” 175). Aunque estas palabras se refieren a la película,
hemos visto que también son aplicables a la novela. Cierto es que con su compañía
callejera, Saturna posibilita el encuentro entre los amantes. Sin embargo, en la
película, momentos antes de conocer al pintor, Tristana ejerce su poder de elección y
ante dos calles prácticamente iguales, pregunta a Saturna qué calle deben tomar.
Saturna responde pasivamente que da igual, porque no hay apenas diferencia entre las
calles. A pesar de la semejanza entre ellas, la calle a la derecha elegida por Tristana
conducirá a Horacio, y por tanto a la relación adúltera y al desvío moral. Cuando
echan a andar por esta calle, Saturna murmura, casi de manera inaudible, que ella
hubiera preferido la otra. Esta afirmación demuestra que la criada, igual que Tristana,
es capaz de elegir como mujer, aunque guarda en silencio su opinión, como era
menester entre la mayoría de las mujeres en esa época. No obstante, la vía elegida por
ella no conduce al adulterio ni al desvío, sino a la represión, a la opresión y la
negación del amor y del deseo. Quizás instintivamente, la elección de la calle de
Saturna sostiene el orden social que reprime el deseo femenino y no ofrece un espacio
para la libertad.
La experiencia del paseo de Tristana es interesante pues aparte de constituir un
escape al cautiverio del personaje, conducirá a la experiencia sexual, y mientras ésta
llega, funciona como sustituto de la misma. El paseo como antecedente, conducente y
sustituto del sexo hace que la calle cobre un carácter conflictivo y peligroso cuando es
transitada por una mujer. Una vez se conocen, Tristana y Horacio divagarán por “los
verdes márgenes de la acequia del Oeste o por los cerros áridos de Amaniel, costeando
114

el canal del Lozoya” (Tristana 154) o por “el camino de Aceiteros, al anochecer más
silencioso y solitario que la Mala de Francia” (162). 26 Estos paseos funcionan como
antesala y preludio sexual para los futuros amantes que una vez más se desplazan por
el norte, por los márgenes urbanos, por el campo, con todas las connotaciones
simbólicas que ello supone. Sin ser plenamente puros y genuinos, estos alrededores de
Madrid son uno de los pocos paisajes que se pueden identificar con la naturaleza en su
estado más puro la cual, como Frost ha señalado, constituye el paraje por excelencia
de la transgresión, “a setting in which characters are prometed to misbehave”
(Cultivating 114). Un “misbehave” que no sólo se manifiesta en las corridas y los
saltos del personaje o en el “candoroso salvajismo” de Isidora como se vio, sino
también un comportamiento desviado en términos románticos y sexuales. “¡Oh, si esto
fuera París, qué buen día de campo pasaríamos juntos, solos, libres!” (303), le dice
Eloísa a su amante José María Bueno de Guzmán en Lo prohibido de Galdós. En la
novelística de finales del XIX se encuentran numerosos exponentes de este carácter
transgresor asociado al mundo rural o, en su defecto, a la naturaleza cultivada en el
interior de la ciudad. En La espuma (1890) de Palacio Valdés Raimundo fija sus ojos
en Clementina por primera vez en el Retiro (215) donde a ella a su vez se le despertó
el interés por su amante, Pepe Castro (139). En La de Bringas (1884) la atracción de
Rosalía por Pez despierta durante un paseo por el Retiro (124). En Insolación (1889)
la viuda Asís ve a Pacheco bajo un árbol platanero en los jardines de las Pascualas, y
es invadida por un deseo, mezclado con culpabilidad, de acercarse a él y saludarlo
26
Si se tiene en cuenta que “mala” como derivado del francés malle significa baúl o maleta, esta
referencia, la “Mala de Francia”, sería el correo entre Francia y España, y por extensión el camino de
dicho correo, que según el narrador, atraviesa un paseo silencioso y solitario, oscuro, como puede ser la
frontera entre dos países. Situar a los futuros amantes en el camino de la frontera, entre el centro y el
margen, subraya aún más el carácter subversivo y desviado de la acción de pasear. Ese camino oscuro y
solitario conducirá en última instancia al estudio del pintor, también silencioso y solitario, donde el
paseo cederá paso a la actividad sexual adúltera, que se ubica al margen, más allá de la frontera de la
norma social.
115

(59). El campo siempre asociado al flirteo, a la actividad adúltera, en definitiva, a la
transgresión.
Incluso la descripción bucólica del paisaje por donde tienen lugar los paseos
geográficos de Tristana y Horacio trae resonancias con el nombre del pintor:
Algunas tardes, paseando junto al canalillo del Oeste, ondulada tira de oasis
que ciñe los áridos contornos del terruño madrileño, se recreaban en la
placidez bucólica de aquel vallecito en miniatura. Cantos de gallo, ladridos de
perro, casitas de labor; el remolino de las hojas caídas, que el manso viento
barría suavemente, amontonándolas junto a los troncos; el asno, que pacía con
grave mesura; el ligero temblor de las más altas ramas de los árboles, que se
iban quedando desnudos, todo les causaba embeleso y maravilla. (Tristana
162)
El atractivo y el encanto del paisaje introducen asociaciones con el motivo poético del
beatus ille, creado por Horacio en el que se exalta la vida del campo como lugar
donde se logra la paz espiritual. El embeleso y la maravilla que despierta en Tristana
este paisaje bucólico será el mismo que el pintor despierte en ella. La experiencia del
paseo geográfico la conduce a estos horizontes, o lo que es lo mismo, al hombre
(quien más adelante, haciendo honor a su nombre, demostrará ser amante del mundo
rural y la vida bucólica), y a la experiencia sexual con éste. Pasear por estos
escenarios pronto se convertirá en “pasear” por el cuerpo del pintor, o al menos, por el
estudio de éste. Según Anderson, “these Northerly explorations are exercises in
liberation; she translates her glee into childish games that prefigure the love games she
will soon play with Horacio” (“Ellipsis” 66). La palabra “gozo” para referirse al paseo
es crucial para prefigurar el deseo sexual que ya empieza a despertar en la joven en
compañía de Horacio. El deseo femenino constituye otra vertiente que enlaza la
116

experiencia del paseo y del acto sexual. Cuando por fin se produce el ansiado
encuentro sexual, en el capítulo 13, el narrador declara astutamente que “desde aquel
día ya no pasearon más” (Tristana 180). El excelente uso de la elipsis que Anderson
bien ha analizado confirma cómo el acto de pasear es desplazado al acto sexual, y así
el gozo que se deriva del paseo cede paso al placer y disfrute de la experiencia sexual
con Horacio, el cual es presentado como otro tipo de paseo: “Pasearon, sí, en el breve
campo del estudio, desde el polo de lo ideal al de las realidades; recorrieron toda la
esfera, desde lo humano a lo divino…” (180). El espacio libre de la calle que
proporciona satisfacción al sujeto femenino ha sido sustituido por un espacio
altamente erótico que, aunque cerrado y privado, sigue proporcionando el goce de un
paseo metafórico. La calle, sin límites ni fronteras, ha posibilitado la promiscuidad de
todo tipo, dando rienda suelta, primero a los sueños de emancipación del personaje, y
segundo a la libertad sexual. La calle como espacio público ha invadido el ámbito
doméstico, ha penetrado en el mismo para seguir proporcionando el mismo placer
derivado, primero de la libertad de movimientos físicos en el espacio abierto, y
segundo de la libertad sexual en el espacio cerrado. 27
De modo parecido a Isidora Rufete, la mujer que cobra sentido únicamente
como objeto del deseo masculino es redefinida y configurada ante los efectos del
deseo sexual como proceso de subjetivación. No sólo cuando ella desea, sino que al
ser deseada sexualmente por Horacio, Tristana deja de ser “un mueble, una petaca,
una prenda de ropa” (123) en un espacio privado contaminado y represor, y se
convierte en un sujeto deseante con capacidad de elección. Este proceso ha acontecido
en el espacio público, único escenario donde, según Aldaraca, “una relación
hombre/mujer se define por el componente sexual, ya que no hay modelo para otro
27
Un movimiento análogo tendrá lugar tras la amputación de la pierna, cuando el mundo público tenga
que entrar en el espacio privado para acercarse al personaje: el médico, el cura, y el mismo Horacio.
117

tipo de pareja” (Ángel 191). Con su negativa al matrimonio, lo único que le queda a
Tristana es el deseo y la relación sexual con Horacio para construir su subjetividad
como ser independiente y emancipado. Apunta Tsuchiya que “Horacio emerges as a
metaphorical canvas upon which the protagonist projects her fiction of the ideal lover
–a fiction that she has invented prior to the painter’s actual appearance” (“Struggle”
338). El pintor no constituye tanto una ficción previamente construida como un escape
para los deseos emancipatorios del personaje. La ficción previamente creada reside en
la invención de una vida paralela, una vida alternativa a la reclusión y represión que
Lope le impone en el espacio restringido del hogar. Horacio es percibido por Tristana
como el medio conducente a la ruptura de la opresión patriarcal, la despierta de su
sumisión al domino –de ahí que se configure como “amante ideal”—y será por ello la
vía para conseguir la ansiada liberación. Esta liberación sólo será posible por la
invasión de la calle: no es casualidad que encuentre a Horacio en la calle, así como
Isidora encuentra en la calle a Joaquín de Pez. Tanto Horacio como Joaquín son meros
medios para alcanzar el fin –la libertad, el reconocimiento y el ascenso social. Si
Isidora proyectaba en Pez la imagen del amante ideal –sólo para descubrir al final que
es un “tunante” y un “Judas”— Tristana construye a su amante como la alternativa al
yugo patriarcal, sólo para descubrir después que es el más ferviente defensor de los
valores tradicionales –matrimonio, familia y propiedad privada. Lo que en un
principio prometía ser una liberación –la del amor libre, la del deseo, la de la libertad
sexual—termina siendo una sujeción –la unión a un hombre de por vida. Si bien
Saturna era introducida en el texto como mecanismo de control a los desvíos
callejeros de Tristana, pero terminaba siendo un aliado del sujeto femenino en la calle,
en un movimiento contrario Horacio es presentado como avenida de escape, para
concluir como una calle sin salida. La asociación entre experiencia del paseo y
118

experiencia sexual vuelve a manifestarse en la decepción que significa el pintor, pues
igual que el paseo fue introducido en el texto como liberador del personaje y como
facilitador de la circulación del deseo y de los anhelos de emancipación del sujeto
femenino, el mismo paseo tornará a ser restrictivo, pues el personaje terminará sus
días limitado a pasear en silla de ruedas en el espacio cerrado del hogar.
Contrariado porque “había soñado en Tristana la mujer subordinada al hombre
en inteligencia y en voluntad, la esposa que vive de la savia moral e intelectual del
esposo, y que con los ojos y con el corazón de él ve y siente” (Tristana 182), Horacio
empieza a sentir que su relación sexual con Tristana le quita horas de trabajo;
experimenta “los remordimientos del trabajador” (185), así como el miedo ante su
propia feminización (“me pondré yo las faldas” 187) y por ello, tras reiterados intentos
fallidos de domesticar a Tristana, Horacio termina dándose por vencido: “Si quieres
hacer el marimacho, anda con Dios…” (188) le dice.
Los intentos de control por medio de una vigilancia disciplinaria impuesta a
través de la compañía masculina en la calle han fracasado. Esto es así porque, como
explica Manuel Delgado, el espacio urbano es imposible de controlar en su totalidad,
como también lo son los cuerpos que por él se mueven. Las palabras del urbanista lo
explican con especial nitidez:
Los dispositivos de control no tienen garantizado nunca su éxito total. Es más,
podría decirse que fracasan una y otra vez, puesto que no se aplican sobre un
público pasivo, maleable y dócil, que ha devenido de pronto totalmente
transparente, sino sobre elementos moleculares que han aprendido a desarrollar
todo tipo de artimañas, que desarrollan infinidad de mimetismos, que tienden a
devenir opacos o a escabullirse a la mínima oportunidad. (Animal público 35)
119

Aquí reside, precisamente, la concepción foucaultiana del poder en base a la cual la
represión, el control social, genera resistencias fructíferas y con éstas, nuevas
subjetividades. Tanto el espacio urbano como el textual está atravesado por
mecanismos disciplinarios bajo formas de vigilancia, figuras masculinas
representantes del poder, discursos moralizantes, pero no se debe suponer que el
sujeto al que se trata de controlar, como señala Delgado, es pasivo y dócil, sino que
con su carácter díscolo, subversivo e itinerante se escabulle y se filtra por los
resquicios de la ciudad y del texto, construyendo y transformando su subjetividad en
el proceso. Por ofrecer una metáfora en la línea de este trabajo, el poder se revela
como una calle de dos direcciones en el que la apropiación de un carril por parte del
sujeto femenino será suficiente para representar una fuerza que llama a ser canalizada.
La obra literaria, a modo de panóptico desde el que se vigila pero que al mismo
tiempo deja margen de acción y escape, se convierte en un espacio privilegiado donde
hacer posible la experimentación sobre el sujeto y donde analizar las transformaciones
que pueden operar en el mismo. Igual que el panoptismo es “polivalente en sus
aplicaciones” y “sirve para enmendar a los presos, pero también para curar a los
enfermos, para instruir a los escolares, guardar a los locos, vigilar a los obreros, hacer
trabajar a los mendigos y a los ociosos” (Foucault, Vigilar 209), la novela intenta ser
una implantación de los cuerpos en el espacio, donde los individuos son puestos en
contacto con los otros, y donde se establecen relaciones de poder, reduciendo el
número de los que lo ejercen pero al mismo tiempo construyendo nuevas
subjetividades.
Tanto Isidora como Tristana se construyen a partir de estos procesos de
subjetivación, por seguir utilizando terminología foucaultiana: ambas se niegan a
recluirse en el ámbito privado y rechazan unirse a un hombre que quiere hacer de ellas
120

un ángel del hogar. Mientras la primera se mueve por exceso material, la segunda no
cesará en su empeño de “hacer el marimacho”, esto es, en los códigos culturales de la
época, perseguir su emancipación y practicar el amor libre. Y en su obstinación, las
dos pretenderán seguir moviéndose libremente por la calle, sin ataduras ni sujeciones,
revelándose como esas mujeres que, como señalaba Wilson, “have become an
irruption in the city” (Sphinx 9). Los sujetos femeninos libres, sueltos en la calle, son
una alteración del orden natural, una anomalía y molestia que requiere una cura, un
castigo urgente. Y Galdós sabe cómo disciplinar a sus criaturas.
1.3 Resoluciones simbólicas
Parsons escribe: “Marriage remained the ideal occupation for a woman and, if
she ultimately rejected this, the novels implied, she was faced with two options of
urban life: morally fallen woman or anonymous member of a crowd of ‘odd’ women”
(Streetwalking 83-84). Prácticamente toda la literatura de finales de siglo concebida
desde un punto de vista masculino participa de alguna de estas tres alternativas, a la
que se debe añadir una más: la degradación física. Es interesante que Parsons
contraponga el matrimonio a la vida urbana como dos opciones excluyentes,
imposibles de reconciliar. En cualquier caso, ambas alternativas son consideradas
“maldiciones” para una mujer que trata de salirse de los parámetros dictados por la
sociedad. Debe sobreentenderse que el matrimonio relegará a la mujer al mundo
casero, no sólo en términos del espacio físico que pasará a ocupar una vez casada, sino
también en relación a las actividades que desempeñará dentro de dicho espacio y bajo
la institución del matrimonio. Por el contrario, frente a esta “ocupación”, la vida
urbana permitiría a la mujer moverse extramuros y desempeñar otras actividades
121

profesionales más allá de la cocina, el hogar y los hijos. Como se ha adelantado, sin
cuestionar las enseñanzas de su tutor, Tristana rechaza el matrimonio con Horacio, sin
darse cuenta de que este rechazo la reconducirá al matrimonio más adelante, no sin
antes sufrir otra serie de “castigos”. Isidora Rufete también mostrará una actitud
radical de negación ante el matrimonio, rechazando las decentes propuestas de
casamiento de tres hombres (Miquis, Relimpio y Bou) y para colmo, teniendo un hijo
bastardo.
Tanner afirma que el matrimonio es lo que marca la verdadera transición del
caos al orden. La negativa de Isidora y Tristana a aceptar las obligaciones
contractuales derivadas que implica el matrimonio vendría a sugerir un caos textual
motivado por una transgresión de las normas morales de la sociedad burguesa respecto
al matrimonio (Adultery 58-59). Hay que entender esta argumentación de Tanner
desde la acepción más básica de orden, a saber, la colocación de cosas en el lugar que
les corresponde. En una línea parecida, Aldaraca señala que la negativa al matrimonio
trae consigo el desorden social en el marco de una sociedad capitalista-industrial en
vías de desarrollo: “El matrimonio perpetúa la estructura de clase por medio del
control directo del comportamiento sexual privado” (Ángel 76). En efecto, el
casamiento entre la clase obrera garantiza el mantenimiento de la fuerza de trabajo,
mientras que el matrimonio entre la aristocracia mantiene el poder en la clase
dirigente a través de la herencia y la transmisión de bienes. La negativa de Isidora a
casarse reside en su ambición de ascender socialmente, lo que vendría a interrumpir la
continuidad de clases sociales en las que se sustenta la sociedad decimonónica. Frente
al matrimonio, el adulterio significaría la adulteración, esto es, la mezcla de cosas que
no deberían ser mezcladas. Por eso, cuando la mujer se casa se le asigna un espacio
propio, dentro del hogar, y se previene que se “mezcle” con otros hombres. El
122

matrimonio sería la forma que tiene la sociedad de atrapar a la mujer por medio de la
ley. Este paso del caos al orden se puede aplicar al ámbito urbano: igual que el pobre,
el enfermo, el criminal o el hospiciano no debe mezclarse con la burguesía en el
centro urbano, debiendo ser confinado a un espacio alejado en los márgenes urbanos,
una mujer sola en la calle sería una adulteración en toda regla: dos categorías que no
deberían ser puestas en contacto por las posibles consecuencias. Los límites que el
matrimonio establece entre categorías diferentes pueden extenderse a la mezcla en
otros ámbitos en los textos: la ambición social y el deseo sexual que contaminan los
impulsos espirituales (recordemos cuando Isidora esta en misa y su pensamiento está
en las calles luminosas repletas de objetos atractivos); la naturaleza que invade la
civilización (por ejemplo, en el Retiro o en el mismo personaje de Isidora, “loba”
suelta en el centro de la ciudad); diferentes clases sociales se dan cita en la misma
calle (por ejemplo en la calle Serrano, como se veía en la novela de Palacio Valdés);
las transformaciones urbanísticas que disuelven los límites entre barrios urbanos
(Chamberí es un barrio que está a la vez fuera pero en el umbral del centro urbano);
las prácticas del habitus que hacen desaparecer las distinciones de clase (por eso el
narrador es incapaz de distinguir a qué clase pertenece Isidora); y en última instancia,
el rechazo del matrimonio que favorece la confusión entre los sexos: el temor de
Horacio ante la inversión de las relaciones de poder revela el miedo masculino a la
castración, a la feminización. De ahí la necesidad de mantener las relaciones de poder
entre los sexos para conservar el orden social patriarcal imperante. La estabilidad y el
buen orden de una sociedad está basada en el mantenimiento de los límites, entre lo
que queda afuera del orden moral y lo que está dentro, o como resume en términos
espaciales Labanyi en su estudio del adulterio en La Regenta como metáfora de una
sociedad adulterada en la que las diferencias entre categorías separadas se rompen,
123

entre el campo (lo que yace afuera) y la sociedad (adentro). El análisis de Labanyi,
pasado por la lectura de Tanner, concluye que “marriage is the wall that separates
civilization from barbarism” (“City, Country” 56). Por eso la negativa del personaje a
casarse hace peligrar los cimientos morales de la sociedad burguesa mediante la
evocación del desorden social y con éste, del adulterio. Isidora se adulterará
cogiéndose del brazo de Pez al final de la primera parte de la novela, con diferentes
hombres durante la segunda parte y con toda la sociedad al final de la novela. 28
Tristana experimentará dos formas de adulteración: el adulterio propiamente dicho
con Horacio y el incesto con Lope.
Por otro lado, el matrimonio implica establecer lazos familiares. Entendida la
familia en su forma contemporánea como una estructura social, económica y política,
la persistencia por encasillar a la mujer en el marco familiar, apartarla de la calle y
restringirla al espacio privado familiar y doméstico, está relacionada con la exclusión
de la sexualidad. Por medio de la sujeción del personaje con matrimonio, el narrador
pretende recortar el placer femenino y así atenuar la sexualidad, reduciéndola al marco
familiar y por tanto, a la finalidad de la procreación (Foucault, Historia 65). El
discurso de la maternidad construye a la mujer cuyo destino social no es ser madre
28
El destino final del personaje como prostituta la equipara al de adúltera en la discursividad
predominante de la sociedad burguesa de finales del XIX, heredada de Fray Luis de León. Éste no veía
diferencia alguna entre prostitución y adulterio, pues “la línea de demarcación se traza entre la actividad
sexual permitida por la Iglesia, o sea la actividad heterosexual monógama de los cónyuges, y las otras
actividades sexuales, que son ilegítimas o pecaminosas” (Aldaraca, Ángel 70). Ambos pecados, la
prostitución y el adulterio, derivan directamente del lujo, esto es, el “exceso y demasía en la pompa y
regalo” según el Diccionario de Autoridades. La palabra clave en esta definición es el “exceso” (la raíz
latina de lujo es luxus que significa precisamente eso, exceso). Esta palabra, a su vez, se relaciona con
un término paralelo, la lujuria, asociada con la actividad sexual ilegítima pues denota un apetito
desordenado de la sensualidad o carnalidad. El lujo conduce a una desordenada e insaciable apetencia
de adornos que lleva a la mujer a venderse a otros hombres, sea por vía del adulterio o de la
prostitución, en un acto “repugnante de presunción por parte del vanidoso sexo inferior” (Fray Luis 71).
El pecado fundamental de Isidora Rufete, su principal adulteración, es el exceso, manifestado tanto en
su apetito exacerbado de objetos y adornos para ser vista, elogiada y acentuar su presencia física en la
calle, como en su sexualidad –no es casualidad que Galdós la haga pasar de la ambición social a la
prostitución. También Benjamin analizó esta estrecha relación, aplicable a Isidora, entre la mujer que
consume (especialmente objetos y mercancías) y la mujer que es consumida (como prostituta).
124

como un cuerpo desnaturalizado. Por ello, junto al matrimonio, la amputación como
degradación física a la que se somete al personaje es necesaria como forma de
domesticar la sexualidad, suprimir el deseo y desnaturalizar el cuerpo femenino.
El discurso médico empieza a cobrar gran relevancia a finales del XIX para
dictar los valores culturales de la sociedad, detectar sus males y sugerir soluciones.
Basada en las diferencias esenciales entre géneros, la discursividad médica plantea la
cuestión de la mujer en términos bio-sociales y médicos, y apoya un discurso sobre la
sexualidad que define a la mujer en términos de maternidad, contribuyendo así
enormemente a la construcción social de la mujer y delimitando el papel femenino en
sociedad, del que los escritores de la época se harán eco. Como muchos estudiosos del
tema han señalado, entre ellos Nash o Álvarez Peláez, la norma de comportamiento
sexual femenino a finales del XIX aceptaba la actividad sexual sólo como actividad
procreadora (ver el estudio de Celaya Carrillo para un análisis de los estudios críticos
sobre la sexualidad femenina en la sociedad española). Es por ello que la salida de la
mujer a la calle, su libre deambular y su alejamiento del ámbito doméstico y familiar
es percibido por el escritor como una enfermedad, una desviación de la norma, y por
tanto una amenaza que hay que contener. 29
El lenguaje científico utilizado para describir desde el principio de La
desheredada a la estirpe de los Rufete –la acuñación de términos médicos como
29 Cabe señalar que a finales del siglo XIX la religión como forma de ver y entender el mundo es
desplazada por la ciencia y la observación física. Este hecho está íntimamente ligado con los fenómenos
de las Revoluciones burguesas, promotoras de ciudadanos librepensadores, las cuales construyen una
nueva medicina científica y empírica, desligada de lo místico y artesanal. Los avances en medicina
(medicina experimental de Claude Bernard, la teoría microbiana, la teoría de la evolución de las
especies de Charles Darwin y la genética de Gregor Mendel) hacen que predomine un discurso médico
del cual los escritores se hacen eco y que quedará plenamente universalizado a principios del siglo XX,
como se verá con Baroja. Galdós muestra a través de sus personajes cómo a finales de siglo la ciencia
sirve como modelo para establecer conexiones entre lo físico y lo psicológico –de ahí la degradación
física a la que somete a sus heroínas. De esta manera, el comportamiento, las salidas a la calle y las
aspiraciones emancipatorias del personaje femenino serán descritos en términos de enfermedad, como
comportamientos desviados que requieren una cura, en ocasiones, extrema.
125

“afasia”, “locura”, “gota de mercurio” el “bromuro potásico” recetado por el médico
como sedante—cobra especial relevancia al arrancar la narración ubicando al padre en
un hospital, casa de los enfermos que sufren de locura y de manías (La desheredada
71) y concluir asignando a Isidora a la calle como hábitat natural de la prostituta,
subjetividad con la que el personaje concluye el relato, una figura que a finales del
XIX se veía como “una enferma, una anormal, la víctima de una constitución orgánica
degenerada” (Rivière Gómez 43). Las recetas médicas de Miquis destinadas a “la
extirpación del cáncer, que es la idea del marquesado” (La desheredada 391) y por
tanto a la curación de Isidora de todos sus males identifica la presencia urbana del
personaje como una enfermedad, intrínsecamente relacionada con la persecución de
las alturas, esto es, la ambición social.
Esta idea queda plenamente reforzada con la observación de Jagoe: “Cancer
and consumption remained metaphorically linked” (Ambiguous 134), idea compartida
por un número de críticos moralistas (entre ellos Acuña y Segovia) que consideraban
el derroche material en lujos, no sólo como un pecado femenino, sino como el mayor
cáncer de la vida urbana del que hay que culpabilizar a la mujer. No deja de
sorprender que esta teoría fuera apoyada también por mujeres: Pilar Sinués, a pesar de
participar activamente en el debate de la cuestión de la mujer, declara: “El lujo es el
cáncer de nuestro sexo, por él se pierde la modesta clase obrera; por él emprende
negocios el laborioso empleado que ya no puede atender con su sueldo al lujo de su
mujer y de sus hijos: nadie se contenta con lo que tiene, porque todos aspiran a poseer
mucho más” (“Contra el lujo” 258). Estas palabras son especialmente pertinentes en el
caso de Isidora como representación de la sociedad decimonónica en todos sus
estratos sociales donde nadie se conforma con lo que tiene y donde el objetivo, como
criticaba Miquis, “es subir al escalón inmediato” (La desheredada 137). El lujo y el
126

consumo compulsivo son una enfermedad social, un cáncer que además es contagioso
y que afecta al espacio social que la mujer ocupa. Sontag apunta que en efecto, la
metáfora del cáncer es una cuestión espacial (Illness 14). Por ello, entre otras cosas,
Fray Luis abogaba fervientemente por la reclusión de la mujer en casa, para evitar la
contracción y transmisión de esta enfermedad social en el espacio urbano. Aún cuando
se pueda interpretar el loco amor femenino por el lujo como un “cáncer” urbano, hay
que tener en cuenta que es un cáncer generado por la misma sociedad burguesa
comercial, consumista y ociosa, la cual descubre que sus mismas instituciones –entre
ellas el comercio— generan efectos indeseados y peligrosos en lo que se refiere a la
presencia urbana de la mujer. Esto les lleva a desarrollar una discursividad apropiada
para el control y la vigilancia y a instaurar un régimen disciplinario y moralista para
las mujeres, lo cual deja ver por un lado la enorme agencialidad que el sujeto
femenino tenía en la sociedad decimonónica, una agencialidad concedida a fin de
cuentas por el comercio y el desarrollo urbanístico que viene a favorecer la salida de
la mujer a la calle; y por otro lado esta discursividad revela las ansiedades que la
sociedad burguesa –y con ella los escritores representantes de su clase social—
desarrollan ante la presencia femenina. Aquí reside el enorme dinamismo en la
construcción de subjetividades: ante la falta de control total que caracteriza al espacio
urbano según Delgado, las ansiedades burguesas y patriarcales se traducen como una
suerte de debilidad y temor ante la figura femenina construida, no como víctima
pasiva y cosificada, sino como un agente activo y con poder desarrollado ante el
estricto control social y el régimen disciplinario que trata de reprimirla y sujetarla.
En el caso de Tristana, la enfermedad desplaza el lujo por la utopía feminista:
en su deseo ferviente de lograr la emancipación y ser capaz de llevar a cabo una vida
pública y urbana que le permita ser “libre y honrada” reside la verdadera enfermedad
127

metafórica, que pronto vendrá a tornar en realidad ficcional. El cáncer de hueso de su
pierna vendría a representar el problema, la anomalía, personificada no sólo en la
presencia, sino en la apropiación de la calle urbana. Por ello si las salidas callejeras
son construidas como una enfermedad social, la alternativa a restablecer el orden debe
pasar por una cura médica del miembro que permite al personaje deambular por la
calle. En un principio, Tristana no entiende por qué el castigo se ceba en su pierna,
“una triste pierna, que sólo sirve para andar” (Tristana 229), en lugar de en “el
cerebro, el corazón… nobles órganos” (230), pero intuye que el tumor es parte de un
“castigo divino” porque “ha empezado a pecar” (217). Lo cierto es que a nivel textual,
el cáncer de la pierna carece de lógica, pero tendrá que ser aceptado a la fuerza tanto
la protagonista como el lector. Es una estrategia narrativa que, como señala Del Pino,
existe únicamente “en función de una necesidad que es determinada por su
configuración final” (“Fracaso” 208). Este final cobra coherencia en tanto que explica
“todo lo anterior y justifica los distintos elementos de la narración” (208). El castigo
divino es parte de un orden punitivo aún mayor: al reprimir los movimientos físicos
del personaje se le está dando una muerte en vida, mucho peor que la muerte real para
un personaje con fuertes instintos nómadas. La enfermedad cancerígena y el fuerte
dolor sufrido restringe sin duda los movimientos de la joven, pero no termina de
erradicarlos: Tristana no cesará en sus aspiraciones de ser actriz y de seguir
ascendiendo: “… y subo, subo siempre. Mis aspiraciones son ahora más acentuadas
que nunca; mi ambición se desata y brinca como una loca” (Tristana 230). El dolor no
es suficiente para frenar los impulsos exaltados y deseos insaciables del personaje, con
lo que hay que endurecerlo, tomar medidas más drásticas para asegurar el
encerramiento y la imposibilidad de caminar como acción transgresora. Así, en el
capítulo 23 la enfermedad y cura metafórica se convierte en realidad ficcional. La
128

amputación de la pierna, descrita por el narrador con enorme precisión, permitirá el
control minucioso de las operaciones del cuerpo, esto es, las salidas a la calle. Las
palabras de Concepción Arenal establecen la relación entre la amputación y las salidas
a la calle: “Se ha querido limitar la vida de la mujer, física, moral e intelectual, de
manera que no saliese del hogar doméstico, sin ver que no era obra de concentración
sino de mutilación la que se hacía” (La mujer de su casa 88). En la línea de tal
afirmación, se debe concluir con que el corte de la pierna afecta a la movilidad física
en su manifestación más evidente, pero también pone fin a una serie de valores
morales profesados por el sujeto y alteradores del buen orden –el anticlericalismo, el
amor libre, el derecho de la mujer a perseguir una vida honrada fuera del círculo
doméstico. Igualmente la mutilación recortará la capacidad intelectual que ayudaría a
desempeñar una profesión que posibilite la independencia económica. En sus anhelos
de independencia, Tristana soñaba con dedicarse al “Gobierno y la política”, a
“pronunciar discursos” intervenir en las Cortes (Tristana 140), es decir, a ocupar
profesiones de visibilidad pública en el espacio urbano. Pero Saturna le recordará que
“para eso hay que ser hombre” (140), pues las diferencias básicas entre los sexos
dictamina que sólo un cuerpo masculino pueda invadir el espacio público, mientras
que el cuerpo femenino vive “sin movimientos, atado con mil ligaduras” (141). El fin
de la pierna viene a significar el corte de esas alas de extraordinaria fuerza que
evitarán el acceso a multitud de espacios, físicos y metafóricos. 30 Tras la operación, de
30
En su moraleja a La desheredada Galdós alude al mito de Ícaro para culpar a las “alas postizas” del
intento de ascenso social del personaje. Estas alas metafóricas y la imagen del vuelo frustrado aparecen
constantemente en la novela como parte del lenguaje espacial puesto en práctica por el escritor para
ilustrar el ascenso y descenso tanto físico como moral del personaje de ficción. Son precisamente las
“alas” como símbolo de movilidad espacial, de libertad y de emancipación las responsables de la caída
moral y física del sujeto femenino, el cual “ha caído por la temeridad de querer remontarse a las alturas
con alas postizas” (La desheredada 501), mientras Tristana posee unas “alas de extraordinaria fuerza
para subirse a los espacios sin fin” (Tristana 261). Estas alas han posibilitado el “vuelo” del personaje
femenino, entendido como el libre deambular urbano con todas sus implicaciones, y por ello deben ser
cortadas, metafórica y literalmente hablando, como parte de la labor encauzadora de conducta.
129

estos sueños sólo quedará una “pobre muñeca con alas” (241): aún con alas, pero ya
sin vida, inerte, con lo que no podrá volar porque su destino “no le permite revoloteos
ni correrías” (241). Las alas que le quedan al personaje tendrán la suficiente valía para
mantener el orden social: tras la castración, Tristana se dedicará al arte culinario,
disolviéndose por completo en la imagen del ángel del hogar. En un movimiento
circular, Tristana volverá a desempeñar el papel de madre y esposa para Lope, papeles
prescritos y aceptados por la sociedad puesto que están unidos por medio del
matrimonio. “Las alas cortadas o la pierna cortada”, pues como señala Miró “todo es
lo mismo” (“Tristana” 520) forma parte de un proceso de domesticación social a
través del cual la mujer, restringida al espacio doméstico, se convierte en casera y
social, mujer genérica (que como ser inferior es dependiente de un hombre) o lo que
es lo mismo, en un modelo convencional. Si bien por medio del incesto Lope apartó a
Tristana de la circulación en el ámbito social –la ignominia social la incapacitó para el
matrimonio—ahora la devuelve al mismo mundo social casándose con ella,
restringiendo la circulación del personaje en el espacio urbano porque, como Parsons
señalaba, matrimonio y vida urbana son alternativas mutuamente excluyentes e
irreconciliables para la mujer. Al mismo tiempo, la domesticación también pasa por
una supresión del deseo sexual: la calle constituía para Tristana la expresión de su
deseo carnal, sustituto del acto sexual y en última instancia conducente al mismo, con
lo que la mutilación tendrá la finalidad de amputar el deseo sexual de la figura
femenina. El personaje ya no parece sentir ni desear, como tampoco percibir su
belleza: cuando Horacio adula sus encantos femeninos, Tristana le manda callar
porque para ella, sin movimiento no existe belleza: “Soy una belleza sentada, una
130

mujer de medio cuerpo, un busto y nada más” (Tristana 257), un busto expuesto para
ser mirado y admirado, pero nada más. 31
La amputación permitirá la (re)inversión de los roles de género: el hombre
vuelve a tomar las riendas del poder sexual sobre la mujer. Casi a modo de
continuación del incesto como forma degradada de violencia sexual, y para cerrar un
relato que sigue un orden circular, la amputación evoca una violación, otro acto de
violencia sexual en que la figura patriarcal se impone por su fuerza física sobre un ser
considerado inferior. Aldaraca interpreta el episodio de la amputación como una
escena de violación, la cual describe con tanta violencia simbólica como el mismo
pasaje de la novela:
Tristana se ve rodeada por tres hombres, don Lope, el Dr. Miquis y su
ayudante, que intentan, en primer término, engañarla por lo que respecta a su
propósito violento y, a continuación, la sujetan con una anestesia para poder
hacer con ella su voluntad. Tristana lucha contra la anestesia y la droga le
produce un sueño en el cual sufre un asalto a manos de unos hombres
“indecentes” que le pellizcan las piernas mientras ella se encuentra
desamparada... Finalmente se queda completamente inmovilizada y sin
conciencia. (Ángel 189)
Según esta interpretación, la amputación médica funciona como precedente del
destino final que espera al personaje: inmovilizada y sin conciencia. Mediante esta
violación simbólica, Lope vuelve a “poseer” a la esposa/hija: “¡Sujeta para siempre!
31
En la película de Luis Buñuel, esta desaparición del deseo sexual femenino aparece de forma más
acuciante. Tras la mutilación, Tristana rechaza continuamente a don Lope, negándose a acostarse con él
la noche de bodas, rechazando incluso su mano tras salir de la ceremonia y no queriendo besarlo en la
iglesia. Mientras el deseo masculino crece –señala Bikandi-Mejías que la muerte (metafórica) de
Tristana es el mejor estímulo para el deseo de don Lope, al no poder llegar a poseer lo que anhela, no
agotando la mutilación de su pupila el apetito sexual (“El deseo en Tristana” 56), en Tristana la
mutilación obtiene el efecto perseguido. Sin embargo, cabe señalar que el sujeto que resulta a raíz de la
mutilación, lejos de ser dócil y sumiso como el personaje galdosiano, es mucho más atractivo por el
enorme margen de agencialidad y poder que posee sobre el deseo masculino
131

¡Ya no más desviaciones para mí!” (Tristana 241), se vuelve a ganar el derecho a
controlarla y a ejercer el control sobre su sexualidad. Tristana parece interiorizar esta
“operación”: pide ayuda a Saturna, el único apoyo femenino que conoce, siente
vergüenza ante la profanación de su cuerpo, y hasta podría decirse que ha participado
indirectamente de la misma: la racionalización lógica en términos de la ideología
patriarcal que se impone en el relato es que la violación es el resultado del
comportamiento provocativo femenino, lo que se encuentra en perfecta coherencia
con la imagen de la castración como castigo a la labor subversiva y desviada, las
escapadas urbanas, la presencia callejera y el adulterio, todos ellos comportamientos
provocadores y alteradores del orden. La participación indirecta de Tristana también
se deja ver en el resultado de la violación, pues la degradación física va unida a la
aniquilación completa de su personalidad: aceptará el absurdo proyecto del
matrimonio con Lope “con indiferencia… casi no se dio cuenta de que la casaron”
(271-72), abandonará el cuidado físico de su cuerpo, cuidando “poco de embellecer su
persona” (267) y el silencio lingüístico se volverá a apoderar del personaje, que no es
capaz ni de escribir una carta pues “las últimas líneas apenas se entendían, por el
temblor de la escritura” (240). La ausencia final de lenguaje también caracterizará a
Isidora, síntoma no sólo de anomia sino de anonimia social. Antes de lanzarse a la
calle a ejercer la prostitución, Isidora murmura “no se sabe qué palabras” (La
desheredada 491), apoderándose de ella un “silencio absoluto durante todo el día”
(494). 32 En definitiva, los efectos de subjetivación han producido un cuerpo sumiso y
32
Ésta parece ser una técnica recurrente en la restauración del orden que el sujeto femenino ha alterado.
En La Tribuna de Pardo Bazán, Amparo se distingue por su conquista de un espacio comunitario, la
fábrica de tabacos, que aunque cerrado facilita la independencia económica de la mujer. En este recinto
el personaje aprenderá a leer y a dirigirse a una multitud, alzándose en su performance público como
agente social. Este proceso formativo le permitirá conquistar la esfera pública y erigirse como sujeto de
un discurso emancipador. Sin embargo, tan pronto conoce al amante que habrá de deshonrarla y
engañarla, tras dejarla embarazada y abandonarla Amparo perderá su bien más preciado, el de la
retórica: “Por más que la Tribuna pretendía echar mano de su oratoria, que le hubiese venido de perlas
132

dócil, convertido en un objeto de deseo para el ojo masculino, en un ser inerte que
perderá incluso su nombre propio igual que al principio del relato, para ser llamada
“pobre niña” (244) “inválida” (245) y “cojita” (246), términos que desnaturalizan al
personaje y marcan su indeterminación textual y urbana, pues el personaje ya no
existe en el escenario urbano, se vuelve invisible, insignificante.
La degradación física también forma parte del castigo impuesto a Isidora. Su
cuerpo se convierte en el blanco del régimen disciplinario y así su aspecto físico cada
día “baja un escaloncito” (La desheredada 484) debido a los golpes de su último
amante. Su facha es “deplorable”, ofreciendo testimonio de la misma un apenado
Miquis: “No sólo había perdido grandemente en el aspecto general de su persona, en
su aire distinguido y decoroso, sino que su misma hermosura había padecido bastante,
a causa del decaimiento general, y más aún del chirlo que tenía en la mandíbula
inferior, bajo la oreja izquierda” (487). La cicatriz facial acerca el aspecto físico de
Isidora al de un monstruo. Galdós sigue apostando por la desnaturalización del cuerpo
femenino, lo convierte en algo diferente al modelo burgués de belleza femenina, y
para ello es necesario que el personaje sufra una pérdida, una carencia que si bien no
es tan extrema como en el caso de Tristana, afectará tanto al aspecto físico del
personaje como a sus valores morales, produciendo así una nueva subjetividad.
La decisión agencial tomada por el propio personaje de “caminar a la última
degradación” (498) constituye una inmensa caída desde la altura a los más hondos
términos que el pensamiento pueda concebir, como señala el propio narrador, lo que
parece ser el destino más apropiado para una mujer cuyo movimiento –por el espacio
entonces, no encontraba frase con que empezar a tratar el asunto más importante” (La Tribuna 233). Si
el lenguaje es fundamental en el proceso constitutivo del individuo, y permite la entrada en el orden
simbólico lo que conducirá a la expresión del deseo, a una experimentación, conocimiento y ubicación
en el mundo, parece lógico por tanto que al ser sometidos a intentos de control, el narrador les haga
perder la habilidad de hablar.
133

textual y el urbano- viene motivado por el deseo económico, principalmente si
atendemos a la idea de que “prostitution was above all an economic transaction”
(Acton 72) y para quien la calle es sinónimo de vida y felicidad. No en vano se conoce
a las prostitutas como “mujeres de la calle” pues, como bien Wilson señala, “the open
street with its lack of boundaries and its freedom for all to use was precisely what
created ‘promiscuity’ in every form” (Sphinx 41). La prostitución era un problema
acuciante en la sociedad del siglo XIX: ¿debía ser perseguida o reglamentada? Si bien
en el siglo XVIII se pretendía acabar con ella, hasta el punto de crearse una Ronda del
Pecado Mortal que recorría las calles condenando a los infractores, en el XIX se
impone la postura de reglamentarla. En la época de la Restauración la prostitución
entra en la esfera de lo privado, no considerando que hubiera que intervenir a no ser
que hubiera terceros perjudicados, o que la acción del individuo produjera daños a la
sociedad. Quizás sea por ello que, dado que ha resultado imposible para el narrador
controlar los instintos nómadas del sujeto femenino, es imprescindible acometer la
tarea de dignificar su espacio social. Convertirla en mujer de la calle, en una “morally
fallen woman”, retomando las palabras de Parsons, constituye la forma de conceder al
personaje femenino un espacio legítimo de representación en el escenario urbano. Si
el castigo de Tristana pasaba por una estricta limitación espacial, el castigo moral
impuesto a Isidora da lugar a un sujeto con total libertad de movimientos físicos y el
poder absoluto de apropiarse de la calle para su uso y disfrute. Eso sí, esta libertad
urbana llega a costa del descenso moral y social. Poseer la ciudad es ser poseída por la
misma. Ahora las acciones transgresoras perpetradas por la protagonista –caminar
libremente, invadir la calle y poseer el hábitat urbano— tendrán un fin específico y
justificado: la canalización del deseo masculino, necesario para toda sociedad
burguesa bien organizada. Basándose en los trabajos de Labanyi (Gender and
134

Modernization in the Spanish Realist Novel) y Fuentes Peris (Visions of Filth:
Deviancy and Social Control in the Novels of Galdós), así como en estudios de
urbanistas (Castro, López de la Vega), McKinney realiza una interesante asociación
entre la prostitución y la canalización y drenaje de deshechos en La desheredada, para
afirmar que la prostitución era a fin de cuentas un mal necesario para el clima social
de la vida urbana (Mapping 67). Ésta es la idea que Parent-Duchâtelet trabaja en su
obra De la prostitution dans la ville de Paris (1836): “Prostitutes are inevitable, where
men live together in large concentrations, as drains and refuse dumps… they
contribute to the maintenance of social order and harmony” (citado en Corbin, Women
4). Es, por tanto, otra alternativa del escritor para restaurar el orden social, de
canalizar un deseo que de otra manera hubiera resultado pernicioso para la sociedad
burguesa decimonónica.
La invasión de la calle como prostituta está íntimamente relacionada con una
degeneración aún mayor: Isidora pasa a convertirse en un “anonymous member of a
crowd” al arrojarse a las calles, una vez más extrapolando las palabras de Parsons.
Será éste un gran castigo moral si se tiene en cuenta la constante lucha de la joven a lo
largo del relato por distinguirse del pueblo y de las multitudes. Sus continuos
esfuerzos por ser reconocida como distinguido miembro de la nobleza así como su
obsesión por encontrar espacios exclusivos de su clase social no han hecho sino
despojarla de sus más altas aspiraciones –el reconocimiento de los otros y la distinción
social- y con ellas de su identidad, su bien más preciado. El rechazo de Isidora de su
nombre es significativo para la entrada en el anonimato: “Ya no soy Isidora. No
vuelva usted a pronunciar este nombre” (La desheredada 498). Este rechazo es la
prueba más concluyente de que Isidora ha renunciado a su identidad para entrar en una
anomia social. Así mismo se lo dice a Miquis: “Yo me he muerto. Aquella Isidora ya
135

no existe más que en tu imaginación. Esta que ves, ya no conserva de aquélla ni
siquiera el nombre” (490). Estas palabras son interesantes a la luz de la relación entre
masa y anonimato conceptualizada ya por Le Bon en 1896 pero que en el siglo XX
quedará plenamente teorizada con Freud y Ortega, como se ilustrará en sucesivos
capítulos. Como apuntaría Le Bon, cuando el sujeto se funde con la multitud, la
personalidad individual se desvanece, el individuo se anula y se crea una identidad y
una mente colectiva (The Crowd 29). En cualquier caso, conviene referir otras lecturas
de índole más social que permiten explicar esa renuncia o abolición del nombre más
allá de la entrada en el anonimato. El nombre sugiere un estatus social, una reputación
y como el mismo narrador señala, “el apellido, la casa, el título…” (La desheredada
130) a lo que el personaje renuncia tras los muchos ejercicios del poder a los que ha
sido sometido. Por otro lado, el rechazo del nombre de “Isidora”, tan suave y
tiernamente pronunciado por los sujetos masculinos que en algún momento han
deseado al personaje que lleva dicho nombre (recuérdese la apenada reacción de
Relimpio ante el deseo de anonimato y la orden de no volver a pronunciar el nombre
de su amada sobrina: “¡No pronunciarlo más, cuando a él le parecía tan dulce, tan
armonioso, cifra y compendio de la melodía infinita!”, 498) implica el alejamiento de
la imagen femenina deseada que dichas figuras masculinas han construido para su
propio deleite y beneficio, esto es, la mujer ignorante, doméstica y dócil que se
sometería a un hombre mediante el matrimonio. La renuncia del nombre sería así una
productiva estrategia de resistencia ante el ejercicio de poder y el control disciplinario,
mediante la cual se forma un sujeto que lejos de conformar la objetivación que la
autoridad masculina y el discurso patriarcal desean, resulta en un ser agente con poder
de decidir sobre su destino transgresor y subversivo.
136

De modo parecido, el abandono del nombre femenino ubica al personaje fuera
del mundo social y en el mundo de los instintos. Ella misma así lo afirma: “Ya no soy
noble. Me he vuelto loba” (499). La asociación con tal animal constituye una
interesante metáfora que debe pensarse en relación con la libertad y que además se
repite en varias ocasiones a lo largo de la novela. Recordemos el disgusto que le
produce a Isidora ver a los animales enjaulados en la Casa de Fieras, el parque
zoológico del Retiro, precisamente por ser “bichos privados de libertad” (125), con los
que ella se identifica. En un escueto artículo, Chamberlin realiza un estudio del
imaginario animal en La desheredada. Basándose en el carácter naturalista de la
novela, el autor señala que la comparación entre Isidora y el mundo animal marcan el
descenso físico y especialmente moral del personaje, una trayectoria que se puede
prever desde el principio “because of adverse heredity and a negative environment”
(“Animal Imagery” 27). El desenlace como presa devorada por las calles urbanas y
por la masa de individuos que en ella se dan cita marca un importante paralelismo con
la masa indiferenciada que está destinada a fracasar en su empeño de dominación por
ser un colectivo situado al margen, “in a world apart from normal human society”
(27). De hecho, Le Bon adscribe a la masa una agresividad y un fervor animal como
sujeto social que vendría a ilustrar esta estrecha asociación entre masa y mujer. El
mundo animal se mueve por impulsos instintuales, se guía por el placer y el goce sin
atender al orden de lo racional. Por ello al final del relato, los muchos mecanismos de
poder impuestos en el personaje, lejos de censurarlo y ocultarlo produzcen un tipo de
sujeto marginal, muy visible, con un enorme poder de llevar al extremo la desviación
de la norma y realizar acciones subversivas guiadas por los impulsos más básicos. 33
33
La adopción de un nombre propio es decisiva para la práctica de formación del sujeto. Recordemos
cómo Mariano Rufete, Pecado, es un ser que por su carácter pueril, se encuentra sin formar todavía, y
por ello se mueve por instintos animales sin canalizar. Esto queda explicado en la novela porque
137

“Éste es mi destino…”, afirma el personaje justo antes de lanzarse a la calle,
decidida a ejercer la prostitución, en un movimiento en pendiente hacia abajo, tanto
geográfico como metafórico: “Así cayó ella despeñada en el voraginoso laberinto de
las calles. La presa fue devorada, y poco después en la superficie social todo estaba
tranquilo” (La desheredada 500). La imagen final de Isidora como una presa devorada
por las laberínticas calles recuerda a la de un animal salvaje, suelto en el espacio
urbano, peligroso, que se mueve irracional e instintualmente, en un mundo al margen
de la sociedad humana. Es por ello que la mujer, igual que el animal, debe ser
encerrada, enjaulada y confinada a un espacio acorde a su naturaleza impetuosa y
desenfrenada. Lo natural, lo salvaje ha sido contenido en los confines de la ciudad
bajo la forma de un “hunted animal”, igual que los animales salvajes enjaulados en el
zoológico de El Retiro. La naturaleza ha sido domesticada y el orden social ha sido
restaurado: la mujer sigue suelta en la calle, inescapable a la atracción que ésta le
sigue generando, pero ha sucumbido a la misma, se ha convertido en su presa. De
modo parecido, Fermín de Pas devoraba la ciudad de Vetusta, “su presa”, desde su
atalaya pero luego el mismo personaje será descrito como “una fiera en su jaula” (La
Regenta 505) en tanto que procede del mundo rural y en términos de la prisión que la
ciudad impone sobre el bajo la forma de la Iglesia.
Del mismo modo que Isidora ya no es peligrosa porque tiene una función
concreta que cumplir, la de canalizar el deseo masculino, Tristana tampoco lo es, pues
su función será también canalizar el deseo de Lope. La calle ha sido recreada a nivel
textual para ser sometida a crítica y si en primer lugar fue el canal elegido para el
Mariano es un individuo marginal en constante construcción y transformación ubicado en los márgenes
sociales. Sin conciencia moral asentada, la adopción de su identidad viene marcada mediante la
escritura de su nombre: “Mariano Rufete, alias Pecado” (246). La pronunciación de dicho nombre, a la
cual le sigue la escritura del mismo, constituye un intento de autoconstitución de una subjetividad de un
ser aún sin formar.
138

desvío del personaje, ahora constituirá el medio para devolverlo al camino, facilitando
así la resolución simbólica del conflicto. La afirmación decerteauiana se ha invertido,
y el espacio deja de ser tal por ser lugar no practicado. Lo que constituía un espacio
formativo y conflictivo por la acción del caminante se transforma en un simple lugar,
nunca más transitado por el sujeto y por tanto no portador de significado, de función
social, de peligro.
1.4 Conclusión
En una estructura que podría ser caracterizada como circular, estas novelas
concluyen prácticamente en el mismo lugar donde comenzaron. En el plano espacial,
Tristana empieza la narración como un sujeto periférico –no habla, ni siquiera tiene un
nombre, vive en un barrio excéntrico asociado con la criminalidad y la corrupción. El
personaje encontrará sentido a su vida moviéndose por la periferia, una acción que
subraya su naturaleza marginal. La labor normalizadora requerirá un movimiento de
centralización: tanto geográfica (desde lo alto del Paseo de Santa Engracia en
Chamberí el personaje se muda a una casa en el Paseo del Obelisco, más cerca del
centro urbano aunque sin llegar a penetrar en él); moral (abrazará las instituciones
tradicionales del matrimonio, la familia y la religión); y sexual (la amputación ha
puesto fin al deseo femenino), todo con la finalidad de ubicar a la mujer en un “hueco
honroso de la sociedad” (Tristana 272). No obstante, el sujeto nunca dejará de estar
ubicado en la marginalidad: silenciado, anónimo, inmóvil, física y psicológicamente
mutilado.
De Tomelloso, una aldea en La Mancha, a la ciudad de Madrid, la cual el
sujeto luchará por invadir, apropiarse y asentarse en su centro, Isidora termina la
139

narración en la misma periferia de la que provino, sólo que ahora ésta no es sólo
geográfica, sino moral y social también. Si termina ejerciendo la prostitución en las
calles céntricas o en las marginales, el narrador no lo dice, quizás por no ser relevante.
Lo realmente importante es que la última estación de su viaje urbano es lo que
podríamos denominar comúnmente “la cuneta”, lo que remite de nuevo a la figura de
la prostituta quien, igual que los desechos y la basura, es empujada al extrarradio de la
ciudad, primero como medida de control social, y segundo por considerarse
desagradable a la vista. Esta obsesión por hacer concluir a los personajes en la
periferia está relacionada con la necesidad de redimirlas. Las mujeres, irredentas, no
piensan, no son racionales, y tras reiterados intentos fallidos por instruirlas (Horacio y
Miquis vendrían a encarnar los sistemas de razón, de instrucción y de orden en su
papel de instructores moralistas como alternativa al desorden del personaje principal),
necesitan de una relación de tutelaje con un hombre que las redima, bien por vía del
matrimonio (Lope) o por medio de otra relación basada igualmente en la desigualdad
de géneros: la prostitución.
Evitando la tentación de convertir a la calle en explicación genética de todo lo
que acontece en la novela, concluyo reafirmando la importancia de este espacio en el
desarrollo de la acción narrativa, y para ello baste ofrecer un último ejemplo. Si la
calle constituye un espacio formativo por excelencia, la ausencia de contacto con la
misma explicaría la atrofia de la concienciación femenina, sexual y social. En
Tormento (1889) Galdós introduce un sujeto femenino cuya relación con la calle es
muy diferente a la de Tristana o Isidora: Amparo se haya en absoluta felicidad en su
espacio doméstico, privado y carcelario, percibido por ella misma como foco de la
decencia y la virtud. Sus salidas a la calle no serán fruto del placer, sino de la
obligación, estando éstas siempre supervisadas por una presencia masculina. Para el
140

personaje, la calle representa una “amenaza” (191), un peligro, lugar de concentración
de masas y por ello foco de corrupción. La falta de iniciativa por salir a la calle y la
falta de contacto con ésta explicarían la escasa educación corporal del sujeto (nunca se
lava ni presta atención a su apariencia física) así como su inexistente personalidad
social y su subdesarrollo sexual: si para Isidora y Tristana la calle constituía un cauce
de expresión del deseo y un foco de placer en sí misma, la falta de contacto con ella
justificaría la ausencia de cualquier intencionalidad, pasión o deseo femenino, ni
sexual ni material, pues como señala el narrador de Tormento, Amparo tiene
“ambición de decencia, no de lujo” (252). El resultado es, según Aldaraca, una
“anomia” que resulta de su “definición social ambigua” (“Tormento” 222) y una
debilidad moral que Montesinos ha caracterizado de enfermiza. Para Tormento el
matrimonio constituye, en contraste con los personajes bajo estudio, la vía a la libertad
y al orden social, la transición del caos a su propio orden: a pesar de haber sido
deshonrada en su juventud, el personaje restablece el orden doméstico y con éste su
propio orden moral y social casándose con Agustín al final del relato y conciliando en
el matrimonio todas sus aspiraciones económicas, sociales y morales. Sería ésta otra
vertiente de la nueva mujer: un ángel del hogar felizmente prisionero.
Junto a esta naturaleza formativa, la calle es construida en la novela
decimonónica como un escenario conflictivo, un espacio liminal en el sentido que
Victor Turner concibió el término: un emplazamiento caracterizado tanto por el poder
que otorga la transgresión como por la contención que implica la regulación,
permitiendo al sujeto femenino posicionarse fuera de los papeles tradicionalmente
asignados a la mujer. Dado que “non-normative female behaviour, particularly sexual,
has always constituted a liminal space” (Bose 36), podemos concluir que tanto las
acciones de Tristana como las de Isidora hacen de la calle, en un sentido
141

decerteauiano, un espacio liminal donde pueden “elude or slip through the network of
classifications that normally locate states and positions in cultural space” (Turner 95).
Aquí reside precisamente su poder, en su indeterminación y en la ambigüedad, en el
no estar ni adentro ni afuera, pues “liminal entities are neither here nor there” (95). No
son ángeles del hogar, pero tampoco son hombres, aunque actúan como si lo fueran;
no se dedican a las labores propias de su género en el espacio doméstico, pero
tampoco desempeñan una profesión laboral que les permita ingresar en el espacio
público; pertenecen a la periferia (urbana y social), pero tratan de acceder al centro. La
calle vendría a funcionar como el balcón como espacio liminal por excelencia en la
literatura europea del siglo XVIII, un recinto interesante y ambiguo en cuanto que se
encuentra dentro y fuera del espacio doméstico, representando así una disolución de
los límites. Por ello, según Tanner, supone un recurso común en la literatura
dieciochesca para ubicar la actividad extramarital y posibilitabar el adulterio (Adultery
12-18). En el XIX el balcón seguirá conservando esta naturaleza liminal y conflictiva:
ejemplos de ello serán Miau, La Regenta o Su único hijo, pero concebido como
antesala de la calle, irá cediendo protagonismo a la misma, como demuestran las
reiteradas y obsesivas miradas que Isidora y Tristana lanzan a la calle desde el balcón,
antes de lanzarse a la misma. 34
34 En La desheredada hay numerosas referencias al balcón del que Isidora se asoma, primero en la calle
de Hernán Cortés donde vive con su padrino, y luego en la casa que comparte con Botín en la calle de
las Huertas. De hecho, la equivalencia entre calle y balcón como mirador y antesala de la misma queda
bien manifestada en la prohibición de Botín de que su amante salga a la calle, así como a asomarse al
balcón: “No quiere que me dé a conocer en la calle… ¡Que celoso, Dios mío! Si me ve asomada al
balcón, ya se le figura no sé qué” (La desheredada 349-50). En Tristana el potencial subversivo de este
espacio liminal será aprovechado por Buñuel en la adaptación cinematográfica de la novela, cuando
Tristana ocupe este espacio intermedio para retomar los juegos sexuales con Saturno y poner en
funcionamiento una discursividad del deseo, o cuando abre el balcón antes de dejar morir a Lope. Se
pone así de manifiesto la libertad y el poder del que goza el sujeto femenino en relación a este espacio
semi-público.
142

En esta línea, recordemos que, como Labanyi afirmaba, la estabilidad y el buen
orden de una sociedad depende del mantenimiento de los límites –de ahí deriva
precisamente el carácter liminal de los balcones—de la separación “between what is
inside society (city) and what is outside it (country)” (“City, Country” 55) para así
evitar una posible adulteración. Sin embargo, al cabo de un análisis de estas novelas
hemos de concluir que es muy difícil establecer una demarcación nítida que separe
campo de ciudad –barbarie de civilización. Igual que en las afueras despobladas de
Madrid “se van bosquejando las calles futuras” (La desheredada 127) con la llegada
de la urbanización, encontrar naturaleza pura y genuina propiamente dicha es
prácticamente imposible, pues la naturaleza aparece en la novela bajo la forma de
naturaleza cultivada: los jardines y los parques son el resultado de la domesticación de
lo salvaje. Será igualmente difícil, casi imposible, identificar sujetos fijos, estables,
bien delimitados en sus valores morales y enmarcados en un espacio concreto. En este
sentido, tanto Tristana como Isidora, individuos itinerantes y errantes, representan esa
dificultad de conciliar ambos mundos y constituyen en sí mismas la imagen de la
adulteración: Isidora es una loba enjaulada en las calles de la ciudad, mientras Tristana
es un sujeto descontrolado que corre por los márgenes pero que ha sido domesticado
para poder contenerlo en los límites urbanos. Esto debe ser interpretado como un
mensaje esperanzador que arroja cierta luz a un camino que ha sido iniciado pero aún
no completado: el desenlace de los textos abre la puerta a la posibilidad de un
movimiento reivindicador de un nuevo estatus personal, social y político para la
mujer, una puerta que el mismo narrador abre cuando ante el decaimiento final de
Tristana se pregunta: “¿sería aquella su última metamorfosis? ¿O quizá tal mudanza
era sólo exterior, y por dentro subsistía la unidad pasmosa de su pasión por lo ideal?”
(Tristana 269).
143

Los sueños están hechos de deseos y de miedos, igual que las ciudades, tal y
como lee Italo Calvino en su libro Invisible Cities. Isidora persiguió su sueño urbano,
dando rienda suelta a sus deseos, pero se enfrentó con lo que más temía cuando fue
disciplinada. Tristana encontró en la calle el escenario perfecto para buscar sus sueños
de emancipación y el espacio ideal para conquistar una igualdad sexual con el hombre,
hasta que se convirtió en una molestia, en una amenaza demasiado desagradable,
como ese “ángel de la casa” que atormentaba tanto a Virginia Woolf que finalmente
tuvo que matarla. Eso mismo hará Galdós: primero los disciplinará y les cortará las
alas postizas, luego los matará: a Isidora la hace desaparecer entre la masa, y a
Tristana la esconde en el espacio doméstico. Pero en sus viajes urbanos desde las
alturas a las profundidades, tanto Isidora Rufete como Tristana hicieron camino al
andar, un camino que sería seguido, no sólo por otros sujetos femeninos en el siglo
XX, sino también por otros individuos marginales que encontraron en la invasión,
conquista y apropiación de la calle una forma de representación social y política.
144

CAPÍTULO 2
La calle en el Madrid de los márgenes en Aurora roja (1904) y La horda
(1905)
Madrid está rodeado de suburbios, en donde viven peor que en el fondo de
África un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada. ¿Quién se ocupa
de ellos? Nadie, absolutamente nadie. Yo he paseado de noche por las Injurias y las
Cambroneras, he alternado con la golfería de las tabernas de las Peñuelas y los
merenderos de los Cuatro Caminos y de la carretera de Andalucía. He visto mujeres
amontonadas en las cuevas del Gobierno Civil y hombres echados desnudos al
calabozo. He visto golfos andrajosos salir gateando de las cuevas del cerrillo de San
Blas y les he contemplado cómo devoraban gatos muertos… Y no he visto a nadie que
se ocupara en serio de tanta tristeza, de tanta laceria…
Baroja, Hojas sueltas 331-32
Sólo unos cuantos metros separaban la vida moderna que circulaba
por lo alto de aquella hondonada, donde aún subsistían las tradiciones
de la existencia nómada, la barbarie de una raza errante, insensible a todo
progreso.
Las dos vidas rozábanse diariamente, pero se ignoraban, se desconocían,
sin que los de abajo, en su aislamiento, sintiesen la más leve influencia de los de
arriba
Blasco Ibáñez, La horda 290-91
Hasta la mitad del siglo XIX, las calles de Madrid habían sido un espacio
socialmente confuso que posibilitaba el encuentro del rico burgués con el populacho.
Aunque esta situación cambió tan pronto como se empezó a consolidar en Madrid una
nueva clase media cuya conciencia de estar situada socialmente entre aristocracia y
pueblo la obliga a segregar la ciudad espacialmente en términos sociales, todavía un
escritor como Galdós mostrará su desacuerdo ante la confusión social que el vestido o
atuendo femenino causaba, haciendo imposible la identificación de la clase social a la
que el sujeto femenino pertenecía. Esta crítica hacia la confusión social callejera será
adoptada por los escritores de principios de siglo, y así Baroja afirmará que en la calle
madrileña “todo anda mezclado y desnaturalizado” (Aurora 44) mientras que Blasco
145

Ibáñez denunciará que la sociedad se muestre indiferente ante el hambre y las
privaciones básicas de un individuo que por su traje y aspecto “pertenece a la raza de
los felices” (La horda 243). En cualquier caso, si pasear por ciertos lugares de la
ciudad y exhibir su codiciado capital social suponía un suplicio para los burgueses a
causa de la presencia incómoda de las clases populares, era necesario proyectar una
nueva ciudad que ubicara a cada cual en su sitio en términos de clase social. De ahí
surgió la idea del ensanche, proyectado en primer lugar en diciembre de 1846 para
luego volver a ser reclamado en abril de 1857 bajo un Real Decreto que delineaba tres
barrios acordes a las tres grandes clases de la población. Fue éste el objetivo que, tras
los intentos frustrados de racionalizar el crecimiento de la ciudad, sirvió de base para
el proyecto de Castro de 1860, el cual permitiría a los tres estamentos sociales un
espacio propio que permitiera una nueva ciudad ordenada, con jardines y zonas
verdes, con amplias calles y avenidas que atravesaran y conectaran los distintos
puntos de la urbe. Sería ésta una nueva ciudad que fomentara “el orden, la disciplina,
la jerarquización, la imposición de normas, el condicionamiento de las conductas”
(Álvarez-Uría 173). A pesar de estos intentos de racionalizar el crecimiento y
segmentar el espacio, y como indica Juliá, ni los reformadores del Madrid isabelino, ni
los del sexenio democrático ni los de la Restauración, incluyendo la utopía urbana de
los revolucionarios del 68, fueron capaces de dotar a la ciudad de reformas y grandes
vías interiores y de barrios ordenados en el exterior, bien comunicados con su interior
(Madrid 376). Los extramuros de la ciudad llegan al nuevo siglo con los mismos
problemas urbanísticos que en 1860, pero mucho más agravados debido a las grandes
oleadas de inmigración que viene recibiendo la urbe desde finales del XIX la cual,
según datos proporcionados por Juliá, incrementó su población en un 66% desde 1872
a principios del siglo XX (Madrid 414), cifra que seguirá aumentando notablemente
146

durante los primeros 30 años del siglo. Junto a los derribos realizados,
reestructuraciones espaciales y nuevas construcciones que se venían levantando desde
mediados del XIX, será éste un hecho fundamental a la hora de determinar la
configuración urbana. Los espacios de la ciudad se van a organizar para dar cabida a
nuevas realidades sociales, que desde finales del XIX comienzan a preocupar a un
sector de la sociedad madrileña que ve amenazados sus intereses de clase y su
dominio geográfico en una ciudad que no tiene cabida para ese aluvión proletario.
Ante la avalancha de inmigrantes, las casas de una planta en los arrabales y los bajos
en los edificios del interior o del ensanche ya no serán suficientes. Porque el
inmigrante tampoco puede pagar un alquiler en el ensanche, la solución pasará por
edificar en el extrarradio en condiciones de insalubridad y falta de higiene, sin ningún
orden, lo que ahogará cualquier posibilidad de crecimiento racional. Durante los
últimos años del XIX se comienza a formar así un cinturón alrededor de la ciudad en
forma de chozas y casuchas que se agrupan en enclaves caracterizados por una
situación de miseria.
Éste es el contexto en el que se ubican las novelas bajo estudio en el
presente capítulo en el que se analizará la función social de la calle madrileña y del
espacio geográfico en que se mueven los personajes de dos obras de principios de
siglo: Aurora roja (1904) de Pío Baroja y La horda (1905) de Vicente Blasco Ibáñez,
novelas cuya acción se desplaza a un núcleo urbano contrapuesto: la periferia urbana.
Si bien la incorporación de los barrios marginales a la novela no es un asunto nuevo –
recordemos cómo Galdós introduce el barrio de las Peñuelas en La desheredada o
Chamberí en Tristana como suburbios, ciudades hechas “de cartón piedra” que
reflejan el estado interior de sus habitantes—sí lo será su protagonismo. Ciertamente,
periferia no significa menos interés. Supone, por el contrario, replantear el enfoque y
147

entender cuáles fueron las preocupaciones y tensiones sociales que se dieron en cada
espacio de la capital española, tensiones que afectaban principalmente a este sector
geográfico de la ciudad y que quedan manifestadas a través del paseo del sujeto
marginal. La circulación urbana y los paseos del personaje a través de esos mundos
miserables, de esos ambientes de pauperismo africano e inmundas piltrafas sociales
responden a nuevas realidades sociales que los escritores de la época no pueden
ignorar. El texto literario es un producto de su época, e inscrito en un momento
histórico particular, en unas coordenadas temporales y espaciales determinadas, posee
un poderoso poder de intervención social en un locus cultural específico.
Como forma de extender la urbe espacialmente hacia los márgenes, periferia al
mismo tiempo viene a significar un Madrid más abierto, con cabida a un mayor
número de voces, mayor diversidad social y política. Un Madrid con más movilidad
en un mundo más y mejor conectado e internacionalizado, como pone de manifiesto la
presencia del extranjero a través de Juan, personaje de Aurora roja y con ésta, una
mayor circulación de ideas que a su vez resultará en una fuerte concienciación social
de las masas obreras. Haciéndonos eco de las palabras de Moretti de que “what
happens depends a lot on where it happens” (Atlas 70), se puede afirmar que tanto
Baroja como Blasco Ibáñez eligieron el margen urbano para ubicar el centro de su
acción narrativa porque percibieron tensiones políticas, económicas y sociales en esas
geografías periurbanas provocadas por las clases obreras emergentes. Con sus novelas
buscaron intervenir en la problemática social de la época con el objetivo de exponerla,
pero también contradecirla, denunciarla y proponer alternativas al orden vigente. Así,
la calle de los márgenes en el texto se revela como una de las principales vías elegidas
por el narrador, no sólo para dar cuenta del dinamismo y de la extensión espacial hacia
la periferia que las transformaciones urbanas, a consecuencia de la inmigración y los
148

cambios económicos, venían imprimiendo en la capital española a principios de siglo,
sino también para transmitir las enormes desigualdades sociales, las precarias
condiciones del proletariado y las posibles alternativas a las mismas.
Por otro lado, la invasión en el espacio textual de la novela de la periferia y del
sujeto marginal que se oculta en ella sugiere cierta ansiedad por parte del autor hacia
una posible acción organizada y toma de poder por parte del mismo. Cabe rescatar
aquí la expresión “concentración de marginales” que Chartier utilizó para referirse a la
Corte de los Milagros como aquel lugar en el París medieval que acogía a todo lo
impredecible, ambiguo, aleatorio. Concentrar en una zona urbana periférica al grupo
de anarquistas o de traperos facilita la vigilancia de los mismos, haciendo más fácil la
predicción de sus posibles acciones subversivas y posibilitando un mejor y más
organizado control social que garantizará el orden. De esta manera, el punto de vista
del narrador, aunque siempre presente y acompañando a los personajes en su camino,
se articula en diferentes planos a través de distintos sujetos más o menos
individualizados, dando lugar a una novela de naturaleza polifónica que absorbiendo
todo lo que ocurre en la sociedad del momento, dará acogida a un número mayor de
voces minoritarias. El proletariado anarquizante de la época, el trapero y el intelectual
con aspiraciones burguesas compartirán protagonismo textual con las zonas de
interferencia y el ambiente en el que todos ellos se mueven, afectando este
movimiento a la forma en que Madrid es construida en la novela. Si Galdós
representaba las calles del centro urbano como espacios de poder a los que la clase
media se aferraba como forma de hacer ostensible su status y capital social, y la
periferia como espacio marginal de la clase popular, espacio de distinción del que
urgía alejarse, Baroja y Blasco construirán estos mismos espacios como escenarios de
fructíferas resistencias para una emergente clase obrera y trabajadora, clase
149

“menesterosa”, nueva fuerza política en el panorama social que irá adquiriendo más y
mayor representación social a medida que avance el siglo. El juego espacial analizado
en el primer capítulo seguirá jugando un papel esencial en estas novelas como
metáfora de la perspectiva narrativa del autor, ofreciendo una lectura de la ciudad y
sus calles dominadas por desigualdades sociales donde los personajes más
desfavorecidos se ubican en los más bajos fondos urbanos mientras que los
privilegiados vislumbran la ciudad y sus espacios desde lo más alto. La perspectiva
que predomina tanto en Aurora como en La horda es la del mundo visto desde abajo,
lo que confiere a estas novelas un perspectivismo que Blanco Aguinaga identifica con
el de la picaresca (Juventud 232), pues aunque los personajes se desplazan
constantemente a nivel de la calle, en ambas novelas se mira a la ciudad desde un
mundo subterráneo que se corresponde con el extrarradio, estando la ciudad y su
centro urbano arriba, lejos, luminoso e inalcanzable.
Si en la obra de teatro Juan José (1898) Dicenta ya ponía en escena a la clase
oprimida como protagonista, Aurora roja será la primera gran novela de obreros, en la
que predomina una visión muy materialista de un mundo en el que no parece haber
sociedades igualitarias por primar la ley del más fuerte. Lo que distingue a esta novela
de las otras dos en la trilogía –y la justificación de incluir Aurora en esta
investigación—queda bien explicado por las palabras de Puértolas Villanueva: “En las
dos primeras novelas de la trilogía, Baroja nos ha mostrado el mundo de ‘la busca’,
aquéllos que viven en los quicios de las puertas de la capital, arrojados, constituyendo
un submundo de vicios y miserias… Estos habitantes de los suburbios están al margen
de la sociedad y de toda preocupación social” (El Madrid 101). En efecto, lo
importante era subsistir, mendigando, implorando, robando, pero en cualquier caso,
luchando individualmente por sobrevivir en un medio hostil y alcanzar un mayor
150

ienestar inmediato. En Aurora, igual que en La horda, aparecen por primera vez
personajes con verdadera conciencia de clase cuyo objetivo es transformar
permanentemente las diferencias sociales logrando una mayor igualdad social a largo
alcance.
Aunque ampliamente estudiada en el marco de su contexto anarquista,
propongo explorar cómo, a través de la construcción y ubicación marginal de espacios
como la taberna o el cementerio y de los desplazamientos de los personajes, el autor
construye un Madrid muy personal segregado socialmente en torno a sus tres espacios
perfectamente delimitados –centro urbano, ensanche y extrarradio. Particularmente
alrededor de todo lo que queda afuera del centro urbano –del “círculo rojo” nos dirá
Blasco- empiezan a circular ideas enemigas del orden dominante, lo que pone de
manifiesto una serie de problemas sociales asociados a las condiciones de los
trabajadores y los conflictos derivados de éstos que ni la ciudad, afectada por un
capitalismo en plena ebullición, ni sus instituciones puede solucionar. La estrecha
relación calle-individuo queda patente desde el principio de la novela con la
introducción de la calle Magallanes donde el novelista ubicará la principal acción
narrativa, calle que determinará poderosamente los procesos de subjetivación de los
individuos que en ella habitan. Tras explorar la función de dicho escenario urbano en
la novela, se comprobará cómo la presencia de esta calle y su relación con los sujetos
que se mueven por sus inmediaciones revela no sólo los miedos, preocupaciones y
ansiedades del novelista, sino también y principalmente su visión naturalista y
negativa del mundo, su pensamiento social y su actitud ante la política española.
Si bien La horda arranca en una taberna de Cuatro Caminos –una de las
muchas similitudes con Aurora roja- la acción de la novela se desarrolla
principalmente en el espacio abierto de la calle donde sus personajes, gentes pobres,
151

poseen un fuerte espíritu de lucha. Esta obra ha sido a menudo pasada por alto por la
crítica, que ha dedicado más atención a la obra valenciana del escritor. Sin embargo,
esta novela de carácter social es altamente relevante pues no sólo supone una
ampliación de la geografía novelesca de Blasco, sino que también ofrece una
ficcionalización a nivel espacial de la lucha de la clase obrera ante la hegemonía del
capitalismo liberal. El personaje principal es un sujeto marginal, huérfano y
subversivo, no tanto por su pugna por alejarse del extrarradio madrileño y con él de su
origen social como por su lucha por mantener su posición como productor de arte
independiente. Los frecuentes paseos del personaje conducen al lector por los
diferentes enclaves que se estaban consolidando en el Madrid de la época y ponen en
contacto los diferentes mundos urbanos –diferentes “planetas” los llama el narrador—
del Madrid-centro, el extrarradio y lo que queda afuera de éste. Además, estos paseos
ponen de manifiesto la naturaleza nómada del personaje y de la comunidad de la horda
que da título a la novela, así como el dinamismo de una obra que mediante la perpetua
construcción a la que somete sus calles y sus personajes da salida a un sentimiento de
protesta ante el cúmulo de injusticias que necesitan urgentemente de soluciones. Si
bien esta novela tiene como marco de fondo la problemática del crecimiento
demográfico en la ciudad moderna y la segregación del espacio urbano en términos
sociales, será necesario examinar el tipo de conciencia económica, política y social
que el sujeto marginal desarrolla en la calle y que guiará su experiencia urbana. Sólo
mediante un conocimiento de lo que connota habitar y transitar los barrios de los bajos
fondos madrileños y el tipo de sujeto que se mueve por los mismos será posible
entender el intento del personaje de abandonar la periferia y apropiarse del centro de
la ciudad, aunque sea transitoriamente, solamente para ser expulsado del mismo, no
pudiendo desligarse nunca de su condición de desheredado.
152

Cabrá explorar ciertos elementos recurrentes en ambas obras literarias. La
construcción de un mundo de conflictos donde predomina una “diaria lucha” por la
vida, como diría el propio Blasco (La horda 95), un mundo en el que parece primar el
orden natural y en el cual sobrevivirá únicamente el más fuerte, cayendo sobre el débil
un destino adverso y cruel, dará paso a una visión naturalista y pesimista que parece
soslayar cualquier posibilidad de cambio, manifestada principalmente en las
numerosas escenas en que la miseria se muestra en toda su descarnada realidad. Dicha
perspectiva naturalista cobrará en ambas novelas una dimensión filosófica de
naturaleza determinista, según la cual el individuo adscrito a un determinado espacio
social marginal –Arapiles, las Carolinas o las Cambroneras- parece estar encaminado
a un desenlace fatídico certero sin posibilidad de tomar un desvío en dicha trayectoria
que lo aleje de dicha resolución. Dicha sujeción contrastará enormemente con el
dinamismo de la naturaleza nómada del sujeto en ambas novelas, que continuamente
trata de escapar a su destino, ofreciendo así un rico contraste sobre el que descansarán
estas obras. Al mismo tiempo, la idea rousseauiana de que la sociedad, bien
estratificada en sus espacios, es un infierno donde el sujeto, al penetrar en el mismo,
entra en un orden artificial, corrupto, perverso, es visible en las novelas en la
idealización de la naturaleza y del campo yermo como aquello alejado de toda
civilización y urbanización, y por ello del caos y del mal urbano que, según Cardwell,
viene de la ciudad (“Blasco” 327). Se revela así la naturaleza como un espacio
formativo que invita a la reflexión y por ello determinante en el proceso de
subjetivación del sujeto que pasea por estos ambientes naturales y calmos.
Ahora bien, hay que tener en cuenta que la calle no constituye el origen de la
situación laboral ni de las condiciones de vida de los desheredados, sino la expresión
de éstas. Una vez más evitando la tentación de convertir a la calle en explicación
153

genética de lo que acontece en la novela, surgen varias preguntas a las que aludirá el
presente capítulo: ¿Qué relación existe entre la pobreza de las calles, su morfología y
edificios, y la miseria de la urdimbre humana que habita en ellas? ¿Qué tipo de
dinámicas se ponen en marcha en la calle para (y consecuencia de) la toma de
conciencia social y política del sujeto? ¿Cómo se manifiesta el discurso del poder de
las clases dominantes y la práctica de la resistencia de la clase desfavorecida en la
calle? ¿Cómo contribuye el escenario urbano al proceso de subjetivación del
individuo? ¿Será la falta de concienciación social del sujeto que acepta su inferioridad
y se resigna a permanecer “oculto” entre los desechos de la ciudad, contribuyendo así
al status quo de la sociedad –como es el caso de los traperos del barrio de las
Carolinas en La horda- lo que atribuye al barrio en que vive su carácter marginal? Y
asimismo, ¿será el sujeto con interés de clase –Juan en Aurora roja- desarrollado a
través de sus paseos y sus contactos con otros “desheredados” de la novela el que dote
al barrio marginal de un carácter amenazador, subversivo y siniestro, precisamente por
la posibilidad de que la acción directa del sujeto le haga dejar de permanecer oculto y
se manifieste, disolviéndose así los límites urbanos?
Igual que en el análisis de los paseos de Isidora y Tristana, las ambiciones,
deseos y aspiraciones del sujeto marginal que pasea por la ciudad convierte a ésta en
legible, pero será una lectura diferente la que se nos ofrezca, una lectura que construye
una nueva imagen de Madrid hasta ahora desconocida: la de la capital monumental,
soberbia, hermosa que, sin piedad, “arrojaba la miseria lejos de ella, negando su
existencia” (La horda 335) y ante la cual los escritores se rebelan al mismo tiempo
que dejan traslucir su admiración, del mismo modo que el sujeto que se mueve entre
sus tortuosas y marginales calles.
154

2.1 De Magallanes a Ceres: calle, anarquismo y espacios marginales en Aurora
roja
Son muchos los historiadores y críticos literarios que han opinado al respecto
de la ambigüedad ideológica de Baroja, su acercamiento a la moral anarquista o su
actitud anti-socializante. Blanco Aguinaga, Iris Zavala y Rodríguez Puértolas insisten
en el rechazo del escritor hacia anarquistas y socialistas (Historia social 216).
Puértolas llama la atención al rechazo del movimiento socialista a favor del
anarquista, a pesar de ser éste cuantitativamente mucho menos importante que el
primero en tiempos del novelista. Puértolas lo atribuye al temor del escritor por la
organización obrera socialista (El Madrid 37). Blanco Aguinaga culpa al “arbitrario
deprecio por el socialismo” (Juventud 271) de Baroja por la falta de rigor histórico en
el tratamiento de los personajes socialistas. Julio Caro Baroja confirma esta sospecha
al argumentar que Baroja rechazaba la parte doctrinal de los socialistas. Varios
trabajos basculan hacia la atracción del novelista al ideario ácrata, como el de Gómez-
Pérez quien sostiene que, entre otros elementos, “la ruptura con todo lo anterior y la
destrucción violenta son la base de la simpatía barojiana por los anarquistas”
(“Baroja” 313), o De Salaverría, quien señala que Baroja “es el único espíritu
realmente anarquista de la literatura contemporánea española” (“Pío Baroja” 150),
idea subrayada por De Onís quien afirma que el novelista “realizó en su vida el ideal
anarquista de la más perfecta libertad individual” (“Pío Baroja” 163). Lejos de
participar en estas discusiones ideológicas y encasillar a Baroja en un ideario
concreto, interesará observar cómo las transformaciones políticas en la España de
principios de siglo se materializan en la calle a través de los personajes y acciones de
Aurora roja. Para ello, importa examinar las dinámicas y las prácticas puestas en
marcha en el escenario urbano, tanto para contrarrestar el tremendo desajuste social y
155

abogar por una sociedad más justa, como para contribuir a la formación de nuevos
sujetos sociales que participan de nuevas actividades políticas. Se analizará cómo este
espacio social funciona en la novela como expresión de las condiciones sociales y
económicas de los más desfavorecidos en un orden social injusto y cruel.
Último tomo de la trilogía La lucha por la vida, Aurora roja continua la
historia de Manuel, quien tras luchar quince años por establecerse en el adverso
entorno urbano en los dos primeros tomos de la trilogía, logra asentarse en el mismo,
en el distrito de Chamberí particularmente, barrio de los obreros no agolfados,
mediante un aburguesamiento cómodo que le ofrece una satisfacción personal.
Aunque el protagonismo de la novela corresponde a varios personajes que se destacan
en igual importancia, Juan Alcázar, hermano de Manuel quien ha sido nombrado
indirecta y fugazmente en los tomos anteriores de la trilogía se abre paso en la
narración y se coloca en el primer plano. Individuo ubicado en los márgenes de la
sociedad, tanto geográficos como sociales y morales, participará de un anarquismo
humanitario a través del cual llevará a cabo su misión social: se encargará de
revitalizar las calles de los márgenes abriendo un espacio subversivo, la taberna La
Aurora, para el intercambio de ideas y la formación de sujetos políticos; intentará
llevar a cabo una labor de reforma intelectual de los desheredados haciendo llegar su
arte a los suburbios de la ciudad y terminará sucumbiendo a la tuberculosis,
aprovechándose su muerte como excusa para dar entrada a un séquito de obreros en el
centro urbano junto a su cortejo fúnebre. Baroja elegirá situar la mayor parte de la
acción narrativa en la calle de Magallanes, “calle de la muerte” por estar rodeada de
cementerios que aunque en desuso la mayoría de ellos a principios del siglo XX, dan
un aire fúnebre a la calle y sus inmediaciones.
156

La vía protagonista de la novela, la calle de Magallanes, tiene el título de
“sepulcral y fúnebre” (Aurora 44) y por ello se distingue del resto de las calles de
Madrid no profesionales ni especializadas, con la salvedad de alguna “callejuela de
barrios bajos y la calle de la Justa, hoy de Ceres… resto del antiguo burdel” (44). Es
significativo que la narración arranque con una comparación entre la calle de
Magallanes –calle de la Muerte—y la calle de Ceres –calle del Amor, debido a la
cantidad de prostíbulos localizados en la misma. En efecto, señala Répide que hubiera
sido más apropiado cambiar el nombre de la calle de la Justa al de Venus, “cuyo culto
es tan frecuente en los sórdidos meretricios de esta calle y en los cochambrosos
lupanares” (Las calles 143). La mención de esta calle, la cual no vuelve a aparecer en
la novela, tiene la función de reforzar mediante el contraste la “funebridad única e
indivisible” de la calle protagonista y de los que en ella viven y al mismo tiempo
introducir la dualidad amor-muerte, eros-tánatos, pulsiones básicas de todo ser
humano que remiten al transcurrir de su existencia en una constante lucha entre la vida
y la muerte, sin que pueda existir la una sin la otra. Ya el mismo título “Aurora roja”,
en su doble vertiente natural y social, apunta al nacimiento de un nuevo día
resplandeciente y luminoso que traerá consigo la revolución social la cual, a través de
las llamaradas del fuego, destruirá el viejo mundo para instaurar uno nuevo donde
reine la justicia y la igualdad. En la doctrina anarquista se dan cita vida y muerte,
nacimiento y destrucción, paz y violencia, credos no excluyentes sino
complementarios que encontrarán en la calle urbana uno de sus cauces de expresión.
El novelista elige hacer uso de la calle y de los irónicos nombres de las mismas para
localizar y transmitir un conflicto interno subyacente a su novela y al anarquismo
como pilar fundamental de la misma, conflicto que oscila por un lado entre un fuerte
estatismo que sujeta al individuo y determina su trágico desenlace y por otro un
157

enovado dinamismo manifestado en la diversidad de opciones políticas, la
construcción de nuevas subjetividades y la apertura de nuevos espacios sociales. Tras
explorar las connotaciones e implicaciones simbólicas de la calle de Magallanes, se
analizará este dinamismo manifestado principalmente a través de la revitalización de
los márgenes: primero por la ubicación y el papel de la taberna como espacio
subversivo de expresión y discusión de ideas; y segundo con los desplazamientos del
sujeto hacia la periferia urbana para dar entrada a esas voces marginales que ya
empiezan a demandar un espacio de representación más céntrico.
2.1.1. Calle y anarquismo: (in)acción y determinismo en el escenario urbano
En un artículo sobre el libro de Maeztu recién publicado en 1899, Hacia otra
España, Baroja declara que prefiere “la debilidad, la pobreza y las callejuelas
tortuosas, oscuras y en pendiente” (Obras completas 861). Si bien el novelista inicia
su trilogía en el centro mismo de la ciudad –en la calle de Mesonero Romanos—la
concluirá efectivamente en una calle marginal, oscura y estrecha, orlada por tapias de
cementerios: la calle de Magallanes. Es éste el recorrido tortuoso y en pendiente hacia
abajo del personaje Manuel, quien comienza su andadura por la novelística barojiana
entrando en la ciudad por la estación del Mediodía, punto fronterizo sur que separa la
ciudad de las afueras, se instala en una pensión céntrica para ir gradualmente
desplazándose hacia las afueras, en un movimiento cuesta abajo, tanto literal (la
estación del Mediodía está en un alto del cual el sujeto irá descendiendo hasta
posicionarse en las afueras) como metafórico (Manuel será conducido a los barrios
bajos, y experimentará el mundo de la golfería, viviendo entre golfos, pícaros y
traperos). Señala Blanco Aguinaga que esta metáfora espacial servirá de hilo
158

conductor a toda la trilogía, “cuya clave se encuentra en la lucha de los de abajo por
subir, de los de afuera por entrar al centro de la ciudad” (Juventud 231).
La calle de Magallanes, en el barrio de Arapiles del ensanche madrileño,
pertenece al distrito de Chamberí, un sector que como se adelantó en el análisis de
Tristana, venía creciendo constante y rápidamente desde la segunda mitad del XIX.
La elección de esta ubicación urbana por el novelista no es casual. A principios del
siglo XX, el nuevo barrio de Chamberí establecía el límite con Cuatro Caminos,
localizado en el extrarradio, y se convirtió en el barrio de todos aquellos obreros no
agolfados que entraban en la ciudad para instalarse en esta zona y abandonar así las
afueras. Sin ser centro urbano estrictamente hablando, el barrio se encuentra en el
límite con éste, lo que le confiere cierto estatus social. Alrededor de 1902, Chamberí
estaba repleto de nuevas imprentas, establecimiento más que serio al que se dedicaban
aquéllos que querían abandonar las afueras urbanas. Trabajar en una imprenta o ser
propietario de la misma, como es el caso de Manuel, significaba adquirir una
conciencia social y política, y a la vez urbana. Cabe recordar que antes de instalarse en
la calle de Magallanes y convertirse en propietario de una imprenta en el último tomo
de la trilogía, Manuel vivía en el barrio de las Injurias, un barrio infecto “que va desde
la ronda a la Fábrica de Gas, con callejuelas llenas de cieno” y cuyos habitantes “eran
una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad”
(Mala hierba 155). Por tanto, vivir en el politizado Chamberí requiere una toma de
conciencia –gran diferencia entre Aurora roja y el resto de las novelas de la trilogía—
que pasa por la apropiación digna de la ciudad. 35 Los obreros que allí vivían poseían
35
Apunta Blanco Aguinaga que la entrada de Manuel al mundo del trabajo a través de una imprenta,
llegando incluso a ser propietario de una de ellas, es la forma que tiene el novelista de hacer de Aurora
roja una novela política. Recordemos que junto al gremio de la construcción, el mundo de los
impresores era la principal industria obrera de Madrid. Además, las figuras de Anselmo Lorenzo, Pablo
Iglesias y Francisco Mora se asociaban con el oficio de tipógrafo así como con la militancia política
159

alguna especialización: tipógrafos, obreros de la construcción, mecánicos y
electricistas (como el caso de Rebolledo), bordadoras o peluqueros. En efecto, en su
estudio sobre el anarquismo europeo, Joll afirma que los primeros grupos anarquistas
en España, en particular en Barcelona y Madrid, estaban compuestos por “hombres de
profesiones liberales, estudiantes y artesanos, la mayoría de éstos impresores y
zapateros” (Anarquistas 231). Los contertulios de la taberna en la novela de Baroja
son obreros especializados: el Libertario, escultor y pintor; Jesús, cajista; Manuel,
impresor; Canuto, veterinario; los Rebolledo, uno electricista y el otro peluquero; el
Bolo, zapatero; el Madrileño, trabajador del Tercer Depósito; Prats, obrero catalán,
cuyo oficio no es especificado; y el estudiante viene representado por César
Maldonado.
Baroja arranca la novela haciendo especial hincapié en que en un país donde
todo está variando, “evolucionando con una rapidez enorme” (Aurora 261), en una
sociedad donde las ideas políticas y los valores morales están en perpetuo movimiento
y sus calles, igual que los sujetos que las transitan, en continua construcción, no es de
extrañar que “la calle profesional” ya no exista, dando paso a la calle desnaturalizada
donde todo se mezcla, y donde no hay idea de orden. 36 La crítica del novelista a la
proletaria. Baroja pasaría así de construir personajes en las dos primeras novelas de su trilogía sin el
más mínimo asomo de conciencia política, sin conciencia de la realidad (que además se relaciona con la
vida en el submundo de las afueras de la ciudad –Embajadores, dehesa de la Arganzuela) a personajes
construidos a un nivel crítico que es “anuncio de politización” (Juventud 251), es decir, de toma de
conciencia política y de clase. Estos personajes pueden, bien colaborar con el ideal de la sociedad,
defendiendo el status quo, bien luchar contra el orden establecido (hallamos ejemplos de los dos
modelos en Aurora roja), pero ambos constituirán en cualquier caso voluntades de toma de acción que
a través de una concienciación social, aparece por primera vez en la última novela de la trilogía.
36
Se puede leer aquí cierta nostalgia por parte del narrador por el gremio o la sociedad gremial,
precedente de las uniones y los sindicatos modernos, como tipo de asociación económica y profesional
de la ciudad medieval que agrupaba a los artesanos de un mismo oficio en un mismo emplazamiento
urbano. El gremio fomentaba una sociedad muy estática que no invitaba a la movilidad profesional ni la
social, pues no existía posibilidad de avance económico. Los gremios funcionaron hasta el siglo XIX,
momento en que empieza a haber movilidad social. Todavía en tiempos de Baroja pueden observarse
restos nominales de la sociedad gremial a nivel de organización urbana, como la calle de los
Cuchilleros donde se estableció el gremio de maestros cuchilleros o espaderos, que conservó allí
durante largo tiempo su primitiva estancia, motivada por la proximidad a las antiguas carnicerías en la
160

confusión social de la calle (tanto a nivel humano como animal) podría interpretarse
como una alusión directa a la anarquía como ideología dominada por el desorden y la
desorganización en un sentido general. Sin embargo, la confusión a nivel callejero va
a encontrar su excepción honrosa en la calle de Magallanes. Esta vía, “cerca de
antiguos y abandonados cementerios” (43) tiene la peculiaridad de ser una calle
especializada, por su carácter fúnebre y sepulcral, en la muerte. Lo documenta Pedro
de Répide en Las calles de Madrid, quien afirma que fue durante todo el siglo XIX
una vía funeraria “en la que durante muchos años se alzaron solamente las tapias de
cuatro cementerios” (371-72). Estos cementerios, de fundamental importancia en la
novela como también lo serán en La horda, eran “el general del Norte, las
Sacramentales de San Luis y San Ginés y la Patriarcal” (Aurora 43), estando todos
ellos presididos por las copas puntiagudas, rígidas en el horizonte, de los cipreses del
cementerio de San Martín, cerca del depósito de aguas. Hay que rastrear el origen de
estos cementerios a la iniciativa de Carlos III de prohibir enterramientos en el interior
de las iglesias, una tradición que data del siglo XIII, y de establecer cementerios en el
exterior de la ciudad. La Cédula promulgada por Carlos III en 1787 no se respetó, y no
fue hasta la invasión francesa y el gobierno de José Bonaparte en 1808 cuando se
prohíbe por Real Decreto los enterramientos en los templos religiosos y se pone en
marcha la construcción de los primeros cementerios de Madrid. El cementerio general
del Norte fue el primero en construirse, en 1809. Su entrada principal se hallaba en la
calle de Magallanes y se ubicaba entre esta calle y la de Fernando el Católico,
Plaza Mayor (Répide 189) o las calles adyacentes al Rastro, en cuyos aledaños se ubicaban desde el
siglo XVII los mataderos y fábricas de curtidos y donde se realizaban tareas relacionadas con el curtido
de las pieles de los animales sacrificados en sus calles adyacentes: las calles del Carnero, Cabestreros,
Ribera de Curtidores, también llamada de las Tenerías, así lo indican. El desorden que Baroja ve con la
desaparición de las calles profesionales puede ser debido a su dificultad de “interpretar” lo que ahora
está todo mezclado.
161

Rodríguez San Pedro y la plaza del Conde del Valle de Suchil. Aunque clausurado en
1881, no fue hasta principios del siglo XX cuando se procedió a su demolición. A
partir del Real Decreto de José Bonaparte, distintas Archicofradías y Sacramentales
empezaron a construir sus cementerios para enterrar en ellos a sus cofrades, entre ellas
las Sacramentales de San Luis y San Ginés que fueron construidas en 1831 en las
afueras de la Puerta de Fuencarral y posteriormente clausuradas el 1 de septiembre de
1884. El Cementerio de la Patriarcal, por el contrario, fue construido en 1849 entre lo
que hoy son las calles de Joaquín María López, Vallehermoso, Donoso Cortés y
Magallanes para dar sepultura a los miembros que dependían de la Iglesia de la
Patriarcal, fundamentalmente soldados, funcionarios y demás empleados de la Casa
Real. Se clausuró en 1884, pero no se demolió hasta 1952.
La calle por tanto está localizada en un “barrio sepulcral”. 37 Sin embargo,
diecisiete años después Baroja construirá la misma calle como una “calle reciclada”,
pues el “callejón de los cementerios” (Répide 372) alberga ahora negocios que han
cambiado de nombre –la Barbería Antiséptica de Rebolledo ha pasado a llamarse La
Antiséptica, peluquería artística— así como de emplazamiento urbano: de estar
ubicada en la tapia del Rastro la peluquería ha pasado a la calle de Magallanes. El
establecimiento de estos negocios fijos entre los que se debe incluir la misma taberna
que da título a la novela apunta a la incipiente urbanización de esta zona de la ciudad
la cual como el propio narrador indica, está compuesta por “terrenos nuevos,
fabricados por el detritus de la población” (Aurora 107) y que debe relacionarse
37
Junto a la presencia de los cementerios en la calle de Magallanes, el carácter fúnebre de la misma
queda reforzado por su ubicación en el barrio de Chamberí el cual fue caracterizado como “gigantesca
necrópolis” a lo largo del XIX según Vázquez explica por las ejecuciones que se realizaban en los
terrenos del antiguo Campo de Guardias, cerca del Depósito del Canal (Madrid 39).
162

forzosamente con los nuevos movimientos políticos que se organizarán en esta zona. 38
Incluso los sujetos que viven y trabajan en esta calle reciclada han evolucionado,
como bien el narrador hace notar al afirmar que “el barbero se había transformado en
peluquero” (56), revelando así la poderosa relación entre calle e individuo en la
novela.
El hecho de que Baroja elija la calle de Magallanes, especializada en la muerte,
para ubicar a Manuel y su círculo de amistades no es casual. Manuel Alcázar tiene
gran experiencia en la “lucha por la vida” pues tanto La busca como Mala hierba
giran en torno a la pugna del personaje por sobrevivir en un mundo adverso. En
Aurora roja el mismo personaje es construido como un ser pasivo, sin pasión ni
heroicidad, pero al mismo tiempo práctico, fácilmente adaptable y contentado con un
aburguesamiento placentero que le permitirá vivir satisfactoria y cómodamente. Tal y
como lo describe Risco, “lo frena una excesiva conciencia moral, pese a que muestra
una visión de la vida netamente pragmática y desengañada” (“Estructura” 865). Su
conciencia social ya quedó manifestada en su nuevo y definitivo asentamiento urbano,
así como en la propiedad de la imprenta. Sin embargo, Manuel es un muerto en vida,
igual que la calle donde se ubica, la cual a pesar de la llegada de la modernidad y la
urbanización que revitaliza este barrio, no perderá su carácter de vecindario de la
muerte y seguirá siendo un callejón fúnebre como bien demuestran las constantes
alusiones del narrador a los cementerios que la rodean. Como señala Ouimette, el
personaje ha envejecido de forma prematura y no parece vivir, sino vegetar (“Instinto
38
Se puede establecer una relación entre el plano ficcional y la realidad: el “reciclaje” al que se refiere
Baroja es perfectamente coherente con la naturaleza urbanizada que empieza a adquirir la calle de
Magallanes tras la construcción de la Estación general de Tranvías la cual, según Répide, confiere “una
animación y movimiento en que la calle parece querer indemnizarse de la tétrica soledad de otro
tiempo” (Las calles 372). Esto apunta a la llegada del progreso a la capital española, de la tecnología,
de la modernidad, y con ella, de nuevas opciones políticas e ideológicas entre las que los habitantes que
tratan de ubicarse en esta nueva sociedad.
163

ético” 88). Si para Juan, el sujeto más idealista y político de la novela, tener
conciencia social es sinónimo de manifestación callejera (Aurora 198) y si, según
palabras del propio autor, el mito anarquista en su ramificación española coincide con
el mito marxista del Gran Día cuando las hordas de las chabolas invadan la ciudad
burguesa y la quemen” (citado en Ricci 74), se debe concluir con que la toma de
acción y la voluntad de actuar para cambiar y mejorar la situación social debe
comenzar con la salida a la calle y la toma del centro urbano por parte de los más
desfavorecidos, como demostrará Sender en Siete domingos rojos. En este sentido, la
actitud de Manuel, a quien le fastidia ir al centro de Madrid por las noches, queda
explicada por las palabras del mismo personaje: “es que soy un hombre que no tiene
energía para nada, y hago lo que hacen los demás” (Aurora 74). Hay numerosas
referencias en la novela a esta falta de energía y la falta de “condiciones para la
dirección” (147) de Manuel, lo que justifica su conformidad con la situación y la
modorra general fácilmente extensible al conjunto de la sociedad española, objeto de
crítica por parte del narrador. 39
La apatía y desidia no es privativa de Manuel: todos los personajes que lo
rodean participan de una realidad física exterior que provoca una sensación de tedio:
39 Esta crítica no dejará de repetirse en la novelística barojiana. En El árbol de la ciencia (1911) se
pone de manifiesto de nuevo el conflicto entre acción y contemplación, entre vida y conocimiento, y se
evidenciará aún con más nitidez el absurdo de la vida española del momento ante la falta de iniciativas,
el atraso científico y la falta de sentido social de esos pueblos fácilmente manipulados por una
oligarquía caciquil, dispuesta a arrinconar cualquier suerte de reforma. Aquí reside el verdadero
“desastre”, no sólo en la derrota militar de 1898 como hecho aislado, sino en la actitud indiferente de
los españoles ante estos acontecimientos: “A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la
noticia. Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y la civilización, era un patriota
exaltado, y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en
Cuba y en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y
gritos habían sido espuma, humo de paja, nada” (El árbol 237). Mediante este sangrante retrato, el
narrador denuncia la política inmovilista de la restauración, el parlamentarismo y el juego democrático
de conservadores y liberales, cuya política responde al estado de inercia del pueblo, incapacitado para
la acción. Ante este panorama, tanto el novelista como su personaje se muestran totalmente escépticos
respecto a las posibilidades de regeneración de la vida española, idea que quedará expresada por las
punzantes palabras de El Libertario al afirmar que “la sociedad española es un desfile de cosas muertas
(la monarquía) ante la indiferencia de un pueblo de eunucos” (Aurora 298).
164

“En todo el círculo familiar Juan nota la misma falta de vitalidad: la Ignacia carece de
una voluntad firme y se muestra arbitraria y caprichosa, y la Salvadora, a pesar de la
promesa sugerida por su nombre y el genio huraño y despótico manifestado en Mala
hierba, ya no es más que “indiferente”, vencida por sus circunstancias” (Ouimette 88).
La palabra clave, a la luz de la novelística de Baroja, es “voluntad”, entendida en
términos schopenhauerianos como la energía e impulso para obrar, ese “ciego afán, un
impulso o pulsión carente por completo de fundamento y motivos” (Schopenhauer, El
mundo 28). La impronta de Schopenhauer en Baroja es fundamental para entender la
concepción del mundo del novelista. En El mundo como voluntad, Baroja encontró
una formulación sólida, razonada y metódica a la relación conflictiva entre el hombre
sensible y el mundo, entre la conciencia y la realidad. La voluntad se expresa en la
vida anímica del hombre bajo la forma de un continuo deseo siempre insatisfecho; por
ello, toda la vida es sufrimiento. En las propias palabras de Schopenhauer:
Todo querer procede de una necesidad, es decir, de una privación, esto es, de
un sufrimiento. La satisfacción le pone fin; pero por cada deseo satisfecho, hay
por lo menos diez contrariados; además, el deseo es prolongado y sus
aspiraciones tienden al infinito… No hay satisfacción de deseo alguno que
pueda producir un contento duradero e inalterable. En tanto que nuestra
conciencia está henchida por nuestra voluntad, en tanto que estamos sometidos
al impulso de un deseo, a las esperanzas y a los temores continuos que él
engendra, en tanto que estamos sujetos al querer, no hay para nosotros ni
felicidad duradera ni reposo. (El mundo 276)
De ahí surge el profundo pesimismo que caracteriza la filosofía de Schopenhauer y de
la cual Baroja es heredero. El pesimismo, actitud vital, nace de la conciencia del dolor,
de no saber rellenar el abismo existente entre la voluntad de vivir, esos anhelos del
165

alma, y las opciones que la sociedad caótica y cruel ofrece. La visión pesimista y
oscura de la vida como una lucha para sobrevivir se repite en la novelística barojiana.
Su mejor ejemplo es Andrés Hurtado, personaje de El árbol de la ciencia, para quien
“el pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática” (81): “Uno tiene la
angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de
encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida?
¿Qué dirección se le da?” (167). Esta postura de un sujeto que se halla dolorosamente
escindido entre el árbol de la ciencia y el árbol de la vida, entre inteligencia y
voluntad, pone de manifiesto la idea de que desear es sufrir y conduce al dolor, y por
tanto, la idea de que el conocimiento proporciona dolor, premisa básica del
pensamiento de Schopenhauer, es recogida por Baroja, para cuyos personajes la vida
consiste en una constante y perpetua lucha por el autoconocimiento, “en un intento de
explicarse su yo, su conciencia, un afán constante por llegar al esclarecimiento de la
personalidad, y los textos intentan informar del contraste existente entre las altas
aspiraciones del yo y los estrechos horizontes que ofrece una realidad degradada
social y moralmente” (Ordoñez García 144). En este intento de explicación, de
búsqueda de sentido (y de solución) a la dura realidad circundante, Manuel opta por
acudir a las reuniones anarquistas en la taberna del Chaparro, de alguna forma, para
encontrar cierta satisfacción, quizás movido por esa sensación de cenestesia, por ese
“conocimiento de que vivimos, manifestado por necesidades o tendencias que son la
esencia misma del hombre” (Baroja, Hojas sueltas 405). Pero no encuentra ese reposo
ni solución, ni dirección alguna que seguir, más que la conformidad y adaptación
social, política y urbana a la que se ha entregado en este último tomo de la trilogía.
Ante un mundo caótico y cruel, el sujeto debe desarrollar una indiferencia ante el
dolor, indiferencia que la Academia en 1884 define como “el estado del ánimo en que
166

no se siente inclinación ni repugnancia a un objeto o negocio determinado”. La
alternativa que Baroja ofrece a su personaje, una vez más influido por el filósofo, es la
contemplación desinteresada de la realidad, de manera que el sujeto “será consciente,
puro, emancipado de la voluntad, del dolor y del tiempo… y será por completo feliz”
(Schopenhauer, El mundo 254, 276) y por tanto habrá encontrado el estado ideal de
ataraxia. Al comienzo de Aurora, Manuel ha logrado alcanzar este estado, y se ha
aislado del mundo, estableciéndose en la funebridad de la calle de Magallanes y
alejándose de los conflictos que le han rodeado en los últimos quince años de su vida.
En esta etapa, el sujeto logra un estado de felicidad y tranquilidad que coincide con su
aburguesamiento, su alejamiento de los barrios bajos, su relación con la Salvadora –
relación casta, ordenada y respetuosa, al más puro estilo burgués- y su asentamiento
urbano en el barrio de Chamberí. Es la llegada de su hermano Juan a su vida –y del
caos y desorden que éste trae consigo como portavoz de la doctrina anarquista- lo que
le devuelve a la relación con el mundo, y hace que reaparezcan sus angustias, lo que
conduce a la desestabilización de su existencia apacible. A partir de este momento, no
habrá nada ni nadie que no le provoque un sentimiento, nunca será neutral en su papel
de simple espectador en las luchas ideológicas y tácticas revolucionarias del grupo de
anarquistas en la taberna a las que asiste, y la realidad social circundante le afectará
constantemente. Así, el personaje “se encontraba en un estado de impresionabilidad
extraño” (Aurora 98), produciéndole cualquier cosa un arrebato de cariño o de odio
(placer o dolor, concepción de tonos schopenhauerianos según la cual el acto de vivir
se manifiesta en tendencias que, cuando se satisfacen, originan placer, y cuando se
contrarían, dolor).
La relación calle-individuo en términos de la muerte y del estatismo que
envuelve a ambos queda explicada mediante la discursividad del determinismo que
167

predomina en esta época y de la cual Baroja se apropia para transmitir la sordidez y
sensación de tedio del lugar así como el carácter vegetativo de las gentes que en él
residen. En términos generales, el determinismo es un concepto filosófico que sostiene
que “todo lo que ha habido, hay y habrá, y todo lo que ha sucedido, sucede y sucederá,
está de antemano fijado, condicionado y establecido” (Ferrater Mora, Diccionario
846). Frente a esta definición general, determinismo en la cultura española de 1900 se
refiere más específicamente al acuñado por los naturalistas franceses, el cual explica
los males de la sociedad en relación a tres factores principales: la herencia genética,
las taras sociales (alcoholismo, prostitución, pobreza, criminalidad) y el entorno social
y material en que vive el individuo, estando estos tres factores intrínsecamente
relacionados. Por ello, un posicionamiento naturalista culpa a la sociedad por los
males y las injusticias económicas.
Por lo que respecta a la herencia genética, existen numerosos ejemplos en la
novela (quizás producto de la formación del autor en el terreno de la medicina) de lo
que podríamos llamar un determinismo biológico o fisiológico el cual fija y determina
el destino trágico del sujeto enfermo y débil. Juan, un individuo “bajo, raquítico, de
cara manchada de roséolas” (Aurora 21) termina sucumbiendo ante la realidad social
y muere de tuberculosis al final de la novela. Don Alonso de Guzmán, personaje que
lucha por ganarse la vida “entre basura y piojos” (178), carece “de un destino” y por
ello es fácilmente apropiado por la Guardia Civil que “le proporciona un destino”: lo
convierte en policía para su uso y beneficio. Personaje con una fisionomía débil,
padece de dolencias en todo el cuerpo (185), “escalofríos” y dolores de cabeza
“violentos” (186), y pronto se debatirá “entre la vida y la muerte” (187) para terminar
muerto por una pleuresía que deriva en tifus. Será abandonado su cadáver desnudo por
los camilleros en una zanja de la carretera (188). De modo parecido, los personajes
168

pobres y las clases desposeídas que habitan el extrarradio carecen a menudo de salud
física: las modistas de la calle del Pez y las prostitutas sufren de anemia. La
enfermedad y la muerte se ceba con los más débiles, y el determinismo biológico
garantiza una muerte prematura al individuo débil. La salud física es necesaria para la
lucha; es por ello que el sujeto sin salud física y vitalidad no puede reflexionar sobre
su situación social y la explotación que sufre de los de arriba. Así lo afirma Quimette:
“La conciencia, el individualismo y los conceptos morales forman parte del arsenal
humano sólo cuando la sobrevivencia está garantizada” (“Instinto ético” 89). Sin las
condiciones mínimas para la existencia, el sujeto encontrará difícil, casi imposible,
transformar su situación y liberarse del yugo de la autoridad.
Por lo que concierne a los factores sociales que determinan el destino de los
individuos, el narrador introduce en la novela muchos sujetos que sufren de taras
sociales: alcoholismo, prostitución, pobreza, criminalidad, todos ellos culpables del
fracaso al que se encamina el personaje. El grupo de golfos, criminales y prostitutas
que Juan visita en las afueras carecen de conciencia social, parecen conformados con
su suerte y simplemente luchan por sobrevivir, ya que no sienten que les pertenezca
nada por lo que merezca la pena luchar, pues “el desconocimiento de las aptitudes
individuales lleva inexorablemente al determinismo social; se desea sólo lo que se
conoce” (Quimette 87). Por ello Manuel opina que la pena ante un delito debe de ser
menor “para el que no sabe que para el que sabe” (Aurora 284). Sería ésta una mera
lucha por la supervivencia, igual que la del Bizco, un producto de la sociedad que no
tiene libertad para actuar, pues su pensamiento y acciones están causalmente
determinados por las circunstancias que le rodean. Es un personaje sin conciencia, que
“nunca se había preguntado por qué era odiado, por qué era perseguido”. El mismo
narrador afirma que “había seguido el fatalismo de su forma de ser” (192). La
169

sociedad se encargará de poner en marcha discursividades para el control, la vigilancia
y el castigo de estos seres, portadores de un cáncer social, a pesar de ser la misma
sociedad la que los engendra por la falta de eficacidad de sus instituciones, como
queda manifestado en el caso del Bizco a quien la sociedad, “no se ha cuidado de
educarle, le ha abandonado” (191).
En última instancia, el entorno material también será un factor determinante
que explica los males de la sociedad a través de un prisma naturalista. Se podría hablar
en este sentido de un determinismo geográfico o ambiental el cual establece una
relación entre hombre y medio en tanto que las gentes que pueblan las calles de la
novela comparten rasgos equivalentes: estatismo, quietud, falta de voluntad, estado
vegetativo. El propio Juan nota la sordidez del paisaje como espacio geográfico: “y el
paisaje árido, unido a la pobreza de las construcciones, a los gritos de la gente, a la
pesadez del aire, al calor, daba una impresión de fatiga, de incomodidad, de vida
sórdida y triste…” (Aurora 88). La calle de Magallanes es una calle fúnebre, igual que
el barrio geográfico en el que se inserta, sitiado por la muerte en el que la voluntad de
acción de sus habitantes es casi inexistente. La relación calle-individuo es poderosa, y
cabe preguntarse si es la calle la que determina la subjetividad y el destino de los
sujetos que en ella viven y por ella transitan, o son las prácticas del sujeto (o la
ausencia de las mismas) las que confieren a la calle una morfología y naturaleza
propia.
Estrechamente ligado al naturalismo, el determinismo como doctrina filosófica
está fuertemente influido por las teorías de Darwin sobre la evolución orgánica y la
selección natural o sobrevivencia de los más aptos, que aunque de carácter biológico o
naturalista, tienen una aplicación social. Si se aplica la idea dominante del darwinismo
–las especies están obligadas a una lucha por la existencia, tanto entre individuos de la
170

misma especie como entre especies del mismo género, y en dicha lucha sobreviven los
más aptos, los que exhiben variaciones favorables- a ideologías político-sociales, éstas
conducen al autoritarismo y al despotismo. En el darwinismo social, sólo existe una
alternativa: “La libertad, desigualdad, supervivencia del más apto; no libertad,
igualdad, supervivencia del menos apto. El primer término de la alternativa lleva a la
sociedad hacia delante y favorece todos sus mejores miembros; el segundo lleva la
sociedad hacia atrás y favorece sus peores miembros” (Hofstadter, Social Darwinism
37). En otras palabras, la vida es lucha, la concurrencia es la fuente de todas las
mejoras sociales, y sin la fuerza brutal y el homicidio no habría existido la
civilización. Afirmar todo esto ha llegado a ser “casi formular un truismo, y este
pretendido truismo es lo que se llama el darwinismo social” (Novicow 8). Tanto
Aurora roja como La horda están construidas sobre una concepción del mundo como
escenario de guerra, una lucha constante motivada por las desigualdades sociales y las
jerarquizaciones que dichas desigualdades establecen entre los ricos, los privilegiados,
los de arriba y los pobres, los desposeídos, los de abajo. No sólo existe lucha entre
ricos y pobres, sino también dentro del estamento de las clases bajas existe una
continua jerarquización, como se verá de forma más nítida en La horda.
En Aurora el principal representante de esta ideología socio-política es
Roberto Hasting, personaje activo y dinámico quien sostiene que para sobrevivir la
única opción es luchar, puesto que “viviendo en sociedad, o es uno acreedor o es uno
deudor” (Aurora 143). Portavoz del discurso darwinista, Roberto establece la
separación entre el fuerte y el débil, el de arriba y el de abajo, no sólo a nivel social,
sino también espacial, sencillamente porque es lo “natural”: hay que “echar todos los
estorbos”, y llevar a los débiles “a los asilos para que no molesten, y si no se puede,
que se mueran” (287). Aquí se perfila la afiliación prefascista de Baroja como algunos
171

críticos han subrayado (ver el ensayo de Giménez Caballero y el de Schawarz y
Schraibman), la cual será compartida por los intelectuales regeneracionistas
finiseculares. 40 Los llamados regeneracionistas (Unamuno, Azorín, Ganivet, Mallada),
en su obsesión intelectual, arremeten contra el corrupto sistema político de la
restauración y la incapacidad de la clase dirigente de poner remedio a los problemas
del país. Desechados los mecanismos parlamentarios, caen en la contradicción de
encomendar su revolución a un férreo “cirujano de hierro” cuya buena fe presumen
arbitrariamente. Este dictador providencial tendría como misión realizar las reformas
necesarias para la modernización de España: construcción de pantanos y de una vasta
red hidráulica, redistribución de la tierra que garantice el porvenir de los medianos
propietarios, fomento de las cámaras agrarias, repoblación forestal, extensión de la
escuela, entre otras. Baroja, igual que Blasco Ibáñez, participó de esta postura
regeneracionista que aunque llama a un autoritarismo debido a una corrupción social,
queda individualizada y expresada en la novela por medio de la discursividad del
darwinismo: la vida es una lucha de todos contra todos en la que solamente el más
fuerte (el más trabajador, el más activo, el que posee voluntad de acción) sobrevive y
triunfa. Este sería el caso de Roberto, cuya postura autoritaria emana, a diferencia de
los regeneracionistas, de una serie de características inherentes al individuo, esto es,
ambición, ansia de poder y voluntad de acción. Tal voluntad de acción alzaría al
individuo frente al resto y se traduciría en un deseo ferviente por “el dominio, el
poder”, prueba de la vitalidad del ser humano, pues “si no deseara, estaría muerto”
(Aurora 142). Así, el sujeto que desea, lucha y actúa es por definición un tirano, un
dictador que no cree en las ideas (“el español es anarquista porque es perezoso”, 145),
sino en la acción, en la fuerza, y que dijera “voy a suprimir los toros, y los suprimiera;
40 Tierno Galván ha explorado este carácter prefascista del Regeneracionismo en Costa y el
Regeneracionismo.
172

voy a suprimir la mitad del clero, y lo suprimiera; y pusiera un impuesto sobre la
renta, y mandara hacer carreteras y ferrocarriles, y metiera en presidio a los caciques
que se insubordinaran…” (145). Es por ello que la dictadura se revela como el último
recurso para la defensa de los intereses de Roberto, de Manuel y de la sociedad que
aspira al buen orden y la correcta organización: “Lo mejor sería un gobierno
dictatorial, fuerte, que pudiera dominar el desconcierto de los apetitos y suplir la falta
de organización que tiene la sociedad” (145). Se percibe aquí, una vez más, la
discursividad médica en diálogo con la social. Desde un punto de vista médico, el ser
humano es un organismo que simplemente lucha por la vida y con instintos básicos de
sobrevivir y matar. Debe haber un individuo superior capaz de controlar y disciplinar
estos instintos, esos “apetitos”, erradicar al más débil o encarcelar al criminal. Roberto
se acoge y se apodera de la discursividad del darwinismo con entusiasmo: puesto que
el más débil tiene que perecer en la lucha por la existencia, siendo ése el principio
inmutable del mundo natural, el hecho de que la fuerza prime sobre el derecho, que la
existencia del más fuerte trascurra sin remordimientos y casi sin generosidad para los
débiles es un hecho casi racional y hasta legítimo. La cuestión es planteada así de
fácil, por no haber una dimensión política de exterminio en esos momentos. Por tanto,
más que una discursividad política se plantea una discursividad científica para discutir
lo social.
No sólo será la acción, sino la acción individual la que asegurará un lugar al
sujeto en sociedad. Roberto afirma rotundamente que “no hay más que un remedio y
un remedio individual: la acción… La lucha siempre hasta el último momento”
(Aurora 288). Hay que luchar individualmente para sobrevivir, pues “el montón, la
masa, nunca será nada” (141). Dado el papel esencial que el individuo desempeña,
Roberto parece practicar un anarquismo individualista, inspirado en la filosofía de
173

Max Stirner, el cual se distingue por ver al ego como la fuente de todo lo humano, no
creyendo en la sociedad colectiva. Aquí señala Blanco Aguinaga que se filtra el
subjetivismo de Baroja, siendo él mismo quien habla, no sólo por boca de su
personaje, sino en nombre propio (Juventud 271). El escritor nunca creyó en la
política de masas, como ha documentado Bello Vázquez, pues la masa “anida el
rencor, la violencia, lo irracional” (Pensamiento social 64) frente al humanitarismo y
la bondad. En el artículo “El espíritu de las masas” Baroja profesaría su incredulidad e
incompatibilidad con la masa en términos psicológicos, morales y sociológicos,
llegando a afirmar que “tanto el hombre del proletariado como el conservador, al
incorporarse a la masa, sienten la fuerza terrible que les da el número y la conciencia
de su poder… Entonces sale de su boca una consigna que quiere ser rápida y
justiciera: ¡A Berlín! ¡A las armas! ¡A fusilar a los presos!” (279). Aunque este
artículo fue escrito a finales de la década de los 30, estas palabras son perfectamente
coherentes con el sueño de Manuel al final de Aurora en el que los desheredados
invaden el centro urbano, la Puerta del Sol, celebrando la “fiesta de la Anarquía”
(Aurora 306), pone igualmente de manifiesto que las soluciones colectivas no son
viables y que, aunque lograra hacerse con el poder, el anarquismo sería una forma más
de gobierno inicuo. Adelanta así Baroja la construcción de una masa que hace perder
la individualidad del sujeto y que insta al mismo a la acción violenta y caótica, una
imagen que Sender heredará y examinará con precisión en Siete domingos rojos. Las
masas deben estar sujetas y controladas por leyes que, aunque injustas y arbitrarias,
mantienen el orden y evitan el caos, y el hombre debe transformarse a nivel
individual, pues sólo mediante la voluntad y la acción individual el sujeto será capaz
de sobrevivir, como es efectivamente el caso de Roberto, quien sabe aprovechar sus
posibilidades inmediatas, arrogándose una posición de influencia económica. Según
174

Novicow, el más apto en la lucha por la supervivencia es “el que mejor se adapta al
medio” (Crítica 23-24), idea expresada por el propio personaje cuando afirma que
“hay que adaptarse al medio o aparentar conformidad con él” (Aurora 142). Puede
parecer contradictoria la falta de crítica hacia la abulia de Manuel especialmente si se
tiene en cuenta que en la novelística de Baroja hay reiterados ataques contra la
pasividad e inacción de la sociedad española. En efecto, Manuel Alcázar no es objeto
de ataque por parte del narrador, y de hecho constituye el sujeto más y mejor adaptado
en un mundo injusto y cruel. Las críticas y acusaciones a Manuel por ser propietario,
explotador, “burgués infecto” (113) o “cochino burgués” (131) llegan de otros
personajes, nunca del narrador, quien justifica la postura de Manuel porque en un
mundo donde prima la lucha por la vida, “entre explotado o explotador”, prefiere “ser
explotador” (90), mejor ser dueño de una empresa que trabajar en ella. Tras el
entusiasmo hacia las ideas revolucionarias y las transformaciones a nivel social que
busca el anarquismo se esconde un conformismo que queda bien recogido por las
palabras de Manuel: “A mí la anarquía me parece bien, con tal de que venga en
seguida y le dé a cada uno los medios de tener su casita, un huertecillo y tres o cuatro
horas de trabajo” (113). Se esconden tras estas prácticas palabras un conservadurismo
y una mentalidad burguesa que Roberto resume en la fórmula “anarquista por dentro,
pero por fuera, conservador” y que coincide con ese instinto burgués de Manuel, con
la tendencia al orden que heredó de su madre y que le hará desconfiar plenamente de
las ideas anarquistas. Es por ello que, pese a la atracción que siente hacia las reuniones
de la taberna, el “encarrilamiento” que ha conseguido con su aburguesamiento pesa
más en su propósito personal y así decide continuar por ese “camino recto, la calle
larga que él iba recorriendo con el carretoncillo poco a poco” (112). Esa calle larga en
175

sentido figurado es la de Magallanes, y es que no es casualidad que el personaje que
más desconfía del anarquismo resida en la calle de la muerte.
El carácter fúnebre de la calle y la pasividad aburguesada de Manuel como
residente de la misma es una mera alternativa que entra en conflicto con el dinamismo
que imprimen las distintas voces de los personajes que discuten y ponen en
circulación nuevas ideas. Ante un contexto social cruel y adverso, la novela recoge
una serie de conflictos e inquietudes a través de las voces de los diferentes personajes
que, independientemente del destino al que se encaminen, imprimirán cierto
dinamismo y vitalidad tanto al espacio urbano como al textual frente a la sujeción y
conformismo que el determinismo comporta. A pesar de su inferioridad física, Juan
muestra una fortaleza moral y una voluntad de acción que concede gran intensidad a
su corta vida, como bien se demostrará en el último apartado del análisis de la novela.
Jesús, otro sujeto subversivo, afirma al final de Mala hierba que se ha hecho
anarquista “desde que ha visto las infamias que se comenten en el mundo; desde que
ha visto como mueren desamparados los hombres en las calles y en los hospitales”
(300). El mismo Bizco, encerrado en un calabozo por sus acciones criminales y
limitada su movilidad física, empieza a cuestionar su situación y así “su inteligencia se
despertaba y comenzaba a interrogarse a sí misma…” (Aurora 192). Ante la injusticia
de la que son testigos en el escenario urbano, estos personajes desarrollan una fuerte
concienciación social que les llevará a cuestionar el sistema y alzarse contra el mismo.
El mismo determinismo es responsable de la creación de resistencias fructíferas y con
ellas de nuevas subjetividades que buscan nuevos espacios de representación. Y la
calle juega un papel fundamental en el despertar de dicha conciencia subversiva, no
sólo como escenario primordial donde se deja ver la desigualdad social sino también
como ambiente propicio para la expresión de dicha conciencia, como afirma Juan al
176

unir conciencia social con una huelga en la calle (198), idea no sólo expresada sino
llevada a la práctica por Sender en Siete domingos rojos.
Al mismo tiempo, aunque desde un principio la funebridad de la calle de
Magallanes es introducida con fuertes connotaciones de pasividad, inacción y falta de
voluntad, hay que tener en cuenta que los cementerios en esa calle ya no funcionan
como tales en la época de la novela como se ha visto. El aumento de la población y los
planes del ensanche hicieron que estos cementerios fueran quedando dentro de la zona
urbana, siendo incorporados a la ciudad a finales del XIX. Su cierre originó en
ocasiones unos lúgubres descampados llenos de lápidas y panteones olvidados. A
estas razones históricas se debe el “gran silencio” (171) y la ruina en la que se
encuentra el cementerio de la Patriarcal tal y como aparece descrito en la novela.
También Blasco hablará de “jardín abandonado” (La horda 151) para referirse al
cementerio de San Martín. Otra razón de índole más simbólica por la que el
cementerio se encuentra arruinado tiene que ver con los robos y el desmantelamiento
que Jesús, sujeto anarquista, perpetra en el camposanto, quien roba letras de bronce,
lápidas de mármol, ataúdes, todo símbolos de la ostentación burguesa, inútiles ya para
los muertos porque éstos “no sirven más que para oler mal” (152) y transformados en
alimento para el desheredado. 41 Répide une la razón histórica y la simbólica cuando
explica que el camposanto de la Patriarcal sufrió “la total y espantosa ruina que
horroriza a las gentes con el doloroso espectáculo de sus escombros revueltos con los
ataúdes rotos y los restos humanos. Cerrado el cementerio, quedó a cargo de un
miserable… que saqueó el cementerio, arrebatándole desde las vigas de las galerías y
el cinc y el plomo protectores contra las humedades de las lluvias, hasta los adornos
41
Podría leerse este acto como la pérdida de poder de la religión y de la iglesia católica en España, así
como el descreimiento generado entre la gente en un contexto de desigualdad política y económica. La
crítica a la religión se encontrará en La horda por medio del personaje que en sus paseos por los barrios
más decadentes de Madrid se lamenta de que la iglesia no haga nada por socorrer a los desvalidos.
177

valiosos de las sepulturas, como el más vulgar de los saltatumbas” (Las calles 373).
La necesidad de desmantelamiento de los ricos para el beneficio de los pobres queda
reforzada en La horda al ser construido el cementerio de San Martín, un “cementerio
de novela” (144) como un microcosmos de la sociedad madrileña. En su paseo por las
calles del cementerio, el protagonista observa en la muerte las desigualdades sociales:
la avenida central, bella, suntuosa y luminosa donde yacen los ricos, el lujo, el placer
y las fiestas (150) contrasta fuertemente con el “rincón” marginal, oscuro (149), sin
árboles donde se entierra al populacho, a la gente “de abajo”, donde el suelo “está
plenamente ocupado por la muerte” (144) constituyendo así un espacio doblemente
muerto.
El desmantelamiento invita a leer la calle de los márgenes en general y la de
Magallanes en particular como lugar de posible renovación, de transformación, de
desamortización, y por lo tanto de vida, de renacimiento, idea que queda plenamente
reforzada por la llegada de la urbanización a esta zona urbana y por las actividades
anarquistas que en ella tienen lugar. El espacio elegido para tales actividades será la
taberna del Chaparro, ubicada en los mismos márgenes urbanos lo que, unido al cierre
de los cementerios apunta a la calle marginal como lugar de revitalización tanto
urbanística como ideológica.
2.1.2. La taberna: marginalidad, subversión y control social del espacio formativo
Al final del capítulo 6 de la segunda parte de Aurora, tras describir una de las
reuniones anarquistas que tienen lugar en la taberna del Chaparro, señala el narrador
que “crecía el grupo anarquista libremente como una mancha de hierba en una calle
solitaria” (Aurora 168). Si se tiene en cuenta que “la Anarquía se basa en la
naturaleza: en la igualdad natural; en la solidaridad natural; en la redención y
178

egeneración natural de la familia humana; en la libertad natural en armonía con la
igualdad de medios de vida” (Mas-Gomeri 63), se puede deducir que el anarquismo
(la mancha de hierba) juega un papel esencial en la revitalización tanto de los espacios
marginales como de las viejas ideas, y la calle solitaria será el lugar donde prenda
dicha renovación.
La calle solitaria es la calle donde se localiza la taberna La Aurora, en una
calle “entre Vallehermoso y el Paseo de Areneros”, casi en el límite de la urbe, afuera
de ella, pero rozando su margen, en una “ancha y extensa hondonada que lentamente
se va rellenando con escombros” (Aurora 107). La calle es solitaria porque está vacía,
localizada en un territorio no urbanizado, desprovista de movimiento y tránsito
humano en un sentido literal. La primera vez que Juan, en su paseo con el Libertario,
descubre la taberna y propone entrar para tomar algo, su acompañante llama la
atención a la soledad y al abandono del lugar, y al hecho de que probablemente “no
habrá quien sirva” (110). El local tiene nombre, posee una toponimia propia, pero
carece de un número que lo identifique en la calle donde se ubica, en el Paseo de
Areneros. Esto indica la falta de construcción y urbanización de este espacio urbano
que aunque empieza a recibir el influjo de las transformaciones urbanas, aún no es
considerado parte de la ciudad. La marginalidad de esta zona urbana es coherente con
el aislamiento y la inactividad de los individuos que la transitan: uno de los dos
dueños de la taberna, el Inglés, es un personaje pacífico y pasivo cuyo tiempo está
dominado por la inacción y la ociosidad: “Salía a la hondonada, se tendía al sol y
contemplaba vagamente la sierra y la línea austera de los campos madrileños bajo el
cielo azul radiante” (109). Podría decirse, en otras palabras, que el simbolismo de la
taberna localizada en una calle vacía y solitaria permite nuevamente la identificación
entre espacio y habitante. Estos territorios baldíos están “fabricados por el detritus de
179

la población” (107) es decir, por basura y desechos tanto materiales como humanos,
como manifestará Blasco Ibáñez en La horda un año más tarde y como ya adelanta
Baroja al señalar los sujetos que pueblan esta zona estéril de la ciudad: mulas, rebaños
de cabras escuálidas, burros blanquecinos, chiquillos harapientos, parejas de golfos,
mendigos y perros vagabundos (107) es decir, las capas más bajas de la población
solamente comparables a los animales que la ciudad expulsa de su seno hacia el
exterior porque no hay espacio para ellos, para su pobreza, dentro de la ciudad.
Aunque terrenos baldíos son “terrenos nuevos” en tanto que en ellos se
empieza a construir al llegar “los canteros” que “pulen y pican grandes capiteles y
cornisas” (107). La “mancha de hierba” vendría a revitalizar la calle solitaria a nivel
urbanístico del mismo modo que la misma calle deja de ser muerta y solitaria al
prender en ella la idea de anarquismo. La noción decerteauiana de espacio como lugar
practicado (Practice 117) cobra sentido en tanto que la taberna y la calle en la que se
encuentra son lugares muertos definidos por (la falta) de acción y transformados en
espacio, no tanto por la llegada de la urbanización como por la intervención de los
caminantes, en este caso más específicamente de los sujetos anarquistas que se
inscriben en este espacio. Para De Certeau, igual que para Foucault, el espacio social o
habitado es el resultado de un conflicto permanente entre poder y resistencia al poder,
un producto de las operaciones que lo orientan, temporalizan, sitúan y lo hacen
funcionar. En cada una de estas operaciones, actúa una fuerza hegemónica y
disciplinaria y otra que se le contrapone. La taberna es un enclave privilegiado para
ubicar las estrategias y relaciones de poder, entre un discurso hegemónico, visto desde
la perspectiva de la disciplina –representado por la constante vigilancia de los
polizontes a la que se somete a la taberna- y un discurso de la anti-disciplina –
construido por los anarquistas que se dan cita en la misma y discuten. En este sentido,
180

las discusiones anarquistas convertirían este lugar en un espacio liminal entendido por
Turner como un espacio “between the positions assigned and arrayed by law, custom,
convention, and ceremonial” (Ritual Process 95), es decir, un espacio no oficial y no
formalizado de expresión que incita a la discusión e intercambio de ideas; la
liminalidad también será geográfica, pues el recinto se encuentra fuera del centro
urbano pero en el umbral del mismo. Esta ambigüedad será precisamente la que lo
dote de una naturaleza conflictiva y amenazadora que se extenderá a los sujetos que en
él se dan cita, adoptando éstos cierta agencialidad que los empodera y posibilita para
actuar desde la diferencia, produciendo acciones contrarias a las aceptadas por el
discurso hegemónico. El propio espacio físico abierto está construido para dar entrada
a la discursividad de la resistencia, ofreciendo múltiples poros por donde el sujeto y
las ideas subversivas pueden penetrar para enfrentarse al discurso disciplinar: así lo
afirma Jesús quien ante el peligro de las reuniones clandestinas en la taberna, alude a
la imposibilidad de terminar en la cárcel porque “hay la mar de puertas en el solar ese”
(Aurora 113). El posicionamiento de De Certeau es secundado por Lefebvre, quien
apunta al espacio como una compleja red de relaciones de poder/saber, como un
producto lleno de ideologías (“Reflections” 31). En efecto, Baroja convierte a la
taberna en un espacio de constante interacción y lucha entre dominación y resistencia,
frecuentemente articuladas por los movimientos sociales, como bien demuestra la
conjuración revolucionaria para el día de la Coronación del rey y la invasión del
centro urbano por parte de las masas, satisfactoriamente contenidas por los guardias
civiles.
La taberna, por su asociación con vicios como el crimen o el alcoholismo, se
encuentra convenientemente inserta en un contexto de comportamientos sociales del
proletariado que podían entenderse como preocupantes o alteradores de la armonía
181

social. Hay numerosos testimonios literarios de la época que dan muestra de esta
naturaleza peligrosa y antisocial. Aunque militante republicano, el político y escritor
Albornoz escribió en 1900 que “la taberna, ¡aquella atmósfera impura cargada de
vapores alcohólicos en que flotan la miseria y el crimen, secuela inevitable de la
embriaguez que degrada al hombre hasta rebajarle al nivel de la bestia!” (Instrucción
19-20). En 1900, en su análisis criminológico de la taberna en el que establece una
relación directa entre alcohol, taberna y crimen, el criminalista Manuel Gimeno de
Azcárate señaló que en la taberna “hay algo que ofende y predispone al delito… En
esos momentos el amortiguado agravio se aviva, el instinto matón del pueblo domina
a todo sentimiento” (Criminalidad 52-53). En sus estudios sobre la mala vida
madrileña, Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo también apuntaron al papel de
las tabernas en 1901, aplicando incluso el juego espacial al señalar que “descendiendo
a las tabernas miserables gozan embriagándose los malhechores” (Mala vida 94). Lo
que tienen en común todas estas construcciones es la imagen de la taberna como
espacio peligros y antisocial. Esta caracterización aparece también en otras
disciplinas, por ejemplo la sociológica. González-Posada, jurista, sociólogo y escritor
asturiano vinculado al Regeneracionismo expresó su preocupación ante las
“disfunciones” sociales que, como las enfermedades, interferían en el “normal y
equilibrado” discurrir de la sociedad. No es de extrañar que calificara a un anarquista
de la propaganda de “desgraciado criminal”, “ciego por la vanidad”, afectado de un
“orgullo insano” que le otorgaba un carácter de “fanático semiignorante, pseudo-
ilustrado”. Interesante para nuestros propósitos, el escritor asoció este tipo de
naturaleza enferma con el espacio de la taberna, la cual constituía “un verdadero
abismo sin fondo hacia donde rueda la mayor parte de los nuevos rendimientos que
obtiene el trabajador de la mina, del taller y del campo” (Prólogo XXXII). Hay que
182

distinguir, sin embargo, entre las referencias de estos autores respecto a los sujetos
marginales, criminales y borrachos, y la taberna La Aurora.
Baroja no construye la taberna como espacio principalmente entregado al vicio
del alcohol como era el caso de la mayoría de las construcciones decimonónicas; por
citar un ejemplo esclarecedor, el discurso sobre el alcoholismo en la novela entra a
través de la figura de Jesús, pero ni siquiera este sujeto ebrio aparece ubicado en el
espacio marginal de la taberna, sino en el mismo centro urbano, en la plaza del Callao.
En la novela, la importancia principal de la taberna radica en su funcionalidad como
escenario clandestino de actividades anarquistas, lo que revela la importancia de los
barrios proletarios en la organización de futuras huelgas, como quedará plasmado por
Sender en Siete domingos rojos. Las conversaciones en la taberna giran alrededor de
los temas claves de la acción revolucionaria de aquellos años: la necesidad de acción
directa y las ventajas de seguir una teoría de la destrucción, la diferencia entre la no
participación política de los anarquistas frente a la participación política de los
socialistas desde un partido obrero, la relación individuo-Estado, el colectivismo
frente al centralismo, la corrupción y artificialidad que comportan las leyes sociales,
entre otros. 42
La taberna representa un espacio amenazador, un “espacio de transgresión por
excelencia para la mentalidad burguesa” (“Tabernas” 43), dice Campos Marín,
especialmente por constituir una suerte de escuela proletaria donde se organiza, se
instruye y se informa al obrero de las ideas políticas que circulaban por Europa en
esos momentos y por tanto se le forma como sujeto político por medio de
conversaciones y discusiones. Como ha documentado Thompson en relación a las
42
Del Moral ha documentado el tipo de conversaciones sobre la anarquía que mantienen los personajes
de Aurora roja, y cómo estas actividades tienen todas las trazas de haber sido tomadas directamente de
la realidad (Sociedad madrileña 189-92).
183

tabernas británicas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, las tabernas
ocupaban un lugar prominente en los orígenes clandestinos de la organización obrera
(Formación histórica 95-96). 43 En La Aurora, cada domingo por la tarde, el grupo
anarquista decide congregarse “para hablar, para discutir, para prestarnos libros, para
hacer la propaganda” (Aurora 117). García Álvarez habla de las tabernas como
“núcleos de actividad protopolítica”, centrales en la cultura popular por “su
conveniencia como lugar para la contestación pública” (“La taberna” 93). No sólo los
paseos y las tertulias de los anarquistas construyen el espacio en términos
decerteauianos, sino que recíprocamente, éste contribuye a la formación del sujeto.
Como señala Imbert, “el sujeto social no adquiere existencia sino a través de su
performance pública, condición formativa y transitiva de la adquisición
constantemente renovada (fortificada, reconducida) de su ‘competencia’ discursiva”
(Los discursos 23). En este sentido, la taberna constituiría un espacio formativo donde
se gesta una identidad comunitaria o de clase, que invita a la reflexión en presencia de
un público, de una audiencia. En la taberna, el sujeto se ve obligado a pensar, a forjar
opiniones, a defender sus ideas y hablar libremente. Es por ello un espacio conflictivo
donde dada la interacción social que en él tiene lugar, se generan tensiones,
principalmente políticas, como bien manifiestan las tertulias en torno a las ventajas de
la acción violenta de la moral anarquista. La taberna constituiría un lugar de
producción al que Imbert se refiere, más o menos formalizado, más o menos
institucionalizado, donde el sujeto se construye en la performance pública, no sólo a
nivel lingüístico –todos los contertulios pronto empiezan “a hablar con cierta
terminología pedante, entre sociológica y revolucionaria, traducida del francés”
43
En este sentido es interesante la información proporcionada por Morato sobre la utilidad del espacio
tabernero para dar acogida a reuniones políticas informales, que desembocan en la creación de partidos
políticos, como sucedió con el caso del PSOE (Pablo Iglesias 51).
184

(Aurora 117)- sino también ideológico – Manuel, “a pesar de su aburguesamiento”
(117), acude a las reuniones en la taberna buscando ubicarse política e
ideológicamente en una sociedad cambiante llena de opciones políticas y de
alternativas nuevas a los conflictos sociales— en un contexto de enunciación que hace
existir socialmente a la performance oral (Imbert 23).
Es cierto que hay un discurso de la criminalidad en la novela de Baroja
asociado al espacio de la taberna en tanto que los anarquistas que se dan cita en ella
son descritos como criminales, una idea muy común en la época influida en gran
medida por las teorías del criminalista César Lombroso (1835-1909) cuyo estudio
sobre los anarquistas fue editado en Madrid en 1894. Las teorías lombrosianas (las
cuales ya habían sido ampliamente difundidas en España con la publicación en 1887
de La nueva ciencia penal de Félix de Aramburu) apoyan el determinismo y sostienen
las tesis de la predeterminación hacia el delito de determinados tipos
antropológicamente definidos, tesis que seguramente influyó en la caracterización del
sujeto anarquista que realiza Baroja. Para Lombroso, el anarquista “será el delincuente
violento y antisocial cuyo rasgo más característico será el fanatismo” (Anarquistas 7).
A menudo los anarquistas de la taberna son descritos como “fanáticos y feroces”, con
“instintos agresivos” y por ello “capaces de asesinar, de incendiar, de cualquier
disparate” (Aurora 239). Este fanatismo queda subrayado por la animalización
grotesca que de estos sujetos hace el narrador la mayoría de los cuales presentan
“mandíbula de lobo” así como “músculos maseteros abultados, de animal carnívoro”
(239). Además, dice Lombroso, no existe un solo anarquista “que no sea imperfecto o
jorobado, ni he visto ninguno cuya cara sea simétrica” (Anarquistas 26). Aparte de un
aspecto enfermizo, todos los anarquistas en la novela son descritos con rasgos físicos
desproporcionados o anormales, con “rostros irregulares, angulosos, de expresión
185

utal, frentes estrechas y deprimidas, caras amarillas o cetrinas, mal barbadas, llenas
de lunares; cejas torvas” (Aurora 235). En el marco de estos rasgos generales, el
narrador individualiza las características físicas de cada sujeto con el fin de
proporcionar diversidad y dar entrada a una pluralidad de voces, en consonancia con
las diferentes opiniones y puntos de vista que se articulan en el espacio de la taberna:
Prats es un sujeto desnaturalizado, con “pelos en toda la cara, alrededor de los ojos, en
la nariz aguileña, en las cejas” (119); el francés Caruty era “un joven anguloso,
torcido, raro, con los ojos bizcos, los pómulos salientes y una perilla de chivo” (156);
Ofkin, judío de origen ruso, era “un fanático” en cuyo cuello “se le notaban cicatrices
escrofulosas” (157); Rebolledo está deformado físicamente pues es un jorobado, el
Libertario es un fanático, mientras que el Madrileño posee un “aspecto enfermizo”
con una cara “picada de viruelas” (116). La asociación anarquismo-criminalidad en la
novela es resaltada con la oscuridad que distingue a este espacio social, una oscuridad
que se extiende a los individuos cuyas “miradas negras” (235) establecen una vez más
la estrecha relación entre espacio y sujeto. Señala el narrador que la reunión anarquista
tiene un “aspecto tétrico” (114) por la falta de sillas y mesas (una vez más, un
escenario vacío, muerto), y por el ambiente sin luz, oscuro de la taberna, la cual está
iluminada con bujías. No sólo la taberna sino las afueras (exceptuando los
cementerios) son descritas como lugares oscuros, sin luz y por ello peligrosos y
amenazadores, como las casuchas de la periferia por donde Juan pasea, que son
“madrigueras” (247), lo que remite nuevamente a la imagen del sujeto marginal que
habita en esta zona de Madrid como un animal agazapado, escondido, esperando su
oportunidad para hacerse público. Recordemos cómo Alonso y Ortiz buscan al Bizco,
criminal y anarquista, por las afueras, por las tabernuchas (180), en un itinerario por el
Puente de Vallecas, las Ventas y la Elipa, es decir, por los ambientes marginales
186

asociados a la criminalidad. Lo encuentran finalmente en La Elipa, en una oscura
cueva de tres metros de profundidad, como “un lobo en la madriguera” (185). El
discurso de la criminalidad, de la golfería o del desvío siempre aparece en la novela
asociado a los márgenes: el encuentro con la mujer que viene de los Cuatro Caminos
donde su novio la ha emborrachado para engañarla, o los golfos y delincuentes que
Juan conoce en sus paseos por las afueras de Madrid—y en especial al espacio de la
taberna como punto de encuentro anarquista, por lo que es de menester que el narrador
construya un sistema de vigilancia continuo de dicho espacio
Ahora bien, cabe preguntarse hasta qué punto este espacio amenazador goza de
una autonomía que permite a los sujetos actuar con cierta libertad. Al respecto, señala
García Álvarez que la taberna de principios del siglo XX constituía “un espacio de
libertad no interferido pese a los intentos de coacción de las clases dirigentes” (“La
taberna” 92). Esta afirmación es contradicha por Uría, quien afirma que “ni siquiera
en el caso de un espacio de tal vitalidad, la sociabilidad popular se ve libre de los
intentos del poder o de las clases hegemónicas por interferir en los aspectos más
problemáticos de los comportamientos populares frente al orden establecido” (“La
taberna” 572). Es cierto que no existe en el espacio tabernario de La Aurora una voz
representante del orden dominante; no hay referencia deliberada ni explícita a las
clases dominantes, a pesar de estar éstas implícitas en las conversaciones de los
obreros, las cuales giran en torno a los capitalistas y patronos, enemigos principales
del proletariado. No sólo en los diálogos, sino que el enemigo parece estar siempre
presente de manera clandestina en el espacio de la taberna mediante un sistema de
vigilancia continuo. Así, para el anarquista “el polizonte es un individuo listo como un
demonio, que se disfraza y no se le conoce, que se cuela en la taberna y en el club, y
que está siempre en acecho” (Aurora 265). Este polizonte como cuerpo disciplinar que
187

vigila tanto en la taberna como en la calle, puede tomar la forma del representante del
poder (el guardia que guarda los intereses de las clases dominantes) y de la resistencia:
el personaje de Alonso, al que ya se ha aludido previamente, es “apropiado” por las
clases dominantes a modo de mercancía para servir a sus propósitos, para ser después
abandonado cuando ya no es necesario. Por utilizar una metáfora de Levi-Strauss
(Tristes Tropiques 508), el sujeto es “tragado” (swallowed), absorbido y asimilado al
sistema vigente para luego ser “vomitado” (vomited out), es decir, excluido y
expulsado como un residuo que ya no es necesitado. Cohen apunta que “most societies
employ both modes of control, constantly oscillating between one and the other”
(Visions 219), como quedará confirmado en el análisis de La horda. En una oquedad
del camino cercano al Cerro del Pimiento, en una zona llena de terraplenes y
desniveles sin urbanizar (lo que vuelve a conectar por medio de la marginalidad
espacio-individuo) el muerto “quedó despatarrado, mostrando sus pobres desnudeces
ante la mirada azul, clara y serena del cielo, y los camilleros se fueron a tomar una
copa” (Aurora 188). El mundo natural donde reina la calma y la igualdad es
contrapuesto al mundo social, corrupto y artificial, en el que se emplean modos de
control inclusivos y exclusivos. 44 La construcción de un cuerpo disciplinar que
controla, tanto en la calle como en la taberna, se encuentra sin duda vinculada al
proceso de racionalización social burguesa y a la consolidación del orden social. En su
estudio sobre los espacios geográficos de la novela, la relación entre periferia y centro
44 Esta ideología de integración y absorción del sujeto se pone en práctica de modo parecido en la figura
del verdugo, “personaje sombrío y terrible”, sujeto marginal por excelencia quien trabaja para mantener
el orden como ejecutor de la justicia del lado de las clases dominantes. Su marginalidad es tanto
espacial como social, estando ambas íntimamente relacionadas: Su acento andaluz deja constancia de su
naturaleza marginal a nivel geográfico, por ser de las afueras de Madrid, y su vivienda, “un cuarto
pequeño y pobre, iluminado por un quinqué encendido” (Aurora 194) así como su frecuentación de una
taberna en la calle de Bravo Murillo manifiesta su exclusión social. Aún así, ha conseguido adaptarse
socialmente –igual que Manuel- prestando sus servicios a una sociedad injusta y cruel y convirtiéndose
en “uno de los sostenes de esta sociedad capitalista” (198) a cambio de su protección porque “peó é
morirse de jambre” (194).
188

y los mapas literarios como fuente indispensable para analizar el argumento narrativo,
Moretti señala que “by enclosing illegality within a limited (and slightly peripheral)
space, it makes it easier to recognize” (Atlas 103). La concentración del grupo de
marginales asegura el control de los mismos. La acertada y a la vez contradictoria
expresión de Chartier, “concentration de marginaux” (“Monarchie” 297) es válida
para identificar al desorden y la desorganización que, no sólo el sujeto marginal, sino
el anarquismo como doctrina política conlleva. Quizás sea por ello que la constante
vigilancia conduzca a la acción frustrada. La acción revolucionaria que se incuba en la
taberna en torno a las conversaciones y tertulias políticas y que debe ser llevada a
cabo posteriormente en la calle quedan frustradas: los dos únicos actos de intervención
del grupo anarquista –la organización del meeting en el teatro Barbieri y el intento de
regicidio el día de la coronación de Alfonso XIII- nunca llegan a realizarse. Es más, la
comitiva real pasea por las calles madrileñas sin que se produzca incidente alguno,
resultando la única víctima el señor Canuto, representante del grupo anarquista, quien
por su negativa de quitarse el sombrero ante la bandera, 45 y de esta forma contribuir al
status quo y apoyar la organización social, es arremetido por los sablazos de los
guardias que le causan una conmoción cerebral. Eliminando al desviado, al marginal,
la efectividad de las fuerzas del orden cuidan de que haya ningún altercado,
especialmente en el centro urbano, centro neurálgico del poder. De esta manera, el
45
La bandera constituye un símbolo de masas –según Canetti, aquellas unidades colectivas
experimentadas como masa, a pesar de no consistir en seres humanos (“Discussion” 4)- siempre
asociado al escenario urbano de la calle. Adelanta ya Baroja el enorme valor que este símbolo tendrá en
las manifestaciones callejeras de las muchedumbres y en el desarrollo político de la guerra civil años
más tarde. No deja de resultar curioso que Baroja aquí asocie la bandera a la monarquía y los
defensores del conservadurismo y del orden tradicional, refiriéndose a la misma con ironía como “trapo
glorioso, el símbolo del despotismo y de la tiranía” (Aurora 298), mientras que en la contienda civil, la
bandera republicana, comunista y anarquista será utilizada por escritores de la izquierda como un
“trapo” decisivo en la formación de la conciencia nacional, contribuyendo a la identificación de los
seres humanos con una nación en un momento clave de su existencia nacional. Refiriéndose a la
bandera con los colores republicanos, Zamacois la identificará con un “emblema de victorias, sin la
cual las multitudes no aciertan a moverse” (Asedio 301).
189

sujeto marginal y desviado –como ya ocurriera con el Bizco, Alonso el titiritero o
Jesús- es eliminado, arrancado por la fuerza del centro urbano y trasladado a un
espacio marginal adonde mientras espera la muerte, permanecerá oculto e invisible. El
día de la conjuración revolucionaria amanece con un sol “con una vibración de llama”
(Aurora 292), iluminando todo con su luz cegadora, pero termina con un sujeto
anarquista en el hospital, con el afincamiento de la efectividad de las fuerzas del orden
y con el triunfante discurso del poder del lado de los que tienen las armas. Al final los
miembros del grupo anarquista que se reúnen en la taberna terminan resultando meros
actores pasivos frente los agentes sociales hegemónicos que ejercen el control sobre el
conjunto social. Aquí se deja ver el anarquismo de corte teórico del que Sender se
apropiará casi treinta años después para ponerlo en práctica en la calle, como se verá.
Baroja pone en marcha una multiplicidad de discursos que añaden complejidad al
relato y aquí reside precisamente la riqueza de la novela: en el juego de opciones y
opiniones políticas, en la pluralidad de ideas y puntos de vista, en la multiplicidad de
alternativas que al final quedan sin resolución.
Lo cierto es que la ubicación de La Aurora en el margen de la ciudad puede ser
considerada como una llamada a la acción, a la proclamación de igualdad, haciendo
llegar las ideas, los libros y las oportunidades a todo el mundo y a todas las zonas
geográficas. Este dinamismo se complementa con el rol de Juan como misionero
social, quien se acerca a los márgenes a hacer llegar su arte y su obra benéfica, y cuyo
contacto con los sujetos más desfavorecidos y con zonas geográficas periféricas
remite al anarquismo (que él mismo representa) como sistema crítico que ataca la
sociedad y sus estamentos sociales establecidos, sin necesidad de subrayar su aspecto
militante.
190

2.1.3. Desplazamiento urbano y marginalidad del sujeto anarquista
Juan Alcázar, por su naturaleza marginal y su anarquismo humanitario y
artístico, será la figura que apueste por un cambio social y transmita una serie de
ideales políticos propios de la ideología anarquista –libertad, igualdad, armonía,
dignidad humana, derechos naturales—los cuales se materializarán tanto en la vida
como en la muerte del personaje principalmente en términos espaciales.
La marginalidad del sujeto es primeramente física: es un mozo bajo y
raquítico, “de cara manchada de roséolas” (21), un tipo “raro, con melena” (52), que
acentúa su rareza con su forma de vestir, “de negro, con sombrero puntiagudo y el
pelo largo” (52); también social: su ruptura con los convencionalismos al huir del
seminario y su interés por “la calma” y “serenidad” (28) del “campo natural” (30)
frente a las leyes y convenciones del orden social lo convierte en un sujeto al margen
de la sociedad tradicional; y en última instancia, una marginalidad geográfica: de
alguna manera, el personaje siempre está ubicado “afuera” de los límites: del centro
urbano, de Madrid, de España. Su primera aparición en la novela tiene lugar en un
paisaje natural lejos de Madrid, en un pueblo vasco, para luego trasladarse allende los
Pirineos donde adquiere una educación y una experiencia que le colocan
ideológicamente al margen de la sociedad española, para finalmente regresar a la
capital y ubicarse en los márgenes urbanos donde luchará por iluminar a los
desheredados de la sociedad. Todos los desplazamientos físicos del personaje giran en
torno a dicha marginalidad geográfica y no serán únicamente horizontales sino
también verticales
En su primera aparición, y tras haber colgado los hábitos de seminarista, el
personaje se enfrenta a una “ascensión fatigosa” (37) en “escabrosa y agria cuesta”
(38), por un camino “en zig-zag” (36) a través del campo natural en las afueras de un
191

pueblo vasco. Será ésta la única aparición en la novela de la naturaleza pura y
genuina, calma y apacible, alejada del desorden y el estruendo de la urbe, que
reconforta al personaje y hace nacer en él “sentimientos de una dulzura infinita” (30).
El fuerte tono bucólico con que el narrador describe el paisaje a través de la mirada de
Juan apunta a dicha serenidad y adelanta ya el fuerte contraste con el mundo urbano
caracterizado por las “luchas de clases sociales” (57) y por “las construcciones” (88)
que causarán en Juan “una impresión angustiosa” (88):
Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La carretera,
como cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas,
corría entre los altos árboles, desnudos por el otoño, hasta perderse a lo lejos,
ondulando en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las
ramas a las hojas secas, que correteaban por el camino… (22)
La descripción pastoril sirve a su vez para introducir el juego cromático tan
importante en la novela como indica su título, íntimamente relacionado con el mundo
natural. 46 Esta imagen de la naturaleza pura y apacible, dado que llega desde la
46
Se puede observar una profunda diferencia en la forma en que los escritores decimonónicos conciben
la naturaleza de los alrededores de Madrid frente a los escritores de principios de siglo. Si bien la
imagen del campo yermo en su estado más natural que defienden los anarquistas queda lejos de todo lo
que tenga que ver con la civilización humana, la novela primisecular construirá la naturaleza como
espacio que no sirve a ningún fin más que a promover las relaciones armónicas, la igualdad de
condiciones para todos los sujetos y donde éstos desarrollan un sano deseo para la auto preservación.
Por el contrario, para escritores y urbanistas decimonónicos, la naturaleza debía estar intervenida por la
mano del hombre, convirtiéndose en un recinto donde se desarrollan prácticas del ver y dejarse ver, un
espectáculo para el ojo humano, casi una escuela de costumbres donde entran en juego las estructuras
modernas del poder. Como afirma Frost refiriéndose al parque decimonónico de la ciudad de Madrid,
“nature has been invested with purpose… seeing, socializing, and consuming” (Cultivating 90). Para
Larra, la naturaleza tiene un propósito: en uno de sus artículos de La Revista Española, habla del
“jardín público” como un espacio esencial de encuentro, de civilización y sociabilidad, es decir,
facilitador de una educación cultural donde los madrileños se reúnan para poner en práctica sus
costumbres, sus ideas y sus intereses en común. Pero la naturaleza ha de ser “construida” por el
hombre, y prueba de ello es que para Larra los discursos sobre el dinero, la sociedad y el espacio están
íntimamente relacionados y se dan cita en el jardín público, constituyendo éste una manifestación más
de la necesaria modernización de Madrid (“Jardines públicos” 221). Para Mesonero Romanos la
naturaleza intocada por la civilización constituía un obstáculo para la belleza y el confort de la ciudad
moderna, e interfería con su función como capital. El escritor propuso en Rápida ojeada investigar “las
causas físicas que la naturaleza puede oponer en nuestro pueblo a la perfección deseada, y tratar de
investigar los medios con que el arte puede vencerlas o modificarlas” (Rapida ojeada 21). El escritor
192

perspectiva del predicador de un anarquismo humanitario, podría adelantar el modelo
de la sociedad anarquista basada en la naturaleza como “contrapunto crítico
indispensable del orden social autoritario”, uno de los grandes mitos no desacralizados
“sobre los que se construirá el edificio ideológico libertario” (Álvarez Junco 48).
Baroja desarrollará esta imagen del mundo natural unos años más tarde en Paradox
rey (1906): “Sólo la Naturaleza es recta; sólo la Naturaleza es justa y honrada… Allí
donde se viva naturalmente… yo quiero vivir” (161). Esta percepción del mundo
natural en el que, pesar de existir caminos “fatigosos” (esto es, la lucha por la vida),
reinará la igualdad y la armonía queda manifiesta a nivel espacial a través de la
reivindicación de Juan de que en el mundo natural no debe haber jerarquías ni
distinciones pues “el camino es de todos” (Aurora 31), creencia de la que pronto se
desengañará al recibir un disparo por seguir el camino que le ha sido vetado: “te lo
había dicho”, le dice el hombre vestido de cazador con la escopeta en mano, “así
aprenderás a obedecer” (32). Queda así la paz del mundo natural interrumpida por la
artificialidad de las leyes sociales que imponen jerarquías aleatorias, injustas y sin
sentido las cuales establecen que algunos caminos (geográficos y metafóricos) no
pueden ser recorridos por ciertos individuos. Se adelanta así la conflictividad que
dominará el escenario urbano, construido en base a un pacto social que garantiza el
sugiere así una restructuración, tanto de los alrededores de Madrid, esos “horribles desniveles” que
limitan la expansión de la ciudad, como de los parques internos urbanos como forma de organizar
socialmente el espacio urbano, constituyendo estos parajes “the centres of European promenade culture,
where members of a Spanish middle class that attempted to distinguish itself from the masses but could
only aspire to the aristocracy could hope to carve out a space for themselves” (Frost 44). La “perfección
deseada” de Mesonero encuentra su precursor en Jovellanos, quien en su Informe sobre la ley agraria
(1795) habla de “naturaleza perfeccionada por la mano del hombre”. Nótese la enorme diferencia entre
la imagen de la naturaleza de Jovellanos, para el cual ésta debe ser incorporada a la ciudad en beneficio
del sistema económico y la industria humana, y la concepción del mundo natural que encontramos en
Aurora roja: “Sin duda que a la lucha con la naturaleza debe la naturaleza grandes mejoras. A doquiera
que se vuelva la vista se ve hermoseada y perfeccionada por la mano del hombre. Por todas partes
descuajados los bosques, ahuyentadas las fieras, secos los lagos, acanalados los ríos, refrenados los
mares, cultivada toda la superficie de la tierra y llena de alquerías y aldeas y de bellas y magníficas
poblaciones, se ofrecen en admirable espectáculo los monumentos de la industria humana y los
esfuerzos del interés común para proteger y facilitar el interés individual” (Espectáculos 407).
193

establecimiento de jerarquías y espacializaciones geográficas en relación a diferencias
sociales. Este temprano “desvío” de Juan al decidir proseguir el camino aún cuando
las fuerzas del orden se lo han prohibido sirve para introducir en la novela el discurso
de la resistencia que, frente a los abusos de poder, será continuado por la presencia
anarquista, tanto en las calles madrileñas como en la taberna.
La concienciación que complementa la lectura de “libros prohibidos” (25) la
cual ha llevado al personaje a “dejar de creer” (23) y que en última instancia
constituirá la base de su ideario político-social prende así en el mundo natural donde
el personaje piensa, reflexiona, aprende, no sólo porque la naturaleza en sí misma es
fuente de conocimiento –la observación de las diversas formas, de los diversos
matices de follaje de los árboles, los diversos nombres de las plantas, la filosofía que
invade al hombre en este ambiente campestre—sino también porque en la naturaleza
pura, “free of the corruption of civilization” el hombre “is able to live life of natural
honesty, goodness and psychological calm” (Wraight 10). No es de extrañar que en
esta atmósfera calma donde el sujeto vive en paz y honestidad se fomente la
meditación y sea posible reflexionar de manera independiente. Es por ello que los dos
guardias civiles que interceptan el paseo campestre de Juan, “amenazadores y con un
ceño terrible” (Aurora 33) pierden su carácter adusto al contacto con la serenidad del
campo. Otro ejemplo de la asociación de la naturaleza con la paz frente a la violencia
tiene lugar en el capítulo II de la tercera parte, llamado “Paseo de noche. Los devotos
de la santa dinamita”.
Manuel, el Libertario, el Madrileño y Prats se embarcan en un paseo que
consta de dos itinerarios bien diferenciados. El primero comienza en el centro urbano,
en la calle Arenal y prosigue hacia la Puerta del Sol, la calle de Preciados y la calle
Ancha. Durante este camino, los paseantes se embarcan en una conversación política
194

en torno a la violencia –justificada desde el punto de vista anarquista porque el primer
provocador es siempre el Gobierno. 47 La segunda parte del paseo dirige a los
caminantes hacia las afueras, es decir, hacia el campo abierto: desde la calle de
Magallanes, hacia el Tercer Depósito, el Canalillo, el Paseo de Areneros y la Calle de
Rosales para terminar en la calle Ferraz, en el margen occidental de la urbe. Lo
interesante de este paseo es que el recorrido por el centro urbano tiene lugar en la
oscuridad de la noche, mientras que el paseo por la naturaleza acontece una vez está
amaneciendo. Es en este preciso momento que la conversación en torno a las bombas,
el terrorismo y la dinamita toca a su fin y el espacio textual es invadido por una serie
de descripciones bucólicas que remite a una concepción anarquista de la naturaleza
similar al viaje de Juan por el mundo natural en el prólogo: “Comenzaba a amanecer.
La luz fina y velada de la mañana iba filtrándose entre las nubes de un gris de estaño.
Desde el repecho de la colina vieron la cavidad inmensa del Tercer Depósito, que
estaban construyendo… El Canalillo, con sus filas de chopos, sin hojas, al lado de la
cinta de agua que brillaba y se curvaba en mil vueltas… Y en el fondo, cortando el
horizonte, iba apareciendo el Guadarrama, orlado por la claridad del día” (226). 48 Los
47
Esta idea trae resonancias de consignas y publicaciones propagandísticas de finales de los años
ochenta, en que se estaba preparando el terreno para el terrorismo clásico entre los órganos más
representativos de la tendencia violenta del anarquismo. Así lo prueba el lema de 1889 de la asociación
La Víctima del Trabajo: “La fuerza se repele con la fuerza. Para eso se inventó la dinamita”. Por ser
relativamente reciente y efectivo, el invento de la dinamita en 1867 por Alfred Nobel gozaba de cierto
atractivo entre los escritores. Sin duda Baroja tenía conocimiento de estos escritos, en particular el
artículo titulado “La dinamita”, publicado en las revistas Acracia (num. 6) y El Socialismo (num. 10),
en el que se explica la composición, el modo de empleo y los efectos de este explosivo. Baroja parece
haber tomado este artículo y reproducirlo en boca de su personaje el Madrileño, cuando en el mismo
paseo, justificando la violencia anarquista, explica el funcionamiento del explosivo: “La dinamita es
una mezcla de arena y de nitroglicerina., que se hace detonar por medio de la cápsula de un
fulminante… Se prepara primero la nitroglicerina, tratando la glicerina con una mezcla en frío, de ácido
nítrico y de ácido sulfúrico, y luego se mezcla con una sustancia inerte” (Aurora 225).
48
Esta invasión del mundo natural en el espacio textual, que a su vez desplaza la atención de los
caminantes del escenario urbano (orden social) a las afueras (orden natural) puede relacionarse con la
labor revitalizadora que se ha puesto en marcha en el cementerio: “Ya no quedaban allí avenidas, ni
paseos, ni plazoletas; los hierbajos borraron lentamente toda huella humana” (Aurora 172). No sólo se
refieren estas palabras al abandono al que se ha relegado el cementerio, sino también al hecho de que la
naturaleza en su estado más puro y libre se ha abierto paso en este paraje natural que, por tratarse de un
195

tonos cromáticos cobran más y más intensidad conforme el día se va abriendo: “Salió
el sol por encima de Madrid. La luz se derramó de un modo mágico por la tierra; las
piedras, los árboles, los tejados del pueblo, las torres, todo enrojeció y fue dorándose
poco a poco” (227). Queda así plasmado una vez más el título de la novela que une un
significado natural –el amanecer rojo, lleno de belleza—y otro de índole más social
que además, puede tener dos lecturas: el fuego que traerá la revolución social y con
ésta el triunfo revolucionario o el amanecer sangriento de la revolución comunista. No
es casualidad que este capítulo lleve el nombre de “Los devotos de la Santa
Dinamita”. El color rojo que alcanza a todo componente del mundo natural guía a los
paseantes en una sucesión de imágenes paradisíacas que sitúa al anarquismo a la altura
de una religión en la que hay que creer, sentir, y que sustituye las imágenes de santos
por la dinamita. Es en este momento que Manuel, resaltando su desacuerdo con el
anarquismo violento y terrorista de los dinamiteros, interviene para poner fin al
mismo: “Hay algo de loco en todos ellos… Habrá que separarse de esta gente” (228),
cerrando estas palabras el capítulo, la trayectoria de los paseantes y la conversación en
torno a la revolución y la violencia. Aunque para el personaje el anarquismo es la
doctrina más seductora, el aspecto destructivo hace que no le viera “ningún lado
práctico” (205), y ello le lleva a desecharlo como ideología y proponente de acción
destructiva. En su estudio sobre el anarquismo español, Álvarez Junco documenta la
estrecha asociación entre el terrorismo y la historia del anarquismo, haciendo especial
hincapié en que existía una doctrina básicamente armonista y no violenta y que la
justificación de la violencia no fue el rasgo constante y dominante del movimiento,
existiendo siempre grupos e individuos que se opusieron a los procedimientos
violentos. Carr también señala que desde los orígenes del anarquismo en España, el
cementerio, se trata de un espacio doblemente muerto: donde yacen los muertos y donde el mundo
natural ha aniquilado al artificial construido por el hombre.
196

terrorismo nunca pasó de ser una doctrina minoritaria y que paralelamente a él
“funcionaba otra tradición anarquista, la del autoperfeccionamiento y la educación
racionalista” (España 423). Parece que en su anarquismo, Baroja se sintió
principalmente influido por el movimiento del periodo entre 1869 y 1874, periodo en
que la línea dominante preconizaba la asociación, la propaganda y la huelga
reivindicativa, oponiéndose firmemente a toda práctica violenta. Recuerda Álvarez
Junco que el lema “Paz a los hombres, guerra a las instituciones” recorrió toda la
prensa internacionalista. No fue hasta 1873 que se encuentra la primera alusión escrita
a la posibilidad de acciones violentas: “La represión gubernamental nos empuja a un
estado de horribles represalias en las que calle la palabra, enmudezca la pluma y cesen
las funciones de la razón. ¿Sería mucho suponer que viéndose el trabajador
perseguido, acorralado, ojeado… saliese éste disparado contra sus cazadores?
Tendríamos que presenciar cómo todo se resolvía por el fuego o por el acero…”
(Termes 212-13). Será ésta la rama anarquista que representen el Libertario, Prats y el
Madrileño, como demuestra la conversación durante su paseo nocturno por la ciudad
para disgusto de Manuel. En la calle Ferraz, en el margen de la urbe, donde se dan cita
modernidad y tradición, mundo natural y social (igual que en el título), con la
reflexión de Manuel el paseo toca a su fin y con él, el sueño revolucionario. Concluir
el paseo paradisíaco por la naturaleza con una anotación clasificatoria y excluyente,
identificando a los anarquistas con un grupo de individuos locos, constituye una
estrategia narrativa para marginarlos y desnaturalizarlos, desmontando así la ideología
anarquista basada en la violencia. Se pone así de manifiesto el carácter formativo del
mundo natural como espacio de reflexión en el que se perfila la conciencia social del
sujeto.
197

Las reflexiones de Juan siempre están conectadas de alguna manera con el
mundo natural: si su espíritu de libertad y conciencia social se gestan en este primer
contacto con la naturaleza, seguirá afianzándose más adelante en el paseo hacia el
merendero del Partidor, desplazamiento tanto horizontal como vertical “en colina
abajo” (81) que arranca en la calle de Magallanes, entre las tapias de los cementerios,
y transcurre por el camposanto de San Martín para proseguir por el Canalillo hacia
Amaniel. Aunque un espacio semi-poblado, las descripciones del paisaje remiten al
bucolismo de la naturaleza genuina del prólogo, en las que las tonalidades cromáticas
sigue jugando un papel fundamental: “Resplandecía el césped cuajado de flores
silvestres, brillaban los macizos de amapolas como manchas de sangre caídas en la
hierba, y en los huertos, entre las filas de árboles frutales, se destacaban con violencia
las rosas rojas, los lirios de color venenoso, las campanillas de las azucenas y las
grandes flores extrañas de los altos y espléndidos girasoles” (80). Tras esta
experiencia en el merendero, localizado en el margen occidental de la urbe, se afianza
una fuerte conciencia anarquista en el personaje basada en el rechazo de la propiedad
privada y en la defensa de la igualdad, conciencia que adopta una manifestación
artística: Juan venderá su obra escultórica y donará el dinero para la propaganda,
agenciándose “veinte o treinta libros anarquistas” observando el narrador que “ya no
vivía más que por su idea” (217). 49
Regresando al prólogo, y ante la discursividad del poder que trata de frenar su
caminar, Juan no se detendrá en su camino y avanzará como “el agua clara y
49
Por el contrario, su hermano Manuel recorrerá el camino contrario tras la experiencia en el
merendero: la fascinación que el paisaje despierta en Juan producirá una “impresión repelente” en
Manuel (85). Al encontrarse con la Justa, prostituta y antigua amante, Manuel finge no conocerla,
participando de la actitud burguesa de ignorar lo que no interesa ver, relegándolo a la periferia. Tras
esta peripecia en el margen urbano, Manuel acentuará su conciencia burguesa, expresando su
determinación de querer poseer algo sólo para poder afirmar “esto es mío” (90) y procediendo a instalar
su propia imprenta, sintiendo así de manera enérgica el instinto de propiedad.
198

espumosa” que corre indómita a “buscar los torrentes” (39). Decidido a seguir
“siempre adelante” (39), lema “de la calle y de las muchedumbres sedientas de
porvenir” dirá Sender (Siete domingos 343), ascenderá a la cumbre más alta de la
montaña, punto “lleno de luz” (Aurora 38). Será ésta la luz que acompañe al personaje
en su ascenso, la luz del sol que brilla pero también la luz de la esperanza que
iluminará a los desheredados de la sociedad. La ascensión a la cumbre de la montaña
en medio de una fuerte tormenta funde al sujeto anarquista con la naturaleza en su
lado más sublime y salvaje y representa, según Embeita, “la esfera superior a la que
aspira elevar a la humanidad; la esfera espiritual a la que alude en su discurso
anarquista, donde el agua corre clara en torrente espumoso” (“Aurora roja” 54). La
cima de la montaña se erige como figura cargada de sentido, constituyendo uno de
esos símbolos ascensionales a los que se refirió el teórico francés Durand en relación
con la divinidad y el poder religioso. En este sentido, la cumbre estaría relacionada
con el anarquismo concebido como religión de carácter cristiano tal y como aparece
construida en la novela. Religión y anarquismo constituyen el refugio de las clases
desfavorecidas, y ambas comparten la misma idiosincrasia sentimental porque, como
el mismo Juan apunta, “en todo lo que se cree, se cree lo mismo” (Aurora 162). Para
Juan, creyente y predicador del anarquismo como una religión social “basada en el
parentesco espiritual y en el amor” (242), esta luz se identifica con el espacio
luminoso y abierto que concede la libertad, la organización libre, la “liberación del
yugo de toda autoridad” (242) y la comunión espiritual con la naturaleza en su faceta
más sublime. Serán estas firmes creencias que prendieron en su viaje a través del
paisaje natural las que hagan que Juan complemente este primer viaje vertical hacia la
luminosidad de la cumbre con una serie de desplazamientos horizontales en los que el
199

personaje abogará por la piedad, la protección del más débil y el amparo del
indefenso.
A su regreso de París, el personaje une experiencia urbana y marginalidad al
referirse a sus vivencias en el extranjero: “Juan habló de su vida en París, una vida de
obrero… expuso sus ideas artísticas; quería producir ese arte nuevo, exuberante, lleno
de vida… soñaba con hacer un arte social para las masas, un arte fecundo para todos,
no una cosa mezquina para pocos” (61). Hacer un arte para las masas implica
privilegiar lo social, emprender un reformismo de carácter intelectual y como apunta
Ricci, hacer de la cultura “un medio de perfeccionamiento de la humanidad, en lugar
de ser propiedad exclusiva del individuo” (Espacio urbano 81), como ocurrirá
efectivamente en el caso de Maltrana en La horda. En sus paseos por los márgenes
urbanos, será Juan quien descubra la taberna en las afueras, la bautice con el nombre
La Aurora e inicie allí las tertulias que tratarán de instruir y concienciar al obrero,
contribuyendo a la formación de futuros sujetos políticos. Al mismo tiempo estos
paseos por la Patriarcal, el Tercer Depósito o el cementerio de San Martín se
convertirán en itinerarios didácticos en los que acercará la literatura a las masas de
obreros, golfos, prostitutas y criminales con el objetivo de sacarlos “de las tinieblas de
la brutalidad en que se encuentran y llevarlos a una esfera más alta, más pura” (251), a
ese punto alto de la montaña llena de luz que él mismo ha experimentado o lo que es
lo mismo, a la luz de la aurora roja y de la revolución social. Al hablar de la brutalidad
que caracteriza a los sujetos que pueblan esta zona de la ciudad no sólo establece Juan
la distinción entre los “desheredados”, “explotados”, “oprimidos” y los
“privilegiados”, “ricos” o “burgueses”, sino que también añade el elemento ético-
cultural entre los factores de la desposesión. Álvarez Junco explica el esquema
anarquista de las clases en conflicto en relación a la diferencia en la división social
200

asada en las abismales diferencias culturales que existen entre las clases, “detentando
una de ellas un saber del que la otra está desposeída”, y estableciendo que la
interpretación anarquista percibe la visión libertario-liberal del progreso “como lucha
entre la luz de la razón y las tinieblas de la fe y se incluye a los artistas o intelectuales
entre los agentes de la revolución” (Ideología política 183). Según Álvarez Junco, los
anarquistas declaran aceptar a los obreros de la inteligencia únicamente si hacen firme
propósito de no ponerse al servicio del privilegio, sino del pueblo: recordemos que
Juan ha decidido retirar su fe de los artistas y ponerla en los obreros porque para él
son los únicos “artistas con dignidad, sin la egolatría del nombre y sin envidia”
(Aurora 111). Juan representa al artista, a ese agente de la revolución que se desplaza
hacia los márgenes para tomar posición del lado del desposeído y operar en él una
transformación a través de la literatura, cuyo papel sustituye al cada vez más
desprestigiado de la religión y a la “infamia” de la “caridad social” (247) de la que
estos sujetos son víctimas. 50 El compromiso que se inicia entre artista y pueblo resulta
prometedor: Juan revitaliza la calle solitaria con sus prédicas y entusiasmo, llevando
la vida a los terrenos de la muerte, a las “casuchas del camposanto”, donde estas
gentes en estado vegetativo y resignadas al determinismo ambiental “formaban un
corro… y oían las palabras de Juan como una música alegre y dulce”, escuchándole
con profunda fe. Sin embargo, será una esperanza fugaz, y pronto el mismo Juan
desistirá en sacar a la luz “el oro escondido” y la “bondad dormida” del fondo de sus
50
En el ideario anarquista, la caridad significaba el conformismo, la aceptación de las estructuras
políticas, sociales y económicas antiigualitarios y la resignación ante el “siempre habrá pobres”, lo que
justifica y mantiene la posición de superioridad de los ricos. Frente a la caridad, uno de los
componentes fundamentales de la moral anarquista es la solidaridad, que “recaba para todo hombre el
derecho a la vida en partes iguales” mientras la caridad “legaliza la miseria” (Montseny y Carret, Ley
26). En este sentido, Juan aboga por la necesidad de sustituir estos paliativos inútiles por la instrucción
a través de la literatura y el arte, que fomentaría la eliminación de la competitividad entre los seres
humanos a favor de la solidaridad y la fraternidad.
201

almas (251). La prueba más nítida del fracaso de este compromiso entre artista y
pueblo es la muerte final del personaje. 51
Si en vida se desplazó a los márgenes para concienciar al desheredado, tras su
muerte su cuerpo entrará en el centro urbano para ser seguido por un cortejo de
obreros a pie los cuales acompañan a Juan en su último paseo urbano desde la calle de
Magallanes, por el Paseo del Cisne, cruzando todo el distrito de Chamberí, para
desembocar, pasando por la Castellana, en el barrio de Salamanca y para proceder, por
las Ventas, al camino al cementerio civil en el este de la ciudad. 52 En el paseo del
Cisne los cuatro hombres que transportan el féretro son sustituidos por cuatro mujeres
“a quienes Manuel no conocía”, las cuales “braceaban garbosamente” (308). No deja
de ser significativo este dato, especialmente si es examinado a la luz del entierro del
padrastro de Isidro Maltrana en La horda, quien muere aplastado por el edificio
localizado en las afueras en el que trabajaba. En ambos episodios, la calle se revela
51 Ricci afirma que esta conexión entre el pueblo y el artista constituye “una metáfora de lo que estaba
sucediendo en España desde 1886 a raíz de la reforma krausista en la educación” (Espacio urbano 82),
la cual abrió institutos para las clases trabajadoras. En este sentido, la taberna como centro donde se
instruye al obrero, como la labor didáctica de Juan funcionarían a modo de intento de llevar la
educación a sectores marginales. Al mismo tiempo, señala Ricci que el compromiso social entre el
artista y el pueblo sí tendrá sus frutos (82-83). Es cierto que las prédicas de Juan operan una diferencia
entre los sujetos marginales, siendo el más claro ejemplo la Filipina, personaje sumiso y animalizado,
el cual se encuentra fuera de la civilización, en el margen social por no haber interiorizado los valores
de la sociedad. Gracias a Juan se manifestarán sus sentimientos más humanos y solidarios, y brotará esa
“bondad natural” dormida en el fondo de su alma. Sin embargo, la muerte de Juan, el desenlace de la
novela con el oscurecer del día, tomado en un sentido metafórico, y el silenciamiento de los obreros que
regresan cabizbajos a los lugares geográficos a los que pertenecen apuntan a que los frutos del
compromiso social son transitorios y no conducirán a un mensaje esperanzador.
52 El cementerio civil de Madrid se ubica en las afueras de la zona este de la ciudad, siguiendo la
antigua carretera de Vicálvaro, también llamada del Este, por conducir a ese cementerio (la Necrópolis
del Este está compuesta por el Cementerio de la Almudena, el Cementerio Civil y el Cementerio Judío,
aunque éste no se construyó hasta 1922). Hoy en día la Necrópolis se hallan dentro del término
municipal de Madrid, pero en tiempos de Baroja se hallaba en el término de Vicálvaro, en las afueras
madrileñas, precisamente porque fue creado para utilizarse en casos de epidemia. Su origen data del 2
de abril de 1883 y se concibió como un espacio cerrado destinado a los difuntos fuera de la religión
católica. En él fue enterrado casualmente Pío Baroja en 1956. Aunque la ubicación del cementerio en
las afueras se debía a razones de salubridad, el hecho de que el cuerpo de Juan sea enterrado en un
espacio que será compartido por otros sujetos rebeldes que se alzaron de alguna manera contra el orden
dominante, tal y como los presidentes de la Primera República, Estanislao Figueras, Francisco Pi y
Margall y Nicolás Salmerón, el fundador del Partido Socialista Pablo Iglesias y otros líderes socialistas
pone de manifiesto la marginalidad del sujeto.
202

crucial para una concienciación política, no sólo obrera, sino también femenina. En La
horda la acción emprendida por obreros y albañiles parece cobrar un matiz más
revolucionario, en parte porque el narrador toma partido por la masa de desheredados:
de sus palabras emana una actitud de solidaridad hacia el pobre, por ejemplo cuando
apunta que “aquellas gentes sentían la caricia del palo apenas intentaban pedir, como
añadidura al mendrugo, un poco de justicia y de piedad para su vida” (244). Esta masa
invade el centro urbano de la capital buscando un espacio de representación en el que
clamar venganza y justicia por vía de las armas dejando claro, a diferencia de Baroja,
que no puede existir revolución sin violencia y adelantando ya la acción
revolucionaria de las masas en las calles madrileñas durante los años de la República.
Igual que en Aurora, la protesta callejera es ahogada por el cuerpo disciplinar del
Estado a la altura del puente y la Puerta de Toledo, puerta de entrada a la ciudad por el
sur, la cual es cautelosamente vigilada por la policía que corta el paso al cortejo y le
empuja a dar la vuelta a Madrid por las rondas, para así no molestar a los ricos. Lo
interesante de esta escena es que son las mujeres las que avanzan en la calle
levantándose contra los guardias del orden y violando los límites urbanos: “Las
mujeres eran las primeras en avanzar, en agarrarse a las puntas del féretro…
vociferaban en torno del féretro, iracundas, llorosas, como si el rudo sol del verano
mordiese con agresiva demencia sus cabezas despeinadas” (La horda 240).
El cuerpo sin vida de Juan y esta invasión espacial del centro urbano por parte
de las masas, portadoras del caos y el desorden, constituirá otra forma de completar su
misión social. Se altera así la retórica espacial en la novela, que en todo momento ha
mantenido al pueblo y al sujeto marginal oculto en los márgenes urbanos. Habría que
traer a colación de nuevo a Julio Ramos cuando habla del arte de componer un
itinerario determinado, posibilitado y limitado por los signos y leyes que gobiernan el
203

comportamiento de cada individuo en una ciudad (“Decorar” 166). Si todo paseo por
las calles urbanas puede constituir una actualización de las reglas, también puede
significar una transgresión de las mismas. Esto es precisamente lo que ocurre durante
el entierro de Juan y de don José, momentos de alta crispación social que producen
una desestabilización de la ciudad de Madrid, subvirtiendo la normatividad de la urbe,
pues “el ciudadano, en ese tipo de situaciones, altera las reglas de comportamiento
urbano y transgrede los límites normativos de la ciudad” (Santiáñez 213). Para el
orden dominante, lo familiar y lo conocido –el Madrid ordenado, cuyo mapa urbano
reprimía las masas proletarias a la periferia y a los barrios suburbiales, ocultándolas de
esta manera y manteniéndolas “en secreto”- se torna extraño. Durante el entierro de
Juan, las masas de obreros violan los límites urbanos, haciéndose visibles y
apropiándose de lo que nunca les ha pertenecido y por medio de esta acción, no sólo
las muchedumbres devienen en ese ente siniestro que “debiendo permanecer secreto,
oculto, se ha manifestado” (Freud, “Lo siniestro” 225) sino que la propia ciudad se
metamorfosea en un espacio extraño e incómodo para el narrador, que pone fin a esta
situación mediante la imposición de un fuerte sistema panóptico disciplinario que
somete y silencia a los obreros que “fueron saliendo del camposanto y volvieron por la
carretera hacia Madrid” (Aurora 309), hacia sus lugares de origen. En La horda opera
el mismo sistema de vigilancia y control bajo el disfraz de un cuerpo disciplinado, que
con “la mano al sable”, lanza su amenaza: “Nada de entrar en la población, de
atravesar el centro, buscando la calle de Alcalá… Todo lo que quisieran, menos
desfilar por las calles de Madrid y que la gente del centro presenciase el entierro, con
su séquito de jornaleros” (La horda 240). Esta represión policial, así como la
presencia de los tres policías en la casa de Manuel para advertir de que no causen
“ninguna manifestación en el entierro” (Aurora 307) o irán a la cárcel, las parejas de
204

municipales en el camino del Este, vigilando al cortejo y los guardias a caballo
haciendo piquete en el cementerio, son las responsables de la labor de contención y
dan fe del hecho que el Estado, como ha documentado Bark, “era lo suficientemente
hábil para desprestigiar y reprimir cualquier intento revolucionario” (citado en Ricci
88).
A pesar de morir satisfecho y creer haber “cumplido su misión” tras ver un
nuevo amanecer rojo (Aurora 304-05), es necesario apuntar que el mensaje
esperanzador de Juan queda ahogado y sucumbe ante la realidad social. Son las
palabras de Manuel las que frustran esta esperanza, cuando augura que “ni los
miserables se levantarán, ni resplandecerá un día nuevo, sino que persistirá la
iniquidad en todas partes” (306). La última frase del narrador, “había oscurecido”
(309) termina de confirmar el desvanecimiento de cualquier posibilidad de revolución.
Seguirá existiendo un discurso de la resistencia en respuesta a la manifestación del
poder de los polizontes, ante lo que el sujeto anarquista sigue alzándose y haciendo
uso de la discursividad de la destrucción: “este maldito pueblo había que quemarlo”,
gruñe Prats; “había que reducirlo todo a cenizas”, murmura la Filipina. Mediante el
uso del verbo “gruñir”, o la última presentación de la Filipina como un “cuerpo débil”,
con “tristeza de animal en los ojos” (308), el narrador continua la animalización y
desnaturalización del sujeto marginal, privilegiando un desenlace pesimista en el que
el desposeído sigue siendo percibido como una bestia peligrosa, amenazadora, un
individuo de “eterna execración contra la sociedad” (308) cuyos intentos de
apropiación urbana (y con ellos de transformación social) han sido bien
necesariamente contenidos y ahogados por el orden dominante.
La horda está construida en torno a la presencia y la amenaza de la periferia
madrileña, pero a diferencia de Aurora siempre se encuentra en diálogo con el centro
205

urbano a través de la figura de su personaje Isidro Maltrana el cual, a diferencia de
Juan Alcázar, tenderá a alejarse de los suburbios y pugnará para apropiarse del centro
poniendo su arte al servicio de las clases adineradas, de los de arriba.
2.2 Ciudad de traperos, artistas y cazadores: espacios sociales en el Madrid de La
horda
El diccionario de la Real Academia Española define “horda” como una
comunidad nómada sin domicilio estable, de vida primitiva. Dos son las ideas que
interesan de esta definición, pertinentes al análisis de la novela: el adjetivo “nómada”
implica una comunidad sin base de residencia que fija su vivienda en los arrabales de
la ciudad y que en muchos casos encuentra en el espacio abierto de la calle su hábitat
natural –como será el caso de Isidro Maltrana, principal personaje de la historia y
representante de la horda a la que pertenece desde su nacimiento. Al mismo tiempo
añade el diccionario que una horda es un grupo de gente armada que obra sin
disciplina y con violencia –de ahí el uso de la palabra “primitiva” que hace alusión a
la falta de moderación, a las condiciones precarias en las que viven y a la naturaleza
animal de estas comunidades. Queda vertebrada en esta definición la concepción de la
masa que gozará de plena relevancia social en el siglo XX como colectivo que se
mueve por impulsos y que va a exigir un reconocimiento mediante la apropiación
urbana. Blasco encontró en las calles del extrarradio, en los desechos que se
amontonan en el mismo –tanto de objetos y animales como personas— y en los
habitantes de esta zona de la ciudad ante cuya imagen Isidora Rufete se disgustaba el
material narrativo para su novela, concediéndoles un protagonismo textual y urbano.
Antes que Blasco y a través del señor Custodio, Baroja recreó en La busca el mundo
de los traperos característicos de la vida madrileña con los que sin embargo existe una
206

diferencia esencial. El trapero de La busca se muestra conformista y resignado con su
profesión y condición social, no pidiéndole a la vida más que “la continuidad en el
orden existente” (270). Por el contrario, Zaratrusta, representante del mundo traperil
en La horda, muestra una incipiente conciencia social gestada en la desigualdad social
de la que es testigo en las calles de Madrid. Blasco adelanta así el “empujón arrollador
de la muchedumbre” que buscará apoderarse de “todas las riquezas de los felices” (La
horda 96) para que más adelante escritores como Sender o Benavides tomen esas
mismas muchedumbres y las conviertan en un colectivo que demandan, exigen y
encuentran en la calle su principal espacio de representación.
La horda es la historia de Isidro Maltrana, un intelectual de origen social
pobre, procedente de una familia de traperos del barrio de las Carolinas, barrio
excéntrico al norte de la capital reservado a los pobres. Será “arrancado” de esta
periferia geográfica y de su origen social y “trasplantado” al centro bajo la protección
de una señora rica y sin hijos. Esto le dará la posibilidad de estudiar, de vivir entre
libros y de desarrollar una conciencia social que le hará querer huir de sus gentes y
con ellas del suelo urbano que ocupan. Tras la muerte de su protectora trabajará en la
redacción de un periódico, pero ante la escasez de recursos económicos se verá
obligado a regresar al barrio de las Carolinas donde conocerá a Feli, se enamorará de
ella y en su afán de escapar a su origen familiar, se instalarán juntos en el centro de
Madrid, casándose por ley natural. A partir de ahí la narración consiste en un fatal y
gradual descenso a la miseria más absoluta de los personajes, un descenso marcado
por el hambre, el frío, la indiferencia de las capas superiores, la prostitución de su
pluma para sobrevivir y en última instancia la muerte real—de Feli—y metafórica –
del mismo Isidro. A lo largo de este periplo vital el personaje se embarca en continuos
paseos por diferentes zonas del centro, de la periferia y de los alrededores de Madrid,
207

por diferentes mundos en contacto con los cuales el protagonista perfilará su
subjetividad. En estos mundos la calle jugará un papel esencial como escenario
inhóspito y hostil pero también definitorio de estatus y condición social, y servirá para
subrayar el itinerario de un individuo cuyo destino parece estar determinado en todo
momento por su origen social y geográfico.
El análisis del texto se organiza espacialmente. Las tres secciones que siguen
se corresponden con los tres espacios geográficos en los que se desarrolla la novela: el
extrarradio, el centro urbano y todo lo que queda más allá de éste. Para entender el
desesperado intento del individuo por abandonar la periferia y conquistar el centro
urbano, cabe preguntarse qué tipo de individuos habitan el extrarradio madrileño, qué
implica vivir en las afueras de Madrid a principios de siglo y bajo qué condiciones.
Será éste el objetivo de la primera sección. La segunda se ocupará de un análisis del
“tortuoso camino” (86) del personaje principal, Isidro Maltrana, cuyo periplo vital y
distintos emplazamientos urbanos dictarán su proceso formativo en términos del
territorio que ocupa. El tortuoso camino plagado de altibajos guiará las peripecias
urbanas y vitales del individuo y mostrarán cómo la calle funciona como marca social
o al menos, constituye una vía principal para su expresión. Por último, nos
desplazamos a los márgenes de los márgenes, esto es, todo lo que queda más allá del
extrarradio madrileño, lejos de toda urbanización, un espacio donde la calle se
disuelve y con ella toda ley social para dar paso a las leyes naturales. Se explorará el
papel de la naturaleza en la construcción subjetiva del sujeto, quien pasea por el
entorno natural buscando una transición del caos al orden. Será éste el escenario de la
barbarie donde el hombre se convierte en un lobo para el hombre, pero al mismo
tiempo un espacio idealizado que invita a la reflexión y al despertar de la conciencia,
fundamental para la lucha contra la desigualdad. Los desplazamientos urbanos, tanto
208

verticales como horizontales, ponen en contacto los distintos mundos del Madrid de la
época, o como el narrador indica, “el tránsito de un planeta a otro” (89), mostrando así
ese Madrid “símbolo de la vida moderna” y al mismo tiempo símbolo de “la
desigualdad social implacable y sin entrañas” (95). Al cabo de un análisis de las tres
secciones se podrá concluir que estos desplazamientos constituyen una estrategia
narrativa para visibilizar un problema “oculto” de índole nacional –las enormes
desigualdades sociales, esos sujetos ocultos en los márgenes en condiciones
deplorables y la indiferencia de la clase media hacia los mismos. En esta visibilidad
reside una voluntad de acción que pasa por poner los cimientos para una futura acción
revolucionaria de las masas la cual debe empezar, como bien el narrador señala, por
abandonar “el antro” en el que se ocultan y “entrar en Madrid” para “exigir con
altivez” lo que les pertenece (335)
2.2.1. El extrarradio norte: urbanismo al margen de la civilización
Aunque Madrid había sido hasta mediados del XIX “una ciudad socialmente
confusa, sin nítidas fronteras de clase” (Juliá, Madrid 369), a principios del XX nadie
hablaba de mantener juntas en los mismos edificios a todas las clases sociales. El
espacio urbano se dispone jerárquicamente para acoger a los distintos estamentos de
la población. La clase media quiere a los pobres lejos y así, en el siglo XIX, tanto el
proyecto urbanístico de rompimientos y ensanches de Mesonero Romanos como la
propuesta quirúrgica de Fernández de los Ríos estaban orientados a una
reorganización del espacio urbano según la cual se solucionaría el problema de
hacinamiento en el casco histórico, y se “limpiaría” la ciudad de pobres y mendigos,
enfermos y criminales, los cuales serían expulsados al exterior para así mejorar el
aspecto indecoroso y miserable de la capital y de sus calles. Lo subraya Zaratrusta,
209

viejo trapero, cuando afirma que “vamos en retirada, y acabaremos por acampar más
allá de Fuencarral…” (La horda 28). El espacio, condicionado por la transformación
de la estructura social, debía ser organizado para dar cabida a nuevas realidades
sociales, principalmente a la oleada de inmigrantes que desde finales del siglo XIX
llegaba a la capital española en busca de trabajo en las reformas del interior y en la
edificación de solares aún vacíos del ensanche. Las grandes cantidades de jornaleros
se asentaban en míseras chabolas y casuchas levantadas en los terrenos del
extrarradio, en trazados irregulares, con ausencia total de orden y sin los
indispensables servicios de pavimentación, desagües ni alumbrado (Juliá, Madrid
440). Desde las últimas décadas del siglo XIX las condiciones de vida en las áreas
más allá del ensanche, tanto en el sur (Injurias, Embajadores y Peñuelas) como en el
norte (Cuatro Caminos, Guindalera y Prosperidad) eran ínfimas, con epidemias de
cólera en 1885 y 1890 y de tuberculosis en los primeros años del siglo XX. El
problema, tal y como aparece documentado por Hauser, médico austríaco, residía
principalmente en la insalubridad de las viviendas (la mayoría de planta baja, con un
solo retrete, sin agua ni ventilación, con falta de luz solar e insuficiente iluminación
de las habitaciones), 53 la suciedad y contaminación de las calles, la falta de escuelas,
de un sistema de educación y la precariedad de la dieta, con una subsistencia basada
en comestibles sucios o rancios. En 1903 Baroja hablaba de “aduar africano” para
describir estos barrios bajos, idea apoyada por otros escritores como César Chicote,
53
Basándose en los estudios de César Chicote, director del Laboratorio Químico Municipal que en
1898 participó en el IX Congreso de higiene y demografía destinado a tratar los problemas sanitarios y
discutir las condiciones higiénicas de las viviendas de las clases pobres, Del Moral dedica un capítulo
de su libro La sociedad madrileña a la clasificación de los distintos tipos de vivienda popular que
poblaban los barrios bajos madrileños, empezando por la choza, manifestación más primitiva, y
pasando por las cuevas, viviendas trogloditas de la Montaña del Príncipe Pío; las casuchas que forman
las barriadas miserables mencionadas constantemente por Baroja en La lucha por la vida y que dan
cobijo a habitantes de ínfima clase social; y las casas de vecindad o corralas, viviendas de la
Prosperidad, la Guindalera y Cuatro Caminos, compuestas en su mayoría por la clase jornalera,
vendedores ambulantes, barrenderos y traperos. Ver páginas 86-95 de su libro.
210

uen conocedor de la geografía madrileña, quien afirmó en 1906 que Madrid estaba
rodeada por “un anillo de muladares” que tenían “aspecto de lugar
marroquí”(Reorganización 17-18). Del Moral señala que la prueba más contundente
del carácter preindustrial de Madrid era la precariedad de su infraestructura urbana y
de sus servicios públicos, inexistentes en el extrarradio, el cual carecía de limpieza,
higiene y toda clase de condiciones para ser habitado, poniendo en peligro la salud y
la vida de sus habitantes (Sociedad madrileña 85). El debate y las preocupaciones
alrededor de estas cuestiones sociales no encontraron solución alguna en los primeros
años del siglo XX. Cuatro Caminos, el barrio obrero madrileño donde se inicia la
acción de La horda y cuyas calles son “míseros avisperos de la pobreza” (La horda 9)
es el ejemplo vivo de ese otro Madrid periférico que crece sin parar por el
asentamiento del proletariado en condiciones de insalubridad.
Muy al principio de la narración, el personaje de Zaratustra, el trapero “más
antiguo del gremio” (28), ofrece un importante testimonio que no sólo documenta los
cambios morfológicos y urbanísticos que ha sufrido el extrarradio madrileño,
alzándose de esta manera la figura del trapero como historiador y urbanista, sino que
también indica las connotaciones de lo que significa habitar en las afueras de Madrid:
Yo he visto mucho: he visto al señor de Bravo Murillo traer las aguas a
Madrid y saltar el Lozoya por primera vez en la antigua taza de la Puerta del
Sol; he visto cómo la villa ha ido poco a poco ensanchándonos y dándonos con
el pie a los pobres para que nos fuéramos más lejos. Ese fielato lo he visto en
lo que es hoy glorieta de Bilbao. Donde yo tuve mi primera barraca hay ahora
un gran café. Todo eran desmontes, cuevas para gente mala… y ahora anda
uno por allí y todo son calles y más calles y luz eléctrica y adoquines y
asfaltos, donde estos ojos vieron correr conejos… Los antiguos cementerios
211

han quedado dentro: los pobres que vivíamos cerca de ellos vamos en retirada,
y acabaremos por acampar más allá de Fuencarral. Dicen que esto es el
Progreso… Muy bien por el Progreso, pero que sea igual para todos. Porque
yo veo que de los pobres sólo se acuerda para echarnos lejos, como si
apestásemos. El hambre y la miseria no progresan ni se cambian por algo
mejor. La ciudad es otra, los de arriba gastan más majencia, pero los medianos
y los de abajo están lo mismo. Igual hambre hay ahora que en mis buenos
tiempos. (28)
Una de las ideas fundamentales que se desprende de estas palabras es que vivir en el
extrarradio comporta una identidad y una clasificación social muy precisa: la del
pobre y como tal, marginal, perteneciente a un mundo excluido. La “horda
prehistórica” que habita el extrarradio es una muchedumbre humana compuesta por
traperos, matronas de la busca, trabajadores, obreros, vagabundos de todas las clases,
ladrones, pordioseros y ociosos desocupados (8-11). Es por ello que vivir en estos
territorios implicaba pertenecer a dicho colectivo social, portador de un estigma
social, que ha sido expulsado de la ciudad con las correspondientes implicaciones
económicas y sociales. Cierto es que la ciudad ha sufrido una metamorfosis con la
llegada del agua y con las transformaciones urbanísticas gracias a las cuales la urbe se
ha expandido y se ha modernizado: ahora hay cafés donde antes sólo había desmontes
(o tabernas donde antes sólo había calles solitarias, como se vio en Aurora), luz
eléctrica donde antes sólo había oscuridad y el adoquinado ha sustituido a las cuevas.
Sin embargo, lo que desde la perspectiva de la clase media se considera progreso,
desde la posición del desheredado no es tal, pues el pobre sigue siendo pobre y sigue
pasando hambre. La ciudad ha cambiado su fisonomía, pero sigue acusando los
mismos problemas sociales; se ha expandido, incorporando los antiguos cementerios
212

dentro de su casco urbano, pero sigue manteniendo a los pobres excluidos. En otras
palabras, ha habido progreso espacial, pero no social. A los pobres se les sigue
“echando lejos” porque de una estricta separación geográfica depende el buen
mantenimiento de las relaciones de superioridad. Esto es así porque la clase media
necesita del pobre para mantener su posición estratégica en el campo y conservar su
capital simbólico a través del cual se asegura el reconocimiento de los participantes de
que los dominantes poseen los bienes que determinan su dominio en el campo (Las
reglas 29). Podría decirse que la clase media tiene una dependencia psicológica de los
desfavorecidos en tanto que, como explica Wraight, “the very essence of such a state
is that it lasts only as long as it is continually and publicly recognized by others, so
such people are actually more dependent on those beneath them, and are as much
prisoners within the system as the unfortunates who have achieved less worldly
success” (Rousseau 22). Los poderosos son esclavos de los desfavorecidos pues éstos
son los encargados de mantener la posición de superioridad de aquéllos, una posición
que depende del cumplimiento de las reglas en el campo. El campo puede ser
entendido como espacio simbólico de influencia en el que confluyen relaciones
sociales subjetivas definidas por la posesión de una forma específica de capital,
relaciones condicionantes de las prácticas, los gustos, y en definitiva del habitus que
define la posición dominante o dominada de los participantes (Bourdieu, Las reglas
29). Pero también debe entenderse campo en un sentido geográfico como el espacio
social que ocupa cada participante y que, determinado por la estructura social,
condiciona las prácticas y acciones del mismo. De ahí el miedo a la disolución de los
límites geográficos que definen los campos de cada clase social, y que traería consigo
una concienciación del individuo inferior que habita en el extrarradio quien tras años
de servicios, de simplemente “bajar a Madrid” (La horda 28) o de “desfilar hacia la
213

población” (6) para desarrollar su actividad laboral, puede “despertar” y decidir, como
apuntaría Vidal en La busca de Baroja “dejar las afueras y meterse en el centro” (248)
para conquistarlo. La conquista de la calle, como se verá en novelas como Un hombre
de treinta años o Siete domingos rojos significa la adquisición de otros poderes a
nivel político y social que vendría a desestabilizar el status quo de la sociedad. Si a
ciertas horas en el boulevard de Vetusta o en la Castellana madrileña la clase media
paseaba para mostrar su consumo ostensible y hacer visible su anhelado capital social,
el mantenimiento del mismo capital en La horda dependerá de la conservación de los
límites ideológicos que se traducen y plasman en límites geográficos pues, retomando
las palabras de Labanyi, la estabilidad de una sociedad dependía “on the maintenance
of the boundary which separates the city (that which is inside society) from the
country (that which is outsider society)” (“City, Country 54-55). La necesidad de una
estricta separación espacial queda reforzada con la exhaustiva descripción del fielato
de los Cuatro Caminos y de la actividad diaria que tiene lugar en sus inmediaciones,
punto de referencia geográfica de especial importancia puesto que separa el
extrarradio del terreno del ensanche. Si bien la RAE describe un fielato como una
oficina a la entrada de las poblaciones en la cual se pagaban los derechos de consumo,
la glorieta de los Cuatro Caminos puede considerarse como una puerta de entrada (o
de salida) a la ciudad la cual separa dos espacios, dos mundos, interrumpiendo la
continuidad entre ambos. A diferencia del puente, que según Simmel conecta o une
dos puntos separados en el espacio, la puerta separa el afuera del adentro y gracias a
ella “a fragment of space is unified and separated from the rest of the world”
(“Bridge” 65). La referencia espacial a la puerta del fielato como punto de separación
entre la urbe y del extrarradio otorgará una personalidad propia al núcleo y al barrio
formado en torno a ella pues constituye el radio delimitante de la villa a nivel espacial
214

a la vez que clasifica, excluye y separa a una población con rasgos característicos, con
una lacra social, una peculiaridad periurbana, caminera, marginal y laboral. 54
Añade Simmel que una puerta queda principalmente definida por la actividad
humana en torno a ella: “The moments of separation and connection penetrate to the
same extent into human activity, as human activity” (65). La dirección con la que se
cruza la puerta determina la ubicación geográfica y social del individuo que bien entra
o sale por ella y así el fielato queda definido por la actividad de los traperos que cada
madrugada salen por el mismo para entrar en la población a llevar a cabo una
actividad laboral que define su clase social y por extensión su ubicación geográfica, y
abandonar dicha población bien entrada la tarde, cruzando de nuevo la puerta del
fielato para retornar a sus puntos de origen. Estrechamente unido al establecimiento
de límites geográficos, en la función o actividad laboral de los traperos reside otra
manifestación de la necesidad del pobre por parte del rico y por tanto otra forma de
hacer visible la posición de superioridad. Como documenta Del Moral, “los traperos
recorrían las calles de Madrid a primeras horas de la madrugada, con carros tirados
por mulos o burros, recogiendo las basuras de las casas y calles en sacos y
trasladándola a sus vertederos particulares, situados en solares del extrarradio”
(Sociedad madrileña 60). A diferencia de otros sujetos marginales como pícaros,
mendigos y vagabundos, la figura del trapero entra en la ciudad de forma ordenada y
54
La glorieta de Cuatro Caminos presentaba a principios de siglo dos sectores bien diferenciados: el
sur, dentro de los terrenos del ensanche, con un aspecto más urbanizado y organizado y el norte, que ya
pertenecía a terrenos del extrarradio. Señala Martínez de Pisón que el hecho decisivo que diferenció
ambas zonas de la glorieta fue un proceso histórico coetáneo, pero de naturaleza distinta: “Mientras la
parte septentrional se formaba y crecía como un poblado caminero al margen del ensanche,
oficialmente delimitado y sin otro criterio de ordenación que el señalado por la carretera de Francia,
que partía hacia el norte desde la actual glorieta, la parte meridional quedaba incluida dentro de un
espacio planificado de desarrollo urbano. La población que se asentaba en aquel poblado en formación
tenía sus especiales características sociales y de género de vida. Inmigrados con preferencia del campo
castellano o procedentes del casco superpoblado de la ciudad. Al instalarse en aquel sector imprimió en
él peculiares rasgos derivados de su nivel económico y social y de la homogeneidad profesional de sus
componentes, casi exclusivamente, jornaleros, obreros, peones” (“El barrio” 195).
215

acional, siempre a la misma hora, consciente de que debe salir de ella para regresar a
su chabola en los suburbios del extrarradio. En La horda, cada mañana, bien con sus
“ligeros carros” o sus “fieles asnos” (8-9), la horda de traperos abandona sus puntos
de origen (Bellavistas y Tetuán) e inicia un rutinario itinerario urbano –como parte del
habitus determinante de su identidad social—para dirigirse al centro urbano y recoger
los residuos que los habitantes de la ciudad no quieren, transportarlos a las afueras,
donde los seleccionan y clasifican cuidadosamente, cumpliendo una precisa función
social: limpiar la ciudad de sus desperdicios. El trapero, igual que la prostituta,
contribuye de esta manera al buen orden de la sociedad. De hecho, el texto está
repleto de referencias a las aguas residuales, sedimentaciones y al “hedor de letrina en
ebullición” (238) que despiden las afueras de Madrid, convirtiéndose el extrarradio
norte en un canal de desagüe donde van a parar las inmundicias de la ciudad. Las
calles y viviendas del barrio noroccidental de Madrid constituyen “los residuos de
todo un día de existencia civilizada, el sobrante de la gran ciudad que había de
mantener a los miserables acampados en torno de ella” (9). La identificación de las
afueras con los montones de basura y con los desechos de Madrid se extiende a los
sujetos que habitan esta zona urbana, que son criados como parte de “los desperdicios
de la villa” (139), como Isidro señala en relación a Feli la cual despide un “perfume
extraño de embriagadora suavidad” que contrasta con el olor pestilente de la basura
que impregna las calles del barrio entre las que la joven se ha criado. Los habitantes
del extrarradio viven de los despojos de la villa, con lo que pasan a confundirse con
los mismos. Viven de su comida, “de las escasas migajas de pan olvidadas por otros”
(11), de su caridad, de sus ropas, de su basura, con la cual construyen sus viviendas –
como la cabaña de Zaratustra, para la que “todos los despojos de la villa habían sido
empleados en la edificación” (102). Incluso los animales de los traperos se alimentan
216

“con los garbanzos sobrantes de los cocidos de Madrid” (8) y las palomas de la calle
de los Artistas buscan en el suelo “los residuos del pasto de los bueyes” (19). Las
celebraciones de la urbe también son aprovechadas por los traperos: en pleno
Carnaval, las calles del barrio de las Carolinas se adornan “con los despojos de la
ciudad”, constituyendo una réplica empobrecida de las calles del centro urbano:
En medio de las callejuelas veíanse montones de papelillos de color mezclados
con la basura. Eran los restos del primer día de Carnaval, el confetti y las
cintas de papel recogidos por la mañana en los paseos de Madrid; el residuo de
la alegría de todo un pueblo que se mezclaba en tal sumidero con los restos de
su comida y sus ropas. Algunos chicuelos tremolaban banderas de papel,
guirnaldas de flores contrahechas y otros adornos caídos de las carrozas que la
tarde anterior corrían por la Castellana. (110)
El extrarradio depende de la alegría y la celebración de la urbe para la suya propia,
bebiendo de sus restos. La relación centro-periferia se construye en torno a una
relación simbiótica en que ambas zonas urbanas se benefician la una de la otra: el
extrarradio depende de los despojos de los ricos, no sólo para su subsistencia más
básica, para comer, trabajar y disponer de un salario mínimo, sino también para sus
ratos de ocio, mimetizando la ciudad anexa las prácticas de sociabilidad, mirándose en
el espejo de la villa, reflejándose en sus tradiciones y reconociéndose, imitando sus
códigos sociales; y por otro lado la ciudad necesita del extrarradio para limpiarse,
depurarse y mantener su higiene. Como señala Zamacois al respecto de la separación
espacial en la obra de Blasco Ibáñez, “Madrid les desprecia, pero les necesita; les
teme, pero no sabría prescindir de su trabajo; y ellos, que lo comprenden, no se alejan
mucho de la ciudad, estrechándola, oprimiéndola en un anillo de miseria” (Mis
contemporáneos 63).
217

En relación a estas relaciones simbióticas de dependencia entre el rico y el
pobre interesa volver a traer a colación la metáfora espacial que Levi-Strauss
introdujo con los términos “vomiting” y “swallowing” para hacer referencia a una
sociedad que controla socialmente a sus miembros:
If we studied societies from the outside, it would be tempting to distinguish
two contrasting types: those which practise cannibalism –that is, which regard
the absorption of certain individuals possessing dangerous powers as the only
means of neutralising those powers and even of turning them to advantage—
and those which adopt what might be called the practice of anthropemy (from
the Greek emein, to vomit); faced with the same problem the latter type of
society has chosen the opposite solution, which consists of ejecting dangerous
individuals from the social body and keeping them temporarily or permanently
in isolation, away from all contact with their fellows, in establishments
especially intended for this purpose. (Tristes Tropiques 508)
La sociedad que “vomita” es la que separa, excluye, oculta, establece límites y
confina a la periferia a los sujetos que pueden significar una amenaza: los barrios de
las Carolinas, Bellavistas y Cambroneras serán espacios designados para la expulsión
de las clases sociales más desfavorecidas ante el miedo y la ansiedad que una mezcla
con éstas representa, ansiedad disfrazada bajo el discurso de la higiene, la
enfermedad, la criminalidad, el alcoholismo y común a todos ellos, la pobreza como
tara social más temida. Por otro lado, la sociedad que practica el canibalismo es la que
absorbe esos mismos sujetos peligrosos con el fin de utilizarlos y tenerlos
controlados, bajo su supervisión, e imponerles así un discurso normativo de
obediencia interna. Se vio este tipo de control social en la figura del verdugo o de
Alonso el titiritero en Aurora quienes eran absorbidos por las fuerzas del orden para
218

su propio beneficio y el buen funcionamiento de los sistemas de control de la urbe. En
La horda espacios como el hospicio, la cárcel o el hospital, localizados en el centro
urbano, existen para someter el espacio urbano y los sujetos que en él se mueven; sin
embargo, si bien son pensados como espacios que apuntan a la neutralización y
desestructuración de los sujetos que en ellos se internan, lejos de neutralizar la
subjetividad, la (re)construyen, dando lugar a nuevas estructuraciones, como se
apreciará con más nitidez en el último capítulo. Más interesante es que en el texto se
conjugan ambas formas de control social, la del canibalismo y el vómito, a través de
la visualización y planificación del espacio urbano, pues como señala Cohen,
“reforms motivated by the inclusionary impulse often end up being exclusionary”,
añadiendo que “this might happen when the decision about whom to include calls for
an act of formal classification, which then immediately results in another form of
separation” (Visions 219). La inclusión del trapero en la urbe evitará la adulteración,
esto es, la mezcla de cosas que no deben ser mezcladas. La urbe absorbe al individuo,
lo utiliza y mastica, el cual a su vez “ingiere” la suciedad de las calles urbanas, para
después, con su propia exclusión, expulsarla a la periferia.
Una de las justificaciones para establecer límites geográficos entre el “gran
núcleo de civilización” que representa Madrid y la “vida ruda y salvaje que le
rodeaba” es el riesgo de enfermedad que comportaba la acumulación de basura en las
afueras. Ese Madrid pobre de principios del XIX sin aire, literalmente cubierto de
basura y mugre, con los residuos de las viviendas amontonándose en los portales y las
calles sin pavimentar, sin suficiente agua para la higiene pública ni la privada sigue
existiendo a principios del XX, aunque ha sido trasladado al extrarradio donde aún no
ha llegado el progreso que ha hecho del centro urbano una villa moderna y ordenada.
Los suburbios que rodean Madrid son un “cinturón de estiércol viviente, de
219

podredumbre dolorida” (La horda 335); en el barrio de las Carolinas, el “hedor de
boñiga húmeda” impregna el aire y las calles están cubiertas por “pirámides de paja
podrida” (110) a ambos lados de las calles. La pobreza en sí misma es percibida como
una de las principales enfermedades. Como afirma Longhurst, “the association
between abject poverty and disease is so strong that poverty itself becomes a disease”
(“Representations” 93). Los “pobres apestan”, decía Zaratrusta (La horda 28), porque
la pobreza como la peste es una enfermedad contagiosa que el rico quiere contener lo
más lejos posible. Así lo percibe Isidro Maltrana, portavoz de una clase burguesa a la
que aspira pertenecer, al agradecerle a su protectora que lo haya “arrancado del bajo
fondo social para trasplantarle a un terreno más sano” (45). Los términos “sano” y
“trasplantar” sugieren que la enfermedad que sufren los de afuera sólo puede ser
curada con medidas radicales. La asociación pobreza-enfermedad cobra su punto más
álgido en la descripción del barrio de las Cambroneras, barrio de gitanos, último
emplazamiento de Isidro y Feli. Los habitantes de este barrio tienen “el rostro roído
por las viruelas” y sus calles están invadidas por “sucios chiquillos” que entretienen el
hambre como pueden (276). A este respecto, parece necesario establecer una
comparación con la descripción que ofrece Baroja en Mala hierba de los mendigos
que emanan de los barrios de las Cambroneras y las Injurias, especies casi
infrahumanas:
Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de
hambre; casi todos de facha repulsiva. Peor aspecto que los hombres tenían
aún las mujeres, sucias, desgreñadas, haraposas. Era una basura humana,
envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba
aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo de la terciana, el
párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad y de la miseria. (184)
220

Los conocimientos médicos de Baroja le permiten medicalizar la pobreza y la miseria
como enfermedad social utilizando una terminología médica que contribuye a
establecer asociaciones más directas entre la pobreza de estas gentes y su condición
física. No sólo la urdimbre humana es basura, sino que el barrio en el que habita
“vomita”—otro término médico—todos los estigmas de la enfermedad. En La horda,
la relación entre la pobreza como enfermedad social y el denigrante aspecto físico
impregna todo el relato pero está particularmente individualizada en la descripción de
Coleta, “el trapero más pobre de todos los traperos” (21): “Era viejo… La parte de sus
mejillas acariciada por la rasura era lo único limpio de su cara. El resto estaba
ennegrecido por la suciedad. Cada arruga era un surco fangoso; el cuero cabelludo
mostraba las púas blancas del rapado por entre las escamas de la caspa endurecida”
(20). El sujeto lleva inscrito en su cuerpo la miseria y el capital social de su casta. A
pesar de “no haber estado nunca enfermo” (21), Coleta arrastra los estragos físicos del
alcoholismo, lacra social que junto a la prostitución se medicalizará desde principios
del XIX por estar vinculado “al proceso de racionalización social burguesa y a la
consolidación del orden social” (Uría, “La taberna” 595). Coleta habita en el barrio de
las Carolinas, “en una especie de gallinero al extremo de un corral, ocupado por
montones de basura” (La horda 22), para dejar constancia de que las taras sociales,
como se vio en Aurora, están asociadas a un escenario urbano concreto, la periferia.
La imagen galdosiana de la “ciudad hecha de cartón podrido” que refleja el estado
interior de sus habitantes es retomada en la novela de principios de siglo para
establecer conexiones entre la apariencia de las calles y viviendas de los barrios
marginales y el estado deplorable de sus habitantes. Estos habitantes de las Peñuelas
en La desheredada, de las Carolinas en La horda o de las Cambroneras en Mala
hierba, todos ellos sucios, pobres y hambrientos, funcionan como metáfora de la
221

contaminación y enfermedad que rodea y amenaza a Madrid, y el espacio físico que
ocupan se convierte en un espacio connotativo de degeneración y abyección, una
degeneración endémica que parece auto-reproducirse. Según Pick, “degeneration was
increasingly seen by medical and other writers not as the social condition of the poor,
but as a self-reproducing force; not the effect but the cause of crime, destitution and
disease” (Faces 21). En este sentido, si la degeneración se interpreta como causa y no
como efecto, habría que apoyarse nuevamente en un discurso naturalista que explica
los males de la sociedad de forma determinista, según el cual el escritor concibe el
mundo como escenario de lucha dominado por la desigualdad social y al individuo
determinado por dicho medio social. Oxford apunta que Blasco “employs the
naturalist techniques of emphasizing the grotesque, focusing on the baser instincts of
humanity, and showing a profound inclination toward predetermism” (“Blasco
Ibáñez” 148). El texto abunda en escenas naturalistas en que la miseria se muestra en
toda su descarnada realidad: entre otras, el brutal descenso hacia la miseria de
Maltrana, la descripción de Coleta como personaje periurbano, el aspecto deprimente
y olor hediondo de las calles madrileñas y la descripción altamente naturalista de los
niños presos en la Cárcel Modelo. Para agregar validez al discurso determinista,
Blasco hace uso de una técnica naturalista común, que además sirve para subrayar
enfatizar lo grotesco: la deshumanización del ser humano mediante el uso de un
imaginario animal. De hecho, Medina refuerza esta idea señalando que la
animalización en Blasco Ibáñez tiene el propósito de “emphasize man’s similarity to
the brute force and primitive irrationality of animals”, demostrando así “that the
pressures of environment and heredity have reduced man to a sub-human level”
(“Artistry” 204). La estrecha relación entre los habitantes de los barrios periféricos y
los animales es puesta de manifiesto constantemente en La horda. El mundo animal
222

está presente en la novela, tanto en relación a la cría y venta de animales domésticos
que según Del Moral era una de las actividades más características de los traperos
junto a la venta de basuras (Sociedad madrileña 61), como para establecer una
comparación con los mismos. Los seres humanos se mezclan con los animales en las
calles marginales, sufriendo de las mismas carencias. En la apertura de la novela
apunta el narrador que el grupo de proletarios, obreros y traperos comienzan su desfile
en Cuatro Caminos hacia la población con sus asnos que en su calidad de bestias
“imitan al amo” (La horda 7) en su paseo callejero. Esta práctica mimética es mutua,
ya que los habitantes de las Carolinas emiten voces “imitando el gruñido de varios
animales” (214). Algo parecido ocurre en el barrio de las Carolinas cuando en su
paseo, Isidro observa con repugnancia a los cerdos corraleros, “animales sórdidos, de
salvaje voracidad” (111) que buscan alimentos entre las montañas de basura en las
calles en una escena análoga a la de los traperos que buscan su subsistencia entre los
despojos abandonados en la ciudad. Las costumbres y rarezas de las gentes de las
Cambroneras les ganan el apelativo de “ganado” (268). En este barrio las “hembras”
son “pájaros vivarachos y parleros” que alimentan con el pan “en el pico” (275) a la
familia y son a menudo repelidas por los payos en la puerta de Toledo “como si
fueran perros” (272). El mundo gitano y los animales comparten el mismo espacio
privado en el hogar en el que “no existían tabiques… en el fondo de la casucha, con la
cabeza hundida en cajones que servían de pesebres y las grupas frente a la puerta,
estaban los caballos, las mulas y los burros que constituían la fortuna de la familia.
Los colchones astrosos, apilados en un rincón, se extendían por la noche junto a las
patas traseras de las bestias, durmiendo la familia y su capital acariciados por el calor
del común estiércol” (273). No sólo el estilo de vida es común a humanos y bestias,
sino que la subsistencia de ambos llega por la misma vía: el ahumamiento limpia por
223

igual al gitano y a la bestia y evita que ambos “mueran como chinches” (274) ante la
escasez de agua para el aseo e higiene diaria.
Esta comparación con el mundo animal en la novela tiene una importante
función que se desprende de las palabras de Medina previamente mencionadas
respecto a la animalización como modo de enfatizar la irracionalidad primitiva de los
humanos. Las hordas humanas que rodean Madrid como un cinturón presentan una
“primitiva animalidad” (109) que contrasta con el “núcleo de civilización” (109) que
representa la población. Recordemos cómo Le Bon comparaba a la masa con un
“savage” situado al margen de la sociedad que se mueve por impulsos instintuales.
Mientras la interpretación de Le Bon, regida por su temor ante los colectivos
ascendientes y reivindicadores, construye estos impulsos instintivos con
implicaciones muy negativas, desde la perspectiva de Blasco el “salvajismo” de las
hordas periféricas no puede ser considerado como destructor ni bárbaro, pues en este
salvajismo residirá la concienciación y consecuente toma de acción. Si el poderoso
instinto animal convierte a la masa en “impulsive and mobile” (The Crowd 44),
Blasco adelanta que será este mismo instinto el que guiará la acción revolucionaria de
esas hordas periurbanas, primitivas y nómadas. Aquí reside la finalidad e
implicaciones del uso del naturalismo a través del cual se representa a los humanos
como animales en la novela: sólo con esta animalidad, con la fuerza inherente a ella,
las hordas humanas se crecerán, se autorealizarán, se empoderarán y serán capaces de
socavar el poder del más fuerte, del enemigo que los subyuga. Como se apreciará con
más claridad en el cuarto capítulo, la injusticia y el abuso son necesarios para la
concienciación, para una conversión de la horda como un colectivo resignad en un
colectivo con capacidad de acción. El trapero Manolo el Federal protesta con ira ante
la injusticia social que concede el poder y la libertad al más fuerte para aniquilar al
224

más débil: “Da rabia pensar que hombres tan hombres mueran como perros, por
querer vivir de lo superfluo, de lo que otros no necesitan; que los cacen como fieras,
sin haber hecho otro delito que cobrar algunos conejos… ¡Puñales! ¡Y después aún se
extrañan de que pidamos la revolución…!” (La horda 223). El personaje se refiere al
asesinato de su hermano el Mosco, trapero cazador quien ha sucumbido como un
animal y ha sido cazado como una presa por parte de los esbirros. Se empieza a gestar
así la idea de la revolución entre estas muchedumbres desfavorecidas que
significativamente asumen su propia animalización –condición indispensable para la
toma de acción— y reclamarán un espacio de representación y una visibilidad pública
de la que hasta ese momento no han gozado. Otro ejemplo ilustrativo lo constituye la
escena del entierro de don José, padrastro de Isidro. En el funeral las masas adquieren
plena concienciación social en la calle en la que vociferan, piden venganza y se
autocomparan con el ganado maloliente: “Debemos marchar por las rondas como los
ganados que van de paso… Los pobres, a la cuadra… porque olemos mal” (240-41).
La deshumanización y desnaturalización a la que Blasco hace que el pobre se someta
a sí mismo identifica a la masa humana con el ganado mediante una referencia física
al lugar y a la manera en que son acorralados por los señores, en este caso, por la
policía que ejerce su labor disciplinaria y restrictiva sobre la masa de cabezas que se
manifiestan, invadiendo el centro urbano y haciendo valer su subjetividad colectiva.
En el gesto de autocomparación con los animales reside no sólo una denuncia social
hacia la indiferencia y ocultación a la que se relega a los pobres, sino también y más
importante una voluntad de acción por parte del narrador que exhorta a dicho
colectivo a, precisamente, abandonar las rondas y tomar la calle del centro urbano.
Aunque expulsados y devueltos a su suelo geográfico, estas masas de “monstruos”
con “caras amenazantes” y con “anhelos locos y criminales de destrucción” (335)
225

empiezan a mostrar conciencia de la situación y pronto demandarán ciertos derechos y
buscarán entrar en la capital para quedarse. El primer paso de esta invasión lo dará a
nivel individual Isidro Maltrana, principal representante de la horda de la que
proviene, pero este paso, desde la perspectiva del narrador, lo dará de forma errónea:
Isidro mirará a los traperos entre los que ha nacido como “bestias” y “monos
malignos” (214) y tenderá a separarse de ellos. Sin embargo, a pesar de su “altivez
intelectual” y su deseo de distinguirse del pueblo traperil, el narrador se asegura de
que el personaje termine percibiendo su propio itinerario callejero como el de un
“lobo” que desciende “desde las cumbres a la llanura, empujado por el hambre” (249).
Si bien en las alturas de un cuarto piso del centro urbano el personaje se ve como un
animal hábil, agresivo y cazador, terminará sus andanzas callejeras en un sector
marginal como un roedor que escarba entre la basura, igual que esas ratas que se
desplazan por las calles de las Carolinas, entre los desechos, portadoras de la
triquinosis que pasa de los cerdos a los humanos. Aunque disfrazado bajo la forma de
un determinismo que marca la degeneración del personaje quien parece no poder
deshacerse de una herencia ambiental adversa, en este desenlace hay que vislumbrar
una crítica hacia la primacía de la individualidad frente al compromiso colectivo,
traducido en un alejamiento del individuo de la horda periférica con todas sus
connotaciones animales, movido por sus aspiraciones burguesas, lo que implica una
negación a la acción.
Sujeto siempre en construcción al contacto con los mundos urbanos diferentes
por los que deambula, la experiencia urbana de Maltrana vendrá marcada por la idea
de que la identidad social se distingue y se afirma en la diferencia pues, como sostiene
Bourdieu, aparte de organizar las prácticas y la percepción de las mismas, el habitus
se define también por un sistema de diferencias, de posiciones diferenciales, es decir,
226

“todo lo que lo distingue de todo lo que no es y en particular de todo aquello a que se
opone” (La distinción 170). Es por ello que el personaje, haciendo gala de su
naturaleza nómada, tenderá a alejarse lo máximo posible de las zonas periféricas en
las que ha nacido, pues “un sabio como él no podía estar en un capuchón de las
afueras, entre albañiles, obreros de la villa y vagabundos” (La horda 49), actitud
mediante la cual Blasco Ibáñez determina el gradual descenso y final caída del
personaje en la más oscura abyección.
2.2.2. Dime por dónde andas y te diré quién eres: centro urbano y sujeto marginal
No es casualidad que el nombre del personaje principal de La horda tenga
cierto parecido con el nombre de la Rufete. Isidora e Isidro, hijos del pueblo,
comparten mucho más que una semejanza en el nombre propio. Ambos son
personajes huérfanos, cuyo destino al margen de las convenciones sociales les viene
impuesto desde afuera. Si las ideas quijotescas de Isidora, responsables del destino
fatalista del personaje, son inducidas por su tío Alonso Quijano, el mismo destino de
Isidro vendrá impuesto por unas circunstancias que en un principio pretenden
allanarle el camino de la vida pero terminarán endureciéndolo. La señora rica y
bondadosa para quien “Isidro era su obra” (43) se encarga de proporcionarle una
educación y darle una carrera, esto es, de formarlo a su imagen y semejanza, pero ésta
fallece cuando Isidro está en el último curso de la carrera de Filosofía y Letras, un
hecho que sumirá al personaje en la más completa desorientación y marcará su
marginalidad. A partir de este momento el personaje luchará por “encontrar su
camino” (10). Sin carrera, carece de capital social y no pertenece a “los de arriba”,
que lo miran con desprecio por su origen social y tampoco a “los de abajo” pues,
como señala Zamacois, “le estorbaba su ilustración y poseía unas manos y unos
227

gustos demasiado finos” (Mis contemporáneos 65). A nivel espacial se halla en tierra
de nadie, puesto que no pertenece a ninguna de las ubicaciones urbanas que ocupa
cada una de las clases sociales que conforman el Madrid de la época. La metáfora
espacial del personaje que busca su camino es perfectamente coherente con la
naturaleza nómada del sujeto que buscará su lugar en la vida moviéndose por los
distintos mundos de Madrid.
La marginalidad de Isidro y de Isidora se manifiesta principalmente a nivel
espacial: ambos vienen “de afuera” de la ciudad y luchan por entrar en el centro para
permanecer en él. La marginalidad también es moral: a pesar de perseguir ciertos
ideales burgueses (principalmente materiales) siempre estarán situados al margen de
la sociedad: Isidora se resistía al matrimonio y a las convenciones que trataban de
hacer ella un tradicional ángel del hogar, mientras Isidro nunca se evadirá por
completo del mundo traperil, pues se une por ley natural a Feli, hija de un basurero,
con quien tiene un hijo fuera del matrimonio. Retomando las palabras de Tuner, existe
una falta absoluta de orden en la vida de ambos personajes caracterizada por la
negación del matrimonio y por lo tanto, por el caos. El exceso en el consumo de
objetos materiales caracteriza a ambos personajes que ansían pertenecer a esa clase
ociosa que gasta en objetos superfluos como forma de hacer ostensible su posición
social. Blasco hace uso del consumo como marca diferenciadora, como adopción de
un habitus que constituiría una señal de pertenencia a una clase acomodada. Si Isidora
adorna y afirma su cuerpo como forma de posicionarse socialmente en el campo,
Isidro en su afán de ser “dueño de algo” (La horda 176) derrochará en el Rastro el
poco dinero del que dispone en superfluidades que lo acercan al estilo de vida
burgués. Ambos personajes encuentran en la calle y en el paseo urbano un estilo de
vida, una forma de instrucción y un placer derivado de la agencialidad y autonomía
228

que el caminar libremente les concede. Finalmente, ante la incapacidad de entrar en
un orden social que continuamente los expulsa, ambos terminan prostituyendo bien el
cuerpo (Isidora) bien la pluma (Isidro) como forma desesperada de ser reconocidos
por ese otro que los rechaza. En su caída moral, ambos sujetos descenderán
metafóricamente de las alturas para convertirse en animales, en presas devoradas por
el ambiente adverso de la calle.
Nacido en Cuatro Caminos de una pobre mujer y de un albañil que morirá
siendo Isidro muy joven, su abuela, apodada la Mariposa, es una de las traperas más
importantes del barrio. Isidro proviene pues del mundo traperil y por ello del
extrarradio madrileño. Al igual que los habitantes entre los que crece, Isidro no poseía
más alimento que “las escasas migajas olvidadas por otros”, migajas alimenticias,
pero también literarias, pues se aprovechaba de la luz, el papel y la tinta de la
redacción del periódico, “en las horas en que el local estaba desierto” (11) para
traducir libros, recibiendo una retribución mínima después de pasar por las manos de
múltiples intermediarios. Todas sus formas de subsistencia están ligadas a los
desechos de los demás, como queda confirmado con el “mísero cuartucho” en la calle
de los Artistas donde se tendía sobre “el camastro único, todavía caliente, con la
huella de los cuerpos del viejo albañil y su aprendiz” (11). Su destino está ligado a
aceptar su condición de hijo del pueblo, dedicarse desde niño a un oficio y vivir
tranquilamente al margen de la sociedad.
Su lucha por la distinción y por alejarse de las prácticas de las gentes de su
casta y con ellas del espacio que ocupan se percibe desde el principio a través de su
habitus, definido por un sistema de diferencias pues su ilustración, nivel de estudios y
profesión lo ubican al margen de la horda traperil. A la misma hora que el grupo de
trabajadores se prepara para atravesar el fielato de Cuatro Caminos e iniciar su
229

peregrinación a la villa, Isidro regresa a su casa desde el centro. Incluso los perros de
Zaratustra sienten extrañeza ante Isidro, “irritados por su exterior de hombre de
ciudad” (101). Como señala el narrador en varias ocasiones, o se es madrileño o se es
trapero: o se pertenece al mundo de la urbe o al mundo del extrarradio, sin posibilidad
de mezcla. Isidro eligirá ser madrileño, pero no podrá ocupar esta posición
completamente debido al peso de la herencia social, lo que lo colocará en un espacio
liminal, intermedio, entre el afuera y el adentro, sin posibilidad de adaptación
completa a ninguno de los dos espacios urbanos. Igual que Tristana, tomará
conciencia de sus aspiraciones en forma de altos espacios futuros: “Maltrana, con
gran detrimento de su dignidad de filósofo, soñaba despierto muchas veces al pensar
en el porvenir. Cuando su imaginación tomaba vuelos de águila, se veía aclamado por
las naciones, reconocido por todas como el genio más grande del siglo, presidiendo,
en nombre de la ciencia, los Estados Unidos de Europa, que vivían felices gracias a
Maltrana, al gran Maltrana I…” (127). En estas ansias de altura y ambiciones sociales
que persistirán a lo largo del relato yace uno de los principales desvíos del personaje,
por los que será duramente castigado. Podría afirmarse que sus deseos por distinguirse
y por romper la “continuidad social” se gestan en el sujeto como una imposición
desde afuera, y son fruto de una herencia social transmitida de padres a hijos: según
los habitantes del extrarradio, “toda la culpa la tuvo la madre de Isidro, por su empeño
en huir del barrio…” (261). La ambición geográfica de la madre, quien por medio del
matrimonio logró abandonar el oficio de trapera y “escalar” un peldaño en la pirámide
social, es proyectada en su descendencia; desde que Isidro es niño, la mujer estaba
dispuesta a “hacer de él un señorito, un hombre de carrera” (42), convenciéndole de
que “un sabio como él no podía estar en un casuchón de las afueras, entre albañiles,
obreros de la villa y vagabundos” (49). En un proceso formativo siempre influido por
230

la óptica del otro y en un continuo subir y bajar que toma como punto de referencia la
ciudad, Isidro deambulará entre el extrarradio –“círculo de miseria”- y el centro, ese
“mundo desconocido lleno de tentaciones” (142) al que luchará por entrar, lo cual no
tardará en conseguir aunque de manera momentánea, a fuerza de prostituir y vender
su pluma a los intereses de la clase dominante, culpable de la situación de miseria del
extrarradio, contribuyendo así al status quo de la sociedad.
Siempre “atascado en el camino” (18), Isidro Maltrana es un personaje
itinerante que hace de la calle su hábitat natural, estando su subjetividad
poderosamente determinada por su experiencia callejera. Sus continuos
desplazamientos urbanos así como los diferentes emplazamientos que ocupa ofrecen
un itinerario organizado de su vida. A lo largo de las 350 páginas de la novela, el
personaje reside en doce hábitats diferentes, repartidos por todas las zonas de la
ciudad: en los suburbios del norte (Bellavistas y las Carolinas), del sur (Peñuelas,
Injurias, Cambroneras) y en Madrid-centro, donde el personaje ocupa al menos siete
lugares diferentes. A estos emplazamientos urbanos hay que añadir los frecuentes
paseos del sujeto, solo o acompañado, por el interior y por las afueras de la urbe, que
acercan al lector a los diferentes mundos del Madrid de la época.
De su infancia en Cuatro Caminos el personaje no tiene sino remotos y
confusos recuerdos, “vagas remembranzas cortadas por obscuras lagunas de olvido, y
envuelto todo en una niebla pálida” (33). Por el contrario, su memoria más vívida es
de la calle, tanto del centro urbano cuando en los días de semana recuerda acompañar
a su madre por la Castellana y comer en las aceras de las calles céntricas estrechas y
pendientes; como del extrarradio semi-urbanizado: los domingos el personaje solía
visitar la periferia para correr entre los desmontes y disfrutar “en medio del campo
yermo, invadido por los residuos de la ciudad, junto a las vallas de los edificios en
231

construcción” (35). Ya desde niño el personaje se mueve en ambos ambientes, entre el
centro y la periferia, construyendo su subjetividad al contacto con ambos espacios.
Nace este personaje, dice Ricci, del “triste suburbio extrarradial y la pujante urbe”
(Espacio urbano 95-96), estando situado en el vértice de ambos ambientes, posición
que no abandonará durante su periplo vital.
El primer alejamiento de su suburbio natal coincide con su inserción en el
Hospicio, muy al principio de la narración, espacio donde se produce la primera
concienciación social del personaje. Por la ubicación urbana proporcionada por el
narrador, el referente real de esta institución parece ser el Real Hospicio de San
Fernando, trasladado en 1674 a la calle Alta de Fuencarral. Por tanto, se encuentra
localizado en el extremo norte del centro urbano pero todavía cercano a los márgenes
de la ciudad. A pesar de su emplazamiento más o menos céntrico, los sujetos que se
destinan a este espacio social (huérfanos, expósitos, marginales) le confieren una
naturaleza marginal. El hospicio se presta a ser analizado como un microcosmos del
mundo social dominado por jerarquías y desigualdades sociales entre individuos que
se relacionan en términos de poder pero también de resistencia: si bien Isidro está
sometido a una existencia “de sumisión y disciplina”, al mismo tiempo dicha
experiencia estaba endulzada “por los goces que le proporcionaba su superioridad
sobre los compañeros” (La horda 37). El goce, derivado de la posición de
superioridad sobre el resto, contribuye al despertar social y por tanto a la construcción
de la subjetividad del personaje, una vez más e igual que en el caso de Isidora Rufete,
poderosamente condicionada y determinada por el otro –el director, las monjas, los
visitantes del hospicio—que miran y construyen a Isidro “como un ser casi divino…
el mejor producto de la institución” (37). Como resultado de la subjetivación que el
hospicio efectúa sobre los internados, Isidro se construye así en base a una ilusión de
232

privilegiada superioridad, ilusión que es interrumpida cada jueves y domingo, día del
paseo y del encuentro con las familias que “venían de los barrios más extremos de
Madrid” (38). El personaje es recordado de su herencia y origen social el cual no sólo
es determinado por la identidad de los individuos que lo esperan en el paseo –
lavanderas, traperas, viudas de trabajadores, mendigas, obreros—sino por el suelo
geográfico del que provienen –los “puntos más apartados de la población” (38). Es la
única ocasión en la novela en que la inmovilidad de un espacio cerrado se revela más
liberadora y catártica para el sujeto que la libertad y autonomía del paseo en el
espacio abierto de la calle.
La instrucción en el Hospicio es continuada por los estudios de bachillerato y
por la carrera en la Universidad Central de Filosofía y Letras. Este recorrido por los
“terrenos sanos” del centro urbano, entre libros y manuales de sabiduría, frente al bajo
fondo social de las afueras, entre albañiles, obreros y vagabundos, se debe a la
mediación de la señora que se apiada del personaje; por eso cuando ésta muere, el
personaje se ve obligado a abandonar el centro urbano y retornar a la periferia, al
barrio de las Carolinas y en particular a la calle de los Artistas. 55 La marginalidad del
sujeto será mayor que antes por estar más desarmado que nunca para la supervivencia,
sin oficio y con ideas. En palabras de Zamacois, el personaje es un “inadaptable, un
inutilizado por el cambio de ambiente” (Mis contemporáneos 65). Desde este
55
Esta calle, al parecer una de las más primitivas de la barriada, va de la glorieta de los Cuatro Caminos
al Hipódromo. En su origen, allí vivían familias dedicadas a la búsqueda en las calles de la corte, por lo
que parece más que apropiado por parte de Blasco el ubicar en esta calle a sus protagonistas. No se sabe
qué especie de artistas eran los que dieron nombre a esta calle, pero según datos de Répide,
“indudablemente se refiere a la acepción que entre el pueblo bajo de Madrid se concede a la palabra
artista, como sinónimo de artesano” (Las calles 57). Esto remite a la visión anarquista de Juan en
Aurora roja de que los obreros son “artistas con dignidad, sin la egolatría del nombre y sin envidia”
(Aurora 111). Desde el punto de vista del desfavorecido, artista es sinónimo de artesano, y
precisamente en Juan se unen ambas subjetividades, cuando afirma que en París disfrutó de “una vida
de obrero” refiriéndose a su orientación artística. No deja de ser significativo a la vez que irónico que la
calle a la que un intelectual como Maltrana regresa tras su expulsión del seno de la urbe sea la calle de
los Artistas, pues a pesar de ser él un verdadero artista, un escritor frente al resto de trabajadores,
basureros y traperos que habitan en esa calle, capaces de desempeñar un oficio que les permita ganarse
la vida, él es incapaz de sobrevivir en este orden social.
233

momento, el personaje pugnará por penetrar nuevamente en el corazón de la villa
movido por sus anhelos de vida burguesa, por su afán de poseer “habitación propia,
muchos libros y algunos objetos de arte… y una hembra apetecible que podía
embellecer su existencia” (La horda 127). Por eso no dudará en prostituir su pluma: el
“trabajo de mercenario” (124) consiste en escribir un libro para el marqués Gaspar
Jiménez, “un libro socialista” que debía ser “un himno a la caridad” (122). A pesar de
reírse del “socialismo católico y de las ideas de su protector” (124), el personaje
acepta su participación en la piratería literaria. Se produce aquí una transmisión del
capital cultural en su “objectified state” (bajo la forma de un libro) que pasa del
“holder” esto es, de Isidro al “owner”, al marqués en términos bourdianos. El capital
cultural del que el marqués se apropia es utilizado “in the fields of social classes”, en
una lucha en la que “the agents wield strengths and obtain profits proportionate to
their mastery of this objectified capital” (Bourdieu, “Forms of Capital” 109). Los
beneficios obtenidos son tanto para el poseedor del capital cultural –que ha convertido
dicho capital en económico—y del que se lo apropia –pues la apropiación del capital
cultural bajo la forma objetivizada de un libro le proporcionará capital simbólico. Una
vez más, el rico necesita del pobre y viceversa, estableciéndose una relación
simbiótica de dependencia y patronazgo—que Rousseau caracteriza de endémica en
toda organización social—en la que el desfavorecido suple sus necesidades más
básicas a consta del poderoso, y éste mantiene su posición y reconocimiento público a
través de la sumisión del primero, puesto que “even if one rises to the top, in material
terms, there is no escape from the constant need for one’s position to be reinforced by
others” (Wraight, Rousseau 22). Este estado de superioridad durará “as long as it is
continually and publicly recognized by others” (22). Por eso mientras duran los
elogios de los “compañeros de la Alta Cámara” (La horda 200), el marqués
234

“conserva” a Isidro, pero en cuanto sufre la burla de los amigos y su carrera política
sufre peligro, el rico decide “prescindir del trato” y pone fin a las relaciones de
patronazgo, y con ellas, a los sueños y aspiraciones burguesas del pobre (294). El
libro, así como las notas a pie de página del mismo las cuales contienen el intelecto
del autor, no serán leídas por nadie, como nos dirá más adelante el narrador, pues la
erudición no sirve para nada: “Los nutridos de griego y latín están muertos de
hambre” (231). Estableciendo una conexión entre experiencia callejera y actividad
artística, las ideas y la sabiduría del personaje no le proporcionarán una visibilidad en
las calles de Madrid donde casi morirá de hambre ante la indiferencia de los
transeúntes. Aún con su cultura, “todos los caminos estaban cerrados para él” (297).
El caminar del sujeto (en el libro y en la vida) sólo conduce a una ilusoria apariencia
social y a una momentánea situación privilegiada de la que pronto será despojado para
ser retornado a las afueras, al anexo de la urbe. El libro que había de concederle un
espacio de representación y reconocimiento social entre la clase poderosa, que le
proporcionaría sustento material y le facilitaría el aburguesamiento no será firmado
por él y además no será leído por nadie. Una vez escrito y expuesto en los escaparates
de las librerías, la gente se limita a “pasear la mirada por el índice” (200) sin
comprarlo, igual que por las calles de Madrid el mundo contemplaba su marcha
penosa sin un impulso de misericordia” (298).
Mientras duran estas relaciones, el personaje adopta una conciencia
plenamente burguesa cuyo proceso quedará manifestado en el recorrido por las calles
abigarradas de El Rastro. Cuando el marqués le paga tres mil pesetas a cambio del
libro, Maltrana se siente rico y le propone a Feli, hija de trapero, abandonar el barrio
de las Carolinas y asentarse en el centro urbano para disfrutar de una existencia
burguesa. La identidad social comienza por la conquista y posesión del espacio
235

urbano, posesión que se traduce en un consumo compulsivo de objetos superfluos,
“sobrantes de la elegancia” (166) que igual que para la Rufete, harán ostensible la
recientemente adquirida posición social de los personajes: un tintero de cristal, una
mesa de escribir y otra de comedor, sillas, almohadas, mantas, y como último alarde
de suprema elegancia, una cama, “una manifestación de su propósito de vivir en
grande, sin privaciones” (176). Así dice el narrador que “los pájaros errantes
construían nido” (184), retomando el tópico de las alas postizas para indicar la
pretensión social de la pareja que construyen su nido en las alturas, específicamente
en un cuarto piso en las inmediaciones de la Plaza de la Cebada, referencia necesaria
para que el gradual descenso que está por venir –espacial, económico y social— sea
aún más aleccionador. Una vez más, este descenso apunta al desacuerdo del narrador
ante la huída del barrio, de sus gentes y por extensión de su función social: guiar a la
horda de infelices a la acción revolucionaria, función que aparecerá explícitamente
delineada al final de la novela. La adquisición de estatus social empieza por una
ocupación geográfica en el extremo madrileño más alejado de las Carolinas. Pero este
estatus debe ser reconocido socialmente por el otro, de ahí que el consumo de adornos
femeninos en el Rastro –medias, botas, guantes, sombreros—todos ellos “desperdicios
del capricho femenil” (166) deba ser complementado con paseos por el parque del
Retiro los domingos por la tarde, espacio formativo el cual no parece haber cambiado
mucho desde los tiempos de La desheredada, donde a los ojos de la sociedad
burguesa Isidro y Feli se observan, se miden, se dejan ver y aparentan estar casados.
El Rastro comparte una condición similar con el Hospicio de la calle de
Fuencarral: si bien se encuentra encerrado en el centro histórico de Madrid, es un
mercado marginal en tanto al tipo de personas que compran en el mismo y la
mercancía que en él se ofrece. Objetos usados, viejos, muchos de ellos inservibles e
236

inútiles, como dejará constancia de ello Gómez de la Serna diez años más tarde en su
texto dedicado al mercado. Una de sus funciones, igual que la del barrio de las
Carolinas, será limpiar la ciudad de desperdicios pues como Bush afirma, “the early-
twentieth-century Rastro may have served more as a site of disposal at which rejected
items could be removed from circulation” (“Thresholds” 97). El mercado, con sus
calles comerciales de vendedores ambulantes, encierra la profunda jerarquización de
la sociedad española: el narrador de La horda habla del “Rastro del Rastro” (169) para
referirse a la jerarquía callejera existente entre la Ronda de Embajadores y la Ribera
de Curtidores: ésta desciende en “rudo declive” (165) hacia la Ronda de Embajadores
donde se vende “lo más barato de la baratura” (169), zona que se alimenta de los
restos de otras: “Los de la Ribera de Curtidores miran a los de aquí como puedan
mirarles a ellos los comerciantes de la Puerta del Sol” (169). El aspecto de las calles
dotan a este sector madrileño de una apariencia similar al Madrid de fin de siglo
cuyos vendedores ambulantes convertían a las calles de la ciudad en “constante feria y
nauseabunda cochiquería”, tal y como escribía el diario El Progreso en diciembre de
1897. En el mercado, “los callejones con su pavimento de islas de pedruscos y mares
tortuosos de fango líquido, daban al Rastro gran semejanza con las avenidas angostas
y sombrías de un zoco moruno” (La horda 169), 56 un aspecto deplorable que puede
extrapolarse a los sujetos que habitan y venden en estas zonas, viejos, mugrientos,
56
El uso del adjetivo “sombrías” para referirse a estas avenidas es significativo si se tiene en cuenta el
“círculo de luz” que rodea y alumbra a los de arriba y que Isidro mencionará más adelante. Son
avenidas sombrías pues en ellas se venden los restos de los ricos, como el puesto de muñecas viejas,
“bebés que habían vivido en las casas de los ricos” (La horda 170). Ya lo afirma el tío de Isidro: el
barrio de El Rastro y sus alrededores era igual a aquellas casuchas de Tetuán de donde procedía la
familia. Traperos todos, quizás con mejores condiciones (burro y carro) o mejores viviendas, pero
viviendo por igual de los desperdicios de la villa (174). Dependiendo del tipo de restos, de
excrementos, Madrid expele para arriba o para abajo: “Los restos de la existencia diaria, la comida y los
trapos rotos, los expelía Madrid hacia lo alto; los residuos de su lujo, los muebles y las ropas, bajaban la
cuesta del Rastro para amontonarse en el estercolero de las Américas” (174-75).
237

“rodeados de moscas” (170), estableciéndose una vez más una estrecha asociación
entre sujeto y territorio.
Cabe plantearse hasta qué punto es posible una ruptura con el origen social del
individuo mediante un cambio en el emplazamiento urbano. A pesar de la pugna por
alejarse de la periferia urbana y con ésta de toda carga familiar, la herencia genética y
el entorno social y material parecen acompañar al sujeto en todos sus
desplazamientos, determinando su destino. 57 Vuelve a permear aquí un discurso
naturalista que explica los males de la sociedad de forma determinista; un
naturalismo, no entendido como estilo artístico, pues estamos ya lejos de los
presupuestos científicos anunciados en Le Roman Experimental en 1877 o de las
novelas Lo prohibido (1884-85) de Galdós y Los Pazos de Ulloa (1886-87) de Pardo
Bazán, novelas con las que periclita la tendencia naturalista en España, sino un
naturalismo como forma de escritura y especialmente como forma en que el novelista
percibe al ser humano y a la sociedad que lo rodea. Como señala don José, padrastro
de Maltrana, cuando uno “nace para obedecer, para quedarse abajo” (44) es inútil
luchar contra el orden natural. En este sentido, a pesar del capital cultural adquirido a
través de una instrucción y de su pugna por asentarse en el centro, el capital social
(esto es, biológico y heredado) es fundamental y así el propio personaje es capaz de
reconocer su gran defecto, “el mal de su generación, en la que un estudio desordenado
57
Algo parecido ocurre con el tío de Isidro, quien posee una tienda en el patio de las Américas viejas.
El sujeto afirma orgullosamente que ha perdido todo contacto con la gente de Tetuán, incluida su
madre, pues “Madrid terminaba para él en el café de San Millán” (174), en las inmediaciones de la
plaza de la Cebada. Este acto subversivo, que Isidro imitará sin correr la misma suerte que su tío,
implica una concienciación social que impele al sujeto a alejarse de la familia, sinónimo en este caso de
origen social y de periferia urbana. El narrador enfatiza que el acto de abandono del espacio urbano
propio de la marginalidad, la invasión del centro urbano y el rechazo de cualquier herencia familiar no
erradica la lacra social que acompaña al sujeto de por vida, como bien indica el aspecto deplorable del
tío, su “fama vergonzosa en todo el barrio” y su tara física, que afecta principalmente a la vista. Dicha
limitación visual no deja de ser significativa: el narrador destaca “las dos manchas negras de los
anteojos con bordes de paño que abrigaban su vista enferma” (171), justificando así la marginalidad del
sujeto que puja por alejarse de los de su clase, vive al margen y es incapaz de ver la realidad tal y como
es.
238

y un exceso de razonamiento había roto el principal resorte de la vida: la falta de
voluntad. Era impotente para la acción” (18). 58 Apunta Zamacois que según los
presupuestos deterministas, el destino se ceba con los más débiles, “los patea, los
tritura, los deshace, les niega hasta el nombre; diríase que no quiere que de ellos
quede nada, ni aún el recuerdo” (Mis contemporáneos 66). Aunque puedan parecer
exageradas, estas palabras tienen sentido a la luz del destino de Feli de quien no queda
rastro ni de su cuerpo ni de su nombre tras ser enterrada en una fosa común después
de pasar por la mesa de disección. A pesar de alejarse de su origen social y de su
familia, desafiando así las leyes del determinismo geográfico, Feli se encaminará a un
destino fatal. Tras quedar embarazada, contrae la tuberculosis debido al frío y el
hambre, con lo que es internada en el hospital. “Si la enfermedad suponía en las clases
menesterosas una llaga incurable de la que difícilmente se salía”, apunta Del Moral en
referencia al estado deficiente de los hospitales y centros de sanidad madrileños a
principios de siglo, “no era muy halagadora la posibilidad de pasar unos días, semanas
o meses en el hospital” (Sociedad madrileña 121). Sin embargo, en la novela es
construida como la única opción. La muerte de Feli y el uso de su cadáver para fines
médicos experimentales confirman no sólo la enfermedad física y social de la que el
desheredado no puede desprenderse, sino también el destino fatalista de estas clases
cuya condición social les condena al orden natural. Al respecto, se vuelve a percibir
aquí la discursividad médica en diálogo con la social para explicar el orden natural. Si
desde un punto de vista médico el ser humano es un organismo que lucha por la vida
para sobrevivir en un mundo adverso y cruel, será principio inmutable del mundo
58
El determinismo biológico y genético se deja ver en su descripción física: introducido en el texto
como un joven enclenque, de enorme cabeza y escasa estatura, “su sombrero dejaba al descubierto una
frente abombada y enorme” (10), taras físicas que además heredará su futuro hijo. La “avalancha de
miserias” (335) que aquejan al personaje quedan así justificadas por ser un individuo débil, inadaptado
e “inservible” (18), como sus propios compañeros de la redacción del periódico declaran, igual que la
debilidad física de los sujetos que pueblan el extrarradio madrileño en Aurora roja.
239

natural que el más débil perezca para que el más fuerte sobreviva, aunque el débil
pueda desarrollar recursos de otra índole para sobrevivir, lo que redundará en una
(re)estructuración de su subjetividad.
En el orden natural postulado por Blasco parece fácil inferir “el Vía Crucis”,
como Robin lo ha denominado (“La horda” 472) a la que se enfrentará Isidro, quien
pagará un alto precio por su ambición social. Sus deseos de aburguesamiento pronto
cederán paso a la lucha por la supervivencia al faltarle el más básico sustento
material, la comida, una dura realidad que lo convertirá en un busca, como ha
señalado Ricci (Espacio urbano 102), no ya intelectual sino material, lo que lo
hermana con los habitantes del extrarradio: “Maltrana salía diariamente en busca del
pan. Iba a Madrid a solicitar una colocación inútilmente, a dar sablazos, a mendigar
por todas las personas conocidas” (295). Las negras circunstancias de su existencia le
obligan a desarrollar una nueva visión del mundo, una nueva conciencia social y por
primera vez siente pertenecer a los de abajo –aquí está la construcción de nuevas
subjetividades a la que aludía anteriormente como resultado de los recursos
potenciales de los débiles para sobrevivir. Por ello, su perspectiva de la ciudad, hasta
ahora “un mundo lleno de tentaciones” (142) cambia y la gran urbe torna desde su
perspectiva en “un villorio asfixiante, como si sobre él ardiese un horno” (229). Este
cambio de perspectiva coincide con el paso de una posición de superioridad visual a
ver el mundo desde abajo: Isidro ya no será “el lobo que descendía de la cumbre en
busca de alimento”, sino “el pobre roedor, tímido y anonadado, que trepaba
lentamente desde el fondo de su madriguera a las alturas de la gran población,
esperando una migaja del banquete de los fuertes” (295). Esta visión coincide con la
llegada del verano a la capital, estación en la que el calor, el ruido y los “malos
olores” de las calles “dormidos durante el invierno, despertaban y revivían” (229),
240

haciendo imposible la existencia. La calle penetra en el hogar, se funde con él,
transmitiéndole su asfixia e impregnando la conciencia del individuo que en él habita
y así “la calle, como dilatada por el calor, introducíase por todos los huecos, haciendo
llegar sus hedores y ruidos a los extremos más recónditos de las casas” (229). Isidro y
Feli no tardarán en ser expulsados de la casa que ocupan en el centro urbano igual que
“los parásitos del verano”, esto es, chinches, pulgas y cucarachas, son arrojados por
“las paredes caldeadas” (229). Con la llegada del verano el escenario callejero se
convierte en un espacio vacío de la muerte en medio del cual perecen de hambre los
desheredados. Madrid se paraliza y se vacía, pues los ricos abandonan la capital en
manos de los desgraciados, obreros y desfavorecidos. Carr recuerda que hasta los años
treinta del siglo XX muchos españoles de la clase media “consideraban que pasar el
verano en la ciudad era un estigma social” (España 414). Con la ciudad vacía, sin los
ojos de los transeúntes en los que reflejarse, se pone fin a las relaciones de
dependencia del individuo que necesita de la vida callejera para sobrevivir pues para
fomentar su actividad literaria era necesario “dejarse ver de las gentes y callejear” (La
horda 217). 59 El miedo ante el “silencio de tumba” que “pesaba sobre la población
invisible” (206) se repetirá con la llegada del invierno a la capital, cuando las calles se
vacíen de peatones, el silencio absoluto ahogue la voz del sujeto, la blancura nítida y
fúnebre de la nieve que cubre la urbe lo ciegue y la soledad a la que lo relegan todos
sus conocidos, equiparable a la muerte, anule al personaje, “cerrándole todos los
59
La asociación calle y vida es particularmente ilustradora en la visita a la Cárcel Modelo donde
Maltrana acude a visitar a su hermanastro. El pavor y la tristeza que siente Isidro ante “las naves
enormes, las galerías superpuestas, y las puertas de las celdas con gruesos cerrojos” y la comparación
de los presos con “fieras enjauladas” (206) recuerda la angustia que la imagen del zoológico generaba
en Isidora, y deja traslucir la amenaza y las terribles consecuencias que la inmovilidad implica para
estos sujetos que hacen de la calle su hábitat natural y en la mayoría de los casos, su espacio de
supervivencia. En La horda, además, la visita a la cárcel tiene la función de dar visibilidad a todos esos
individuos quienes como el hermanastro de Maltrana son criados en los suburbios madrileños y que
parecen no tener más destino que la criminalidad. Frente a la asociación periferia-criminal de la novela
decimonónica, Blasco llama la atención a estos personajes sometidos al abandono y la ocultación –bien
en el extrarradio norte, bien en el espacio de la cárcel.
241

caminos” (297) y soslayando cualquier posibilidad de representación a nivel urbano y
con ésta de supervivencia.
Se gesta así un nuevo sujeto: el mendigo, cuya funcionalidad y única forma de
subsistencia en la calle del centro urbano es recurrir a su capital social de relaciones
en términos bourdianos esto es, “a durable network of more or less institutionalized
relationships of mutual acquaintance and recognition” (“Forms of Capital” 110), en
definitiva sus “conexiones” y obligaciones sociales: pedirá limosna, primero a los
“fuertes”, a los amigos de las redacciones, los administradores y concejales del
Ayuntamiento, pero después a los de su casta, sujetos marginales como él pero que
han sabido adaptarse al medio y subsistir: Manolo el federal, quien trabaja en la
Puerta del Sol y su tío el Ingeniero. Sin embargo, estas conexiones resultarán
infructuosas, poniendo de manifiesto que ni el capital cultural es válido en una
sociedad con profundas diferencias sociales en la que “los nutridos de griego y latín
están muertos de hambre” (La horda 231) ni el personaje ha sabido (o podido)
desarrollar estrategias de inversión de su capital social el cual que le permitiría
mantener “social relationships directly usable in the short or long term” (Bourdieu,
“Forms of Capital” 111). Ante tal escenario, sólo le queda mendigar. Según Del
Moral el mendigo puede serlo de oficio –las gitanas del barrio de las Cambroneras se
dirigen cada mañana a Madrid a desempeñar su trabajo, esto es, pedir limosna y ganar
el pan de cada día para su familia—o por necesidad, como efectivamente es el caso de
Maltrana, cuya mendicidad se debe a una situación extrasocial o al paro forzoso
(Sociedad madrileña 103). La mendicidad era una plaga callejera que Madrid arrastra
desde fin de siglo, comentada incluso en la prensa: “El pobre de oficio es una plaga…
pero el pobre accidental es una inmensa desgracia social” (Los Lunes, 1 febrero
1886), un hecho que vuelve a confirmar la estrecha asociación entre pobreza y
242

enfermedad. De manera más nítida que en Aurora, la caridad juega un papel
importante en La horda, revelándose no como “un llamamiento de amor”, sino como
“bufidos de vanidad” (335), como un “deber” de la clase pudiente que se siente
obligada a tener cerca a los pobres para socorrerlos y así mostrar en ellos “la sabiduría
del orden natural”, como diría Juliá (Madrid 367). En el texto aparecen varios
exponentes de la ineficacia de esta caridad demagógica: la protectora de Isidro,
incapaz de prever el futuro de su protegido, le acerca su caridad para abandonarlo sin
horizontes en un mundo violento; el marqués de Jiménez pretende ejercer su labor
caritativa a través de la obra socialista “uniendo las exigencias de la época con las
santas tradiciones y los intereses creados” (122) que encarga a Isidro. La caridad
también será experimentada por el sujeto mediante la ubicación en el centro urbano
que se le permite ocupar temporalmente para poco después ser expulsado a la
periferia, así como en la invisibilidad que sufre en la calle.
Retomando la metáfora espacial de Levi-Strauss, después de ser incluido y
temporalmente aceptado en el seno de la ciudad (masticado), Isidro será
agresivamente expulsado (evacuado) hacia las Cambroneras, uno de los sectores más
pobres que forman el cinturón del extrarradio de Madrid. En una expulsión que
resultará más radical y dolorosa que la primera pues Isidro no sólo deberá “cargar”
con su inadaptabilidad, sino también con Feli y un hijo que lejos de iluminar
ennegrece aún más su destino, los personajes se instalarán en las Cambroneras, un
barrio habitado por gitanos de la más baja posición social entre los que Isidro y Feli
inspiran gran respeto constituyendo “las únicas personas decentes que habitaban las
Cambroneras” (267). Feli se siente “una mujer europea que se ve trasladada a una
población de África” (281). Incluso su hogar dentro de este emplazamiento se
distingue del resto de la población gitana: la pareja vive “fuera del callejón, en los
243

altos de una casucha aislada” (281), en un cuarto independiente, atractivo y diferente
al resto por encontrarse frente a un espacio abierto, rodeado de agua, y en contacto
con la naturaleza, en una imagen que contrasta con la marginalidad, fealdad y
suciedad del escenario: “Por una ventana contemplaba el río, casi a sus pies, y en la
orilla opuesta las praderas pintadas por Goya, los cerros en cuya cumbre se
aglomeraban los cipreses y mausoleos de los cementerios de la Almudena y San
Isidro. Por otra ventana veía el escampado de las Cambroneras, un gran espacio de
tierra atravesado por un riachuelo” (268). La imaginación desbordada del personaje le
hace “embellecer el barrio” (281), aprendiendo a apreciar la vida “en plena campiña”
(281). A pesar del hedor de los residuos de la villa y del río, “estas gentes” entre las
que prima la armonía y la tranquilidad del orden natural “oían a los pájaros,
contemplaban campo y cielo, y al abrir sus ventas no tropezaba su vista con una sucia
pared”, sino que “les rodeaba el aire y el azul del espacio” (281).
Tras la muerte de Feli, vencido ante la adversidad, Isidro se alejará del barrio
de las Cambroneras para refugiarse en el espacio abierto del campo, lejos de la
civilización y la corrupción de la urbe, donde busca paz y sosiego a su dolor. Junto al
extrarradio urbanizado por las hordas traperiles y el centro urbano, aquello que queda
más allá de los márgenes, el campo yermo y natural, constituye el tercer espacio
social de importancia capital no sólo por ser una de las vías de entrada del contenido
político en la novela, sino por el tipo de sujeto que se gesta al contacto con este
mundo natural.
244

2.2.3. Los márgenes de los márgenes: civilización, barbarie y espacio formativo del
sujeto
Dos son las imágenes de la naturaleza que predominan en el texto: por un lado,
el mundo natural es construido como escenario conflictivo de guerra permanente
donde el individuo, alejado de toda ley social, busca su propia conservación al margen
de cualquier distinción moral objetiva. Por otro lado, la naturaleza se revela como un
espacio idealizado en el que el individuo, lejos de toda urbanización y civilización, se
entrega a la reflexión, gestándose un nuevo sujeto capaz de ver la desigualdad social y
ubicarse en un mundo donde el rico subyuga y aplasta implacablemente al débil.
Aunque a simple vista pueden parecer opuestas, ambas construcciones están
íntimamente relacionadas pues sólo tras experimentar el campo como ambiente de
lucha se producirá el despertar de la conciencia social del sujeto, revelándose así la
naturaleza como escenario de vida –donde el individuo encuentra los medios para
subsistir y también donde acontece el renacer de nuevas subjetividades—pero
asimismo de muerte, donde el débil sucumbirá ante el fuerte. 60
El primer contacto del personaje con la naturaleza pura y genuina llega a
través de un largo paseo nocturno por la carretera de Bellavistas al norte de Cuatro
Caminos, hacia el Pardo con el Mosco, padre de Feli, famoso cazador de Tetuán.
60
En su artículo sobre La horda, Robin llama la atención a que la novela cubre el transcurso de un año,
iniciándose y concluyendo en la primavera (“La horda” 475). Es significativo que sea en ambas
estaciones primaverales cuando tiene lugar el despertar de la conciencia social del sujeto, al principio
de la novela durante el episodio de la escena de caza y al final cuando el mismo personaje llamará a una
concienciación social de la horda que lleve a la acción revolucionaria. Este “renacimiento” colectivo
que siempre acontece en los alrededores de Madrid, nunca en el seno de la urbe (asociada, como se ha
visto, al verano y al invierno, esto es, a la muerte y la vacuidad, al hundimiento físico y moral) quedará
complementado con el renacer individual del sujeto por medio del amor. Isidro se ve impelido a
declarar su amor a Feli en uno de sus primeros encuentros en un frondoso rincón que plantado por los
constructores del canal de Lozoya había terminado por convertirse en un bosque “más allá de las
últimas casas de los traperos, contrastando con la sórdida miseria del barrio, comenzaba el bosquecillo
del Caño Dorado… una gran masa de árboles rumorosos, poblada de pájaros… Era un rincón apacible
y silencioso, cargado en primavera de flores y trinos, que no conocían los habitantes de Madrid; un
oculto paraíso; un trozo de poesía para la horda traperil acampada en el cerro inmediato” (La horda
112-13).
245

Aunque vive en las Carolinas este personaje no pertenece estrictamente a la horda de
traperos. Tras regentar una imprenta de periódicos “que nadie leía” y ejercer de
trapero como “pretexto” por un corto periodo de tiempo el personaje termina por
dedicarse exclusivamente a la caza, “su verdadera profesión” (La horda 73), una
afición que tira de él “como una influencia ancestral, una herencia de sus
antepasados” (72). Una vez más, se pone así de manifiesto el peso de la herencia
determinante del destino del personaje. Nacido para la “acción violenta” (73), el
Mosco no sigue ninguna ley: “era un insocial; se ahogaba dentro de la villa; le
repugnaban las calles con sus aglomeraciones de personas marchando en la misma
dirección” (73). En el imaginario del personaje, la villa y sus calles se revelan como
sinónimo de orden y civilización y por tanto de formulación social con leyes morales
y sociales que imponen límites a sus acciones. Así lo expresa Alborg cuando afirma
que el Mosco “había logrado evadirse de toda sujeción, para vivir independiente y
libre, como un primitivo” (Historia 684). El sujeto se alza contra toda limitación, se
sitúa al margen de lo social así como de lo geográfico para “considerar la tierra como
suya, sin respeto a tapias que podía saltar, ni a leyes representadas por hombres que
eran mortales como él” (La horda 74). Puede decirse que el Mosco vive en un estado
natural en un sentido hobbesiano como el estado en el que se encontraba el ser
humano antes de la organización de la vida social, un estado de guerra permanente de
todos contra todos donde el hombre es un lobo para el hombre y donde prima la ley
del más fuerte. En efecto, el Mosco y sus compañeros de caza, “gentes duras y amigas
de la pólvora” (69) acuden a los terrenos reales del Pardo para entregarse “a una
guerra salvaje, ingenua, sin disfraces de civilización… a las puertas de una gran
población, a una vida prehistórica” (73-74). No es de extrañar que el personaje haya
hecho del campo, escenario de lucha y constante conflicto entre sujetos que carecen
246

de orden y gobierno, su hábitat natural. En esta guerra constante el individuo depende
para su seguridad y supervivencia de su propia fuerza e ingenio, señala Hobbes; de
ahí que el personaje desarrolle un fuerte instinto de conservación orientado a la
obtención de su propio beneficio, porque según Rousseau los seres humanos son “free
to pursue their natural tendencies for self-preservation and enrichment if left
unfettered by external forces” (Wraight 21). Se desarrollan así prácticas de
subsistencia típicas del mundo natural, según Williams, “the very different practices
of hunters” (Country 1): el personaje matará y cazará para alimentarse y repartir su
cacería entre los vecinos, transgrediendo la frontera entre lo legal y lo ilegal y
consciente de su transgresión saltará sin miedo esa “tapia sombría tras la cual estaba
lo ilegítimo, lo vedado, la amenaza del guarda con su escopeta” (La horda 87-88). En
la huida al mundo natural reside una decisión política de vivir al margen de las leyes
(lo que al mismo tiempo vendría a despojar a este mundo de su dimensión “natural”).
La transgresión de leyes geográficas, morales y sociales por parte del Mosco lo
identifican como un “dañador peligroso que había hecho frente” (La horda 223),
siendo castigado por ello con la muerte. 61 Identificado a menudo como “fiera” –
clasificación que justifica su exclusión en terrenos afuera de la civilización—el
Mosco será cazado y abatido con varios balazos “en la frente, otro en la boca… plomo
por todas partes” (223) quedando “con la cabeza destrozada y manando sangre” (91)
como los conejos que él mismo había asesinado días antes. Los guardas,
representantes del orden, del poder y de la artificialidad de las leyes sociales son
figuras autoritarias necesarias entre los sujetos que carecen de orden y gobierno cuyos
61
Las acciones humanas del Mosco se desarrollan al margen de cualquier consideración moral como
resultado de las pasiones, un elemento negativo de la conducta humana que hacen al ser humano malo
por naturaleza (Hobbes, Leviatán 209). Prueba de la “maldad” de la naturaleza del ser humano y de sus
pasiones es que cuando el Mosco caza conejos, la masacre le produce un placer, un “goce brutal de la
destrucción” (91) que es independiente de la necesidad de autoconservación y supervivencia de los
necesitados.
247

instintos subversivos y pasiones primarias deben ser canalizadas, bien mediante la
institucionalización (el hospital en el caso de Feli o la cárcel para el hermano de
Maltrana) o la eliminación, en el caso del Mosco.
La violencia de la escena de la caza contrasta profundamente con la calma y
quietud que irradia la imagen paradisíaca de El Pardo desde la perspectiva de Isidro,
quien tiene ante sus ojos “un bosque inmenso, hermoseado por la difusa luz de las
estrellas, borrando en la penumbra su acre aspereza de vegetación salvaje, unificando
sus bravíos colores en una vaguedad fantástica de inmenso jardín encantado… La
selva, dormida bajo el fulgor de las estrellas, parecía un jardín de leyenda” (89). Esta
caracterización bucólica del campo como escenario idealizado de inocencia y virtud
donde parece casi imposible “que los hombres matasen a sus semejantes” (90)
introduce por primera vez un sujeto concienciado socialmente que contempla “el
lejano Madrid, un símbolo de la vida moderna, de la desigualdad social, implacable y
sin entrañas” (95). A partir de este momento, esta concienciación formará parte de la
peripecia vital del sujeto que se posicionará de un lado o del otro según sus
circunstancias. Las siguientes palabras muestran tal proceso formativo y aportan una
fuerte crítica social ante la tremenda desigualdad social que subraya toda la novela,
expresada a través de la óptica de Maltrana.
Los dichosos, los ahítos, descansaban tranquilos al calor de una civilización
cuyas ventajas eran los únicos en monopolizar. La caravana de los felices no
quería ir más allá, creyendo haber visto bastante. Dormían en torno a la
hoguera, acariciados por su tibio aliento, con el voluptuoso sopor de una
digestión copiosa. Y más allá del círculo rojo trazado por las llamas, en el
muro de sombras temblonas tras las cuales estaba lo desconocido, brillaban
ojos coléricos, sonaba el rechinar de las uñas al afilarse, estallaba el gruñido de
248

las bestias hambrientas cegadas por tanto resplandor. Los vagabundos del
desierto social, los desertores de la caravana, los expulsados de ella, las fieras,
los abortos de la noche, rondaban en torno del vivac, sin atreverse a salir del
círculo de tinieblas, con miedo a afrontar la luz. (95)
Estas palabras concentran una multiplicidad de discursos (médico, político, social,
filosófico) expresados a través de una precisa y poderosa terminología la cual recoge
los profundos contrastes sobre los que está basada la sociedad madrileña. La
civilización, esto es, la ciudad representada por el ideal de luz, el poder, el hombre
que duerme plácidamente en el interior contrasta fuertemente con la barbarie del
mundo de sombras, la resistencia, la bestia colérica que ronda al acecho en el exterior,
esperando su oportunidad para abandonar el círculo de tinieblas y entrar en el interior.
La naturaleza pierde su dimensión natural, al ser planteada la diferencia entre clases
sociales en términos de civilización y barbarie. Este planteamiento responde una vez
más a la necesidad de identificar a los pobres de la periferia como bestias coléricas
que ante el hambre y las condiciones deplorables a las que son sometidos,
desarrollarán sus instintos más básicos para sobrevivir. El círculo es ante todo un
privilegio espacial: el pobre es expulsado al exterior y el que habita en el interior, en
el seno de la urbe, gozará de ciertos beneficios materiales y sociales. Además, el
privilegiado del interior carece de dos facultades, la vista y el oído, lo que se
considera una ventaja. Los habitantes del círculo no ven más allá del mismo –están
cegados por las llamas del fuego— ni tampoco oyen los rugidos y gruñidos del
exterior porque interesa reprimir y ocultar lo que no se quiere ver. Aún con su
ubicación en la oscuridad, más allá del círculo rojo, Blasco llama la atención hacia
estos individuos y les concede una visibilidad que sólo al final de la novela quedará
materializada a través de una toma de acción, visibilidad que al mismo tiempo está
249

salpicada de denuncia social ante un problema de índole nacional para el que no
parecen buscarse soluciones: el abandono e indiferencia a la que somete a una capa de
la sociedad que vive en condiciones ínfimas y muere de hambre.
La discursividad médico-científica sigue identificando a la pobreza con la
enfermedad pues esas “bestias” que pasan hambre no son sino “abortos” que unas
líneas más adelante se convertirán en “engendros” (96). La digestión copiosa de los
ricos frente a las carencias de los desheredados pone de manifiesto a un nivel muy
visceral las profundas diferencias sociales, focalizadas en el hambre como el instinto
primario más básico que convierte a cualquier ser humano en un animal capaz de
rugir, alzarse e invadir el círculo de luz.
Ahora bien, ¿qué representa ese color rojo, esa hoguera que calienta a los
dichosos? Son dos las posibles interpretaciones. Desde la perspectiva de Isidro, ese
“resplandor de lejano incendio” (86), la “nube roja” que se cierne sobre Madrid
coincide con el poder, el monopolio del que gozan los ricos y que nadie les disputa
“por miedo a afrontar la luz”. Es un miedo relacionado con el desconocimiento de las
aptitudes individuales y a su vez con la resignación ante ese monopolio de los de
arriba que parece ser aceptado como normal y lógico por los de abajo. Recordando las
palabras de Quimette, “el desconocimiento de las aptitudes individuales lleva
inexorablemente al determinismo social” pues “se desea sólo lo que se conoce”
(“Instinto ético” 87). La aceptación sumisa de la desigualdad social es casi una
prerrogativa de existir afuera del círculo rojo pues implica sufrir de carencias básicas
que hacen muy difícil la reflexión. Ya lo argumentaba Juan en Aurora: el sujeto
desprovisto de las condiciones básicas mínimas para existir es incapaz de reflexionar
y buscar soluciones a su injusta situación de inferioridad. Y lo señalará Carranque de
Ríos en 1934 en su novela Uno: el hambre, aunque injusta, es necesaria para que el
250

proletario se conciencie: al obrero hay que darle la ocasión para que “se temple y
conozca su fuerza” (131). La hoguera a la que los pobres no tienen acceso
proporciona el calor y el placer de la superioridad, el mando, la civilización, con todos
los privilegios que ésta conlleva, tanto a nivel material (ropa, comida, lujos) como
social (status, instrucción, empleo, reconocimiento, reputación). Además, hay que
entender el “tibio aliento” que la hoguera desprende desde un punto de vista literal
dadas las condiciones ínfimas a las que Isidro se enfrentará más adelante durante el
invierno en Madrid, sin comida que lo alimente, sin ropa que lo abrigue ni un hogar
que lo albergue.
Una segunda acepción del color rojo ya fue introducida en Aurora roja: la
hoguera y el calor simbolizarían las llamas destructoras que guiarán y alumbrarán el
camino al desfavorecido, a las bestias hambrientas, a los vagabundos de ese desierto
social hacia la civilización, hacia la violación de los límites urbanos y con ésta hacia
una visibilidad pública. Es el color rojo de la revolución de clases, prefigurada por
Isidro al afirmar que “cuando sólo quedasen rojos tizones y las tinieblas voraces
invadiesen el círculo de luz, vendría la gran pelea, la lucha en la sombra, el empujón
arrollador de la muchedumbre, el asalto de los engendros de la obscuridad para
apoderarse de todas las riquezas de los felices; de los bagajes que contienen el
bienestar, monopolizado por ellos; de las armas, que son su mejor derecho” (La horda
95-96). Se gesta aquí el sujeto “líder de masas” el cual deja traslucir, según Tomás, el
pensamiento político del autor (“Introducción” 47); el organizador y agitador
colectivo quien vendría a llamar a la acción revolucionaria para la cual habrá que
esperar a los años de la República cuando las masas pidan armas, tomen y se apropien
de la calle como espacio de representación social y política.
251

Cabe recordar que tras su paseo por los márgenes urbanos Juan Alcázar
desarrolló una fuerte conciencia anarquista, pasando a solidarizarse con el pobre,
acercando su arte a los márgenes como forma de paliar y disolver la desigualdad
social; Isidro tomará un camino contrario, posicionándose del lado del poderoso y
tratando de alejarse lo máximo posible de los márgenes, como se ha visto. No es
casual que en el capítulo que sigue a la escena de la cacería en El Pardo Isidro se
dirija hacia los barrios de Bellavistas y las Carolinas, con un “exterior de hombre de
ciudad” (La horda 101) y exprese su repugnancia hacia los montones de basura y
escombros que se apilan en las calles y hacia la “horda traperil que acampa en el
cerro” (113). Los sucesivos paseos del sujeto por las afueras de la población,
alrededor de la huerta del Obispo, sirven para terminar de reafirmar su conciencia
burguesa. Si en un principio el personaje disfruta de los paseos por las áridas
cercanías de Madrid embellecidas con la llegada de la primavera, pronto mostrará
repulsión hacia esos mismos territorios, admitiendo estar harto “de vagar por los
desmontes como gitanos” y expresando inmediatamente la necesidad de ser dueño de
algo, de “aburguesarse” (159). Es curioso que Isidro se refiera a los gitanos como un
último ejemplo a seguir del que urge alejarse, cuando terminará siendo acogido por
esta comunidad en el barrio de las Cambroneras. Desde su pretendida posición
burguesa “gitano” es sinónimo de marginalidad, bajeza social, deshumanización y por
eso procederá a interrumpir los paseos por los mismos ambientes que asocia a estos
sujetos, para no ser confundido con ellos. Dice el narrador que Isidro “tuvo la audaz
resolución de los débiles” (162), entendiendo por ésta una huída y un abandono, en
este caso, hacia el centro urbano. Isidro es débil de carácter; de ahí su conformidad
social que le lleva a aceptar el orden social establecido y a congraciarse con los que
tienen una posición de poder dentro de la sociedad. Aquí reside la principal diferencia
252

entre Juan e Isidro: el despertar de la conciencia de clase no conduce en este caso a la
acción, mostrando el personaje la psicología de un sujeto que falla socialmente debido
a su fútil intento de ocupar un lugar aceptable que no le pertenece en la sociedad. El
personaje no hace nada por cambiar la injusta desigualdad social que la peripecia
nocturna en el campo le ha desvelado, inacción que queda expresada por la constante
alusión al miedo que el personaje siente durante la cacería: miedo a subir la tapia,
miedo al “camino tortuoso”, miedo de los guardas (86). La subyugación es preferible
a la rebelión: en numerosas ocasiones a lo largo de la novela el personaje
“ablandábase conmovido ante la más leve muestra de consideración de un poderoso”
(98), lo que es perfectamente coherente con la conclusión de su experiencia vital,
marchando “a gatas” y abriendo con su lengua “un camino en el barro” para
convertirse en “un siervo” del poder y del dinero (337). La subyugación no atañe
únicamente a Isidro: Blasco Ibáñez pinta un cuadro en el que todos los sujetos –
significativamente unidos por lazos familiares—están subordinados a un poder
superior, sin hacer nada por evitarlo: la madre de Isidro quien vive acatando órdenes
de sus dos maridos; el hermanastro, Pepín, quien recordemos “había nacido para
obedecer” (44); Feli, cuya agencialidad es anulada por la influencia de Isidro y cuya
idolatría hacia éste se traduce en una conservación del orden social, ante el cual se
resigna; don José, personaje habituado a la obediencia, con un fuerte hábito de
sumisión. Los modos de objetivación de estos individuos –es decir, las prácticas
subjetivas de constitución— están siempre al servicio del otro, mediadas por una
relación de poder y a través de una relación de sumisión social. Es por ello que el
único posible destino de estos sujetos débiles es la anulación, bien por vía de una
institucionalización que los clasifica y separa en un espacio excluyente (hospital,
cárcel) o de la eliminación. Este tipo de destino los torna invisibles como propuesta de
253

la novela, precisamente, de concederles una visibilidad y llamar la atención a la
necesidad de un cambio social.
2.3 Conclusión
Aurora roja es un conflicto irresuelto de discursos. Baroja hace confluir un
discurso médico, producto de su formación en el terreno de la medicina, con un
discurso naturalista y filosófico, fruto de su preocupación existencial ante un mundo
que le disgustaba. Dentro de éste, la discursividad del determinismo cobra especial
fuerza dentro de la visión pesimista del autor para subrayar que en una sociedad
injusta y cruel los elementos más débiles no sobreviven. Sin embargo, dicho estatismo
–así como la postura de Manuel hacia la violencia, su aburguesamiento y su
adaptabilidad al medio—no es más que una alternativa dentro del universo de
posibilidades y opciones políticas que conforman la novela. El estatismo al que el
determinismo condena la novela se encuentra en constante diálogo (igual que los
anarquistas en la taberna) con el dinamismo que imprime una altisonante
discursividad política, la cual por vía del anarquismo posibilita la construcción de
nuevas subjetividades, la puesta en funcionamiento de nuevos espacios geográficos y
la difusión de nuevas ideas políticas que empiezan a adquirir fuerza en estos
momentos en España. La voz narrativa acompaña en su caminar a los personajes que
discuten, reflexionan, se resignan, se rebelan, actúan y bien triunfan en su
adaptabilidad al medio o fracasan en sus intentos revolucionarios. En cualquier caso,
no existe una resolución, ni solución fija puesto que esto significaría la fijación o
sujeción del texto a una agenda determinada. Existe, por el contrario, un juego de
opiniones, una variedad de opciones políticas y una pluralidad de puntos de vista que
254

añaden complejidad al relato, complejidad en la que reside precisamente la riqueza
del mismo. Puede resultar tentador atribuir la voz narrativa a algún personaje, como
han hecho Blanco Aguinaga o Tatum entre otros. Por ejemplo, señala Tatum que
Baroja “parece tener gran simpatía por todo tipo de revolucionario, pero al mismo
tiempo no aprueba el anarquismo violento de los dinamiteros. Lo encuentra absurdo
por lo bárbaro y por lo poco de práctico que tiene” (41). Al hilo de estas declaraciones
parece lógico identificar a Manuel como portavoz del narrador. En una línea parecida,
señala Ouimette que el objetivo de ubicar a un grupo de personajes sin capacidad de
acción y casi muertos en vida en una calle caracterizada por su naturaleza fúnebre es
“dar forma concreta a la falta de fuerza vital que imposibilita toda revolución moral
profunda, incluso la anarquista” (“Instinto ético” 90), apuntando de este modo a la
inviabilidad del anarquismo como programa político y a una actitud extremadamente
pesimista que soslaya cualquier posibilidad de cambio. Este tipo de afirmaciones sólo
sirven para encasillar a Baroja en un ideario específico, lo que a su vez reduce
enormemente la riqueza de la novela y limita su potencial como arma de intervención
social que lejos de resolver o solucionar, muestra, recoge, absorbe las inquietudes y
las posiciones de diferentes sectores de la sociedad española a través de una polifonía
bakhtiana que da cabida a numerosas voces.
Eso sí, señala Tatum que el anarquismo le sirve a Baroja como un “impulso
inicial”, no como programa político-social (“El anarquismo” 38). Si bien el punto de
vista del narrador puede parecer pesimista en tanto que califica las ideas anarquistas
como “no más que memadas” (Aurora 113) o a esos hombres que conspiran en la
taberna como simples niños “que juegan a lo revolucionarios” (117), hay que ver este
impulso inicial, no como un callejón sin salida, un punto muerto que encajona la
novela y a su autor, sino como punto de partida en la apertura de diversos caminos
255

transitados por diferentes sujetos cuyas voces flotan en el texto, se contraponen las
unas con las otras y se articulan en diferentes planos, poniendo en diálogo la
destrucción y la paz, la inacción y la voluntad de acción, la muerte y la vida. Es por
ello que si por un lado en el texto se desarrollan discursividades apropiadas para el
control (la policía), la vigilancia (la cárcel) y el castigo (el verdugo y la muerte), por
otro se confirma la agencialidad del sujeto marginal que, una vez gestada su
conciencia social y política en la calle, se forma en respuesta a dichos dispositivos de
control pues, como el urbanista Manuel Delgado afirma, dichos dispositivos “no se
aplican sobre un público pasivo, maleable y dócil” sino sobre sujetos que tienden a
“escabullirse a la mínima oportunidad” (Animal público 35). De ahí que las ideas
anarquistas, el objetivo de hacer de la taberna un espacio subversivo, de convertir una
“calle solitaria” en un foco protopolítico, los robos en el cementerio o la misión
didáctico-social que se autoimpone Juan son fuerzas productivas que se alzan –o
dialogan—con las ideas autoritarias de Roberto, la posición de Manuel respecto a la
propiedad privada o la disciplina policial que cuida el orden en las calles. En
cualquier caso, todos ellos son efectos de subjetivación, resistencias fructíferas
formadas como respuesta a los ejercicios de poder que tratan de reprimir, sujetar y
fijar, pero que, como la calle fúnebre en la novela que es desamortizada, se
encuentran en constante construcción.
El camino recorrido por Maltrana a lo largo de la novela está principalmente
caracterizado por la dificultad, la oscuridad y la tortuosidad: los “ocultos pedruscos
bajo los pies en los que tropezaban” (87) a su paso por El Pardo así como la continua
alusión a la niebla “que le ocultaba los objetos” (139) hacen de su periplo urbano un
“tangled bank” (Darwin, Origin 408), una “marcha penosa” (298) que bien podría
venir a representar el “tortuoso camino” (La horda 86) de altibajos que el
256

desheredado está obligado a recorrer para sobrevivir y asegurar la conservación de su
especie. A pesar de “flaquear sus piernas” (298) y quedar el personaje “sin fuerzas
para moverse” (308), recorrerá un último camino cuesta arriba –la misma “ascensión
fatigosa” de Juan Alcázar— donde el personaje llegará a “lo más alto de un
montecillo” (332) en el cerro de los Corvos, desde donde domina visualmente la
ciudad de Madrid, la “imponente metrópoli” (333). Si la acción narrativa de Aurora
arrancaba en ese punto de la montaña lleno de luz al que Juan quiere conducir a todos
los desheredados de la tierra, será en este mismo punto álgido donde Isidro concluya
su viaje urbano reconociendo su fracaso por haber “desertado de su origen” (336) y no
haber sabido guiar a la horda de infelices en su camino a las alturas, esto es, a la
acción revolucionaria. Con el último sueño de Manuel, Baroja cerraba su novela con
una nota de desconfianza hacia las masas por la inviabilidad de las soluciones
colectivas; Blasco imprimirá un giro a dicha política de masas convirtiendo a su
personaje en líder y agitador de muchedumbres concienciadas. Maltrana expresa su
deseo de reconquistar la urbe pero esta vez apoyado por el ejército de la horda, por la
fuerza del número que confiere poder a las multitudes. Sin embargo, al contemplar
“una prolongación de su vida, un desdoble de su personalidad” (336) esto es, su hijo,
la rebeldía muta súbitamente a resignación, actitud que disuelve el objetivo social-
colectivo en el individual: “Ya que el mundo estaba organizado sobre la desigualdad,
que figurase su hijo entre los privilegiados, aunque para ello tuviese que aplastar a
muchos” (336-37). Una vez más, la aceptación y la sumisión ceden ante la rebelión y
Maltrana volverá a convertirse en posicionarse del lado del poderoso.
Ambas novelas presentan un orden circular: La horda reubica a Maltrana en
los márgenes occidentales de la ciudad, diferentes al extrarradio norte en el que
comenzó el relato, pero en cualquier caso, no deja de ser periferia. Aurora termina
257

como comenzó, con el alza del discurso del orden y el poder de los que tienen las
armas que si bien al principio son puestas en manos de los cazadores, al final serán de
los policías y los guardas, encargados de apoyar y mantener el status quo, los cuales
se aseguran que el sujeto marginal, silenciado, retorne a su lugar periférico de origen.
La circularidad de las novelas que asigna a los personajes la misma ubicación espacial
marginal y periférica de la que partieron en su viaje urbano parece enmarcar el peso
de las leyes deterministas que fija su destino. Ahora bien, aunque en esta línea
Vickers afirma que el argumento de La horda “se desarrolla según las fuerzas
deterministas que actúan sobre él” (“Blasco Ibáñez” 468), hay que señalar que frente a
esta visión naturalista y limitadora propia de la novela decimonónica en que el medio
social determinaba plenamente las acciones de esos niños criados en los suburbios
madrileños cuyo destino era convertirse en criminales se erige una actitud optimista y
prometedora, dinámica si se quiere, que pasa por hacer una llamada de atención, una
denuncia al abandono e invisibilidad a la que se relega al sujeto marginal como
problema social de índole nacional. Para ello, Blasco, igual que hiciera Baroja,
concede una visibilidad a ese sujeto (bien bajo la forma del golfo como Manuel, del
criminal como Jesús o del intelectual desheredado como Isidro) para proferir una
amenaza a la clase media “que no ve a la muchedumbre famélica esparcida a sus pies”
(La horda 335) y una llamada a la acción a la horda de desheredados para que deje de
“permanecer inmóvil, exija con altivez y entre en Madrid, no al amanecer, sino al
mediodía” (335). Las palabras del propio autor de que la literatura debe “representar
las cosas como deben ser y no como son” (La maja 193) apuntan a que la exhortación
a la acción, aunque ahogada por la resignación de Maltrana, abre nuevas
posibilidades, nuevos caminos hacia un porvenir esperanzador de los más necesitados,
de, como los denominaría Blanco Aguinaga, los “verdaderos asaltantes de la alta
258

ciudadela” (Juventud 219). De ahí el interés de focalizar la acción narrativa de estas
novelas en el Madrid de los márgenes, para dar visibilidad a esta zona invisible y
escondida así como a los sujetos que la pueblan. Porque periferia no quiere decir
menos importancia: el camino circular no ha sido en vano y al ser transitado por el
sujeto, éste se ha formado, estructurándose así nuevas subjetividades que a pesar de
ser reconducidas de vuelta a la periferia, han abierto un camino que será retomado por
otros sujetos que se harán visibles mediante la toma de un desvío hacia el centro
urbano. Parte de esta visibilidad reside en el uso de la palabra “invasión” (La horda 8)
por parte del narrador muy al principio de la narración para referirse a la entrada de
los traperos en la ciudad, adelantando de esta forma que la mera presencia del
trabajador en la calle pronto cobrará matices revolucionarios y se convertirá en
invasión. Habrá que esperar hasta los años de la Segunda República para poder hablar
de novela plenamente revolucionaria en la que tanto el espacio textual como el urbano
será invadido por esas masas, por esos sujetos de la periferia, por esas muchedumbres
convertidas en ejército las cuales se guiarán por el calor del círculo rojo para salir a la
luz, tomar la calle y reclamar lo que es suyo, como se verá en el último capítulo.
259

CAPÍTULO 3
Lamentos, placeres y acción en las calles de Lamentación (1922) y La Venus
mecánica (1929)
Madrid se convierte así, desde las primeras décadas del siglo XX, en
centro de comunicaciones y servicios, sede privilegiada del capital
financiero, núcleo de incipiente desarrollo industrial
y capital de la vida y la industria cultural.
Juliá, Madrid 453
Extiendo la mirada por la calle y siento la opacidad de las almas de los transeúntes.
Benavides, Lamentación 244
El orden no surgía de la boca de los fusiles, ni del destello de los uniformes; el orden
se incubaba en una multitud desposeída y rota que atravesaba ahora en amenazadores
grupos los barrios desiertos.
Díaz Fernández, La Venus mecánica 268
Las primeras dos décadas del siglo XX fueron convulsas y aceleradas, tanto a
nivel social como político y económico. El lento proceso de industrialización iniciado
a finales del siglo XIX se seguirá consolidando y en la década de 1910 la ciudad
experimentará su primer gran despegue industrial, estrechamente vinculado al auge de
la construcción. Si bien desde 1900 Madrid se entrega a un proceso de construcción
desenfrenada que alterará su fisonomía, la estructura social cambiará igualmente para
acoger a un interesante y complejo panorama social. 62 Las considerables migraciones
rurales, el consecuente crecimiento urbano y las concentraciones de la población en el
centro metropolitano corren paralelos con los avances tecnológicos, las huelgas
callejeras, los enfrentamientos sociales, la construcción de nuevos edificios y las
62
En 1910, cuando despega el desarrollo industrial, la fuerza de los movimientos obreros es
considerable: a la presencia de un proletariado industrial más numeroso y mejor organizado (la U.G.T.
creció en número y a principios de los años veinte ya cuenta con 200.000 miembros) aunado por el
ideal del socialismo y por el deseo común de emancipación social se suma la anarquista C.N.T. cuya
táctica de la acción directa contrasta con la moderación de la U.G.T. y que jugará un papel fundamental
en las luchas proletarias y en las manifestaciones callejeras hasta el final de la guerra civil.
260

profundas transformaciones urbanísticas. 63 Juliá señala que en los años diez y veinte
“Madrid cambiaba a ojos vistas” (Madrid 437). Estos años fueron testigo de un
desarrollo urbano excepcional durante el cual la urbe lucha por convertirse en una
metrópolis moderna internacionalmente reconocida. Especialmente la década de los
años veinte delimita un periodo muy activo en lo que a nuevas construcciones
arquitectónicas se refiere, como se irá descubriendo en el análisis de los textos
elegidos, empezando a configurarse ya la imagen de una ciudad que, “libre ya de
frailes, de aguadores y de mulas” (434) se prepara para ejercer como capital de la
República.
A esto hay que añadir el dinamismo que la dictadura de Primo de Rivera
imprimió a la economía española en los años veinte, un dinamismo alentado por las
favorables circunstancias internaciones que contribuyó a acelerar los fenómenos de la
modernidad en la capital española. Una ambiciosa política de obras públicas, la
creación de grandes empresas estatales como la Compañía Telefónica y la renovación
de la red de carreteras están entre las innovaciones que la dictadura puso en marcha y
que caracterizan el doble proceso de crecimiento y de modernización económica de
esta época. Aubert ha documentado bien el balance del capítulo económico de la
política de la dictadura (“Dictadura” 48-53). Dado que los proyectos de planificación
y reforma urbana están intrínsecamente ligados al capital, la literatura de la época
girará en torno a una discursividad económica que construye una imagen capitalista de
la ciudad dominada por una actividad económica muy intensa, rasgo que se
manifestará en los edificios dedicados a las finanzas construidos durante las dos
63
Madrid duplica su población en los primeros 30 años del siglo, y pasa de 539.935 a 952.832
habitantes, según datos proporcionados por Santos Juliá (Madrid 435). Junto a estas cifras, resultado
del aluvión migratorio, hay que añadir que la esperanza de vida al nacer incrementa de 34,8 años en
1900 a 41,2 en 1920, y 50 años en 1930, lo que apunta a una mejora del estado general de la población.
Además, el retroceso de la mortalidad infantil juega un papel fundamental en este incremento de la
población.
261

primeras décadas del siglo. Se trata de una ciudad en la que todo circula, se compra y
se vende, adquiriendo un valor de cambio que determina su posición en la sociedad y
que hace además que todo se desarrolle a un ritmo vertiginoso. Una de las marcas
fundamentales de la modernidad urbana la confiere el cuadro moderno de la acción,
acción que se extiende a la ciudad y que no es más que una expresión de todas esas
transformaciones a nivel urbano que cambian la apariencia de la urbe. Aunque Ramos
afirma que la ciudad es el ámbito indiscutible de la novela de vanguardia, habría que
precisar que el verdadero espacio por excelencia de la modernidad urbana es la calle.
El protagonista de la literatura vanguardista es el sujeto que abandona para siempre el
campo, el mundo rural, para convertirse en ciudadano y afincarse en la ciudad, por
cuyas calles se desplazará continuamente a pie, en coche o en tranvía. La calle ofrece
un espectáculo animado y dinámico: lugar de aventuras y de encuentros fortuitos,
efímeros y fugaces; coches que pasan, ascensores que suben y bajan, metro, puertas
giratorias en la entrada de los grandes bancos y los hoteles, las luces y las pantallas de
los anuncios, la música de los cabarets que se derrama en la calle, el ritmo acelerado
del tráfico que produce mareo y vértigo a los transeúntes. Sin embargo, la calle no es
solamente un espectáculo fascinante y excitante: también es un cuadro doloroso,
donde queda manifestada la desigualdad social y económica; un escenario
mecanizado, incongruente, agresivo, caótico, ámbito de la alienación y la angustia.
Esta naturaleza dual de la calle se corresponde con la doble imagen de la
ciudad como espacio generador de placer, fascinación y curiosidad por un lado, un
espacio que abre un marco de libertad al individuo el cual tiene ante sí un sinfín de
posibilidades para el ocio, el juego y el amor; y por otro un espacio alienante y
opresor que impone sobre el individuo impersonalidad, anonimato y falta de
especificidad. Ámbito que fascina y que horroriza; que atrae y repele, en definitiva, un
262

escenario donde confluyen “dreams and fears”, retomando las palabras de Calvino
(Invisible Cities 44). La literatura de la época se hará eco de estas transformaciones
urbanas y recogerá estos discursos alrededor de la imagen ambivalente de la ciudad.
Es por ello que un estudio de la calle es altamente pertinente, en primer lugar como
espacio que registra el dinamismo que las agresivas transformaciones de las
estructuras urbanas y sociales imprimieron en el ámbito urbano y en segundo lugar
como espacio simbólico donde el escritor muestra su escepticismo y preocupación
ante los efectos de la modernidad, a la vez que su expectativas y curiosidad ante los
mismos.
El protagonismo de la calle en los textos se va a traducir en unas dinámicas
sociales, económicas y políticas que a la luz de las nuevas construcciones urbanísticas,
la metamorfosis de las calles, las nuevas tecnologías, los nuevos medios de
locomoción, las nuevas subjetividades que (re)aparecen en espacios públicos, las
nuevas relaciones de mercado y en definitiva la aceleración del ritmo urbano, definen
la ciudad y sus calles como un ente en movimiento, en continua circulación, trasunto
de la experiencia moderna del individuo. Me hago eco de las palabras de Ugarte
cuando afirma, por ejemplo, que Gómez de la Serna, escritor vanguardista, “is bored
by transcendence” (Madrid 121) y las extiendo a Benavides y a Díaz Fernández. Estos
escritores se interesan por el momento inmediato, el conflicto puntual, la contingencia
momentánea, las sensaciones comunes y ordinarias que la calle como espacio-tránsito
genera en el individuo itinerante y que le hacen actuar de forma determinada.
Las dos novelas que he elegido examinar en este capítulo, Lamentación (1922)
de Manuel Benavides y La Venus mecánica (1929) de José Díaz Fernández, están
impregnadas de todos estos acontecimientos, complejos y contradictorios, pero
privativamente urbanos. En ellas, la calle adquiere un protagonismo esencial para
263

manifestar el dinamismo que domina la nueva sociedad urbana: los personajes
constantemente circulan y se convierten en transeúntes; las mercancías se admiran, se
compran y se venden; los medios de transporte nuevos se mezclan con los antiguos e
invaden el centro urbano; se producen huelgas y revueltas populares en las que las
masas de obreros pugnan por apropiarse de espacios urbanos dotados de un enorme
poder simbólico; las construcciones arquitectónicas impregnan la conciencia del
individuo, dando lugar a nuevas mentalidades, subjetividades y psicologías derivadas
principalmente del contacto entre individuo y cosmópolis moderna. Como se irá
descubriendo, los textos presentan muchos elementos en común, producto de una
realidad de la que no pueden sustraerse: la convivencia de tradición y modernidad,
quietud y movimiento, en las calles urbanas; el predominio de una discursividad
económica; la cosificación y mecanización del individuo; la aparición de las
multitudes y los efectos de las mismas en la conciencia del individuo. Es
particularmente importante resaltar que como corolario de la idea introducida por
Blasco Ibáñez, los dos textos ponen de manifiesto la relación de dependencia de la
ciudad –entendida en su centro urbano—y de las afueras: igual que la urbe necesitaba
del extrarradio para su limpieza y reciclaje, la misma ciudad necesitará de la presencia
de la inmigración rural masiva en sus calles para completar su proceso de
modernización en Lamentación; asimismo Madrid necesitará del extrarradio para
sobrevivir, no tanto en términos de higiene y organización, sino para imprimir un
carácter revolucionario al conflicto callejero que traería orden y justicia social a la
capital, como bien apunta el narrador de La Venus mecánica.
Por último, conviene hacer notar que el interés de estas novelas por construir
una ciudad en movimiento en la que sus habitantes son bombardeados con imágenes
fragmentarias de transeúntes que aparecen y desaparecen, de automóviles que cruzan
264

las vías y de tranvías que se llenan y se vacían en un instante, es transmitido de forma
coherente en la construcción narrativa. La técnica compositiva definitivamente influye
en la disposición de las secuencias narrativas. Lamentación está dividida en trece
capítulos que describen el paisaje urbano y humano y que fluyen con mayor o menor
rapidez, dependiendo de la acción y del estado de ánimo del protagonista cuya vida
llena las páginas del texto. Las secuencias de movimiento dramatizadas más extensas,
de ritmo lento, normalmente se corresponden con la descripción de un encuentro
sexual o de una mirada introspectiva del propio personaje en un espacio privado. A su
vez, estas secuencias alternan con otras más cortas, fragmentadas, llenas de
movimiento, de ritmo más rápido en las que el personaje camina por la calle,
frenético, impetuoso, a veces sin rumbo fijo, otras con un destino claramente definido.
De modo parecido, La Venus mecánica está plagada de escenas cinematográficas que
transcurren a un ritmo vertiginoso. La estructura narrativa de la novela es
interrumpida frecuentemente para dar entrada a personajes que aparecen con la misma
rapidez que desaparecen. Un “intento consciente de fragmentar el texto en tensión con
el desarrollo lineal” (Boetsch, Díaz Fernández 104), la novela fluye con la rapidez
cinematográfica de los episodios cuyos títulos parecen carteles luminosos en las
fachadas de los edificios que pueblan las páginas de la novela. Mediante capítulos que
fluyen y escenas que se suceden de forma dramatizada, los autores confieren
dinamismo y simultaneidad a sus textos en los que todo sucede a la vez, tanto en el
espacio urbano como en el textual. Benavides y Díaz Fernández se debatirán entre los
avances y ventajas del progreso y la emancipación humana que éste trajo consigo por
un lado, y la desigualdad económica y la alienación que el dinamismo inherente a la
modernidad impuso en el individuo por otro lado. Pero ambos encontraron en la calle
y en el paseo del sujeto –del “transeúnte” como nueva conceptualización del flâneur
265

del siglo XX—la mejor forma de explicar, desde distintos posicionamientos de clase
y de género, qué quiere decir realmente ser ciudadano moderno y urbano en sus
variadas formas.
3.1 Conflicto, paraíso y nuevas psicologías urbanas en las calles de Lamentación
(1922) de Manuel Benavides
Lamentación, novela desconocida y poco explorada, debe ser rescatada como
uno de los primeros textos españoles que recogen la experiencia urbana moderna. En
el artículo “Entre el organillo y el jazz-band” Carlos Ramos identifica la metrópolis
como ámbito indiscutible de la vanguardia, realizando un minucioso recorrido por la
narrativa vanguardista el cual arranca en 1925 con Sentimental dancing de Andrés
Álvarez y concluye en 1934 con Hermes en la vía pública de Antonio de Obregón. No
deja de sorprender que no exista una sola mención a Lamentación. Si según Cano
Ballesta “la gran empresa de la prosa vanguardista es plasmar en su sorprendente
retórica la integración del hombre en la cosmópolis moderna” (Literatura y tecnología
172) el texto de Benavides debería incluirse en el análisis de Ramos pues ofrece con
gran detallismo la relación entre individuo y ciudad, una relación de amor y odio, de
fascinación y rechazo, que encuentra en la calle su punto de partida. La calle define
las prácticas sociales así como las dinámicas económicas y culturales sobre las que
descansa la construcción de la urbe moderna. Por medio de este espacio social el autor
construye una imagen de la ciudad ambivalente que oscila por un lado entre un
escenario lúdico que incita al placer y al encuentro con la figura femenina y por otro
lado un espacio ligado a un sistema económico que fomenta la alienación existencial.
Obra autobiográfica según Lacarta (Madrid 221), Lamentación es la historia de
un personaje sin nombre, sin especificidad, que emigra a Madrid de su mundo rural
266

con el fin de establecerse como literato y periodista. Descubrirá la ciudad a través de
continuos paseos, una actividad formativa y principalmente dolorosa (gran diferencia
con el flâneur decimonónico) que lo expone a una serie de estímulos sensoriales hasta
ahora desconocidos los cuales tendrán precisos y poderosos efectos de subjetivación,
lo que permitirán al individuo posicionarse social, moral y económicamente en la
ciudad moderna. La ciudad le asusta hasta el punto que “renuncia salir a la calle
durante el día” para aventurarse en las noches a descubrir ese mundo nuevo, hallazgo
que se amplía a las mujeres que encuentra en la calle y a las que el personaje sigue
ávidamente. Su itinerario urbano está dominado por los altibajos que la “ciudad
insensible” impone: concluirá su camino vagando por las calles solo, hambriento y
desesperado, rodeado en última instancia por una masa de huelguistas que lo salva de
la muerte.
La recurrente aparición de la calle en el texto como lugar convertido en
espacio-tránsito por la acción del personaje define lo que podríamos denominar una
novela itinerante en la que todo se encuentra en constante circulación, como bien
muestra la peripecia urbana del personaje. 64 Desde su primera llegada a Madrid en un
viaje en tren hasta la última escena en que vagabundea por las calles sombrías y
dominadas por el silencio, la existencia urbana del sujeto estará dominada por un
continuo desplazamiento el cual incluso invadirá el ámbito privado: a la espera de la
inspiración creativa el personaje no cesa de pasear por la habitación bajo el pretexto
de que “los movimientos rápidos originan una especie de borrachera mecánica” pues
“una marcha rápida tiende a llevar a su paso los demás órganos del movimiento”
64 El reiterado uso del término “transeúnte” cuya etimología de origen latino alude al usuario del
espacio urbano que se desplaza de un lado a otro y que no está allí sino de paso, de forma transitoria,
apunta a la naturaleza itinerante del texto. Como se verá, este significado se ajustará perfectamente a la
experiencia urbana moderna según la cual todo en la calle ocurre a una velocidad vertiginosa, a un
ritmo frenético y donde nada permanece, sino que, de manera transitoria, tiene una duración limitada.
267

(Lamentación 18). Este continuo transitar debe leerse a la luz de la imagen de la nueva
sociedad moderna en la que todo se compra, todo se vende, todo circula, en un
constante ir y venir. Responde sin duda esta idea a la “everlasting uncertainty and
agitation” que caracteriza a la sociedad capitalista en la que “all fixed, fast-frozen
relations, with their train of ancient and venerable prejudices are swept away”
(Tucker, Marx-Engels 476). En efecto, si todo fluye y todo es un constante devenir,
como diría Heráclito, la sociedad madrileña que Benavides plasma en las páginas de
su novela ha de ser descrita, en palabras de Marx, como un “organism capable of
change, and constantly engaged in a process of change, in a fluid state, in motion”
(Contribution 103), palabras de las que se desprende la idea de movimiento que
subyace al texto de Benavides y que cobrará plena realización en La Venus mecánica.
La primera sección analiza el carácter conflictivo de las calles en la novela,
carácter ligado a un sistema económico que fomenta la alienación y que dicta nuevas
relaciones entre los individuos basadas en la pérdida de sensibilidad y el anonimato.
Estos “males” a los que pronto el personaje se adaptará para practicarlos él mismo
son, según Gómez Pin, inherentes al universo urbano, “su condición de posibilidad y
su generador” (El drama 57) y contrastan fuertemente con el mundo rural del que
proviene el personaje, contraste del que se valdrá el narrador para someter a crítica a
la sociedad urbana. El paulatino hallazgo de la ciudad con todos los “males” que la
rodean corre paralelo al encuentro con las mujeres que el protagonista sigue en sus
paseos callejeros, cobrando las calles oscuras y silenciosas un valor metafórico
positivo como espacios lúdicos que incitan al placer y al despertar sexual, y con éste a
la adaptación urbana pues urbe y ciudad se equiparan en sus formas y en sus
recorridos. De ello se ocupará la segunda sección. Por último, se examina la calle
como espacio que posibilita la toma de acción al contacto con la masa, sujeto
268

colectivo que hace de este espacio social un escenario propicio para transformar la
configuración social, como bien muestra la última escena de la huelga, una referencia
constante en la literatura de la época. El papel de la mujer y de la masa están
íntimamente ligados no sólo porque a partir de la canonización del deseo como
elemento urbano y de la construcción de la calle como ámbito de la reivindicación se
desprende una imagen más o menos positiva de la ciudad, sino también porque el
contacto del personaje con ambos cuerpos coincide: será entre “la monstruosa ola de
gente que dificultaba la circulación” que el paseante divise “muchas mujeres
deliciosas” (Lamentación 25). Las tres funcionalidades analizadas de la calle –
conflictiva, placentera y reivindicativa— contribuyen a la transformación del
individuo rural en personaje urbano y oscilan, como los mismos desplazamientos y
experiencia urbana del sujeto, entre una imagen de la ciudad como locus del placer y
al mismo tiempo vórtice de la conflictualidad.
3.1.1. Calles como vórtice de la conflictualidad
El mismo título de la novela adelanta la experiencia dolorosa del individuo en
el Madrid de los años veinte. El personaje es emisor de continuos lamentos a su
llegada a la “ciudad enemiga” (Lamentación 6), esa ciudad que arranca violentamente
“todas las ilusiones que había forjado durante los estudios universitarios” (5) y lo
enfrenta al encuentro de “la desolada aparición de un semejante” en la calle (8), esos
transeúntes que encuentra a su paso, todos ellos sujetos de lamentaciones –“llantos de
niños, ruegos de miserables, gritos de mujeres supliciadas” (9). Los llantos se
extienden igualmente a las calles que, oscuras y silenciosas, emiten un “rosario de
amarguras” emanando así un “aliento envenenado” (9) que se filtra por sus sombras
nocturnas. Es interesante hacer notar que sin ser privativo de los seres humanos, todo
269

lo que se da cita en la calle se alza como emisor de lamentaciones y quejas doloridas:
las campanas de los relojes que en las calles solitarias del centro “concentran todos sus
rumores”, adquiriendo “una sonoridad augusta y temible” (10); las lámparas eléctricas
que se balancean produciendo “una queja triste y dolorida”; y el mismo aire que sopla
entre las callejuelas produce un ruido agonioso, “como si pidiese auxilio” (75). La
calle y el espectáculo sórdido y deplorable que se desarrolla en la misma hace sufrir al
transeúnte, hasta el punto que éste decide renunciar “a salir a la calle durante el día”
(6). De esta manera, parece justo afirmar que tras el título de la novela se esconde la
imagen que el narrador quiere transmitir del mundo urbano y de sus calles: alejada de
cualquier imagen paradisíaca o utópica, la ciudad es el locus del conflicto, del dolor y
del lamento, un valor negativo que no es novedoso ni privativo de la novela de estos
años pues como Ramos indica, aunque el referente citadino se haya modernizado, la
ciudad aún conserva el “mundanal ruido” que despertaba el rechazo y el “menosprecio
de corte” en renacentistas y barrocos (“Entre el organillo”145).
Schorske resume tres actitudes de los escritores hacia la ciudad: si en el siglo
XVIII la Ilustración veía la urbe con una actitud positiva, como cuna de la
civilización, la educación y la cultura, en el XIX rechazó dicho entusiasmo y la ciudad
empieza a ser considerada como escenario del vicio, una actitud que se intensifica a
finales del siglo cuando, por la influencia naturalista, la ciudad es percibida como
espacio artificial y como fuerza inductora que fomenta el desarraigo y la pérdida de
sensibilidad (“Idea of the City” 109). Será ésta la visión que predomine en la novela
de Benavides aunque, como se vio en Galdós o en Blasco, seguirá existiendo una
visión contradictoria de la ciudad gestada en el XIX con Baudelaire, entre imagen
fascinante que despierta admiración y una realidad conflictiva que impele al rechazo.
Virtud y vicio, paraíso y conflicto, lo cierto es que a principios del siglo XX –y ésta es
270

la tercera actitud a la que se refiere Schorske—la ciudad es escenario por excelencia
de la existencia moderna que lejos de ser una referencia literaria fija se construye
como referente subjetivo que debe ser vivido y experimentado, lo cual será justamente
lo que hagan los personajes de Benavides y Díaz Fernández.
Una de las estrategias utilizadas por el narrador para transmitir una imagen
negativa de la ciudad es introducir tintes idealizados del mundo rural como depositario
de la virtud y de los valores tradicionales, en contraste con lo sórdido y las numerosas
claves conflictuales que encierra el escenario urbano. La mención al origen rural del
personaje y las escasas pero significativas alusiones al espacio natural tienen la
función de enfatizar aspectos de la vida urbana marcados por la negatividad. El
antiguo tópico cultural de la idealización del campo y el rechazo de la ciudad que
Raymond Williams contextualizó en The Country and the City flota desde las
primeras páginas del texto, afirmando el personaje un sentimiento de un “naturismo
místico” manifestado ante cualquier ser humano. Este sentimiento, herencia e
influencia “de las costumbres patriarcales del pueblo”, queda lapidado y ahogado al
ser trasladado a la sociedad urbana, “agostando lo mejor y más emotivo del alma” del
personaje (Lamentación 6). Lo rural aparece en la novela como un ámbito fuertemente
imbricado en la mente del personaje que lo sujeta y le impide su plena adaptación al
mundo urbano. En parte ahí radica la lamentación: en la imposibilidad de dejar atrás
sus “pasos provincianos” para entregarse plenamente a sus nuevos pasos urbanos y
transplantarse definitivamente a la “arisca y ceñuda población” (6). Como señala
Ramos, “la modernidad de Madrid en los años de la vanguardia es incompleta, y está
marcada aún por la presencia de lo rural” (“Entre el organillo” 131). De los continuos
flashbacks a través de los cuales el personaje recuerda sus tiempos y experiencias en
su pueblo –los abrazos emotivos de su madre al despedirse en la estación, la magnífica
271

merienda que su hermana Maruja cuidadosamente le preparó para el trayecto en tren,
el reloj de su abuelo que su madre le legó con cariño, las palabras de su padre que
retintinean constantemente en la cabeza del personaje, “procura hacer útiles nuestros
esfuerzos” (Lamentación 15)— se desprende una nostalgia la cual remite a una
“persistente mirada retrospectiva” hacia esa sociedad rural, nostalgia que aparece en la
narrativa de vanguardia con cierta frecuencia. 65
Algo parecido ocurre con la naturaleza: como lugar asociado a la tranquilidad
y al sosiego del mundo rural, el estado de naturaleza aparece en la novela con
connotaciones paradisíacas, como un espacio que invita a la reflexión y a la
meditación, apartado de la corrupción de la urbe. Es por ello que en “la tenebrosa
soledad” de los jardines del Prado (Lamentación 108), en la “serenidad lóbrega” de
Rosales y del Retiro (179) o en el norte, más allá de los confines urbanos, el personaje
encuentra “un encanto augusto” (110). La manera en que el personaje experimenta la
naturaleza en el ámbito urbano es diferente a cómo la experimentaría un sujeto que
vive en contacto directo con la misma. Simmel señala que las profundas alteraciones
que produce el dinero en la relación entre el individuo y su entorno afectan también a
65
Existen numerosos ejemplos de esta presencia de lo rural en la narrativa de vanguardia bajo
diferentes formas. A veces esta presencia es fruto de la nostalgia del narrador por un mundo perdido: en
el relato “Esa vaca y yo”, incluido en el libro Yo, inspector de alcantarillas de Giménez Caballero, el
personaje sobrevive en el inhóspito ambiente urbano gracias a una perversa relación con una vaca, lo
que a su vez lo lleva a querer recuperar su origen rural. Esta historia recuerda en gran medida a
Lamentación en tanto que el personaje se muda a una casa de huéspedes y también por la naturaleza
negativa y “quejosa” del lenguaje utilizado: “Soy una verdadera ruindad humana, uno de esos
productos que cría y pudre una gran ciudad, y que terminan siempre en una casa de huéspedes, sin otra
fraternidad que la de otros seres semejantes a ellos” (45). En otras ocasiones, la presencia de lo rural
constituye simplemente la constatación de un hecho y encierra una crítica hacia la imposibilidad de
desprenderse del peso de la tradición y por ello la dificultad de integrarse en la modernidad del siglo
XX. Exponente de esta actitud será el discurso de uno de los personajes de La Venus mecánica, una
escultora haitiana llamada Aurora Nitti, quien alude al atraso de las tradiciones de los hombres de
Madrid como un lastre que ata a la capital moderna a su pasado, impidiéndole ubicarse completamente
en la modernidad: “Los carpetovetónicos. Los españoles de Madrid. Están muy atrasados. Todavía
hablan con las novias desde la calle, a tres pisos de distancia, para terminar casándose con ellas.
Algunos quieren morder a las mujeres que pasan. Otros se cuelgan al cuello medallas y escapularios y
van por ahí, con una vela en la mano. Son unos bárbaros” (260). Este comportamiento “bárbaro” será
ejemplificado por el personaje de Lamentación, quien hace gala de su ubicación al margen de la
urbanidad social cuando se acerca a una mujer en la calle para tocarla, obrando así por impulsos y
movido por instintos casi animales propios de una comunidad pre-social.
272

la naturaleza: “Our whole life also becomes affected by its remoteness from nature, a
situation that is reinforced by the money economy and the urban life that is dependent
upon it. The distinctive aesthetic and romantic experience of nature is perhaps
possible only through this process” (Philosophy 478). Por experiencia estética y
romántica Simmel entiende la mera contemplación de un espacio lóbrego y silencioso
donde el sujeto encuentra refugio y tranquilidad, “a feeling of yearning estrangement”
que sólo un urbanita puede experimentar. Recordemos que ésta era la forma en que
Juan o Isidro, sujetos urbanos, experimentaban el espacio de la naturaleza en los
alrededores de Madrid. Esta experiencia se basa no sólo en la ruptura o destrucción de
relaciones por medio del dinero, sino también en la creación de nuevos vínculos que
no serían posibles sin la previa destrucción. Aquí reside la ambivalencia que un
sociólogo como Simmel atribuye a la cultura monetaria, bien manifestada en su
famoso artículo sobre la metrópolis, como se confirmará en las siguientes páginas.
Asimismo, en la transición de una sociedad rural a una urbana, la calle
constituirá el punto donde se concilian ambos mundos: el sujeto buscará las calles más
extraviadas y solitarias, “lejos del artificio de los cafés vocingleros y de las plazas
luminosas”, para refugiarse en el “misterio de lo viejo y poco transitado, de lo retraído
y silencioso” (Lamentación 6), así como en las callejuelas “sin aceras y de piso
escarnecido, erizado de picos, sin sutura en las piedras” (7), que son lo más parecido
al paraje rural salvaje, sin urbanizar, que caracteriza a los pueblos a los que aún no ha
llegado la modernización. La “dulce emotividad de estas vías” (7) contrastará
fuertemente con la irritación que producen “las ranuras del adoquinado” (180),
sinécdoque de la sociedad urbanizada.
En medio de esta modernidad incipiente, la pervivencia de lo rural se deja ver
en las calles madrileñas. Gómez de la Serna señalaba cómo en las calles del Rastro,
273

zona periférica al sur de la urbe, “van más carros que coches y pasan algunos burros
ingenuos” (El Rastro 33). Pero no hay que desplazarse a la periferia. En un documento
publicado el mismo año que la novela de Benavides, una viajera inglesa captura la
convivencia de ambas vertientes en la calle de Alcalá, calle céntrica por excelencia:
“In the centre of the street the yellow trams dawdled up and down in what appeared to
be an interminable sequence; they suggested the prosaic struggle for life, as
exemplified by the human ants that were swarming in and out at the stopping-places.
As I looked, a high powered car of the latest type dashed up-hill and was forced to put
on the brakes suddenly because a team of mules, drawing a country cart, had got right
across the roadway” (Erskine 8). No sólo llama la atención la convivencia de progreso
y tradición en la calle, sino también la referencia a las mulas (símbolo del pasado) que
cruzan el escenario callejero dominado por el tranvía (símbolo del porvenir), el cual
vino precisamente a sustituir a las mulas, produciéndose de esta manera una confusión
social a nivel de la calle. 66
Si bien en La horda había que viajar a los márgenes urbanos para apreciar
cómo el “Progreso” no es igual para todos y para experimentar ese mundo de masas
periurbanas al margen de toda modernidad que pasan hambre y que viven de los restos
del mundo moderno, en Lamentación la misma calle del centro urbano pondrá en
66
El primer tranvía arrastrado por mulas se inauguró el 31 de mayo de 1871 con una línea que nacía en
la calle Serrano, pasaba por Alcalá, hasta la Puerta del Sol y seguía hasta el barrio de las Pozas. Este
primer tranvía ya es objeto de representación en la novela galdosiana de 1871 La novela en el tranvía,
novela desarrollada en torno a una metáfora geográfica que ya introduce una nueva realidad urbana, la
del tranvía, en el cual los individuos se rozan, se encuentran y se desencuentran para no volverse a ver.
En 1879 la línea de tranvía Madrid-Leganés empieza a funcionar con tracción de vapor, y ya en 1899
comienzan a funcionar los tranvías eléctricos, que sustituyen a las mulas, con la primera línea
conectando la Puerta del Sol y el barrio de Salamanca. Según Azaña, el tranvía empezó a perder las
mulas justamente “cuando España acabó de perder las colonias” (Obras 22), con lo que “la ciudad pudo
sentirse libre del pausado ritmo que tal medio de locomoción imponía a los hábitos de sus ciudadanos”
(Juliá, “De población” 143). Junto a la puesta en funcionamiento de las primeras líneas de metro en
1919, los tranvías transformaron la fisonomía de la ciudad y contribuyeron a consolidar el proceso de
industrialización iniciado en el último tercio del siglo XIX.
274

contacto ambos mundos, tradición y modernidad. Precisamente la toma de conciencia
social acontecerá al presenciar esta injusticia:
Discurren a mi lado las gentes de vida sosegada, sin inquietudes ni afanes,
almas dormilonas en la gran ciudad insensible. Más adelante por las calles en
que respira la sordidez ciudadana. Una vieja se arrastra por el suelo, sombría y
miserable. Sus manos, abultadas por la porquería, pujan de un saco en el que
va prensando anuncios de teatros, de bailes y de fiestas galantes, de todas esas
cosas que ella no gozó nunca… Verdaderamente los ricos, los hartos se
exhiben con demasiada audacia entre nosotros los pobres, la canalla
hambrienta. Echo a andar, desafiando con mi gesto a los idiotizados por la
mesa abundante… Extiendo la mirada por la calle y siento la opacidad de las
almas de los transeúntes. (243-44)
Los años 20 fueron años de euforia económica, estando la mayor parte de la dictadura
de Primo de Rivera (1923-1929) regida por un periodo de prosperidad. Sin embargo, a
través de esta construcción personal y subjetiva Benavides muestra un mundo en el
que convive una minoría urbana selecta y un estrato popular que sufre de las
necesidades más básicas y que, sin acceso aún a la modernidad, vive en condiciones
de precariedad. 67 Si en el caso de La horda la exclusión geográfica de los pobres era
una consecuencia indirecta de la situación económica, en este caso los ricos y los
pobres conviven juntos dentro del círculo rojo y existe un voluntarismo por parte del
rico que le lleva a “exhibirse con audacia” entre los pobres como forma de hacer
ostensible su capital económico. Además, los ricos siguen haciendo gala de una
ceguera que, igual que los habitantes del círculo rojo de La horda, no les permite ver
67 Viene a la mente una escena de Pájaro Pinto (1927) de Antonio Espina en que la masa urbana, “esa
gente del pueblo, esas que salen en las zarzuelas, se apiñaban a la puerta del templo” (93), mezclándose
con esa minoría cosmopolita y educada en las calles de la urbe.
275

más allá de su abundancia. La opacidad de las almas de los transeúntes conforma una
ciudad insensible que sigue sin ver a la “muchedumbre famélica esparcida a sus pies”
(La horda 35). Sin embargo, en Benavides esta insensibilidad e invisibilidad aparece
justificada por las nuevas relaciones psicológicas que rigen en el escenario urbano
según las cuales los estímulos nerviosos a los que el ritmo frenético de la urbe expone
a los habitantes les obliga a desarrollar una actitud defensiva que se traduce en la
insensibilidad y la “vida sosegada” de los transeúntes que el personaje de
Lamentación se cruza por la calle. Por tanto, existe una ambivalencia en la actitud de
los ricos: la exhibición es un gesto voluntario, pero la opacidad de sus almas responde
a una reacción involuntaria e inevitable. La fuerte crítica social que se desprende de
estas palabras ante la desigualdad del progreso queda en cierto modo ahogada porque,
si bien el personaje muestra su disgusto ante la situación que presencia en la calle,
pronto, igual que Maltrana, optará por posicionarse del lado de los “idiotizados” a los
que con su gesto desafía en su caminar, al colocarse en una oficina del Estado y al
dejar impregnarse por los valores burgueses.
La tensión entre el mundo rural y el urbano es por tanto una constante en la
novela y normalmente aparece recreada para que la sociedad urbana pueda ser
sometida a crítica desde una perspectiva muy precisa: el aislamiento e insensibilidad
del hombre de ciudad. Efectivamente, la sociedad rural de la que proviene el personaje
entra en conflicto con otras realidades culturales propias de la modernidad urbana y
capitalista en la que el hombre se encuentra aislado. La alienación urbana y existencial
es presentada como uno de los problemas más acuciantes y preocupantes de la ciudad
capitalista y moderna, por ello mismo fuente de conflictos y foco de corrupción. El
trabajo de Georg Simmel “Metropolis and the Mental Life” proporciona un contexto
apropiado para explicar la formación de nuevas subjetividades al contacto con el
276

moderno ambiente urbano. Cuando habla de la metrópolis, Simmel se refiere a la
ciudad de Berlín de finales del siglo XIX. Sin embargo, los datos que aporta y el
tratamiento de la “mental life” en la metrópolis puede extenderse a una ciudad como
Madrid en la segunda década del siglo XX donde los procesos de industrialización
tardaron más en llegar que a cualquier otra capital europea. Será en esta década
principalmente cuando, como quedará manifestado en La Venus mecánica, se
consolida una economía del dinero y una intensa actividad comercial en la que todo
está en circulación y en continuo movimiento, como bien personifica el personaje de
Lamentación y la imagen subjetiva de Madrid construida en el texto.
Según Simmel, la ciudad no es un ente pasivo, sino un referente subjetivo que
impregna la conciencia del individuo. La psicología humana se hace eco de la realidad
urbana pues según Simmel la esencia de la modernidad es el psicologismo y el único
acercamiento posible a dicha modernidad es a través de las reacciones que dicha
modernidad provoca en el interior de cada hombre (“Rodin” 168). Dado que la ciudad
es el ámbito de la modernidad o como apunta Frisby, para Simmel “it is the
metropolis, rather than the industrial enterprise or production or rational organization,
that is a key site of modernity” (Simmel 12), el hallazgo de la ciudad dependerá y será
válido sólo a través de los estímulos a los que se expone el individuo en dicho entorno
urbano y las reacciones que dichos estímulos provocan, y al mismo tiempo estas
circunstancias externas darán forma a la vida del sujeto. Simmel vincula así la
subjetividad del individuo y la objetividad de lo urbano. A raíz de su inserción en la
vida urbana, el individuo desarrolla una serie de condiciones psicológicas que
inevitablemente perfilarán su subjetividad y que en base a las diferencias esenciales
entre el entorno urbano y el rural así como en los diferentes estilos de vida de ambos
mundos, afectarán principalmente a las relaciones afectivas, una transformación que
277

sólo puede explicarse por ese dinamismo, esa impetuosidad y discontinuidad de lo
imprevisto y lo imprevisible que introduce la vida moderna:
With each crossing of the street, with the tempo and multiplicity of economic,
occupational and social life, the city sets up a deep contrast with small town
and rural life with reference to the sensory foundations of psychic life. The
metropolis exacts from man a different amount of consciousness than does
rural life. Here the rhythm of life and sensory mental imagery flows more
slowly, more habitually, and more evenly. Precisely in this connection the
sophisticated character of metropolitan psychic life becomes understandable –
as over against small town life which rests more upon deeply felt and
emotional relationships. These latter are rooted in the more unconscious layers
of the psyche and grow most readily in the steady rhythm of uninterrupted
habituations. (Simmel, “Metropolis” 410)
El sujeto urbano tendrá mucho más complicada la adaptación a las situaciones
novedosas de su entorno que el hombre rural, pues la vida en la ciudad está dominada
por una “incesante y renovada sorpresa de gentes desconocidas y costumbres
extrañas… por el tráfago de la lucha rugidora de la población” (Lamentación 5), lo
que contrasta con la conducta basada en hábitos adquiridos del entorno rural donde el
personaje opera con “las costumbres patriarcales de su pueblo” (6) La alienación
urbana a la que es sometido el individuo quedaría bien explicada por las diferentes
condiciones psicológicas que el hombre desarrolla –o mejor dicho, se ve obligado a
desarrollar para sobrevivir en el mundo urbano frente al rural. “Consciousness”,
“rhythm of life” y “emotional” son términos claves en esta cita para entender el
cambio de actitud del individuo urbano. El ritmo de vida que impone la urbe es
rápido, casi frenético, caracterizado por “the rapid crowding of changing images, the
278

sharp discontinuity in the grasp of a single glance, and the unexpectedness of
onrushing impressions” (410), y este impulsivo ritmo de vida se filtrará en la
conciencia del sujeto. Hay numerosas referencias en el texto de Benavides a este
caótico ritmo de vida y a la reacción que provoca en el individuo: a su primera llegada
a Madrid, el personaje se encuentra “perdido en medio del bullicio madrileño” y al
mismo tiempo aturdido ante “el frenético deambular de los transeúntes” que le
producen “la impresión de seres extranaturales persiguiendo un afán inasequible” (5).
La urbe, en su “activo desenvolvimiento” (6) va a forzar en el individuo el despertar
de una conciencia urbana dominada por la frialdad y el desarraigo, una actitud o
“reserve” en palabras de Simmel, que no es más que un arma de protección “against
the threatening currents and discrepancies of his external environment which would
uproot him” (“Metropolis” 410). Esta actitud distante que Simmel denomina
“intellectualistic mentality” (412) es lo primero que llama la atención al protagonista
de Lamentación, quien proviene de un mundo diferente, un mundo rural y reducido
donde todos los habitantes se conocen, donde los hombres “hacen ofrenda de afecto y
caridad” (6) y donde las relaciones humanas están basadas en lazos afectivos. De
hecho, lo que distingue al individuo que ha desarrollado dicho “intellectualism” es que
“he reacts with his head instead of his heart” (“Metropolis” 410) esto es, se encuentra
dominado por la racionalidad el lugar de por las emociones. Simmel no emite juicio
moral alguno sobre la cualidad “intellectualista” que la vida en la metrópolis impone
al sujeto, siendo éste uno de los logros de su artículo. Por el contrario, se limita a
presentar ésta como una consecuencia directa (e incluso natural) de la economía
monetaria y la ciudad como el escenario por excelencia en el que se produce dicho
proceso. La falta de emotividad sería por tanto una consecuencia, como también lo
sería la libertad que dicha actitud racional confiere al sujeto: “Metropolitan man is
279

‘free’ in a spiritualized and refined sense, in contrast to the pettiness and prejudices
which hem in the small-town man” (418). En este sentido, la ciudad se convertiría en
el “locale of freedom” (419) donde la soledad y la anomia son el precio a pagar por
esta libertad. Lo que para Simmel son consecuencias naturales –racionalidad,
desapego, libertad, soledad— Benavides las construye como cualidades negativas de
la ciudad y de sus gentes; es por ello que desde la perspectiva de su personaje y en
base a las reacciones que el “activo desenvolvimiento” de la urbe le provoca, esto es,
en base a su psicologismo, la ciudad y sus calles son percibidas como un entorno frío,
solitario, inhóspito y cruel, como demuestra el reiterado uso de términos negativos
para describir a la ciudad. De ahí el deseo desesperado por encontrar un amigo, un
alma gemela, una empresa complicada dada la materialidad y la fugacidad en la que se
basan las relaciones personales en la gran urbe. Así lo afirma el protagonista quien sin
medios que ofrecer, sabe de la imposibilidad de encontrar un verdadero amigo en la
ciudad: “¿La amistad? ¡Oh, no! Caminar por sus caminos mal caminar es. Lo sabía
por experiencia propia. Querido amigo: yo no puedo favorecerte más; carezco de
medios. La amistad se estrella, después de un número determinado de favores (equis
pesetas), contra la roca granítica de la indiferencia…” (Lamentación 242). El deseo y
la necesidad de encontrar un verdadero amigo es tanto un síntoma de su libertad como
de su soledad. Como señala Choi, “just as loss of value and meaning leads to search
for value and meaning, general indifference fuels the search for a true soul mate in an
unfeeling world” (“Metropolis” 715). Este alejamiento de lo afectivo es impuesto al
personaje por la metrópolis: a su llegada a Madrid, la ciudad lo recibe con “un enorme
bostezo” (Lamentación 11), síntoma de la dejadez y el desapego. En sus paseos
urbanos el personaje no puede evitar percatarse de que “nadie habla para los demás.
Nadie interesa a nadie. Estamos solos en medio de la humana multitud. Somos unos
280

eternos monologueadores de nuestras propias almas” (49). Parte del miedo y el
rechazo que le inspira la calle proviene de hecho de la soledad en que se encuentra
sumido por esta actitud de indiferencia que observa en sus semejantes, de lo cual
culpa a la ciudad en la que “el hombre era extraño al hombre” (6). Obdulia, personaje
femenino de La Venus mecánica, expresará nítidamente esta experiencia urbana fría y
alienante con las siguientes palabras dirigidas a los transeúntes con los que se cruza en
la calle quienes, fieles a la conducta propia de la urbe y al desarrollo de su intelecto en
detrimento de la afectividad, ignorarán la pregunta del personaje: “¿Recordáis,
transeúntes, esos ojos que chocan de pronto con los vuestros, y que reanudan en
seguida su vuelo trágico y desalentado?” (200). Como individuo procedente del
mundo rural, el personaje de Lamentación percibirá estas relaciones como
“brutalmente inhumanas” (6) o en palabras de Simmel, de una “inconsiderate
hardness” (“Metropolis” 411), negándose a aceptar en un principio esta actitud fría y
deshumanizada, lanzándose a la calle y pidiendo ser visto y reconocido por el otro: en
uno de sus primeros paseos trata de llamar la atención de los transeúntes provocando
una escena en la calle que no obtiene el resultado buscado. El mismo personaje es
consciente de ser un “idiota extrasocial” que no puede sustraerse al morbo de su
anormalidad (Lamentación 17). “Idiota” por no saber adaptarse al ritmo de vida
urbano, incesante y activo y por tener que refugiarse en la noche y en las callejuelas
más extraviadas o en otras palabras, “idiota” por su incapacidad de leer y
experimentar la ciudad moderna. Este autocalificativo de un personaje de origen rural
está en consonancia con la visión marxista positiva de la urbanización como la
consecuencia lógica y natural de las fuerzas productivas. El personaje, huyendo de las
multitudes, de las calles urbanizadas y del bullicio madrileño, se priva de
experimentar el fenómeno de la urbanización (y por lo tanto de la vida moderna, del
281

proceso de industrialización y del intercambio monetario, condición sin la cual no se
produciría la concienciación social y por tanto la toma de acción) que entre sus
ventajas cuenta con que “has rescued a considerable part of the population from the
idiocy of rural life” (Marx, Manifesto 477). Es por ello que pronto, ante su idiotez,
sucumbirá a la “intellectualistic culture” de la metrópolis, siendo el mismo personaje
consciente de ello sin poder hacer nada por evitarlo. El cambio es reconocible por un
desapego emocional:
Yo era un hombre sencillo y puro. Sentía un gran amor hacia el prójimo. A
pesar de tan buenos propósitos, contrariando mi contextura espiritual, en poco
tiempo desbaratara el relicario de mis sentimientos, aventándolos y dejándome
caer en el sombrío abismo del pecado. (Lamentación 74)
El proceso de conversión en individuo urbano en términos de la pérdida de emotividad
es significativo. En un principio y haciendo honor a su origen rural, el personaje se
solidariza con el prójimo, compartiendo su escasa comida en el tren con una señora y
su hija. En sus paseos urbanos y ante el triste y desolador espectáculo callejero, el
sujeto empatiza con el ser marginal y desposeído, convencido de que “basta un poco
de amor, de sana efusividad para transformar a los hombres” (125). Firme en sus
creencias, cederá la acera a todos los transeúntes; 68 en la calle del Barquillo
intercederá por un niño al que su madre está maltratando; en la calle de la Montera
ayuda a un ciego al que “la gente, absorta en sus pasiones, pasaba a su lado sin hacerle
caso” (125) a cruzar la acera. Mas adelante, conmovido, se ofrece a enseñar a leer a la
68
Según la diferenciación que proporciona Corbin entre paseante y transeúnte, podríamos concluir con
que esta cesión de las aceras caracteriza al personaje de Lamentación como un paseante que sin nada
que hacer, pasea y observa, cediendo la calle al transeúnte, figura plenamente adaptada a la frenética
vida urbana: “Convertido en un ser insólito, el desocupado abandona poco a poco la calle en manos del
transeúnte. El peatón apresurado, cuidadoso de su seguridad, con el espíritu absorto en sus
preocupaciones, ya no puede prestar atención al espectáculo de la calle” (“Entre bastidores” 475). No
puede prestar atención porque, sencillamente, no le interesa, porque todo a su alrededor ha perdido
valor y se ha endurecido frente a los estímulos externos sin que pueda o quiera hacer nada para alterar
la situación. Es ésta otra forma de definir la “blasé attitude” de Simmel.
282

pobre criada que lo atiende en la casa de huéspedes. Podría decirse que en este primer
estadio de su experiencia urbana, la subjetividad del individuo triunfa sobre la realidad
objetiva de lo urbano. Existe en la novela un intento –el cual quedará confirmado en
Un hombre de treinta años— por disolver toda jerarquía y categorización social, por
romper con una larga tradición que identifica a los individuos según su origen y clase
social y por sustituir las relaciones económicas que dominan todos los aspectos de la
metrópolis por relaciones puramente humanas –el uso frecuente de la expresión
“almas gemelas” (124-25) por parte del personaje así lo manifiesta. La palabra “alma”
es un término recurrente en la novela. Ya en la primera página de su ensayo, Simmel
adelanta que su principal interés reside en identificar “the inner meaning of
specifically modern life and its products, into the soul of the cultural body”
(“Metropolis” 409), para ello estudiando los ajustes en la personalidad del individuo al
contacto con las fuerzas externas que se generan en la vida moderna. El uso de la
palabra “soul” como aquello que conforma el cuerpo cultural de cualquier experiencia
urbana, inherente a la vida moderna entra en oposición con el significado que
Benavides imprime a “alma” como aquello que define al ser humano el cual,
despojado de toda carga sexual, social, económica, política, comparte con sus
semejantes. Es decir, todo aquello que se opone a la personalidad urbana que según
Simmel el individuo se ve obligado a desarrollar para sobrevivir en el hábitat urbano y
que lo define como animal social al margen de toda afectividad. Con la expresión
“almas gemelas” y la identificación con el desposeído que aquélla conlleva se intenta
desvincular al ser humano de cualquier etiqueta social, política, económica y situarlo
en el plano de lo ético, de las personas, de las almas gemelas, lo que a su vez posibilita
el encuentro (y la solidarización) con el otro. El narrador, mediante el poder de la
ficción colectiva, parece estar tratando de interrumpir una realidad circundante en la
283

que los seres humanos se excluyen y discriminan en base a su valor monetario,
abriendo paso a otra realidad en la que las diferencias económicas se disolverían para
ceder paso a las humanas, y donde habría igualdad entre los seres humanos. La huelga
revolucionaria constituirá el paso hacia esta nueva realidad, como se verá más
adelante, abriendo posibilidades de acción que hasta ahora no parecía estar abiertas a
existir.
Sin embargo, la realidad circundante pugna por imponerse. Los lazos afectivos
hacia el otro que profesa el personaje van poco a poco debilitándose y perdiendo
fuerza a medida que se adentra en el universo urbano, convirtiéndose en un individuo
más calculador, más desarraigado, más frío, una naturaleza que según Simmel está
íntimamente relacionada por la economía monetaria que domina la ciudad moderna:
“Money economy and the dominante of the intellect are intrinsically connected. They
share a matter-of-fact attitude in dealing with men and with things” (“Metropolis”
411). Es por ello que en la urbe moderna, el dinero hace que todo se calcule, que todo
se reduzca a mero intercambio, incluso las relaciones personales. La primera
experiencia sexual del personaje, la cual acontece a los pocos días de su llegada a
Madrid, está determinada por las relaciones económicas. En la calle de la Montera, 69
espacio en el cual se produce el primer despertar sexual del personaje, éste tropieza
con dos mujeres, una vieja y una joven, que inmediatamente captura su atención.
Movido por el deseo que el cuerpo de la joven le despierta, el personaje sigue sus
pasos por la calle. Las dos mujeres lo ignoran y rechazan violentamente cuando se
dirige a ellas. Sin embargo, todo cambia cuando el dinero entra en la escena:
69
No es casualidad que este primer encuentro se produzca en este emplazamiento, en una calle que
desde principios del siglo XX se asocia a la prostitución. Situada en pleno centro de Madrid, en las
inmediaciones de la Puerta del Sol, prefigura ya una disolución de los límites, al desmoronamiento de
las fronteras que separan lo de afuera (la periferia) de lo de adentro (el centro urbano), con la
consiguiente invasión urbana de sujetos marginales que violan los límites geográficos y se hacen
visibles en partes de la ciudad que antes no les pertenecía.
284

Introduje las manos en el bolsillo del chaleco, vaciélo de plata y, pasando ésta
al del pantalón, comencé a removerla con un gesto de artista de plazuela. Los
duros y las pesetas chocaron entre sí con un ruido jovial como mi risa. Al oírlo,
la vieja se detuvo, reteniendo a la joven de un brazo. “¡Qué excelente idea
había tenido!” La vieja, indecisa, vacilaba. Por fin volvióse y me hizo una
seña. Seguro ya de mí mismo, avancé en su dirección. (Lamentación 33)
El dinero confiere seguridad al personaje, pues en su corta peripecia urbana ha
aprendido que es sinónimo de poder. En su transformación en sujeto moderno, el
personaje “calcula” y pone un precio a sus relaciones personales. Los cálculos
económicos son producto de esta nueva mentalidad en la que prima la impersonalidad
de las relaciones. Es el dinero en el bolsillo del personaje lo que llama la atención y
produce una reacción en la vieja. La relación íntima con la joven, con Filomena es
calculada con la indiferencia de una cantidad, convirtiéndose así en una mera
transacción económica, en un intercambio que reduce el valor y la individualidad del
sujeto que compra (y del objeto que es “comprado”) a un número. Estaríamos ante el
fenómeno de la “reificación”, propio de la sociedad capitalista desarrollada. Este
fenómeno ocurre cuando, según Lukács, “a relation between people takes on the
character of a thing” (“Reification” 83) y según Marx, las personas asumen la forma
de objetos en tanto “they are exchangeable” (citado en Lukács 85). Filomena se
prostituye, vendiendo su cuerpo por unos cuantos duros y pesetas, describiendo el
narrador el encuentro sexual con todo detalle y el cuerpo femenino palmo a palmo,
como una forma de justificar y dar una garantía a la mercancía que recién ha sido
comprada.
La materialidad de las relaciones humanas en el entorno urbano hace que todo
pierda valor y con éste especificidad, lo cual, según Ramos, es una tendencia de la
285

narrativa de vanguardia respecto a la ciudad (“Entre el organillo” 141). El autor de
Lamentación hace del anonimato una constante, tanto de los personajes como de las
calles, consecuencia de las aglomeraciones de sujetos y de la masiva urbanización de
la sociedad. El personaje carece de nombre y la única información personal que se
ofrece al lector no llega hasta la página 163, en que se nos comunica que “ha
cumplido los veintiséis años”. Se correspondería este personaje con ese urbanita al
que se refiere Manuel Delgado, no habitante de la ciudad, sino practicante de lo
urbano, del que no sabemos casi nada por ser un personaje apenas conocido que
protege su intimidad en un mundo que él mismo percibe como potencialmente hostil,
“fuente de peligros posibles para la integridad personal” (Animal público 13) Así se
consigue transmitir un efecto genérico que transforma la individualidad identitaria de
los sujetos y los agrupa en aglomeraciones urbanas. Esta idea es también transmitida
mediante la indeterminación nominal con que el protagonista se refiere a las mujeres
que se va encontrando en la ciudad: a todas les cambia el nombre y así Camila será
Melisa, Filomena se convertirá en Lofi y Andreida, la vecina del balcón de enfrente,
será Iulia en la imaginación del personaje. El anonimato y la pérdida de especificidad
afecta igualmente a las calles. Son lugares yermos, desangelados y anónimos que no
fomentan el diálogo ni las relaciones sociales y el modo de nombrarlas así lo indica:
cuando el personaje abandona la casa de Lofi, no quiere olvidarse de su ubicación,
pero la urbe moderna favorece la pérdida de identidad: “Quise anotar el número de la
casa. Era el 40. Luego inquirí el nombre de la calle: ‘Alvarez Gato’. Bien. Entonces,
para no olvidarme de las señas de Lofi, comencé a decir: ‘Calle de Alvarez Gato, 40;
calle del Gato, 40; Gato, 40…’” (Lamentación 51). El mismo personaje no sabe
286

encontrar la dirección de su casa de huéspedes, equivocándose de calle y siendo
invadido por la angustia ante la indeterminación y la confusión. 70
A partir del empoderamiento que invade al personaje tras el encuentro con
Filomena en la calle, el dinero pasará a guiar su existencia urbana y su desarrollo
mental. Esta actitud ya venía siendo incubada desde su llegada a la capital: unos días
después de asentarse en Madrid y tras reflexionar durante uno de sus paseos urbanos,
el personaje llega a la conclusión de que “para ser hombre práctico de los que logran
el aura de la popularidad es menester alcanzar la riqueza, y para hacerse rico se exigen
ciertas condiciones de insensibilidad” (19). Para sobrevivir en la metrópolis es
condición indispensable tener dinero y éste determina una posición de frialdad y
deshumanización. Aunque en un principio el mismo personaje se niega a adoptar esta
actitud –“¡No quiero ser hombre práctico!” (20), exclama —pronto esta determinación
desaparecerá al salir a la calle y observar el ritmo de vida, los escaparates, los
edificios y esas gentes que “marchaban por la calle, todas con su gesto y preocupación
distintos” (21).
Al respecto de los edificios, cabe hacer un breve inciso para notar que el
frenético deambular y el ritmo acelerado de vida derivados de la economía monetaria
está en íntima relación con la masiva urbanización que estaba sufriendo Madrid en los
70 Un ejemplo interesante de esta pérdida de identidad es proporcionado por El Rastro de Gómez de la
Serna, un texto cuyo protagonismo pertenece a la aglomeración de cosas (objetos y personas). Los
únicos personajes con especificidad identitaria concreta son Eduardo de Marchena y Renée de Nason,
una pareja que se conocen en Francia y se mudan a Madrid y que igual que el narrador-paseante,
realizan repetidas visitas al Rastro. A medida que avanza el capítulo protagonizado por estas dos
figuras, la especificidad se va disolviendo, y la figura femenina pasará a convertirse en un objeto más
del Rastro, una “pieza exótica” (228), para terminar deshaciéndose en sus componentes, “en sombrero,
dentadura postiza, corsé papiro, ojos de cristal, cabeza de peinadora fracasada, piernas de muestra de
sedería y sombrilla colgada de los alambres tendidos como un paracaídas inocente” (249). Esta
anécdota ilustra bien las palabras de Ramos de que “la gran ciudad ha entrado ya en la configuración de
la mente moderna de tal modo que su especificidad deja de ser revelante” (“Entre el organillo” 141),
facilitando la modernidad un proceso de transformación de identidad que se traduce en el anonimato y
la impersonalidad, una de las consecuencias de las multitudes urbanas según Simmel.
287

años veinte, estableciéndose una interesante conexión entre arquitectura e individuo
pues tal y como han indicado Berger et al., la urbanización no sólo afecta al entorno
físico, sino que es un proceso que también se establece en la conciencia del individuo
(Homeless Mind 66). Sería ésta otra forma de interpretar la teoría de Simmel en
relación a la importancia de las reacciones que el entorno urbano –en este caso
focalizado en su arquitectura—despierta en la psicología del individuo. La
discursividad del dinero que predomina en esta novela y la mentalidad fría y
desarraigada que las relaciones capitalistas generan en el individuo encuentran una
analogía urbanística en las construcciones arquitectónicas. En relación al mundo
económico, las nuevas edificaciones que se construyen en los primeros veinte años del
siglo destinadas a las finanzas en el centro de la capital apuntan a la imagen de una
ciudad de actividad económica muy intensa en servicios financieros. Carr ha
denominado el periodo de la dictadura de Primo de Rivera (1923-29) la “era del
cemento” (España 389). Aunque según Carr no se puede hablar del verdadero boom
de la construcción en Madrid hasta 1929, año de construcción del rascacielos de la
Telefónica, cabe recordar que entre 1911 y 1929 se construyen los dos primeros
tramos de la Gran Vía, una de las principales calles céntricas de Madrid desde su
construcción, importante hito en la ciudad desde el punto de vista comercial, turístico
y de ocio. Junto a esta avenida, también se siguen construyendo líneas de metro y el
progreso “conquista la ciudad, sujeta por hilos telefónicos a la civilización y la técnica
europea” (Cabezas 12), como señala el narrador de Señorita 03.
Pero esta imagen ligada fundamentalmente al mundo económico ya se venía
estableciendo desde finales del siglo XIX, con la consolidación del distrito financiero
madrileño a ambos lados de la calle Alcalá, flanqueada por un lado con el ministerio
de finanzas y por el otro con el recién construido Banco de España en 1890. Como
288

señala Baker, “the banks mounted the same political operation in the Restoration as
did the religious orders in the early modern villa y corte: they positioned themselves in
the proximity of the state” (“Introduction” 79). Esta imagen de capital financiera
terminará de consolidarse con los cinco mayores Bancos españoles que desde 1900
empiezan a establecerse en el triángulo Alcalá-Castellana y Carrera de San Jerónimo:
el Banco Hispano Americano, el Banco Español de Crédito; el Banco Urquijo, el
Banco Central y el Banco de Bilbao. Y las construcciones no sólo afectarán al mundo
económico en sí, sino a los edificios de las comunicaciones y servicios que lo apoyan.
De ahí la importancia capital, por ejemplo, de la construcción del edificio de la
Telefónica en 1929, diseñado en su época como “un edificio que halagase al posible
comprador de acciones” (Navascués Palacio 75). El edificio, al nacer como una
central telefónica, albergaba tanto los equipos industriales de la red de
telecomunicaciones como las oficinas y los vestíbulos de cara al público con el objeto
de mostrar la riqueza de la empresa propietaria y ofrecer un atractivo a los futuros
inversores.
Esta edificación moderna vinculada al mundo económico afecta la psicología
del individuo que pasea entre la misma y que no sólo interioriza el discurso
económico que dicha edificación viene a representar, sino que se siente
empequeñecido y cosificado ante la aparatosidad de dichas construcciones. En sus
paseos por las calles solitarias, “temiendo improbables agresiones”, el personaje se
siente abrumado, inseguro y acongojado ante la posibilidad de que se “desconchasen
los edificios, arrojando sobre mí una tempestad de yeso y ladrillos” (Lamentación 10).
La ciudad se filtra en el subconsciente del transeúnte, contribuyendo a perfilar su
subjetividad y afectando la forma de relacionarse con el prójimo.
289

Tras su paseo nocturno por el centro de la población donde “los edificios comenzaban
a adquirir cierta repelente uniformidad”, el personaje regresa a la casa de huéspedes
“con una endeblez lastimosa, todo desaliento” (11), aislándose y no estableciendo
relaciones con el resto de los huéspedes.
La experiencia económica con Filomena en la calle previamente analizada es
fruto de esta forma de relacionarse con el prójimo y terminará de plasmar la obsesión
por el dinero del personaje, obsesión que cobrará su punto más álgido cuando el
personaje sea nombrado funcionario del Estado. Casi por primera y única vez en la
novela, un aura de profunda felicidad embarga al sujeto, que es consciente de que su
vida “entra en el camino trillado por muchos hombres” (138) esto es, en el camino de
la ciudadanía y de la obligación, de la urbanidad. Será en este momento cuando decida
no abrir camino, sino seguir el mismo camino marcado por otros, alternando su
situación en la ciudad entre la alienación y la mirada distante. Con el nombramiento
como funcionario del Estado y ante “la seguridad de una nómina” (129) se produce
una profunda metamorfosis en el personaje, visible particularmente en su trato hacia el
prójimo. La misma criada de la casa de huéspedes de cuyo analfabetismo el personaje
se apiadó es ahora engañada y utilizada para el propio placer sexual del sujeto
masculino (“tres veces ininterrumpidas”, dice el narrador, 131), que la evacuará
después de haberla ingerido y masticado, por retomar los términos de Levi-Strauss
pertinentes en este caso si bien no como metáfora espacial, sí como forma de
mantener el status quo y ejercer el poder simbólico que otorga una segura posición
económica. El objeto femenino es evacuado literalmente, ya que tras abusar
sexualmente de ella y tratarla con grosería, el personaje urde un plan para que la echen
de la casa de huéspedes, convirtiéndose así en un verdadero tirano, frío y calculador.
La pregunta que el mismo personaje se formula, “¿Qué puede importarme una criada,
290

una mujer que no sabe leer?” (134) apunta a la adopción de lo que Simmel denomina
una “blasé attitude”, esto es, “an incapacity to react to new sensations” causada por el
endurecimiento emocional ante los “rapidly changing and closely compressed
constrasting stimulations of the nerves” (“Metropolis” 414). El personaje es
consciente de este cambio en su personalidad, aceptándolo impasiblemente, casi como
algo natural. Pero una vez más, mientras Simmel ve esta actitud como consecuencia
directa e inevitable del entorno urbano, Benavides la construirá como un valor
profundamente negativo del ser humano, juicio moral bien manifestado con
calificativos como “tirano”, “canalla” o “marrano” (133). De hecho, existen
numerosos ejemplos en el texto de la naturaleza corrupta y peligrosa del dinero,
adoptando el narrador una posición muy crítica al respecto. El rechazo y la repulsión
que producen al personaje “los cuartos encima de la mesa”, extendiendo hacia “la
moneda de cobre un gesto de odio”, y preguntándose “¿qué quería decir su disco
negruzco pulido por las manos de innumerables personas?” (17) remite a una
experiencia colectiva del dinero que ennegrece las relaciones afectivas entre las
personas. A pesar de estos fuertes juicios de valor hacia el dinero, es interesante
constatar que el personaje pronto interiorizará las consecuencias derivadas de las
relaciones monetarias: si el dinero y las relaciones humanas que éste fomenta en una
sociedad mercantil urbana son responsables de la alienación y de la individualidad,
pero también de la libertad personal, tanto física (el individuo gana libertad de
movimientos) como intelectual (con su cosmopolitismo, la ciudad ofrece ciertas
oportunidades de acción y liberación de los prejuicios y limitaciones que un ambiente
rural impone, abriendo así cauces para la potencialidad humana), el personaje pronto
se apropiará de dicha libertad para practicarla él mismo, poniéndola a su propio
beneficio. Esta ambivalencia respecto al valor metafórico del dinero se traduce en la
291

novela en un intento por transmitir una imagen positiva de la ciudad y sus calles como
escenarios lúdicos que posibilitan nuevos comportamientos, actitudes y libertades
conducentes al placer del transeúnte, una imagen que se consigue a través de la
canonización del deseo como elemento urbano materializado en la figura de la mujer.
3.1.2. Calles como mapas del deseo
Hacia el final del prólogo de Flores del mal, Baudelaire se refiere a ese
monstruo delicado y exquisito, feo y perverso llamado Ennui, sujeto conflictivo,
producto de la vida metropolitana moderna. Caracterizado por “the suffocating
inability to feel” (Choi 711), este modelo moderno emerge en la literatura
decimonónica de Baudelaire o de Leopardi como consecuencia del triunfo del
individuo de despojar de interés su existencia urbana. La principal diferencia con el
individuo que adopta una “blasé attitude” es, tal y como explica Choi, que “the blasé
individual derives no pleasure from the meaninglessness of a life in which everything
can be obtained for money. Rather, ennui struggles to find salvation in momentary
excitement, impression, stimulation” (“Metropolis” 711). El personaje de
Lamentación se correspondería con este modelo urbano, un ennui que transita las
calles urbanas con indiferencia, con temor y resignación, pero que consigue encontrar
en ellas el escenario propicio para dar rienda suelta al deseo, la excitación y el
despertar de los estímulos más básicos. El placer de los itinerarios urbanos se deriva
fundamentalmente de la presencia femenina en los mismos y si bien sus días en la
ciudad transcurren en medio de “un sopor de muerte… en un aburrimiento aplastante”
(Lamentación 53), todo cambia ante el espectáculo placentero femenino en la calle:
En la acera de Teléfonos, adonde me llevaron mis pasos, una monstruosa ola
de gente dificultaba la circulación. Había muchas mujeres, algunas deliciosas.
292

Comencé a mirarlas, preferentemente a la boca y los pechos, volviéndome
luego para aquilatar el mérito de las caderas, en un festín de deseos, siempre
excitado con la sorpresa de nuevas mujeres. Estas oferencias ininterrumpidas
concluyeron por ponerme en un estado de tensión muscular anormal,
catatónico, haciéndome oscilar como un beodo. Comprendí que no podía
permanecer en la calle, y me encaminé hacia casa con una depresión grande,
extrañamente ensimismado. (25)
Si bien la calle se configura como espacio oscuro y temeroso, la presencia de la mujer
en el mismo lo convierte en espacio soportable, hasta placentero, configurando una
imagen más familiar y accesible. La “ola de gente” monstruosa y anónima va
perdiendo su carácter amenazador al ser identificada con la mujer, objeto deseado,
paseante y flâneur en las calles de la urbe moderna en parte debido a la eclosión de
galerías comerciales y el progreso económico que favorece e invita a todo tipo de
mujeres a pasear, mirar, desear en la calle urbana, tal y como el personaje de
Lamentación observa en su función de espectador callejero: “En un comercio abierto
entraban y salían lindas mujeres” (21) pero también “mujeres feas se miraban
constantemente en los espejos” (61), poniendo una vez más de manifiesto el dinámico
trasiego y la constante circulación que tiene lugar en la calle; incluso en las “lunas de
los escaparates podían observarse las idas y venidas de los dependientes” (21). Es éste
otro guiño a la desarrollada economía capitalista que domina la ciudad de Madrid, la
cual erige edificios dedicados al comercio, como los grandes almacenes Madrid-París
o la Casa Matesanz, casa ubicada en la Gran Vía (que apunta al protagonismo de esta
calle en la presencia de nuevas formas de capital en Madrid, como se verá en La
Venus mecánica) y construida en 1923 como uno de los primeros centros comerciales
al estilo estadounidense con una instalación interior de tiendas, despachos y oficinas.
293

Según Ramos, en la narrativa de vanguardia es frecuente la equiparación entre
mujer y ciudad en tanto que el deseo que despiertan ambas entidades forma parte del
nuevo lenguaje de la ciudad vanguardista. De hecho, uno de los pocos placeres que el
personaje experimenta en el paseo callejero se deriva del encuentro con ese extraño
femenino, objeto deseado, lo que “erotiza la experiencia urbana más allá de la mera
sociabilidad inherente a toda aglomeración humana” (“Entre el organillo” 137). 71
Dicha asociación entre mujer y ciudad aparece manifestada en diferentes niveles en
Lamentación. La fascinación que produce la ciudad al individuo procedente del
ámbito rural coincide con la seducción que provoca en el mismo la figura de la mujer:
Melisa, Filomena, Nina, Andreida, personajes todos ellos que se corresponden con
distintos modelos –prostituta, criada, madre—modelos a ser “consumidos”, utilizados
por el hombre en la sociedad urbana moderna, modelos que ya Benjamin, en opinión
de Leslie, identificó como “emissaries of a whole system of exploitation, reification,
alienation”, pues “like the flaneur, and yet more socialized, more representative, these
women stand in for every person in commodity-producing society” (“Ruin and
Rubble” 99). El personaje hará uso de cada uno de estos modelos según la posición
social y económica (y por tanto dependiendo del grado de poder simbólico del que
disponga) que va adquiriendo en su peripecia urbana. No deja de sorprender que en
muchas de estas mujeres el personaje perciba la figura maternal. El recuerdo de la
madre se asocia al ambiente rural –sus comidas, sus abrazos, sus dulces palabras— y
todo ello está muy presente en la mente del individuo desde su llegada a Madrid,
71
Sin duda esta idea trae ecos de ese encuentro entre el paseante y el otro sobre el que Baudelaire
construyó la experiencia moderna y en el cual encontró la fuente de su inspiración literaria. Los muchos
encuentros del protagonista de Benavides con diferentes mujeres en las calles de Madrid recuerdan al
poema “A une passante” (“A una transeúnte”, en la traducción), en el cual el francés identificó la calle
urbana como el territorio artístico por excelencia de la modernidad, y como el escenario propicio que
favorece el encuentro con el otro femenino, objeto deseado, que aparece y desaparece, erotizando la
experiencia urbana y bombardeando al artista con imágenes fragmentadas que, como la cámara
fotográfica o el cine, metaforiza la experiencia de la ciudad moderna.
294

como él mismo afirma en varias ocasiones: “De cuando en cuando rasgaba mi
pensamiento el recuerdo de mi madre” (Lamentación 70). Esto sólo puede entenderse
desde la lucha interna del personaje que se debate entre su origen rural y su nueva
identidad urbana. Al abrazar a su venerada Iulia (o Andreida, como el personaje la
bautiza), el personaje exclama: “¡Andreida…! ¿Sabrías quererme tú como una
madrecita?” (164). El deseo erótico y el amor maternal se confunde en muchos casos,
desafiando la percepción del protagonista, ante lo que el mismo se pregunta: “¿Cuál
sería mi actitud ante ella si no me sugiriese la emoción erótica que palpita en su
carne?” (166). Las palabras del personaje dejan transmitir una profunda nostalgia por
el pasado, por la tradición, por los vínculos familiares, destruidos radicalmente en el
escenario urbano donde todas las relaciones tornan artificiales y materiales. Si bien,
como Ramos señala, la figura de la mujer adopta muchas atribuciones semánticas de
la ciudad –misterio, fascinación, incitación a la conquista (“Entre el organillo” 138)—
y el enamoramiento y fascinación que la presencia femenina despierta en la calle
contribuye a la integración del personaje en la vida citadina, al mismo tiempo esta
misma presencia permite al sujeto masculino aferrarse al pasado y no romper lazos
con su origen y tradición rural.
No sólo la mujer forma parte inherente de las calles madrileñas— salir a la
calle es exponerse al encuentro con la mujer—sino que al mismo tiempo el cuerpo
femenino constituye en sí mismo un itinerario que el personaje pugna por descubrir,
recorrer, conquistar y poseer, un itinerario que supone un reto al pedir ser invadido y
apropiado y en el que el sujeto masculino tenderá a perderse en sus “paseos”. Así
aparece descrita la primera experiencia sexual con Lofi, la muchacha que conoce en la
calle de la Montera cuyas formas corporales provocan “ataques de frenesí amoroso”
(Lamentación 32) en el personaje. Tras ser “comprada” con unas cuantas monedas, el
295

acto sexual en la casa de Lofi es descrito por el narrador con enorme precisión, casi
con detallismo fotográfico, como un acto de exploración y de conquista territorial del
cuerpo femenino. La extensión de la cita queda justificada por su interés:
Los brazos de Lofi se abrieron formando cruz, y el cuerpo desnudo pasó por
mis nervios su efluvio de aromas como una caricia sedante. Vibró en su
impoluta desnudez el cuerpo radioso. La sangre fluyó tibia por mis venas.
Inclinada hacia delante, la exigüidad del vientre mostraba una leve arruga
debajo del ombligo; los pechos duros, ubérrimos, de encendidos pezones,
alentaban con el ritmo respiratorio, erguidos en un bravo canto de plétora y
energía. El color de la piel era de un oro quemado… Las piernas ágiles, rectas,
con la molla de la pantorrilla de una curvatura limpia, de suaves gradaciones,
fijábanse en el piso sobre unos pies menudos como manos de niño de dedos
palpitantes. La grupa gemínea, un poco abierta, con los gajos de las nalgas,
sedosas y abombadas, análogas a segmentos puros de esfera, descubría el surco
de fascinación que iba a morir en la boca roja oculta cabe la turbulencia
umbrosa del pubis… La enlacé por la cintura. Mis manos maceraron su pecho
y se crisparon en su cadera. Nos mordimos los labios; retuve entre los dientes
su lengua temblorosa. Aquel cuerpo, efébico y rollizo, adensaba mis deseos.
(46, 50)
Las partes del cuerpo femenino se entremezclan con términos referidos al terreno
geográfico, estableciéndose una relación entre cuerpo y mapa que hace que el sujeto
masculino admire el cuerpo de Lofi como Isidora Rufete se embelesaba con ese mapa
de España en la pared del asilo. Ese terreno con rayas divisorias y compartimientos,
con segmentos de esfera y “surcos” de tierra que suben y bajan, en “suaves
gradaciones”; la “arruga del ombligo” y las nalgas abombadas se corresponden con las
296

irregularidades del terreno; los ríos emiten “efluvios” y por ellos el agua “fluye tibia”,
con curvaturas que aparecen y desaparecen turbulentamente. En este mapa erótico del
cuerpo humano como “intimate terrain” (Bruno, Atlas 254) se da un fuerte elemento
cartográfico. El cuerpo femenino es descubierto –en tanto que es destapado y dejado
al descubierto al ojo masculino (y al del lector), pero también descubierto en el
sentido de conquistado como un territorio virgen—estableciéndose una poderosa
relación entre erotismo y arquitectura, cuerpo y calle, entre la estructura del espacio
urbano y la superficie del cuerpo humano.
La excitación que crece desmesuradamente en el personaje, esa “sangre que
fluye por sus venas” está asociada a una circulación apresurada de los deseos sexuales
del sujeto en la intimidad del espacio privado, y remite a la circulación acelerada de
los transeúntes en el espacio público de la calle. Al respecto y en relación al
desplazamiento urbano de los transeúntes señala Marsh que “´circulation`” also
connects to the human body: the circulation of the bloodstream. In this way the
vertebrae of public and private spaces are laid bare; their internal anatomies are
revealed in an inversion of cityscape and bodyscape, like an x-ray image; both the
body and the city are turned inside out” (“Masculinity” 64-65). La anatomía interna
del espacio corporal y geográfico, a través del producto cultural que funciona como
una imagen “x-ray” se deja ver y se hace pública, a los ojos del lector o del
espectador. La presentación al lector del cuerpo femenino y la descripción explícita
del acto sexual constituye una clara violación e invasión de la privacidad, no sólo
corporal sino también espacial. Lo privado se hace público: así como el personaje pasa
sus días andando por las calles, exponiendo su cuerpo a estímulos externos y
concediendo a sus deseos más íntimos una visibilidad pública en la calle, la privacidad
y la dimensión íntima del acto sexual se hace igualmente pública. Tomar posesión de
297

la ciudad pasa por poseer a las mujeres que encuentra en la calle; de ahí la
justificación de hacer público el acto privado de la posesión de esa extraña. Lo urbano
acentúa la insensibilidad y el frío contacto con el extraño, como se ha visto y según
Simmel, es una consecuencia directa de la vida en la metrópolis que pronto tornará en
algo positivo para el sujeto quien lo aprovecha para su propio beneficio y disfrute
personal. La queja del personaje ante “el cambio de sociedades” (6) del campo a la
población y su crítica hacia “la vida ciudadana enemiga de todos” donde “el hombre
era extraño al hombre” (6) no le impide adaptarse pronto a esos “males” para
practicarlos él mismo, tomando posesión del cuerpo de Lofi y adaptándose a las
prácticas urbanas, una adaptación que además acontece bien pronto a su llegada a
Madrid pues recordemos que conoce a Lofi en la calle en la página 31 produciéndose
el encuentro sexual poco después, en la página 46.
La descripción de las partes del cuerpo femenino en tonos cartográficos, como
un mapa a ser recorrido por el sujeto masculino, se corresponde con el modo de
percibir a la mujer, no sólo como objeto decorativo, a ser admirado y contemplado por
la mirada masculina, sino también como objeto fragmentado y por ello
deshumanizado (todas las mujeres en la novela son introducidas al lector a través de
las partes fragmentadas de sus cuerpos femeninos, como partes de un todo), lo que
tiene sentido a la luz de la nueva mentalidad del sujeto urbano desprendido de toda
emotividad que concibe las relaciones personales en el ámbito urbano como meros
intercambios materiales.
De todo esto se puede deducir que si la integración en la gran ciudad es
responsable de la transformación del sujeto, quien desplegará nuevas estrategias de
supervivencia en una metrópolis que lo subyuga, desarrollando una nueva mentalidad
que lo endurece frente a los estímulos externos, la experiencia con la mujer jugará así
298

mismo un papel fundamental en este proceso evolutivo del sujeto masculino,
contribuyendo igualmente a su conversión paulatina. El encuentro con la mujer en la
calle es decisivo en el efecto de subjetivización del individuo, quien transforma su
identidad en la urbe para adaptarse. Recordemos cómo la primera interacción del
personaje con la mujer, recién llegado de su mundo rural casi en calidad de paleto, es
inmadura e inocente: al fijarse en una mujer “estupenda, alta, de cintura breve, pecho
exuberante, amplias caderas y movimientos armoniosos” (23), el personaje no puede
controlar sus impulsos y “sin saber lo que hacía, temblando de deseo” se acerca a ella
para acariciar “la pompa de sus nalgas” (24). Este comportamiento casi infantil de un
sujeto que se guía por los instintos y parece ubicado al margen de lo social conlleva la
imagen de campo-paraíso-inocencia. Pero al mismo tiempo, este mismo
comportamiento remite a las nuevas formas de encuentro con el extraño y de
relacionarse con las mujeres en el escenario urbano donde el anonimato permite este
contacto superficial y efímero que posibilita un trato de la mujer en calidad de objeto
del que tomar posesión. La imposibilidad de desarrollar una relación trascendente con
sus semejantes es un mecanismo de defensa frente a la experiencia urbana que sumía
al personaje en una soledad angustiosa que él mismo catalogaba de inhumana, pero al
mismo tiempo dicha intrascendencia en las relaciones hace posible el contacto efímero
pero placentero con la mujer que hace que el personaje experimente las calles de la
ciudad como escenarios deleitables. Una vez más, las quejas del propio personaje en
relación con la ciudad quedan ahogadas por la participación del mismo de estos
“males” que le permiten adoptar una posición de superioridad respecto del sujeto
(objeto) femenino. Empezará este comportamiento inicial a tomar gradualmente una
forma más madura a medida que el personaje se integre en el universo urbano pero
siempre desde una posición de poder como sujeto “dominador” al tiempo que
299

construye a la mujer como objeto decorativo a ser admirado y poseído. Será en este
instante que la ciudad empiece a tener sentido para el personaje, que si bien sigue
constituyendo un hábitat inhóspito ahora cobrará un matiz placentero y hasta lógico y
natural. El personaje se (trans)forma en su paseo urbano al contacto con la mujer,
estableciéndose aquí de nuevo una fuerte asociación entre calle y cuerpo femenino y
produciéndose, en el conocimiento y recorrido del cuerpo femenino, la transformación
de sujeto rural a personaje urbano. 72
Es por ello que la calle oscura, silenciosa, motivo de lamentaciones se
configura como un espacio altamente placentero que posibilita el conocimiento y el
despertar sexual, facilitando la adaptación del personaje a las prácticas urbanas. La
calle también cobrará un valor metafórico positivo al conformarse como escenario de
lucha, propicio para la toma de acción y para el despertar de una conciencia política.
No es casualidad que el primer contacto callejero con la mujer sea también su primer
contacto con la masa: la fascinación del protagonista ante la presencia femenina en la
calle llegue en forma de una “monstruosa ola de gente que dificultaba la circulación”
y entre la que el personaje distingue “muchas mujeres, algunas deliciosas” (25).
3.1.3. Calles como espacio de multitudes y toma de acción
En la novela aparecen diversas construcciones de la masa como sujeto
colectivo de la modernidad que merece la pena explorar. Si bien el conjunto
indiferenciado de cuerpos cobra una luz positiva al ser identificados con la mujer, la
primera proyección de la masa en la mente del personaje es la de un sujeto
72
Y no sólo es el personaje quien transforma su subjetividad: el contacto entre éste y la masa de
mujeres deriva en un tipo muy particular de psicología femenina, también íntimamente relacionada con
la mentalidad de este tipo de sociedades urbanas dominadas por la impersonalidad y el anonimato. La
mujer, en este ambiente inhóspito y desfavorable, es devaluada, objetivizada y convertida en un ente
puramente sexuado, un proceso que en La Venus mecánica se verá de forma más nítida.
300

monstruoso, tenebroso, que deja poco margen de movimiento, en consonancia con las
calles por las que se mueve, una analogía que también quedará plasmada en su novela
Un hombre de treinta años: “En ese trecho tan reducido y angosto, que de la Puerta
del Sol conduce a la plaza de Canalejas, el tránsito de los carruajes empuja a la gente a
las aceras, estrechándola y amontonándola. Los cuerpos, confundidos, mutilados,
forman un monstruo tentacular corroído por todas las pasiones. Yo me entregué por
entero al sadismo de estas prácticas, con vergüenza lo confieso…” (Lamentación 97).
El espacio urbano otorga un enorme margen de libertad al individuo, como se ha visto,
pero aún así, el primer contacto con la masa le provoca una sensación de
aprisionamiento, de sujeción, quizás porque como señala Canetti la masa todo lo
absorbe y “aspira a incorporar a todo el que se ponga a su alcance” (Obra 71)
exigiendo una entrega y una disolución de la individualidad en la colectividad. Al
mismo tiempo, y como quedó manifestado en sus relaciones con la mujer en la calle,
el contacto con la masa abre una brecha entre los individuos, una distancia que
posibilita la insensibilidad y el anonimato. Ésta es otra de las consecuencias directas
de las nuevas relaciones entre individuos que el espacio urbano fomenta: será
precisamente esta proximidad de cuerpos la que condicione el distanciamiento
emocional del que habla Simmel: “This is because the bodily proximity and
narrowness of space makes the mental distance only the more visible” (“Metropolis”
418). El sujeto urbano se “acostumbra” a caminar en multitud, a confundirse entre los
cuerpos y por ello llega el momento en que, habituado al roce y al contacto físico, éste
ya no le afecta, siendo dominado por la indiferencia y por el distanciamiento mental
hacia el prójimo. El protagonista de Lamentación deja traslucir su inadaptación al
mundo urbano mediante su extrañamiento y desconfianza hacia ese “monstruo
tentacular”, pero no tardará en entregarse “al sadismo de esas prácticas” esto es, a las
301

pasiones que le suscita el contacto con los cuerpos femeninos que se confunden entre
la masa, aprovechándose de nuevo de los males que aquejan la ciudad para su propio
beneficio. Flota aquí la construcción negativa de la masa que algunos teóricos han
proporcionado como un “gathering of individuals, extremely mobile” –y por ese
motivo “very difficult to govern”—“always irritable and impulsive” caracterizada,
entre otras cosas, por “a state of furious passion” (Le Bon 41, 42, 43). En efecto, las
“pasiones” y el “sadismo” de las muchedumbres es lo primero que llama la atención al
paseante de Benavides.
Será ésta la multitud con la que se relacionará el personaje a su llegada a
Madrid como condición indispensable para su transformación en sujeto urbano que
entra en “el camino trillado por muchos hombres” (Lamentación 138), un
desplazamiento que corresponde al intento de adaptación al mundo urbano: el
individuo moderno, cautivado por la promesa económica y sin ningún proyecto
ambicioso individual, se deja llevar en movimientos regulares, sin pensar, a la deriva.
Esta descripción adelanta ecos de La rebelión de las masas publicado en 1930. Según
Ortega, esta muchedumbre que se estrecha en las aceras de la ciudad, compuesta de
cuerpos iguales, se caracteriza por “la cualidad común” y se hace de visible en la
cultura urbana por ser “lo mostrenco social, el hombre en cuanto no se diferencia de
otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico” (125-26). Tan pronto como el
protagonista de Lamentación se entrega a las prácticas callejeras de la masa, entrando
en el camino trillado por sus semejantes e imaginando para sí “una vida standard,
compuesta de desiderata comunes a todos” que para lograr tiene que “exigir en
colectividad con los demás” (Ortega 106), se convertiría en “hombre-masa”, tipo
humano dominante en las aglomeraciones urbanas de las sociedades modernas. Las
muchedumbres urbanas han perdido el atractivo y la fascinación de las que las dotó
302

Baudelaire y se han convertido en simple aglomeración de cuerpos que carecen de
interés y que dominadas por movimientos rutinarios, aburridos, impregnan todo el
paisaje urbano “como una mancha de aceite” (De Obregón 41), como diría el narrador
de Hermes en la vía pública (1934).
En un principio, pugnará por hacer uso de su nivel cultural para sobrevivir en
la urbe, participando así de uno de los discursos circulantes alrededor de la ciudad
como ámbito intelectualizado y altamente racional. En palabras de Bourdieu, el
personaje tratará de convertir su capital cultural en capital económico (“Forms of
Capital” 106). Recordemos que emigra a la ciudad movido por su afán de ser literato,
periodista, que por ese entonces venía a ser casi idéntico. Su ilustración, esto es, la
acumulación de su capital cultural, queda manifestada en la larga lista de nombres de
literatos, artistas y filósofos que el personaje evoca a lo largo del relato por medio de
los cuales ansía pertenecer a una “minoría selecta” por seguir utilizando las palabras
de Ortega (127). Sin embargo, pronto el personaje se resignará tras comprobar que la
cultura, la educación y las letras poseen “un valor alimenticio nulo” (Lamentación
266) en una ciudad en la que predominan las relaciones monetarias y materiales. La
imposibilidad de unir progreso y humanidad, esto es, el desarrollo de su intelecto en
base a las situaciones novedosas que vive en la urbe y las relaciones afectivas (algo
que Víctor Murias, el protagonista de La Venus sí sabrá conciliar) sumirá al personaje
en una vida oscura y tenebrosa –otro de los muchos motivos de su “lamentación”—,
ilustrando las palabras de Benjamin cuando afirma que “la tentativa del individuo por
rivalizar sobre la base de su interioridad con la técnica le lleva a su hundimiento”
(Poesía y capitalismo 183). Tal hundimiento se traduce para el personaje en la
resignación a formar parte de un grupo de individuos que se mueven por la ilusión del
dinero, “ciudadanos responsables, con obligaciones bien definidas”, fáciles de
303

complacer, cuya única felicidad reside en “el capricho de un instante de optimismo”.
Como afirma el protagonista de Lamentación, “conozco el nombre de la vecina, ¿qué
más puedo desear…?” (138). Se simplifica y desvaloriza así la función y presencia de
las muchedumbres quienes, lejos de tener cualquier ambición, se limitan a pasear por
el centro urbano, por la Puerta del Sol, y tener a su disposición una nómina y una
mujer.
Ahora bien, la actitud de Ortega es altamente cuestionable, pues si bien desde
su perspectiva aristocratizante establece una distinción entre el individuo destacado e
individualizable y las masas, cuerpos todos iguales con los mismos objetivos, hay que
señalar que cada uno de estos cuerpos tiene un sentido de la individualidad, una
conciencia política y un prurito de derechos que es lo que precisamente le hace querer
unirse al colectivo y transformarse en sujeto político que demandará una visibilidad
pública en esas aceras de las calles en las que se estrecha y amontona. La entrada en
política, según Le Bon, es lo que dota a este colectivo de su naturaleza amenazante,
pues la política confiere poder, un poder reforzado por el número porque para la masa,
“power is given by numbers” (43). Este sujeto político difícil de dominar será visto
con desconfianza y recelo por poner en peligro el dominio de una burguesía liberal a
la que pertenece Ortega. La incapacidad de dominar a este hombre-masa está también
relacionada con la libertad de la que se apropia el hombre que camina por la calle,
libertad que le permite ser cualquier cosa, siempre “en disponibilidad para fingir ser
cualquier cosa” (87). Este miedo que el hombre-masa despierta en Ortega es
explicable desde la concepción de urbanita de Manuel Delgado, de ese sujeto
practicante de lo urbano, desconocido, que deambula por las calles, haciéndose y
deshaciéndose, capaz de convertirse en cualquier cosa en cualquier momento, de ser
304

un individuo independiente pero con una disposición permanentemente activada a
convertirse en otra cosa, por ejemplo, un constituyente de la masa.
El sentido de la individualidad y toma de conciencia que precede a la inserción
en la masa queda manifestado en un episodio altamente político en el que el personaje,
movido por su sentido de derechos y su concienciación social, decidirá unirse y liderar
al colectivo de cuerpos que convertido en sujeto político pedirá, exigirá, tornando esos
lugares del escenario urbano por los que según Ortega pasean a la deriva en espacios
con significancia política mediante la invasión reivindicativa y justiciera. La calle
juega un papel fundamental en esta toma de conciencia y en el paso de lo que el
narrador denomina “negación”, esto es, la falta de voluntad de acción, a la
“afirmación” o toma de conciencia para actuar. Tras haber sido confundido con un
“recadero” y expulsado por las escaleras de servicio del edificio de la Redacción, el
personaje sale a dar un paseo en dirección a la Glorieta de Atocha, localizada al sur de
la capital, en los confines del centro urbano. En este paseo y dada su proximidad con
los márgenes urbanos, el personaje experimenta “la vida sórdida de los cafés, de las
tascas y las tabernas en ebullición… Las risas, los cantos y las injurias de los
borrachos vertiéndose en la calle” (100). Desde su posición de hombre que se cree
perteneciente a la “minoría selecta”, funcionario del Estado cuyo trabajo literario ha
sido aceptado en la Redacción, el individuo mira con reparo y repulsión a las gentes y
edificios que pueblan esta zona de la ciudad en la que la modernidad, bajo la forma de
un tranvía que zumba a lo lejos, parece no haber llegado aún: “Mi pensamiento
revuela forjando ilusiones, y mi ensueño sabe rehuir el contacto de las lacras que se
salpican en la calle. Yo estaba solo, y en mi soledad mi alma se adecentaba gustando
la ilusión como un don eucarístico” (101). En el transcurso de estas reflexiones
filosóficas el personaje recorre el trayecto de la calle de Atocha en el que se ubica el
305

viejo caserón de San Carlos donde los cadáveres aguardan su visita a la sala de
disección, destino final de Feli en La horda. Súbitamente, la imagen de este edificio
dispara una fuerte conciencia social en el paseante: la evocación de los cadáveres,
cuyas “carnes, miembros y vísceras” son “cortados en mil pedazos, descuartizados,
violados” (101), a menudo tratados como despojos y como “restos humanos” (107)
“martirizados por la cruel labor del bisturí” hace pensar al personaje en todos esos
cuerpos, muertos en vida, en “el miserable, el desposeído”, utilizados, maltratados,
humillados, no respetados “ni aún después de muertos”. Por primera vez el personaje
se siente pertenecer a esta legión de hombres, a los que identifica con sus semejantes y
por vez primera se gesta en el individuo una furia, un ansia, “un deseo frenético”,
necesario para la creación de “un mundo nuevo” en el que todos estos cuerpos,
“encanallados y envilecidos” se revelen contra “todas estas humillaciones” (102) a las
que los someten “esos verdugos, ignorantes de nuestros sufrimientos, todos los días,
con una crueldad espantosa, a brutales suplicios de los que aún no hemos podido
librarnos” (107). Es significativo que a partir del momento en que el
personaje/narrador/paseante desarrolla esta conciencia social y revolucionaria, la
narración pasa a ser narrada en primera persona del plural, alzándose el “nosotros”
como sujeto colectivo que domina la narración. El comportamiento de esta multitud
gemidora de “figuras cadavéricas” que “rugían un mismo dolor” (105) respondería a
esa imagen amenazadora de la multitud como sujeto colectivo incontrolable,
dominado por los instintos y no por la racionalidad, como ya apuntara Le Bon, la cual
“like a savage, it is not prepared to admit that anything can come between its desire
and the realisation of its desire” (The Crowd 42). La multitud cadavérica está
dominada por el caos y la confusión, con “todos los cadáveres queriendo hablar a la
vez”, algunos “arrojando trozos de sus cuerpos” y emitiendo un “bramido furioso de
306

abia y de dolor” (Lamentación 109), precisamente por la falta de una figura que los
lidere. La barbarización de la que habla Le Bon responde a la presencia en la vida
pública de la masa, a su poder de acción y por tanto a la dificultad de dominación.
Pero desde la perspectiva del narrador/paseante, dicha barbarización es una
consecuencia directa de las injusticias y humillaciones a las que son sometidos y por
tanto un corolario ciertamente necesario para socavar los cimientos del poder del
enemigo, conclusión que se verá con más claridad en Un hombre de treinta años. Ante
el dolor y la injusticia, el paseante decide erigirse como líder, determinado a guiar a la
legión de desposeídos –“No entraba en mis cálculos dedicarme a propagandista…
pero yo seré el Apóstol de todos los irredentos” (103, 108)— no sólo en su invasión y
apropiación de la ciudad, sino también a través de su función como intelectual que
decide poner su literatura al servicio de las multitudes. De esta manera, Benavides
pone de manifiesto el poderoso papel de la literatura a través de la creación de una
realidad alternativa y paralela a la circundante: “Las ideas más recónditas, las que se
ocultaron y ocultan a los cerebros privilegiados, yo las descubro… Yo las ofrezco a
las multitudes” (110-11). Con sus hipótesis, palabras e ideas, el escritor tienen el
propósito de reescribir la realidad, el mapa de lo posible y mostrar lo que antes nunca
ha existido: “Todas las revoluciones han proclamado los derechos del Hombre-Vivo.
Ha llegado el momento de hacer la revolución que proclame los derechos del Hombre-
Muerto” (108). Estaríamos ante lo que el filósofo francés Rancière llama una “ficción
política”, esto es, un enunciado y representación que desmonta el imaginario social
hegemónico y es capaz de proponer nuevas configuraciones de lo social. Según
Rancière, una obra no es política por su contenido, sus enunciados o postulados, sino
por su potencial de afectar y transformar la división de lo sensible que configura una
determinada relación de poder. Y dicha transformación, según el filósofo, sólo puede
307

ser realizada desde la ficción (Sobre políticas 19). En este sentido, la dimensión
política de una obra cuestiona las exclusiones y las invisibilidades existentes de una
determinada sociedad, esto es, reivindica la voz de los que han permanecido
invisibles, reivindica el derecho a la palabra de aquellos que sólo tenían el derecho al
grito inarticulado y reclama el derecho a un cuerpo (esto es, una vida vivible, digna y
justa) para aquellos que había sido reducidos a lo inhumano, como bien manifiestan
las palabras del narrador de Lamentación. La horda de cadáveres como personaje
colectivo que por primera vez alza la voz para reclamar derechos políticos y sociales
no refleja una realidad previa, sino algo que no existía –de ahí su carácter amenazador,
intensificado porque además, no aparece como un hecho claro y nítido, sino como un
fantasma, un espectro, gestado en la imaginación del paseante, y por ello mismo
transmite inseguridad. El mismo narrador reflexiona sobre la función de la ficción:
“¿Y si fuese verdad? ¿Y si tuviesen una realidad objetiva las fantasías imaginadas…?”
(Lamentación 110). La ficción colectiva se convierte en realidad objetiva unas páginas
más adelante, cuando estalla la huelga general revolucionaria, invadiendo e
interrumpiendo la realidad circundante para proponer una nueva. El pueblo tenía
hambre, nos dice el narrador, y los gobernantes intentaban calmarla a golpe de
pólvora. Una vez más, se pone de manifiesto la importancia de la calle como espacio
de protesta donde se gesta una nueva conciencia social y política, y donde se
establecen dinámicas del poder y la resistencia que la convierten en un escenario tanto
ficcional como geográfico privilegiado para alterar la realidad circundante. La calle
favorece la meditación y así durante el paseo nocturno, primero por la calle de Atocha
donde se encuentra el caserón de San Carlos y luego en los jardines del Prado,
mientras “caminaba insensiblemente” (110), la imaginación del narrador-paseante se
abre a una nueva realidad social. Y es en las calles urbanas céntricas, en las
308

inmediaciones de la Puerta del Sol donde grupos de obreros 73 “dirigían sus rencores a
la fuerza pública” y donde ésta “con los sables desnudos, hendían la multitud,
aplastándola, estrujándola” (184). En una escena que recuerda a la represión policial
durante el cortejo fúnebre de Juan en Aurora roja o el entierro del obrero en La horda,
la guardia civil como protectora del orden público cumple su función represora. Sin
embargo, el mismo narrador –quizás adelantando el caos que dominará las calles en la
proclamación de la República y con el alzamiento militar del 36—apunta a lo absurdo
y a la inutilidad de la autoridad representada por los guardias de Orden Público:
Verdaderamente, un guardia es un ser inofensivo. Si los Municipios sostienen
el lujo de adornar las calles con guardias, es por lo que éstos tienen de
decorativos. Además, dan cierta impresión de orden; a su vista queda
tácitamente asegurado el plácido disfrute de los derechos de ciudadanía y
defendidos de las usurpaciones de los semejantes. Pero esta eficacia se debe
sólo a su presencia, pues en cuanto quiere intervenir personalmente, se le
insulta, escarnece y burla cruelmente. Bastaría con la conveniente distribución
de algunos maniquíes en las calles. Porque el hombre respeta el símbolo, y el
símbolo permanecería. (77)
La visibilidad de los guardias en la calle, puramente decorativa, encierra una llamada
a la acción, pues el carácter inofensivo de estas figuras, sustituibles por maniquíes,
debería facilitar el ataque de las masas y de los grupos de manifestantes que podrán
actuar con relativa facilidad para invadir en las calles y socavar el orden. Esta ofensiva
73
Es curioso que en este episodio el narrador no distinga entre “pueblo”, “multitud” y “obreros”,
agrupándolos a todos bajo la misma colectividad: el grupo de manifestantes, o como páginas antes
había anunciado, una “multitud cadavérica”. Correspondería este colectivo a la clase obrera que, según
Juliá, se define social y políticamente en Madrid a partir de la segunda década del siglo XX, y que, “sin
extraviar sus pasos por los corruptos senderos de la política” y sin colocarse etiquetas clasificatorias,
están unificados bajo un mismo deseo – la emancipación social— y un mismo objetivo –una sociedad
en la que todos serían libres e iguales (Madrid 447). Las distinciones terminológicas quedarán mejor
explicadas en el siguiente capítulo.
309

define a la calle como espacio de acción y lucha donde los sujetos se afirman y son
capaces de apostar por el cambio. La toma de acción queda reforzada por la presencia
del símbolo en la calle, el cual los hombres respetan y cuya importancia queda
subrayada al final de la novela cuando el narrador se refiere a la bandera como
símbolo de masas capaz de mover a las multitudes y unificarlas bajo un proyecto
común. Este acto, el colocarse detrás de una bandera y avanzar hacia delante define el
paso de la negación a la afirmación, esto es, de la pasividad a la toma de acción, una
toma de acción que Lefebvre introduce con el término “contestation” como “a refusal
to be integrated, born from negation” y que además “is essentially radical” (Explosion
67). Lo que Lefebvre llama “contestation”, que podría traducirse como “lucha” o
“protesta” surge de la negación, necesaria para seguir hacia delante, como el mismo
narrador de Lamentación indica: “la negación empuja hacia delante, siempre,
siempre…” (271). Sin ella, nada progresaría, todo quedaría igual y no habría margen
para nuevas realidades y nuevas configuraciones sociales. Este concepto de
resonancias lefebvrianas vendría a redefinir el espacio de la calle como escenario de
lucha donde se produce la concienciación social y política del sujeto, lo que conduce a
su afirmación y a la toma de acción que traerá consigo un cambio radical en la
situación social y política pues, como Merrifield afirma en su lectura de Lefebvre,
sólo en la calle la protesta y acción puede abrir la posibilidad de “transform everyday
life” (Metromarxism 87). Aquí reside precisamente el dilema del protagonista (el cual
continuará en la figura de Ramón Arias, protagonista de Un hombre) que lo ha
dominado a lo largo de su peripecia urbana: ser pura apariencia para los demás (como
los guardias en la calle) y una negación para sí mismo, lo que conlleva vivir
simplemente para sobrevivir, entrar en el camino marcado por otros y en última
instancia sucumbir ante esas fuerzas sociales impetuosas que dominan el universo
310

urbano; o por otro lado encontrar una afirmación, esto es, caminar hacia delante,
colocarse detrás de la bandera y unirse al clamor de las muchedumbres para pedir y
exigir más: “Las afirmaciones caminan delante de los que las sustentan lo mismo que
banderas que dicen lo que simbolizan; y las gentes le miran a uno amenazadoras,
porque no conciben que se pueda marchar siempre, hacia adelante. Mientras que las
negaciones, no; vienen detrás empujando siempre” (Lamentación 270). Por lo tanto,
existiría una alternativa a la simple conversión en hombre-masa sin iniciativa y sin
ambiciones. Es posible colocarse detrás de la bandera, “aumentar el rebaño” y
encontrar una afirmación que dé sentido a la vida.
Y con esta posibilidad concluye la novela, en la que se conjugan las dos
imágenes de la ciudad que han predominado a lo largo del relato. Entre la fantasía
imaginada de la multitud cadavérica a raíz de su paso por la calle de Atocha donde se
ubica el caserón de San Carlos y el desenlace de la novela donde el personaje se
debate entre la disyuntiva negación-afirmación, tendrán lugar numerosos paseos
callejeros y continuos altibajos morales, algunos de los cuales ya han sido referidos,
que dan cuenta de la peripecia urbana y vital del sujeto: se entregará al juego y a la
mala vida, empeñará sus propiedades para poder comer, mendigará trabajos en
diferentes redacciones, salvará de la violación a una joven en la calle, se enamorará de
Iulia, la vecina de enfrente a la que conoce en un flirt de ventana a ventana a la que no
corresponderá con el matrimonio cuando se quede embarazada, y seguirá
transformando su conciencia social al contacto con las injusticias de las que es testigo
en el escenario de la calle. Sin un capital económico (del que vendrían a derivar todos
los demás), con un capital cultural que no le sirve en un entorno dominado por la
materialidad y ante la imposibilidad de establecer relaciones duraderas en la urbe, el
personaje ha fracasado en asegurar un capital social que sería fundamental “in order to
311

produce and reproduce lasting, useful relationships that can secure material or
symbolic profits” (Bourdieu, “Forms of Capital” 111). El personaje terminará sus días
en la ciudad solo, sin dinero, sin comida, vagabundeando por las calles inhóspitas que
vuelven a remitir a una imagen de la ciudad como estructura insensible ante el dolor
ajeno, silenciosa y dormida, como un cementerio en el que el individuo pasea por sus
calles, entre prostitutas y otros seres marginales, arrastrándose como un vagabundo
hambriento, a la espera de la muerte. Ante la soledad y el aislamiento al que le
condena la indiferencia de la “gran ciudad insensible”, el personaje pierde toda fuerza
para vivir, y se resigna ante la muerte. Sin embargo, una imagen positiva del mundo
urbano pugna por emerger y las calles vuelve a redefinirse como espacio de toma de
acción:
Oigo el eco de unos pasos corriendo y golpeando el suelo, inquietos y
enérgicos. Viene de lejos un rumor furioso. Y en las entrañas de la espuma
negra de este confuso clamar diríase hierve el rencor de una protesta roja… Un
estallido de violencia araña y rasga el aire. Y la herida es roja. Y mana sangre.
Y el rumor crece y se agranda más rojo y fuerte cada vez. ¡La huelga! ¡La
huelga!... ¡Ah gandules! ¡Vosotros tenéis la culpa de que yo no pueda morir!
Me cogen, me empujan, me golpean el rostro, la espalda, el pecho… (294)
Lo que páginas antes comenzó con un desfile de una multitud cadavérica, producto de
la fantasía del narrador, cede paso a la invasión y apropiación real de la calle por parte
de los manifestantes en la Puerta del Sol, que si bien son reprimidos por las fuerzas
del orden público, terminarán afirmando su presencia, su poder y su amenaza al final
del relato, convirtiéndose en una realidad objetiva mediante el estallido de la huelga.
La promesa de la amenaza ya era anunciada unas páginas antes por boca del propio
personaje: “Su actitud” –la de los ricos—“me parece de una inconsciencia peligrosa.
312

Porque cualquier día… Mejor será no prevenirlos” (243). La normatividad urbana ha
sido alterada y la calle se ha convertido en el espacio de la incertidumbre, transgredido
por las muchedumbres exaltadas, aglomeraciones de cuerpos muy diferentes a las que
envolvían al protagonista a su llegada a la ciudad pues éstos ya no se mueven a la
deriva, sino con una agenda política muy precisa. El sujeto individual se disuelve en la
masa de huelguistas que lo salva de la muerte, dotando de un sentido a su vida, y pasa
a pertenecer a un todo –los oídos del personaje sólo atienden al grito sonoro de la
masa, y sus ojos “no ven, están ciegos” (294)— naciendo así una mente colectiva con
un proyecto en común, condición indispensable para que la masa actúe desde una
resistencia que quebrante la dominación del enemigo.
Cabe señalar que en línea con la tradición ya analizada en Aurora roja y La
horda que asocia la luz natural a la promesa de un nuevo día en que llegue la
revolución social, la falta de actividad e iniciativa viene a corresponder en
Lamentación con la oscuridad que domina las calles por las que pasea el personaje y
con el estado anímico del mismo. Recordemos que desde su llegada a Madrid el
narrador hace mucho énfasis en la oscuridad y silencio de las calles por las que el
protagonista pasea de noche, por esas calles sombrías de “pavimentos mortuorios” (7).
No es casualidad que cuando el individuo adquiere por primera vez una conciencia
revolucionaria, pasando a identificarse con esos cadáveres en el edificio de San
Carlos, muertos en vida, humillados y desposeídos, el narrador haga referencia a “la
entraña incandescente de una hoguera” que ilumina el pensamiento del personaje, en
un afán que “marchaba en línea recta hacia un mundo nuevo” (102). Esta imagen
quedará reforzada con el color rojo que caracteriza la protesta de la multitud de
gandules al final del relato, así como la sangre que mana de la herida roja que sufren
todos esos cuerpos que se lanzan a la calle para manifestarse en la huelga.
313

En el texto aparece la luz bajo otra forma diferente. Cuando tras mucho
callejear por la urbe surge la posibilidad de trabajar en la Redacción y cobrar una
nómina, frente a la oscuridad que ha dominado las calles desde su llegada a Madrid, el
personaje es capaz de apreciar las “calles animadas” iluminadas con “las luces
encendidas de los comercios” que “lanzaban chorros luminosos sobre las aceras” (96).
El dinero tiene el poder de crear una falsa ilusión en la mente del individuo urbano la
cual corre paralela con la falsa iluminación del “anochecer encendido” del centro de
Madrid. Ambas imágenes vendrían a dar cuenta de la naturaleza ilusoria, efímera y
pasajera (como los transeúntes que transitan por las calles) de las relaciones humanas
que coexisten en el mundo urbano. El narrador se sirve de este contraste entre luz y
oscuridad para establecer la naturaleza artificial de la ciudad pues después de todo,
como afirma el decadentista Huysmans, es el valor de la artificialidad lo que
principalmente representa la ciudad (cit. en Calatrava Escobar 8). 74
74 En este sentido, la entrega del personaje al juego, al vicio, remite a esta artificialidad urbana
disfrazada bajo la libertad que el mundo urbano le permite frente al campo donde operan mecanismos
sociales muy rígidos. La venta del reloj de su abuelo a cambio de dinero con el que poder apostar en el
casino apunta, no sólo a una ruptura de lazos con su mundo rural (y familiar), sino también al Mal que
según muchos escritores domina la ciudad: “El engaño cabe en la Ciudad Ideal como cabe la alteridad,
la materia, la enrancia, la indeterminación, en definitiva, el Mal… Mal que constituye su condición de
posibilidad, su generador” (Gómez Pin 57). Uno de los muchos cauces de manifestación de este Mal
será a través del juego y del vicio. La ciudad provee el espacio para el juego –en el que las mismas
personas son objeto de intercambio y compra-venta—y el azar –las calles urbanas constituyen el ámbito
de los encuentros fortuitos. La presencia de las salas de juego como espacios dominados por el azar, la
tentación y los intercambios monetarios encapsulan en gran medida la experiencia de la urbe moderna:
si bien por un lado constituye un espacio placentero donde dar rienda suelta a la ilusión y al deseo
económico, por otro será el espacio del conflicto, del dolor y de la decepción, una vez se pierde el
dinero y con él, la ilusión. Después de todo, tal y como afirma Ramos, “deseo y azar son elementos
fundamentales del nuevo lenguaje de la ciudad vanguardista y funcionan generalmente como los
motores de su narrativa” (“Entre el organillo” 137). Una vez más emerge la imagen de la ciudad como
locus del placer, pero al mismo tiempo vórtice de la conflictualidad.
314

3.2 Ciudad de mujeres y huelguistas: La Venus mecánica (1929) de José Díaz
Fernández
La Venus mecánica de José Díaz Fernández constituye una pertinente
transición entre los dos textos de Benavides bajo estudio en esta tesis: Lamentación y
Un hombre de treinta años, analizado en el siguiente capítulo. El protagonista
principal, Víctor Murias, en una labor redentora iniciada por Isidro Maltrana y
continuada por el personaje de Lamentación, se erige como líder de masas: “Yo confío
en el pueblo. Hay que guiarlo. Enardecerlo… No creo en otra cosa que la violencia”
(Venus 13). Aquí reside el germen de la novela social y colectivista que surgirá en las
postrimerías de la dictadura de Primo de Rivera, novela en la que el sujeto se integra
en la masa proletaria para protagonizar una obra que reconoce en el proletariado al
único sujeto social capaz de resolver los problemas de la modernidad. Considerada
por muchos como un ejemplo temprano de literatura de avanzada (Vicente Hernando,
“Introducción” XXVI; Esteban y Santonja 11; Fuentes, “Novela social” 9-10) La
Venus es la materialización novelística del nuevo romanticismo que el mismo autor
escribió un año después en que apuesta por la exaltación de lo humano y por una
literatura fuertemente comprometida con el cambio social.
Libro construido mecánicamente, compuesto de trozos de la vida de distintos
personajes, su estructura narrativa fragmentaria muestra diferentes personajes
masculinos y femeninos que entran y salen de sus páginas, que se mueven a pie y en
coche por las calles céntricas de una ciudad donde aún se dan cita tradición y
modernidad: el nuevo Madrid de tiendas y grandes avenidas, el de la Gran Vía, y la
“ciudad gibosa y paralítica que, como una vieja raíz difícil de extirpar, se agarraba a la
urbe moderna” (82), con un claro parentesco con La horda. En esta gran ciudad
emerge la figura de Víctor, intelectual y periodista quien tras una serie de encuentros
315

efímeros, fugaces y carentes de profundidad con diferentes mujeres (lo que muestra
una vez más que las relaciones personales son un correlato de las transacciones
económicas propias de un sistema capitalista) se enamorará de Obdulia, una tanguista
que pasará por modelo, querida de un burgués, venus mecánica (esto es, mujer
alienada y despersonalizada, una mercancía al servicio de la producción capitalista) y
por último virgen roja, adquiriendo mayor protagonismo en el texto como queda
demostrado en el título de la novela, el cual remite a la imprecación de Obdulia como
mujer alienada en el capítulo 17. En su transición de intelectual burgués erotómano a
intelectual comprometido, Víctor escribirá artículos incendiarios y se implicará
activamente en el movimiento formado por universitarios y obreros, lo que le hará
terminar sus días en la cárcel.
La calle en la novela adquiere un protagonismo esencial como espacio-tránsito,
un lugar de paso en el que nada ni nadie parece poder quedarse y en el que todo fluye,
circula a un ritmo vertiginoso, trasunto de la experiencia moderna del individuo. La
calle madrileña registra este dinamismo de la sociedad urbana, no sólo en las nuevas
transformaciones urbanísticas de las que el personaje es testigo en sus continuos
paseos, sino en las nuevas subjetividades que se forman al contacto con este espacio
itinerante—el intelectual comprometido, el obrero, el estudiante y la mujer activista,
convertida en virgen roja ante la injusticia que observa en la calle. A continuación, la
primera sección explora la experiencia de la modernidad en el texto a través del
cuadro moderno de la acción, manifestado principalmente a nivel de la calle como
espacio itinerante en el que se perfilan las subjetividades y en la que todo se halla en
constante circulación –transeúntes, mercancías, medios de transporte, hábitos de
convivencia y edificios, iconos del Madrid moderno, los cuales a veces son genéricos
(el cabaret, el hotel) y otras veces cobran especificidad (el Banco Hispanoamericano,
316

el Ritz, el Alkázar), igual que los personajes que salen y entran de ellos. El
dinamismo, concentrado principalmente en la Gran Vía como avenida céntrica de la
modernidad, deriva entre otras cosas del progreso que viene a conquistar la ciudad
bajo diversas formas y que convive con un persistente tradicionalismo que hace que
Madrid, “con rascacielos y aeródromos” siga siendo “un lugar de la Mancha” (47).
En la siguiente sección se analiza la presencia femenina en la calle madrileña,
una presencia que va adquiriendo un protagonismo creciente acorde a la mayor
libertad de movimientos que el autor concede a las protagonistas femeninas. Se
explorará cómo mujer y urbe son identificables en sus simetrías, en lo efímero de sus
contactos y en la materialidad que define a ambas. El análisis de centrará en Obdulia,
protagonista principal, quien pasa de ser objeto de deseo, individuo alienado y
cosificado en una sociedad mercantil, a sujeto agencial; en otras palabras, de venus
mecánica a virgen roja que adopta e interioriza ese “nuevo romanticismo”
comprometido con el cambio social que el autor publicaría bajo ese título un año
después. En esta transformación la calle y los desplazamientos por la misma jugarán
un papel esencial como escenario donde la mujer se exhibe, se compra y se vende,
pero también donde se conciencia y perfila su subjetividad a través de las peripecias
que le sobreviven.
Por último paso a examinar el papel de las huelgas y manifestaciones
populares como fenómeno político-social, una constante en la literatura de la época,
que hacen de la calle un “site of contestation” en términos lefebrianos en el que no
sólo se producen nuevos efectos de subjetivación sino también se abren nuevos
caminos a una profunda transformación social.
317

3.2.1. Progreso y dinamismo en el centro de Madrid
Desde la escena que abre la novela en la que un personaje se mueve en taxi por
el centro de Madrid y pasa a diluirse “en el torrente urbano” (11) hasta la última
imagen en que grupos de manifestantes desfilan por las calles céntricas, huelguistas
“pasan atropellados” y transeúntes corren a refugiarse en los portales (273), La Venus
mecánica es una novela de movimientos caracterizada fundamentalmente por los
desplazamientos constantes de sus personajes, desplazamientos que ejemplifican a la
perfección la naturaleza peripatética de las relaciones que se establecen en el espacio
urbano. Los personajes deambulan por las calles madrileñas, bien a pie y más
frecuentemente en automóvil, puesto que en una ciudad donde el progreso entra a
pasos agigantados, hacer uso del mismo en todas sus formas se considera símbolo de
fama, de dinero y de poder como afirma Esperanza Brul, uno de los personajes de la
novela, cantante que finge ser empresaria pero que no es más que una meretriz.
La novela abre con un viaje apresurado en taxi en el que una mujer trata de dar
esquinazo a un hombre que la acosa en plena calle, en una escena que vuelve a traer
ecos del poema “A une passante” en tanto que la calle se alza como el escenario que
despierta el deseo y favorece el encuentro con el extraño femenino que aparece y
desaparece en un segundo, erotizando la experiencia urbana. El continuo devenir se
extenderá a los hábitos de convivencia: las hijas de la aristocracia y la burguesía
visitan a los psiquiatras, “médicos de moda” (12), mientras que las esposas, madres e
hijas de intelectuales frecuentan el Club Femenino donde dan rienda suelta a su
“independencia” esto es, “tumbarse despreocupadamente en los divanes, fumar
egipcios e inventar fiestas artísticas para que acudiesen personas del otro sexo” (163-
64). Los movimientos frenéticos que se dan en la urbe moderna no sólo afectan a los
desplazamientos geográficos de los personajes, sino que también se refieren al cambio
318

frecuente de profesiones: los estudiantes se convierten rápidamente en opositores y los
burócratas en viajantes catalanes, pero también una actriz ascendía de tabernera a
duquesa “sin más transición que la de una función a otra” (35). La ciudad, con los
nuevos cambios que en ella se producen, se convierte en un ser casi con autonomía
propia capaz de modificar y alterar la actuación del individuo. Del mismo modo,
también se da el movimiento inverso: la condesa de Viena, la mujer más distinguida y
conocida antes de la guerra, ahora se encontraba en la más absoluta miseria (32). De
modo parecido, estos cambios se extienden a las construcciones urbanísticas y los
edificios—recordemos que Carr hablaba de un “boom de la construcción” en el
Madrid de los años veinte. En La Venus, el hotel en el que se hospeda Víctor en el
quinto piso de la Gran Vía ha sufrido profundas transformaciones: “La célula primaria
de aquel alojamiento había sido una modesta casa de huéspedes de la calle
Jacometrezo, en la que predominaban estudiantes y burócratas. Al desaparecer el viejo
reducto de la galantería económica, la hospedería se hizo pensión y ascendió a un alto
piso de la avenida de Pi y Margall. Más tarde la pensión descendió dos pisos y quedó
convertida en hotel. La servidumbre fue aumentada con un mínimo elemento de la
hostelería europea, un “botones” uniformado, y los clientes eran ya turistas” (18). Los
ascensos y descensos a los que se expone la pensión-hotel bien podrían estar
relacionados con el camino de altibajos que sufren los personajes en una ciudad
moderna, movible, cambiante, como esa actriz que asciende de tabernera a burguesa o
la condesa que desciende a la miseria. Asimismo, el juego de ascensos y descensos
también se refiere al cambio de nomenclatura de los individuos, que de “servidumbre”
pasan a ser “botones” y de “clientes” a “turistas”, transformación que vendría a aludir
a la entrada de las corrientes europeas en Madrid, una de las vías por las que el
progreso conquista la ciudad. La evolución arquitectónica del hotel con sus subidas y
319

ajadas también podría ser un guiño a esa arquitectura moderna de influencia
francesa, de fachadas interrumpidas que se construyó en el centro de Madrid en las
dos primeras décadas del siglo XX y que tanto afligía a Manuel Azaña por “su tamaña
arbitrariedad” y por considerarla un insulto “a las leyes de la proporción” (Obras 15).
Edificios de “pináculos, columnillas y voladizos” entre los que se pueden destacar el
casino de Madrid, el hotel Palace, el Palacio de Comunicaciones o la casa Matesanz,
todos ellos ubicados en las inmediaciones de la Gran Vía como calle céntrica por
excelencia.
La Gran Vía es sinécdoque del dinamismo que el progreso imprime a la
capital. Planeada desde mitad del siglo XIX pero sin contrato de aprobación hasta
1909, no es hasta 1911 que se inician las primeras obras, cuyo tercer tramo estaba aún
en construcción en 1929, año de publicación de la novela de Díaz Fernández. 75 La
avenida, en palabras de Fuentes “un transatlántico de la modernidad encallado en el
centro de Madrid” (La marcha 100) es un referente fundamental en el texto: no sólo es
la calle donde se inicia la acción narrativa, con Víctor cruzando la calle de Peligros
para salir a la animada y concurrida Gran Vía donde se refugia en un café, sino que la
última escena de la novela muestra cómo la huelga revolucionaria arraiga en la
avenida y en sus calles adyacentes con más fuerza que en ninguna otra vía. Entre estos
dos episodios que enmarcan la acción del texto, los protagonistas se desplazarán por
este dinámico espacio a pie, en automóvil o en tranvía, saliendo y entrando de cines y
teatros, concediendo un protagonismo fundamental a la calle. Como se ha visto, el
personaje principal vive en un hotel de la Gran Vía y trabaja en una agencia de
75
El proyecto de la Gran Vía nació de la necesidad de conectar los nuevos barrios, aligerar el tráfico y
sanear el centro histórico en respuesta al problema del embotellamiento, la falta de espacio y la falta de
ventilación que la ciudad venía arrastrando en su centro urbano desde mediados del XIX. Constituyó
una de los primeros proyectos urbanísticos de envergadura para transformar el interior de la ciudad en
el siglo XX. Juliá documenta la historia de su construcción, los problemas de su financiación y su
importante significancia en la reorganización espacial y social de la urbe moderna (Madrid 437-40).
320

noticias de la misma. Las mujeres se entretienen en sus tiendas y escaparates. La Gran
Vía como escaparate del nuevo Madrid parece tomar el relevo a la Castellana donde
Isidora Rufete admiraba y se deleitaba en los comercios. Al respecto, las palabras de
Fernández Cifuentes son pertinentes: “La posibilidad de mirar y remirar es el principal
atractivo de la Gran Vía madrileña, acaso su embrujo radica en el gusto, la diversidad,
la serie ininterrumpida de escaparates y vitrinas de lujoso comercio madrileño que
cobija” (“Fachadas” 109). En esta calle, corazón del centro urbano metropolitano
madrileño alrededor del cual gira la novela, se concentra la riqueza y el lujo frente a la
miseria del extrarradio, pero también el conflicto y la lucha, como demostrarán las
últimas imágenes de la calle dominada por guardias y huelguistas, lo que apunta al
intento de conquistar la ciudad tomando su centro urbano, como se verá en la
novelística de la República. En definitiva, todo sucederá alrededor de esta calle,
delineando así el Madrid que constituye el lugar de la narración.
Esta calle indica la presencia de nuevas formas de capital y de organización
empresarial. No es de extrañar que la mayoría de las nuevas edificaciones
relacionadas principalmente con el mundo económico tuviera lugar en las
inmediaciones de la Gran Vía, como se vio en la anterior sección. Giménez Caballero,
ideólogo fascista, no dudó en criticar la construcción de la moderna “Gran Vía
neoyorquina” (“La arquitectura” 167) por ser ésta la expresión por excelencia del
“trajín arquitectónico de la capital” (164). Ferviente defensor del tradicionalismo y lo
genuinamente español, parece lógico que Giménez Caballero arremeta contra esta vía,
“reino del cemento” (176) aunque al mismo tiempo apunta a la fusión de ambientes y
al contraste que caracteriza la calle entre zonas tradicionales y modernas:
¡Qué drama madrileño el de la Gran Vía! Todavía en el primer trozo de esa
Avenida queda, como una antigua fragancia de solera, una degustación sabrosa
321

que le viene de la calle de Alcalá, de la Cibeles, de la parroquia de San José y
de las afluencias laterales que llegan de la Puerta del Sol, Montera, Infantas,
Fuencarral… Pero después todo se transforma en película, en exotismo, en
judería internacional, en Vía que huye cuesta abajo hacia una estación, cargada
de maletas, de hoteles, de cine, de transeúntes con caras extranjeras, de
rumores cosmopolitas y olor a gasolina, con luces cegadoras y turbias del neón
por la noche. (176-77)
En 1944, fecha de la publicación de este trabajo, la Gran Vía todavía presenta un
primer tramo que es “degustación sabrosa” desde la perspectiva del escritor, derivada
de la conservación de la “antigua fragancia” que se respira en sus calles auténticas las
cuales encierran un trozo de la historia de España y en sus parroquias, edificios
tradicionales. Sin embargo, el dramático descenso en la calle introduce un cambio
radical conducente a toda una serie de rasgos modernos, calificados de “película” –no
en vano es el cine un escenario plenamente vanguardista—todos ellos presentes en la
novela de Díaz Fernández y relacionados con el movimiento: la estación, las maletas y
los hoteles apuntan al dinamismo del viaje; los transeúntes son usuarios del espacio
urbano que están allí de paso; el olor a la gasolina de los coches, rasgo moderno; hasta
la misma calle “huye” en un movimiento cuesta abajo que define el espacio urbano, el
cual se caracteriza según Delgado precisamente por la sucesión, la inestabilidad, las
sacudidas (Animal público 46), frente al anquilosamiento del primer trozo de la
avenida que desde la perspectiva de Giménez Caballero “queda”, permanece, como el
olor que despiden sus calles.
El “drama madrileño” al que se refiere Giménez Caballero en relación a la
pervivencia de rasgos modernos y tradicionales en la arquitectura y edificios de la
Gran Vía aparecerá registrado unos años después por Eliá Ehrenburg pero con una
322

función diferente: presentar, a través de la arquitectura de la avenida, el drama de las
desigualdad social: “Gran Vía. Rascacielos. Nueva York. En los tejados, estatuas,
doras, atletas desnudos, caballos encabritados. Letras eléctricas relampaguean en las
fachadas… Debajo de los tableros pulula la fauna de Madrid. Todos los cojos, ciegos,
mancos, esperpentos de España” (España 15). En estas palabras sigue existiendo un
fuerte contraste entre el dinamismo –de los caballos encabritados, de los carteles de
luz que relampaguean—y el estatismo de ese colectivo de desheredados, comparados
con animales que, arrastrando sus taras físicas, “pulula” por la calle. A diferencia de la
construcción realizada por Giménez Caballero, la transición entre los dos mundos no
es una continuación horizontal en dos tramos, sino que coexisten en dos capas
superpuestas, una bajo la otra, en un plano vertical. El contraste tradición-modernidad,
majestuosidad-pauperismo, aunque simplificador, es presentado en términos
dicotómicos con el fin de mostrar de forma nítida las grandes diferencias entre esos
dos mundos dominados por la desigualdad social que todavía existe en el Madrid de
finales de la dictadura y que Díaz Fernández concentrará en una sociedad capitalista
en la que el obrero gana “ocho, diez pesetas”, es decir, lo que un burgués “se gasta en
una caja de bombones, en una butaca para el cine” (Venus 148). En la novela la
tensión entre el nuevo Madrid (el del segundo tramo de la Gran Vía que huye cuesta
abajo) y el viejo Madrid, tradicional, de calles estrechas es expresada a través de un
viaje en automóvil que se desplaza por las calles céntricas –Gran Vía, Alcalá,
Castellana—y que inmediatamente cambia de escenario al dirigirse a la periferia: “La
tarde estaba espléndida. El auto atravesó la Castellana, la calle de Alcalá, la Gran Vía,
a esa hora de las cuatro en que la ciudad pone otra vez en juego su musculatura de
titán. Después dejó la avenida de Pi y Margall y atravesó calles estrechas como tubos.
Otra ciudad gibosa y paralítica se agarraba a la urbe moderna, como una vieja raíz
323

difícil de extirpar” (82). Las taras físicas de los individuos esperpénticos de
Ehrenburg se amplían a las calles de la ciudad que habitan, calles enrevesadas y
paralíticas. Es significativo que, como se verá más adelante, sea esta ciudad lisiada y
aparentemente paralizada la que determine el curso de los acontecimientos que
tratarán de restablecer el equilibrio entre los dos mundos desiguales a nivel social.
El contraste entre ambos mundos deja constancia en las costumbres y
tradiciones populares del nuevo Madrid. El progreso conquista Madrid, en sus muchas
manifestaciones a través de la presencia del extranjero, que entra en la capital por vía
de la artes y las ideas políticas (Víctor lee a Lenin, a Bernard Shaw) y la arquitectura
(como bien demuestran los edificios de inspiración francesa en la Gran Vía) pero
también a través de las costumbres. Andrés Álvarez relata en Sentimental Dancing,
publicada en 1925, cómo la irrupción de los bailes “exóticos” en los locales
madrileños introdujo una diferenciación entre clases no sólo sociales, sino entre
“castizas” y “nuevas”: “Hacia el año 1912 se produjo en los bailes de Madrid un
cambio radical, operado por las danzas exóticos que entonces comenzaron a llegar.
Hasta entonces se bailaba en Madrid el pasodoble, polca, mazurca, habanera, vals y
chotis, piezas que además de bailarse como ordinariamente se bailan en todas partes
tenían la forma típica madrileña, el girar a izquierdas y a derechas” (306). El
extranjero como símbolo de modernidad y progreso entra en todas las dimensiones de
la capital española. Sin embargo, Víctor Murias no puede sino afirmar con gran
decepción que “Madrid, con rascacielos y aeródromos, sigue siendo un lugar de la
Mancha” (Venus 47), una tensión que se percibe, aparte de en la arquitectura, en las
costumbres y tradiciones populares: mientras los habitantes de Madrid disfrutan en
nuevos espacios de ocio –cafés, teatros, music-halls, cabarets— aún persiste una
afición, una “superstición de los toros” (47) de la que el español no puede sustraerse.
324

De hecho, en una escena significativa en el cabaret de Alkázar, al sonido brioso del
jazz-band de fondo se superpone el alboroto y el griterío de los asistentes ante la
llegada del Niño del Olivo, famoso torero que desata pasiones y comportamientos
incivilizados propios de las multitudes castizas despojadas todavía de modernidad. El
ilustre torero y su “cuadrilla de flamencos, aristócratas y revisteros” (46) provoca
“alaridos, gritos y contorsiones” entre los grupos que se dan cita en el cabaret, que se
agitan, “en enjambre… como si estableciesen un diálogo primitivo con el bestiario de
las dehesas y los espacios libres” (46-47). En el cabaret se da cita la modernidad –
personalizada en los clientes extranjeros, en la bebida (whisky y coñac con soda), en
la música y en los bailes exóticos—y la tradición, como bien pone de manifiesto la
llegada del torero. La misma idea de un cabaret español es difícil de conceptualizar,
indicación del atraso en que aún se encuentra Madrid: “Un cabaret español querrá
usted decir. Porque en Berlín y en París se divierte uno. Son ciudades de turismo,
adonde van las gentes a gastarse el dinero. Aquí sólo vienen los muchachos de
provincias, los militares y los estudiantes. Además, allí hay vicio” (42), un vicio que a
diferencia de los cabarets extranjeros en los locales de ocio españoles “es de puertas
adentro” (42) como señala uno de los protagonistas. El cabaret como espacio de ocio
alude a la cultura turística de la urbe como rasgo definitorio moderno. Como señala
Aubert, ante la preocupación por la creación de una imagen nacional a uso interno
tanto como externo, “la Dictadura también lleva a cabo una política turística”
(“Dictadura” 50), manifiesta en la novela en la inmigración masiva de personalidades
internacionales (condesa Edith, la Mussolini) o en la aparición de hoteles edificados
con capital francés y británico: el Palace, construido en 1912 en las inmediaciones de
la plaza de Neptuno, en pleno centro madrileño, de arquitectura afrancesada del que
las cupletistas salen y entran y en el que Víctor cena con Elvira; y el Ritz, el cual
325

desde su inauguración en 1910 en la plaza de Neptuno se convirtió en el lugar
preferido de las más altas personalidades españolas y extranjeras, hotel de máximo
confort en el que señala Díaz “se europeizaban las cocinas y las costumbres con sus
tes, bebidas, banquetes, sus maîtres con frac de ala de mosca y sus camareros con
delantales como sudarios, al nivel de una gran ciudad europea” (España alegre 133).
Es significativo que, en un hotel caracterizado por la europeización e
internacionalización de su gastronomía, el general Villagomil quiera invitar a Elvira
“a tomar unos fiambres” (Venus 39), poniendo en evidencia de nuevo esa tensión entre
el nuevo y el viejo Madrid con sus costumbres y habitus tradicionales.
Estos hoteles convertidos en focos de tertulia y de socialización, así como el
cabaret Alkázar y otros espacios de ocio aparecen recurrentemente en la novela en
íntima relación con la naturaleza efímera y peripatética de las relaciones de
socialización entre individuos que favorece y fomenta el entorno urbano. Lo efímero
de los encuentros urbanos, como ya se vio en Lamentación así como en la primera
escena de La Venus, alude a la dificultad de establecer relaciones trascendentes con el
extraño que aparece en la calle con la misma rapidez que desaparece; de ahí la soledad
en la que se sume el sujeto al tornarse extraño para el otro. Pero en íntima conexión
con esta experiencia urbana, el carácter efímero de dicha experiencia se evidencia en
la novela mediante la entrega del sujeto a continuos placeres, breves pero
satisfactorios, consecuencia del “apetito voraz de vitalismo” (Nuevo romanticismo 26)
en palabras del mismo Díaz Fernández, un apetito desarrollado en una sociedad
industrializada recién salida de una guerra. Serrano habla de un “clima de
despreocupación” y atribuye este nuevo impulso vital a la sensación de que la muerte
tiene una menor influencia sobre la vida cotidiana de una población que “se ha librado
de la masacre de la Gran Guerra” (Felices 39-40). De ahí la importancia de los
326

espacios de ocio en la novela: el cabaret, el café, el teatro… todos ellos, según
Martínez Latre “serán marcas de esta vitalista y pragmática civilización urbana en
donde existen refinados placeres” (“Aspectos” 191). El ser humano, consciente de su
caducidad, desarrolla una euforia física y busca el placer inmediato que haga su vida
más agradable. Esto lo consigue en los cabarets, en el baile con mujeres que no
volverá a ver, en el placer del sexo fácil, en el consumo de champán y en los
cigarrillos ingleses. Sería ésta la vida del sujeto moderno, deshumanizado en palabras
del propio Díaz Fernández, de todos los “hijos del siglo más científico y mecanizado”
que viven sólo para “esto tan breve, tan personal, tan egoísta y tan efímero”
(“Literatura de avanzada” 98). El mismo autor afirma que “nada hay tan falso, efímero
y externo como la pasión del músculo o del sexo. El deporte o el baile son válvulas de
escape para la exuberancia vital de ciertos años de juventud; pero transcurren éstos y
el espíritu necesita un alimento más delicado y continuo” (Nuevo romanticismo 26-
27). Por ello, su protagonista masculino se debatirá entre esta experiencia efímera y
aquélla más trascendente, más permanente, una disyuntiva que no sólo se evidencia en
el espacio abierto de la calle, sino también en el privado, expresado en términos de la
diferencia entre habitar en un hotel (experiencia efímera) y en el hogar (expresión de
la permanencia), un dilema que casualmente surge con la posibilidad de adoptar una
vida burguesa al lado de una sola mujer, lo cual implicaría el fin de sus aventuras con
diferentes mujeres:
Cuando abro la puerta del piso me horroriza encontrarme con esa palabra que
rueda por la boca de todos los vencidos: el hogar. Un hotel tiene algo de
estación, de movilidad y de partida, con sus baúles tachados por una geografía
de etiquetas, con sus gentes que se informan de todos los horarios y viven
siempre en el inmaterial espacio del viaje. Allí me engañaba yo todos los días,
327

figurándome emancipado de la tutela cotidiana. El hombre nace en posesión de
una magnífica rebeldía y la sociedad se propone, desde niño, apoderarse de él,
domesticarlo, hacerlo una cifra del enorme cociente universal. (Venus 253-54)
El hogar, símbolo del matrimonio, el aburguesamiento y la sujeción contrasta con la
libertad de movimientos que el hotel que el mismo Giménez Caballero asociaba con el
viaje, el movimiento y la domesticidad. En una reflexión que revela un claro
paralelismo con Tristana y su domesticación por vía del encerramiento en el hogar,
desde la perspectiva de Víctor “domesticar” al individuo es sujetarlo, cotidianizarlo,
disciplinarlo y recortar sus movimientos físicos, esto es, “castrarlo” en relación al
personaje galdosiano. Una vez más, el dilema se reduce al dinamismo propio del
entorno urbano. Hay que leer estas palabras de Víctor a la luz de la importancia que
tiene la calle en la novela, como espacio itinerante por excelencia de la modernidad y
como motor de la vida de los personajes que se van perfilando a través de las
peripecias que les sobreviven en su recorrido por el espacio urbano, un espacio que
por su naturaleza les otorga libertad, desenfreno y capacidad de movimiento. Bolaños
explica el atractivo que ofrece lo efímero y la importancia de la calle en esta
experiencia urbana:
La vida efímera y fugaz asalta al paseante con una imaginería saltarina,
vibrante, inconexa y le impone la diferencia y la complejidad como estímulos
poéticos, suscitando en su ánimo el placer fugitivo de la circunstancia,
entregándole al tempo propio de la ciudad. Paradójicamente, es en la calle
donde uno es más uno-mismo. Porque, en los tiempos que corren, la verdadera
redención de la subjetividad sólo puede obtenerse si se acepta el nervio
saturado de la metrópoli. Porque sólo la ciudad está a la altura de la
complejidad de nuestra existencia. (“La ciudad” 15)
328

La vida efímera en la que nada está destinado a quedarse, en la que todo contenido
sólido se disuelve, no en el aire sino en el fluido de la psicología individual, tiene en sí
misma su atractivo. Sin ser plenamente consciente de los privilegios que la calle con
su vida fugaz le ofrecía, el personaje de Lamentación se lamentaba del tempo de la
ciudad, del nervio saturado de sus calles y de la consecuente falta de significación de
todo cuanto le rodeaba, aunque terminaba entregándose al placer fugitivo de la
circunstancia. Por el contrario, Víctor Murias será consciente en todo momento de que
sólo en la calle podrá ser él mismo, un personaje que lejos de ser una mera cifra “del
enorme cociente universal”, gozará de plena individualidad. Si la objetividad de lo
urbano quedaba vinculada a la subjetividad del individuo en la sociología de Simmel,
el hecho de que la ciudad esté “a la altura de la complejidad de la existencia humana”
define a la misma como el espacio por excelencia de la modernidad en cuyas calles el
individuo vivirá, experimentará y se perfilará, encontrando la verdadera redención de
su subjetividad. Existe así un intento de reconstruir la individualidad desde la
experiencia objetiva. El hotel vendría a representar una extensión de la calle, como el
espacio del transeúnte donde éste no está sino de paso. De ahí que Víctor prefiera la
libertad que la urbe le ofrece –aún pagando el precio de la soledad—a la estabilidad de
la certeza. En este sentido, el héroe de Díaz Fernández sería más moderno que el de
Benavides
Este fervor por la libertad debe entenderse desde la ideología de un personaje
que ansía vivir “en el extrarradio de la ley” (Venus 253). La libertad de movimientos y
la fugacidad representan la rebeldía con la que, según el personaje, nace el hombre la
cual la sociedad tratará de reprimir mediante la imposición de límites, leyes y
contratos. Su fervor por la libertad se corresponde en el texto con su identidad como
intelectual erotómano, entregado al vicio fácil y al placer fugaz. Sin embargo, Víctor
329

pronto cambiará este “señoritismo infecundo” (“Nueva literatura” 63) por la vida del
intelectual comprometido con la causa obrera, transformación en la que la mediación
de la figura femenina será imprescindible pues desde el momento en que conoce a
Obdulia querrá unirse a ella de por vida, desarrollando una conciencia comprometida
con el otro. 76
La importancia creciente en el texto del personaje femenino queda remarcada
por los desplazamientos y movimientos dinámicos que, como se ha comprobado en
esta sección, define al texto así como a la subjetividad de los protagonistas. Lo
realmente novedoso de esta novela a diferencia de cualquier otra del periodo es que el
movimiento urbano es protagonizado por ambos sexos. Varios autores –Conte en su
prólogo, Martínez Latre, Nora—han resaltado el creciente protagonismo de la mujer
en la novela, hasta el punto de considerarla “un alegato feminista” (Martínez Latre
194). La abundante presencia de personajes femeninos, algunos de ellos con
profundos perfiles psicológicos como Obdulia, la Mussolini o la condesa Edith, de
diferentes nacionalidades, clases sociales y dedicadas a diversas profesiones hace que
la mujer en la novela esté situada casi al mismo nivel que el hombre en términos
espaciales, sociales y activistas. La mujer, sin importar su clase social, se desplaza por
la ciudad con la misma libertad que el hombre, lo que debe interpretarse como
expresión de los muchos avances que la mujer logró en estos años, los cuales
quedarán plasmados en los dos primeros años de la República. 77
76 No deja de ser contradictorio que sea Obdulia quien le despierte esta conciencia comprometida y le
anime a participar en los movimientos sociales revolucionarios, pero al mismo tiempo quien le quiera
“sujetar” a una vida burguesa, si no por medio del matrimonio, sí con un hijo.
77 Parsons apunta que hasta los años veinte las mujeres obreras eran prácticamente invisibles en las
representaciones literarias (Cultural History 44), constituyendo La Venus mecánica una de las primeras
novelas que introduce mujeres obreras caminando a su trabajo diario, que luchan por cambiar, no sólo
su vida en la ciudad, sino la vida de la ciudad, como se verá.
330

3.2.2. Espacios femeninos, espacios urbanos: de la mecanización a la proletarización
de la mujer urbana
La asociación mujer-urbe iniciada por Benavides en términos de la
representación simétrica de la ciudad y de la geometría de la mujer es continuada en
La Venus mecánica. Existe una fuerte identificación entre mujer y ciudad hasta el
punto que la ciudad puede leerse y hasta pintarse en el cuerpo de la mujer: “Un pintor
actual podría retratar en ellas la desolación de una urbe: al fondo, la valla de un solar;
a la izquierda, un desmonte, y más lejos, la espalda iluminada de un rascacielos”
(Venus 93-94). La simetría femenina es comparable a la geometría urbana y por ello la
fascinación que siente el hombre por la ciudad y sus calles se amplía a las mujeres,
compartiendo ambos cuerpos lo efímero de los contactos y las pulsiones nerviosas que
desencadenan en el sujeto masculino. Las “aventuras de la calle” (10) están
íntimamente relacionadas y hasta condicionadas por las “videncias” de “las
imponderables transeúntes” (11), porque normalmente, como en el caso del personaje
de Lamentación, la fascinación con la ciudad es simultánea al hallazgo y
encaprichamiento con una alguna mujer. La experiencia del acto sexual corre paralela
al paseo: del mismo modo que el paseante aparece y desaparece por las calles,
desdibujándose entre el tumulto, acelerando y desacelerando el paso, “las manos de
Elvira gateaban por el pecho de Víctor, burlonas e insidiosas. Él le apretó una con
fuerza en un acceso sensual y se la fue soltando poco a poco, hasta vencer aquel súbito
arrebato” (33). Una vez más, y como señala Ramos, la gran ciudad y la mujer, “ambos
subyugan y ambos presentan un reto: la conquista” (“Entre el organillo” 137); la
mujer es elemento a recorrer y en el que perderse, del que tomar posesión y conquistar
para abandonar después. Porque la mujer, especialmente la moderna, artificial y
mecánica, se corresponde con la belleza artificial de la urbe moderna: “Más que
331

mujeres, esquemas de mujeres como las pinturas de Picasso. Pura geometría, donde ha
quedado la línea sucinta e imprescindible” (Venus 19).
La simbiosis entre las mujeres y la ciudad se aprecia también en la filtración de
la urbe en el subconsciente femenino pues retomando las palabras de Berger et al. la
urbanización no sólo afecta al entorno físico, sino que es un proceso que también se
establece en la conciencia del individuo (Homeless Mind 66). En sus paseos citadinos
Obdulia “se notaba a sí misma colérica y desabrida”, reconociendo el personaje que
aquellos “viajes veloces” por el centro urbano “destrozaban sus nervios hasta el punto
de cambiarle el carácter” (133). Además, la relación es recíproca, pues el estado de
ánimo del personaje impregnará la estructura de la ciudad así como la forma de
relacionarse con el prójimo en sus calles: en uno de sus paseos a pie por Recoletos,
una mañana luminosa en que Madrid “estaba lleno de luz viva, de cables de agua que
sujetaban el sol. De timbres y gritos claros” el estado mental de Obdulia ennegrece la
imagen de la urbe, la torna invisible y así en su caminar “ella no veía nada, porque
avanzaba como una nube, con la tormenta dentro” (217). En esta escena queda
vinculada la objetividad de lo urbano y la subjetividad del individuo, y evidencia una
vez más que la ciudad ha dejado de ser una mera referencia literaria fija para
convertirse en un referente subjetivo construido en base a la experiencia del
transeúnte. No será éste el Madrid ante el cual se rendía con admiración el personaje
de Isidora Rufete; la intensificación de la estimulación nerviosa y el ritmo vertiginoso
de esos “viajes veloces” conlleva un cambio de percepción de la realidad urbana en el
sujeto moderno, como señalara Simmel, que afecta incluso a los procesos de
socialización con el otro. Las “señoras estúpidas” que Obdulia intenta evitar en sus
viajes urbanos, las cuales intentaban “disponer de ella con insolencia” son igualmente
responsables de su carácter colérico. La sobreexcitación y los nervios descompuestos
332

propios del entorno urbano justificarían la existencia de personajes como Augusto
Sureda, el “médico de las locas”, por cuya consulta desfilan todo tipo de mujeres
distinguidas que sufren de los nervios, bien por una “sexualidad pervertida” o “por
arrebatos políticos y vehemencias democráticas” (12), dos “males” que Díaz
Fernández se encarga de recrear muy al principio de su narración precisamente para
someterlos a crítica. Si la mujer que se desvía sexual y políticamente es considerada
“loca” y debe ponerse en manos de un médico, Díaz Fernández, firme defensor de
cambiar las circunstancias vitales de las mujeres y concederles otras aspiraciones más
allá del matrimonio (“Literatura de avanzada” 99) construye y privilegia en su novela
a una mujer que participará de ambos “desvíos”, pasando de prostituta a activista
política. Resulta su presencia y mediación esencial en la narración para el
encauzamiento del sujeto masculino, tornándose en ese “brazo activo” que según el
autor le falta la “sociedad actual” (Nuevo romanticismo 50).
El mismo título de la novela alude al protagonismo femenino, tanto en el
espacio textual como en el urbano. Se pueden deducir dos posibles interpretaciones
del mismo. La primera de ellas hace referencia a la naturaleza mecanizada y artificial
de la urbe moderna, en la que todo y todos se mueven como máquinas,
deshumanizadas y deprisa. Cansinos Asséns, en su Movimiento VP, señala que “la
ciudad parece más moderna. La gente camina más aprisa, las mujeres, sobre todo,
llevan ritmo de locomotoras. Pasan ante nosotros como una manifestación de
sufragistas norteamericanas” (78). La comparación mujer-locomotora, la cual remite a
los medios de locomoción modernos que pueblan las páginas de La Venus mecánica,
debe interpretarse únicamente como un avance muy positivo en lo que a la situación
de la mujer se refiere, quien empieza a adquirir más y mayor libertad de movimientos
en esta nueva sociedad. No sólo la escena que abre la novela es protagonizada por una
333

mujer que toma un taxi apresuradamente; el resto del texto está poblado de figuras
femeninas que pasean, a pie o en coche, que viajan, dentro y fuera de la ciudad, que
bailan. Y estos avances no son privativamente espaciales, sino que afectan a otras
esferas: la mujer fuma (porque en los tiempos que corren “¡fuma todo el mundo!”,
Venus 108); flirtea (27); se divorcia y se permite afirmar que lo mejor es estar
“soltera” por ser éste “el estado ideal de la mujer” (39). Se perfilan así condiciones de
desarrollo social y económico que ofrecen otras alternativas a la mujer previamente
inexistentes. Se da igualmente un intento por incorporar a la mujer al mundo laboral y
así Obdulia, tras dejar el cabaret, “quería trabajar, ganarse la vida como una obrera,
como una de aquellas muchachas de los talleres y las oficinas que cruzaban en grupos
alegres la Puerta del Sol” (89). 78 El centro de Madrid es invadido por grupos
minoritarios que hasta ese momento tenían vetado el paso, que luchan por el derecho
de ganarse la vida honradamente y con éste, una representatividad social, lo que
prefigura la huelga general en la que los mismos espacios son igualmente invadidos,
pero de manera mucho más caótica y desordenada. Obdulia lucha por su autonomía,
por encontrar ocupación honrada: “Hizo cola en las antesalas de los despachos donde
se precisaba señorita que sepa idiomas; compareció en algunos pisos lujosos de la
Castellana, cuyos dueños buscaban señorita de compañía; ella misma se anunció como
78
A mi entender, este intento y su satisfacción no sólo queda plasmado en la aparición de mujeres
obreras en la Puerta del Sol, sino también en la introducción de personajes ficticios con referentes
reales, mujeres que fueron reconocidas en su época en ambientes culturales madrileños por sus
ocupaciones artísticas: “La señorita Gloria Martínez, poetisa y nadadora y Maruja Montes, pintora”
(Venus 165), esto es, Concha Méndez y Maruja Mallo. La inclusión de estas mujeres en la vida pública
madrileña no fue nada fácil (síntesis de la experiencia de Obdulia en la gran ciudad). La misma Concha
Méndez explicó en sus memorias que “a las tertulias de Valle Inclán en el café de la Granja del Henar y
a las de Gómez de la Serna en el café del Pombo no podía ir; terminaban sobre las tres de la mañana y
yo tenía que volver a casa para la cena” (Ulacia Altoaguirre 59-60). Pero a pesar de eso, la introducción
de estos personajes en el texto de Díaz Fernández proporcionan una garantía de validez a los avances
que, aunque lentamente, se estaban logrando para la mujer en los años veinte.
334

profesora de inglés para dar lecciones a domicilio. Todo fue inútil” (95). 79 La
desesperanza que el narrador presenta ante esta lucha por la emancipación se traduce
en uno de los posibles destinos de la mujer, en consonancia con el valor que tiene la
calle en la nueva urbe moderna como lugar de la exhibición, del intercambio y del
deseo. Para sobrevivir, Obdulia se convertirá en “mujer de calle” y tendrá que
venderse a un hombre de buena posición, una salida que aunque implicaría “el
vencimiento, el fracaso absoluto de sus sueños” (97), le permitiría tenerlo “todo
resuelto” (96). No deja de ser curioso que ante la inicial negativa absoluta a optar por
dicha opción, sea en la calle de la Montera, calle céntrica madrileña fuertemente
asociada a la prostitución, donde el personaje femenino empieza a plantearse
seriamente la posibilidad de venderse a un amante “que no tuviese nada que ver con el
amor” (101). El novelista sabe vincular el tema de la venta y explotación del cuerpo
femenino con la sociedad capitalista que lo mecaniza todo, ubicando el despertar de la
conciencia de mercancía de Obdulia en este paseo por la calle de la Montera, un
proceso queda reforzado en el texto mediante la contemplación de un maniquí en un
anaquel (100) por parte del sujeto femenino. Introduce así Díaz Fernández introduce
el discurso asumido alrededor de la mujer en los años diez del siglo el cual, basándose
en una división de los papeles de género en términos puramente sociales, construye a
la mujer como ente sexuado, deseado por los hombres que, ante la incapacidad de
subsistir en el inhóspito ambiente urbano por falta de medios, no tiene otra alternativa
que entregarse a un hombre que la proteja y la redima.
Y aquí vendría a colación una segunda interpretación del título de la novela. La
misma asociación “mujeres-locomotoras” tiene consecuencias negativas que remiten a
79
Al respecto, Ricci hace referencia a los títulos de algunos de los capítulos de La Venus mecánica:
“Historia de una tanguista”; “Muerte de María Mussolini, bailarina”; “Imprecación de maniquí”;
“Amante de negros”. Según Ricci, el narrador se sirve de estos títulos para exponer y denunciar la
situación indigna de la mujer en el mundo laboral (Espacio urbano 180).
335

la complejidad de lo moderno. El paso de Venus a mecánica sugiere la transformación
de la mujer femenina, natural y auténtica en un ser artificial, mecanizado y robotizado.
El mismo protagonista masculino así lo percibe: “Víctor pensó en lo lejos que se
encontraba aquella mujer de la mujer académica, mórbida y maternal, capaz de
promover el entusiasmo erótico del bosquímano. Esta sería el tope de la especie, la
etapa última del sexo. En realidad, aquella figura no era ya un producto natural, sino
artificial… Era un sutil colaboración de la máquina y la industria, de la técnica y el
arte” (19-20). La venus mecánica es la de la ciudad. Una vez más, la simbiosis urbe-
mujer se hace explícita en la materialidad que domina a ambas. Si, como se vio en
Lamentación, las relaciones personales entre individuos en la urbe se racionalizaban y
todo cobraba un valor material, afirmándose así el valor de artificialidad de la ciudad,
la mujer torna en un ser autómata, en un maniquí al servicio de los demás, trasunto de
lo urbano como experiencia del individuo moderno. 80 Las ocupaciones de Obdulia,
representante de las mujeres que habitan este universo urbano –bailarina, prostituta,
modelo de alta costura—apuntan a esta “maniquización” y a las dinámicas
desarrolladas alrededor de los maniquíes como sujetos-objetos de la nueva sociedad
capitalista y los consumidores de la misma. La mujer se convierte en un objeto que se
compra y se vende y por ello debe cumplir ciertos ideales de belleza. La crítica por
parte del narrador al excesivo maquillaje que las mujeres urbanas llevan (115) apunta
a la pérdida de femineidad en favor de “bellezas preparadas por la química
cosmopolita” (19). Como mercancía, es inspeccionada por los hombres, no sólo como
80
La misma protagonista asume su posición en el engranaje del sistema social y es consciente de su
pérdida de individualidad y de valor humano. La condición alienante de la sociedad moderna no reside
en la trapería, en la mercancía ni en los lujos, es decir, en el exceso (como era el caso de Isidora Rufete,
para quien el exceso era motivo de perdición), sino en mostrarse a otros: “Obdulia invirtió ese tiempo
en vestirse, en vestirse para ella, transformada de maniquí en mujer por la más sencilla de las
metamorfosis. Un acto tan simple le restituía independencia y altivez” (135). El paso de mujer a robot,
de Venus a mecánica, es “fácilmente” reversible, como quedará manifestado con la rebelión de Obdulia
más adelante.
336

objeto erotizado de deseo, sino también como producto encantador con “cifra de
enorme cociente universal” (134). Ante la atenta mirada de Víctor, personaje
erotómano antes de convertirse en intelectual comprometido y establecerse con
Obdulia, desfilan diferentes mujeres que despiertan su deseo: “Una eminente actriz
española… una abundante matrona de provincias. Una cocotilla insignificante… dos
damas que comían lejos. A una la veía difícilmente… a la otra, en cambio, pudo
observarla Víctor a su antojo… Ningún instrumento tan primoroso como ellas para
comer bombones, sumergirse en la electricidad de las pieles o surcar el lomo de las
alfombras” (19, 21). En un trabajo en el que compara La Venus con la película de Fritz
Lang Metropolis, Vicente Hernando señala que “en La Venus mecánica el maniquí-
robot es una metáfora de la posición social a que es sometida la mujer, su
deshumanización y su utilización como juguete erótico” (“Representaciones” 120). La
conversión en objeto de deseo masculino es una condición casi indispensable en el
establecimiento de relaciones entre los sexos en la urbe y en ello la calle juega un
papel fundamental. Recordemos cómo el primer encuentro fortuito entre Víctor y
Obdulia acontece en la calle de Alcalá, la cual invita a las relaciones sexuales –y
transitorias—y a la gestación del deseo erotizado de Víctor hacia la “imponderable
transeúnte” (Venus 11). Cierto es que la calle facilita la alienación de la mujer al
funcionar como vía donde ésta se expone y se ofrece al hombre, igual que las calles
del Rastro en La horda facilitaban la exhibición de los trastos viejos y usados,
poniéndolos a la vista del paseante y al alcance del comprador. Pero la calle también
jugará un papel fundamental en la concienciación del sujeto femenino para acabar con
dicha alienación. El papel de la mujer en la novela no se limita al de ser objeto de
deseo para el hombre, sino que se convertirá en un sujeto agencial capaz de manifestar
una resistencia fructífera a la imposición de la sociedad mercantil.
337

La “Imprecación del maniquí” que llega en el capítulo 17 supone un
importante punto de inflexión, tanto en la novela como en la vida del personaje.
Presagiando su papel como virgen roja, Obdulia, en quien “lloran los corazones
huérfanos, las muchachas hambrientas, los desgraciados de toda la tierra” (63), en
nombre de todos los desposeídos, utilizados y explotados por un sistema social que los
aliena, se alza contra su condición de venus mecánica y le planta cara a esa sociedad
burguesa que deshumaniza a sus víctimas:
Yo, venus mecánica, maniquí humano, transformista de hotel, tengo también
mi traje favorito, mi elegancia de muchacha que sabe vestir para la calle, para
el teatro y para el “te dansant”. Finjo que voy a las carreras, que he de cenar
fuera de casa o que salgo de compras por la mañana. Soy una actriz de
actitudes, una pobre actriz de trapo… Tengo un alma emboscada en mi
figura… Vosotras, burguesas, no tenéis esa juventud insolente. Ah, cómo os
odio, rebaño de pavas, buches rollizos de donde cuelga la medalla católica de
la domesticidad. (117-18)
La rebelión contra su condición de maniquí humano no es sino un levantamiento
contra el orden burgués. Si atendemos a la definición de “imprecación” como las
palabras con que se expresa el vivo deseo de que alguien sufra mal o daño, la
imprecación de Obdulia emana de su rechazo a exponer su cuerpo como engranaje al
servicio de los demás –en la calle, en la pasarela, en el cabaret—pero también encierra
una condena de la sociedad, a la que se quiere redirigir el daño que ésta inflige a sus
trabajadores. Con esta construcción, Díaz Fernández reivindica una figura femenina
con cierto margen de libertad que principalmente deriva del autoconocimiento, de la
propia concienciación del personaje y de su decisión de emanciparse de la
estandarización de su condición de objeto alienado de la que procede su apelativo de
338

“venus mecánica”. El personaje quiere transformarse en mujer “de calle”, esto es, en
un sujeto con capacidad de tomar sus propias decisiones y con una especificidad
propia que la caracterice como individuo. Con esta concienciación, la cual constituirá
el primer paso hacia el activismo social y político, la mujer en palabras de Fuentes,
“transgrede con sus acciones y cuerpo el orden social y moral establecido: la
domesticidad de la vida burguesa” (La marcha 101). La doble transgresión (social y
moral) por medio de las acciones y del cuerpo se traduce en una rebelión que llega por
dos vías. Por un lado, el sujeto femenino utiliza su propio valor de cambio como
mercancía para vender su cuerpo a un hombre al que desprecia, pero del que se
aprovecha en términos económicos. El personaje se aferra a las mismas leyes que la
sociedad capitalista utiliza para alienar a sus individuos y las pone de su lado,
tornando la sumisión en amenaza y restableciendo así la igualdad entre clases y
géneros:
¡Ah, tú no sabes a quién albergas! Tú no sabes, hombre del cheque y de la
factura, lo que ella representa ahí, en ese foco activo de tu vida, pegada a tus
días como la planta al muro. Concisa y aérea como un poco de viento inmóvil,
es, sin embargo, tu amante la que restablece el equilibrio humano. Para los
hombres de antes la Igualdad era una matrona con el pecho cruzado por una
banda roja. Actualmente, la Igualdad es esa mujer llena de pereza en el cuarto
de un millonario, rodeada de esencias y de joyas. Porque ella simboliza el lujo,
ácido corruptor de la riqueza, venganza de todos los desheredados de la tierra.
Por ahí habréis de morir, becerros de oro, agiotistas del esfuerzo jornalero.
(Venus 139-40)
La mujer se vale de los mismos valores burgueses que condena para transgredir el
orden moral y social y conseguir su emancipación por vía de su cuerpo: si, como se
339

vio con Isidora Rufete y Feli, el adorno del cuerpo femenino con objetos superfluos
estaba orientado a hacer ostensible el ansiado rango social, Obdulia decide hacer uso
del mismo “exceso y demasía en la pompa y regalo” para situarse en apariencias al
mismo nivel que el hombre millonario que la subyuga. El personaje recoge y participa
así de un discurso de resonancias dieciochescas que censuraba el derroche en lujos por
parte de las mujeres por las “graves consecuencias” que éste tenía “en el orden moral”
(Martínez Chacón 36) así como la amenaza que este derroche “hacía pesar sobre el
orden social” (Bolufer 186). Mediante esta transgresión moral y social, y confirmando
las palabras de Fuentes, la mujer se convierte en “brazo activo de una sociedad
manca” como diría el propio Díaz Fernández (“Literatura de avanzada” 99), foco
activo necesario para regular el equilibrio social; mediante el uso de esencias y joyas,
del cheque y la factura, se pondrá a la misma altura que el hombre millonario,
haciendo peligrar su economía, corrompiendo su riqueza y vengando a todos los
desheredados que la riqueza ha convertido en esclavos asalariados. El personaje pone
la desnaturalización y artificialidad de la mujer de su parte y como “una planta en la
pared”, casi como una sombra espectral “concisa y aérea” se aferra para siempre al
hombre rico para explotarlo y convertirlo en una pieza de engranaje más al servicio de
intereses ajenos, esto es, de las mujeres mismas, restableciendo así “el equilibrio
humano”.
Tras pronunciar este discurso y sólo unas páginas más adelante se produce la
transgresión por vía de la acción, en la que el personaje se rebela contra su condición
de venus mecánica para terminar irguiéndose como virgen roja. En esta
transformación, la figura de la “virgen” que condensa la pasión amorosa en el
matrimonio y para quien el hogar es “sepultura del espíritu” (Díaz Fernández,
“Literatura de avanzada” 99) hace confluir este amor erótico y su acto carnal con
340

aspiraciones de otra índole, las de la mujer activista que se guiará por otro amor “más
dilatado y complejo” (99), comprometido con el cambio social y que saldrá a la calle
a luchar por los derechos de la mujer y de los proletarios y materializando en su figura
el “nuevo romanticismo” que reivindicaba Díaz Fernández. En la virgen roja
confluyen ambos mundos, el tradicional y el moderno; los sentimientos más
elementales y los más complejos. Si la movilidad espacial por la urbe de la que se
apropió Obdulia marcó el paso de mujer tradicional a mujer moderna, podría decirse
que ésta da un paso más allá ahora se convierte en mujer nueva, verdadero sujeto con
conciencia humana, social y política. 81
En esta metamorfosis los desplazamientos espaciales seguirán jugando un
papel esencial, y ya no serán únicamente los “viajes urbanos veloces” los que alterarán
y cambiarán el carácter de Obdulia, sino también los desplazamientos extraurbanos.
En un viaje en tren al norte (Gijón y Oviedo) en su oficio de modelo, conocerá a don
Sebastián, capitalista, dueño de minas y explotador de obreros, que la llevará de visita
a sus minas de Langreo donde Obdulia tendrá su primer contacto con el mundo de la
“esclavitud asalariada”, con los obreros que forman una “muchedumbre macilenta y
descalza” (148). El desplazamiento horizontal hacia el norte se verá complementado
con un desplazamiento vertical en ascensor a las profundidades de la mina, expresión
de los diferentes estratos sociales en la sociedad de la época. 82 En un “descenso en
81
En un artículo precisamente titulado así: “De la mujer moderna a la mujer nueva”, Bordons analiza la
función de las mujeres en la novela, especialmente de Obdulia, señalando que el principal logro del
personaje en el texto es abandonar su papel de venus mecánica y convertirse en una virgen roja, esto es,
en mujer nueva, mujer humanizada que se enfrenta a la mujer moderna o burguesa, deshumanizada,
exponente de las cuales serían Elvira o la condesa.
82
Esta estructura vertical puede apreciarse también en reproducciones artísticas de la época. Me refiero
particularmente al mural titulado “Fondos congelados” de Diego Rivera, pintado en 1931-32 en plena
Gran Depresión, en torno a las desigualdades económicas de una ciudad como Nueva York. Lo que
hace de este mural una representación única de la complejidad de la modernidad urbana es el fuerte
contraste entre los rascacielos, símbolos de la eficiencia capitalista, y el amontonamiento horizontal de
cuerpos, miserablemente albergados en bodegas, mediando entre ambos niveles una larga línea
horizontal de viajeros que se amontonan para esperar el metro y regresar a casa. La naturaleza
341

una gran jaula metálica” (144) Obdulia es transportada a las galerías de las minas,
espacios vagamente iluminados, estrechos y asfixiantes que contrastan fuertemente
con la luminosidad del espacio abierto de la urbe y con la libertad de movimientos que
ésta posibilita. Las condiciones deplorables en que estos hombres trabajan hacen que
Obdulia no los perciba como hombres sino como “espectros en el subsuelo de un
paisaje hostil” (145) cuya existencia transcurre en la sepultura de la mina. La
restricción de movimientos y la oscuridad así como la estructura asfixiante del lugar
físico en que se encuentran estos sujetos tiene el poder de inducir sentimientos,
emociones y cambios mentales en el individuo y hará que Obdulia desarrolle un nuevo
sentido de la identidad, impregnando una vez más el entorno físico la conciencia del
individuo, pues como algunos científicos culturales han apuntado, “the built
environment can be extended to alter modes of behavior and stimulate urban dwellers
to undertake new forms of social action” (Gutman, “Street Generation” 253). En
efecto el personaje será invadido por “una furiosa rabia contra el dominio y la fuerza”
(Venus 147) que la llevará a lanzar un “grito enorme de protesta, una imprecación
rencorosa contra la despótica voluntad de los fuertes” con el que exhorta a los
hombres a que “lo incendiasen todo, que cayesen como una horda sobre la ciudad
iluminada” (197), una acción que pasa por la invasión de la ciudad y la apropiación de
las calles urbanas. Lo que para Isidro Maltrana era simplemente una profecía, un
deseo de venganza gestado en su imaginación, para Obdulia se convertirá en una
amenaza real que cobrará forma estética en la huelga general revolucionaria.
altamente polémica del mural responde sin duda a la yuxtaposición vertical de los distintos niveles
sociales de cualquier urbe moderna, en la cual las masas avanzan pesadamente al trabajo, los
desposeídos son embodegados y los ricos acumulan su dinero. Podría decirse que este mural es la
representación gráfica del contenido social que encontramos en la novela de Díaz Fernández.
342

La mina funciona así como una suerte de ventana a otro mundo en que el
personaje, contagiado por las condiciones de vida de otros sujetos, experimentará una
inmediata y poderosa concienciación social que la llevará a adoptar ese “nuevo
romanticismo” el cual apuesta por una exaltación de lo humano. El efecto de
subjetivación que da lugar a un individuo fuertemente politizado pasa por la
identificación con esos hombres “pegados a tierra como sabandijas” (Venus 144) los
cuales, como las prostitutas o las modelos forman parte de una producción seriada que
los despoja de toda individualidad y humanidad. 83 El cambio de vestimenta impuesto
a Obdulia para bajar a la mina sustituye el abrigo de lana gris, propio de su estatus
burgués, por un mono azul, lo cual no deja de ser significativo para ilustrar dicha
identificación entre el personaje femenino y el obrero así como para introducir el
papel del activismo obrerista femenino durante la República, cuando las calles de la
ciudad sean invadidas por una legión de monos azules.
La mina sería una parada más en un viaje de claudicaciones que comenzó con
la llegada a Madrid en el cabaret y que define a la mujer como víctima no sólo del
sistema social sino de las propias circunstancias de su vida –el abandono de su padre
cuando era niña, el abuso de los hombres, las diferencias económicas. Esta dolorosa
peripecia femenina presenta muchas similitudes con las historias de Carmen de
Burgos las cuales construyen la marginación y victimización a las que la urbe expone
a la mujer por falta de protección social. El hombre negro (1912) cuenta la historia de
Elvira, una mujer que incapaz de aguantar a su marido tiene la valentía de
abandonarlo sólo para descubrir que la vida en Madrid ofrece condiciones más
83
La identificación entre mujer y obrero deriva de su mecanización, de su condición de ser robótico, de
pieza en el engranaje de la maquinaria urbana, pero también de mercancía que es comprada y vendida.
La representación que de ello hace Francisco Ayala en Cazador en el alba lo expone con gran nitidez:
“Las mujeres de la ciudad son un producto industrial tan perfecto, tan admirable como la máquina del
capitán o la calculadora del comisario. Una maravilla de la técnica moderna: exactas, articuladas” (Mis
mejores 36).
343

difíciles para la supervivencia de las mujeres que el matrimonio. De Burgos pinta a
una protagonista que como Obdulia sobrevive en el universo urbano a pesar del abuso
de los hombres y de las condiciones de vida poco favorables. De modo parecido, La
rampa (1917) construye una ciudad, Madrid, en cuyas adversas calles la mujer se
enfrenta a la soledad, al aislamiento, a la alienación urbana y a la falta de protección
social, lo que conduce a la mujer a exponerse y devaluarse frente a los hombres.
La última parada en el viaje formativo hacia la concienciación político-social
es la calle madrileña. La visita a la mina está íntimamente relacionada con la
experiencia en la huelga callejera en Madrid, pudiendo considerarse la primera como
un paso necesario hacia la total transformación de la mujer en sujeto plenamente
politizado. 84 El mismo personaje asocia ambas experiencias cuando, al estallar la
huelga en el centro de Madrid, recuerda “su visita a la mina de don Sebastián, donde
la enorme montaña gravitaba sobre los cuerpos enflaquecidos de los mineros”,
obligándola este recuerdo a “entender un poco mejor la vida” (270) e interiorizar la
huelga como algo personal. Vinculando una vez más la objetividad de lo urbano con
la subjetividad del individuo, la huelga y todo lo que acontece en la calle se filtra en el
subconsciente del personaje y Obdulia “nerviosa, excitada, como si repercutieran en
ella las agitaciones de la calle” (269), se siente obligada a salir a la calle a presenciar
84
Para resaltar esta conexión entre la visita a las minas de Langreo y la posterior huelga general en
Madrid, cabe señalar el importante precedente de las huelgas que se desataron en la industria minera
vizcaína a finales del siglo XIX las cuales, según Carr documenta, fueron las primeras huelgas
importantes de España que mostraron cómo la influencia socialista convertía el descontento de los
trabajadores en sociedades de resistencia y cómo los patronos desarrollaron una repulsión hacia las
huelgas por considerarlas obras de agitadores (España 429). Una de las principales quejas de los
trabajadores era el aislamiento de la ubicación de las minas y las condiciones ínfimas en las que se
encontraban, queja bien construida en La Venus: el pueblo de las minas de don Sebastián está alejado
de toda civilización y para llegar al mismo hay que recorrer un trayecto largo en automóvil y en tren,
junto a un río “astroso y sucio, chorreando residuos de carbón” (141) en un paisaje “tapizado de humo”
(142).
Junto a ello hay que recordar que Dolores Ibárruri, la famosa Pasionaria, líder mítica del Partido
Comunista español, nació en el seno de una familia minera vizcaína y aprovechando la condición de
líder minero socialista de su marido empezó a asumir la política como herramienta ideológica para
luchar a favor de la liberación de la clase obrera. Para completar las conexiones entre ambos
personajes, la Pasionaria participó en la huelga general de 1917.
344

el conflicto. En su paseo desde la calle de Fuencarral a la Gran Vía, donde va a buscar
a Víctor a su trabajo, la mujer presencia escandalizada cómo los guardias ejercen su
poder y autoridad sobre los huelguistas a base de la fuerza:
Obdulia veía a los huelguistas pasar atropellados, dispersos, perseguidos por
los guardias. Los guardias descargaron sus sables sobre los hombres que
quedaron heridos, pisoteados por los caballos. Uno, con alpargatas y bufanda
verde, tenía la frente rota de un sablazo. Obdulia, ciega, frenética, erguida
como una virgen roja, increpó a los jinetes desde la acera: ¡Canallas! No pudo
decir más. La avalancha policíaca pasó por encima de ella. Sobre el pavimento
quedó su sombrero azul, abollado y yerto. (273)
El cuerpo femenino transgrede con su caminar el orden social al entrar en calles
cortadas por la policía, siendo castigado por ello. La descripción de esta peripecia
callejera alude a la de un nuevo sujeto que resignifica su vida, encuentra el sentido de
la misma y asume la ideología comunista, con todo esto redefiendo la funcionalidad
del espacio de la calle. El comunismo como ideología política se gesta y se exterioriza
en la calle porque como se verá en el siguiente capítulo, la calle dota al individuo y al
colectivo de una conciencia política al concentrar el descontento popular, unificar el
proyecto común y hacerlo visible, promoviendo la participación colectiva. La calle es
el espacio de las instituciones, del orden, donde se manifiesta el poder, pero también
es el espacio de la lucha donde se producen resistencias fructíferas y que por ello será
temido por las instituciones, como se verá en las novelas de la República. La constante
identificación con los trabajadores desde su visita a la mina, el recibimiento del mismo
castigo que éstos en la manifestación callejera, la constante imprecación contra la
explotación del ser humano, el rechazo radical de todo lo que tenga que ver con el
orden religioso y el odio hacia “esa casta de hombres que son capaces de prolongar la
345

injusticia del mundo hasta más allá de la muerte” (197) la convierte en un nuevo
sujeto político de orientación comunista que no deja de ser novedoso 85 y que adelanta
la presencia de distintas facciones políticas en las calles madrileñas durante los años
de la República y el conflicto de la contienda civil años más tarde.
La mujer es por tanto la pieza que une la experiencia de los trabajadores en la
mina y el activismo en la huelga, un activismo que también se deja ver en el papel
fundamental que juega en la concienciación masculina, tanto personal como política.
Al poco tiempo de conocerla en el cabaret “Víctor vivía ya de la presencia de Obdulia,
como si fuera ella quien le comunicase la conciencia de la vida” (65), poniendo fin a
sus múltiples y efímeros encuentros con mujeres para comprometerse a una sola
mujer. La renovación política también llega por vía indirecta de Obdulia: cuando ésta
lo abandona, Víctor se sume en una depresión de la que sólo la lectura de la biografía
de Lenin lo ayuda a salir. Esta lectura hará renacer en él las ideas revolucionarias, le
permitirá identificar “a su alrededor a los débiles” (158) y lo obsesionará con la idea
de “inyectar rebeldía”, crear una conciencia “en los proscritos” y “despertar un ideal
nacional” que llevara a los hombres a la “acción”, a armarse, sublevarse (159). Como
consecuencia, y en su oficio de periodista, 86 procederá a escribir artículos incendiarios
y violentos, poniendo su labor literaria al servicio de las multitudes. Aquí se aprecia el
85
Especialmente si se tiene en cuenta que no fue hasta 1920 que se fundó el Partido Comunista español,
con muy pocos adeptos en un principio. El número de comunistas realmente incrementó durante los
primeros meses de la guerra civil, en que se pasó de 30.000 miembros a 250.000.
86
Respecto al oficio de periodista, existe una considerable diferencia con el de los años diez, cuando
todavía el periodismo no constituía una verdadera profesión en España y cuando entre los periodistas
era más habitual la mediocridad que el talento, o la pobreza que el desahogo, como se pudo apreciar
con Isidro Maltrana e incluso todavía en el protagonista de Lamentación. En la segunda década del
siglo esta situación cambia, se acentúa la profesionalización del periodismo y los periodistas pasan a
tener la garantía de un empleo estable y bien remunerado. La dictadura influirá negativamente sobre
esta evolución por su política “deseosa de organizar la economía y prevenir los conflictos sociales”
(Aubert y Desvois 74). Es por ello que la prensa empieza a sufrir una paulatina reducción de su margen
de libertad y la censura se convierte en cada vez más frecuente y más dura. Aubert y Desvois
documentan la complejidad de la evolución de la prensa entre 1917 y 1930, periodo en el cual la prensa
sigue siendo arma de valor incalculable en el debate político, pero también conservando una posición
de herramienta de control social (“Libros” 72-76).
346

paso adelante respecto a la novela de Benavides en la que el personaje imaginaba
erigirse como líder de multitudes y poner su literatura al servicio de las mismas, pero
su apatía e indiferencia terminan con lo que es simplemente un conato de sueño
revolucionario. En cambio, Víctor aboga por la acción, predicando con su ejemplo,
participando en tertulias de corte revolucionario y denunciando abiertamente a los
opresores de la dictadura primorriverista en sus artículos y correspondencias para el
extranjero, acciones que le harán terminar sus días en la cárcel.
3.2.3. La huelga revolucionaria: (des)orden en las calles urbanas
Apunta Larson que Díaz Fernández es de la opinión de que “true progress and
human emancipation in the name of modernity would come about in Spain on the
thirtieth of February or when a frog grows hair” (Constructing 65-66). Contrario a
estas palabras, la huelga como fenómeno político-social tal y como aparece construida
en la novela es expresión de la unión entre progreso y humanidad. No sólo en el
personaje femenino, en la venus mecánica, confluyen ambos elementos, la mujer por
antonomasia y el ser robotizado de los nuevos tiempos, sino que Díaz Fernández
utilizará la modernidad, los nuevos edificios y la arquitectura, avances que para
Benavides intimidaban, empequeñecían y cosificaban al individuo, para hacerlo
crecer, dotar de humanidad al sujeto moderno urbano, otorgarle una conciencia
revolucionaria e involucrarlo así en los movimientos sociales de la urbe. En relación a
la literatura de avanzada señala Ricci que los escritores “toman en cuenta la
renovación arquitectónica, y no en detrimento de la preocupación y la participación en
cuestiones sociales, sueña con poner los edificios del poder y el aparato tecnológico de
la dictadura al servicio del proletariado” (Espacio urbano 183). Será ésta una de las
obsesiones de Díaz Fernández y de Víctor como portavoz del mismo. Aunque en un
347

principio el personaje se muestra pesimista ante la realidad social circundante –“el
mundo seguía en poder de los bárbaros a pesar de la civilización y la ciencia. Estas
gentes han puesto la ciencia al servicio de la barbarie. Se ha inventado el teléfono, la
telegrafía sin hilos, el motor de explosión, el aeroplano, para que ellos puedan
dominar mejor el universo” (Venus 186)— pronto esta desesperanza cobrará un cariz
más optimista ante la explosión de la revuelta popular en las calles: “Todos los
elementos de que disponía un régimen disciplinado y perfecto, el régimen capitalista,
estaban en aquel instante al servicio del proletariado universal, gracias a aquel
pensamiento directriz que habría hecho suya la causa obrera” (267). Se refiere Víctor
a los teléfonos –recordemos que el rascacielos de la Telefónica se construye en 1926 y
se convertiría en edificio de gran significancia cuando en mayo de 1937 sea tomado
por grupos anarquistas como vía de difusión y centro de comunicaciones— los
automóviles y los aviones oficiales, responsables de la rapidez de las comunicaciones,
todos ellos adelantos esenciales en el proceso de centralización de los recursos
materiales que contribuyeron a la llegada de la modernidad a la capital y que
difundirían la noticia que él escribiría “sobre el estallido de la revolución obrera al
mundo” (267), para que todos los proletarios se unieran bajo la misma causa y
participaran.
En esta línea, el narrador señala que Madrid depende del extrarradio para
funcionar: “Madrid no existía sin el esfuerzo de aquellos hombres de los arrabales, a
quienes la urbe arrojaba con desdén al infierno de las zahurdas” (267). En los
arrabales viven los obreros, como se vio en La horda, y Madrid no existe sin ellos
como ciudad organizada, limpia y abastecida, pero tampoco como capital digna con
una justa división social. Esa “ciudad gibosa y paralítica” que “se agarraba a la urbe
moderna” (82) debe movilizarse para “darle al conflicto un carácter revolucionario”
348

porque “si el conflicto no se extendía a las poblaciones más importantes, no les
quedaría otro remedio (a los obreros) que entregarse” (268). En otras palabras, es
necesario movilizar a las masas. Díaz Fernández nos muestra un Madrid dominado
por la lucha social en la que cada parte de la ciudad pugna por controlar y dirigir a la
muchedumbre, motor de la acción. Adelantando la producción cultural de la
República y de la guerra civil española de corte revolucionario, el narrador de La
Venus ya apunta a las masas revolucionarias como sujeto colectivo, elemento
desestabilizador cuya unidad, fuerza y número será capaz de socavar los cimientos del
enemigo y destruir el orden existente. Ya lo dijo Le Bon cuando afirmó que “crowds
are only powerful for destruction. Their rule is always tantamount to a barbarian
phase… possessing the spontaneity, the violence, the ferocity and also the enthusiasm
and heroism of primitive beings” (The Crowd 19, 36). Aunque atributos todos ellos
condenatorios desde la perspectiva del teórico, para Díaz Fernández constituyen el
motor necesario para la revolución social, como también lo será para autores como
Benavides, Sender, Herrera Petere o Zamacois. Y aquí precisamente, en el desorden
traído por las masas revolucionarias residiría el orden para el personaje como portavoz
del autor –revelando así su ideología republicana: “El orden no surgía de la boca de
los fusiles, ni del destello de los uniformes; el orden se incubaba en una multitud
desposeída y rota que atravesaba ahora en amenazadores grupos los barrios desiertos”
(Venus 268). Esa multitud que se hace visible saliendo de los arrabales de Madrid, de
los fondos de las minas, para penetrar e invadir las calles céntricas de la capital sólo
busca restaurar el orden, recuperar lo que hace mucho tiempo se les debe, como
rezaba el último grito de Maltrana en La horda, porque “alguna vez la horda dejaría de
permanecer inmóvil y no aceptaría los despojos: pedirían su parte” (335). Es sólo
349

cuestión de tiempo. Y la huelga del 7 de marzo de 1929 es la realización de esta
amenaza, que en el 14 de abril de 1931 terminará de materializarse. 87
En esta invasión urbana, el narrador se sirve nuevamente de la Gran Vía para
dar cuenta de la alteración de la normatividad urbana en momentos de alta crispación
social, porque como calle céntrica por excelencia será el punto a conquistar por las
masas revolucionarias para las que centro urbano es símbolo de poder. La Gran Vía es
punto de referencia obligado en la revolución obrera y referente simbólico de la
misma. Giménez Caballero señalaba que la avenida es el reino del cemento y según el
ideólogo, uno de los males de los tiempos modernos es precisamente el triunfo del
cemento, el cual supone “el advenimiento proletario por excelencia del siglo XX, la
rebelión socialista y masiva del cemento… Ladrillo del comunismo” (“La
arquitectura” 175). De ahí que la calle sea utilizada en la literatura de la época como
punto de encuentro de las masas revolucionarias, así como calle celosamente
defendida por las fuerzas del orden. La céntrica, bulliciosa y esplendorosa avenida con
sus calles adyacentes normalmente repletas de gente que entra y sale de sus tiendas
presenta ahora una imagen muy diferente:
Madrid, aquella mañana de marzo, amaneció desalojado y yerto. Las calles
estaban vacías, los cafés cerrados, y las pocas tiendas que se habían atrevido a
abrir se parapetaban detrás de sus cierres metálicos. La Gran Vía, llena de
guardias, tenía ahora fisonomía de campamento. No hay taxis, ni tranvías. La
calle de Fuencarral, sin puestos ni apenas transeúntes, estaba tachada por dos
87
El año 1929, “año de la agonía de la dictadura de Primo de Rivera”, en palabras del hijo de éste
(Carr, España 564) estuvo salpicado por multitud de huelgas y revueltas populares. Carr documenta que
en total hubo 96 huelgas, en las que participaron 55.576 huelguistas. Fueron precisamente estos
acontecimientos los que contribuyeron a que tanto la dictadura como la monarquía periclitara. Es fácil
atribuir las numerosas huelgas al periodo de inestabilidad gubernamental que caracterizó la década de
los años veinte, en la que, por poner un ejemplo, se sucedieron once gobiernos y cuatro legislaturas
entre el 9 de noviembre y el 13 de septiembre de 1923.
350

filas de guardias. La mayor parte de las casas aparecían cerradas y algunos
miradores de cristales deshechos estaban blindados con colchones… (265,
271)
La urbe desolada adelanta la imagen de Madrid en plena contienda civil y la Gran Vía
ha cambiado su fisonomía de una calle del centro financiero donde la gente paseaba y
en cuyas aceras se agolpaba “el torrente urbano” (11) para convertirse en escenario de
lucha, en un “campamento” sin transeúntes y con cristales en el pavimento que dan fe
del enfrentamiento. Para terminar de completar esta imagen de profunda alteración de
la normatividad urbana, el vacío y el silencio cede paso al caos y al conflicto armado:
En la Red de San Luis, la inquietud iba creciendo. Patrullas de caballería, a
galope, atravesaban las calles de San Marcos y Augusto Figueroa. Al
desembocar en la Gran Vía, grupos de huelguistas, surgidos de las calles
afluentes, pretendían organizarse en la Avenida de Pi y Margall. Corrían los
transeúntes a refugiarse en los portales, y todos, hombres y mujeres, llevaban a
cuestas el espectro del pánico. Sonó el primer toque de atención; pero los
obreros, lejos de huir, formaban ya una muralla dispuesta a resistir el ataque…
Se oyó el clarín otra vez, y luego, en medio de un terrorífico silencio, varios
disparos. Entonces la colisión surgió tremenda, dramática, como un azote.
Durante varios minutos sólo se oyó el jadeo clamoroso de la lucha: carreras,
gritos, golpes, detonaciones. (271-72)
El conflicto social es fácilmente comprensible si se tiene en cuenta que los
contendientes son grupos obreros seducidos por la idea de la acción directa al margen
de la legalidad burguesa y un gobierno habituado a reprimir cualquier reivindicación
obrera como una cuestión de orden público. Los huelguistas son en efecto duramente
reprimidos por la policía. La huelga ha fracasado, la batalla se ha perdido, el orden se
351

ha puesto de parte de la sociedad burguesa capitalista y la ciudad vuelve a convertirse
en “una ciudad de hierro y de metal, cerrada y abrupta como una fortaleza” (274). Uno
de los motivos a los que el narrador parece apuntar como posible fracaso de la huelga
es la reticencia del individuo a mezclarse con la masa. Obdulia, en el paseo de su casa
a la oficina de Víctor en Gran Vía, no puede disimular su temor ante esa
muchedumbre que “la acorrala” en la calle de Valverde (272). Se analizará en detalle
en el próximo capítulo esta disyuntiva, la cual será una constante en la novelística de
la República y de la guerra civil, textos con un marcado ideario político: el dilema del
individuo que si bien por un lado se resiste a ser descrito como “un número de masa”
(Locura 59) como diría Jarnés, con la consecuente (y temida) transformación de su
individualidad y la pérdida de especificidad, por otro se siente atraído hacia la idea de
pertenecer a un colectivo que se considera el principal motor de las agitaciones
populares.
Cabe afirmar es que una de las consecuencias del fracaso de la huelga es la
deportación aleccionadora del médico Augusto Sureda, personaje que conspira contra
el Gobierno y que confía en que el pueblo, con un líder que le despierte la conciencia
revolucionaria y lo enardezca, tendrá el poder de implantar la anhelada revolución
social. No es casualidad que sea este personaje, agitador de conciencias, el que sea
desterrado como forma de restaurar el orden alterado por los grupos de obreros en la
urbe. 88
Igualmente podría establecerse un paralelismo entre el fracaso de la revuelta y
la muerte del hijo de los protagonistas, un hijo que parecía venir al mundo “ileso de la
88
El mismo día que sale Sureda para el destierro amanece Madrid con “nubes negras, hinchadas y
lentas como vientres hidrópicos” (Venus 291). Si el día de la aurora roja, utilizando el título de Baroja,
es el día de la revolución social, del despertar de las conciencias proletarias, y el ansiado día en que se
produzca la constitución de las clases populares en una fuente de poder político, las nubes negras
parecen apuntar al fracaso de esta empresa.
352

formidable represión” (Venus 275-76), con la promesa de la invulnerabilidad y la
inmunización contra los sables y las balas. A diferencia de otros personajes abúlicos y
apáticos –Andrés Hurtado o el mismo Isidro Maltrana—que ven en la descendencia un
crimen que vendría a continuar una estirpe humana lacrada socialmente en un mundo
miserable, Víctor proyecta un porvenir esperanzado en su futura estirpe. La misma
expectativa en la huelga como triunfo del movimiento proletario es depositada en el
niño, que al final muere de fiebre tifoidea. A pesar de su fallecimiento, el grito último
de venganza del protagonista, unido al optimismo que le despiertan las futuras
generaciones, así como la actuación del estudiante y el obrero en el despido de Sureda,
añaden tintes esperanzadores al texto, dejando la puerta abierta a un futuro cambio
social, como de hecho terminará de materializarse, aunque de forma transitoria, en la
República.
El final de la novela es sin duda ambivalente y se abre a múltiples
interpretaciones. La muerte del hijo, unida al triunfo de la represión y el destierro del
médico se complementan con el encarcelamiento de Víctor para imprimir al texto con
un aura de pesimismo y catastrofismo. 89 La rebelión de Obdulia ante su condición de
objeto mecanizado da un paso atrás cuando Víctor (cuyo nombre conjura tanto la
imagen de vencedor pero también la de vencido), al ser detenido, pierde toda
individualidad y se convierte en un número, esto es, en otra pieza más en el engranaje
de la sociedad: “Víctor ya no era Víctor. Era una cosa en depósito, un semoviente que
pronto tendría la etiqueta de un número. Más que el frío de la noche y la rabia de la
89
El encarcelamiento de Víctor debe leerse a la luz de la censura y los medios de control impuestos por
la Dictadura. Nos dicen Aubert y Desvois que la obsesión del dictador, conjugando control y
autonomía, es obligar a la prensa a ser buena (“Libros” 75). Recordemos la amenaza en forma de
recomendación que un ministro hace llegar a Víctor para que tenga “mayor discreción en sus
correspondencias para el Extranjero” porque “hay verdades que no se pueden decir fuera por
patriotismo” (Venus 186). Expresa así Díaz Fernández una fuerte crítica hacia la dictadura de Primo de
Rivera cuya obsesión, según Aubert, de dar una imagen positiva de España en el exterior llevó a la
persecución de los periodistas (acentuad en los últimos años de la dictadura), con las consecuentes
multas, suspensiones y encarcelamientos arbitrarios.
353

detención, le exasperaba aquella pérdida repentina de personalidad. ´Tanto como nos
esforzamos en ser hombres y he aquí que en pocos minutos dejamos de serlo’” (303).
Hasta ahora, el territorio espacial del individuo ha sido definido por medio de su
movimiento continuo por las calles de Madrid y el personaje, vencedor en su
conquista de la urbe y de la mujer, se erigía como sujeto libre y con características
individuales, afianzaba su personalidad, a diferencia de la mujer que en las mismas
calles constituía una mercancía genérica a ser observada y consumida. A pesar de ser
la de la cárcel una experiencia moderna como parte potencial de la militancia obrera,
en su encarcelamiento el cuerpo del personaje es víctima de la parálisis y privado de
su libertad, con lo que dejará de experimentar la realidad social propia del hombre
moderno cuya esencia, como señalaba Simmel, estaba íntimamente relacionada con el
descubrimiento y experimentación del entorno urbano.
En esta vena pesimista, cabe hacer un breve inciso para reconocer que tanto
Víctor como Obdulia, a pesar de sus continuas referencias a la necesidad de la
violencia, de sus quejas ante la injusticia social y en sus anhelos de libertad y ansias
justicieras de revolución, nunca aparecen como sujetos plenamente activos en la calle,
en el frente de lucha. Víctor utiliza la agencia de noticias como escenario desde el que
contribuir a la revuelta, pero en ningún momento sale a la calle a unirse a los obreros.
Sus palabras justifican su posición: “Me dan ganas de vitorear al dolor, a la sangre, a
las armas, a la dinamita, al rencor de los hombres y a los sollozos de las mujeres,
porque son capaces de crear este heroísmo del mundo nuevo” (266). ¿Se incluye él
mismo en este colectivo, capaz de impulsar el conflicto revolucionario? Al parecer,
no. Su deseo reivindicatorio se traduce en escribir para informar al mundo del
estallido de la revolución obrera; es decir, una vez ese “heroísmo” haya sido creado, él
se encargará de difundirlo por medio de la escritura lo cual es, por supuesto, otra
354

forma de acción. Algo parecido ocurre con Obdulia: junto a su temor a mezclarse con
la masa, al estallar la huelga señala que le gustaría presenciar una lucha así (271), pero
lo que le impele a salir y caminar desde la calle de Fuencarral a la Gran Vía es
encontrar a Víctor, al que lleva dos días sin ver, no unirse a los manifestantes para
luchar y reclamar justicia. Eso sí, en el personaje de Obdulia Díaz Fernández plasma
las mejoras de las condiciones de desarrollo social, económico y político del país a
finales de los años veinte, las cuales afectaron principalmente a la mujer como sujeto
marginal. Junto a su rebelión contra la condición de sujeto-objeto sexuado hay que
unir el rechazo del personaje de los destinos tradicionales de la mujer en su papel
biológico, esto es, madre y esposa. Obdulia no quiere permanecer atada a don
Sebastián, ni tampoco desea casarse con Víctor. Cuando queda embarazada del
primero, toma la decisión de abortar. El aborto no es planteado en términos médicos,
sino como un derecho social y político de la mujer con capacidad de elegir sobre su
destino, lo cual es un gran adelanto respecto a décadas anteriores en que el control de
la natalidad se reducía a razones eugenésicas. Por otro lado, cuando queda embarazada
de Víctor y tiene al hijo, éste muere, con lo que su papel como madre queda ahogado.
Mediante la ruptura con los papeles tradicionalmente asociados a la mujer, Díaz
Fernández desnaturaliza a la mujer para convertirla en algo diferente, con aspiraciones
de otra índole: una virgen roja que abocará, tanto social como políticamente, por los
derechos de los trabajadores. Es cierto que la mujer tendría que esperar dos años más
para ejercer su derecho al voto. A pesar de no poseer aún capacidad política, por
medio del alzamiento contra los discursos impuestos sobre ella por una sociedad
burguesa, patriarcal y capitalista, Obdulia ejerce su derecho político y social. Díaz
Fernández tiene conciencia social y no sólo denuncia la situación, sino que ofrece
soluciones, alternativas a las limitaciones impuestas a la mujer en su condición de
355

madre, esposa y ente sexuado. En La Venus, la calle como espacio formativo de
conciencia política funciona a modo de resolución simbólica del conflicto social en el
que la mujer también tiene derecho a participar. Encontramos en Obdulia el germen de
lo que habría ser la mujer obrera, verdadera activista, que desde las filas del
anarquismo participará en la toma de poder de la villa en las novelas Siete domingos
rojos de Sender y Un hombre de treinta años de Benavides, como se verá.
3.3 Conclusión
Señala Auden que en la sociedad moderna, por dominar la impersonalidad y la
indiferencia, el espacio público ya no es un escenario propicio para las grandes
hazañas. En consecuencia, la literatura han perdido a su protagonista tradicional, esto
es, el hombre de acción (“The Poet and the City” 80). Tanto el personaje de
Lamentación como Víctor Murias son sujetos que, emblemáticos de la condición
moderna y verdaderos practicantes de lo urbano, pasan los días y las noches en la
calle, espacio hostil, fuente de posibles peligros para la integridad personal pero al
mismo tiempo escenario del placer fugaz y efímero. Su modo de andar cambiará
respecto al de individuos como Juan Alcázar o Isidro Maltrana, y en lugar de
experimentar la calle como espacio de concienciación y hacer del paseo una
herramienta para cambiar su entorno, caminarán entre la alienación y la mirada
distante en un intento de adaptación al entorno urbano. En un principio no serán
activistas, sino meros receptores de los estímulos externos a los que se exponen en la
calle. Y ésta como ámbito de lo urbano será escenario del deseo y también de la
amenaza. Sin embargo, ante el espectáculo de la calle, y ante el paso unísono que
marcan las multitudes, estos personajes abandonarán su caminar indiferente,
356

disolverán la individualidad a la que les condena el espacio urbano moderno en la
colectividad y salvarán la distancia mental que Simmel alude define a las relaciones
entre sujetos en el espacio urbano. Víctor Murias dejará atrás su entrega al placer fácil
y transformará su subjetividad de periodista erotómano en intelectual comprometido
con el prójimo. Como consecuencia, la calle se convertirá desde la perspectiva de
estos personajes en un espacio de concienciación, de protesta y también de salvación:
el personaje de Benavides será salvado de la muerte cuando un grupo de huelguistas lo
envuelva en la calle porque, como nos dirá Sender, “lo bueno que tiene todo esto de
diluirse y despersonalizarse en la masa es que no le pueden matar ya a uno” (Siete
domingos 196).
Ahora bien, en Lamentación el último dilema e indeterminación del este
personaje ante su inserción en la masa es expresión del camino de altos y bajos que
recorre el personaje en su peripecia urbana. Los cambios mentales que sufre tras su
llegada a Madrid, provocados principalmente por la influencia femenina, el
movimiento y las perspectivas cambiantes que dominan el escenario urbano, no
conducirán a una metamorfosis definitiva del individuo, quien en momentos de crisis
se retrotrae y se refugia en su mentalidad rural, en una profunda nostalgia que le
impide la plena adaptación a la nueva realidad metropolitana. La lucha por la
adaptación a la dinámica urbana y la imposibilidad de conseguirlo –la síntesis de tal
queda recogida en la violencia simbólica de la última página cuando el personaje
vagabundea solo, arruinado y hambriento por calles sin nombre— marcan el paso de
estos altibajos morales que dominan, a la vez que confunden, al personaje. Las
opciones ofrecidas al individuo a lo largo del relato son, por un lado adaptarse a la
vida urbana, desarrollando una mentalidad urbana fría y calculadora, internalizando la
economía monetaria que domina todas las relaciones humanas e intercambios
357

materiales y formar parte de una aglomeración de cuerpos que se mueve a la deriva;
por otro lado la inadaptación, esto es, dejarse dominar por las emociones, negarse a
entrar en el camino trillado por otros y terminar sucumbiendo ante un ambiente frío y
hostil. Sin embargo, el narrador abre la puerta a una tercera alternativa, a un nuevo
camino el cual – dada la afiliación revolucionaria del escritor y a la luz de su novela
de corte social analizada en el siguiente capítulo—debe entenderse como el más
atractivo, efectivo y deseable: aunar humanidad y progreso, trasladar sus valores
rurales basados en las relaciones afectivas al territorio urbano, y así, hacer ofrenda de
una expresión de afecto y caridad hacia el prójimo, en palabras del propio personaje, a
través de la toma de conciencia de clase, uniéndose a una muchedumbre obrera
citadina que, con un proyecto común que unifica y da sentido a los grandes
movimientos de masa, se hace visible deslizándose por las calles de la ciudad con un
grito unánime, una protesta roja que clama por la creación de un nuevo mundo.
En la misma línea concluye La Venus: el último grito de “¡Viva la
Revolución!” (294) por parte de un estudiante en la despedida del médico Sureda abre
el camino de la protesta, a la vez que apunta a la emergencia del colectivo estudiantil
como una de las fuerzas que contribuirán a la apropiación de la urbe en la República.
Este grito a modo de presagio de futuro se encuentra en otras novelas de la época, por
ejemplo, en El suicidio del príncipe Ariel (1928) de Balbotín o en El comedor de la
pensión Venecia (1930) de Arderíus. En ambas, los autores construirán igualmente
una huelga que fracasa en el espacio de la ficción pero que triunfará en la vida real,
con la presión de sujetos marginales (mujeres, obreros, estudiantes, intelectuales) para
derrocar a la monarquía. Carr documenta que la oposición de los estudiantes
universitarios estuvo presente a todo lo largo de la decadencia de la dictadura, estando
ésta sometida a una serie de ataques por parte de movimientos de estudiantes que
358

calificaban al dictador de “criminal, ladrón, miserable y cobarde” (España 560).
Primo de Rivera “llegó a aborrecer a los estudiantes” (561), nos dice irónicamente
Carr. Por otro lado, es significativo así como prometedor que al médico no vayan a
despedirlo “los nombres conocidos, las gentes de la burguesía y la aristocracia”
(Venus 292-93), sino estudiantes y obreros. La presencia de la mujer, del obrero y del
estudiante en la calle, convertida en espacio de liberación, lucha y transgresión, unido
al grito de “¡Viva la Revolución!” del estudiante y a la última promesa de
“¡venganza!” que se desprende de los labios de Víctor y Obdulia apuntan a la voz
férrea y sólida que las masas tendrán dos años más tarde y con la cual se lanzarán con
paso firme a la calle para marcar el camino en la novela social y revolucionaria de la
República.
359

CAPÍTULO 4
Individuo, masas y conflicto en el Madrid de la República: A la conquista de la
calle en Siete domingos rojos (1931) y Un hombre de treinta años (1933)
Al salir a la calle pude contemplar un extraño cortejo que venía por la calle de Alcalá
hacia la Puerta del Sol. Un oficial del Ejército se había hecho con una bandera
republicana y se dirigía a la Puerta del Sol ondeando los colores. Una multitud se
había congregado… la Puerta del Sol estaba de bote en bote.
Buckley, Vida y muerte 57
Un inmenso caudal republicano que acabará por anegar el viejo Madrid, desde
Cibeles, embalsándose en Sol hasta llegar al Palacio Real, desalojar a sus egregios
inquilinos y depositar en un nuevo gobierno la responsabilidad de hacer otro Madrid,
alejado ya para siempre de su función de Corte de la monarquía.
Juliá, Madrid 466
Fue en las calles y plazas de Madrid donde la monarquía constitucional, creada y
mantenida por el liberalismo español del siglo XIX, se allanó finalmente ante su
enemigo histórico: el republicanismo.
Carr, España 1808-1975 578
Estas citas establecen la estrecha relación entre el advenimiento de la Segunda
República española y la calle urbana. Baste recordar las expresivas imágenes filmadas
de la proclamación de la República en Madrid, las cuales muestran la plaza de Cibeles
y la calle de Alcalá colapsadas y rebosantes de gente, revelándose como espacios
urbanos representativos de la esperanza, entusiasmo y alegría del pueblo español.
Numerosos testigos, críticos culturales, historiadores y sociólogos han apuntado a la
importancia fundamental de la calle en el desarrollo de los acontecimientos que
desembocaron en la proclamación de la Segunda República, así como en su evolución
posterior. Característicos del breve periodo que duró la República, según Carr, “fueron
los choques callejeros entre las milicias de partido de las grandes ciudades, los mítines
monstruos, una oleada de huelgas incontrolada y relampagueante” (España 613). Si
bien Carr abre su capítulo sobre la República argumentando que las calles de Madrid
fueron los espacios públicos por excelencia donde el republicanismo como nueva
360

ealidad política logró abrirse paso en un país de larga tradición monárquica, al mismo
tiempo también aludirá a las calles como el escenario en el que se gestó el fracaso
político y militar de ese mismo republicanismo, apuntando que desde los primeros
días de la proclamación de la República hasta las elecciones de 1933 tuvieron lugar
una serie de huelgas y estallidos revolucionarios en las calles, no sólo por el
empeoramiento de las condiciones económicas, sino por las rencillas entre la CNT y la
UGT y por una lucha de poder interna dentro de la misma CNT que promulgaba
fervientemente la acción callejera.
De modo parecido, Juliá señala que “la proclamación de la República fue en
Madrid el resultado de la rápida y creciente ocupación de calles y plazas por aquellas
nuevas clases, obrera y profesional, que la monarquía no había incorporado al sistema
político constitucional” (Madrid 467). La clase obrera, hasta ese momento excluida y
situada al margen (no sólo geográficamente, como se ha visto en anteriores capítulos,
sino también políticamente) desarrolla un sentimiento colectivo que le hace lanzarse a
la calle en una ciudad que, no contenta con acabar de despedir al dictador, quiere
hacer lo mismo con el monarca. Así lo manifiesta uno de los muchos testimonios de
un periodista extranjero, Henry Buckley, quien se encontraba en Madrid el 14 de abril
de 1931 y relata cómo Niceto Alcalá-Zamora, al frente del gobierno provisional, se
planta ante las puertas del Ministerio de la Gobernación y clama “‘¡Abran en nombre
de la República!’ Los guardias obedecieron y Alcalá-Zamora subió hasta la planta
principal en volandas. Los madrileños se habían echado a la calle y gritaban: ‘No se
han marchado, ¡les hemos echado!’” (Vida y muerte 57, 60). La llamada al
republicanismo comenzó en espacios cerrados (Indalecio Prieto en el Ateneo, Negrín
en un discurso en la Casa del Pueblo o Largo Caballero durante la inauguración del
mausoleo en honor a Pablo Iglesias) pero pronto se derramará por las calles y los
361

espacios públicos: la llegada a Madrid de Antonio María Sbert en febrero de 1931,
dirigente de la Federación Universitaria Escolar, es acogida por una gran
manifestación que arranca en la Plaza de la Independencia y se encamina a la
Universidad. Algo parecido había ocurrido con el retorno del exilio de Unamuno en
febrero de 1930, a quien una enorme multitud espera afuera de la estación de Atocha.
Sin embargo, lo realmente interesante y novedoso de este episodio es que la
reivindicación de la República y la afirmación contra la monarquía no proviene
únicamente de dirigentes políticos, socialistas e intelectuales: es la ciudad entera, con
todas sus capas sociales, la que se vierte en las calles para manifestarse, unas gentes
que se identifican como “pueblo republicano” y que, afirmando la soberanía popular
frente a la monarquía, se encaminan inexorablemente a la República, una actitud o
sentimiento colectivo que según Juliá, venía gestándose desde antes de las elecciones
del 14 de abril cuando “las calles de la ciudad rebosaban de gente que pretendía
encontrar una butaca o algún lugar de pie en los pasillos de cines y teatros en los que
hablarían los candidatos de la conjunción republicano-socialista” (Madrid 475). 90
Junto a todo ello, las transformaciones urbanísticas que tuvieron lugar durante
la Segunda República influyeron sin duda, aunque de forma indirecta, al empuje y
proclamación del nuevo régimen político en tanto que éste pretendía ser un
movimiento democrático abierto a la participación de todas las fuerzas sociales, en
90
Juliá relata un incidente acontecido el 14 de noviembre de 1930, día en que tuvo lugar el entierro de
cuatro víctimas del hundimiento de una casa en construcción en la calle Alonso Cano. El cortejo
fúnebre sube desde Atocha a la plaza de Neptuno y en este punto intenta desviar su marcha hacia la
Puerta del Sol con el fin de llevar la protesta al corazón y centro de la ciudad. Sin embargo, “guardias
de seguridad a caballo cerraron el paso en la Carrera de San Jerónimo y descargaron sus sables y sus
fusiles sobre los manifestantes provocando varios muertos y numerosos heridos” (Madrid 474). Sin
duda esta escena trae ecos del entierro de Juan en Aurora y del obrero en La horda, ambos
acompañados de una importante presencia popular, así como de la represión de la huelga general
revolucionaria en La Venus mecánica. El común denominador es la expresión de la resistencia de
sujetos marginales mediante la invasión y apropiación urbana frente a aparatos de poder, representantes
de las instituciones, que subyugan dicha invasión. Esto será precisamente lo que cambie en estos años
de republicanismo, en que el pueblo de Madrid se lanza a la calle para pedir, exigir, reivindicar,
celebrar, haciendo frente a las fuerzas del orden, como se verá principalmente en Siete domingos rojos.
362

particular de un pueblo libre y colectivo que pudiera ejercer su derecho político y
social. Madrid llega a los años treinta con planes de destrucción, esto es, con
proyectos de derribo de casas y solares en el centro para abrir nuevas vías que
permitieran a los paseantes moverse con mayor soltura por las calles y a los
automóviles desplazarse con más rapidez por las calzadas; en definitiva, que
permitiera a la ciudad respirar y extenderse. Por ello, cuando llega la República a
Madrid, la ciudad está pasando por un momento de crecimiento. En 1932 se
constituyó el Gabinete Técnico de Accesos y Extrarradio de Madrid que se ocupó de
dos proyectos principales: por un lado, reordenar los grandes ejes de la capital para
reorganizar su interior (el túnel Chamartín-Atocha, el eje Prado-Castellana, la
prolongación del Paseo de la Castellana, la cual fue encargada a Prieto, con el
levantamiento en la misma de los Nuevos Ministerios…). Este proyecto que facilitaría
vías de entrada y salida de la ciudad y la conectaría mejor con el exterior,
desembocaría en el Plan de Extensión, publicado ya en 1926 pero que hasta 1933 no
se pondría en marcha, bajo las autoridades republicanas. Un segundo proyecto se
encargaría de reordenar los núcleos de población y los municipios de la periferia
urbana para hacer crecer la ciudad y facilitar el transporte entre estas zonas y el centro
para aquellas personas que vivían en el exterior pero trabajaban en el interior,
proyecto que quedaría plasmado en el Plan Regional de Madrid. Estamos,
nuevamente, ante el mismo gran problema: la falta de espacio, el embotellamiento de
Madrid en su centro y la miseria y el hacinamiento de los barrios marginales. Junto a
ello, la política de viviendas que la Segunda República puso en marcha para los más
desfavorecidos constituyó una de las intervenciones sociales más relevantes del
régimen. 91 Asimismo, la República abrió al público gran parte de los terrenos del
91 En tiempos de la dictadura, Primo de Rivera había proporcionado un importante apoyo a los servicios
363

Monte del Pardo y la Casa de Campo, hasta ese momento reservados a la monarquía,
como bien manifestarán años después escritores republicanos como Zamacois y otros
de corte falangista como Foxá. El nuevo uso de estos espacios y la transgresión de los
límites por parte de la multitud proletaria contribuyen a transmitir un mensaje político
y muestra la sensibilidad del gobierno de la República hacia las capas más
desfavorecidas de la población. Mediante la apertura de la Casa de Campo al pueblo o
con la presencia de hornadas de obreros en la Puerta del Sol a las cuatro y media de la
tarde el 14 de abril de 1931 se pone en funcionamiento una serie de recursos y
técnicas espaciales que marcan políticamente el discurso literario y determinan la
función social de la obra, como se verá en los textos bajo estudio. 92
Sin duda, existen numerosos factores que asocian la República como
organización y movimiento político al escenario urbano. En las elecciones
municipales del 12 de abril de 1931 los resultados en las provincias rurales tuvieron
como resultado 22,150 concejales monárquicos y 5,775 republicanos. Sin embargo,
públicos para la promoción de casas baratas en régimen de cooperativa. La política social de
alojamientos había sido iniciada por Largo Caballero, muy sensibilizado con el tema del alojamiento de
los obreros, quien en 1908 abrió el debate sobre el primer proyecto de Ley de Casas Baratas, el cual en
1911 se convertiría en la Ley sobre Casas Baratas, la cual proponía construir casas destinadas a grupos
de población sin recursos, a precios asequibles repartidas por toda la ciudad para así propiciar los
procesos de integración social. Esta ley también establecía las condiciones higiénicas que debía cumplir
toda nueva edificación. El 30 de mayo de 1931, recién ocupado su cargo de ministro, Largo Caballero
dictó ciertas normas en relación a estas Casas Económicas según las cuales el precio de las viviendas no
debía superar las 60,000 pesetas, incluidos los terrenos y las obras de urbanización. Existen varias
monografías sobre “Casas Baratas” en varias ciudades españolas; entre ellas, destaca la de Barreiro
Pereira sobre la vivienda social en Madrid en el primer tercio del siglo XX. Lago Ávila ha analizado
brevemente la política de vivienda social de la Segunda República. Ver su artículo “Arquitectura y
urbanismo”.
92
Con la caída en picado de las licencias de edificación entre 1930 y 1933, y con ellas el parón de los
proyectos de reforma y extensión, la masa de inmigrantes a los que la industria de construcción había
empleado queda en paro, produciéndose una crisis económica madrileña y consecuentemente un
profundo descontento general entre la clase obrera. Esto resultó en la ruptura de la coalición
republicano-socialista que había triunfado en las elecciones de 1931 y sobre la que se sustentaba el
sueño de construir ese nuevo y gran Madrid, capital de la República, ciudad que acoge e integra bajo su
planificación a todas las capas sociales. La CNT, que encarnaba un sindicalismo de masas obreras hasta
entonces desconocido en Madrid y la UGT, la tradicional clase obrera organizada, encuentran en las
huelgas generales su cauce de expresión y reclamo, como se verá en los textos bajo estudio. Se pone así
de manifiesto una vez más la estrecha relación entre calle y República, o en este caso, calle y quiebra
del proyecto republicano, relación fuertemente intensificada con la salida de Prieto del Ministerio de
Obras Públicas en 1934 y la entrada de Guerra del Río, quien sobrepuso la revalorización de terrenos
del interior a la urbanización y organización del exterior.
364

tuvo lugar un triunfo republicano en las grandes capitales de provincia –Madrid,
Barcelona, Toledo, Sevilla—donde el voto era real. El voto urbano fue suficiente para
que la monarquía se derrumbara. 93 En su artículo sobre la cultura urbana republicana,
Borja señala acertadamente que la alternativa política republicana se fue consolidando
en la España urbana, siendo la República el “momento de afirmación de la
ciudadanía” particularmente por la aparición de un fenómeno político nuevo: el
movimiento obrero y socialista (“Cultura urbana” 26-27). Y precisamente las
organizaciones políticas y sociales que ya emergieron a finales del siglo XIX
reivindican una serie de derechos sociales y políticos básicos cuya ausencia concede a
las clases trabajadoras un estatus de “subciudadano”, como se apreciará en los textos
bajo estudio. Por lo tanto, un estudio de la calle en la literatura de los años de la
República supondría un primer punto de análisis de las relaciones entre los
movimientos sociales, profesionales y culturales en el ámbito urbano.
A la relación entre República y calle hay que añadir la presencia de un
componente esencial, que determinaría y caracterizaría la renovación de la vida
política y la sociedad española durante este efímero periodo de republicanismo: la
afirmación del pueblo, que si bien venían vertebrándose años atrás, ahora abandonarán
sus casas, sus espacios privados y vendrán a afirmar su presencia, su voz y sus
derechos, desde los alrededores de la ciudad al mismo centro de la misma. Al fin y al
cabo, como nos recuerda Reig Tapia, originariamente la palabra “república” deriva del
latín “res-publica” y nació para designar una nueva organización política que hace
referencia a la cosa pública, los asuntos comunes, de todos, del pueblo, de la
comunidad colectiva (“Proclamación” 137). Es decir, política colectiva,
93
La conjunción republicano-socialista obtuvo en Madrid el 69,2% de los votos escrutados. Casi de
forma natural, el triunfo fue mayoritario en los márgenes, en los distritos más populares, Hospital,
Inclusa y Latina, aunque también en Centro, Hospicio y Palacio, distritos céntricos, el triunfo fue
contundente (Juliá, Madrid 476).
365

despersonalizada y anónima. Es por ello que el Madrid de la República sería el de la
clase obrera y sus calles, lugar de la lucha y la protesta obrera, se conforman como
espacios de expresión y reivindicación del pueblo como sujeto colectivo, sujeto
político que reaparece tras muchas experiencias anteriores frustradas.
Esto nos lleva a hablar del protagonismo de las masas como hecho social de
máxima trascendencia, ante cuya evidencia la literatura anterior había permanecido
impasible. Vimos cómo Galdós construía la masa como un ente esencialmente
negativo, causa de terror e indignación, a menudo deshumanizado mediante el uso de
analogías animalísticas. En El amigo manso (1885), por citar un solo ejemplo, Galdós
ficcionalizaba el poder desbordante de las masas, en particular el miedo ante el efecto
que tal “brío popular” podría producir en el status quo de la sociedad burguesa. Es
éste un tema ampliamente tematizado por los escritores decimonónicos que plasman
en sus textos las ansiedades que la masa como sujeto peligroso de la modernidad les
suscitaba. A lo largo de esta tesis se ha hecho referencia a la construcción literaria de
la masa: si Galdós expresaba su temor ante los fenómenos de masa que alteraban la
normatividad de la ciudad en épocas señaladas, Baroja veía igualmente en las masas
un enemigo peligroso a contener; Blasco Ibáñez, por el contrario, hacía un
llamamiento a esas hordas periurbanas para que penetraran en la ciudad a apropiarse
de lo que siempre les había sido negado. En la literatura de vanguardia, las masas
funcionaban como nuevo sujeto urbano, producto de las profundas transformaciones
urbanas de la urbe moderna, que sin levantar excesiva polémica ni inquietud en el
escritor, constituían en sí mismas la representación de lo social, un espacio humano
donde el individuo podía “perderse”, disolverse, adoptar una “blasé attitude” y
tornarse indiferente, pues “one nowhere feels as lonely and lost as in the metropolitan
crowd” (Simmel, “Metropolis” 418). Lo que la construcción de las masas y las
366

multitudes han tenido en común en las representaciones literarias analizadas en esta
tesis es su mutismo, su falta de voluntad, su falta de movilidad y de acción política.
Pero como profetizaba Isidro Maltrana, “alguna vez la horda dejaría de permanecer
inmóvil, y los que entraban en Madrid al amanecer se presentarían al mediodía” para
pedir su parte, para exigir con altivez (La horda 335). En otras palabras, alguna vez
esas grandes masas de trabajadores despertarían de su letargo y tomarían la calle, no
se limitarían simplemente a estar en ella. El testimonio periodístico de Rafael Salazar,
reportero político, no puede ser más ilustrativo para dar cuenta de este “despertar”
social y político de las masas que se apropian de lo que alguna vez fue suyo,
sembrando el caos:
¿No habían usurpado los reyes la Casa de Campo? Pues vamos a la Casa de
Campo, sin pérdida de tiempo, a tomar posesión de lo que fue siempre nuestro.
Y hacia allí marcharon miles de hombres y mujeres entre cánticos y gritos
soeces, sin gracia y sin ingenio. Aquella “toma de posesión” resultó algo
inenarrable. Se talaron árboles, se pisotearon setos, se destrozaron plantas, se
volcaron automóviles y las cubiertas de otros vehículos fueron acuchilladas.
Acaba de proclamarse la República, y el pueblo soberano podía hacer lo que le
diese la republicana gana. (Segunda República 23-24)
La novela social de la República es el espacio clave en que se produce este despertar
de esos miles de hombres y mujeres, un despertar que está estrechamente ligado con la
aparición de El nuevo romanticismo de Díaz Fernández en 1930 desde el cual se
promueve lo humano como el contenido primordial del arte, pasando el amor erótico a
un segundo plano a favor de otro amor, “más dilatado y complejo, fruto del progreso
humano y de la depuración de las relaciones sociales que moverá a los hombres del
futuro, eje de la gran comunidad universal” (49). Desde esta perspectiva, la novela
367

pasó a ser considerada un instrumento de fuerte intervención social para analizar la
sociedad y contribuir a transformarla, y así “poner al descubierto los mecanismos que
perpetuaban y hacían posible el mantenimiento de situaciones opresivas e injustas”
(Esteban y Santonja, Novelistas sociales 11). Es por ello que la novela social, definida
por Pérez como aquélla al servicio de la protesta política donde lo social se convierte
en político y viceversa (“Social Realist Novel” 62), traerá a un primer plano la
realidad social, los problemas de clase social y principalmente atenta a “los
fenómenos sociales, a los problemas colectivos, a las reivindicaciones de masa”, con
frecuencia “ignorará al individuo en cuanto carácter único” (Nora, Novela española
282). Como mencioné en sucesivas ocasiones, Lamentación y La Venus mecánica
pueden ser consideradas precedentes de El nuevo romanticismo: en ellas el individuo
hablaba por las masas, identificándose con éstas en ocasiones, en otras mostrando su
indignación hacia las mismas, pero siempre privilegiando su propia individualidad. A
partir de la publicación del libro de Díaz Fernández, el sujeto será la masa en sí y el
individuo pasará a ser integrante de la misma, porque como el propio autor señala,
“las fuerzas proletarias son las únicas con capacidad revolucionaria” (Nuevo
romanticismo 190). El personaje-periodista, como veremos en los textos analizados,
se convierte en el principal animador “que expresa la inquietud de esas cien mil
cabezas”, como diría Jarnés en Locura y muerte de nadie (169). Parafraseando a Díaz
Fernández, Gil Casado señala que la creación literaria sólo puede desempeñar una
misión incitadora si expone “la dialéctica del tiempo, los conflictos sociales, los
anhelos de las masas trabajadoras” (Novela social 94). Y será por ello que uno de los
rasgos de la novela social es la colectividad, y será en la urbe donde aquélla
encontrará su espacio de representación, donde se produzca la verdadera “rebelión de
368

las masas” al ser los espacios del centro ocupados por obreros y sindicalistas que se
rebelan contra el orden.
Si se tiene en cuenta, por un lado, que la multitud y la muchedumbre se
entienden como “una de las zonas más problemáticas de la conflictividad social, pues
a través de su aparición se pueden detectar precisamente la emergencia de los
conflictos” (Montaldo, “Entre la masa” 167) y que, como ha apreciado Wirth-Nesher,
el ámbito urbano es el lugar por excelencia para transmitir las tensiones y
contradicciones de la novela moderna (City Codes 3) se puede concluir con que el
espacio urbano y en particular la calle de la ciudad moderna se configura como el
lugar propicio elegido por el escritor para ser convertido en espacio social por las
acciones conflictivas de las masas. 94
Días antes al 14 de abril de 1931, las calles de Madrid rebosaban de gente. La
presencia del pueblo madrileño jubiloso en cines, teatros y calles, primero para votar,
luego para celebrar, convierte el triunfo electoral en un triunfo político. Desde
Lavapiés y los barrios bajos de Atocha, desde Tetuán y Carabanchel, oleadas de
transeúntes, obreros, mujeres y representantes de toda clase social inundan con su
presencia, sus voces y con banderas tricolores Sol, Cibeles, Alcalá. Las calles
céntricas se convierten en escenario de una revolución, de una fiesta espontánea.
Santos Juliá documenta cómo la fiesta del 14 de abril se prolongó hasta el día
siguiente en el que nadie había ido al trabajo “y quienes fueron lo abandonaron en
seguida: era fiesta” (Madrid 1931-1934 13). En este estado de felicidad que se
94 Esta idea es perfectamente coherente con teorías sobre la ciudad promulgadas por Mumford, para
quien “sólo en la ciudad es posible reunir a toda una variedad de personajes para que se desarrolle el
drama humano: de ahí que únicamente en la ciudad se halle suficiente diversidad y una mutua
competencia para avivar la trama de la vida y llevar a los actores al más alto nivel de participación”
(116), participación que en nuestros textos se traduce como acción política y reivindicación social por
parte de sujetos, de actores sociales, que han dejado de ser objetos, a saber, ocultos e inmóviles.
369

prolongó hasta el 1 de mayo, día del trabajo en que se celebraba también la República,
no hubo manifestaciones violentas más que para las estatuas y los tranvías,
predominando en las calles de Madrid la sensación de fiesta. 95 Juliá afirma que la
corta vida de la República queda resumida y enmarcada por la presencia del pueblo en
la calle en abril de 1931 para celebrar jubilosamente la fundación y proclamación del
nuevo movimiento político, y por la salida a la misma calle de los obreros de Madrid
en junio de 1936 con motivo de la más larga y dura de las huelgas generales de la
construcción. Esta afirmación pone de manifiesto no sólo el protagonismo político de
la muchedumbre, sino principalmente la importancia de la calle como el hábitat por
excelencia en que esa multitud como sujeto colectivo se manifiesta. Según el
historiador, “no pasaron más de dos años sin que la fiesta popular que proclamó la
República se convirtiera en lucha de clases” (Madrid 491).
Ahora bien, la imagen de Madrid como fiesta ante la proclamación de la
República no es la predominante en la producción cultural de este periodo histórico. 96
Los textos seleccionados son representantes de una época en que la calle se revela
como el escenario ideal para conocer los sucesos, los protagonistas y principalmente
los conflictos que condicionaron dicha época y están construidos en torno, no a la
fiesta, a la celebración o al júbilo, sino a la tensión y a la violencia. Siete domingos
rojos (1931) es una novela sobre la revolución, sobre cómo organizar y generar una
95
Fueron las estatuas reales o regias las que sufrieron las peores consecuencias: la de Isabel II fue
arrastrada entre risas hasta la Puerta del Sol, donde fue destrozada. La misma suerte corrió la estatua de
Felipe IV en la Plaza Mayor. Es curioso que Valle-Inclán se lamentara en una carta al periódico Luz de
que no se hubieran destrozado más estatuas (27-1-1934).
96
Por lo que se refiere a producción cinematográfica, apenas existe filmografía significativa que tenga a
la Segunda República y la vida cotidiana de aquellos años como epicentro. Reig Tapia atribuye esta
escasez a la débil estructura industrial en la España de la República (“Proclamación” 153). Pero
tampoco el cine más reciente que trata de recuperar la memoria de la República (entre las que se puede
citar Belle Epoque (1992) de Trueba o La lengua de las mariposas (1999) de Cuerda) consigue
reconstruir un contexto genuino referido a estos años, ni pueden ser consideradas películas republicanas
en sentido estricto: la República se lee en la mayoría de los filmes como antesala y siempre enlazada a
lo que viene después, esto es, a la guerra, tema que sí ha sido ampliamente recreado en una rica
producción cultural.
370

huelga y sobre el fracaso de la misma. La violencia permea todos los poros del texto,
estando incardinada no sólo en las acciones de los personajes, sino en sus mismos
nombres y diálogos. Siguiendo el planteamiento de Juliá de que la República se fundó,
se celebró y terminó en la calle, la novela de Sender acontece en un noventa por ciento
en la calle urbana, la cual se alza como espacio de acción, de conspiración y de
muerte, nunca de celebración. Si el domingo es día de lucha en el texto de Sender, el
mismo día semanal será elegido por los obreros de Benavides para el disfrute y la
búsqueda del bienestar, eso sí, de espaldas a la ciudad. Un hombre de treinta años
(1933) reconstruye ciertos pasajes en que el pueblo como sujeto colectivo prosigue un
itinerario urbano que lo lleva al campo a relajarse y a pasar un día apacible. Sin
embargo, la ciudad no dejará de ser el escenario primordial de la República y las
calles urbanas seguirán sirviendo como espacios de lucha, de miedo, de disparos, de
quema de conventos, predominando la imagen violenta y problemática de las calles
cuando éstas se encuentran “en poder de las turbas” (Un hombre 20).
Junto a esta naturaleza conflictiva, las novelas bajo estudio construyen un
nuevo mundo dominado por la alteración y el caos, todo ello provocado por los
nuevos acontecimientos que la República como nuevo movimiento político y social
trajo consigo. Es por ello que el sujeto buscará ubicarse entre las nuevas opciones,
formarse ideológicamente y encontrar su camino –he aquí la naturaleza formativa de
la calle— ante todos esos “elementos extraños” (Siete domingos 17) que llevaban años
incubándose pero entran en España con la República. La narrativa de la República
recogerá una serie de nuevas realidades: nuevos discursos políticos (discursos, no ya
contra la monarquía, sino contra la misma República, la necesidad de destruir el orden
burgués y capitalista, la emergencia del comunismo, la revolución libertaria); nuevos
fenómenos sociales (la crisis del trabajo, el aumento del paro y el con éste la crisis
371

económica, la influencia de un sindicalismo como el de la CNT, hasta ahora
desconocido); nuevos sujetos (la reaparición del pueblo como sujeto político, masas
de obreros de la construcción, presentes ahora en la vida política del país, o la
irrupción en la política de las juventudes); nuevos espacios ecuménicos de
representación, enunciación y protesta (desde espacios oficiales desde donde hacer
política, como la apertura de las Cortes, a espacios no formalizados que fomentan la
expresión de opiniones, como las tabernas, los teatros y los cafés) y en definitiva,
nuevas formas de hacer política, las cuales encontrarán en la calle su principal vía de
expresión.
Podría decirse, de hecho, que la calle se conforma en estas novelas como un
“nuevo viejo espacio”, ya que si bien es lugar de recurrente aparición en la literatura
española moderna, convertido en espacio por la acción del caminante como se viene
demostrando en esta tesis, ahora la mera presencia del sujeto en la calle tomará un
cariz más revolucionario al salir o “echarse” a la misma, esto es, afirmar su presencia
y tomar el poder mediante la ocupación e invasión del centro urbano y la acción
revolucionaria, propia de las masas. 97 Serán estos los dos fenómenos principales –
invasión y acción—que alterarán la normatividad urbana pues la calle no será
simplemente un cauce, una vía en su función instrumental, sino un fin en sí mismo:
“La calle no es de nadie aún. Vamos a ver quién la conquista” (Siete domingos 92),
apunta un parado de la construcción, narrador del séptimo capítulo de la novela de
Sender. Este proceso de conquista, invasión y toma de poder que torna la calle en un
97
“La UGT dirigía huelgas que consistían básicamente en la no presencia: los obreros no iban a
trabajar. Eso era lo que definía al obrero en huelga… Para el anarcosindicalismo, por el contrario, no ir
al trabajo equivale a salir a la calle. Y salir a la calle no significa que cada obrero se pase por el local
del sindicato para enterarse de la marcha de la huelga, sino que permanezca con su presencia física en
el nuevo espacio de la lucha, la calle, ocupándolo” (Juliá, Madrid 1931-1934 183). En esta
diferenciación entre “estar” o “echarse” a la calle baso mi análisis de las acciones revolucionarias de las
masas socialistas y cenetistas en la calle en las novelas bajo estudio.
372

espacio altamente político revela la naturaleza formativa y conflictiva de la calle que
importa investigar. Alrededor de estas dos funcionalidades organizo el presente
capítulo, íntimamente relacionadas porque no puede existir la una sin la otra: de la
misma manera que sin conflicto no puede darse la concienciación social y política, sin
ésta no existirá acción ni lucha. Porque como afirma Carranque de Ríos en su novela
político-social de corte autobiográfico, “al obrero conviene darle ocasiones donde se
temple y conozca su fuerza (Uno 131). 98 Es por ello que aunque privilegio una
funcionalidad precisa de la calle en cada una de las novelas, conviene no olvidar que
ambos textos hacen acopio de la naturaleza formativa y conflictiva de la calle como
espacio social.
4.1 La calle como espacio formativo en Un hombre de treinta años (1933) de
Manuel Benavides
Buscaba su camino… Entró en las calles sin una orientación. No supo qué hacer ni
adónde ir. Anduvo, anduvo… (Benavides, Un hombre 80)
Ya salen las llamas por el tejado. ¿Usted cree que la República gana algo con esto? La
República… la verdad, no lo sé. Pero la calle, sí. (Benavides, Un hombre 12)
98
El paro, por ejemplo, un fenómeno presente tanto en la novela de Carranque de Ríos como en la de
Sender y Benavides, acelera la creación de comités barriales y fomenta la activa participación de los
parados de la construcción en las luchas sociales. La desigualdad y los desequilibrios son percibidos en
estas novelas como un mal necesario para concienciar al obrero, y Carranque así lo afirma
explícitamente. En Uno (1934), novela que no incluyo en el presente capítulo porque no se ubica
directamente en los años de la República, sino que data desde el año 1921 hasta poco antes del
advenimiento de la misma, su autor narra la historia de un obrero anarquista que no sólo posee
“intereses de clase” (entendidos como…) sino una fuerte conciencia de clase que gesta y afirma en su
peripecia urbana. La novela se divide en tres capítulos de los cuales sólo el último acontece plenamente
en la calle de Madrid (el primero ocurre en el cuartel militar y el segundo en la cárcel, pero siempre la
calle se construye como contraste a estos ámbitos cerrados como un espacio abierto altamente deseable,
no sólo por la libertad inherente a la misma, sino también como vía que conduce a la afirmación de una
conciencia de clase. Carranque distingue claramente entre los intereses de clase, que conducen a un
bienestar inmediato en términos económicos, frente a la conciencia de clase como posición ideológica,
sustrato de toda manifestación que tenga por objetivo cuestionar y transformar la situación social
radicalmente. El narrador de Uno lo resume de la siguiente manera: el obrero tiene que encontrar
“motivos que nos haga encauzar a la Confederación con vistas a algo más importante que un aumento
de jornal o una rebaja en las horas de trabajo” (131). Haré referencias frecuentes a esta novela.
373

Un hombre de treinta años se ubica en los dos primeros años de la República y
construye la difusa realidad social en el Madrid de la época a partir del proceso
individual, evolutivo y formativo del personaje principal, Ramón Arias, proceso en el
que el personaje lucha por posicionarse política, social y afectivamente. Intelectual
nacido en los medios sociales de la burguesía, amante del orden e infelizmente casado,
se encaprichará de Carmen, joven sindicalista que lo incita a vivir “aventuras
revolucionarias” (98), lo que contribuirá a su indeterminación ideológica y moral. A lo
largo de su recorrido existencial, el personaje realizará varias escalas en las cuencas
mineras de Llobregat y en un par de pueblos de Madrid, experiencias que contribuirán
poderosamente a su proceso formativo al comprobar las condiciones de vida, los
abusos y las adhesiones políticas de los más desfavorecidos. Pero será en la urbe
donde se desarrolle la mayor parte de la novela y donde el sujeto, en sus paseos por el
centro, en los desplazamientos a los márgenes y en las visitas a espacios sociales
como el Ateneo o la Casa del Pueblo terminará de perfilarse. En su caminar por la
ciudad el personaje sufrirá continuos altibajos que se evidenciarán primeramente a
nivel geográfico, dudando sobre qué calle seguir, y luego se extenderán al terreno
ideológico, moral y político. Del continuo caminar que define al personaje se
desprende la importante función que la calle juega en su vida: no sólo definirá su
posicionamiento ideológico sino también su actitud hacia la violencia y su paso de la
individualidad a la colectividad, lo que determinará su destino: a sus treinta años,
entregado a la causa obrera, morirá fusilado en un caótico enfrentamiento callejero
entre revolucionarios y fascistas.
A continuación, la primera sección analiza la obsesiva pugna del personaje por
encontrar su camino en una urbe donde existen múltiples senderos ideológicos y
políticos. Dicha diversidad así como los diferentes espacios sociales a los que el
374

personaje acudirá buscando ubicarse revertirán inexorablemente en una
indeterminación del individuo que se entregará a un “anodino caminar” en el que se
irá perfilando a través de las peripecias que le sobreviven en su recorrido por el
espacio textual y urbano. La segunda sección explora las diferentes terminologías
utilizadas en el texto para denominar al sujeto colectivo, principal motor de las
agitaciones populares –masa, multitud, muchedumbre—así como la disyuntiva del
personaje que se debate entre su compromiso individual como burgués intelectual y la
participación colectiva sin la cual no habría revolución.
4.1.1. El hombre que busca su camino
A pesar de contener algunos capítulos desarrollados en el campo, lo que pone
de manifiesto el descontento del campesinado español y los hechos sangrientos que
acontecían en el ámbito rural en estos años, Un hombre de treinta años es
principalmente una novela urbana en la que su protagonista, Ramón Arias, busca
constantemente su camino. Periodista para el diario “Amanecer”, 99 casado con una
mujer burguesa y con cierta estabilidad económica, el personaje se debatirá
continuamente entre diferentes opciones, ideologías y estilos de vida, sufriendo
continuos altibajos morales –no es casualidad que su creador sea el mismo que el del
personaje de Lamentación. El mismo personaje es consciente de su indeterminación:
“Arias no logró encontrarse la conciencia, y si alguna vez la entreveía, mostrábasele
como un compuesto enigmático de impresiones sin contraste: de confusos deseos, de
vagas aspiraciones… A poder materializarla, la conciencia de Arias hubiera
99
Este periódico existió, de hecho, en los años en que Benavides publicó su novela, pero el autor parece
que utilizó únicamente del nombre del diario. “Amanecer” fue un periódico malagueño que surgió en
1931, unos meses después de la proclamación de la República, y que dirigido por José Blanco Alarcón
se mantendrá durante la mayor parte del bienio azañista para dejar de publicarse a principios de 1933.
Sin ser explícitamente afín al partido radical-socialista, sí defenderá su política durante los años de su
publicación (Checa Godoy, Prensa y partidos 121).
375

presentado una índole algodonosa” (Un hombre 142). La “perplejidad” en la que vive
el personaje deriva principalmente de la variedad de opciones políticas, de los
cambios y de las contradicciones que la República trajo consigo. La novela está
construida alrededor del primer bienio (de mayo de 1931 a agosto de 1933), y el autor
se servirá del dilema de Arias y su indeterminación a comprometerse con cualquier
fuerza política o clase social para mostrar la diversidad de opciones ideológicas que
existían en España y en su capital durante esos años.
El personaje está obsesionado con “encontrar su camino”, expresión que se
repite de forma reiterada en la novela hasta el punto de que una sección completa de la
misma lleva dicho título: “Yo busco mi camino”. Dicho ansiado camino es tanto
literal, físico y geográfico, como metafórico: la “niebla mental” que domina al
personaje se traduce en una niebla real que le impide ver el camino, encontrar su casa,
entregándose a un “anodino callejeo” (34), sin rumbo y sin una clara orientación. El
personaje pugna por esclarecer su camino en las calles de la ciudad, no sabe por cuál
dirigirse, vaga por el centro urbano igual que Antonio en la novela de Carranque de
Ríos, quien se entregará al deambular sin rumbo determinado “sólo por puro placer de
cruzarse con la gente” (Uno 167). Ese no saber por qué calle proceder ni a cuál
dirigirse, ese “no saber qué hacer ni adónde ir” (Un hombre 80), revierte en un dilema
personal: ¿debe dirigirse hacia la calle de Carranza, calle céntrica, transitada y visible,
donde vive con su mujer, y continuar así el status quo, no saliéndose del “surco”? ¿O
debe por el contrario “desviarse” hacia la calle Gravina, 100 una “calleja más recóndita”
100
Répide documenta que en esta calle existía un teatro que databa de 1846 llamado de la Casa del
Pueblo el cual, aparte de utilizarse para representaciones escénicas, sirve para organizar “asambleas del
partido socialista”. También nos recuerda Répide que “recientemente, celebrándose en ese lugar un
Congreso internacional obrero, ha ocurrido allí un sangriento episodio, ocasionado por la disparidad
entre socialistas y comunistas” (Las calles 306). La elección por parte de Benavides de esta calle para
ubicar los encuentros entre Ramón y Carmen, sindicalista que exhorta al personaje a participar en
asaltos y atentados terroristas no es, pues, casual, sobre todo si se tiene en cuenta que ambos personajes
morirán fusilados en esta misma calle al final de la novela.
376

(94) donde trabaja Carmen, la joven sindicalista por la que Ramón se siente atraído y
donde el personaje corre el riesgo de participar en “aventuras revolucionarias” (98)?
Asimismo, frecuentar los límites de la urbe, seguir “la ruta del campo” (113) adonde
“el adoquinado de la calle” (116) –símbolo de la urbanización, la civilización y el
progreso— resuena a lo lejos, conlleva participar en los atentados revolucionarios, una
vez más desviarse de la norma y del camino que le dicta su formación burguesa y su
medio social. Según Lefevbre, la urbanización es una extensión del proceso de
espacialización; es la representación del espacio en términos de poder y de ideología,
ligado a las relaciones de producción y al “orden” que éstas imponen (Production of
Space 33). Por ello, mediante el alejamiento de los “terrenos urbanizados” donde las
calles están adoquinadas, el personaje de Arias se sitúa voluntaria y conscientemente
al margen de la sociedad, en un mundo no regulado por leyes ni normas y donde los
sujetos, igual que el Mosco en La horda quien vivía su vida cazando y evitando “ser
cazado” por las autoridades, se rigen por la ley del más fuerte. Por ello lo primero que
llama la atención a Arias cuando deambula por estos terrenos a las afueras de Madrid,
en el extrarradio de la ley, son los secos disparos de las pistolas y los agudos silbidos
de las balas de las carabinas (Un hombre 117).
Por el contrario, pasear por la calle de Alcalá como calle representativa del
centro urbano civilizado y urbanizado implica acogerse a la norma, vivir como un
burgués, “enhebrar las horas sin otra preocupación que la de servir a sus instintos”,
disfrutar de una casa confortable, con la mesa puesta, y no acordarse jamás de
aquéllos “que no tienen casa ni mesa” (112). La calle de Alcalá, con sus cafés y
establecimientos, adquiere una significativa presencia e importancia en la novelística
de los años de la República, viniendo a cumplir diversos roles y atestiguando el
proceso evolutivo de la República española. Falta por hacer un estudio de las
377

apariciones literarias de esta calle, el cual contribuiría a reconstruir los
acontecimientos que desembocaron en la República, su celebración y posteriormente
los conflictos que la abocaron al fracaso. De modo parecido a Ramón Arias, Antonio,
el protagonista de Uno, se sienta en un café de dicha calle para, ante el espectáculo de
los caballeros que tutean al limpiabotas que “les limpia con frecuencia el calzado”,
reflexionar sobre la revolución que debería llegar de manera inminente. A raíz de esta
escena, el personaje idea un taponamiento desde la Cibeles hasta la Puerta del Sol
“uno de esos días en que por la calle de Alcalá paseara todo lo vacío de España”
(190). Se revela esta calle, por tanto, como formativa de conciencia revolucionaria y
por extensión como espacio donde se gesta el conflicto. También será escenario
privilegiado de la celebración una vez declarada la República: González Ruano
recuerda cómo los cafés de la calle de Alcalá “se echan a la calle en la revolución
desorbitada de abril” (Madrid entrevisto 83). De modo parecido, Foxá narra cómo los
burgueses aplauden desde las terrazas de los cafés de Alcalá a la República. Una de
las escenas más violentas de Siete domingos rojos se desarrolla en esta calle, cuando
los huelguistas descarrían un tranvía y Villacampa, uno de los dirigentes sindicales
cenetistas, mata a tiros a un anciano inocente que pasa por la calle con muletas,
simplemente porque “es la guerra” (203). Es por ello que Ramón Arias observa que la
calle de Alcalá es defendida por “guardias, muchos guardias” que cuidan los derechos
de los burgueses ante el miedo que suscita una posible invasión por parte de aquéllos
cuyos derechos no son provistos, esto es, los obreros. Es éste un miedo que responde a
una antigua pugna obrera por recuperar y conquistar el corazón de la urbe, tal y como
Lefebvre recuerda al respecto de la “Paris Commune”, la primera revolución obrera
que se salvó con éxito y que existió entre el 28 de marzo y el 28 de mayo de 1871. El
triunfo residió precisamente en “the strength of the return toward the urban center of
378

workers pushed out into the outskirts and peripheries, their re-conquest of the city…”
(Kofman y Lebas, Writing on Cities 76). Convendrá tener en cuenta este
paradigmático ejemplo en el análisis de la novela de Sender.
La indeterminación geográfica viene igualmente regida por la actitud
ambivalente del personaje ante la calle: tan pronto en la calle “complacíase en todo lo
que veían sus ojos: el bullir de las gentes, el concierto estruendoso de los tranvías; la
loca carrera de los autos con sus apresurados viajeros, y la alegría de las muchachas
que iban al trabajo” como de repente, fiel a su naturaleza indecisa, “quería huir del
espectáculo de la calle”; pues todo lo que veía “se le antojaba torpe y feo: el bullir
ahora estéril de las gentes; el horrísono estruendo de los tranvías; la carrera alocada de
los autos y el triste transitar de las muchachas esclavas del trabajo” (Un hombre 152-
53). La atracción o el rechazo del espectáculo de la calle tiene como corolario la
indeterminación política del personaje. El escenario urbano y en particular el centro es
sinónimo de orden, tranquilidad y normatividad, como se ha visto en la calle de
Alcalá; rechazar dicho “espectáculo” significaría rechazar un sistema burgués
capitalista y opresor que niega los derechos básicos a los trabajadores –el de
propiedad, el de familia, el de trabajo, el de vivir (112)— a esos hombres cuyos
derechos se negaban para “salvaguardar los derechos de los que se paseaban por todas
las calles de Alcalá del mundo” (112).
Vemos así que la desorientación e indeterminación geográfica está
estrechamente relacionada con las dudas del personaje ante su posicionamiento
político e ideológico, y es interesante que ambos fenómenos se manifiesten a nivel
espacial en la calle. En el arduo proceso de “formarse una conciencia actual”, la calle
juega un papel fundamental decidiendo el futuro ideológico del sujeto, así como su
posición ante la violencia: “Las calles se abrían a sus ojos. Caminar por ellas e inquirir
379

de las gentes su actitud ante el mundo transformado en fragua, podía ser una tarea”
(31-32). Importa añadir que la incertidumbre e indeterminación no es privativa de
Arias: el narrador llama la atención a que otros transeúntes, como él, se encuentran
perdidos y desorientados en la calle: “De su aire turulato y del aire turulato de los que
pasaban junto a él, podía colegirse que todas esas gentes habían olvidado el modo de
andar y se hallaban sometidos a un duro aprendizaje” (35). Nos viene a decir aquí el
autor que dicho proceso de aprendizaje afectó a toda una generación de intelectuales –
universitarios, periodistas, escritores, artistas— quienes en los años 30 “flotaban
indecisos entre los requerimientos que les venían del mundo y su tendencia a
permanecer ajenos a las inquietudes del momento” (75). Como intelectual nacido en
los medios sociales de la burguesía, “bien comido, bien vestido, que redactaba noticias
con soltura, cobraba por hacerlo un buen sueldo, tenía mujer y cama limpias” (39),
“amante del orden” (12) y de la autoridad, el personaje de Arias “amaba la República
“desde los albores de la juventud” (45). Sin embargo, pronto el Régimen empieza a
tambalearse en la conciencia del personaje: “¿Por qué la República no dejaba a los sin
trabajo pregonar su miseria? ¿Por qué se oponía a que gritaran su grito?” (45). Ante
estos reparos –los cuales surgen principalmente tras participar en sucesos violentos y
revolucionarios que desembocan en detenciones, torturas y muertes, y tras
experimentar de primera mano el aparato represor de la policía en las calles de
Madrid— Arias se ve impelido a explorar otras opciones y como señala Ricci, a
“decantarse ideológicamente en contra de la infraestructura burguesa en todas sus
facetas: económica, política y social” (Espacio urbano 221).
En su obsesión por posicionarse y encontrar su camino, los pasos del personaje
lo conducen a una serie de espacios colectivos donde actúan distintos grupos políticos
a los que el personaje se acerca para identificar con cuál se siente más identificado.
380

Estos espacios son principalmente el Ateneo madrileño, lugar en el que Arias “hacía
ejercicios de introversión” porque allí “se hablaba mucho. Se entendía y se discutía de
todo”, lo que lo define como “un buen lugar para ilustrarse” (Un hombre 82). Una vez
más, el proceso de aprendizaje cobra forma espacial, si no en el espacio abierto de la
calle, en otro cerrado y más privado como el Ateneo y la Casa del Pueblo,
considerados antesalas de la calle pues en ellos se gestan las acciones revolucionarias
que luego se perpetrarán en el espacio abierto de la calle. 101 El Ateneo se construye en
la novela como un espacio ambiguo y ambivalente donde se superponen diferentes
voces que difunden bien ideas progresistas y revolucionarias, bien más conservadoras
y católicas, propias de la “nidada de fascistas” (82) que también se dan cita en este
lugar. Por el contrario, la Casa del Pueblo es en el texto un espacio de congregación de
obreros y campesinos madrileños la cual, según Carr, se caracteriza precisamente por
una hostilidad al catolicismo que la separa del mundo cultural de la burguesía (España
443). En este lugar, Arias presencia mítines y discursos, pero también atiende a una
labor de difusión cultural a través de la cual al obrero se le enseña a leer, facilitándole
el acceso a bibliotecas y salas de lectura, exponiéndolo a películas extranjeras para
que con todo ello el sujeto se forme una conciencia proletaria, alzándose como actor
social. Este proceso, precedente a la toma de acción, es esencial de caras al objetivo
revolucionario, puesto que como Merrifield argumenta, “only the working class can
become the agent, the social carrier or support of this realization” (Metromarxism 85).
Algo parecido ocurre en un local (un antiguo y desmantelado salón de baile) de la
calle de Relatores, en las inmediaciones de Sol, donde tienen lugar reuniones de
101
De hecho Juliá establece una relación entre ambos espacios, cuando señala que con la proclamación
de la República, las voces que la aclaman y la celebran comienzan a oírse, primero en espacios
cerrados (tal y como Negrín lo había hecho ante el reducido auditorio de la Casa del Pueblo o Prieto en
el Ateneo) para luego desparramarse por las calles adyacentes cuando los espacios cerrados sean
“insuficientes para contener esa creciente marea de republicanismo” (Madrid 471).
381

huelguistas de la CNT que discurren y se emborrachan de ideas y tácticas
revolucionarias. No deja de ser curioso que si bien en la novela de Sender todo este
tipo de reflexiones, expresiones colectivas y discursos clandestinos provengan de las
afueras, de las tabernas del extrarradio o de los hogares de los sindicalistas, en Un
hombre de treinta años los tres espacios simbólicos de reflexión y formación del
proletariado que aparecen en la novela para acoger este tipo de discursos están
situados en el mismo centro urbano. Aunque la primera sede del Ateneo madrileño,
creado en 1835, fue en el Palacio de Abrantes y posteriormente se mudó a la calle de
Carretas, después a la Plaza del Ángel y a la calle de la Montera, desde 1884 y por
tanto en tiempos de la Segunda República, el Ateneo ya tiene su sede en el número 21
de la calle del Prado, una calle adyacente a la Carrera de San Jerónimo, en pleno
centro de la urbe. La Casa del Pueblo, fundada por Pablo Iglesias en 1908, fue
inaugurada en un antiguo palacio ducal en la calle del Piamonte, localizada en el
centro urbano, entre Gran Vía y Génova. Por otro lado, la calle de Relatores donde se
celebran las reuniones de los huelguistas de la CNT en el texto se encuentra ubicada
en las inmediaciones al sur de la Puerta del Sol. Puede decirse que en Siete domingos
rojos el movimiento amenazador está dominado por una fuerza centrípeta, que va del
extrarradio al centro, mientras que en Un hombre este movimiento se gesta en el
mismo corazón de la ciudad. Quizás una explicación sea porque el personaje principal,
a través del cual nos llega el tipo de actividad que se produce en estos lugares, es un
intelectual burgués cuyo “hábitat natural” en la urbe es el centro, lo cual no deja de ser
desconcertante y atemorizante para los defensores del antiguo sistema, quienes
perciben el “peligro social” en el interior, como bien hace notar el suegro de Ramón,
don Claudio, para quien la idea de que el enemigo emane de adentro lo llena de
“angustia mental” (Un hombre 65). La producción de discursos sociales (entendidos
382

como aquellas prácticas que emanan de un sujeto colectivo y que proyectan una
ideología) en este tipo de espacios se revela primordial, pues según Imbert, “el sujeto
social no adquiere existencia sino a través de su performance pública” (Los discursos
23). En otras palabras, el discurso social es lo que permite al agente social
reproducirse, y más importante, producir efectos sociales. Este tipo de retórica se
dejará entrever más nítidamente en las tabernas de la novela de Sender, lugar
convertido en espacio simbólico al acoger la expresión colectiva materializada a
través del intercambio social y el discurso público, los cuales producirán un
importante y trascendente efecto social cuyo resultado es la huelga general.
En estos espacios, por tanto, se crean “lazos culturales entre elementos
socialmente dispersos en sus centros de trabajo y en sus lugares de habitación” (Juliá,
Madrid 1931-1934 158). En efecto, el atractivo y el placer que se deriva de estos
lugares proviene de un sentimiento de colectividad que hace que el personaje se sienta
parte de una comunidad: “Y comenzó a gustar el placer de sentirse perdido entre
aquellos hombres, de ser no uno, sino uno más” (Un hombre 218). Efectivamente, uno
de los motivos por los que estos espacios contribuyen a la formación de un carácter e
invitan a la “introversión” es precisamente porque fomentan la disolución de la
individualidad en la colectividad. La presencia de las colectividades obreras tanto en
el espacio cerrado del Ateneo o en la Casa del Pueblo como en las calles madrileñas
nos lleva a analizar el rol fundamental de las masas en la definición ideológica del
personaje.
4.1.2. A camino entre el compromiso individual y la participación colectiva
El primer contacto de Arias con las multitudes tiene lugar un domingo en que
los obreros marchan hacia el campo atravesando toda la ciudad en un itinerario urbano
383

que cambia el cariz de la urbe al ser ésta invadida por grupos sociales que se dejan ver
por el cauce de las calles:
Toda la ciudad se hacía domingo y todo el domingo era de la UGT. Ahora el
domingo empezaba a tener dignidad… Primero, por los bulevares, hacia
Rosales. Desde allí a la carretera, y por ésta hasta los márgenes del
Manzanares (…) Y allá se fueron todos camino de la carretera del Pardo, de la
que se desviarían luego para atravesar el campo en busca de un recodo del río.
(73-74, 76)
Este itinerario urbano pacífico, agradable y animoso que expulsa a la “multitud
dominguera” hacia las afueras tendrá su contrapartida en la novela de Sender, cuando
la misma multitud, también dominguera, recorra el camino contrario, marcado por una
fuerza centrípeta que la impulse a caminar hacia el interior de la ciudad, un trayecto en
este caso dominado por el caos y la violencia. Pese al protagonismo urbano de estos
años, siempre asociado al caos, Benavides construye el campo como espacio calmo y
sosegado donde la multitud es capaz de disfrutar y contagiarse “de la ufanía del fin de
semana” (73), lo que contrastará con las escenas de violencia protagonizadas por la
misma multitud en la urbe. Señala Mainer que “la imagen moral del país se
continuaba asociando a la España de campo abierto, a despecho del incremento de la
población urbana e incluso del protagonismo ciudadano de los febriles días de la
República” (Años de vísperas 80). En la sierra, y ya desde el principio, la multitud
como sujeto colectivo despertará una reacción agradable y hasta placentera en el
personaje: “Arias dejóse llevar de un deseo dormido en su alma: se unió a la
muchedumbre” (73). Sería ésta la masa que todo lo absorbe, una masa abierta que
“aspira a incorporar a todo el que se ponga a su alcance” definida así por Canetti, una
masa que “en cuanto empieza a existir, desea incrementar su número” (Obra completa
384

71) y que circula por las calles urbanas como un ejército (aún sin armas) reclutando
soldados, en una sola dirección. Efectivamente algo así sucede, pues este encuentro
entre Arias y la multitud dominguera es utilizado por la última como objetivo captar
un adepto más. Durante su experiencia en el campo, Luis, un militante socialista,
intenta convencer a Ramón de que el socialismo es la mejor opción frente a la táctica
revolucionaria de la CNT, exhortando al personaje a formar parte del movimiento
ugetista. Cuando Ramón le expresa sus dudas sobre con qué grupo obrero colaborar,
el militante le responde “hombre, ni pensarlo. Con nosotros… Le invito a usted a que
repase la historia de nuestro partido y a que conozca a sus hombres. Haga usted luego
lo mismo con la CNT… Todo en ellos es igual. En su táctica y en su conducta sólo
hay improvisación… Es gente peligrosa” (Un hombre 79). Cabría aquí dedicar unas
palabras a la labor de control y de acción de los sindicatos ugetistas que en un
principio captan la atención del personaje.
La UGT, el gran sindicato de los trabajadores de Madrid, se caracterizaba por
un sindicalismo de gestión, esto es, por una práctica de conciliación y negociación
según la cual los dirigentes del sindicato trataban de gestionar la defensa de los
intereses proletarios. Tal y como Juliá narra, la UGT “orgullosa de sus orígenes sin
mancilla, de su historia de calladas renuncias y sacrificios, de lentas e irreversibles
conquistas, de sus apóstoles y sus ritos” (Madrid 1931-1934 150) ejercía un control
sobre la clase obrera, esa masa disciplinada que recibía educación y orientación
ideológica desde la Casa del Pueblo, levantada en Madrid en 1899. Su contingente
más numeroso en los primeros años de la República pertenecía a la construcción (y
dentro de ella a los albañiles). La labor de organización y control de la UGT en
Madrid duró hasta otoño de1933, cuando se vio afectada por la crisis del empleo, el
385

aumento de precios de productos básicos y la consecuente crisis económica. 102 Será en
este momento cuando otra organización, la CNT, entre en escena y mediante la
práctica de la agitación callejera, se disponga a movilizar a las masas de obreros que
llegaban a la ciudad sin cualificar y que ahora se quedaban desempleados, como
manifestará la llamada y participación en la huelga general narrada por Sender en
Siete domingos rojos.
La obsesión por la organización del sindicato ugetista es evidente en la novela
de Benavides a través de los turnos que educadamente toman los obreros en la
asamblea de la Casa del Pueblo a la que asiste Arias. Adelantando la presencia
alocada e impulsiva de los trabajadores cenetistas en la calle de Siete domingos rojos,
Arias no puede sino percatarse de que en la calle la misión del obrero, del “monstruo
de mil cabezas” parecía ser “la de pedir aumento de jornales y disminución de horas
de trabajo”, mientras que en el interior de la Casa del Pueblo predomina el respeto de
los obreros, “la exigüidad de los temas que se discutían, el temple realista del
marxismo, la ecuanimidad y las convicciones de sus hombres… No es que ellos
amasen al patrono, pero sabían que convenía conservar los instrumentos de
producción hasta que pudieran realizar mejor sus funciones de creadores de riqueza”
(Un hombre 219-20). El buen orden del sindicato obrero deriva también de la
convicción, a la que apunta Juliá, de que el obrero comienza a ser algo cuando se
organiza, “hasta el punto de que no habrá obrero consciente que no esté organizado”
(Madrid 1931-1934 157). De ahí el papel fundamental de pertenecer a la sociedad
102
Señala Juliá que la UGT no era en Madrid un sindicato de masas, sino una unión gremio-artesanal de
trabajadores de oficios. Fueron las masas precisamente las que dislocaron la organización obrera del
sindicato, pues su estructura basada en un orden jerárquico interno se vio amenazada con la presencia
de “gente en bloque” (Cordero, citado en Juliá, Madrid 1931-1934 170), esto es, masas de obreros que
llegaron a la capital en busca de oficio y que con la crisis económica se quedaron sin empleo. Es por
ello que, siendo la UGT una federación integrada de sociedades de oficios, su crisis acontecerá al
mismo tiempo que la crisis general de los oficios.
386

ugetista para adquirir una conciencia y con ésta, una misión social que apunte a la
conquista del Poder.
Afiliarse al grupo obrero socialista constituye una opción atractiva para Arias,
una respuesta a su indeterminación y a su búsqueda de pertenencia. Sentirse parte de
un grupo da en cierto modo sentido a la vida –recordemos cómo la masa de
huelguistas que rodea al personaje de Lamentación al final de la novela lo salva de la
muerte. Sin embargo, aún con el atractivo que se desprende de dicha unión con la
masa ugetista, el personaje es consciente de la dificultad de incorporarse a la multitud
desde su posición burguesa, educación y formación intelectual: “Comprendió lo difícil
que era para los nacidos en los medios sociales de la burguesía, y tanto más difícil
cuando más varia y compleja fuera su formación intelectual, aceptar la disciplina de
las masas y perderse en ellas. Por la naturaleza de la masa misma, ésta los repelía, se
les hacía inasible” (Un hombre 74). Se puede interpretar esta dificultad a mezclarse
con la masa desde la argumentación de Le Bon, luego tomada y criticada por Freud,
de la merma del rendimiento intelectual experimentada por el individuo a raíz de su
fusión en la masa. Dice Le Bon: “In the collective mind the intellectual aptitudes of
the individuals are weakened… crowds can never accomplish acts demanding a high
degree of intelligence” (The Crowd 32). Sin duda estas palabras traen a colación el
famoso aforismo de Schiller: “Cada cual, si se lo ve solo, es pasablemente listo y
sabio; cuando están in corpore, os parecerán unos asnos”. Le Bon, con el objetivo de
pintar un retrato lo más espeluznante y aterrador posible de las masas, no tiene
ninguna duda de que al entrar a formar parte de las mismas, el individuo pierde todo
sentido de la responsabilidad, se deja “hipnotizar” y adopta un actitud contraria a su
naturaleza que le hace descender “several rungs in the ladder of civilisation” (36).
Quizás Ramón Arias es consciente de esta transformación, de este “descenso” y por
387

ello se resista a fundirse con la masa; si en un principio el personaje parece ser uno de
esos sujetos excepcionales, una de esas “individualities in the crowd who might
possess a personality sufficiently so strong to resist the suggestion” (35), pronto
veremos que no será éste el caso, porque como aclara McClelland, “even very strong-
minded individuals are powerless to stop the contagion spreading”, contagio que se
extiende como una enfermedad y que caracteriza la formación de las masas (Crowd
and Mob 204).
Pero más allá de este recelo a disolver la individualidad –y con ella la aptitud
intelectual—en la masa, conviene analizar la construcción de la masa que informa la
novela de Benavides para identificar cuál es la naturaleza de la misma y cómo se
transforma su psicología a lo largo de su peripecia textual y urbana. ¿A qué se refiere
el personaje cuando habla de la “disciplina de las masas” (74)? ¿Qué
comportamientos, connotaciones e implicaciones rigen las acciones de las masas en la
novela? Es necesario diferenciar los conceptos relacionados con la colectividad –
masa, multitud, muchedumbre—en un plano teórico para entender cómo se articula
cada uno de ellos en el texto de Benavides pues la elección de estos términos por parte
del narrador no es casual ni aleatoria.
El teórico Le Bon define a la masa como “a gathering of individuals of
whatever nationality, profession or sex, and whatever be the chances that have brought
them together” (The Crowd 25) que además se caracteriza por la pérdida de la
individualidad, pues la masa “is in possession of a collective mind which makes them
feel, think, and act in a manner quite different from that in which each individual of
them would feel, think, and act were he in a state of isolation” (29-30). En este
sentido, Hardt distingue a la masa de la multitud en tanto que ésta última está
compuesta de “singularidades o grupos autónomos en una lucha común” (“Políticas y
388

multitud” 95). Por tanto, una multitud sería un grupo de sujetos que conservan su
singularidad, una postura compartida por Ricci cuando afirma que una de las
perspectivas definitorias de la multitud es que “el hombre en la multitud conserva su
individualidad” (Espacio urbano 219). Una lectura precisa del texto de Benavides
confirma esta distinción. El narrador utiliza el término “multitud” en reiteradas
ocasiones para definir a esos grupos de gentes que acuden el domingo al campo, a los
que Ramón Arias quiere pertenecer, pero sin confundirse con ellos; quiere conservar
su individualidad, “su personalidad íntegra” (Un hombre 74), de lo que derivará su
principal reticencia a unirse al colectivo. Contradiciendo las declaraciones de Le Bon
de que el número genera anonimato, el narrador hace evidente la conservación de la
individualidad de este colectivo a través de la mención de nombres y grupos sociales
específicos –familias de menestrales, bandadas de jóvenes, obreros, una abuelita
rezagada, las bañistas, Luis— individualidades que se agrupaban en conjuntos
autónomos pero que al mismo tiempo “eran partes de aquel todo humano” (74). De
esta manera, al cabo de su experiencia con esta multitud dominguera en el campo,
“Arias acabó por ser un hombre perdido entre los hombres. Pero sin confundirse con
ellos” (74). Unión pero sin confusión; ésta sería la definición de multitud que opera en
el texto de Benavides. 103
103
Es importante hacer notar que el término “pueblo” no aparece más que de forma esporádica y
ocasional en la novela, un hecho que no deja de parecer extraño principalmente cuando un historiador
como Juliá asocia la proclamación de la República a la reaparición en la calle del pueblo como sujeto
político. Dice Negri que el concepto de “pueblo” vendrá a sustituir al de “multitud”, el cual era “un
término peyorativo, negativo, utilizado por la ciencia política clásica”. La multitud, según Negri, “era el
conjunto de personas que vivían en un mundo pre-social, que se trataba de transformar en una sociedad
política, una sociedad, y que se trataba, por tanto, de dominar. La multitud es un término de Hobbes que
significa exactamente eso. En toda la ciencia política clásica, moderna y posmoderna, el término
“multitud” se transforma luego en plebe, en pueblo, etc.” (Arte y multitudo 52). Hobbes argumentó que
lo que distingue al pueblo de la multitud es que el primero tiene la capacidad de tomar decisiones
políticas, mientras que la multitud no es activa ni soberana porque no puede tomar decisiones políticas.
En este sentido, en la novela de Benavides la multitud, compuesta de sujetos individuales que deciden
formar una colectividad bajo un proyecto común y tomar las calles de Madrid constituiría un sujeto
político en tanto que se manifiesta, reclama, exige y consigue hacer “cosas” con mayor o menor éxito.
389

Ahora bien, en esta conceptualización de la multitud de Hardt secundada por
Ricci no parece jugar ningún papel la idea de organización. McDougall, en su libro
The Group Mind, funde ambas ideas –individualidad y organización— para establecer
una precisa distinción entre la “multitud” compuesta por masas en las que es posible
individualizar “muchos hechos básicos de la psicología colectiva” (22), apoyando así
la concepción de Hardt, y la “masa”, ese grupo simple que no posee organización
alguna. Sería la masa, por tanto indiferenciada y peligrosa, y no la multitud, la que
lleva inherente a ella la cualidad de desorden y desorganización. Esto es, una masa
sería una multitud convertida en una unidad o entidad irracional, una definición que
una vez más Le Bon extiende a cualquier grupo de gente que al unirse se convierten
en “impulsive, mobile and irritable”, energúmenos “not prepared to admit that
anything can come between its desire and the realisation of its desire” (42-43) y por
ello capaces de llevar a cabo acciones incivilizadas e irresponsables.
Podría parecer tentador explicar las primeras apariciones de las masas en el
texto de Benavides desde esta perspectiva. La novela abre con la quema de conventos
en la calle de la Flor, junto a la Gran Vía, a manos de una “multitud enardecida” (Un
hombre 9) –ya es significativo el uso del término “multitud”, que a pesar de estar
“enardecida”, excitada por la pasión de la pugna, ya apunta a cierta organización y
orden. Este episodio tiene como referente real la famosa “quema de conventos”
acontecida en toda España (especialmente en ciudades del sur), pero con especial
significancia en Madrid. El 10 de mayo de 1931 se inauguró en Madrid el llamado
Círculo Monárquico Independiente en cuya primera reunión se abrieron las ventanas
para que la Marcha Real invadiera las calles céntricas (el Círculo se encontraba en la
calle de Alcalá). Esto causó refriegas entre los seguidores monárquicos y los
simpatizantes de la República. La respuesta de los últimos fue incendiar las oficinas
390

del periódico monárquico ABC, un plan que se continuó el día siguiente con la quema
de once edificios religiosos, entre ellos la iglesia y residencia de los jesuitas de la calle
de la Flor. Esta acción radical, iniciada por algunos miembros del Ateneo madrileño,
fue secundada por anarquistas y comunistas, alentados todos ellos por la pasividad de
las fuerzas de orden público en consecuencia de la indiferencia del Gobierno,
indiferencia a la que contribuyeron las palabras de Azaña de que “todos los conventos
de España no valen la vida de un republicano. Si sale la Guardia Civil yo dimito”
(citado en Payne, Spain’s First Democracy 45). Como documenta Payne, “not only
did the government refuse to protect Church property, but it agreed to receive a
delegation of the arsonists” (45). Estos hechos pusieron de manifiesto los enormes
problemas de orden público, el caos y el orden perturbado que dominan los años de la
República, protagonizados por grupos radicalizados en las calles. No es de extrañar
que para un “amante del orden” como Ramón Arias (Un hombre 12) resulte difícil
aceptar el compromiso con una colectividad dominada por tal desorden, agitación y
destrucción. Para Le Bon “crowds are only powerful for destruction. Their rule is
always tantamount to a barbarian phase” (The Crowd 19). La destrucción de una
sociedad –vía sus edificios, sus calles, sus instituciones, sus tradiciones—es
perpetrada por este sujeto colectivo, pues “when the structure of a civilisation is
rotten, it is always the masses that bring about its downfall” (19). Si la burguesía se
mueve por el orden o en palabras del teórico, por “fixed rules, discipline, a passing
from the instinctive to the rational state, forethought for the future, an elevated degree
of culture”, las masas carecen de estas condiciones, las cuales “have invariably shown
themselves incapable of realising” (19). Desde la perspectiva de Le Bon, reaccionaria
y temerosa de los colectivos ascendientes y reivindicadores, las acciones perpetradas
por los grupos de manifestantes en la calle de la Flor deberían ser calificadas de
391

destructoras y bárbaras. Payne asimismo calificó la quema de conventos en los
primeros años de la República de irracional, pues “the animus of the mobs” estaba
dirigida simplemente “against church property” (Spain’s First Democracy 45) con el
mero objetivo de destruir viejos edificios históricos y obras de arte de gran valor. Sin
embargo, desde la perspectiva del narrador la quema de conventos va más allá de la
mera destrucción y se convierte en un acto político que pretende destruir “una
tradición histórica de triste recuerdo” (Un hombre 11), esto es, “dar al traste con los
mamelucos de Cristo-rey y librar al país de la tutela de los báculos episcopales” (12).
La quema de conventos encierra un acto político en el que se produce la
apropiación del poder simbólico que además tiene su punto de partida en la calle, pues
como responde Arias a la pregunta de un señor, la República no ganará nada con los
incendios, “pero la calle sí” (12). La conquista del poder comienza con la conquista de
la calle pues con la igualdad social que supuestamente la República traía consigo, la
calle se convierte en terreno de nadie, esperando a ser conquistado –tal desafío será
lanzado por Sender, “veremos quién la conquista” (Siete domingos 92)—y éste será el
objetivo de las masas revolucionarias en su camino hacia la representatividad social y
política. La calle es objetivo principal porque tal y como explica Merrifield, “the street
is that arena of society not occupied by institutions. The latter fear the street, try to
cordon the street off, to repress street spontaneity, to separate different factions of
protesters in the street, quelling the apparent disorder, seeking to reaffirm order, in the
name of the law” (Metromarxism 87). La toma de poder debe hacerse visible en la
misma calle urbana, terreno adverso de las instituciones, para así sembrar el terror
entre las mismas –y entre los que las representan—y que éstas tomen miedo a la calle
y a los que la invaden. Ante los altercados callejeros que escucha desde su balcón, el
suegro de Ramón Arias, católico y burgués es invadido por el pánico: “¿Qué pasaba
392

en la calle? ¿Qué ocurría en la ciudad que un día tras otro las buenas gentes tenían que
encerrarse en sus casas llenas de susto?” (Un hombre 67). La “multitud enardecida”,
encendida y contagiada de la acción que perpetra, tiene por tanto una responsabilidad
común muy precisa: en términos muy generales, como el mismo narrador pone en la
boca de un socialista, “el aniquilamiento del contrario” (78). Entra aquí en juego otra
terminología fundamental para entender la idea de masa. Si la multitud es la fusión de
individuos con cierta organización y características individuales, mientras que la masa
es una multitud convertida en entidad irracional, Le Bon añade que una simple
colectividad de individuos que se unen “accidentally gathered in a public place
without any determined object in no way constitute a crowd” (The Crowd 26). Por lo
tanto, debe haber algo que los una, aunque Le Bon no profundiza en esta cuestión.
Aquí entra el concepto de “muchedumbre”, entendida por intelectuales y recientes
teóricos de la misma (McDougall, Negri, Zavaleta, Hardt) como una fusión de sujetos
procedentes de diferentes matrices sociales, “en un momento histórico de acción
política en torno a un proyecto más o menos común” (Tapia, citado en Negri, Imperio
50). Añade Hardt que además la muchedumbre, para poder hacer y lograr “cosas”,
necesita de un líder que la guíe y unifique tal proyecto común porque de lo contrario
sería un concepto pasivo (“Políticas y multitud” 94).
Para ver cómo operan estas categorías –masa, multitud, muchedumbre—en la
novela y ver cómo progresa y se transforma la psicología de las masas es importante
analizar el itinerario a pie por la calle de la colectividad que protagoniza la quema de
conventos pues este trayecto urbano funciona a modo de proceso formativo en el que
se perfila la subjetividad de la masa como entidad colectiva. Lo que primero se
introduce como una simple e inofensiva manifestación de “mocitos atrevidos” (Un
hombre 9) se convierte en una “multitud” que:
393

… copa la calle. Desde la calle Ancha de San Bernardo hasta cerca de la Plaza
de España, todo el trayecto hormigueaba de cabezas y gritos. De cuando en
cuando, el influjo de unas palabras dichas al buen tuntún, hendía la masa y la
desplazaba hacia las aceras: con lo que se formaba una callejuela sin sentido,
divisoria inexplicable entre las dos porciones iguales de una muchedumbre
congregada allí por los mismos afanes. Súbito, cegábase la callejuela y otra vez
la multitud se hacía masa apretada, sin lagunas ni resquicios. (10-11)
En un trayecto que comienza en la calle Ancha de San Bernardo (hoy simplemente
“calle de San Bernardo”), localizada al sur de la glorieta de Quevedo y bajando hasta
la Plaza de Santo Domingo en la Gran Vía, la multitud se mueve hacia la Plaza de
España en un desplazamiento centrípeto de los márgenes hacia el centro, y se
convierte en masa, después en muchedumbre para por último retomar su forma de
masa. A la luz de la teoría de Hardt, al escuchar “unas palabras dichas al buen tuntún”,
la multitud que copa la calle se convierte en una masa indiferenciada –sólo se
distinguen “cabezas”—que además se contagia de las características de la calle por la
que transita (una vez más estableciéndose una poderosa relación entre sujeto y entorno
urbano). Así la multitud torna en una masa “sin sentido”, “inexplicable”, en un
“hormigueo de cabezas y gritos” entre los que no se puede individualizar o distinguir
singularidad alguna y que ciega, igual que la callejuela en la que se congrega, lleva
inherente en ella la cualidad de desorden, como señalaba McDougall. Pero de repente,
esta masa inexplicable se transforma en una muchedumbre congregada allí “por los
mismos afanes”, a saber, la quema de conventos, la destrucción de una tradición
histórica y la conquista de la calle. No será este primer episodio el único ejemplo que
Benavides ofrezca de la muchedumbre como masa unida bajo un proyecto común. La
multitud dominguera es referida como “muchedumbre” cuando se asocia a la UGT,
394

que en su paseo a la sierra comparte el mismo objetivo: convertir a la ciudad entera en
domingo, aparcar la lucha ideológica por un día y disfrutar “de las cosas gratas que
hacen agradable la existencia” antes de retomar el enfrentamiento con el enemigo y
“proseguir la obra revolucionaria” (77). Más adelante, hacia el final de la novela, la
masa vuelve a convertirse en muchedumbre cuando los militares y monárquicos se
sublevan contra la República el 10 de agosto de 1933, lo que hace que la masa
reaccione: “El toque de rebato de la República extendíase por la ciudad. Un espesor de
muchedumbre invadía la calle de Piamonte y avanzaba hacia la fortaleza de la Casa
del Pueblo” (253). El mismo enemigo –el fascismo—y el proyecto común de luchar
contra él hace que anarquistas, socialistas y comunistas se lancen a la calle y se unan
bajo una misma etiqueta en una huelga general para salvar la República. La
República, igual que la guerra civil tres años más tarde, constituye un perfecto
ejemplo de la movilización de las masas por un proyecto común. Además, a la luz de
las palabras de Hardt, la muchedumbre necesita de un líder: la aparición de la figura
de Largo Caballero al final de la novela cumple esta función, personaje cuyas palabras
dirigidas a las Juventudes Socialistas “les infunde la más bella esperanza” (301) y se
revelan cruciales para encauzar al colectivo obrero hacia la huelga general. El
narrador también se sirve de esta aparición para dejar claro que la huelga general no es
exclusiva ahora únicamente de la CNT, sino que también es secundada por los
socialistas.
Apunta Ricci que la forma en que Benavides describe el trayecto de la
muchedumbre “es una alegoría de la desorganización e incomunicación reinante en
los grupos políticos y sindicatos de izquierdas y anarquistas en Madrid” (Espacio
urbano 218). Sin descartar esta interpretación, parece necesario afirmar que la marcha
hacia el centro urbano responde en mayor medida a la materialización de la misión
395

social del grupo colectivo, esto es, la invasión del centro y la conquista de la calle
como la conquista del poder. Para esta conquista es necesario disolver la
individualidad, adoptar un alma colectiva, y perseguir un mismo objetivo. Aquí reside
la transformación de multitud en masa y de ésta en muchedumbre. Sin embargo, hay
que recordar que al final del trayecto urbano, esa muchedumbre, “súbito se hacía masa
apretada, sin lagunas ni resquicios” (Un hombre 11). Una vez más flota la definición
de la masa, una e indisoluble, que no tiene intersticios ni ranuras, que no admite
opiniones ni tolerancias, es desorganizada, ciega e impetuosa.
Al respecto es importante hacer notar que a pesar creer en las masas como
motor de la acción, la elección ocasional de calificativos con fuerte carga negativa
para describirlas –“masa amenazadora”, “muchedumbre miserable”, “dinamiteros”,
“energúmenos”—a lo largo del relato apunta a un tratamiento ambiguo de la masa que
recogería la descreencia en la República como movimiento popular abogado al fracaso
y el reparo del propio autor hacia las acciones violentas de los grupos radicalizados.
No es casualidad que las dudas en la mente de Arias surjan tras participar en sucesos
violentos y revolucionarios que desembocan en torturas, detenciones y muertes. Este
tratamiento ambiguo se traduce en cierta incredulidad por parte del personaje de la
que deriva la problemática relación entre el intelectual y la masa. El personaje no sabe
qué camino tomar: integrarse “entre los hombres” significa una adhesión a la causa de
la colectividad, mientras privilegiar su individualidad conlleva la negación de la
solidaridad: “Esta impresión de personaje insolidario empezó a restarle bríos y le
devolvió aquello de que más huía: su personalidad íntegra, su condición impar,
cuando lo que buscaba era sumirse en el anónimo de la multitud y formar en ella”
(74). ¿Debe primar el carácter individual o las ideas colectivas? ¿Compromiso
individual o participación en un movimiento de masas? O en palabras de Antonio,
396

personaje de Uno, ¿hacer literatura (tarea individual) o crear un Sindicato (tarea
colectiva)? Si bien este personaje concluirá con que “una huelga general es superior a
todos los literatos españoles” (123), Ramón se decantará en un principio por la
literatura y se refugiará en la redacción de cuartillas y artículos varios para la
búsqueda de su camino y la formación de su conciencia. Sin embargo, la quema de
libros a la que el personaje asistirá hacia el final del relato perpetrada por las
Juventudes Socialistas hará que el personaje abandone su labor individual y se
entregue por entero a la colectividad. La quema de libros –no sólo nacionales, sino
también rusos—queda justificada por la inutilidad de la “formación libresca” de las
universidades (Un hombre 226) y por la poca influencia que los escritores “han
ejercido en la formación de la España de hoy” (230). Laten aquí las bases de El nuevo
romanticismo de Díaz Fernández según las cuales la literatura debe estar al servicio de
la realidad social para analizarla y transformarla. En este sentido, el dolor de Arias
ante la condena de los libros a la hoguera entre los que “ni el mismo Benavides se
salvó” (232) se aminora al pensar que el fuego purificará a los escritores y que una
vez llegada la revolución, la literatura “dejará de ser un vicio para convertirse en un
lujo de los proletarios” (228).
La misma tensión individualidad-colectividad va a jalonar la novela de Sender
en tanto que el texto se desarrolla alrededor de una sucesión de contrastes entre
elementos opuestos (ideología burguesa y revolucionaria; anarquismo y comunismo;
intelecto e instintos) estando todos ellos siempre relacionados con el conflicto entre el
individuo y las masas. En la figura del principal protagonista, Lucas Samar, esta
tensión se dará entre el amor burgués y el amor libre, o lo que es lo mismo, el amor
por una mujer (que tiene como fin la elevación y el bienestar del sujeto individual) y
el amor a la causa, esto es, a la revolución (cuyo fin es la felicidad de la colectividad).
397

El conflicto personal de Samar es pues un buen acicate para analizar la problemática
del compromiso individual en un movimiento social de masas, como se verá en la
siguiente sección. 104
En cualquier caso, a pesar de las reticencias y dilemas personales de sus
personajes, tanto Benavides como Sender son conscientes del protagonismo y del
interés de las masas, lo cual se traduce en la necesidad de movilizarlas. Ramón Arias
sabe que sin la participación de las masas no habrá revolución, con lo que hay que
proponer fórmulas concretas de acción y organizar al colectivo. Es por ello que
encuentra en las Juventudes Socialistas la respuesta para ensalzar la libertad, pues
“obreros y estudiantes repartían confianza en la propia fuerza, energía para sustentar
las opiniones y no caer en la duda y capacidad para sentir la emoción del porvenir”
(Un hombre 223). Algo parecido ocurrirá con Lucas Samar, quien defiende que en el
camino de la revolución hay que avanzar y para ello hay que seguir el lema del
“siempre más”, el lema “de la calle y de las muchedumbres sedientas de porvenir”
(Siete domingos 343). Queda así mostrado el protagonismo de las masas en la novela
de la República, un protagonismo que según Triviños y Alonso podría trazarse a raíz
de un comentario de Valle Inclán de 1925: “Valle Inclán habla en 1925 del comienzo
de un periodo que pudiéramos llamar de novela de masas en contraposición al de la
novela individualista, en donde “ha dejado de interesarnos el individuo ante el interés
mayor que despiertan en nosotros las colectividades, la nación, el hecho social” (“La
novela” 87). La reiterada mención en la novela de Benavides a “no sé quién” para
referirse a los participantes y actores sociales de las tertulias en el Ateneo y en la Casa
104
Estos dos tipos de amores se cristalizan en el texto en la figura de Amparo, hija de un coronel y
educada en un convento, la cual representa el mundo burgués y todo aquello que Samar rechaza. Las
mismas palabras de Amparo ponen de manifiesto su carácter burgués y su preocupación por la
individualidad: “Yo veo el mundo así: primero nosotros y después todo lo demás” (Siete domingos
309). Y por otro lado la figura de Star, hija de un militante de la CNT, que encarna la revolución, la
lucha y las aspiraciones revolucionarias.
398

del Pueblo, así como la polifonía de voces y la presencia de numerosos narradores en
la novela de Sender pone de manifiesto la necesidad de ensalzar el protagonismo de
las masas, así como la complejidad del movimiento social que ese colectivo llevaba a
cabo como la pluralidad ideológica de la sociedad española en los primeros años de la
Segunda República.
Ahora bien, los desenlaces de los protagonistas que deciden disolver su
individualidad en el colectivo de la masa no podrían ser más fatídicos. Arias, una vez
decidido a formar parte de la masa y sacrificarse por ella, una vez resuelto a supeditar
su acción individual al movimiento social, terminará fusilado a sus treinta años en un
caótico enfrentamiento callejero al lado de Carmen. Por otro lado, Samar termina
encerrado en la cárcel por su labor revolucionaria, debatiéndose entre el suicidio o la
continuación de la lucha. En este final trágico debe leerse una suerte de aviso, no
hacia el protagonismo de las masas, ni a la actividad de las mismas en la calle, los
cuales serán fenómenos necesarios para estos escritores para la creación de un nuevo
mundo donde el obrero debe ser reconocido como un actor social más en la vida
política de la urbe. El aviso es hacia la acción mal dirigida y la actividad altamente
conflictiva de la masa en la calle, acción que se deja traslucir en la huelga como
fenómeno social. Un hombre de treinta años concluye con una hipotética huelga
general la cual viene a coincidir con el fin del difuso camino de progresiva toma de
conciencia de Ramón Arias; Sender dará forma estética en Siete domingos rojos a
dicha hipótesis.
399

4.2 La calle como espacio conflictivo en Siete domingos rojos (1931) de Ramón J.
Sender
Cuando les preguntáis a los de la F.A.I. adónde iremos después de habernos arrojado a
la calle, responden que cuando estemos en la calle sabremos adónde ir
(Abad de Santillán, Solidaridad Obrera del 29 de julio de 1931)
Se ven pocos burgueses por la calle. Abunda más el obrero y se advierte que es
huelguista por ese recelo con que va por la calle. La calle no es de nadie aún. Vamos a
ver quién la conquista (Sender, Siete domingos rojos 92)
Siete domingos rojos de Ramón J. Sender es una novela sobre la revolución,
sobre cómo organizar y generar una huelga y sobre el fracaso de la misma. La novela
abre con un caótico mitin obrero en un teatro céntrico madrileño que se descontrolará
y derivará en un fuerte altercado callejero con la policía donde mueren tres obreros
anarquistas. La huelga general convocada por la CNT como protesta por la muerte de
estos tres obreros hace que durante una semana –siete domingos rojos— las calles de
Madrid se vean alteradas y desestabilizadas por los conflictos y las luchas de poder
entre las fuerzas del orden y los miembros del movimiento anarcosindicalista. El
narrador construye un camino hacia la organización de la lucha armada y en el
proceso mostrará el potencial de los obreros con respecto a la movilización de las
masas, movilización no exenta de violencia. El fracaso final de la huelga, relacionada
desde la perspectiva del autor con esta violencia que define los comportamientos de
las masas y que permea todo el relato a través de las acciones, nombres y diálogos de
los protagonistas, coincide con un fracaso a título individual del protagonista, Lucas
Samar, quien no ha sabido conciliar la “revolución sentimental” esto es, el amor por
una mujer, con la revolución política, terminando sus días en la cárcel.
No deja de sorprender que, admitiendo el mismo autor en una entrevista
publicada en el diario republicano La Libertad el 31 de julio de 1932 que “el asunto de
400

esta novela es una huelga revolucionaria cuyos protagonistas son el tiempo que
vivimos y el espacio que ocupamos” (citado en Collard, Ramón J. Sender 165), la
novela haya sido estudiada desde diversas perspectivas (entre ellas, el dilema que
supone el compromiso individual en un movimiento de masas; la multiplicidad de
voces y su relación con la pluralidad ideológica de la sociedad española en los
primeros años de la República; el pensamiento político de Sender contenido en la
novela, a caballo entre el anarquismo y el comunismo), pero que no exista un solo
análisis (a excepción del capítulo del libro de Ricci el cual trata la novela más como
documento social que como arma de intervención) que privilegie la calle madrileña en
particular o el espacio urbano en general y su funcionalidad en el desarrollo de los
acontecimientos. El presente capítulo trata de suplir esa carencia.
A continuación, una primera sección examina el papel del extrarradio
madrileño como espacio al margen de la urbe donde el autor ubica una nueva voluntad
de acción que se traduce en nuevas formas de poder –la de la organización y acción
obrera—que a través de reuniones clandestinas en tabernas y conspiraciones se harán
visibles. Los obreros abandonarán sus lugares de origen (Cuatro Caminos, Tetuán,
Carabanchel y Vallecas) para dirigirse al centro, no ya para mostrar la “tradicional
presencia del pueblo en Sol”, como diría Juliá, sino para conquistarlo como forma de
reivindicar una representación social y política. De dicha invasión se ocupa la segunda
sección. En ésta, se examina cómo a través de los edificios (representaciones del
espacio) y de determinados acontecimientos (un mitin que torna en una huelga) las
masas anarquistas invaden y toman la calle, y se erigen como emisores de un discurso
de la calle a través del cual y mediante la acción directa, espontánea y violenta
convierten este espacio en una nueva vía propicia para hacer política al margen de los
modos de organización tradicional. Por último se dedicarán unas breves reflexiones a
401

la calle como espacio de la muerte donde las masas llevan a cabo sus acciones
violentas, pero al mismo tiempo –y aquí reside la novedad— como santuario donde
esos mismos muertos son idealizados y elevados a la categoría de mártires y donde lo
privado –la muerte individual—se hace público, esto es, pasa a ser un fenómeno de
masas. La conversión de resonancias religiosas de moridero a santuario encierra un
poderoso gesto político el cual revela una forma novedosa y efectiva de hacer política,
lo que vendría a resumir el papel de la calle en la novela de la Segunda República
como nuevo espacio ecuménico de representación, enunciación y protesta.
4.2.1. Extrarradio madrileño: lo oculto se hace visible
“Everything is unheimlich that ought to have remained secret and hidden but
has come to light” (Freud, “The Uncanny” 225). Aquello que debe permanecer secreto
y oculto, pero que se manifiesta. Así define Freud lo siniestro. Unas páginas más
adelante concreta: “The uncanny (unheimlich) is something which is secretly familiar
(heimlich), which has undergone repression and then returned from it” (245).
Aplicando estas ideas freudianas a los textos bajo estudio, son dos las ideas
fundamentales que interesan: lo siniestro es aquello que debiendo permanecer oculto
se ha manifestado y asimismo aquello que es familiar, íntimo y conocido pero que
torna extraño al reaparecer y salir de la represión. En capítulos anteriores, veíamos
cómo la ciudad expulsaba de su seno a las capas más bajas de la población. Las
empujaba hacia el exterior, a los suburbios, donde se concentraban traperos, obreros,
mendigos, prostitutas, bien porque estos sujetos representaban una amenaza al status
quo, bien por la necesidad de concentrarlos en un espacio restringido para así
controlarlos más eficazmente. En cualquier caso, representaban un espectáculo
desagradable a la vista desde una perspectiva burguesa obsesionada por mantener a
402

cualquier precio el orden social y el poder a nivel espacial. En la novela de la
República, esos mismos sujetos marginales, ocultos en la periferia, deciden salir del
hábitat al que han sido relegados y no sólo se dejan ver, sino que se echan a la calle, la
ocupan, la toman, tornando en entes activos e invadiendo de esta forma el centro de la
urbe para convertirse en una presencia incómoda y amenazadora para el espectador
anti-revolucionario, defensor del orden burgués, que no puede sino atemorizarse ante
la situación descontrolada de la que es testigo a través de su paseo urbano.
Significativos son los lamentos del suegro de Ramón Arias quien se aterrorizaba ante
la alteración de la normatividad urbana que producen los altercados callejeros y ante
los que “las buenas gentes tenían que encerrarse en sus casas llenas de susto” (Un
hombre 67). Asimismo lo manifestará años más tarde José Félix, protagonista de la
novela de corte fascista de Agustín de Foxá: “Hervía de gente la Puerta del Sol. Todo
el ambiente de la ciudad había cambiado. Se veían otras caras, otras personas. Los
obreros ya se atrevían a llegar al centro de la ciudad y se estacionaban en la acera del
“Bar Flor”. El 14 de abril les había enseñado un camino que ya no olvidarían nunca”
(Madrid de corte 74). Algo parecido ocurre en Días de llamas de Juan Iturralde,
novela escrita en 1978 que recrea los años de guerra civil y cuyo narrador se
sorprende al salir a la calle y ver “grupos extraños”, gente de los suburbios por el
centro de la ciudad, vestidos con monos azules y camisetas sudadas, en los mismos
espacios por los que antes sólo había señores bien vestidos, “como el orden mandaba”
(36). Lo familiar se torna extraño porque se manifiesta, se deja ver, siembra el caos y
por ello “what is known of old and long familiar can become uncanny and
frightening” (Freud, “Uncanny” 220). Ésta es una de las ideas principales que
informan la novela de Sender. Recordemos cómo en Aurora roja y en La horda, los
entierros de Juan y el obrero José constituían momentos de alta crispación social
403

durante los cuales se producía una desestabilización y una subversión de la
normatividad de la ciudad de Madrid en la que lo familiar y lo conocido –el Madrid
ordenado, cuyo mapa urbano reprimía las masas proletarias a la periferia y a los
barrios suburbiales, ocultándolas de esta manera y manteniéndolas “en secreto” –se
tornaba extraño. Las masas de obreros violaban los límites urbanos, haciéndose
visibles y por medio de esta acción no sólo las muchedumbres devienen en ese ente
siniestro sino que la propia ciudad se metamorfosea en un espacio extraño e
incómodo. El orden perturbado se restablecía mediante la imposición de un fuerte
sistema disciplinario que sometía, silenciaba y quería ocultar a los obreros. Si bien la
policía advertía a Manuel de que el grupo anarquista no debía causar “ninguna
manifestación en el entierro” (Aurora 307), recordemos las palabras del policía en La
horda: “Nada de entrar en la población, de atravesar el centro, buscando la calle de
Alcalá… Todo lo que quisieran, menos desfilar por las calles de Madrid y que la gente
del centro presenciase el entierro, con su séquito de jornaleros” (La horda 240). En
Siete domingos rojos los obreros sí entraran en la población, atravesarán el centro y
desfilarán por las calles de Madrid, dejándose ver.
En una novela dominada por la alteración de la normatividad urbana, no será el
desfile y la invasión de las calles céntricas de Madrid de las masas la única
manifestación de lo familiar que se torna extraño. Existen desde el principio de la
novela numerosos “elementos extraños” (Siete domingos 17), tal y como el mismo
narrador los denomina, los cuales buscan producir una “desfamiliarización” en el
lector en el sentido en que Victor Shklovsky definió el concepto, esto es, ver las cosas
“out of their normal context” (“Art as a Technique” 24) para convertir lo habitual en
extraño. Uno de los propósitos del arte es transmitir cómo las cosas son percibidas y
no cómo se conocen o designan habitualmente. Mediante la técnica de la
404

desfamiliarización de un objeto, de una idea o de una tradición se incrementa la
dificultad de su interpretación y por ello se generan preguntas y cuestiones que antes
no existían. La novela de Sender abre la puerta a enunciados imposibles y los
resignifica como una enunciación colectiva. Todo esto tiene que ver con la
emergencia de nuevas realidades que vienen a interrumpir la realidad existente,
redefiniendo el mapa de lo posible y desdoblando la realidad al introducir otra nueva.
Y es aquí donde la literatura juega un papel primordial: creando nuevos sujetos,
nuevos espacios abiertos de subjetivación, hace ver lo que se quiere ocultar, y hace
escuchar lo que se ha silenciado: la protesta de los obreros. El abandono del
extrarradio y la invasión y conquista del centro se sitúan en el epicentro de esta nueva
realidad.
Ya desde el principio, el camarada Villacampa, primer narrador de la novela,
introduce un calendario en la pared de su cuarto. Por su definición parece ser uno de
esos “calendarios de taco”, vinculados a actividades católicas y que introducen una
anécdota cada día, una frase célebre o como el propio narrador indica, un “cuento
instructivo al dorso” (Siete domingos 9). Este calendario de gusto popular constituye
un elemento conocido y habitual tanto para el lector de la época como para el
personaje y para todas esas “mentes sencillas a quienes va dirigido el consumo de
estos calendarios” (Oltra Tomás, Siete domingos 10). Como todos los almanaques
comunes, “va hacia delante, naturalmente” y no es de extrañar que “después del lunes,
el martes” (Siete domingos 9). Ahora bien, conforme el protagonista va sacando las
hojas, se extraña de que detrás del domingo 17 aparezca otro domingo 18, y “otro
domingo, Domingo 19, y luego otro: Domingo 20. Así, siete domingos seguidos. El
calendario se ha vuelto loco” (20). El tiempo está alterado, el tiempo no rige y el
calendario, un elemento común y habitual, torna extraño al omitir todos los días de la
405

semana excepto el domingo. De esta manera, el narrador produce un efecto de
extrañamiento al nombrar los objetos como si fueran vistos por primera vez. Algo
parecido ocurre con este día de la semana, el domingo, día en el que los burgueses
continúan su descanso (pues no trabajan nunca) y los obreros descansan al menos
mecánicamente, porque el afán de lucha nunca cesa ni se apaga. Sender describe en
esta novela “the dogmas and rituals as if they were unfamiliar” (Shklovsky, “Art as a
Technique” 24), pues contrario al ritual del descanso dominical, el domingo se
convierte en el texto en un día de trabajo, esto es, de lucha obrera, de acción, de
conquista, de insurrección armada y muerte (contrario al mito de la creación y vida al
que hacen alusión los siete domingos rojos del título). Aunque el concepto de
desfamiliarización funcione para explicar el fenómeno de la aparición de los obreros,
ahora organizados bajo el proyecto común de la acción, en la construcción del
domingo como día de luchas reside un gesto que alude a una voluntad por parte del
narrador de hacer visible otra realidad diferente, la de la lucha obrera, lo que hace que
el narrador elija este día de la semana como la jornada en que el obrero, alejado del
trabajo y de su responsabilidad diaria, es capaz de redirigir su tiempo y su fuerza hacia
la organización y la lucha. 105
105
Otro ejemplo que podría explicarse desde el concepto de desfamiliarización (pero que igualmente
alude a una voluntad de lucha obrera) llega con la descripción de la “embriaguez” de las multitudes, la
cual se explica de manera natural por la frecuentación de espacios marginales como la taberna donde
las masas quedan dominadas por el alcohol. Pero embriaguez es explicada por el narrador como un
estado de opinión, una concienciación de que hay que actuar para vencer la injusticia. El elemento
extraño es introducido cuando el narrador señala que las masas, embriagadas e incivilizadas, movidas
por el afán de lucha, son incitadas a la acción y la lucha mediante la música, la canción. Según el
antiguo dicho popular, “la música amansa a las fieras”, puede ayudar a tranquilizar a un animal, una
bestia o incluso hacer dormir a una fiera humana. Sin embargo, en este caso, lejos de amansar, la
música agitará los espíritus indómitos de las multitudes, de esas fieras humanas que piden armas y se
lanzan a la calle a pegar tiros, desestabilizando el orden urbano e introduciendo una armonía nueva
“que se rige por leyes desconocidas aún, que nada tiene que ver con las leyes de la estética burguesa ni
con las leyes morales ya sabidas” (Siete domingos 297). Estaríamos ante el concepto de “paralelismo”
el cual se desprende del de desfamiliarización y que consiste en “the perception of disharmony in a
harmonious contex”, con un claro propósito: “transfer the usual perception of an object into the sphere
of a new perception” (Shklovsky, “Art as a Technique” 27).
406

A pesar de ser una novela focalizada en la toma de las calles del centro de
Madrid, el extrarradio aparece en reiteradas ocasiones, no sólo como lugar de
procedencia de todos esos sujetos marginales que siembran el caos y el desorden en la
ciudad, sino como espacio de concienciación, enunciación y organización, así como
foco de acción donde se incuban las manifestaciones callejeras que dan título a la
novela. Dice Juliá que “la República no fue más que el marco político en que las
tensiones acumuladas por un crecimiento caótico en la periferia repercutieron sobre el
carácter del centro, transformando las relaciones entre sus clases” (Madrid 1931-1934
50). En efecto, durante los años de la República se transformaron las relaciones entre
el extrarradio y el centro, relaciones cristalizadas principalmente en el suelo urbano,
en la calle: los habitantes del extrarradio abandonan la calle marginal y los espacios
cerrados en las afueras para invadir y asentarse en el centro, aumentando la
fragmentación del espacio urbano y accediendo a una conciencia políticamente
diferenciada de clase precisada a raíz de dicha fragmentación.
El “magno problema del extrarradio”, un “problema de arrabal desordenado y
antihigiénico” como lo definiría el mismo Ayuntamiento de Madrid en 1925, 106
siempre objeto de proyectos y nunca de planes reales, no parece haber cambiado
mucho desde los tiempos de La horda, a pesar de los afanes del gobierno socialista de
fomentar “la creación de nuevos e higiénicos poblados satélites” y romper “el cinturón
de miseria construido en el extrarradio” (Juliá, Madrid 486), con el fin de realzar la
función de capitalidad de Madrid. Baste para dar cuenta de la queja ante esta falta de
progreso y mejora en el extrarradio la descripción que realiza Sender por boca de la tía
Isabela, madre de uno de los sindicalistas asesinados, de uno de los barrios del norte
adyacentes a Cuatro Caminos: “barrio miserable” de chabolas y casas mal construidas,
106 Ambas denominaciones aparecen en la Dirección General de Administración, Anuario de la vida
local 1924-1925 (Madrid, 1925), pag. 529.
407

en el que “no hay más que ladrones y muertos de hambre”, plagado de “piojos y
podredumbre” (Siete domingos 233) y al que “la brigada social tenía siempre quehacer
atrasado” (41). Mediante esta construcción el narrador concede una visibilidad al
barrio, no sólo a modo de crítica social, sino como espacio en el que se concentran
gentes que desafiarán las leyes del determinismo ambiental y se alzarán contra su
situación de podredumbre. No deja de ser significativo que a pesar de la miseria y
oscuridad que domina este barrio, Sender se refiere al mismo como “una barriada
luminosa y alegre” (143), precisamente porque es una barriada obrera, expresión
reservada para las barriadas que crecieron más allá del ensanche según documenta
Juliá (Madrid 1931-1934 48), no tanto porque sean obreros los que pueblen estas
zonas, sino por la cantidad de pequeñas industrias, de artesanos y de tiendas que dan
el aire de una intensa vida de trabajo a estas zonas. De aquí mana la luminosidad del
torrente proletario responsable de la estrategia de los anarcosindicalistas y de la
destrucción de todo vestigio de instituciones gubernamentales.
Como insinuara Isidro Maltrana en La horda o Víctor en La Venus mecánica,
Madrid depende del extrarradio para funcionar, pues la urbe “no existía sin el esfuerzo
de aquellos hombres de los arrabales, a quienes la urbe arrojaba con desdén al infierno
de las zahurdas” (Venus 267), siendo necesario que esas densas barriadas obreras “que
se agarraban a la urbe moderna” (82) se movilicen para “darle al conflicto un carácter
revolucionario” (268). La movilización en el extrarradio pasa por proporcionar ideas y
armas, tanto al norte como al sur. El sur “vivirá su primera gran revolución industrial”
alrededor de los años veinte por localizarse allí “no sólo los ingentes talleres de MZA,
sino fábricas de cerveza, como El Águila, Gas Madrid y grandes compañías de
material eléctrico, como Osram y Standard Eléctrica” (Esteban, El Madrid 17).
Recordemos que uno de los capítulos sobre una reunión clandestina de los
408

sindicalistas que planean un sabotaje para “electrocutar al Madrid burgués”, apagar las
luces y dejar a la ciudad “hundida en las sombras” (Siete domingos 156) es narrado
por Urbano Fernández, un trabajador del Gas y Electricidad quien, tras estar en la
cárcel por sus acciones revolucionarias, cree más que nunca en la violencia como
única vía para la revolución. Ello demuestra la importancia de esta zona fabril al sur
de la ciudad en la movilización y concienciación de la clase obrera. Esto también se
evidencia en otro pasaje de la novela en el que se narra la actividad clandestina en
Vallecas, “extensa barriada obrera” al otro lado del río en cuyas calles “grupos obreros
leían manifiestos y discutían” lo que según el narrador “anunciaba huelga” (173) y
donde José y Helios, dos obreros jóvenes de Artes Gráficas, planean a oscuras
imprimir ocho mil ejemplares de un manifiesto clandestino que “volarían como ocho
mil palomas rojas de guerra sobre los muelles y los andenes, sobre las vías y las
grúas” (176) con el fin de fomentar la participación del obrero de esta zona industrial
al sur de Madrid. Vallecas será también el escenario urbano donde Antonio,
protagonista de Uno, en la nave de una vaquería, pedirá unión a obreros y albañiles
predicando con su mensaje social la promesa firme de una revolución que “modificará
las cosas” (Carranque de Ríos 43). Es interesante que en esta novela se hable de los
barrios del sur como “la orilla de los negros”, aquélla de “los suburbios, de las
fábricas y de los campos”, mientras que los blancos están en la otra orilla, “en la
orilla del barrio de Salamanca” (63). Esta distinción espacial y cromática se convierte
en una amenaza, que recuerda a la proferida por Isidro Maltrana y que precede tanto a
la República como a la guerra civil (recordemos que Uno se ubica en los años
inmediatamente anteriores a la República). Si bien en Siete domingos los
revolucionarios quemarán un tranvía en el barrio de Salamanca, durante la guerra se
volverán a disolver las fronteras urbanas y los negros, “liderados por la Rusia
409

olchevique”, violarán los límites urbanos para hacerse visibles en la gran orilla de los
blancos, como bien manifiestan novelas como Madridgrado (1939) de Francisco
Camba o Una isla en el mar rojo (1939) de Wenceslao Fernández Flórez.
Algo parecido ocurre en los barrios del norte, también repletos de inmigrantes
y trabajadores sobre todo del sector de la construcción: en la parte norte de Chamberí
“donde comenzaba en ensanche, estudiantes, mecanógrafos, telefonistas” (Cabezas,
Señorita 03 126) y en Chamartín “empleados de transporte, plomeros y fontaneros”
(Ricci, Espacio urbano 205). En estas barriadas al norte la movilización adquiere un
cariz más violento y agresivo: “En Cuatro Caminos han sacado las ametralladoras a la
calle” (Siete domingos 98). El papel del extrarradio en el plan de sabotaje y de acción
queda bien resumido en el capítulo titulado “Embriaguez de las multitudes”.
Dependiendo de la ubicación geográfica, las masas que habitan las barriadas
marginales optarán por una tendencia u otra, pero siempre de caras a la acción
violenta:
En Vallecas quieren ir a jugarse la carta militar de las sediciones y llegar hasta
donde se pueda… Hay que seguir, y cuando no haya más recursos, hay que
seguir aún, a la desesperada. En Cuatro Caminos son partidarios de organizar
un frente de combate acumulando todo el material que tenemos para ir en serio
a la guerra civil. Si no se aprueba eso, prefieren volver al trabajo por ahora.
Luego están los moderados de barrios bajos, que influidos por el espíritu
socialista quieren que se vuelva al trabajo. (293)
Tres tendencias bien definidas a las que se unen otros tantos sectores de la ciudad,
pero con el común denominador de la acción subversiva, siempre gestada en las
afueras de la urbe. Los diferentes posicionamientos apuntan a las diferencias dentro de
las izquierdas, cuya falta de unanimidad es compensada en la novela “con el sabotaje,
410

que aunque no fue completo ha hecho mucho daño” (189). Además, se pone de
manifiesto la relevancia del espacio urbano, aunque sea en sus márgenes, para los
planes de sabotaje pues como señala Juliá, “el proceso diferenciado de toma de
conciencia de los intereses de clase acontece en un espacio urbano” (Madrid 1931-
1934 415). 107
En esta labor organizativa y revolucionaria, cabe destacar la taberna como
espacio representativo del extrarradio en términos de concienciación social y política.
A menudo construida desde una perspectiva burguesa, la taberna ha sido comúnmente
asociada a una serie de vicios –violencia, criminalidad, prostitución—que la definen
como un espacio amenazador que por ello es necesario vigilar y controlar. La taberna
ha sido percibida, desde siempre, como el espacio de ocio popular, así como un núcleo
de actividad protopolítica que fomentaba una identidad comunitaria entre las clases
obreras. En la literatura decimonónica este espacio social, construido a menudo como
“una atmósfera impura cargada de vapores alcohólicos en que flotan la miseria y el
crimen, secuela inevitable de la embriaguez que degrada al hombre hasta rebajarle al
nivel de la bestia” (Albornoz, Instrucción 19-20), aparecerá reiterativamente como un
territorio dedicado al ocio en la España de la Restauración, transitado frecuentemente
107
Sin embargo, hay que recordar que en el campo también se llevó a cabo una labor revolucionaria
con métodos violentos que desembocó en luchas sangrientas. En Un hombre de treinta años, el
narrador da cuenta de dos sucesos acontecidos en Castilblanco, un pueblo de Extremadura donde unos
centenares de campesinos, hastiados del abuso al que son sometidos, matan a cuatro guardias civiles; en
Arnedo, los civiles fusilarán a la muchedumbre de manifestantes, entre los que desfilan mujeres y
niños. Como parte de su labor periodística, Ramón Arias visitará las cuencas mineras en Llobregat,
donde el periodista experimenta el estado inhumano de las viviendas y la explotación a la que somete al
minero, así como la adhesión de los campesinos a la causa anarquista. Esto demuestra que los
fenómenos de masas no son privativos de la urbe, sino que también existen en el mundo rural, donde su
labor revolucionaria es más “energúmena”, como apunta el narrador de Un hombre de manera reiterada.
Quizás sea por ello que para describir a las muchedumbres urbanas que conspiran y actúan, el narrador
emplea elementos de la naturaleza, términos que identifican la ira popular con fuerzas naturales. En Un
hombre las acciones incontrolables del “torbellino” (308) de hombres son referidas como “fuerzas
imponderables” (11), mientras que las balas que disparan silban “como el viento” (308). En Siete
domingos los animales (gato, gallo, vaca, mono) están siempre implicados en las reuniones anarquistas,
como si fueran participantes más en la lucha revolucionaria; la acción de las masas siempre está
asociada a lo sublime, a “la furia de lo espontáneo” que caracteriza los fenómenos de la naturaleza. La
masa es “un mar encrespado de voces y ruidos que invade las calles” (Siete domingos 102).
411

por la misma figura: el ocioso que, independientemente de su clase social y su
fortaleza pecuniaria, bien porque no tiene en qué emplear su tiempo (Juan Pablo
Rubín en Fortunata y Jacinta; Ramón Villaamil en Miau), bien después de su
ocupación laboral (los mineros de La Regenta), hace de la visita continuada a estos
espacios una regularidad de su vida cotidiana. 108
Según García Álvarez, “una de las razones para que la taberna ocupase un
lugar central en la cultura popular era su conveniencia como lugar para la contestación
pública. Sumergidos en las transformaciones que estaba sufriendo la sociedad de la
época, estos locales serán la imagen del tiempo libre popular” (“La taberna y el lagar”
93). El siglo XX será heredero de dicha imagen del espacio tabernario como espacio
marginal (social y geográficamente) que fomenta el comportamiento incivilizado y
subversivo, como se vio en la taberna La Aurora donde los sujetos que la frecuentaban
eran hombres “fanáticos y feroces”, con “mandíbula de lobo”, con “músculos
maseteros abultados”, y presentados con “instintos agresivos” y por ello “capaces de
asesinar, de incendiar, de cualquier disparate” (Baroja, Aurora roja 239). Sin
embargo, aunque en la literatura de la República la taberna sigue estando asociada al
ocio y a la animación –“la ciudad se volcaba en las tabernas y los bares. Dentro de una
hora saldría el público de los cines y teatros y se produciría el reflujo de la población
108 Aunque Juan José de José Dicenta y La Regenta de Clarín constituyen los ejemplos más
paradigmáticos y esclarecedores de finales del XIX, no son los únicos que describen la taberna como
espacio funcional de las clases populares. El papel de la taberna como núcleo social y lugar
insustituible para el ocio fue percibido, por ejemplo, por Concepción Arenal con gran lucidez, que vio
en ella un espacio a donde acudían los sectores populares buscando “sociedad y distracción,
conversación animada, juego o en definitiva, pasar el tiempo agradablemente” (citado en Uría, “La
taberna” 582). En la trilogía La lucha por la vida de Baroja se encuentran sórdidas descripciones,
pobladas de testimonios donde el lumperío truhanesco, los bajos fondos capitalinos pululan por
sórdidas tabernas del extrarradio. Más incompletas, cabe señalar las descripciones en La pata de la
raposa (1912) y la novela corta Pilares (1916) de Pérez de Ayala; algunas novelas de Palacios Valdés
como La aldea perdida (1903), José (1885), La alegría del capitán Ribot (1899) y Santa Rogelia
(1926); o los detalles en Los vencedores (1908) de Manuel Ciges Aparicio. Hay otros testimonios
procedentes del periodismo costumbrista como el caso de “Los Chigres” (1889) de José López Dóriga
que también prometen ser relevantes para un estudio de la taberna.
412

hacia las afueras” (Siete domingos 44-45), señala el camarada Leoncio Villacampa en
su paseo por la calle—ya el narrador expresará su desacuerdo y su cólera ante la
funcionalidad de la taberna como mero entretenimiento: “estúpidos” (45), repite el
personaje ante la inacción y la indiferencia del pueblo madrileño que se divierte en
bares y tabernas, reivindicando así una actividad social y formativa que debe empezar
en la taberna para ser continuada en la calle, y que debe tener como principal objetivo
la rebelión de la conciencia proletaria. Las nuevas formas de presencia obrera en las
calles y las nuevas formas de acción reclaman nuevos espacios de enunciación y de
concienciación obrera, y éste será precisamente el papel que juegue la taberna en la
novela de Sender, la cual aparece en reiterados pasajes como centro de sociabilidad y
de ocio, donde el obrero acude a comer o a relajarse en compañía de los compañeros,
pero también donde aprovecha estos momentos para expresar una opinión,
convirtiendo a la taberna en espacio formativo y conflictivo.
Venimos viendo cómo en los años de la República se ponen en funcionamiento
una serie de nuevos discursos sociales que se originan en torno a una doble realidad, a
saber, un consenso público (que se impone públicamente en las elecciones de abril de
1931) y un conflicto privado que afecta principalmente a lo social y que se negocia en
secreto, clandestinamente. El conflicto respecto al discurso social se hace evidente en
el texto de Sender mediante la diversidad de posicionamientos que se expresan en una
taberna anónima de una barriada del sur, localizada junto al hospital en el que se ha
practicado la autopsia a los tres camaradas, muertos como resultado de la huelga
general: 109
109
No deja de ser curioso que la taberna se localice junto a un depósito de cadáveres, en un sector
marginal de la ciudad, lo que trae ecos de la taberna La Aurora, ubicada en Chamberí al lado de los
cementerios, en terrenos estériles y abandonados y donde se produce una identificación entre el
individuo y la calle donde se ubica. La nota de estatismo y muerte queda reforzada porque el narrador
de Sender que cuenta este capítulo alude a los clientes que comen en la taberna, “dos parados y
413

El argentino habla: desde pequeño todos dicen que soy un deficiente mental. Si
me meto a revolucionario mis estupideces tendrán un aire misterioso y
trascendental y ya no dirán: es tonto. Dirán más bien: es anarquista.
El más alto de mis dos amigos: He salido que me maten como a Germinal.
El otro: Yo quisiera cortarle el resuello a Madrid. Que las gentes tengan que
salir huyendo a trabajar a las minas y a labrar al campo.
Samar: A luchar porque la inteligencia salga de los cerebros y se condense en
un sistema social y luego no sea ya una jerarquía de individuos. Hay que
socializar toda la riqueza, pero ante todo las inteligencias y las voluntades.
Star: A librar al gallo de los dientes de la policía.
Yo: A cumplimentar el acuerdo de la Federación Local de Sindicatos. (Siete
domingos 116)
La diversidad de voces en la taberna ofrece diferentes discursos que ponen en escena a
los sujetos que los emiten y que definen distintas figuras del sujeto en función de
posiciones enunciativas. Y dichas posiciones necesitan de un espacio público donde
expresarse y donde realizarse, y donde el sujeto social publique su nueva identidad. La
taberna responde a estos parámetros y se conforma como espacio simbólico tal y
como ha sido analizado por Habermas, como “el lugar de mediación entre la sociedad
civil y el Estado, lugar donde se forma y se expresa la opinión pública” (Historia y
crítica 67). Esto es, la taberna garantiza la posibilidad de un espacio comunitario de
unión, de producción de actores sociales y de manifestación social de las voluntades
individuales. La enunciación cede paso a la organización, y así, más adelante, en otra
taberna situada en Cuatro Caminos, atestada de obreros, el sujeto lee el periódico, se
mendigos” (Siete domingos 107) que sin embargo pronto dejarán de serlo, porque se disponen a
conspirar y a actuar valiéndose de armas. He aquí una de las principales diferencias con Aurora roja,
donde el conflicto quedaba relegado a la tertulia y a la conspiración, donde se cuestionaba el consenso,
pero no llegaba a la acción ni al conflicto activo.
414

informa, se embravece y se empodera, pasando a continuación “a acordar los puntos
del sabotaje” (Siete domingos 150) junto a otros individuos. Recordemos que según
Imbert, el sujeto social no adquiere existencia sino a través de su performance pública
(Los discursos 23), por lo que la taberna se revela como espacio formativo
fundamental para instruir y adoctrinar al obrero, y donde el individuo se proyecta en la
escena pública y se forma como sujeto político, social y por ende colectivo. Por estos
motivos, cabe preguntarse por la autonomía de este espacio funcional, y hasta qué
punto el agente social goza de libertad y de autonomía para actuar, o al menos, para
conspirar. El poder, según la concepción foucaultiana, no pertenece a una institución
gubernamental en particular, sino que se encuentra imbricado en todos los resquicios
de la sociedad. Y la taberna como espacio de conspiración no puede dejar de ser
vigilada, como lo serán las calles bajo el cuerpo disciplinar de la guardia civil y la
policía que, en un intento de moralización real y consciente guarda el orden y restaura
la normatividad urbana. Si la policía actuará activa y eficazmente para frenar la huelga
en la calle céntrica, tendrá un antecedente pasivo en la figura de Fau, anarquista
infiltrado por la policía en la taberna, integrado y absorbido por las clases dominantes
y el aparato del poder para su uso y beneficio, para luego ser expulsado tras haber sido
utilizado, ilustrando de esta manera una vez más la metáfora de Levi-Strauss según la
cual el sujeto es “tragado” (swallowed) asimilado al sistema vigente, para luego ser
“vomitado” (vomited out), es decir, excluido y expulsado como un residuo que ya no
es necesitado (Tristes Tropiques 508). Pero no se debe olvidar que este espía infiltrado
en la taberna no es más que una contestación, una resistencia a otra forma de poder
que se manifiesta en este espacio: la de los obreros, poder primigenio en el escenario
de la resistencia al que el poder del estado contesta por vía del espía.
415

El extrarradio en el que se localizan todas las tabernas en la novela, sea del
norte o del sur, pero siempre “a uno de los costados de la ciudad” (Siete domingos 80)
aparece construido en el texto de Sender como un espacio desnivelado, para llegar al
cual hay que marchar por calles “en suave declive” (195), sin urbanizar ni edificar.
Recordemos que según Lefevbre, la urbanización es una extensión del proceso de
espacialización; es la representación del espacio en términos de poder y de ideología,
ligado a las relaciones de producción y al “orden” que éstas imponen (Production of
Space 33). Es por ello que penetrar e invadir el centro significa ejercer “a transformed
and renewed right to urban life” (Lefebvre, “The Right” 158), y con esta toma de
poder se gesta una nueva forma de acción obrera que, procedente de Cuatro Caminos,
Tetuán, Carabanchel y Vallecas, se materializa en nuevas formas de presencia obrera
en las calles céntricas “que acabarán por liquidar la tradicional presencia del pueblo de
Madrid en las cercanías de Sol” (Juliá, Madrid 1931-1934 58). La presencia
tradicional –el obrero que se limita a estar en la calle— es sustituida por una nueva
forma de presencia –el torrente proletario se dirige al centro, a las calles urbanizadas
para tomar y conquistar la calle y con ésta, el poder. Y Sol como corazón de la urbe
será el objetivo de esas masas proletarias. El discurso social que se emprendió en la
taberna se transforma ahora en lo que Imbert ha llamado “el discurso de la calle”, es
decir, “el sujeto manifestándose físicamente en el espacio público de la ciudad” (Los
discursos 31) por medio de concentraciones, carteles, distribución de panfletos,
manifestaciones callejeras, y en definitiva, la huelga.
4.2.2. Apropiación e invasión del Centro urbano
Si bien los habitantes de las barriadas de Vallecas, Cuatro Caminos, Tetuán y
Carabanchel marcharán a Sol, envueltos en un entusiasmo colectivo, para estar en la
416

calle durante la fiesta popular declarada tras la proclamación de la República el 14 de
abril de 1931 movidos por un consenso popular, Sender reconstruye en su novela el
mismo trayecto urbano recorrido por los mismos habitantes en otoño de 1932, pero
esta vez movidos por el conflicto.
La novela abre con una primera invasión del centro por parte del camarada
Leoncio Villacampa, máximo dirigente de la CNT, anarquista inquieto y rebelde quien
se pasea por el Centro (así lo escribe Sender, en mayúscula), vestido como un burgués
(con cosmético en el pelo y una corbata roja, porque “hay que vestirse y peinarse bien
para que le vea a uno el patrono y le suba el sueldo”, 13) para acudir a la inauguración
del Parlamento, esto es, el día de “la apertura de Cortes” (16). Aunque no consta en el
texto, hay que asumir que el edificio en el que se celebra la sesión es el Palacio de las
Cortes, localizado en la Carrera de San Jerónimo, una de las calles más céntricas de
Madrid, en las inmediaciones de la Puerta del Sol.
La escena que inmediatamente sigue a ésta tiene lugar en el teatro Paraninph
Royal, donde se va a celebrar un mitin obrero organizado por la CNT para animar a la
participación en la revolución social. A pesar de no proporcionar el narrador la
dirección exacta donde se ubica el teatro, sabemos que está localizado en “una calle
amplia por donde corren los tranvías” (21), seguramente una calle céntrica por la
sonada presencia de los guardias de Asalto que vigilan el acontecimiento en las calles
próximas. Antes de que tenga lugar el mitin con el consecuente revuelo en las calles,
en la calle urbana y en su arquitectura ya se deja sentir la presencia obrera, pues la
construcción misma del céntrico edificio del teatro revela la presencia del
proletariado, los creadores del edificio: “En la construcción de ese teatro trabajó
solamente personal nuestro” (21), señala un obrero del Sindicato de la Construcción, y
añade: “Ese crucero del primer piso lleva una viga de 32 que aguanta ocho mil
417

hombres sin enterarse” (21), un número que no debe ser pasado por alto pues estos
ocho mil hombres silenciosos adquirirán una voz será más adelante bajo la forma de
esos ocho mil panfletos revolucionarios que volarán en las calles. Ahora es una
presencia pasiva pero pronto tornará en activa. Constituiría así el edificio del teatro
Paraninph Royal un espacio simbólico, en tanto que es el lugar de estructuración del
intercambio social y de la expresión colectiva, así como figurativo, pues en él figura el
hacer y el ser de los actores sociales, esto es, de los obreros que por medio de su
actividad laboral (la construcción) y reivindicativa (el mitin), se formarán como
sujetos sociales y políticos. Además, al describir las vigas que se utilizaron en la
construcción del teatro añade el narrador que el obrero no tiene más destino que el de
dedicarse “a los discursos y las ovaciones”, pues “ese lenguaje es el suyo” (21), es
decir, el lenguaje de “los comités de fábrica, los delegados de sección, las
cotizaciones; la huelga de brazos caídos, de sabotaje y de boicot” (21). Contrario al
discurso determinista predominante en Aurora roja según el cual las leyes del
determinismo ambiental explicaban las condiciones de inferioridad y resignación de
esos sujetos desheredados que habitaban la periferia madrileña, Sender atribuye la
lucha obrera y la toma de acción a unas condiciones sociales que hacen que el obrero
haya aprendido ese lenguaje subversivo y no pueda desprenderse de él. En otras
palabras, el esencialismo lo conduce a la acción. Algo parecido ocurre páginas antes
cuando el narrador informa de que Leoncio Villacampa “es hijo de sus propios actos”
(14), justificando el narrador su falta de escrúpulos, su vida al margen de la ley y su
adscripción al anarquismo por la experiencia vivida en su infancia, en que su padre
“mató a palos a su madre” dejando al hijo sólo y “a la intemperie” a los 12 años,
enfrentándose a una vida de hambre y penurias. El narrador se sirve de dicha
causalidad social para justificar las acciones agresivas de Leoncio, representante de un
418

colectivo que cree firmemente en la violencia como única vía conducente a la
acción. 110
Se puede afirmar que la primera presencia en el centro urbano del mundo
obrero viene enmarcada por tanto por dos acontecimientos –la apertura de Cortes y el
mitin— y dos arquitecturas: la del Congreso de los Diputados y la del teatro
Paraninph Royal, edificaciones que según Lefebvre vendrían a constituir la expresión
objetiva de las representaciones del espacio, expresión y manifestación del poder
(Production of Space 49). Sin embargo, hay una profunda diferencia entre ambas
construcciones: al Parlamento, según narra Sender, asisten obispos, señoras,
fotógrafos y personalidades políticas (presidente del Gobierno, presidente de la
Cámara, diputados) y en su interior predominan las palabras huecas; los participantes
no hacen más que pronunciar discursos vacíos –“el joven subió a una tribuna a leer un
largo escrito, no se enteraba de lo que se hablaba a su alrededor, decía que sí a todo”
(Siete domingos 17). Hay una presencia física por vía del edificio en el centro urbano,
pero no activa. Es el lugar donde se hace política, donde se habla, se negocia, se
dialoga. Por otro lado, en el teatro Paraninph, las voces de los vendedores de
periódicos, de los obreros, los “rumores y protestas” (30) y el eco de los discursos
“llega a las entrañas y hace vibrar de contento” (21). En el teatro, “la revolución social
se alza sobre las negociaciones. ¡Apoliticismo! ¡No colaborar! ¡No transigir! ¡Acción
directa!” (27). Es la fuerza y el poder del pueblo, concentrado en este espacio y
desbordado en la calle, una vez la sala del teatro no tiene cabida para tantos cuerpos.
El discurso en el interior del teatro se convierte en el discurso de la calle donde todos
y cada uno de los sujetos se manifiesta con una voz. La voz de la masa no reconoce
110
Este discurso a favor de la acción apoya el posicionamiento de la CNT ante la revolución como
fenómeno natural, inevitable, que como los fenómenos de la naturaleza, es ley de vida y no puede
eludirse.
419

casas, puertas ni cerraduras. Como afirmaba un periódico de la época, “el sindicato no
está en el local que adquiera, sino en el taller, la fábrica, la mina… De la misma
manera, el sindicato está en la calle cuando actúa contra el Estado” (CNT 24-7-1934).
En la calle se concentran “tres o cuatro mil hombres que no han podido entrar” (Siete
domingos 31). Estamos ante una forma nueva de hacer política, un modo no
formalizado, deliberadamente al margen de los modos de organización tradicional,
esto es, la militancia en un partido. Es el lugar donde la política se convierte en acción
directa.
Podría leerse el contraste entre ambos edificios y lo que viene a representar
cada uno de ellos a la luz del ataque ideológico de la CNT contra la UGT. Lo explica
en pocas palabras Juliá: “La quintaesencia de la traición al proletariado es hacer
política y la UGT hace política. No importa qué política haga, sino que la haga…
Burguesía y política están a un lado, proletariado y acción directa a otro” (Madrid
1931-1934 178). Para Juliá, “hacer política” es sinónimo de negociación, de diálogo y
desde la perspectiva de la CNT esto es una traición al proletariado, que debe alejarse
de lugares como el parlamento, lleno de palabras vacuas, para manifestarse en
espacios como el teatro, donde se fomenta la acción directa. Al hacer política de la
UGT, dominada por la gestión y el diálogo, se contrapone la acción directa de la CNT,
caracterizada por los gritos y rumores espasmódicos. Existe una confrontación
esencial en el texto entre la presencia del obrero en el centro de Madrid, en el
Parlamento, en las Cortes, construcción inerte, donde “está por su derecho” (Siete
domingos 17) frente a la toma e invasión del centro manifestada en el teatro,
construcción viva, donde “la masa humana avanza” (32), reclama su derecho y se deja
oír. Es significativo que en el paso de la pasividad a la actividad, de la política a la
acción y del sujeto que simplemente “está” al que “actúa”, el narrador privilegie el
420

papel de la voz: el sujeto marginal no sólo reaparece, se deja ver en el centro urbano,
sino que también se deja oír, tornándose así doblemente siniestro. No es casualidad
que el narrador elija inaugurar un Parlamento, que en España nunca ha existido
propiamente dicho, llamándose en su lugar Cortes Generales. Parlamento es un
término derivado del francés parlement, vocablo que expresa la acción de parler (esto
es, hablar): un parlement es por tanto una charla o discurso, y por extensión se aplica a
la reunión de representantes del pueblo donde se discuten y resuelven los asuntos
públicos. La turnabilidad de voces organizadas en el Parlamento de forma civilizada,
procedentes de individuos elegidos por el pueblo que representan, supuestamente, la
voluntad de éste, dejan paso a “palabras que salen a borbotones”, a “rugidos” (31) que
devienen en “detonaciones” (33) en el mitin. Es por medio de esta expresión salvaje,
desorganizada e incivilizada (no es casual que en algún momento el narrador compare
el escenario del mitin con un “parque zoológico”, 30) que la simple representación del
espacio (“representation of space”, en términos lefebvrianos) se convierte en un
“representational space”, esto es, “the directly lived space of everyday experience”, un
espacio “experienced via vernacular language, symbols and images of users that
overlay physical space, making symbolic use of its objects” (Lefebvre, Production of
Space 39). Estos símbolos aparecen en el texto bajo la forma de proclamas, carteles,
convocatorias y banderas que la CNT se ha encargado de repartir y que contribuirán a
la concienciación del obrero. La transformación de “representation of space”, esto es,
del monumento, de la fachada, del edificio, en un “representational space”, es decir,
las practicas sociales que se llevan a cabo en el espacio físico, corresponde a la
distinción decerteauiana de lugar convertido en espacio por la acción del individuo. A
su vez, esta metamorfosis corre paralela con la transformación del individuo en agente
social, con el sujeto que, adormecido su sentimiento de lucha, se despierta. Como dice
421

Juliá, “la presencia de la CNT en Madrid es siempre sinónimo del despertar obrero”
(Madrid 1931-1934 180), o como también señalaba un periódico anarquista de la
época, “el anarquista no se cruza de brazos sino que espera andando” (CNT 22 agosto
1934).
Este despertar obrero, necesario de cara a la revolución social, queda bien
manifestado mediante la personificación de la viga que forma el teatro, así como de
los altavoces del mitin. La viga, “hija de los Altos Hornos de Vizcaya” (Siete
domingos 21), instrumento al servicio del obrero, cobra vida y de ser un ente inerte se
convierte en un ser con entrañas, que sabe, que se educa, que habla (el lenguaje de la
huelga, del motín, de la reivindicación) y que participa en el mitin, como un aliado
más de la causa. Los altavoces, de modo parecido, cobran vida por su cuenta, no
atienden a órdenes, siguen vociferando a pesar de que los cables han sido
desconectados y se convierten en una sinécdoque del obrero, profiriendo palabras y
“frases como trallazos” (31), protestas típicas del ideario anarquista: “Traición,
cobardía, miseria, crimen, pólvora, fusiles, revolución, FAI, CNT, FAI, CNT” (31) o
“¡Viva la CNT! ¡Muera la república burguesa!” (32). La insurrección de los altavoces
marca el paso de la individualidad a la colectividad –y como consecuencia al
anonimato—paso necesario para la acción revolucionaria: ya no son sujetos
individuales los que se manifiestan fuera y dentro del teatro, sino “gargantas en la
calle” (31), una “masa humana” densa que “corta la circulación” (31) y que “en buena
ley no deberían hablar” pero que igual que los altavoces, “cumplen su misión
provocadora” (32). Lo señala Nonoyama: “Los altavoces son símbolos del poder de
las palabras. Al hacerlos hablar por su cuenta, Sender subraya la energía incontrolable
de la masa que estalla” (El anarquismo 115). La masa que estalla y se desborda en la
calle. Por tanto, serán las palabras –no organizadas y pronunciadas de forma
422

civilizada, como en el parlamento, sino desbordadas y provocadoras— y la calle como
ámbito que recoge dichas voces y que deja ver a sus emisores los dos factores que
doten a este colectivo de su naturaleza anónima e incontrolable y por tanto de su poder
simbólico.
Conceder voz a un objeto, haciendo posible que un altavoz haga uso de la
palabra por su cuenta, produce una sensación de extrañamiento que conlleva presentar
lo natural como extraño, lo familiar como desconocido, y por ello, como siniestro
desde una perspectiva burguesa. Desde una visión proletaria, en la atribución de
características humanas a objetos subyacería una voluntad por desacreditar los
símbolos dominantes y las instituciones gubernamentales, como el Parlamento;
evidenciar la arbitrariedad de las convenciones sociales y denunciar su imposición;
incluso puede haber una voluntad por explicar las causas que dieron origen a la
República de forma simplista y arbitraria desde una óptica anarquista como la del
narrador: en un momento Sender atribuye la llegada de la República a una suerte de
rabieta del pueblo español cuando apunta sencillamente que “parece que todo el
escándalo de los políticos burgueses para traer la republica obedecía a la supresión del
Parlamento por el rey y los militares” (Siete domingos 15). Conceder una voz a un
altavoz que “ruge” es otra forma de dar entrada a una realidad alternativa, la de la
periferia social, de donde provienen los oradores de cuyas palabras se apropian los
altavoces. Sender vuelve a poner de manifiesto el poder de la literatura como ficción
política que incorpora otros discursos que dan visibilidad a otras realidades sociales. 111
111
Como tema de un trabajo posterior, cabría plantearse una poética de la insubordinación que parta de
que la existencia de un acuerdo lleva consigo la posibilidad de su ruptura. No sólo objetos, sino
animales, niños, salvajes, locos y cualquier acto expresivo y comunicativo que sea marginal tendría
cabida en este modelo. Dicho acto comunicativo puede trasladarse al caminar. En palabras de De
Certeau, el caminar de los ciudadanos por las calles, avenidas y plazas de una ciudad implica la
adopción de una serie de giros (Practice 100), esto es, el paseo responde al arte de componer un
itinerario determinado, posibilitado y limitado por los signos y leyes que gobiernan el comportamiento
423

Los obreros, que habían permanecido en el extrarradio adentrándose en la
ciudad sólo para trabajar, ya están en el centro de la ciudad, como afirmaba Agustín
de Foxá; con su presencia física se dejan ver y con las palabras proferidas por los
altavoces, se dejan oír. El aspecto de Madrid ha cambiado y la ciudad, al igual que los
altavoces, al ser tomada por los obreros, se personifica y se proletariza, como
profetizó Guillén Salaya en El diálogo de las pistolas en 1931: “La ciudad gemía y
crepitaba de ira. Una masa imponente se deslizaba, enlutada, por las calles de la
ciudad. La masa había de crear un nuevo mundo… Un grito unánime brotó de la masa
imponente y enlutada. El grito decía: ¡Proletarios de todos los países: Uníos!” (151).
Es la masa, primero contenida en un espacio cerrado, luego desbordada en la calle. A
pesar de tal descontrol, la calle se convierte en espacio del orden al prohibirse los
altavoces; sólo cuando la voz de los altavoces trasciende las paredes del vestíbulo y
llega a la calle, suena “el cornetín” y los guardias de asalto comienzan el ataque (Siete
domingos 32). Si la calle es el espacio donde se busca el orden es porque precisamente
en ella se produce la transgresión: la calle, señala el narrador, “se convertía en alcoba
nupcial” por la adulteración que en ella acontece; adulteración en su sentido más
estricto, como la mezcla de cosas que no deberían mezclarse, pues no sólo el obrero
ocupa un espacio que no le pertenece, sino también las muchachas “aguardan y desean
la violación” (28), fundiéndose con la masa y entregándose a ella. La República, tal y
como aparece narrado este episodio al comienzo de la novela, permite este tipo de
actos subversivos, provocadores, abriendo la puerta al caos y al desorden.
de cada individuo en una ciudad. Si el mismo paseo puede constituir una actualización de las reglas,
también una transgresión de las mismas. Esto es lo que ocurre precisamente en la novela de Sender: se
produce una desestabilización y descomposición de la ciudad de Madrid, manifestada a nivel textual
principalmente con la aparición y protagonismo de las masas y a nivel urbano con la invasión de las
mismas del centro de la ciudad.
424

Junto a su carácter disciplinar y subversivo, la calle es también el espacio
formativo de la masa, donde ésta se forma y cobra unidad. Es por ello que el mitin en
el Paraninph Royal funciona a modo de antesala de la huelga, ya que en el primero se
empieza a configurar la masa como sujeto colectivo, comenzando a adquirir
características incivilizadas y salvajes, que terminaran de plasmarse en la huelga
callejera. Ahora bien, cabe preguntarse, ¿qué tipo de sujeto se forma en la calle? Es un
sujeto que necesariamente pierde su individualidad a favor de la colectividad. Porque
sólo en la masa, en la colectividad Sender, como todo novelista social de la época, ve
la verdadera fuerza motriz de la acción. Del mismo modo que, en palabras del propio
escritor, no podrá llevar a cabo “una labor de creación de espaldas a las masas” (“El
novelista” 164), el individuo es consciente de que sólo como miembro de la
colectividad será capaz de conseguir algo. De ahí el protagonismo de las masas tanto a
nivel textual como urbano. Por ello el narrador pide que, siguiendo diferentes
caminos, los compañeros se dirijan “a la plaza de la Moncloa”, cuyas calles
adyacentes “van poblándose de individuos aislados que coincidirán luego en torno a
los jardines” (Siete domingos 316). Esta unión callejera es necesaria de caras al
objetivo que se persigue porque de acuerdo con Le Bon, “the individual forming part
of a crowd acquires, solely from numerical considerations, a sentiment of invincible
power…the individual is conscious of the power given him by number” (The Crowd
33, 43). En la novela, a los grupos de anarquistas les basta su presencia numerosa en
la ronda de Atocha y paso de las Delicias “para que el tráfico se interrumpiera” (Siete
domingos 294) y alterar así la normatividad urbana. Y será precisamente esta ilusión
de poder la que permita al sujeto individual “yield to instincts which, had he been
alone, he would perforce have kept under restraint” (Le Bon 33). El mismo Sender
afirma esta preponderancia de los instintos en las masas cuando señala que “si el
425

hombre habla con la razón, las masas hablan con los instintos” (“El novelista” 169),
instintos que como el autor afirma, “nos lleva a unir nuestra confianza a la de los
demás” (169). Los instintos en las multitudes anarquistas son alimentados por la
posesión de armas, las cuales enajenan a la masa y la convierten en “un mar
encrespado de voces y ruidos que invade las calles” (Siete domingos 102). Es
importante notar que la masa se forma por contagio, incluso “entre hombres sencillos
que se desconocen entre sí, a quienes liga una circunstancia social” (“El novelista”
169). Este hecho queda esclarecido por las afirmaciones de Freud de que “en la
multitud, todo sentimiento y todo acto son contagiosos, y en grado tan alto que el
individuo sacrifica muy fácilmente su interés personal al interés colectivo”
(“Psicología de las masas” 72). A veces el contagio se produce por la persecución de
un objetivo preciso y común: el ansia de libertad, como declara Samar; pero otras
veces, el contagio se produce simplemente cuando el individuo se deja embriagar “por
el vino fluido de los presentimientos” (Sender, Siete domingos 293). La embriaguez de
las multitudes contagia al individuo. Este es el caso de Samar, quien de modo parecido
a Manuel en Aurora roja, no está muy seguro de lo que persiguen las masas, pero
igualmente se une a ellas: “¿Qué buscaban aquellos hombres? ¿Qué querían? Se lo
preguntaba todos los días y sin embargo estaba a su lado e iba con ellos lleno de fe”
(26). Importa dejar claro que ya no estamos ante el concepto orteguiano de masa
como simple determinación cualitativa, como “el hombre que no se diferencia de
otros, que repite en sí un tipo genérico” (La rebelión 126), como “boyas que van a la
deriva” (127), una construcción de la masa que hasta prácticamente los años de la
República ha hecho acto de presencia en la literatura de manera tímida y pasiva, como
criticó Zugazagoitia (“La masa” 93). En la novela de la República, todo aquel
autómata carente de voluntad que se mueve a la deriva pasivamente está abocado al
426

fracaso –así se explicaría el destino fatídico de Casanova, anarquista irracional y
violento que “anda tan a la deriva” que es fácilmente acorralado y abatido por la
policía. No es considerado compañero, pues “desentonaba demasiado”, ya que si bien
la masa de Ortega se distingue de las “minorías selectas” en que éstas se exigen más
que los demás mientras que la primera es un ente “mediocre y vulgar, mal dotado” (La
rebelión 127), sin ambición ni más exigencias superiores, en el texto de Sender esta
relación se invierte, y el hombre-masa será aquel que luche por un ideal, que exija y
demande, destacando precisamente por su inteligencia. Así lo afirma uno de los
obreros de la construcción: “Yo me siento masa. La inteligencia en mí no me lleva
nunca con las minorías” (Siete domingos 97).
Junto a todas estas características definitorias de la masa y el ansia de libertad
que según Samar mueve a las muchedumbres (359), es la calle el ámbito que termina
de definir a este sujeto colectivo. Si bien el objetivo que persigue la masa es la
revolución, la calle ocupa un lugar prominente en el discurso revolucionario. De
hecho, cada vez que en el texto se habla de revolución, se hace aludiendo a la ciudad y
sus calles como objeto preciado a conquistar:
No hay que abandonarse. La ciudad está allá abajo, detrás de nuestro cenador
florido. Las calles, escalofriadas. Calles blancas abandonadas. Arena en las
aceras y de vez en cuando boñigas de los caballos del orden público… Se trata
de la revolución… El pulso acelerado de la ciudad late en mis palabras” (212,
214).
Después de todo, cualquier discurso sobre la calle como espacio social, apunta el
científico social Gutman, debe incluir “a set of assumptions about who would own and
control it, who would live on it or use it, the purposes for which it was built, and the
activities appropriate to it” (“Street Generation” 249). En efecto, lo que quieren los
427

anarquistas es robarles a tiros la calle y hasta el aire libre a los guardias. Si desde una
perspectiva anarquista la revolución es concebida como la creación de un nuevo
mundo diferente al burgués, en este nuevo mundo el obrero será el dueño de la calle,
especialmente de la calle céntrica, como bien ilustra el sueño de la tía Isabel, madre de
Germinal, el compañero asesinado: “La noche antepasada soñé que todos los señoritos
y las burguesas se habían retirado de la calle y nosotros éramos los amos. No había
guardias ni “perros” y guisábamos con una hornilla en la Puerta del Sol y en la
Cibeles” (Siete domingos 232). Conquistar la calle es conquistar el poder, y por ello
Sol, corazón de la urbe, se convierte en el suelo urbano más buscado por las masas
anarquistas como centro neurálgico de la ciudad. 112
Será la Puerta del Sol el primer punto urbano desde el que se observe la
llegada de la inminente huelga, presentando un aspecto diferente. A pesar de que,
como afirma Bonet Correa, “la Puerta del Sol no sabe prescindir de la presencia
humana. Su espacio nunca está desierto” (“La Puerta del Sol” 69); aunque siempre ha
sido esta plaza lugar de concentración de las masas, de ocupados y desocupados,
existe algo diferente en los momentos previos al estallido de la huelga: se ven pocos
burgueses en sus calles adyacentes, abundan los obreros en sus inmediaciones y los
policías se concentran esperando los altercados. Una vez más, lo familiar se torna
extraño. Es la misma agitación que Julio Gálvez, protagonista de la novela Un
muchacho en la puerta del Sol (1978) de Jesús Izcaray presenciará en Sol en vísperas
112
Uno de los principales motivos que explicarían la obsesión de las multitudes por llegar a Sol y al
centro en particular se debe a la carga histórica de los monumentos que se concentran en esta zona
urbana. Para ello, el narrador se sirve de la cercanía de Sol a la Plaza Mayor, la cual representa una
época de la corte de los Austrias, con sus calles adyacentes, retorcidas y estrechas, “soportables, casas
del siglo XVII y XVIII, Felipe IV. Historia mugrienta. Archivos municipales. Legajos y carillón. Otra
vez Felipe IV. No nos interesa la historia, ni el arte. ¡Fuera todo eso!” (Siete domingos 95). La Puerta
del Sol contiene también una fuerte carga histórica, como dijera Fernández de los Ríos ya a finales del
siglo XIX refiriéndose a los avatares que acontecieron en Sol: “No hay allí un palmo de terreno que no
esté regado con la sangre de patriotas, de faciosos o de revolucionarios” (Guía de Madrid 186). Será
ésta la carga histórica que los anarquistas pretenden destruir.
428

de la Segunda República, una escena en la que obreros, mujeres y guardias se alzan
como principales protagonistas de un altercado que comienza en este espacio
simbólico para transmitirse al resto del país: 113
Desde el portal vi que Antón Martín estaba lleno de gente. La mayoría eran
obreros de la Construcción. Predominaban los jóvenes. A la puerta del bar
Zaragoza, las putillas cruzaban con los que tenían más cerca un tiroteo mucho
más venial que el de allá abajo. Durante las treguas con los albañiles,
cacareaban entre sí. Enfrente, cerrando la parte baja de la calle de Atocha,
guardias civiles a caballo hacían barrera desde el pasaje Doré a la esquina de
Moratín. Guardias y obreros se acechaban. (233)
La obsesión por llegar a Sol, aparte de la conquista del centro urbano, está
también relacionada con la necesidad de disolver la individualidad en la colectividad,
o por expresarlo en términos del dilema personal de Samar, fundir bajo un mismo
objetivo el amor individual por una mujer y el amor colectivo por la revolución. “Sol”,
“sol mío”, “sol de mi vida” son expresiones con las que el personaje burgués de
Amparo se refiere a su amado, y esas mismas palabras procedentes de una sola voz
son ahora absorbidas por “cuarenta mil gargantas” (Siete domingos 124), como bien
transmite el narrador mediante el uso reiterado de “¡Sol!” el cual viene a imitar el paso
de las muchedumbres vociferando. Todas las voces se reducen a una, la de los
desheredados y la de los burgueses y así, la felicidad egoísta del individuo encuentra
un fin común en la revolución. Será la misma voz de la muchedumbre que en la
novela Acero de Madrid (1938) de Herrera Petere transgrede los límites de la ciudad
para reivindicar sus derechos y pedir armas al unísono, reafirmando así mismo el
113
La Puerta del Sol, por ser el centro no sólo de la ciudad, sino del país, funciona como suerte de
ejemplo de lo que acontece en el resto de España, como el mismo Sender ilustra con el capítulo 18 en el
que exalta a la España de las regiones que se están poniendo en huelga, contagiadas (una vez más, la
idea de contagio para detonar la acción colectiva) por el ejemplo de Sol.
429

concepto de masa como una sola entidad, como un sujeto colectivo, con un único
pensamiento y una única voz. 114
Las características inherentes a este sujeto colectivo, con una sola voz y un
único pensamiento, pero compuesto de muchos cuerpos hace que por naturaleza la
masa sea un sujeto desorganizado, caótico, dominado por la supervitalidad, cuya
ansiedad de avance infinito encuentra en la manifestación callejera una vía de
expresión. De hecho, la insurrección de los altavoces al comienzo de la novela, igual
que la quema de iglesias que abría la novela de Benavides, le sirve al escritor para
adelantar y contextualizar esta supervitalidad e intransigencia de las masas. La huelga
como fenómeno político-social de protesta y reivindicación basado en la acción
colectiva es fruto de la fiebre emotiva y de la supervitalidad de la masa. En el
siguiente pasaje se pueden apreciar algunas de estas cualidades así como el
planteamiento de la táctica y la (falta de) disciplina durante la huelga:
Nosotros mismos hemos acordado la huelga general. Parece que debíamos
limitarnos a hacer una huelga lo más completa posible. Pero en cuanto salimos
a la calle y vemos un guardia sentimos la necesidad de matarlo. La
organización está detrás dispuesta a ir siempre adelante. Uno dice: ‘¡Hasta
aquí!’ y mil voces gritan: ‘¡Más allá!’. Avanzamos más y de pronto vemos que
los cuadros sindicales peligran. Paramos un poco y decimos otra vez: ‘¡Hasta
aquí!’. El aire y las losas, la luz y los edificios nos gritan: ‘¡Más allá!’. Vamos
a la Regional y nos dice: ‘¡Más!’. Estas consultan al Comité Nacional y los
114
“De la periferia de Madrid salió una voz, una gran voz atronadora, que recorrió la ciudad, y a poco
se hizo gigantesca, imperiosa, irresistible. Era la voz de los obreros, que también existían en Madrid, la
voz de las fábricas, de los tranvías, del Metro, de las obras, de las estaciones, de las imprentas, de los
garajes, de los talleres. Era la voz que pedía ¡armas! ¡¡armas!! ¡¡¡armas!!! Sólo se oía, firme y segura,
la voz de los obreros que pedían ¡armas! ¡¡armas!! ¡¡¡armas!!! De las Ventas, de Cuatro Caminos, de
los Carabancheles y del Puente de Vallecas, cuatro ríos proletarios venían a desembocar en la Puerta
del Sol. Sus olas solamente murmuraban o rugían esto: ¡armas! ¡¡armas!! ¡¡¡armas!!!” (Herrera Petere,
Acero de Madrid 63).
430

grupos al Peninsular. Todos contestan, sin palabras casi, con una sola consigna
que es la de ayer y la de mañana. La de siempre. ‘¡Siempre más!’ (Siete
domingos 93)
La calle es construida en este pasaje como el canal que fomenta el afán y hace crecer
el espíritu de lucha, la enajenación y la hiperactividad. Lo afirmó Juliá cuando señaló
que “la calle será lugar de entusiasmo máximo y fe inquebrantable” (Madrid 1931-
1934 183). La misma arquitectura de las calles se personifica y anima a la
movilización de las masas. Pareciera como si al sentirse libre y sin ataduras en la
calle, la masa anarquista no encontrara trabas y su ambición para caminar, literal y
metafóricamente, no tuviera límites. Queda enmarcada esta idea, o mejor, este
sentimiento, por las palabras utilizadas por Montseny para definir el anarquismo:
“Eres libre. Por el solo hecho de ser hombre, nadie tiene derecho de extender la mano
sobre ti…” (“Definición” 144). 115
Hay que remitir nuevamente al término “contestation” de resonancias
lefebvrianas para explicar la actividad de las masas en el escenario callejero.
“Contestation” se entiende como “a refusal to be integrated… born from negation and
has a negative character; it is essentially radical” (Lefebvre, The Explosion 67-68).
“Radical” es de hecho una palabra utilizada repetidas veces por el narrador de Siete
domingos rojos para referirse tanto a la labor de los dirigentes de la CNT –la de
“radicalizar a las masas” (Siete domingos 96)— como a la acción misma de la masa
callejera. Lefebvre prosigue: “Contestation is one way ‘subjects’ express themselves,
115
Esta percepción de la calle como espacio abierto, libre y sin límites queda aún mejor subrayado a la
luz del contraste con la cárcel como espacio cerrado y limitador en la novela de Carranque de Ríos. El
personaje, sólo y encerrado, mira a la calle de la multitud e imagina que una voz gigante, proferida por
el “mar humano”, le grita “Tu puerta ya no tiene cerrojo. Todos somos tus camaradas. Ven ahora
mismo” (Uno 150). Está aquí contenida no sólo la idea de masa abierta que todo lo absorbe, que crece
espontáneamente reclutando miembros, sino también la imagen de la calle como espacio incluyente que
acoge a todos los sujetos y da forma a la masa humana.
431

ceasing to be ‘objects’” (The Explosion 67). La constitución de la calle como espacio
conflictivo, como “site of contestation” corre paralela a la formación del individuo
como agente social porque, como dice Juliá, “la calle sólo puede ser el lugar de la
derrota de la burguesía, la política y el Estado si es ocupada simultáneamente por la
multitud proletaria” (Madrid 1931-1934 184). Se revela así la íntima y estrecha
relación calle-individuo que se viene analizando en este trabajo en tanto que la
primera contribuye a formar al segundo mediante la labor que en la calle se desarrolla,
esto es, la de manifestarse políticamente, deshacer jerarquías y ostentar al poder. En su
particular lectura de Lefebvre, Merrifield señala que “contestation rejects passivity
and fosters participation” (Metromarxism 87). Recuerda sin duda esta afirmación a la
novela Lamentación, en la que su personaje pasaba de la “negación”, esto es, de la
falta de voluntad de acción, a la “afirmación” o toma de conciencia para actuar.
Otro concepto importante se desprende del pasaje previamente mencionado, muy
relacionada con la falta de organización y disciplina de la masa en la calle: la
espontaneidad, que Le Bon califica como privativa de los “primitive beings” (The
Crowd 36). Es cierto que en la calle, la masa anarquista no piensa, no razona, se
mueve por instintos, por impulsos, pero Le Bon no contempla –porque no le
interesa—en los motivos que han impulsado a esa masa a echarse a la calle, motivos
que derivan del pensamiento, de razonamientos lógicos y de causalidades sociales,
como bien pone de manifiesto en la novela en reiteradas ocasiones mediante el
diálogo entre los protagonistas: es necesario luchar y salir a la calle porque en
términos generales los pilares básicos del país van mal –familia, religión y patria (19),
y más concretamente es necesario “reformar” el sistema y acabar con los abusos del
“régimen y la lógica capitalista, del espíritu burgués” (162). Ahora bien, una vez en la
calle, estas razones, a pesar de seguir presentes en las mentes de los miembros de la
432

masa, se disuelven y ceden paso a la espontaneidad e impetuosidad: cada paso de la
masa le indica el camino que debe seguir, siempre hacia delante. La lucha estalla de
manera espontánea porque, como reza la cita que abre esta sección, “Cuando les
preguntáis a los de la F.A.I. adónde iremos después de habernos arrojado a la calle,
responden que cuando estemos en la calle sabremos adónde ir” (Abad de Santillán,
Solidaridad Obrera del 29 de julio de 1931). La calle marca el camino, no porque sea
un sujeto activo, sino porque el agente social, al contacto con la calle, se empodera.
Lefebvre lo describe como una fuerza creativa, necesaria para socavar el poder del
enemigo: “Power therefore regards spontaneity as the enemy” (The Explosion 70). Sin
espontaneidad nada ocurriría, no existiría progreso y además, como señala Merrifield,
“spontaneity always expresses itself in the street, where it can spawn within and even
transform everyday life. The street is that arena of society not occupied by
institutions” (Metromarxism 87). Por ello la calle y su ocupación por las masas
obreras infunde tanto miedo en la burguesía y la aristocracia, porque la calle como
nuevo espacio de la lucha obrera es imposible de controlar plenamente. La calle no es
de nadie, está separada del Parlamento y de las Cortes donde los representantes del
Gobierno discuten en la novela de Sender; del cuartel de Uno donde el capitán del
Ejército Español alecciona a los militares a defender la ciudad “contra los negros”, los
de la otra orilla; de las oficinas de prensa conservadora en la misma novela, desde
donde se redacta la necesidad de defender la familia católica frente a las “hordas
revolucionarias” (Carranque de Ríos 58). En Siete domingos rojos, la calle se
convierte en el espacio que viene a llenar el vacío de la política institucional, desde el
que los sujetos marginales reclaman los derechos que las instituciones les niegan y
pretenden resolver los conflictos que aquéllas no pueden. El poder está en las
instituciones, pero su conquista empieza por la calle. A los huelguistas no les interesan
433

las iglesias, ni el Ministerio, ni Correos ni Teléfonos, sino que su objetivo es ir “a la
calle sin corbata, sin sombrero, con una ancha sonrisa en la cara, y respirar a pleno
pulmón” (Siete domingos 292). El objetivo trasciende el ámbito de la política, de la
idea; es el sentimiento de libertad, humano, la base de cualquier movimiento social y
político, y ese sentimiento sólo puede conseguirse en la calle. Espontáneamente, se
puebla de gritos, rumores espasmódicos, detonaciones. Y por que recordando las
palabras de Merrifield, las instituciones temen a la calle, la acordonan, tratan de
reprimir la espontaneidad de las masas e intentan acabar con el desorden, buscando la
reafirmación del orden en nombre de la ley: durante la celebración del mitin en el
Paraninph Royal, “en las calles próximas se alienaban los guardias de Asalto” (26)
mientras que “los guardias civiles a caballo invaden la calle, se apean, y disparan”
(33); en el entierro de los tres camaradas, “la Guardia Civil, la de Seguridad, los de
Asalto, la policía privada, aguardan en los patios de los edificios públicos” (92). De
modo parecido, durante la última huelga general, ante el temor a las multitudes, las
autoridades aguardan “con agentes y guardias en los lugares estratégicos, rondas
volantes con motocicletas” (291).
A pesar de este estricto y planeado control urbano y de las diferentes
modalidades de vigilancia y disciplina, no puede evitarse una desestabilización del
orden, en primer lugar porque estamos ante momentos de alta crispación social en los
que, como apunta Santiáñez, “la normatividad de una ciudad es susceptible de ser
cuestionada y subvertida. El ciudadano, en ese tipo de situaciones, altera las reglas de
comportamiento urbano y transgrede los límites normativos de la ciudad” (“El
fascista” 213). Pero principalmente, la descomposición de la ciudad se produce porque
el control total del espacio urbano es imposible. Retomamos las palabras de Delgado,
quien lo explica con gran nitidez:
434

Los dispositivos de control no tienen garantizado nunca su éxito total. Es más,
podría decirse que fracasan una y otra vez, puesto que no se aplican sobre un
público pasivo, maleable y dócil, que ha devenido de pronto totalmente
transparente, sino sobre elementos moleculares que han aprendido a desarrollar
todo tipo de artimañas, que desarrollan infinidad de mimetismos, que tienden a
devenir opacos o a escabullirse a la mínima oportunidad. (Animal público 35)
Si bien vimos cómo en la taberna el poder se filtra por todos los poros, el enemigo de
dicho poder está igualmente incardinado a todos los niveles de la sociedad urbana. “La
rebeldía”, dice Sender, “está aquí en las farolas del alumbrado y en las bocas del
metro”. El enemigo del poder se esconde en cualquier lugar, “infesta el aire y ocurren
las cosas más extraordinarias sin que nadie emplee los recursos que tenía preparados”
(Siete domingos 93). La espontaneidad que hace que cosas extraordinarias ocurran se
convertiría en el gran aliado del rebelde, y por tanto en el gran enemigo del poder
institucional. Igual que en Un hombre el enemigo del poder manaba del mismo centro
urbano, de los lugares menos sospechados, en Siete domingos el mismo enemigo está
por doquier y por ello no se puede controlar. En todas partes hay una concienciación
política anti-institucional, esto es, múltiples formas de resistencia (al poder central)
que por eso mismo son formas de poder en sí mismas, temibles para los representantes
de ese poder institucional, y que se manifiestan en la toma de la calle.
Son dos los episodios fundamentales que dan cuenta de la organización, táctica
y fracaso en última instancia de la huelga: la manifestación por el entierro de los
camaradas a los que se pretende llevar en tres carrozas descubiertas por el centro
urbano, y la huelga general propiamente dicha en la tarde del cuarto domingo. Ambos
sucesos causan gran revuelo en el centro de Madrid; ambos sucesos terminan en
rotundo fracaso, al ser intervenidos por la guardia civil que con violencia restituye el
435

orden. Sender atribuye el fracaso colectivo al caos y a la falta de organización y
programación de la masa anarquista, ofreciendo numerosos ejemplos de tal
desacuerdo. Por ejemplo, durante el mitin anarquista en el teatro, cuando los altavoces
profieren palabras ofensivas y amenazas de manera incontrolada e indisciplinada,
Sender concluye que “los altavoces sabotean el mitin hablando por su cuenta” (32),
afirmando que “la revolución no la provocarán los altavoces a su placer” (33). A pesar
de que el episodio de los altavoces se construye en la novela como algo positivo que
fomenta la acción y la lucha obrera, en la radicalidad y la violencia radica el sabotaje
del mitin y el fracaso de la revolución. Una crítica parecida se deja entrever cuando,
ante el caos y las muertes que deja la revuelta callejera tras el mitin, el cervecero de la
esquina se lamenta, “esto es el caos. ¿De qué me sirve votar a los socialistas?” (34). El
desacuerdo ante la ola de violencia adquiere ribetes aún más nítidos cuando el
narrador condena al anarquista Casanova: “Era el ínfimo representante del último
fracaso, del fracaso sin reverso aprovechable ya, del fracaso de los fracasos” (295).
Recordemos que Casanova es un ser irracional, violento e irresponsable, que pide
armas para disparar sin ton ni son, y que muere a manos de la policía por su falta de
táctica.
El fracaso en la novela es tanto individual como colectivo. Si bien el colectivo
se sintetiza en la represión de las manifestaciones callejeras, el fracaso individual
puede leerse en el destino de Samar, personaje que se debate a lo largo del relato entre
su amor individualista hacia Amparo y su amor colectivo hacia la revolución social.
Defensor del ideal anarquista que canta “al amor y a la libertad” (Siete domingos 404),
Samar confía en que una vez lograda la revolución en toda España, Madrid adquirirá
una “soledad de aldea… sin funcionarios, descongestionado por la vuelta al campo, a
las minas, a las provincias lejanas” (273). En esta ciudad futura predominarán los
436

lazos emocionales típicos del mundo rural y así, una vez llegada la revolución, Samar
podrá dedicarse a amar a su novia. El amor no sólo asegura la felicidad del sujeto
individual, sino también del colectivo: según Freud, los vínculos de amor o los lazos
sentimentales “constituyen la esencia del alma de las masas”, a la que el individuo se
entrega “porque siente la necesidad de estar de acuerdo con ellos, por amor de ellos”
(“Psicología de las masas” 87-88). Ahora bien, tras la muerte de Amparo, el
comunista Samar se desliga de todo sentimentalismo lo que le lleva a imaginar una
ciudad futura muy diferente: la ciudad “con rumores de colmena. Toda fábrica y
talleres” (Siete domingos 403), una ciudad impulsada por el entusiasmo colectivo (el
ser social sigue siendo fundamental en este tipo de sociedad), pero volcado éste en el
progreso mecánico, no en el sentimentalismo, porque “los sentimientos son un lujo
que el hombre paga muy caro” (405). Está aquí contenida la idea de que las relaciones
sociales dependen de las fuerzas productivas, de las máquinas y del desarrollo
industrial, imagen reforzada cuando en el sueño de Samar, éste imagina una ciudad de
casas
con banderas rojas… desteñidas unas por el sol, rasgadas otras por el viento.
En el centro una calle interminable con el suelo de cristal, a cuyo través se
veían correr los trenes del metro ocupados por elegantes topos y nutrias. A un
lado de la calle se alineaban hasta el infinito mujeres desnudas blancas,
morenas, rubias, trigueñas. Al otro, hombres desnudos de todos los matices y
edades. No se veía el fin de la calle. Las dos filas se unían en la lejanía. Los
hombres cantaban al amor y las mujeres a la libertad, mientras la ciudad entera
se afanaba en talleres y fábricas. (Siete domingos 403-04)
437

La calle como espacio de lucha y conflicto ha sido sustituida por la calle apacible,
tranquila, sin jerarquías sociales. Es una sociedad sin clases y en plena comunión con
la naturaleza donde todo funciona de manera mecanizada. 116
La deshumanización por parte del personaje se une al desligamiento de la masa
para conducirlo a una muerte metafórica (así mismo titula el escritor el capítulo).
Recordemos cómo en los casos de Ramón Arias y del personaje de Lamentación la
pertenencia a un colectivo daba sentido a la vida al individuo y lo salvaban de la
muerte. La desvinculación de la masa se deja ver en el texto mediante la pérdida de la
fe de Samar en el movimiento (“Amparo se lleva los restos de mi fe”, dice tras la
muerte de la amada, 342) así como el estado de negación en el que se sume el
personaje: “Estaba borracho de negación. ‘Nunca más’, sonaba en sus oídos
estruendosamente. El ‘siempre más’, que era su lema y el de la calle soleada, el de las
muchedumbres sedientas de porvenir, ahora no conseguía a su corazón y vivificarlo”
(343). El abandono del “siempre más” queda además subrayado por su
encarcelamiento, entendiendo la cárcel como el espacio más antitético de la calle por
la restricción absoluta de movimiento. La inmovilidad a la que se restringe al sujeto en
el espacio de la celda marca su muerte, pues “la vida está en la calle y la cárcel es para
soñar” (406), como apunta el narrador. Podemos concluir pues con que la colectividad
es necesaria para la supervivencia y el progreso, pero también lo es la sentimentalidad.
El personaje que al final del relato triunfa es Villacampa, quien ha sabido supeditar su
adhesión a la causa colectiva a sus intereses individuales, esto es, al “sentimiento
ocioso y lujoso” desde la perspectiva de Samar (406). Así se ponen de manifiesto los
116
Aquí puede verse el acercamiento de Samar (alterego de Sender según la crítica) al comunismo y su
alejamiento del anarquismo. El sueño final de Samar de la ciudad de fábricas y talleres forma parte de
la revolución urbana bolchevique cuya intención, como bien señala Merrifield, consiste en convertir
ciudades enteras en fábricas, “into colossal means of production” (Metromarxism 2). El alejamiento de
Sender del anarcosindicalismo también se debe a razones estratégicas y no tanto ideológicas, por su
desacuerdo ante la energía incontrolable y la falta de organización de las masas anarquistas.
438

intereses enfrentados de Samar y Villacampa, pues mientras el primero termina
descendiendo –sentimental, espiritual y geográficamente 117 —el otro asciende y
triunfa, al menos en la “revolución sentimental” (406), asegurándose una mayor cuota
de poder personal y de representatividad. Este desenlace es perfectamente coherente
con la posición de Sender, quien en el prólogo argumenta que la “verdad humana” que
pretende desentrañar con su novela reside “en las pasiones de los personajes”,
apelando asimismo a la sensibilidad del lector y no a su entendimiento porque “las
verdades humanas más entrañables no se entienden ni se piensan, sino que se sienten”
(5).
4.2.3. La calle como moridero y santuario
La muerte metafórica de Samar, así como el aniquilamiento de la
manifestación callejera abre un marco de debate en torno a la muerte y la calle en la
novela al que cabe dedicar unas últimas reflexiones. La muerte se encuentra dispersa
por todos los resquicios urbanos y textuales, en parte debido al nivel de violencia que
desde un primer instante domina el texto. Desde una primera violencia de carácter
verbal al respecto del comentario sobre el padre de Villacampa quien “mató a palos”
a su madre (14), a la última reflexión de Samar desde la cárcel de que la muerte es “la
única libertad posible” (411), el texto está impregnado por todo tipo de violencia
simbólica, como la que se desprende de la descripción minuciosa del asesinato de los
tres anarquistas de la que el narrador se sirve para apelar a la sensibilidad del lector e
117 Cuando, tras la muerte de Amparo, Samar, impasible e indiferente ante todo, se dirige a su casa a
que lo detengan, recorre un trayecto en que “todo el camino era hacia abajo” (345), para apostillar unas
líneas más adelante que ése era el mismo camino, cuesta abajo, al que se dirige el movimiento (348).
Aquí se deja ver que el mismo destino, el mismo fracaso, afecta a ambos: al individuo que encuentra
mermado su afán de lucha y su capacidad de movimiento, y a la colectividad que ve ahogado su
movimiento social.
439

imponerle así su visión del mundo y de las estructuras mentales, 118 así como de
violencia física: la paliza que los policías dan a Fau es descrita con gran detallismo.
Intrínsecamente relacionada con esta violencia, la muerte afecta a todos y cada uno de
los elementos del texto –no sólo a los sujetos, sino también a los animales (la vaca que
Fau asesina; el gallo que es arrollado y desmembrado violentamente por un tren), los
edificios, las arquitecturas, los tranvías y las tradiciones que los anarquistas pretenden
destruir.
La calle no sólo es construida como moridero, escenario de violencia y
asesinato –como también era el caso en Un hombre: recuérdese que Ramón moría en
la calle Gravina, abatido a tiros, en medio de una caótica huelga—sino también como
santuario en el que se venera, idealiza y recuerda a los muertos como si fueran santos,
lo que va a revertir en un gesto altamente político como forma novedosa y efectiva de
hacer política. De la doble funcionalidad de la calle como moridero y santuario se
desprende una imagen de la masa como ejecutora de la muerte por un lado y la de una
entidad heroica y memorable por otro. Esta volatilidad de las masas ya fue introducida
por Le Bon: “a crowd may easily enact the part of an executioner, but not less easily
that of a martyr” (The Crowd 41). Verdugo y víctima; ejecutor y mártir. En efecto, en
la novela somos testigos de cómo los obreros “salen a la calle a matar burgueses”
(Siete domingos 209), sin ningún remordimiento ni conciencia, y al mismo tiempo son
víctimas a manos de los guardias en la misma calle. Sin ir más lejos, los tres obreros
que quedan aplastados contra el pavimento tras la revuelta del mitin, son descritos por
el mismo narrador como individuos “implacables”, “sanguinarios”, a los que “le baila
118
En la edición de 1970 a la novela, el mismo Sender se defendió del nivel de violencia en Siete
domingos rojos argumentando que “Es un reflejo de la época en que vivimos. Es un periodo de crisis y
en esos periodos la violencia es mayor que en los tiempos de corrientes estabilizadas. Los escritores de
hoy nos hemos impuesto una obligación: la definición del mal. Unas veces está en nuestra voluntad,
otras en nuestra razón y siempre se manifiesta por la violencia. Yo no lo defino el mal, pero expongo la
violencia para que lo defina el lector. Así, esa definición es más convincente” (207-08).
440

el calibre 6,35 en el bolsillo” (39, 41). Sin embargo, las masas cenetistas se
aprovecharán del asesinato de los tres camaradas para presentarlos como mártires,
como hombres pero ante todo obreros que “han muerto por una idea”, por una causa, a
saber, por “una sociedad más justa, edificada sobre realidades vivas y no sobre
mentiras espiritualistas e intelectualistas” (37). La estructura religiosa de la CNT, en la
que la figura del “mártir” ocupa un lugar prominente, es resumida por Juliá en
contraposición a la de la UGT: “Si el militante de la UGT se mide por su devoción a
un maestro o apóstol –Pablo Iglesias—, el de la CNT lo hace por su fidelidad a unos
mártires” (Madrid 1931-1934 173). En la religión de la CNT no existen nombres
propios, porque los mártires “son ante todo un colectivo” cuya acción y mérito es “el
de testimoniar con su vida el valor de una causa” (174). Por lo tanto, parece justo
afirmar que el discurso religioso de la CNT está basado en una religión heroica según
la cual unos héroes, siguiendo unos principios, no dudan en derramar su sangre por
una causa. Y la de la CNT es una religión a todos los efectos, quedando manifestada a
nivel de la calle: la procesión fúnebre de los tres mártires a los que se une un socialista
recuerda “a las procesiones del Corpus” (Siete domingos 121). Las masas proletarias
que acompañan a dicho cortejo fúnebre están embriagadas de una emoción religiosa y
recorren su itinerario urbano cantando, caminando lentamente y transportando velas.
Seguros por su superioridad numérica y contagiados por la religiosidad que los
envuelve, el río humano “ya no siente odio” (121), se vuelven unos héroes al lado de
sus mártires. El mismo Cansinos Assens se sirvió de esta escena para describir la
novela, declarando que Siete domingos rojos es un septenario de dolores al modo
nazareno, vía crucis de la pasión proletaria (“Ramón J. Sender” 44).
El entierro público por el centro urbano, contrario a la táctica indisciplinada de
los anarquistas, está extremadamente organizado, en parte gracias a la mano socialista
441

que llora a su muerto. Así, los socialistas reparten el impreso con el itinerario
planificado del entierro: “Seguirá el paseo del Prado hasta la plaza de Castelar y allí
las carrozas partirán hacia el cementerio y se disolverá la manifestación”. Pero los
anarquistas, fieles a su energía incontrolable, quieren ir más allá: “La manifestación
debe desviarse por la plaza de Neptuno y subir a la Puerta del Sol… Es necesario que
la burguesía vea nuestros mártires” (Siete domingos 120). Y será esta “desviación”
geográfica hacia Sol, esta consigna de la FAI contra la orden de los jefes socialistas, la
que cause la revuelta con la policía que desembocará en más heridos, más muertos y la
profanación de los féretros en mitad de la calzada. Incluso en el homenaje a las
víctimas hay un intento de toma de poder por vía de la calle. El cortejo fúnebre es otra
táctica para la conquista del centro, para penetrar en él y hacerse visibles. 119 Pero tras
este objetivo político se esconde otro de ribetes más humanos: la calle céntrica se alía
con las masas proletarias para mostrar su unidad e indestructibilidad, su fortaleza.
Porque si bien la masa absorbe todo lo que encuentra a su paso, como señalaba
Canetti, creciendo y haciéndose más fuerte, este poder le confiere la inmortalidad. En
la masa la muerte no existe, pues como apunta Nonoyama al respecto de la novela,
“en la solidaridad colectiva no existe la muerte individual” (El anarquismo 115). Así
mismo lo afirma Samar al señalar que “lo bueno que tiene todo esto de diluirse y
despersonalizarse en la masa es que no le pueden matar ya a uno” (Siete domingos
196). Esta idea es perfectamente coherente con la teoría de Canetti de que solamente
inmerso en la masa el hombre puede liberarse del temor a ser tocado. En cuanto el
sujeto pasa a ser uno más en la masa, tanto en su constitución física (los cuerpos se
119
Sender realiza aquí una lectura muy original de la urbe, cuando alega que los obreros querían
entierro porque es necesario “un homenaje de la ciudad para sus mártires” (117). La ciudad se
personaliza nuevamente, con sus calles y sus edificios participando en el entierro, homenajeando a los
muertos y haciéndolos suyos. Mediante esta afirmación, las masas asumen la conquista del centro,
sintiéndose parte del mismo y expresando su derecho a exigir.
442

estrechan los unos contra otros) como psíquica (pues dentro de la masa la
individualidad se diluye y surge la mente colectiva) deja de temer su contacto.
La calle, por tanto, se revela como espacio del recuerdo, de la resurrección –los
muertos cobran vida en cada uno de los constituyentes de la masa humana que los
acompaña a pie por el centro urbano—y de la perpetuación. Por eso Samar afirma que
“la muerte no existe. Germinal, Espartaco y Progreso siguen en la rebeldía de los
demás, en nuestras ideas, en nuestros recuerdos” (46). Por todas estas razones,
mediante la manifestación fúnebre y la expresión del duelo de las masas, la calle se
revela como un nuevo espacio sagrado desde donde se pretende hacer público lo
privado, al margen de los espacios tradicionales y formalizados como cementerios o
iglesias. Las tres muertes individuales, un proceso de duelo privado que sufren las
familias de los asesinados, se convierte en un fenómeno de masas, un evento público y
colectivo que abre nuevos espacios los cuales podríamos denominar “de anonimato”
en tanto que todos son los obreros asesinados: los nombres propios de los fallecidos
no importan, pero “tres obreros jóvenes y fuertes muertos sobre el adoquín municipal
en la mañana del domingo ya son algo” (35). Las calles urbanas serían también
espacios de anonimato en su sentido ecuménico en tanto que son incluyentes, pues
todos son bienvenidos a participar en la marcha fúnebre, y por ser un espacio abierto,
sin fronteras, la calle fomenta esta inclusión y participación. Los muertos adquieren un
significado, y al ser apropiados por la comunidad, al convertir el duelo privado en un
fenómeno social y público, las masas cenetistas hacen política basada en los afectos,
en las relaciones emocionales que Freud alegaba une a las masas, en la “organización
sentimental” del ideal anarquista que canta “al amor y a la libertad” (404). La masa
crece de manera espontánea conforme van llegando “en avalancha” los obreros (118),
y esta manera espontánea, como toda acción de las masas, de convertir la calle en
443

santuario, es en sí un gesto altamente político que revela una forma novedosa y
efectiva de hacer política. La calle se politizará explícita y espontáneamente: los tres
ataúdes aparecen envueltos en una bandera roja y negra a su paso por el centro, los
dirigentes de los sindicatos salen y se ponen al frente de la manifestación
(significativamente, el narrador ya no se refiere al “entierro”, ni al “cortejo fúnebre”,
sino a la “manifestación”), y los socialistas reparten impresos con el itinerario del
entierro que vienen a ser manifiestos políticos. 120 Esta fusión entre lo político y lo
privado queda bien sintetizada en el prólogo de la novela, en el que Sender, igual que
su personaje, a pesar de defender una fórmula apolítica según la cual los seres
humanos se moverán por la libertad, el bien y la justicia, esto es, lo humano, no podrá
evitar alejarse de una fórmula política –el anarcosindicalismo— para acercarse a otra,
el comunismo.
4.3 Conclusión
Las dos novelas analizadas son relatos de una creación: creación de nuevos
sujetos, nuevos discursos políticos, nuevos fenómenos sociales, nuevos cauces de
expresión, dándose cita todo ello en la calle como nuevo espacio de lucha y reclamo,
pues como indica Sender, “al venir la República las calles, los hombres, las casas,
tenían algo nuevo. Parecía que hubiera bodas y verbenas en todas partes” (Siete
domingos 15). Todo ello muestra, más que nunca, una “realidad en desarrollo”
(Triviños y Alonso 91) y unos participantes cuyo continuo caminar los mantiene en
120
Una de las bases sobre las que se sustenta el discurso político que se practica desde la calle es que,
como ya se ha mencionado, si bien en la masa somos todos iguales, partes de un mismo cuerpo, en la
muerte también todos somos iguales, sin diferencias de clase ni de sexo. Esta idea quedará plenamente
reforzada cuando Samar acuda al depósito de cadáveres a visitar los cuerpos de los compañeros
víctimas de la ley de fugas y descubre el cuerpo de Amparo junto al de los revolucionarios. Burgueses y
proletarios, hombres y mujeres, todos ocupan los mismos espacios en la muerte.
444

perpetua construcción. Como se ha visto, la calle se llena de soluciones, de opciones y
alternativas y constituirá un escenario propicio desde el que se intentará cambiar la
realidad. Del mismo modo que el sujeto busca su camino, así mismo lo hará la
República, aunque su camino sea “más difícil de recorrer que el mío”, como
reflexiona Ramón Arias (Un hombre 160). Las novelas analizadas como
representantes de una época deben leerse como la construcción de ese arduo y nuevo
camino, ese trayecto que el nuevo régimen así como sus partidarios y detractores se
ven obligados a caminar. Son relatos cuyos protagonistas marchan por las calles “sin
saber ellos mismos sino su fin inmediato, su urgencia actual, como todos andamos por
la vida”, tal y como señalaría Cansinos Assens (“Ramón J. Sender” 51). Y puesto que
sólo andando se hace camino, no es de extrañar que la calle juegue un papel
fundamental en estos textos, como he tratado de demostrar en este análisis,
privilegiando individuos con instintos nómadas que en los años de la República no
dudarán en hacer “de la calle su casa”, como indica el narrador de Cuando estallaron
los volcanes (Izcaray 19).
Al final de ambos relatos, Madrid parece volver a la normalidad: la gente va y
viene a sus quehaceres, los comercios reabren, los transportes circulan, los tranvías
navegan por las calles y en definitiva, “todas las cosas volvían a su cauce” (Siete
domingos 374). Sin embargo, el largo y difícil camino recorrido por los protagonistas
no ha sido en vano. Puede ser fácil caer en la tentación de interpretar la muerte final
de Ramón Arias o el encarcelamiento de Lucas Samar como un fracaso a título
individual, así como expresión de la corta y efímera vida que aguardaba al régimen
republicano. Sin embargo, haciéndome eco de las palabras de Foxá de que el 14 de
abril había enseñado a los obreros “un camino que ya no olvidarían nunca” (Madrid
de corte 74), al cabo de la lectura y análisis de los textos bajo estudio, me permito
445

proponer un final abierto y más optimista. El sujeto tanto individual como colectivo
busca su camino por los intersticios del texto y por las calles de Madrid; avanza y
retrocede, se tropieza, asciende y desciende, triunfa y fracasa, pero este fracaso no
puede interpretarse como definitivo, sino como un alto más en el camino. El sacrificio
individual es necesario para el triunfo colectivo del futuro, y tanto Arias como Samar,
convertidos en mártires, son un claro exponente de ello. No por este alto en el camino
el sujeto dejará de caminar: “Las masas encontrarán su camino al fin” (Siete domingos
406), profetiza Sender. Y quizás algún día “eso será escrito” (Un hombre 310), augura
Benavides en el último renglón de su novela. Reside aquí un futuro prometedor en el
que las masas no cesarán de abrir camino –andando, conspirando, luchando, cantando
y muriendo en la calle—un camino que no termina nunca, un “epílogo sin fin”, como
reza el último capítulo de la novela de Sender.
446

EPÍLOGO (CON FIN)
Al cabo de la lectura y análisis de los textos seleccionados es preciso concluir
que la calle no aparece en la literatura de manera casual ni gratuita, sino con
finalidades precisas e importantes implicaciones que trascienden el espacio textual.
Como espacio dinámico, vivido, experimentado y construido por el personaje que la
transita, las novelas analizadas muestran que la analogía entre la ciudad literaria y la
ciudad real está más que superada. Ya no es posible hablar del espacio en general y
por tanto de la calle como ámbito urbano en particular como un “static container”
como diría Lefebvre, con una finalidad meramente cartográfica, sino como un ámbito
movible, altamente permeable, lábil y escurridizo en el que los personajes se hallan en
continua estructuración, ofreciendo múltiples facetas que se construyen y reconstruyen
en respuesta a discursos del poder pero también de la resistencia.
Empezamos esta tesis afirmando que la calle es movimiento humano
institucionalizado, un aserto que ha sido más que confirmado. La acción humana, bajo
la forma de una oscilación constante, ha resultado ser imprescindible en la apertura de
caminos, tanto reales como metafóricos. El caminar de los protagonistas convierte a
las calles por las que se desplazan en espacios con una precisa significación social. Al
mismo tiempo estas calles contribuyen a perfilar y transformar su subjetividad, y en
esta enfilación el personaje abre nuevas sendas que vendrán a ser seguidas por otros
personajes, porque figurativamente hablando, un individuo puede trazar un sendero,
pero a menos que éste sea seguido por otros sujetos, nunca se convertirá en calle.
Asimismo, el caminar del personaje ha construido las novelas que tenemos en nuestras
manos, pues éstas no son sino productos de un largo caminar. Al cabo del mismo, la
novela en sí misma participa de esa apertura de nuevos caminos futuros, los cuales
447

uscan golpear el suelo, allanarlo, pavimentarlo para ulteriores caminares. En su
discurso de ingreso en la Real Academia en 1897, refiriéndose a la narrativa, Galdós
afirmó que “quizás aparezcan formas nuevas, quizás obras de extraordinario poder y
belleza, que sirvan de anuncio a los ideales futuros o despedida de los pasados, como
el Quijote es el adiós del mundo caballeresco” (Ensayos 226). En esta línea Baroja,
por vía de su personaje Juan Alcázar, iniciará el camino hacia el arte nuevo,
“exuberante, lleno de vida, fecundo para todos” (Aurora 61), un arte que implica
privilegiar lo comunitario a lo individual para emprender un reformismo de carácter
intelectual. Esta senda será continuada por Benavides cuyo personaje, igual que Juan,
se planteará hacer literatura al servicio de las multitudes. Y finalmente esta senda será
pavimentada, formalizada por Díaz Fernández en El nuevo romanticismo quien pide a
los hombres que “escuchen el rumor de su conciencia” (49) para que “algún día la
vida tendrá un sentido más puro y un gesto más humano” (Venus 94). Los escritores
son conscientes del poder de la literatura para abrir caminos futuros. La construcción
de la calle como espacio de ficciones que posibilita la experimentación con nuevos
sujetos, nuevos discursos y nuevas alternativas políticas y sociales evidencia el papel
fundamental de la literatura, más allá de su rol como mero objeto estético y forma de
entretenimiento, como espacio simbólico que incita a la transformación de la realidad
de su tiempo (recordemos que ni el texto ni el espacio son construcciones culturales
fijas sino que constituyen acciones con un efecto en el momento en que son
producidas y consumidas) y a la resolución de tensiones sociales, económicas y
culturales. Lejos de simplemente reproducir o documentar, la literatura se permite el
lujo de fabular, de producir conocimientos, de poner en circulación realidades
alternativas y de presentar al lector, no sólo lo que ocurre, sino lo que debería y no
debería ocurrir, introduciendo así un punto de vista moral que como Lynch ha
448

afirmado, apela al corazón del lector de su tiempo y lo impele a reflexionar y
participar (In-moral 198).
Por medio de la calle, estos textos abren caminos imaginarios, intersticiales,
liminales en los que el sujeto tanto individual como colectivo busca su camino y se
posiciona al margen –geográfico, social y moral—de la sociedad. Eso sí, incluso
cuando parecen caminar en círculos, cuando terminan su itinerario en la misma calle
en la que comenzaron, aún cuando avanzan pero retroceden, parecen triunfar en sus
avances hacia el centro urbano pero fracasan al ser reprimidos, estos tropiezos sólo
deben considerarse como un alto más en el camino, nunca una parada definitiva pues
conviene recordar que el espacio urbano es intermitente, discontinuo, en continua
estructuración, al igual que el proceso formativo del personaje. El movimiento del
sujeto por la calle, a pesar del patrón de ascensos y descensos que lo caracteriza,
siempre avanza hacia el futuro: las heroínas galdosianas, mediante la práctica de su
libertad callejera, allanan el camino para las protagonistas de Benavides y
especialmente de Díaz Fernández, quienes gozan de mayor libertad de movimientos
en la calle; en la misma se entregarán igualmente al exceso del lujo material y al
desenfreno sexual pero a diferencia de Isidora Rufete, orientarán su conciencia social
hacia el prójimo, disolviendo así la ambición individual en la preocupación colectiva.
De modo parecido, los caminos tortuosos, oscuros y en “ascensión fatigosa”
recorridos por Juan Alcázar e Isidro Maltrana seguirán gozando de categoría estética
en la novela de la República y se revelarán necesarios para que tanto Sender como
Benavides muestren una voluntad de acción traducida en la toma de las calles urbanas.
No obstante, el camino no termina aquí. La necesidad de delimitar un análisis
que de lo contrario hubiera resultado demasiado extenso ha impuesto un fin en nuestro
camino, pero lejos de ser una limitación a esta tesis debe entenderse únicamente como
449

una invitación a futuras investigaciones. El hecho de que muchas de las novelas
examinadas terminen con su protagonista en la calle, caminando sin rumbo, errante,
perdido entre la multitud da fe de dicha invitación y muestra que aún queda mucho
por andar, por hacer y deshacer, por descubrir. Frente a las afirmaciones de Moretti de
que la novela fija, reduce y simplifica las complejidades de la ciudad, el último
nomadeo de Isidora como prostituta, de Isidro como intelectual expuesto al frío de la
ciudad, del personaje anónimo de Lamentación como vagabundo, solo y hambriento o
la última marcha de Ramón Arias en la calle Gravina antes de sucumbir a los fusiles
de las fuerzas del orden abren nuevas complejidades que invitan a continuar
construyendo una calle y abriendo camino.
De esta manera, las masas revolucionarias de Benavides y Sender, a pesar de la
represión policial, no cesarán de andar, conspirar, luchar, cantar y morir en la calle y
funcionarán como antecedente de las masas de la guerra civil las cuales se lanzarán a
la calle a defender Madrid, a pedir armas y a luchar contra el enemigo común, el
fascismo. La calle seguirá jugando un papel fundamental en la novela de la guerra; así
lo manifiestan textos de corte revolucionario como El asedio de Madrid (1938) del
republicano Eduardo Zamacois, Acero de Madrid (1938) del exiliado José Herrera
Petere o Madrid rojo y negro (1938) del libertario Eduardo de Guzmán. También
novelas posicionadas ideológicamente en la derecha más conservadora mostrarán el
potencial de la calle, como la falangista Madrid de corte a checa (1938) de Agustín de
Foxá, Madridgrado (1939) de Francisco Camba o la novela de Wenceslao Fernández
Flórez, Una isla en el mar rojo (1939). Todas ellos son textos prácticamente
desconocidos, con la excepción del de Foxá, que reclaman ser recuperados desde una
perspectiva espacial pues en ellas la calle se configura como escenario esencial no
sólo en la formación de conciencias colectivas, sino como espacio esencial del
450

conflicto, de la protesta y de la propuesta de alternativas. Algo parecido ocurrirá en la
literatura de la posguerra, en la que novelas como Nada (1944) de Carmen Laforet –
ésta ubicada en Barcelona— Las últimas horas (1949) de José Suárez Carreño o La
colmena (1951) de Camilo José Cela muestran personajes cuyos continuos y
simultáneos movimientos en el espacio urbano ponen de manifiesto la importancia de
estudiar la calle como ámbito donde el escritor denuncia la injusticia social, construye
nuevas subjetividades y propone soluciones. Quede así expresada, por tanto, la
necesidad de abrir futuras líneas de investigación que son más que justificadas y
pertinentes.
Por último, y construyendo un puente de más largo alcance, me gustaría
apostillar que este estudio sobre la calle resulta aún más iluminador y pertinente a la
luz de la resignificación que está experimentando la calle en la época contemporánea
como espacio ecuménico de representación, de protesta y de manifestación donde no
existen fronteras de clase, donde individuos desconocidos y extraños se unen en una
interacción efímera bajo un proyecto común, independientemente de su género, raza y
clase social –una vez más la calle y el caminar tiene como corolario la disolución de
cualquier tipo de límite, como han puesto de manifiesto los textos seleccionados. Se
vive hoy un momento en que la calle vuelve a ser reivindicada como espacio
comunitario, emancipatorio y anónimo donde se disuelven las individualidades y
donde surge un sujeto colectivo que se empodera ante el potencial de acción que
atisba en la calle –las multitudinarias manifestaciones en Sol y los fenómenos sociales
del 11-M y del 15-M así lo evidencian. Ante la imposibilidad de que la política haga
justicia y aporte soluciones viables, nacen los movimientos ciudadanos que
encuentran en la calle el espacio ideal y no formalizado donde hacer un nuevo tipo de
política. Política no ya a partir de una diferencia de clase como podía ser en los
451

tiempos de la República, sino a partir de lo privado, de la sensibilidad, del amor al
prójimo, lo que trae ecos de ese nuevo romanticismo que Díaz Fernández proclamó en
1930, el cual exaltaba lo humano por encima de cualquier cosa. Queda así confirmado
que tras numerosas e intermitentes discontinuidades, estructuraciones y
desestructuraciones, verdaderamente andado se hace camino, un camino iniciado hace
ochenta años que, salvando las diferencias generacionales, viene a ser continuado en
el presente. La calle se vuelve a llenar de gritos, clamores y soluciones, reapareciendo
así con extraordinaria fuerza nuevas formas de expresión que dotan a la calle de una
dimensión política la cual se viene a situar en el centro de las reflexiones a favor de
una generalización de la democracia.
La calle, ámbito urbano por excelencia de la sociedad moderna, espacio al
margen de cualquier forma tradicional de acción política, dominado por la
espontaneidad y la transgresión, posee un potencial para visibilizar realidades
alternativas que vienen a interrumpir y transformar la circundante, un potencial que no
se debe obviar. Los escritores bajo estudio así lo percibieron y supieron elevar dicho
potencial a categoría estética: para ello pusieron a sus personajes en circulación por
los intersticios de sus textos y por las calles tumultuosas, solitarias y tortuosas de
Madrid para que, casi con una capacidad de acción propia, estructuraran un nuevo
espacio social, se formaran ellos mismos en el camino y forjaran a su vez el itinerario
de la novela moderna española.
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