los monumentos a colón en la ciudad de méxico - INEHRM

LOS MONUMENTOS
A COLÓN
EN LA CIUDAD
DE MÉXICO
José Manuel Villalpando

Introducción
C
on loable empeño, los gobiernos mexicanos
han promovido la erección de
monumentos para conmemorar hechos
y hombres sobresalientes, guiados
por el afán de rendir homenaje
perenne, fomentar el espíritu cívico y,
además, sin escatimar recursos, dotar
a las ciudades de estas sugestivas manifestaciones artísticas que engalanan
y enorgullecen a las naciones.
Seguramente siguiendo estas premisas, ligadas tal vez a la natural condición
humana de mostrar grandeza, la Ciudad de México cuenta, entre
las obras que conforman su patrimonio cultural, con dos monumentos
consagrados a Cristóbal Colón, ubicados a corta distancia uno del otro,
acentuando así, físicamente, su presencia. Desbordante pasión por lo pasado
que lleva a honrar dos veces a la misma figura, y no porque los méritos
del Descubridor sean escasos, sino porque con una bastaría.
En los primeros años de vida independiente, de largo y doloroso aprendizaje,
fueron planteadas las soluciones a los conflictos propios de la
coexistencia política, y una vez más o menos elaboradas teóricamente,

Los monumentos a Colón en la Ciudad de México
los gobiernos mexicanos prestaron su atención a las cuestiones relativas
a la educación del pueblo y al fomento de las bellas artes, pues resultaba
indispensable aparecer ante el mundo como una nación culta, en franco
progreso material e intelectual.
Acorde con estas ideas, don Francisco Javier Echeverría, quien ya había
ocupado varios puestos públicos e, incluso, durante 18 días, la primera
magistratura, se dio a la tarea, en 1843, de restaurar la Academia de Nobles
Artes de San Carlos que tantos frutos había dado desde su fundación
en 1785, pero que a partir de la consumación de la Independencia había
tenido una precaria existencia. Haciendo suya con gran beneplácito esta
idea, don Antonio López de Santa Anna, entonces presidente de la República,
procuró por todos los medios a su alcance el logro de tan elevados
fines, y para ello dictó varias suposiciones pertinentes que aseguraron el
buen éxito de la empresa, convencido de que la Academia “…será la honra
de la nación luego que produzca los frutos que deben esperarse de sus
adelantos…”. Así, se estableció una lotería para que siempre hubiera los
recursos económicos suficientes, se otorgaron becas para que los alumnos
más adelantados pudieran perfeccionarse en los principales centros artísticos
de la época y se contrató en Europa a destacados maestros de pintura,
escultura y grabado, quienes gozarían del sueldo nada despreciable de
3 000 pesos anuales.
En enero de 1846, Pelegrín Clavé y Manuel Vilar, ambos de origen catalán,
arribaron a México por contrato de la Academia. De reconocidos
méritos artísticos, fueron solicitados sus servicios por recomendación de
varios distinguidos maestros europeos. Inmediatamente, Clavé pasó a ocupar
la dirección de pintura y Vilar la de escultura, iniciando sus actividades
con una concienzuda revisión de los planes de estudio vigentes, apoyados
por una entusiasta Junta Directiva que se hallaba en la mejor disposición
de colaborar para que la enseñanza alcanzara el nivel más alto posible.
Establecieron el dibujo al natural, el anatómico, la perspectiva y el paisaje;
el empleo de modelos vivos y otras técnicas más, en consonancia con los
más modernos métodos utilizados en las academias europeas de donde
procedían. El 6 de enero de 1847, la Academia de San Carlos, renovada
anímicamente, abrió con nuevos bríos sus puertas, constituyéndose desde
un principio como un centro artístico de primer orden; pequeño momento
luminoso en aquel fatídico año.

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Fue notable el esfuerzo desarrollado, comprendido por todos, incluso
por los partidos siempre en discordia, quienes, en comunión de intereses,
brindaron constantemente su ayuda a la Academia. Los maestros extranjeros,
una vez que se compenetraron del sentir mexicano, produjeron obras
de gran calidad y, sobre todo, propiciaron un mayor interés por el arte en
una sociedad poco afecta a él.

El Cristóbal Colón
de Manuel Vilar
Manuel Vilar, en el campo de la escultura,
encauzó el natural sentido de sus
alumnos mexicanos con las tendencias
vigentes en la época. Reintrodujo
la anatomía con modelo vivo, el modelado,
el vaciado en yeso, el trabajo
en mármol y la composición de obras
originales, y por sí mismo realizó una serie de brillantes esculturas en las
que combinaba perfectamente los cánones clásicos con los desplantes románticos;
fue el primero que abordó temas históricos mexicanos, destacando
su maravilloso Tlahuicole, su Moctezuma, su Malinche, proyectos para
el monumento ecuestre a Iturbide y, en especial, su grandioso Cristóbal
Colón. De Vilar se dijo: “…genio de orden, dotado de un carácter activo y
sentimientos elevados, fino tacto y celo incansable, se propuso desarrollar
en la capital de México la afición a la escultura y lo consiguió…”.
A pesar de su inoportuna muerte, sucedida en 1860, que truncó una
etapa de plena creatividad, la labor de Vilar, en opinión de los entendidos,
fue fecunda, pues recuperó e impulsó la tradición escultórica mexicana y,
aunque sus obras no tuvieron la fortuna deseada, ya que en su época no
llegaron a ser vaciadas en metal ni ocuparon los sitios a que estaban desti-

Los monumentos a Colón en la Ciudad de México
nadas, sí sembró en un grupo de hábiles escultores
mexicanos, alumnos suyos, el amor
por el trabajo y por la perfección que siempre
lo caracterizaron. La escuela formada
por Vilar tuvo brillantes representantes en
Felipe Sojo, quien realizó un famoso busto
del emperador Maximiliano, y en Miguel
Noreña, autor del imponente monumento a
Cuauhtémoc.
Como un auténtico romántico. Vilar demostró
varias veces su especial concepción
de los valores materiales. Cuando amigos y
familiares lo criticaban por su empeño en
trabajar en yeso y mármoles en lugar de dedicarse
a otras variantes de la escultura mucho
más lucrativas, como la talla de madera,
muy en boga por aquellos tiempos, Vilar
respondía: “Para quien haya trabajado otra
materia más noble, es natural que le sea doloroso
el tener que ocuparse de otra inferior,
en la que un mamarracho de forma, con tal
de que sea regularmente pintado pasa por
una obra agradable…”, y además: “…los
trabajos que me ofrecen eran insignificantes,
pues se reducían a pegar deditos y hacer
figuritas del tamaño de un palmo, y como no tengo paciencia ni pulso para
semejantes miniaturas, y como no soy ambicioso […] prefiero no acordarme
más de esta materia”.
La Junta Directiva de la Academia manifestó siempre a Vilar su reconocimiento
por la obra de enseñanza que había iniciado partiendo casi
de la nada. Como muestra de agradecimiento, 12 veces le prorrogaron su
contrato, le hacían encargos de trabajos especiales y le deban jugosas gratificaciones.
Su “…capacidad y entusiasmo para la enseñanza, la calidad
artística de sus obras y sus cualidades personales, le ganaron la voluntad
de sus discípulos, la admiración de los conocedores y el aprecio de la sociedad”.

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El 10 de abril de 1853, don José Bernardo Couto, que desde la muerte
de Echeverría fungía como presidente de la Junta Directiva, dirigió una
comunicación al ministro de Relaciones exponiendo los deseos de la Academia
para “…hacer trabajar en su escuela de escultura dos estatuas de
bronce, para que se coloquen en los lugares públicos de esta ciudad que el
Supremo Gobierno tenga a bien designar. La primera querría la Academia
que fuera consagrada al Almirante Dn. Cristóbal Colón, que descubrió el
Nuevo Mundo… [la cual]… sería acompañada de alegorías propias de
la profesión e inmortales hechos del ilustre viajero…”. La segunda estatua
propuesta era la representación de don Agustín de Iturbide en el momento
de consumar la Independencia, trabajo que no llegó a realizarse y del que
sólo quedan los bocetos elaborados por Vilar.
Explicaba Couto que “tres objetivos se propone la Academia en este
pensamiento. El primero y más propio de su instituto, fomentar y adelantar
el noble arte de la escultura, haciendo trabajar entre nosotros obras
importantes, capaces de excitar el talento de los profesores y de asimilarlos
a desarrollar las riquezas del arte. El segundo, pagar en nombre de la
Patria una deuda de gratitud. Es bien extraño que en todo el continente
americano, a lo menos en la parte española, no se haya erigido durante el
espacio de más de tres siglos monumento que atestigüe el reconocimiento
del Nuevo Mundo hacia el hombre a quien lo debe todo […] el tercer
objeto de la Academia es contribuir por una parte a que la capital de la
República se adorne, hermosee, lo cual redundará en honra de la Nación,
pues es muy natural que se juzgue de toda ella por el aspecto que presente
la primera de sus poblaciones”.
Continuaba Couto aclarando que “…la ejecución de una y otra obra
debe ser lenta. Nunca se hacen de prisa trabajos bien acabados, y sería
mejor no emprender nada, que presentar a la expectación pública monumentos
poco dignos de los claros varones a quienes se dedican. Además,
de la Academia, que mira como sagrados los establecimientos que se sostienen
con la renta de la lotería, jamás se desatenderá ni dejará de darles
la preferencia que merecen por grande que sea su deseo de realizar el
pensamiento que ahora propone a la superioridad…”.
Don José Bernardo Couto se convirtió en el más esforzado impulsor de
la Academia. Sus iniciativas de mejoras eran constantes, su apoyo a los
maestros era notorio y dispensaba a todos el honor de su amistad. A él se

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Los monumentos a Colón en la Ciudad de México
deben las reformas y ampliaciones del edificio que ocupa la Academia, la
formación de galerías de pintura mexicana, la adquisición de esculturas
de diversos museos europeos, la contratación de nuevos maestros, como
Eugenio Landesio, que darían mayor brillo a la Academia, y varias acciones
más. Su labor al frente de los destinos de la institución fue, en todos
sentidos, benéfica.
El gobierno de la República aprobó naturalmente la solicitud de Couto,
y éste aprovechó la oportunidad para retener a Vilar, cuyo contrato estaba
a punto de fenecer, encomendándole la ejecución de las estatuas de Iturbide
y Colón. “La actividad de Vilar en esos años (1856) fue sorprendente.
Debió sentirse más seguro que nunca, porque todas sus proposiciones eran
aceptadas por don Bernardo Couto”. Sin duda, lo que llevó a éste a conceder
la realización de los trabajos de Vilar, además de favorecer al amigo,
fue el interés de que continuara impulsando el arte mexicano.
Vilar, sin desatender sus funciones en la Academia, inició el 1 de julio
de 1856 la estatua de Colón y afirma haberla concluido el 31 de agosto de
1858, pero “…nada más trabajé en ella 271 días…”.
El proceso de creación fue lento; en su diario particular, con toda minuciosidad,
anotaba Vilar los tiempos y fases que empleaba. Así relata:
“…empleé 14 días en dibujar muchas composiciones para ejecutar la estatua
de Colón […] ocho días en leer historias de Colón […] hice los dibujos
del banco y armazón para la estatua de Colón, a fin de que carpintero
y herrero diesen los presupuestos y dirigí la colocación de estos trabajos
[…] hice el dibujo del globo y peana para el modelo colosal de la esta-
tua […] tres días en hacer más grande la estatua […] diez días en trabajar
en el modelo de la estatua colosal de Colón […] uno en hacer los dibujos
y presupuestos para la esfera de la estatua […] combiné el globo en la
estatua de Colón y agrandé su plinto […] busqué género para el traje de
Colón e indiqué al sastre el modo que lo había de hacer […] busqué otros
datos para el traje […] 20 días en trabajar en la estatua de Colón […] vi
a varias personas para conseguir unos calzones de punto, a fin de que me
sirvieran de modelo para la estatua de Colón […] 12 días en trabajar en la
estatua de Colón […] 3 días en dirigir la enmoldación de la estatua […] 13
días en trabajar en la estatua y la terminé el día último de agosto […] coloqué
en la galería la estatua de Colón […] escribí un oficio al señor Couto
para entregar esta estatua…”.

José Manuel Villalpando
En efecto, el 9 de septiembre
de 1858, dirigió
a Couto la siguiente nota:
“…tengo el honor de poner
a la disposición de V.
E. el modelo en yeso de
una de las estatuas que sirvió
encargarme ejecutara,
esto es, la de Cristóbal
Colón la que he representado
en ademán de indicar
el Nuevo Mundo que
descubrió. Si ésta fuera de
la aprobación de vuestra
excelencia y de la junta,
quedarán satisfechos los
deseos de […] Manuel
Vilar”. Además, adjuntó
una escrupulosa cuenta
de los gastos realizados en
el monumento, que ascendieron
a $533.30 por concepto
de ejecución y $423.59 por la estatua en sí.
Tiempo después, el 18 de junio de 1859, la Junta Directiva de la Academia,
a través de don Bernardo Couto, envío a Vilar este mensaje: “…La
Junta ha visto con suma complacencia la hermosa estatua colosal del Almirante
don Cristóbal Colón que […] ha trabajado ud. en yeso para que
sirva de modelo de la que debe fundirse en bronce, conforme a las órdenes
del Supremo Gobierno […] Esta obra notable, al mismo tiempo que será
grande ornamento en las galerías de escultura de la Academia, donde hay
tantos recuerdos de la habilidad de ud., es a los ojos de la Junta un nuevo
testimonio de la dedicación, interés y celo con que ud. mira todas las cosas
del establecimiento, en cuyo lustre y adelantos ha tenido ud. tan principal
parte […] La Junta, que tiene en la más alta estima los servicios que en
todas líneas le ha prestado ud., acordó en su última sesión […] que queda
muy satisfecha de la obra que ahora le ha presentado, y que por ella se le
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Los monumentos a Colón en la Ciudad de México
den tres mil pesos, los cuales se irán pagando según lo permita el estado de
los fondos […] A mí, que he encontrado siempre en ud. un colaborador
tan útil para todos los asuntos de la Academia y que he podido conocer a
fondo las singulares prendas que los distinguen, me cabe la mayor satisfacción
de ser órgano de la Junta esta vez…”.
Vilar, sin duda halagado y complacido, contestó el 4 de julio en los
siguientes términos: “…quedo impuesto con la más grata satisfacción de
que la Junta ha visto con agrado la estatua del almirante don Cristóbal
Colón que por acuerdo de la misma […] he trabajado en yeso […] Igualmente
me he impuesto de que la Junta acordó en su última sesión que por
la obra expresada se me den tres mil pesos […] Ruego a vuestra señoría
se sirva hacer presente a la respetable Junta que yo quedo muy agradecido
al modo con que ha tenido a bien retribuir mi pequeño trabajo, y mucho
más al aprecio que ha hecho de los cortos servicios que he podido prestar a
la Academia […] resolución que a la verdad es superior a mi escaso mérito
y débiles servicios y que estimo tanto, más cuanto que se me hacen saber
por una persona tan respetable y distinguida…”.
Así quedó concluida la estatua de Colón, espléndida muestra de la escuela
mexicana de escultura que Vilar había formado. Colocada provisionalmente
en las galerías de la Academia, por mucho tiempo quedó relegada
ahí, “donde tanto lucía y tan buen efecto producía”, al decir de un
ex alumno de la institución, y no fue sino hasta muchos años después, en
1892, cuando vaciada en bronce, fue erigida en el lugar que le correspondía,
donde el público pudiera admirar “…el gesto noble de la figura, la
sobriedad clasicista de su modelado y ese reposado dinamismo tan característico
de su autor”.

El Cristóbal Colón
de Carlos Cordier
Maximiliano, emperador de México,
intentó resucitar la idea de levantar
un gran monumento a Cristóbal Colón,
pensando colocarlo en una de las
glorietas que existían en el paseo que
había mandado trazar para unir la ciudad
con Chapultepec. Encomendó al
ingeniero Ramón Rodríguez Arrangoyti, egresado de la Academia de San
Carlos y quien se estaba ocupando de otras obras importantes por encargo
imperial, la ejecución de los trabajos respectivos, en los que debería ser
parte fundamental la estatua hecha por Vilar que se encontraba sin fundir,
“suprema en su género y verdadera obra de arte”; además, complementarían
el monumento diversos grupos escultóricos representativos de los
mares que rodean el territorio nacional: el Atlántico, el Pacífico, el Golfo
de México y el Mar de Cortés, elaborados en bronce por artistas mexicanos
discípulos de Vilar, como Sojo, Noreña, Calvo, Miranda y los hermanos
Islas. El resto del monumento sería de mármoles de Puebla y de
selectos granitos del país.
Gran importancia concedía Maximiliano a que las obras de arte fueran
ejecutadas por manos mexicanas, más aún las de ornato público, y
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Los monumentos a Colón en la Ciudad de México
así, durante una ceremonia en la
Academia de San Carlos, llamada
entonces Imperial de Bellas
Artes, pudo expresar con orgullo
al cuerpo diplomático: “Si vosotros
tenéis grandes artistas, no
es gracia, porque hay estímulo,
sin embargo de que vuestras escuelas
están corrompidas. Aquí,
sin emulación, guiados sólo por
el amor al arte, con un corazón
y sentimiento joven, robusto y
enérgico, caminando en la senda
de la escuela clásica, tengo a
[…] Sojo, Calvo y Noreña como
escultores […] muy capaces de
llevar a cabo obras de la mayor
importancia”.
El proyecto de Maximiliano
no pasó de eso; la aventura imperial
mexicana, con sueños y buenos deseos, fracasó estrepitosamente,
perdurando, eso sí, el interés y gusto por el arte que el infortunado príncipe
tanto había fomentado.
Algunos años después, en 1871, Ramón Rodríguez Arrangoyti recibió
la invitación de participar en los trabajos para levantar un monumento a
Colón emprendidos por don Antonio Escandón, distinguido filántropo y
hombre de empresa. Aprovechó Arrangoyti los bocetos que ya tenía de
aquel que le encomendara Maximiliano, y así pudo presentar dos ideas,
una para pedestal monumento y la otra para la fuente monumental, tomando
en cuenta para ambas como pieza fundamental a la estatua de
Vilar.
Con agrado aprobó Escandón la segunda idea presentada, sugiriendo
únicamente sustituir los grupos escultóricos de los océanos para que “…el
monumento llevase una idea filosófica, y el recuerdo de los hombres que,
unidos al descubridor, trabajaron con ahínco y con fe en la civilización de
los antiguos mexicanos…”, de ahí que se proyectase dotar al monumento

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con la estatuas de Fray Pedro de Gante, Fray Bartolomé de las Casas, Fray
Juan de Torquemada y Fray Bartolomé de Olmedo.
Grande fue el empeño que puso Rodríguez Arrangoyti en el proyecto y,
auxiliado por Urruchi, pintor condiscípulo suyo de la Academia, realizó
un detallado estudio de los frailes para que su composición “…estuviera
de acuerdo con la figura de Colón y con la parte arquitectónica, para que
el conjunto fuese bello, unísono, monumental”. Una vez fotografiados los
bocetos, fueron definitivamente aprobados por Escandón, quien inesperadamente
cubrió a Arrangoyti sus honorarios, por lo que éste después
comentaría: “Ignoro los motivos que tuvo el Sr. Escandón para que no se
hicieran y fundieran en México las estatuas, no obstante que en todos mis
bocetos la figura dominante ha sido siempre el Colón del Sr. Vilar…”.
Efectivamente, por ignotos motivos, estando en el año de 1873 en París,
don Antonio Escandón encargó la realización de otro proyecto al escultor
francés Carlos Cordier, quien de inmediato se avocó a su realización,
previa consulta que hizo, seguramente para informarse de los méritos de
Colón, a don Alejandro Arango y Escandón, ilustre intelectual mexicano
y sobrino del promotor del monumento, habiéndose comprometido éste a
cubrir la cantidad de 20 mil pesos al artista como contraprestación.
Dos años después, en 1875, llegaron a Veracruz las cajas que contenían
las diversas piezas del monumento, quedando colocado en 1877 precisamente
en el sitio elegido por Maximiliano.
Múltiples y dispares reacciones provocó la erección de este monumento.
Algún periódico decía: “El que no haya ido, no debe dejar de ir a admirar
la grande obra de Escandón y Cordier, porque de eso hay muy poco y se ve
muy raras veces”. Un destacado humanista de la época, don Luis García
Pimentel, publicó un folleto de alabanza al donador de la obra, don Antonio
Escandón, quien por cierto falleció ese mismo año, y a las cualidades
artísticas del impresionante monumento. Otros, como el propio Rodríguez
Arrangoyti, seguramente adolorido, criticaban en forma despiadada:
“El conjunto de este monumento no llena ni satisface la vista del artista, ni
la del observador juicioso. El lugar en que está colocado, sus dimensiones
en el total y detalles, lo hacen pesado. Le falta el efecto y la perspectiva. La
arquitectura […] no es severa en sus líneas y formas, para lograr la calma
que representa la arquitectura con la naturaleza inanimada […] por desgracia
el artista no comprendió que desde la base al vértice, debía haber
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Los monumentos a Colón en la Ciudad de México
transiciones de formas y
planos, que hábilmente
distribuidos, producirían
el mejor efecto […] no
tuvo en cuenta ciertos
principios de la estética y
reservándose sólo el hacer
dominar sus composiciones
esculturales menospreció
la arquitectura y la
parte esencial en toda
la obra…”.
Además, se suscitó una
controversia acerca de la
paternidad del proyecto,
pues La Orquesta del 25
de julio de 1877 decía:
“A la vista tenemos una
fotografía que representa
el Monumento de Colón,
proyectado por nuestro
compatriota y amigo, Ramón Rodríguez Arrangoyti, y aprobado por el
Sr. D. Antonio Escandón, quien lo llevó a Europa para que fuese ejecutado.
El monumento proyectado por Rodríguez Arrangoyti es el mismo, con
pequeñas diferencias, que el ejecutado por el célebre escultor francés”. En
El Federalista, el 11 de agosto del mismo año, Arrangoyti comentaba que
con motivo del viaje de Escandón a Europa supo “…que estaba poniendo
en ejecución mi proyecto con la modificación de que no sería fuente monumental.
Fueron suprimidas las tezas del plinto, dejando sólo los cuatro
pedestales de las estatuas”.
Días antes, el 1 de agosto, también en El Federalista, don Francisco Sosa
respondía a La Orquesta, cuyos comentarios despertaban sin duda suspicacias
en los lectores: “…no es eternamente exacto que Cordier se hubiese
servido para ejecutar el monumento, del proyecto hecho por nuestro compatriota
el Sr. Rodríguez Arrangoyti […] si bien es cierto que el artista
mexicano proyectó un monumento a Colón, no lo es que Cordier hubiese

José Manuel Villalpando
tenido a vista dicho proyecto al ejecutar su obra. Así en obsequio a la justicia,
y sin establecer comparaciones inútiles entre uno y otro, podemos
asegurar, y aún probarlo si es necesario, que el escultor francés no vio la
fotografía del monumento proyectado por el Sr. Rodríguez, sino cuando
ya el suyo había expuesto…”, lo cual suena falso, pues es poco creíble que
don Antonio Escandón no mostrara a Cordier los proyectos de Arran-
goyti si ya los tenía en su poder cuando viajó a Europa. En rigor, sólo cabe
hablar de plagio.
Acicateado por los celos, Arrangoyti hizo también críticas totalmente
infundadas del monumento, llegando incluso a decir que “el busto de Sócrates
con aumento de barbas fue el modelo para nuestro Pedro de Gante”,
sin pararse a considerar que tres de las estatuas sugeridas inicialmente
habían sido sustituidas, respetándose sólo la de Fray Bartolomé de las Casas,
a la que se agregaron las de Fray Juan Pérez de Marchena, Fray Diego
de Deza y Fray Toribio de Benavente.
La opinión del maestro Justino Fernández es bastante ilustrativa en este
caso: “Las últimas décadas del siglo xix fueron marcadamente afrancesadas,
como es bien sabido, y así, mientras los artistas mexicanos se esforzaban
por lograr una expresión propia y se iban abriendo camino con buen
éxito, se importaban obras del extranjero, como el caso del Monumento a
Colón, con el que se impuso aquel gusto […] El tiempo ha probado que el
monumento a Cuauhtémoc, obra de artistas mexicanos, resultó superior
al de Colón, importado de Francia. Maximiliano tuvo razón cuando puso
su fe en aquéllos, continuadores de la escuela clásica, la cual, en efecto y
según él dijo, estaba ya corrompida entonces en Europa”.
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Las fiestas del IV Centenario
reviven el Colón de Vilar
C
on verdadera expectación, el mundo
esperaba los actos conmemorativos del
IV Centenario del Descubrimiento de
América el 12 de octubre de 1892. La
ceremonia principal, a efectuarse en
España, estaría a cargo de la regente
del reino, María Cristina, participando
delegaciones de los más diversos países; curiosamente, esta dama tuvo
a bien distinguir especialmente a la mexicana, llegando incluso a designar
como escolta del yate real a la corbeta Zaragoza. Magníficas fiestas se sucedieron
en todo el orbe hispánico y México no fue la excepción.
Bajo la égida del presidente de la República, general don Porfirio Díaz,
la celebración del IV Centenario en la Ciudad de México revistió de gran
solemnidad, espléndido prólogo a las no menos deslumbrantes fiestas conmemorativas
del Centenario de la Independencia años después.
El acto principal ese 12 de octubre fue la revelación de una estatua de
Colón, ¡la de Vilar!, que muchos años después de su realización era por
fin colocada en un sitio digno. Ese día, la ciudad amaneció vestida de gala;
los edificios públicos, los comercios, las casas particulares, lucían soberbios
adornos: festones, guirnaldas, gallardetes, escudos. Poco después de
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Los monumentos a Colón en la Ciudad de México
las 10 de la mañana, una salva de artillería y el repicar de las campanas
de los templos anunciaban que la comitiva presidencial salía del Palacio
Nacional con rumbo a la Plazuela de Buenavista, donde había de celebrarse
el acto. Treinta y cuatro carruajes abiertos ocupados por el cuerpo
diplomático, representantes del ejército, la banca, el comercio, las corporaciones
científicas, precedían al
vehículo en el que el presidente Porfirio
Díaz, vestido de gran uniforme,
iba acompañado por el ministro de
España, señor Lorenzo Castellanos.
Enfiló la comitiva por las calles de
Plateros, Juárez, Patoni, Rosales y
Puente de Alvarado hasta desembocar
en la Plazuela de Buenavista. A
la derecha del monumento, que se
encontraba cubierto por un lienzo,
se instaló un elegante templete destinado
a los altos funcionarios, y alrededor
de la plaza, apenas contenido
por una valla de soldados, el pueblo
se agolpaba queriendo participar en
tan histórica celebración.
Con las marciales notas del Himno
Nacional dio comienzo la ceremonia,
ocupando en primer lugar la
tribuna el licenciado don Joaquín Baranda, ministro de Justicia, designado
orador oficial para aquel día. Pronunció una brillante pieza oratoria en
la que, con frases vivas, relató la hazaña de Colón y puso de manifiesto el
interés de México por rendir homenaje al Descubridor de la América, al decir
que la nación entera “…se ha asociado a todos los pueblos del mundo
para conmemorar, aquende y allende los mares, el Cuarto Centenario del
Descubrimiento…”.
Haciendo alusión al monumento que en ese día se inauguraba, explicó
que “La Junta Colombina, interpretando el deseo del pueblo mexicano y de
su gobierno, acordó perpetuar esta fecha erigiendo el modesto monumento
que vais a contemplar. Hace 46 años que D. Manuel Vilar vino de España

José Manuel Villalpando
a esta capital como profesor de escultura en la antigua Academia de San
Carlos, y entre las diversas pruebas que dio de su talento sobresalía como
obra maestra, a juicio de los intelectuales, una estatua de Colón. La estatua
yacía olvidada en los salones de la Academia; de ahí la ha exhumado el
acierto de la Junta para darle la vida duradera del bronce […] y consagrarla
hoy 12 de octubre de 1892, a la memoria de Colón y del notable artista
que tan felizmente supo identificarse con su inspiración y su genio”.
Don Justo Sierra, inspiradísimo poeta, sucedió a Baranda en la tribuna
y “… con la robusta y elegante entonación que caracteriza, repitió entre el
aplauso atronador de sus oyentes su ya famoso canto a Colón…”.
¡Oh Colón!, para hacer de tu renombre
eco digno mis débiles cantares,
yo necesitaría
encontrar en el alma poesía
un mundo nuevo, como tú en los mares.
Nunca tanto osaré; si la voz mía
se levanta en un himno a tu memoria,
es que cumplo un deber de americano…
Todavía estremecido el ambiente por las vibrantes estrofas de don Justo,
descendió el presidente de la República del templete y se dirigió al monumento
donde, con gesto decidido, descubrió la estatua entre los aplausos
del público. Enseguida, don Porfirio Díaz colocó una gran corona de flores
al pie del monumento y montó la primera guardia de honor, retirándose a
poco y terminando la ceremonia al filo del medio día.
La Junta Colombina, presidida por don Joaquín García Icazbalceta,
decidió que la estatua de Vilar fuese por fin vaciada en bronce para que,
sobre un pedestal construido por el arquitecto don Juan Agea, egresado
de la Academia, se instalara en la Plaza de Buenavista, como digno marco
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Los monumentos a Colón en la Ciudad de México
para las fiestas del Centenario.
En los talleres de Miguel
Noreña, discípulo
de Vilar, el artista italiano
Tomás Carandente
Tartaglia fundió la estatua,
cuyo peso alcanzó
los 57 quintales.
La prensa de la época
comentaba que en
la estatua de Vilar “el
descubridor se halla en
arrogante actitud. Con
la mano derecha apoyada
naturalmente en
el pecho, la siniestra extendida
sobre una esfera
terráquea, y la pierna izquierda ligeramente escorzada, como en el momento
de marcha; su actitud es teatral; no hay en ella el convencionalismo
de muchas estatuas, que están pidiendo a voces el apuntador, pues parece
un mal cómico en el momento en que se escapa un verso […] El rostro
severo y tranquilo está perfectamente tratado y bien estudiada la expresión
y masas musculares. Los paños admirables y, en suma, el asunto bien
elegido”.
Dos monumentos a Colón posee la Ciudad de México. Ambos son obras
de arte, pero sólo uno de ellos es esencial y auténticamente mexicano.