la oscura quintería - Bibliotecas Públicas

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CREACIÓN LITERARIA Juan llegó a su meta un atardecer en el que el sol achicharrante de agosto empezaba a hundirse entre las dos muelas pétreas de los castellones, entre un caramelizado color sepia y unos últimos rayos rojizos que atravesaban los borregos algodonosos, esas nubes perezosas que remueven como las últimas ovejas remisas en querer pasar al aprisco. Mejor dicho, Juan no llegó a su destino de aquel día, el antiguo Santuario que dominaba toda la llanura desde el semioculto valle de la sierra que, como un diorama, se extendía de Este a Oeste sobre la tierra ocre verdeante de viñas y moteada de pequeñas casas de labranza y andenes con brocales de pozos de noria medio derruidos por el abandono y el paso del tiempo. Fue la extraña flojera que se apoderó de su ánimo al pasar frente a la quintería ruinosa que mostraba sus muros marrones de tapia con apenas algunos restos del revoco de yeso y cal que alguna vez tuvieron. Bueno, según me contaba, también influyó la súbita pérdida de aire de la rueda trasera de la bicicleta que notó al acercarse al parador de la otra casa que a menos de cincuenta metros se alzaba en el cruce de los dos caminos, apenas sendones, por uno de los cuales avanzaba en el silencio apenas roto por el ludir de la llanta hendiendo el polvo batido y reseco por el sol. Se apeó en el parador abandonado y contempló unos instantes el viejo edificio cuyas tejas rotas casi todas y algunas amontonadas en el caballete en equilibrio inverosímil acentuaban aún más el deplorable estado de la construcción. Aún así, la puerta pintada antaño de añil, después de almagra y más tarde de ocre amarillo, mostraba en los estratos descoloridos una especie de hospitalidad recia y antigua. No así los dos álamos negros que levantaban hacia el cielo cárdeno las ramas resecas y medio podridas sus troncos ahorquillados lanzando los palotones DESDE EL ÁRBOL GORDO Nº 5 – JUNIO 2010 LA OSCURA QUINTERÍA 12 Antonio Millán Hernández secos en un gesto amenazante, conminando al visitante a que se fuera. Muy cerca, el pozo de noria mostraba las paredes del brocal, apenas unos retazos de tapia y mampostería que sostenían una viga de encina medio podrida con dos matojos de hierba que habían crecido en alguna coquera del palo. ”No lo creerás, pero la visión del brocal del pozo me inquietó más que ninguna otra cosa. Un súbito golpe de viento formó en el andén un remolino que se desplazó sobre la hierba agostada animando la maleza y los cardos resecos con un movimiento circular que les imprimió un cabeceo de aquiescencia e incluso la palanca de madera de fresno pareció asentir e hizo sonar con un clic-clac inquietante la horquilla del gato que la sujetaba a pesar de la costra de grasa y polvo que la mantenía soldada al cuerpo de la maquinaria... por el poyete de yeso y piedras; luego, todo quedó en paz. De pronto, las cigarras, todas las cigarras rompieron a cantar. Entonces –me dijo Juan- me dí cuenta del extraordinario silencio que me había acompañado hasta entonces. No sé porqué pero el movimiento de la puerta, fue como una invitación a que entrara en la casa. Y, a pesar de cierto desasosiego, lo hice. El interior era umbroso y fresco. A esas horas, casi de noche la oscuridad ponía un tinte piadoso disimulando la decrepitud de los viejos muebles rústicos y aperos (más bien sus restos) que ocupaban parte del suelo empedrado con cantos de río, desigual y cubierto casi todo él por hojas podridas y malas hierbas. Dos poyos a ambos lados de la chimenea ostentaban los andrajosos restos de un “redor” de anea cada uno casi reducidos a polvo, mostraban en los restos que aún quedaban las huellas de incontables chuscas y bolliscas que delataban los muchos años de compañeros del fuego. En los ladrillos del hogar, casi tapados por los restos de yeso y hollín antiguo había aún trozos de leños renegridos, polvorientos por el derrumbe lento, pero inexorable del humero. Los viejos palos, le produjeron la sensación de una fiesta a medio terminar, una fiesta alegre y cálida que haya que abandonar por motivos luctuosos. Se puso de pié sobre los poyos y examinó los desvanes que flanqueaban la campana de la chimenea. Para su sorpresa, todos los utensilios que contenían los vasares estaban intactos aunque completamente cubiertos de una capa de polvo

acumulada sólo Dios sabe durante cuánto tiempo. Un candil de hierro con la torcida casi de la consistencia de la madera y el aceite seboso, casi sólido. El salero de cuerno con la tapa de corcho agrietada y unas cucharas de hierro casia soldadas con su propio óxido. Y, al fondo de uno de los vasares, entre una mescolanza de cosas apenas identificables bajo el polvo, un plato con un trozo de queso con la consistencia del acero. Otra cosa llamó su atención: la ausencia de cagadas de ratón, moscas muertas o los restos de alguna telaraña. Juan de pronto sintió deseos de abandonar aquella casa y seguir su camino. Pero era largo el sendero hasta el Santuario, ya era noche cerrada y a pesar de la luna llena los perros guardianes de la majada de La Sima que rondaban de noche siempre alerta por las alimañas y los perros asilvestrados eran un peligro real pues no hacían muchos distingos a la hora de revolcar y morder a cualquier sospechoso, hombre o animal que pasara por las cercanías de su majada. Así que, entrando la bicicleta a la quintería, se dispuso a pasar la noche. Resolvió encender un buen fuego, por su compañía más que por el calor, pues la noche era cálida así que recogió unos tamaruscos del parador de la casa del cruce y unas cuantas cepas que tuvo que arrancar del montón cosido de hijos de álamo, que había alrededor del pozo de noria. Reparó entonces en verdor de los árboles de la pequeña alameda del arroyo cercano y la madera reseca y agrietada de los troncos y las ramas de los dos que había junto al andén del pozo, como dos centinelas mustios levantando sus ramas a las estrellas que ya llenaban el cielo nocturno. En la quintería el fuego prendió al instante, y Juan desató las gomas del portaequipaje de la vieja “Orbea” sacó la manta, la desdobló para que la mitad sirviera de colchón y se dispuso a pasar la noche. “Me quedé dormido enseguida, porque si miras las llamas fijamente te relajas mucho. Me quedé como un tronco, Antonio, sería también por la costumbre de dormir tantas veces al “escampío” y tener aquella noche un techo aunque malo donde refugiarme”, la mano de Juan agarró el jarro y se sirvió otro vaso casi hasta los bordes. “Ojalá no lo hubiera hecho y me hubiera ido como pensé la primera vez; a pesar de lo malo del camino, de la bicicleta sin aire y de los putos mastines de La Sima”. Se pasó la mano por la cara, y casi con el mismo movimiento, levantó la boina y se rascó los cuatro pelos del lado derecho de la cabeza. Creo que debían ser alrededor de las dos o las tres, cuando un ruido lo despertó: no era un ruido grande pero enseguida se puso alerta. De pronto se dio cuenta de que quizá no fue el ruido sino la DESDE EL ÁRBOL GORDO Nº 5 – JUNIO 2010 13 ausencia de él lo que lo había desvelado porque, de pronto todos los grillos que cantaban alrededor de la quintería habían dejado de hacerlo. Como si alguien los hubiera desconectado de un enchufe. Abrió los ojos y su vista se paseó por las paredes de la casa, pero en la oscuridad rota apenas por un rectángulo de luz de luna que entraba por la puerta abierta, solo se distinguían las figuras difusas de las dos viejas sillas valencianas y el serijo medio deshecho junto a la mesa; y en la pared frente al poyo, la forma apenas discernible de la collera con el cuero resquebrajado y duro como la piedra colgada de la estaca de la que pendía la cadena del tiro dándole la apariencia de un reloj de pared arcaico e inservible. Entonces, para su espanto, se dio cuenta de que en la puerta de la casa había alguien, Recortada su silueta en la luz de la luna, había una figura de pié al lado de fuera del poyete que golpeaba con los nudillos la reseca madera de encina; eran golpes suaves como si el que los daba quisiera despertar s los de dentro y al mismo tiempo no deseara hacerlo. Parecía un hombre de mediana estatura que empuñaba un bastón largo y curvado en su extremo. Sobre su cabeza, un tocado que a Juan le resultaba familiar y extraño al mismo tiempo, pero que añadía, de alguna manera un toque un tanto raro a su presencia. Juan se quedó quieto, mientras el corazón se le desbocaba en el pecho. Después se tranquilizó un poco, o hizo lo que pudo por tranquilizarse, y sentándose en el poyo preguntó:”Quién vive”. La silueta dejó de tocar la puerta y del bulto de sombras que la formaban surgió una voz no demasiado grave aunque tampoco aguda que preguntó a su vez: ”¿Puedo entrar en esta casa?”. Juan se quedó un tanto confuso por una respuesta tan educada, por lo que contestó a su vez: ”Pasa, o mejor dicho, pase “usté”. La voz al cabo de un instante ,volvió a surgir de la silueta que, a los ojos de Juan. parecía hecha de retazos oscuros y negros; ”Si me d´ais licencia, paso dentro”. Juan se mosqueó (dentro de las circunstancias) un poco. A pesar del canguelo que sentía respondió”Sí, hombre , pase “usté”. Otro instante de silencio antes de que la voz volviera a preguntar “Me tomo la licencia y

acumu<strong>la</strong>da sólo Dios sabe durante cuánto<br />

tiempo. Un candil de hierro con <strong>la</strong> torcida casi<br />

de <strong>la</strong> consistencia de <strong>la</strong> madera y el aceite<br />

seboso, casi sólido. El salero de cuerno con <strong>la</strong><br />

tapa de corcho agrietada y unas cucharas de<br />

hierro casia soldadas con su propio óxido. Y, al<br />

fondo de uno de los vasares, entre una<br />

mesco<strong>la</strong>nza de cosas apenas identificables bajo<br />

el polvo, un p<strong>la</strong>to con un trozo de queso con <strong>la</strong><br />

consistencia del acero.<br />

Otra cosa l<strong>la</strong>mó su atención: <strong>la</strong> ausencia de<br />

cagadas de ratón, moscas muertas o los restos de<br />

alguna te<strong>la</strong>raña. Juan de pronto sintió deseos de<br />

abandonar aquel<strong>la</strong> casa y seguir su camino. Pero<br />

era <strong>la</strong>rgo el sendero hasta el Santuario, ya era<br />

noche cerrada y a pesar de <strong>la</strong> luna llena los<br />

perros guardianes de <strong>la</strong> majada de La Sima que<br />

rondaban de noche siempre alerta por <strong>la</strong>s<br />

alimañas y los perros asilvestrados eran un<br />

peligro real pues no hacían muchos distingos a<br />

<strong>la</strong> hora de revolcar y morder a cualquier<br />

sospechoso, hombre o animal que pasara por <strong>la</strong>s<br />

cercanías de su majada. Así que, entrando <strong>la</strong><br />

bicicleta a <strong>la</strong> <strong>quintería</strong>, se dispuso a pasar <strong>la</strong><br />

noche. Resolvió encender un buen fuego, por su<br />

compañía más que por el calor, pues <strong>la</strong> noche<br />

era cálida así que recogió unos tamaruscos del<br />

parador de <strong>la</strong> casa del cruce y unas cuantas<br />

cepas que tuvo que arrancar del montón cosido<br />

de hijos de á<strong>la</strong>mo, que había alrededor del pozo<br />

de noria. Reparó entonces en verdor de los<br />

árboles de <strong>la</strong> pequeña a<strong>la</strong>meda del arroyo<br />

cercano y <strong>la</strong> madera reseca y agrietada de los<br />

troncos y <strong>la</strong>s ramas de los dos que había junto al<br />

andén del pozo, como dos centine<strong>la</strong>s mustios<br />

levantando sus ramas a <strong>la</strong>s estrel<strong>la</strong>s que ya<br />

llenaban el cielo nocturno. En <strong>la</strong> <strong>quintería</strong> el<br />

fuego prendió al instante, y Juan desató <strong>la</strong>s<br />

gomas del portaequipaje de <strong>la</strong> vieja “Orbea”<br />

sacó <strong>la</strong> manta, <strong>la</strong> desdobló para que <strong>la</strong> mitad<br />

sirviera de colchón y se dispuso a pasar <strong>la</strong><br />

noche.<br />

“Me quedé dormido enseguida, porque si miras<br />

<strong>la</strong>s l<strong>la</strong>mas fijamente te re<strong>la</strong>jas mucho. Me quedé<br />

como un tronco, Antonio, sería también por <strong>la</strong><br />

costumbre de dormir tantas veces al “escampío”<br />

y tener aquel<strong>la</strong> noche un techo aunque malo<br />

donde refugiarme”, <strong>la</strong> mano de Juan agarró el<br />

jarro y se sirvió otro vaso casi hasta los bordes.<br />

“Ojalá no lo hubiera hecho y me hubiera ido<br />

como pensé <strong>la</strong> primera vez; a pesar de lo malo<br />

del camino, de <strong>la</strong> bicicleta sin aire y de los putos<br />

mastines de La Sima”. Se pasó <strong>la</strong> mano por <strong>la</strong><br />

cara, y casi con el mismo movimiento, levantó<br />

<strong>la</strong> boina y se rascó los cuatro pelos del <strong>la</strong>do<br />

derecho de <strong>la</strong> cabeza. Creo que debían ser<br />

alrededor de <strong>la</strong>s dos o <strong>la</strong>s tres, cuando un ruido<br />

lo despertó: no era un ruido grande pero<br />

enseguida se puso alerta. De pronto se dio<br />

cuenta de que quizá no fue el ruido sino <strong>la</strong><br />

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ausencia de él lo que lo había desve<strong>la</strong>do porque,<br />

de pronto todos los grillos que cantaban<br />

alrededor de <strong>la</strong> <strong>quintería</strong> habían dejado de<br />

hacerlo. Como si alguien los hubiera<br />

desconectado de un enchufe. Abrió los ojos y su<br />

vista se paseó por <strong>la</strong>s paredes de <strong>la</strong> casa, pero en<br />

<strong>la</strong> oscuridad rota apenas por un rectángulo de<br />

luz de luna que entraba por <strong>la</strong> puerta abierta,<br />

solo se distinguían <strong>la</strong>s figuras difusas de <strong>la</strong>s dos<br />

viejas sil<strong>la</strong>s valencianas y el serijo medio<br />

deshecho junto a <strong>la</strong> mesa; y en <strong>la</strong> pared frente al<br />

poyo, <strong>la</strong> forma apenas discernible de <strong>la</strong> collera<br />

con el cuero resquebrajado y duro como <strong>la</strong><br />

piedra colgada de <strong>la</strong> estaca de <strong>la</strong> que pendía <strong>la</strong><br />

cadena del tiro dándole <strong>la</strong> apariencia de un reloj<br />

de pared arcaico e inservible. Entonces, para su<br />

espanto, se dio cuenta de que en <strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong><br />

casa había alguien, Recortada su silueta en <strong>la</strong><br />

luz de <strong>la</strong> luna, había una figura de pié al <strong>la</strong>do de<br />

fuera del poyete que golpeaba con los nudillos<br />

<strong>la</strong> reseca madera de encina; eran golpes suaves<br />

como si el que los daba quisiera despertar s los<br />

de dentro y al mismo tiempo no deseara hacerlo.<br />

Parecía un hombre de mediana estatura que<br />

empuñaba un bastón <strong>la</strong>rgo y curvado en su<br />

extremo. Sobre su cabeza, un tocado que a Juan<br />

le resultaba familiar y extraño al mismo tiempo,<br />

pero que añadía, de alguna manera un toque un<br />

tanto raro a su presencia. Juan se quedó quieto,<br />

mientras el corazón se le desbocaba en el pecho.<br />

Después se tranquilizó un poco, o hizo lo que<br />

pudo por tranquilizarse, y sentándose en el poyo<br />

preguntó:”Quién vive”.<br />

La silueta dejó de tocar <strong>la</strong> puerta y del bulto de<br />

sombras que <strong>la</strong> formaban surgió una voz no<br />

demasiado grave aunque tampoco aguda que<br />

preguntó a su vez: ”¿Puedo entrar en esta<br />

casa?”. Juan se quedó un tanto confuso por una<br />

respuesta tan educada, por lo que contestó a su<br />

vez: ”Pasa, o mejor dicho, pase “usté”. La voz<br />

al cabo de un instante ,volvió a surgir de <strong>la</strong><br />

silueta que, a los ojos de Juan. parecía hecha de<br />

retazos oscuros y negros; ”Si me d´ais licencia,<br />

paso dentro”. Juan se mosqueó (dentro de <strong>la</strong>s<br />

circunstancias) un poco. A pesar del canguelo<br />

que sentía respondió”Sí, hombre , pase “usté”.<br />

Otro instante de silencio antes de que <strong>la</strong> voz<br />

volviera a preguntar “Me tomo <strong>la</strong> licencia y

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