poble sa benestar emocional, comunitat i educació - Almussafes

POBLE SA
BENESTAR EMOCIONAL,
COMUNITAT I EDUCACIÓ
Publicació del Departament de Benestar Social de l’Ajuntament d’Almussafes
Nº 0. Abril – Juny 2011
SUMMARI
Pàg.
EDITORIAL: El Servei de Psicologia Comunitària…………….………............................................... 2
BENESTAR EMOCIONAL
Psicologia Positiva, Salvador Quijal Pardo............................................................................... 2
La felicidad: una aproximación científica, Salvador Quijal Pardo.............................................. 3
¿Qué es la conducta asertiva y cómo puede ayudarnos en nuestro bienestar emocional?
Mª Carmen Santos Sanjuán..................................................................................................... 6
Llibres: “La auténtica felicidad” (Martin Seligman)................................................................. 7
COMUNITAT
Almussafes en la cruïlla de la postmodernitat, Salvador Quijal Pardo..................................... 8
Bases per a un debat sobre la societat responsable, José Antonio Marina..............................17
(font: www.jordipujol.cat)
El capital social: una aproximación a la realidad de Almussafes, Salvador Quijal Pardo.………. 24
Llibres: “Tras la virtud” (Alasdair MacIntyre)........................................................................ 27
EDUCACIÓ
Família i educació de valors.................................................................................................. 28
Un contrato social para una familia educadora, Javier Elzo Imaz............................................ 28
(font: www.cesdonbosco.com)
Familia y transmisión de valores
Pedro Ortega Ruiz y Ramón Mínguez Vallejos………................................................................. 38
(font: http://campus.usal.es)
Llibres: “La educación del talento” (José Antonio Marina).....................................................52
Nota: Aquesta revista també la poden trobar a la pàgina web de l’Ajuntament: www.almussafes.es
1

L’Ajuntament d’Almussafes, ha través del
Departament de Benestar Social ha creat el servei de
Psicologia Comunitària. Aquest servei municipal
treballarà per donar una resposta seriosa i científica a
les necessitats dels nostres veïns de creixement
personal, felicitat i benestar emocional, així com per
implementar eines i actuacions adreçades al desenvolupament
comunitari, i especialment, als reptes
actuals de l’educació. En aquest sentit, s’hi dedica,
entre altres activitats formatives, a generar discussió i
debat al voltant de les idees, els valors i les actituds
que es necessiten per bastir una comunitat responsable,
educadora i sòlidament construïda.
Naix amb uns objectius ambiciosos, entre els
quals, hi ha proporcionar a aquelles persones
interessades en treballar en un camí de creixement
personal i de benestar emocional un entorn i uns
mitjans adients que afavorisquen la comunicació i la
EDITORIAL
EL SERVEI DE PSICOLOGIA COMUNITÀRIA
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formació; dissenyar i impartir experiències
formatives des de l’enfocament de la Psicologia
Positiva; assessorar les institucions i associacions
locals en temes relacionats amb l’aprenentatge de
valors i actituds socialment positives; fomentar la
penetració social dels valors i les actituds cíviques,
així com col·laborar en la cohesió social de la nostra
comunitat. Els seus principis d’actuació es basen en
mètodes fonamentats en els principis científics i
humanístics de la Psicologia Positiva i la Psicologia
Comunitària.
Per a aquesta temporada, el servei va programar
un Curs de Psicologia Positiva, que s’estendrà des del
mes de novembre fins al maig, així com diversos
tallers relacionats amb aquesta matèria i també la
publicació que teniu a les mans i que pretén ser
l’òrgan de difusió d’aquest servei.
BENESTAR EMOCIONAL
PSICOLOGÍA POSITIVA
Salvador Quijal Pardo. Psicòleg Comunitari. Departament de Benestar Social. Ajuntament d’Almussafes.
Prácticamente desde sus inicios, a finales del siglo
XIX, la Psicología había estado dedicada al estudio de
las emociones negativas, ansiedad i depresión,
fundamentalmente. Había, y sigue desgraciadamente
existiendo mucho sufrimiento humano implicado en
estos trastornos, por lo que la urgencia para esta
nueva rama del conocimiento era encontrar
soluciones a estos males. Al centrarse en los
problemas y los déficits psicológicos, se prestó poca
atención a los recursos, las capacidades y factores que
podrían hacer que los humanos resistiéramos mejor
las adversidades de la vida y experimentásemos
mayores cotas de felicidad.
La Psicología Positiva surge del cuestionamiento
de los siguientes interrogantes. ¿No sería lógico
ocuparnos también de promover la salud más allá de
la enfermedad? ¿Centrarnos en que las personas
tengan una vida mejor y no únicamente a tener una
vida con menos problemas? Sabemos que la ausencia
de trastornos psicológicos no predice una vida feliz y
autorrealizada. Se necesita, por tanto, la promoción
efectiva de los factores que lleven a las personas a
experimentar mayor cantidad y calidad de emociones
y experiencias positivas.
La Psicología Positiva nace con el objetivo de
comprender y facilitar la felicidad y el bienestar
emocional subjetivo. Se centra, pues, en comprender
y mejorar estos estados, en lugar de remediar
déficits. Dentro de estos propósitos, su interés se basa
en tres aspectos: a) El estudio y promoción de las
emociones positivas, como hemos dicho, tales como
la alegría, la serenidad o el optimismo; b) la
comprensión y el fomento de las fortalezas y virtudes
que nos permiten acceder a estados de bienestar y
felicidad, entre ellas, la mentalidad abierta, la
valentía, la perseverancia o la capacidad de
autocontrol; y c) el estudio de las instituciones
sociales y de las características de las comunidades
que facilitan las experiencias de bienestar emocional.

LA FELICIDAD: UNA APROXIMACIÓN CIENTÍFICA.
Salvador Quijal Pardo. Psicòleg Comunitari. Departament de Benestar Social. Ajuntament d’Almussafes.
Al parecer nos encontramos en un momento en la
historia de la humanidad, al menos en el ámbito de las
sociedades occidentales, propicio para que nos
planteemos seriamente dirigir nuestras metas hacia el
logro de mayores cotas de felicidad. Se han visto
notablemente mejoradas las condiciones socioeconómicas
en las que se desenvuelven nuestras
vidas; vivimos más años que las generaciones
precedentes y así, tenemos más tiempo para pensar
en nuestras vidas y en como las llevamos, y, por otro
lado, diversas ciencias, como la neurología y la
psicología han avanzado recientemente en el estudio
de los factores que hacen que la gente sea feliz y se
proponen iniciar una etapa donde se fomenten los
agentes salutógenos y las características personales
que nos hacen resistentes a las adversidades.
Empieza a abrirse paso, pues, un firme propósito,
en las ciencias sociales y de la salud de promocionar
las emociones positivas. La alegría, la serenidad, la
confianza o la satisfacción son emociones que se
diferencian de las negativas –tristeza, ira o miedo–, en
varios aspectos, además del tono subjetivo agradable
o desagradable que les concedamos. En primer lugar,
las emociones positivas suelen ayudarnos a
conseguir nuestros objetivos. Es más probable que
consigamos nuestras metas si nos mostramos
optimistas que si estamos ansiosos. En segundo lugar,
los sentimientos negativos concentran nuestra
atención en el origen de la amenaza y dedican buena
parte de las energías psicológicas a preservarse de
los peligros detectados, reales o imaginarios. Se trata
pues, de una reacción defensiva. En cambio, las
emociones de tono positivo expanden la mente,
haciéndonos más conscientes de nuestro contexto
físico y social, y ello nos posibilita ser más eficaces y
adaptarnos mejor a nuestro entorno. Consecuentemente,
los sentimientos de confianza y
seguridad, por ejemplo, mejoran las relaciones
humanas, el rendimiento intelectual, la salud,
favorecen la resistencia al estrés y a las desgracias. Por
último, las emociones negativas resuelven problemas
adaptativos, es decir, relacionados con nuestra
supervivencia –defendernos de ataques o de
amenazas–, mientras que los sentimientos positivos
resuelven cuestiones relacionadas con el desarrollo de
nuestras potencialidades humanas. Nacemos con las
emociones negativas porque son indispensables para
la pervivencia de nuestra especie, en cambio las
positivas necesitamos aprenderlas.
Una clasificación que ha hecho fortuna en la
literatura especializada divide las emociones positivas
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en tres categorías: las relacionadas con el pasado, con
el presente y con el futuro. Las emociones positivas
que tienen que ver con el futuro incluyen el
optimismo, la esperanza, la seguridad, la fe y la
confianza, es decir, sentimientos que contienen
valoraciones favorables acerca del porvenir. Las
emociones positivas asociadas con el pasado incluyen
evaluaciones de agrado ante el pasado biográfico de
uno mismo, y las principales son la satisfacción, la
realización y el crecimiento personal, el orgullo y la
serenidad. En cambio, cuando nos referimos al
presente, existen dos clases diferentes de emociones
positivas: los placeres y las gratificaciones. Los
placeres sensoriales, como la comida o el olor de un
perfume, se alcanzan por medio de los sentidos. Los
placeres llamados superiores surgen de actividades
más complejas como la valoración artística o
intelectual, dando lugar a emociones como la dicha o
el entusiasmo. Los placeres, en general suelen ser
efímeros y dependen de las circunstancias que los
propician. Las gratificaciones difieren de los placeres
en que implican estados de agrado derivados de la
realización de actividades que requieren el empleo
de nuestras fuerzas distintivas. Estas fuerzas
distintivas son rasgos personales asociados a unas
virtudes concretas. Por ejemplo, definiríamos una
gratificación como el sentimiento positivo que
experimenta un profesor al desarrollar sus cualidades
personales para la enseñanza, como la paciencia o la
capacidad de motivar a sus alumnos, actividades éstas
a las que concede un alto valor y sentido. Las
gratificaciones son mucho más importantes para
nuestra felicidad que los placeres como veremos más
adelante.

Pero, ¿qué es la felicidad? ¿Cómo podríamos
definirla? En primer lugar, estudios basados en análisis
estadísticos indican que la felicidad tiene, al menos,
dos aspectos, uno afectivo, relacionado con la
experiencia emocional de la alegría, la satisfacción y
otras emociones positivas, por un lado, y, por otro, un
aspecto evaluativo que tiene que ver con la forma de
valorar cómo nos van las cosas en una serie de
ámbitos importantes para nosotros, como puede ser
la familia o el trabajo.
Es obvio que la felicidad no se reduce al placer.
Para llegar a ella no sólo se trata de experimentar
estados emocionales deseables, sino pensar que uno
está bien encaminado hacia la consecución de
objetivos que valora; que uno vive de acuerdo con su
ideal de perfección al que aspira i que dota de sentido
su vida; el sentimiento de que uno se acerca a lo que
realmente es. Los sentimientos de realización personal
se consiguen con la práctica de situaciones en las que
uno se siente competente, estimulado e implicado en
aquello que hace. Por supuesto que esto no se
consigue sin esfuerzo y disciplina. Pero analicemos con
mayor detalle los elementos que queremos destacar
de esta definición. En primer lugar, implica tener
objetivos, metas que el individuo valora y que
aportan a su conducta una dirección definida. Esto
nos introduce en el mundo de los valores. Nos
sentimos felices cuando nuestra conducta se ajusta a
nuestros valores. En segundo lugar, se asume la
existencia de un telos, es decir, de un proyecto de
vida humana ordenado a una finalidad. Los humanos
tenemos la misión de elevarnos sobre nosotros
mismos, realizando nuestras potencialidades desde
estadios menos evolucionados a los más
perfeccionados. Nos sentimos felices cuando
pensamos que estamos creciendo como personas, es
decir que avanzamos en ese itinerario de perfeccionamiento.
Por último, la felicidad supone la
realización de cosas que para nosotros tienen un
significado y dotan de sentido nuestra vida. Sentir
que aquello que hacemos es importante para alguien
o para algo, nos ayuda a encontrar nuestro sitio en el
mundo y a dotarnos de una identidad.
Por otro lado, la felicidad también ha sido definida
como el funcionamiento óptimo de cinco sistemas de
conducta, y lo que es más importante de su armonización
entre ellos. Los sistemas serían los siguientes:
a) el biológico, se refiere a la satisfacción de nuestras
necesidades físicas más primarias, como el comer o el
resguardarnos del frío; b) social, referido básicamente
a nuestra integración en un grupo humano en el que
nos sentimos estimados y apreciados, a la vez que
sentimos afecto por los demás; c) intelectual, relativo
a la satisfacción de nuestras ansias de conocimiento y
el buen desarrollo de nuestras capacidades psíquicas;
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d) ético, alude a nuestra naturaleza moral, y por lo
tanto a la necesidad de sentir que nuestra conducta
concuerda con un código ético aceptado, es decir, se
acerca o reproduce nuestra idea del bien; e)
espiritual, referido a la percepción de que nuestra
naturaleza pertenece a un ámbito superior que la
engloba y la trasciende, dotándola de sentido. Pues
bien, la satisfacción y el desarrollo equilibrado de
estos sistemas estarían directamente relacionados con
el sentimiento de felicidad.
El bienestar emocional se ha relacionado con
múltiples efectos beneficiosos. La experimentación
continuada de emociones positivas contribuye al
crecimiento personal, a la mejora de las relaciones
interpersonales, a la creatividad y la productividad, a
la motivación, a los comportamientos generosos y
altruistas, así como a la mejora de la salud y la
longevidad.
Llegados a este punto, no obstante, sería
pertinente preguntarnos, por qué nos cuesta tanto ser
felices. Existen varias circunstancias referidas a
nuestro diseño constitucional conformado por la
evolución que podrían explicar este hecho. En primer
lugar, lo malo es más fuerte que lo bueno, es decir,
nuestras respuestas a las amenazas y disgustos son
más rápidas, más fuertes y más difíciles de inhibir que
las respuestas a las oportunidades y placeres. Este
principio llamado predisposición a la negatividad,
está presente en multitud de aspectos de nuestra
psicología y de las relaciones humanas. Por ejemplo,
en una interacción marital, se calcula que cuesta cinco
acciones buenas y constructivas compensar el daño
hecho por un solo acto crítico o destructivo. No nos
habríamos adaptado tan bien al medio, como especie,
si la evolución no hubiera hecho que estuviéramos
más atentos y reaccionáramos con mayor vigor y
prontitud a los peligros y las amenazas a las
posibilidades de mejora. No podemos, por tanto, verlo
todo bien, porque nuestras mentes están diseñadas
para encontrar y reaccionar ante los peligros y
adversidades.
En segundo lugar, es un hecho confirmado por la
experiencia común que nos habituamos con rapidez a
las situaciones agradables. La selección natural
favorecería a los individuos que se adaptaban
fácilmente a cualquier circunstancia placentera como
conseguir mejor comida o mejor refugio. Ello les
llevaba a buscar al poco tiempo nuevas mejoras en su
situación. Los que se dormían demasiado tiempo en
los laureles ante un logro determinado no sobrevivían.
En la época actual esta tendencia explica el fenómeno
del consumismo. Creemos que seremos más felices si
conseguimos ese nuevo vestido, electrodoméstico o
automóvil, pero después de un tiempo, siempre más

eve que el previsto, nos acostumbramos a ello y
queremos otro mejor.
En tercer lugar, nuestro grado de felicidad se ve
influenciado por la evaluación que hacemos de
nosotros mismos y de nuestras circunstancias, pero
también, y de forma notable, por el resultado de
compararlas con las circunstancias de los demás. Nos
comparamos con otras personas en una multitud de
aspectos como el atractivo físico, la riqueza o los
logros académicos. Esta tendencia a las comparaciones
sociales puede ser causa de infelicidad
porque no siempre podemos estar a la altura de
nuestros referentes, y especialmente en la actualidad,
en que los medios de comunicación lanzan unos
modelos sociales exitosos con los que nos es difícil
competir.
En cuarto lugar, reaccionamos ante una pérdida
con unas emociones más intensas que ante unas
ganancias de la misma magnitud. La satisfacción que
sentimos al ganar 100 euros no es equivalente a la
desesperación que sentimos por perder la misma
cantidad. La evolución de nuestra especie ha dado
este curioso resultado. Para sentir una satisfacción
profunda debemos lograr muchas cosas, sin embargo,
para sentir un profundo disgusto, basta con que
perdamos alguna.
Pero, volvamos a nuestra definición inicial. Hemos
dicho que la felicidad se hallaba relacionada con la
consecución de gratificaciones, y que éstas dependían
de la puesta en práctica de nuestras virtudes y
capacidades. Las virtudes y las capacidades comparten
muchas similitudes, pero una de las diferencias clave
es que las virtudes son rasgos morales y las
capacidades no. Otra diferencia es que el talento o
capacidad no es tan fácil de adquirir como las
virtudes. Éstas, implican el uso de la voluntad, y por
lo tanto, requieren de algún esfuerzo. Por ejemplo,
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¿por qué nos sentimos tan bien con nosotros cuando
le decimos al cajero que nos ha devuelto 50 euros de
más? Nos sentimos orgullosos por haber tomado la
decisión correcta, por escoger un comportamiento
más difícil y que nos ha costado más realizar que el
simple hecho de embolsarnos el dinero y no decir
nada. Si acciones como ésta no supusieran un esfuerzo
de nuestra voluntad, no nos sentiríamos tan bien. En
resumen, nos sentimos elevados cuando el ejercicio
de la voluntad culmina en una acción virtuosa.
Las capacidades son talentos, generalmente
naturales, cuyo ejercicio nos puede acercar a
objetivos deseables, pero que para que se conviertan
en virtudes hace falta una fuerza que las dirija en la
dirección adecuada. Por ejemplo, el don de gentes o
facilidad para relacionarse con los demás es una
capacidad, pero tanto puede servir para ayudar a los
otros como para aprovecharse de ellos. Sólo en el
primer caso, se convierte en una virtud.
Sólo la práctica de las virtudes puede hacernos ver
que nuestra vida tiene sentido y orientada hacia
objetivos apropiados; que uno continua creciendo y
desarrollándose como persona.
Los últimos estudios realizados en este campo han
detectado 24 fortalezas (capacidades y virtudes). No
disponemos de espacio para detenernos en cada una
de ellas, baste con indicar algunas, como el amor por
el conocimiento, la mentalidad abierta, la inteligencia
emocional, el valor, la perseverancia o el autocontrol.
Resumiendo, una persona se sentirá emocionalmente
sana y realizada si es capaz de aplicar sus
propias fortalezas a las circunstancias y tareas cotidianas
en las que se ve inmersa. Esto depende más
de una serie de toma de decisiones que de un talento
específico. En próximos números iremos desarrollando
estrategias concretas para el aumento de la
felicidad.

¿QUÉ ES LA CONDUCTA ASERTIVA Y CÓMO PUEDE AYUDARNOS EN
NUESTRO BIENESTAR EMOCIONAL?
Mª Carmen Santos Sanjuán. Treballadora Social. Servei Especialitzat d’Atenció a la Família i la Infància (SEAFI)
de la Mancomunitat de la Ribera Baixa.
Todos hemos sentido, en un momento u otro de
nuestra vida, embarazo, vergüenza o timidez. Estos
sentimientos suelen darse en situaciones sociales en
las que se supone debemos dar un respuesta
socialmente habilidosa, pero tememos fracasar en el
intento o quedar en mal lugar. Si esto nos sucede con
demasiada frecuencia, tenemos un problema de falta
de asertividad, que a buen seguro empañará de
ansiedad buena parte de nuestras relaciones
interpersonales.
Pero, ¿qué es la asertividad? Es un conjunto de
conductas que le permite a la persona actuar en base
a sus intereses más importantes al expresar sus
sentimientos, actitudes, deseos, opiniones o
derechos, de un modo adecuado a la situación, sin
ansiedad inapropiada, y respetando en todo
momento los derechos y la dignidad de los demás.
Por conducta asertiva entendemos, no el empeño por
lograr lo que uno quiere, sea como sea, por las buenas
o por las malas, pese a quien pese, sino la decidida
voluntad de una persona de hacer valer sus derechos,
de expresar sus opiniones, sus sentimientos, sus
deseos… cuando le parezca oportuno, sin violar los
derechos de su interlocutor, esto es, sin humillar o
degradar al otro.
La conducta asertiva se basa en el respeto hacia
uno mismo y hacia el otro, en la consideración de los
deseos y derechos propios y ajenos. Es también un
hecho que esta asertividad responsable y respetuosa
suele facilitarnos el logro de nuestros objetivos y, a la
vez proporcionarnos unos sentimientos de seguridad
y competencia social muy beneficiosos.
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Entre las características que definirían a una
persona asertiva nos encontramos con que:
No se comporta de manera agresiva con los demás.
Lleva a la práctica sus decisiones aunque para ello
tenga que soportar presiones de los demás.
No huye o cede ante los demás para evitar
conflictos.
Es capaz de aceptar que comete errores, sin
sentirse por ello culpable o merecedora de
rechazo.
Puede solicitar información sobre su propia
conducta negativa en relación con otras personas,
hasta que aquellas expresen cuál es la cuestión del
conflicto.
Está abierta siempre a tratar diferencias o
conflictos con otras personas, para llegar a
compromisos viables, sin poner su identidad ni la
de los demás en cuestión.
Hemos dicho que la asertividad se compone de
diversas conductas. Una sencilla clasificación de las
mismas las divide en conductas verbales y no
verbales. Entre los componentes de las expresiones
verbales de la asertividad, tendríamos, la capacidad de
decir “no”, cuando queremos decir “no”; la capacidad
de pedir favores y hacer peticiones; la expresión
honesta de sentimientos positivos y negativos; la
expresión de opiniones personales; defender los
propios derechos. En cambio, a nivel no verbal, la
conducta asertiva está constituida por 8 elementos:
mirar a los ojos del interlocutor; mantener una
postura corporal correcta; mantener una distancia
física apropiada a la situación; emitir un habla lo
suficientemente fluida; una inflexión de la voz
adecuada; un volumen de voz lo suficientemente
audible, ni demasiado bajo ni demasiado alto; uso
adecuado de las manos; expresividad de la cara.
¿Por qué nos cuesta tanto, a veces, mostrarnos
asertivos? Se han aducido tres razones, que no es
necesario que estén presentes las tres en todos los
casos. La primera predice que la expresión asertiva es
bloqueada por un nivel excesivo de ansiedad. En este
caso, tendríamos la capacidad necesaria para emitir la
respuesta e incluso estaríamos convencidos de que se
trata de la respuesta adecuada, pero tememos sus
consecuencias y un elevado grado de nerviosismo,
probablemente producido por experiencias negativas
anteriores, nos impide dar esa respuesta. En otros
casos, puede que el sujeto poco asertivo carezca de la

suficiente competencia o habilidad para actuar de
forma apropiada. Por último, en la conducta
escasamente asertiva se encuentran pensamientos o
creencias irracionales tales como: “no tengo derecho
a decirle que no”, “si doy mi opinión se reirán de mi”,
“seguro que me dice que no si se lo pido”… que
bloquean la emisión de las conducta asertiva.
La conducta asertiva es susceptible de
entrenamiento y todos los estudios llevados a cabo en
LLIBRES
“La auténtica felicidad”. Martin E.P. SELIGMAN. Ed. Vergara.
Heus ací un llibre pioner en el camp de la
psicologia positiva i que ha impulsat tota una
revolució en aquest àmbit. La primera part està
dedicada a explicar el funcionament de les emocions
positives i a la seua classificació. A la segona part s'hi
exposen les fortaleses i les virtuts que menen a la
felicitat. Aquestes fortaleses són qualitats personals,
en principi modificables, que faciliten l'accés a les
emocions positives i el seu manteniment. Segons
aquest autor, el benestar emocional durador depèn de
l'acumulació de tres factors. En primer lloc, d'un factor
biològic. Les emocions positives, com qualsevol altra
característica humana no són modificables a voluntat
ni de forma il·limitada. Hi ha, doncs, un rang
condicionat genèticament que marca els nostres límits
pel que fa a la capacitat d'experimentar benestar
emocional. El segon factor depèn de les
circumstàncies de la nostra vida i ací, entren en joc
variables com la riquesa o la satisfacció amb la parella.
I, per últim, les fortaleses i virtuts abans esmentades,
factors aquests que si depenen del nostre esforç i
voluntat adquirir-les, i que la seua pràctica ens permet
assolir les gratificacions que ens fan la vida més feliç.
Al llibre hi ha qüestionaris per autoavaluar el grau en
7
esta materia afirman que mejora nuestra percepción
de eficacia en las relaciones con los demás y
disminuye los niveles de ansiedad ante situaciones de
interacción interpersonal.
Desde el Departament de Benestar Social del
Ayuntamiento de Almussafes ya se organizó, el pasado
mes de febrero, un Taller de Asertividad. De seguro
que dentro de no mucho tiempo se volverán a
organizar otros similares. Sigan atentos.
què estan presents en nosaltres les 24 fortaleses i
virtuts que l'autor ha identificat.
En la tercera part Seligman s'hi estén a explicarnos
com podem aplicar aquestes fortaleses als àmbits
de la nostra vida quotidiana, com ara el treball, la vida
de relació de parella o amb altres relacions com
l'educació dels fills.
En resum, un llibre extraordinàriament aclaridor i
que ha significat el punt de partida per al coneixement
de la felicitat i els mecanismes que tenim per
impulsar-la.

COMUNITAT
ALMUSSAFES, EN LA CRUÏLLA DE LA POSTMODERNITAT
Salvador Quijal Pardo. Psicòleg Comunitari. Departament de Benestar Social. Ajuntament d’Almussafes.
Des de fa unes dècades, especialistes en diversos
camps del coneixement (Brooker, 1992, Connor, 1989,
Jenks, 1986, Lyotard, 1989), venen advertint-nos que
ens trobem en un tombant d'època. Un canvi
parangonable a aquell esdevingut amb el traspàs de
l'Edat Mitjana al Renaixement o al període històric
que seguí a la Revolució Francesa.
Aquesta nova època ha rebut diversos noms però
sembla haver fet fortuna el neologisme postmodernitat
per definir-la. Cada edat històrica ve
determinada per una forma característica d'estar en el
món de la humanitat. En ella es viu la vida, les seues
formes de producció de béns, de relacionar-se,
d'exercir el poder, de percebre's i de situar-se en el
món, d'una manera diferent a èpoques anteriors. En
un canvi d'aquesta mena, la jerarquia de valors que
guia la conducta es transforma; la sensibilitat s'altera
moguda per objectes distints a aquells que anteriorment
impulsaven els sentiments, les activitats i les
institucions que doten de sentit a la vida: la família, el
treball, l'autoritat, l’educació es contemplen a la llum
de noves consideracions; hi apareix una nova
economia, una nova política i, fins i tot una nova ètica.
No pretenem en aquestes pàgines, fer una anàlisi
exhaustiva de la postmodernitat. Si ens acostem a
aquesta interessantíssima qüestió és per mirar
d'extraure aquells trets del temps que ens ha tocat de
viure que puguen ser rellevants per reorientar la
nostra forma de fer comunitat i d’enfocar la resolució
dels problemes que se’ns presenten com a veïns.
8
Òbviament, la comunitat d’Almussafes no resta al
marge d’aquestes transformacions. Com no podia ser
d’altra manera, marxa al ritme del temps històric en
què viu. Això comporta una sèrie de trets, alguns d’ells
compartits amb d’altres comunitats semblants, que
convé que analitzem per tal de frenar-ne els efectes
nocius pel que fa a la descomposició social que hi
poden produir.
Indicàvem fa unes ratlles que els principis i les
institucions sobre les que pivota una societat es
trastoquen davant canvis d'aquesta magnitud. S'hi
entendrà que la forma de relacionar-nos com a veïns,
d’organitzar-nos socialment, d’educar les noves
generacions i un llarg etcètera es modifiquen.
Vulguem o no, aquestes transformacions, que tot
seguit explicarem, ens afecten a tothom i afecten el
context en el que vivim. Hi apareixen problemes nous,
dificultats imprevistes a les que hem de fer front amb
recursos i dinàmiques també noves. Conèixer les
peculiaritat més remarcables d'aquesta postmodernitat
ens ajudarà a comprendre les causes
d'alguns efectes que ja comencem a notar, d'altres
vegades ens servirà de guia per orientar el sentit de
les intervencions comunitàries a realitzar i, a la fi, en
no poques ocasions, donat el trist i amenaçador rumb
pel qual circulen les coses, i convençuts com estem del
poder de la nostra comunitat per propiciar canvis
positius, ens serà d'utilitat per mirar de subvertir
aquestes tenebroses tendències.
Un aclariment abans de continuar es fa necessari.
En les pàgines següents ens detindrem a considerar un
grapat de trets distintius que, segons els especialistes,
conformen el nostre paisatge moral i sociocultural de
l'actualitat i que mutatis mutandis descriuen, si més
no en bona part, la nostra comunitat. No voldríem
donar una imatge esbiaixada i parcial de la realitat. Per
entendre'ns, no tot és negatiu avui dia. Hi ha també
valors positius, com ara un anhel de pau com mai hi
ha hagut en la història de la humanitat; la consciència
ecològica entesa com una sensibilitat creixent vers la
preservació del medi ambient; la promoció i defensa
dels drets humans, en especial de les minories més
desafavorides; la consciència d'obertura a la diversitat,
en termes de normalització davant qualsevol condició
personal o social productora de desigualtat; o, encara,
el convenciment, cada vegada més estès de la

promoció dels drets i de la protecció de la infància,
entre d'altres. Si ens hem decidit a dibuixar un perfil
de la postmodernitat com el que tot seguit hi exposarem,
farcit d'elements que podríem anomenar
desfavorables, no és per cap intenció catastrofista ni
ens sentim impulsats per un propòsit apocalíptic.
Considerem, però, que, com a agents socials, hem de
restar atents i oberts a totes aquelles manifestacions
de la nostra societat que puguen influir en el benestar
dels nostres ciutadans. No obstant això, la realitat és la
que és i no la que ens agradaria que fos. Li correspon
al lector valorar si ens hem excedit en aquest propòsit.
Podríem, doncs, definir la societat postmoderna
amb els següents trets característics:
1. Una societat individualista.
Podem entendre l'individualisme com aquella
filosofia o manera de veure la vida on allò que és
personal i privat adquireix una importància superior
al que és comú i compartit. Així, l'individu, - les seues
aspiracions particulars, el seu benestar, els seus
projectes vitals, en suma -, se situa en el centre de la
seua existència, alçària des de las qual seran valorades
les opcions a prendre.
Sense cap mena de dubte, vivim en una època en
què la concepció individualista es troba fortament
arrelada. L'ensorrament de les utopies col·lectivistes i
dels grans discursos d'emancipació social, així com
l'erosió dels lligams tradicionals (família, veïnat, parròquia...)
provocada per l'eclosió de les formes de vida
industrials i postindustrials, han deixat l’individu sense
referents socials sòlids sobre els quals bastir els seu
projecte de vida. Encara a l'època d'entreguerres els
homes i les dones s'abocaven als carrers amb l'esperança
de transformar llurs vides a través de l'acció
pública. La política, l'espai públic, posseïa, encara, tal
valor i significació que, per a molts, no s'entenia la
realització personal plena sense uns determinats
condicionants sociopolítics. Avui, tot això és història.
Al segle XVIII, Tocqueville va saber analitzar
agudament la tendència individualista que tot just
començava a albirar-se. L'observador il·lustrat, però,
ho considerava un mal de "l’esperit" més que no fruit
de l'egoisme: "El individualismo es un sentimiento
reflexivo i apacible que induce a cada ciudadano a
aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse
aparte con su família y sus amigos; de suerte que
después de formar una pequeña sociedad para su uso
particular, abandona a si misma la grande. (…) (el
individualismo) procede de un juicio erróneo más que
de un juicio depravado." (citat en Miralles, J., 2006,
pàg.107)
L'origen de l'individualisme cal situar-lo segons
Tönnies (1979) en la descomposició de l'antiga societat
9
comunitària i la seua substitució per les societats
marcades pel vincle "associatiu". Segons aquest autor,
les antigues "comunitats" eren "naturals". En nàixer,
les persones se les trobaven, no les elegien, com ara el
poble, l'ètnia o la religió. Hi havia valors compartits
que unien les persones en forts sentiments de
pertinença i, hi havia, també una prevalència dels
interessos del grup. En canvi, les noves societat
associatives es basen en els pactes i contractes que les
persones individuals estableixen per a la defensa dels
seus interessos particulars. Són aquesta mena d'interessos
els que hi prevalen. Com diu Josep Miralles:
L'Estat, amb la seua racionalitat, la ciutat amb el seu
anonimat i el mercat amb la competència eren els
nous marcs en què aquest individualisme trobava el
seu desenvolupament espontani". (Op. cit. pàg.106)
Avui, l'individualisme, més enllà de l'aspecte
positiu, –que també en té: de defensa de la llibertat
de l'individu i la seua autonomia–, és una ideologia
que estén la idea que cadascú s'ha d'espavilar pel seu
compte. Els problemes, encara que siguen d'una
majoria, són entesos com a personals i requereixen
respostes individuals. Així es fa difícil construir, tant
lligams solidaris com un civisme responsable.
En un altre aspecte podem referir-nos a l'individualisme
com aquella forma de pensar que ha
propiciat el culte al jo, la devoció a si mateix. En un
món on el destí personal cal lliurar-se'l en solitari, amb
les pròpies forces de cadascú i sense esperar cap ajuda
dels altres, els exemples biogràfics del "man made
self" es revaloritzen. Els assumptes privats assoleixen
la categoria d'interès públic. Per degeneració d'aquest
fenomen hi assistim a l'interès públic dels afers privats
i com més privats millor. L'èxit dels ”reality shows" i
dels programes de televisió exhibidors d'intimitats o
de la premsa rosa en són una bona demostració.
Assistim, doncs, a una ideologia individualista que
persegueix l’autorealització del subjecte, tot provocant
una moral desvinculada de l’entorn social. Una
ideologia que concep la llibertat individual com a
valor suprem, per això resulta tan problemàtic, avui
dia, restringir aquesta llibertat en nom d’interessos
aliens o de la comunitat. Com diu Javier Elzo,
l’individualisme que impera no és l’individualisme de
projectes, d’exigències, de deures i de responsabilitats,
sinó l’individualisme de drets.
Òbviament, aquesta ideologia elabora la seua
pròpia ètica i promou els seus propis valors. Com
subratlla Lypovetsky (1994) la dissolució de la moral
s’ha accentuat amb la regressió de la influència de
l’Església, amb l’entronització dels diners i l’auge del
neoindividualisme. La nostra cultura quotidiana, la
dels mitjans, el consum, la publicitat, etc., és
àmpliament dominada per la recerca del benestar
individual, el lleure, l’amor al cos, l’èxit i els diners i no

per la capacitat de la persona per lliurar-se als altres,
la virtut austera, la renúncia d’un mateix.
L’eclosió d’aquesta ètica anorrea valors tradicionalment
ben considerats, ara sota sospita. Parlem,
per exemple del civisme, entès pel respecte pels altres
i pel que és de tots, entès con el lligam que ens
connecta amb el nostre entorn natural i social. Ens
sembla una obvietat afirmar que l’individualisme és el
responsable de la davallada del civisme. Això du
aparellat l’afebliment del sentiment de pertinença a
una comunitat, sense el qual és molt difícil bastir
projectes amb mires a la col·lectivitat. Sense
sentiment de pertinença no hi ha comunitat. Una
altre dels valors afectat és el concepte de bé comú,
avui un terme ambigu i difuminat, irreconeixible sota
el maquillatge de tants interessos particulars.
Fruit de la mentalitat individualista que comporta
una priorització del benestar i dels objectius de
realització del subjecte, es detecta una manca de
responsabilitat, entesa com la forma de relacionar-nos
amb els altres, gràcies a la qual som capaços de situar
els interessos d’altres amb els que ens sentim
vinculats per damunt dels nostres. Parlarem més
endavant d’aquesta qüestió en un apartat específic.
I com no hauria de veure’s afectat l’altruisme?
L’eclosió del voluntariat, les ONG, els apadrinaments
de nens del Tercer Món i un llarg etcètera d’accions
humanitàries i generoses vers els proïsme no és
incompatible amb l’auge de l’individualisme, ja que es
tracta essencialment d’una moral indolora, és a dir,
actuacions que es fan amb els excedents i que no
comporten obligacions i compromisos forts. Seguim
en aquest sentit Lipovetsky (1994) quan diu: “Avui dia
es parla molt d’ètica, de beneficència, de retorn de la
moral. Malgrat això, els francesos donen per ajudar els
altres una sisena part del que aposten en els jocs
d’atzar, la meitat del que es gasten en flors i plantes, i
una quarta part del que destinen a gossos i gats. Quan
se’ls demana que, en una llista de disset qualitats
morals, trien set virtuts que voldrien veure inculcades
en els joves, només un 15% dels europeus esmenten
l’altruisme; l’obligació de socórrer els altres només
ocupa el catorzè lloc, més o menys al mateix nivell que
la paciència; l’altruisme l’esmenten un 20% dels
francesos, però només un 5% dels espanyols, italians i
alemanys. Quan es pregunta als joves entre tretze i
disset anys què els han ensenyat realment els seus
pares, la majoria –tres quartes parts- parlen de la
necessitat d’esforçar-se en els estudis per aconseguir
una bona professió. Tanmateix, el respecte dels
principis morals ha perdut molt valor, ha perdut gran
part de la legitimitat profunda. Què en queda,
exactament, avui dia? Ja no tenim fe en l’imperatiu de
viure per a l’altre, en l’ideal moral tradicional de la
preferibilitat del proïsme.”
10
I quines conseqüències socials se’n deriven
d’aquest fenomen? El llistat és llarg i podem incloure
l’increment dels actes vandàlics i incívics; l’abandonament
o el maltractament d’ancians, l’augment de
les situacions de desprotecció de menors o les
ruptures conjugals producte de la descomposició dels
lligams socials; la crisi de la institució familiar, en ser
entesa aquesta com un instrument de satisfacció
personal de l’individu, i que té repercussions serioses
en l’educació dels fills, afectada tant per fenòmens de
desestructuració de la família com per la seua
disfuncionalitat a l’hora de cuidar i educar; l’expansió
del sentiment de solitud per l’afebliment de les xarxes
tradicionals de suport social, la sensació d’anòmia i de
buidor que provoca un increment alarmant de
malalties mentals; la minva greu del moviment
associacionista i del capital social.
2. L'hedonisme com a valor suprem.
Per hedonisme entenem aquella actitud davant la
vida que concep l'experimentació de plaer com el fi
primordial de l'existència. És obvi que hi ha diverses
classes de plaer (sensitiu, intel·lectual, contemplatiu) i
cadascun d'ells ha merescut a les diferents tradicions
filosòfiques i sapiencials valoracions així mateix,
diverses. El que volem dir quan afirmem que la
societat actual és hedonista és que prioritza el fet de
passar-s'ho com més bé millor, que vol assolir les
gratificacions sense haver de passar pels esforços
corresponents previs i que veu en l'assumpció de
responsabilitats una penositat innecessària (Buxarrais,
2006). L'aparició de fenòmens com el botellón en són
un bon indicador.
Aquesta actitud té unes conseqüències
devastadores en la forma humana d'estar en el món,
tal i com l'hem entès fins ara. En primer lloc, afecta a
la forma en què ens relacionem amb el patiment.
Taylor (1996) ha destacat l'error fonamental de la
ideologia hedonista que considera que un bé no és
vàlid si suposa patiment. En segon lloc, aquesta
concepció suposa la degradació de la cultura de
l'esforç, puix una societat que refuse el patiment en
lloc de preparar-se per a tolerar-lo renuncia a la seua
pròpia capacitat de superació. En tercer lloc,
l'hedonisme altera la nostra relació amb el desig i el
fa sobirà capriciós dels nostres actes. És el que
s'anomena principi de no frustració, segons el qual tot
desig ha de ser satisfet immediatament, i cap d'ells no
ha de ser frustrat. El nostre sistema econòmic hi
contribueix eficaçment a inserir en la nostra psicologia
tal concepció. La publicitat i el sistema de vendes a
terminis en són poderosos instruments al servei
d'aquesta ideologia.
El resultat és una mentalitat incapaç de suportar
les adversitats, l'esforç o el dolor. Però, seduïts per les

promeses de solucions fàcils i ràpides ens pensem que
tenim una resposta per a tot. I així, en lloc d'analitzar
les causes dels problemes i aplicar-hi una solució
racional, a l'era de la raó que hauria de ser la
modernitat, volem resoldre les nostres dificultats a
colp de píndola (Miró Ardèvol, 2005). Si ens sentim
angoixats o deprimits prenem psicofàrmacs, ens
siguen receptats o no. El consum d'aquestes
substàncies s'ha incrementat significativament en els
darrers anys a l'estat Espanyol amb finalitat
recreatives. Si ens trobem adolorits o simplement hem
tingut una contrarietat usem calmants o estupefaents.
O, en un altre ordre de coses però responent a la
mateixa causa, si una relació interpersonal, per
important que siga, no ens satisfà prou, la trenquem,
etc., per no parlar dels efectes d’aquesta manca de
cultura de l’esforç en l’àmbit dels estudis, amb el índex
de fracàs escolar i en el món del treball.
Hom diria (Lacroix, 2005) que només som capaços
d’activar-nos a través d’entusiasmes sobtats,
d’emocions tan intenses com efímeres. L'èxit dels
actes massius, concerts, partits de futbol, manifestacions,
s'explica per la necessitat que hem anat
creant de sentir-nos transportats, de tant en tant, per
una sotragada emocional intensa. Preferim les
emocions fortes en detriment de les tranquil·les, de
les contemplatives. Les pel·lícules, per exemple, que
evoquen aquests segons estats afectius, les trobem
lentes, ens impacienten; la música suau, ens avorreix.
Bauman (2005) explica aquest canvi en clau
socioeconòmica. La societat postmoderna ens prepara
per a ser consumidors. Els nostres avantpassats van
ser formats per a ser productors. La diferència és
força important i té repercussions notables en tots els
ordres de la vida. Parem esment en les qualitats en les
quals ha de ser format un productor: l'adquisició i
observació d'hàbits ben establits; la fidelitat al mitjà
de producció; l'adaptació a la rutina i a pautes de
11
comportament repetitius; la disciplina i la capacitat
d'ajornar la gratificació; l’esforç sostingut; la facultat
d'estabilitzar les emocions i les seues necessitats; l'ús
de la previsió, etc. Doncs bé, aquests són precisament
els pitjors vicis per a un consumidor. Se'ns empeny a
ser anàrquics, impulsius, car hem d'estar sempre a
punt per consumir; no hem de restar fidels més que al
nostre propi benefici; el que puguem consumir avui no
ho deixem per a demà; deixem-nos portar pel desig
("nosaltres ho valem"); no cal pensar-hi massa en les
conseqüències ("Just do it").
Els valors hedonistes són contraris a la moral de
l’esforç i l’autodisciplina, però sobretot generen
infelicitat i buidor existencial.
3. El declivi de la responsabilitat.
Els arguments que hem anat perfilant en la
caracterització de la societat contemporània, preparen
el terreny per a l’aparició de la desresponsabilització
generalitzada. José Antonio Marina defensa que vivim
en la societat de la responsabilitat transferida. És a dir,
exigim que els altres siguen responsables, però
defugim la nostra pròpia responsabilitat. Això és
força evident en l’exigència a les administracions
públiques de fer-se càrrec de funcions assumides fins
ara pels individus i els grups en els que s’hi integren,
com ara l’educació dels fills o la cura dels ancians. Això
comporta que en les nostres societats democràtiques
caracteritzades per una estructura liberal, l’estat està
veient-se obligat a fer-se càrrec cada vegada de més
responsabilitats, perquè ha d’anar suplint les que els
individus volen descarregar-se.
Arribats ací cabria preguntar-nos si el concepte de
ciutadania, tal i com l’hem entès fins ara, és sostenible
dins d’aquesta nova realitat. Perquè, com diu Josep
Maria Terricabras el que defineix un ciutadà és que és
corresponsable. La ciutadania, és a dir, l’existència
d’una comunitat, pressuposa l’existència d’una xarxa
moral bastida amb els altres conciutadans, un teixit de
drets i deures, un pacte tàcit, però sòlid, de respecte i
d’acceptació de l’altre. En definitiva, una xarxa que
podríem anomenar de la implicació, perquè no és
veritat que tinguem només drets o deures; sempre
tenim drets amb deures, i deures amb drets, ja que
allò que és per a mi un dret, és per a un altre una
obligació, i el que és per a mi un deure, és un dret per
a algú, i per això estem implicats.
El declivi de la responsabilitat té lloc en un
atmosfera moral de predomini d’allò emocional, dins
una ètica indolora i no imperativa (Lipovetsky, 1994).
Charles Taylor ( 1996) expressa encertadament les
conseqüències negatives que això implica per a la vida
pública quan afirma: “...en un mundo de afiliaciones y
relaciones cambiantes la pérdida de sustancia, la
creciente liviandad de los lazos y la superficialidad de

las cosas que usamos aumentan muy deprisa. Y las
consecuencias públicas son aún más directas. Una
sociedad de personas que se autorrealizan, cuyas
afiliaciones son cada vez más revocables, no puede
sostener la fuerte identificación con la comunidad
política que necesita la libertad pública” (pàg. 686).
Les conseqüències socials d’aquesta transmutació
de valors són diverses. Tenim, per exemple, el que s’ha
anomenat cultura de la queixa, expressió que designa
un estat psicològic d’insatisfacció permanent que
responsabilitza els altres, i especialment els poders
públics, d’allò que va malament o que té algun efecte
advers en els individus. No cal remarcar l’efecte
desmotivador que té aquest fenomen en la
participació ciutadana en els afers públics.
Relacionat amb l’efecte anterior ens trobem amb
l’actitud, prou estesa socialment, d’esperar que ens ho
donen tot fet, actitud generadora de no poques
frustracions. Aquesta mena d’actituds fomenta
ciutadans amb una psicològica minoria d’edat,
instal·lats en una cultura del no és culpa meua, que
pensa només en termes de drets i es manté cega
davant els deures.
4. L’era del relativisme moral.
Les grans narratives “alliberadores” (siguen
religioses, polítiques, socials, vulguen salvar l'home en
aquesta vida o en l'altra) han caigut en el desprestigi.
Ens hem quedat sense utopies. Amb l'ensorrament
d'aquests grans discursos, han caigut alhora els
corresponents sistemes morals que els constituïen.
Avui ens resulta més difícil que mai definir què és el
bé i què és el mal. No disposem d'una autoritat
inqüestionada - divina o humana - a la qual referir-nos
per respondre a aquesta qüestió. De veus que ens
sermonegen o moralitzen n'hi ha moltes, però cap
amb l'ascendent necessari per assolir un mínim
consens social.
12
Ens trobem instal·lats en el relativisme moral.
Aquesta forma d'entendre la vida afirma que no hi ha
una veritat objectiva, uns valors absoluts, que no es
pot apel·lar a una única realitat substantiva de la qual
derivar prescripcions ètiques. Pel contrari, la resposta
a la qüestió del bé i del mal és relativa, és a dir, depèn
de múltiples factors, dels rols, de les situacions, dels
condicionants històrics, dels marcs culturals, etc. Per
això ens resulta tan difícil valorar, moltes vegades,
segons quins fets i actuacions, i encara més en un
entorn de complexitat creixent.
Hi apareix una fragmentació de l'ètica - paral·lela a
la fragmentació de la nostra existència -. Hi ha una
ètica privada, una per a la política, una altra per als
negocis, etc. cadascuna amb la seua escala de valors i
les seues prioritats. Aquest esbocinament no té en
compte la naturalesa social de l'home, la qual cosa ha
obert un abisme entre les actuacions personals i les
seues implicacions o conseqüències socials. Aquesta
ètica personal ens permet establir el nostre propi codi
de conducta deslligat dels altres.
Però, si no hi ha un concepte unívoc del "bé",
tampoc pot haver-hi l'aspiració a crear una "societat
bona"; si el concepte de justícia és relatiu tampoc
podrem construir una utopia de la "societat justa".
Un punt que ens sembla fonamental per a la tan
necessària reconstrucció cívica ciutadana és entendre
que el relativisme és dolent. A més, nega la llibertat
de l’individu en creure’l incapaç de transcendir el
context d’una cultura.
Si tots els valors són relatius, aleshores tot val el
mateix. Desapareixen, doncs, els mèrits i els demèrits,
ens quedem sense criteris per distingir les conductes
dignes de les indignes, les trajectòries vitals reeixides
de les fracassades. Prendre el relativisme com un valor
absolut fa obsoleta la noció de bé comú, deixa d’existir
l’opció d’allò que és vertader. Quedar-nos sense marcs
referencials és sumir-nos en una vida sense sentit
espiritual. Charles Taylor (1996) expressa d’aquesta
manera la necessitat que els humans tenim de situarnos
respecte el bé perquè la nostra vida agafe gruix i
perspectiva: “quizás encontremos que no es posible
dar sentido a nuestra vida moral sin algo así como la
perspectiva de un hiperbién, sin alguna noción de un
bien en que crecer y que entonces nos permita ver
diferentemente los demás (pàg. 112).
Els valors compromesos davant aquesta situació
són l’objectivitat i la raó. Avui perquè una proposta
siga tinguda en compte socialment no cal que siga
fonamentada racionalment, n’hi ha prou amb que
estiga ben articulada mediàticament. Una societat
que, a causa de la mentalitat relativista, renuncia a la
idea de veritat des de la perspectiva trivial de la
comoditat està abocada a la confusió i a la paràlisi.

Però, allò que ens sembla més dramàtic de
l’assumpció plena del relativisme és la pèrdua del
telos humà. L’home modern, amb la pèrdua de la
identitat social que li subministraven els lligams
tradicionals – família, veïnatge, parròquia, gremi – ha
anat perdent així mateix un projecte de vida humana
ordenat a una finalitat. El concepte de telos, ben palès
en cultures i èpoques anteriors, venia a significar que
l’home tenia la missió d’elevar-se a si mateix, a través
d’una via de superació, des d’estadis més infrahumans
a d’altres més evolucionats, a partir de la renúncia, de
la formació del caràcter i de les virtuts. MacIntyre
(1987), analitzant l’obra d’Aristòtil ho expressa així: “Su
estructura bàsica es la que Aristóteles analizó en la
Ética a Nicómaco. Dentro de ese esquema teleológico
es fundamental el contraste entre “el-hombre-talcomo-es”
y “el hombre-tal-como-podría-llegar-a-ser-sirealizara-su-naturaleza-esencial”.
La ética es al ciencia
que hace a los hombres capaces de entender como
realizar la transición del primer estado al segundo. No
hi pot haver tensió a l’hora de realitzar un projecte de
vida si no hi ha una finalitat clara definida per una idea
coherent de bé, a la qual dirigir-se.
És precisament l’existència, d’aquest telos el que
permet destriar la bondat i la significativitat d’una
vida, allò que orienta la persona fins l’èxit vital, fins
un camí de millora.
Aquest esquema teleològic on hi ha una
diferenciació clara entre l’home tal i com es tal com
hauria de ser s’ha perdut en l’actual horitzó relativista,
reduint així la nostra capacitat de projecció humana.
Avui, ens costa mantenir una visió coherent del
concepte de creixement humà, si és que el mateix
concepte significa res per a la majoria dels nostres
conciutadans.
5. L’adolescència com a model.
Totes les societat han tingut un model d'home. Ens
referim a aquella semblança, actitud, pautes de
conducta i estil de fer que s'han considerat les més
convenients i desitjables. En les societats tradicionals,
per exemple, l'ancià era considerat el referent en
molts aspectes: polític, moral, i les sues opinions i visió
de la realitat ocupava un lloc privilegiat en l'imaginari
col·lectiu. Era un model, un guia insubstituïble.
Stefan Zweig escrivia que, en el tombant de segle
XIX al XX: "el que quería progresar se veía obligado a
recurrir a todos los disfraces posibles para parecer más
viejo de lo que era" (…) "los diarios recomendaban
productos para adelantar la aparición de la barba" i
els metges joves tot just doctorats intentaven adquirir
una lleugera panxa i "cargaban sus narices con gafas
de montura de oro, aunque su vista fuera perfecta, y
ello pura y simplemente para dar a sus pacientes la
impresión de que tenía experiencia" (S. Zweig, en
13
Finkielkraut, 1990, pág. 134) La joventut provocava
malfiança, donava la imatge d'un estat incomplet, inacabat.
La maduresa, en canvi, era signe de seriositat,
d'experiència, de saviesa. Era el model de l'època.
Avui, l'estil de vida adolescent marca el camí a la
resta de la societat. Transcrivim tot seguit les paraules
del filòsof francès Alain Finkielkraut, un agut
observador de la cultura, que ha sabut descriure
perfectament el que estem dient: "La moda es joven;
el cine y la publicidad se dirigen prioritariamente al
público de los quince-veinteañeros; las mil radios libres
cantan, casi todas con la misma música de guitarra, la
dicha de terminar de una vez con la conversación. Y se
ha levantado la veda de la caza al envejecimiento" (…)
"en nuestros días , la juventud constituye el imperativo
categórico de todas las generaciones. Como una
neurosis expulsa a la otra, los cuarentones son unos
"teanaegrs" prolongados; en lo que se referiere a los
ancianos, no son honrados por su sabiduría (como en
las sociedades tradicionales), su seriedad (como en las
sociedades burguesas) o su fragilidad (como en las
sociedades civilizadas), sino única y exclusivamente si
han sabido permanecer juveniles de espíritu y cuerpo.
En una palabra, ya no son los adolescentes los que,
para escapar del mundo, se refugian en su identidad
colectiva; el mundo es el que corre alocadamente tras
la adolescencia". (Finkielkraut, 1990, pàg. 134-135)
L'adolescència s'ha convertit als nostres dies en
l'etapa de la vida més preuada. És el triomf de la
frivolitat sobre el pensament; de la música rock sobre
l'expressió verbal; de la imatge electrònica sobre la
paraula; de la historieta i el còmic sobre la literatura;
de l'evasió sobre la responsabilitat; en suma, de la
puerilitat sobre la maduresa.

Aquest model de comportament (l'adolescent) no
només estén a la resta de la societat pautes externes
de comportament: un tipus de roba (i de marques)
determinada; una música identificativa; una imatge
corporal guiada per l'obsessió de semblar com més
jove millor. A més, malauradament, van guanyant
terreny els trets psicològics propis de l'adolescència en
una societat on la diversió es troba al capdamunt de
l'escala de preferències; on la previsió de les
conseqüències de les accions s'ha substituït per una
impulsivitat miop i on creix la tendència a adoptar un
d'aquests dos papers: el de criatura o el de víctima
(Bruckner, 1996). Tots dos solen tenir en comú el fet
de no considerar-se responsables dels seus actes, i, en
canvi, exigir dels altres que es responsabilitzen de les
coses que ens passen, ens atenguen, protegesquen i
ens recompensen. La felicitat, així vista, és un dret
conquerit que ens deuen, no una missió, una
realització personal que li pertoca a cadascú.
Conseqüència d’aquest estat de coses és
l’increment de casos clínics d’allò que s’ha designat
amb el nom de síndrome de Peter Pan i que podríem
definir com persones que tenen por a madurar
psicològicament i es mantenen en pautes de
comportament menys evolucionades.
Actualment, els nens adopten més prompte
comportaments de majors, però cada vegada els
costa més fer-se joves i eixir de l’adolescència.
6. Una societat consumista i materialista.
Si hi ha alguna funció, algun rol que ens és
impossible defugir en l'actualitat és el de
consumidors. Els humans sempre hem necessitat
coses i les hem adquirit com hem pogut. Però, mai
com ara se'ns havia incitat de forma tan insistent i
poderosa a consumir fins a convertir aquesta activitat
en un autèntic estil de vida. Posseir determinats
objectes o adquirir productes d'aquesta o l'altra marca
comercial ha passat a ser considerat, més enllà de la
necessitat real o induïda que satisfan, una font
d'autoestima i de definició personal. De vegades, fins i
tot, no és ni tan sols la possessió del bé la que ens
impulsa a comprar, n'hi ha prou amb el fet de
consumir per sentir-nos bé, convertint-se en una
autèntica compulsió. Omplim amb objectes i actes de
consum unes vides buides que no per això deixen
d'estar menys buides.
Erich Fromm (1980) va distingir dues maneres
d'existir de l'home. Aquella que va anomenar tenir i
que ho redueix tot a l'acumulació de coses, riqueses,
poder; i aquella que cerca per damunt de tot ésser. La
primera té com a mètode l'agressivitat fonamentada
en l'enveja i la cobdícia. La segona es basa en l'amor,
en la joia de compartir i en una activitat significativa i
beneficiosa des d'un punt de vista humà. El
14
consumisme és la plasmació pràctica de la mentalitat
possessiva de la primera forma d'existència.
J.K. Galbraith (1996) ja ens va advertir a mitjan
segle XX els perills d'una societat basada en la creació
il·limitada de necessitats artificials. Per això no ens
sentim satisfets; cada vegada necessitem més i més
coses. Per sentir-nos a gust precisaríem algun criteri
de satisfacció, alguna mena "d’estàndard de
conformitat". Però res d'això existeix i a la vida
organitzada al voltant del consum no li interessa que
existesca (Bauman, 2006). Al contrari, res és fix, tot és
movedís com la publicitat dels productes, car es basa
en la seducció i en la transformació del desig en
necessitat. No existeix el referent de vida “exitosa”; la
comparació universal fa via en la societat de consum.
La noció del temps s'escurça. El luxe d'avui és
necessitat del demà. I la distància entre avui i demà és
insuportablement llarga - "el que volem ho volem ja" -
. Com que no hi ha normes tampoc no hi ha criteris de
legitimitat que denuncien la creació de "falses
necessitats". Els límits no s'hi albiren.
Per materialisme entenem ací la concepció que
situa els béns materials en el cim de l'escala de valors
i els veu com, sinó l'única, la més important via
d'accés a la felicitat. Esperonats per aquest "mite" ens
veiem embolicats, quasi sense adonar-nos-en en una
recerca il·limitada i sense sentit de benestar material.
Aquella felicitat metamaterial ha quedat sepultada en
els escrits dels filòsofs antics i en la literatura d'altres
èpoques. Ara, identifiquem felicitat amb béns
materials. Les promeses, però de la mentalitat
tecnològica no s'han acomplert. Malgrat l'increment
d'aquests béns materials que hem experimentat
darrerament, ens sentim insatisfets. Malestar de la
civilització, en deia Edgar Morin. El resultat és un
deteriorament de la nostra sensibilitat i del nostre
gruix moral. La quantitat de coses que "necessitem" és
directament proporcional a la buidor i el desemparament
que sentim. Som més pobres espiritualment,
tenim cada vegada més dificultat per
autotranscendir-nos i ens costa discernir els significats
profunds de la vida.

7. L'era dels lligams líquids
Zygmunt Bauman (2006), famós sociòleg polonès i
brillant observador de la postmodernitat ha encunyat
el terme modernitat líquida per descriure la mena de
relacions que establim avui. En les darreres dècades,
l'esfondrament de les lleialtats tradicionals i dels
costums heretats (relacions sòlides) ha donat lloc a
l'establiment de vincles socials –fent servir la metàfora
de Bauman– líquids, fluids, inestables, efímers,
volubles, evanescents. El prototip contemporani és
l'individu que nada lliurement en un mar de contactes
interpersonals –sense lligams, sense compromisos–
tan nombrosos com precaris i superficials.
Es mou guiat només per la satisfacció del seu desig
vers el que creu que és l'autorrealització personal,
entesa com el bé suprem. No hi ha lligams que el
constrenyesquen, no hi ha límits que l'aturen, no hi
res que el vincule a la tradició, amb el passat, amb la
comunitat o a un sentit del deure abstracte. Però, el
futur tampoc no es presenta amb un rostre amable.
Un lligam afectiu o relacional significatiu ha de ser
necessàriament estable, és a dir, ha de tenir vocació
de projectar-se al futur. En canvi, els vincles actuals
semblen estar dissenyats sobre la premissa "res a
llarg termini". Si el passat - de nexes sòlids - ens
molesta, el futur "vinculat" ens espanta. Bauman
(2005) ho descriu així: "Les relacions interpersonals
amb tot el que arrosseguen –amor, relacions de
parella compro-misos, drets i deures mútuament
reconeguts– són simultàniament objectes d'atracció i
aprensió, de desig i por; terreny de divisió i de
vacil·lació, d'examen de consciència i d'ansietat. (…) La
majoria de nosaltres estem dividits davant aquesta
novetat de "viure sense lligams", de relacions "sense
compromís". Les desitgem i ens fan por alhora. No ens
faríem enrere, però no ens trobem a gust on som ara.
No sabem del cert què cal fer per aconseguir les
relacions que volem; encara pitjor, no sabem del cert
quina mena de relacions desitgem." (Op. cit. pàg. 88)
Com consumidors que som estem reduint els
llaços socials a objectes de consum, i, consegüentment,
a l'hora de valorar el subjecte d'una
relació –de parella, d'amistat, laboral, etc.– fem servir
els mateixos criteris d'avaluació com si d'un producte
de consum es tractarà. Volem tenir relacions
parangonables als productes que comprem, és a dir,
amb un període de prova i amb la garantia que ens
tornen els diners (això és, que la porta de la
reversibilitat hi romanga oberta) si el "producte" no és
de la nostra completa satisfacció. Si ens trobem en un
cas com aquest, si la relació esdevé disfuncional o
insatisfactòria i entenem que és per culpa de l'altre
(diagnòstic al que s'hi arriba amb una alta freqüència i
facilitat) ens sentim deslliurats de l'obligació de fer
que la relació funcione. Termes com "compromís
15
previ", "a les dures i a les madures", "en la salut i en la
malaltia", han perdut significat, ja no apel·len a cap
consciència capaç de mobilitzar-nos a fer sacrificis per
la continuïtat de la unió, a reduir les pròpies
expectatives o a ajudar-se mútuament en els temps
difícils. Es tracta només de quedar satisfet amb un
producte preparat per a consumir.
El deure es troba en fase crepuscular (Lipovetsky,
1994). La idea d'un esforç, de l'exigència d'un sacrifici
contrari al benestar, al dret individual a la pròpia
autonomia, a la satisfacció del desig immediat
repugna la nostra mentalitat postmoderna.
Per altra banda, tendim, cada vegada més a tenir
relacions "virtuals". L'atractiu aparent és innegable.
Són còmodes, lleugeres, tan fàcil és entrar com sortirne.
Aquests al·licients ens poden enlluernar, però
difícilment són substituts vàlids de les formes sòlides
de vinculació, i per això mateix, no poden satisfer el
"sentiment de nosaltres" que cerquem. Amb els xats i
els mòbils no podem reproduir la comunitat perduda.
Encara més, tal i com diu Bauman (2005), no només
no assolim el fi, sinó que a poc a poc, perdem els
mitjans: "Exposats als "contactes fàcils" de la
tecnologia electrònica, anem perdent la capacitat
d'entrar en interacció espontània amb la gent real. De
fet, cada cop ens tornem més tímids a l'hora de
relacionar-nos cara a cara. Tenim tendència a agafar
els mòbils i teclejar furiosament per enviar missatges i
evitar així fer-nos ostatges del destí, és a dir, per tal de
fugir de relacions complicades, embolicades,
imprevisibles, difícils d'interrompre, bandejant doncs
l'opció de relacionar-nos amb les "persones reals",
físicament presents al nostre entorn. Com més gran (i
fins i tot més superficial) sigui la nostra comunitat de
fantasmes, més descoratjadora sembla la tasca de fer
alguna cosa plegats i mantenir junts els individus
reals." (Op. cit. pàg. 128-129).

El sociòleg francès Robert Castel la anomenat
"desafiliació" al procés mitjançant el qual s'albira la
desaparició de la societat, –si entenem aquesta en el
sentit d'una xarxa de relacions entre subjectes
interdependents– per donar lloc a un conjunt
d'individus aïllats, a un conglomerat d'àtoms sense
vida comuna. No pot haver-hi continuïtat entre
generacions, ni transmissió ni tan sols solidaritat
sense uns lligams socials sòlids. A més, sense
compromisos en la vida hom no pot assolir la
maduresa moral.
No ens resistim a acabar aquest apartat sense
recórrer, una vegada més a l'autoritat de Z. Bauman
(2005) per advertir-nos: "Tot això és preocupant, i de
fet un problema esfereïdor. És un cop directe al cor de
la manera humana d'estar al món. Al cap i a la fi, el
nucli dur de la identitat - la resposta a la pregunta "qui
sóc jo?" i, el que és més important, la credibilitat
continuada de la resposta que es doni a la pregunta -
no es pot formar sinó partint de les relacions que
connecten el jo amb els altres i del supòsit que
aquestes relacions són estables en el temps i dignes de
confiança. Ens cal tenir relacions i ens cal tenir
relacions en les quals nosaltres comptem per a alguna
cosa, relacions que ens serveixin de referència per
definir-nos nosaltres mateixos." (Op. cit. Pàg. 95-96).
8. Una societat malalta?
En les darreres dècades, a les societats
occidentals, s’ha produït una autèntica implosió
BIBLIOGRAFIA
16
d’indicadors de malestar. Ens sentim sols, angoixats i
deprimits. S’han incrementat espectacularment els
índex d’addiccions, de trastorns mentals, de
depressions i d’ansietat, de divorcis, de violència i de
suïcidis. Segons la OMS, als països de l’àrea occidental,
una de cada quatre persones se sent sola i segons
aquesta mateixa font, la depressió és la segona
causa que acurta l’expectativa de vida de les persones
entre 15 i 44 anys, i es calcula que per a l’any 2020, ho
serà en persones de totes les edats i d’ambdós sexes.
Així mateix, es preveu que aquests taxes vagen en
augment els pròxims anys.
El servei d’atenció psicològica de l’Ajuntament
d’Almussafes atén mensualment més de 30 persones.
Són símptomes d’un malestar subjacent. Vivim en una
cultura que, sovint, ens desvia dels objectius vitals que
com a éssers humans ens poden acostar al benestar i
la integració social. Ens angoixa la por a perdre
l’estatus, a ser rebutjats, a no tenir el control de les
nostres coses, a no ser prou competitius, a no fer les
coses bé en el terreny professional, familiar, etc. En
aquesta època caracteritzada per l’emotivisme, ens
sentim malament quan les nostres emocions no són
les que entenem que haurien de ser. Ja no tolerem
sentir-nos desgraciats, culpables o ineptes. Busquem
de seguida, vies d’escapament. Instal·lats en una
societat opulenta capaç de satisfer tots els nostres
desigs de béns materials, ens oblidem de sentir, dels
altres, de ser.
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BASES PER A UN DEBAT SOBRE LA SOCIETAT RESPONSABLE
JOSÉ ANTONIO MARINA. Filòsof i escriptor.
El següent text és un extracte de la Conferència inaugural del Seminari: “La construcció de la societat
responsable” organitzat pel Centre d'Estudis Jordi Pujol, celebrat el 14 de desembre de 2005 a Barcelona.
De la meva experiència de catedràtic i de professor
–i, a més, de professor de gent molt jove– m’ha
quedat una mena de tic professional: per donar una
classe bé, hem d’entrar-hi amb la idea que ens hi
estem jugant el futur del món. No és perquè siguem
megalòmans; és perquè si ens prenem seriosament la
tasca, en dir «Avui els explicaré l’imperatiu categòric»,
del fet que entenguin el que és l’imperatiu categòric
en dependrà no només l’assignatura, no solament la
vida d’aquests alumnes, sinó també l’esdevenidor de
tota la humanitat. Ja sé que no és cert, però no sabeu
com afavoreix les classes pensar aquestes coses així,
perquè l’altra actitud és «Tant m’és! Si de tota manera
no se n’assabentaran i no en trauran cap profit».
Jo crec que és bo iniciar aquest seminari amb una
idea ambiciosa. Estem tractant d’un tema
d’excepcional importància; un tema en relació amb el
qual, en la geografia que exposaré aquí, s’hi
mobilitzen els conceptes fonamentals de tota la nostra
convivència: el concepte de llibertat, el concepte de
convivència, el concepte de política, el concepte de
dret, el concepte de deure; tots estan implicats de
manera que quan un canvia, canvia tota la resta.
Aquesta conferència, per tant, m’agradaria que fos
una introducció pedagògica a un treball llarg, que
comença ara, que va més enllà d’una anàlisi teòrica
per proporcionar idees per a l’acció. Crec que hi ha
una disfunció en la nostra cultura quan pensem que el
coneixement és el gran valor de la intel·ligència. No: el
gran valor de la intel·ligència és dirigir el
comportament. És clar, per dirigir el comportament cal
tenir un coneixement previ, però analitzar les coses
pel gust d’analitzar-les produeix en última instància
una mena d’irresponsabilitat de l’intel·lectual.
El cert és que cal que reconstruïm ordims socials
bàsics que han estat destruïts per un cúmul de
malentesos. I això és el que complica la tasca, perquè
no seré jo qui es mostri apocalíptic amb la situació.
Ningú que sigui sensat hauria volgut viure en una altra
època que no sigui en la d’una democràcia avançada;
en temps de la reina Victòria d’Anglaterra, si fos el duc
de Gloucester, potser... però sense saber en quina
posició estaria, ningú que sigui sensat no pot mirar
com una mena de paradís perdut cap altra etapa de la
història.
De manera que des del moment en què diem
«Hem avançat molt perquè la humanitat ha tingut un
progrés ètic», s’està produint un fenomen que crida
17
l’atenció: la nostra cultura, precisament per alguns
dels seus avenços més esplèndids, està produint uns
quants plançons parricides. Són efectes col·laterals, si
ho voleu dir amb un discurs correcte. Per exemple, la
nostra capacitat tecnològica està produint un difícil
manteniment de l’estabilitat atmosfèrica: estem
avançant tecnològicament i destruint el nostre
hàbitat, una cosa va amb l’altra. No podem dir
«Millorem el medi ambient» sense dir «I què fem amb
la tecnologia i amb la nostra manera de viure?» Ja
sabem que el món sencer no pot mantenir la despesa
d’energia que tenen els països desenvolupats. I què
hem de fer? Condemnem els altres països perquè mai
no abastin els nostres nivells de despesa energètica?
Baixem nosaltres la despesa d’energia? Què hem de
fer?
Un altre exemple és una qüestió més complexa,
que ens introdueix directament en el tema d’avui: una
de les grans creacions de la humanitat, del progrés
ètic de la humanitat, ha estat el respecte als drets
individuals. Aquest respecte suposava que la persona
es considerava el centre de valor de l’univers i, per
tant, tot el sistema de convivència havia d’estar
disposat a protegir els drets de les persones. Això va
ser un avanç colossal però quan, el 1991, es convoca a
Viena la Convenció Internacional sobre Drets Humans
per veure què havia passat des de l’any 1948, el bloc
africà, musulmà i oriental fan un front comú i diuen:
«No estem d’acord amb els drets humans tal com els
entén Occident, perquè són individualistes i trenquen
totes les formes de sociabilitat, començant per la
família i continuant per la comunitat».

Cal entendre’ls, cal escoltar-los bé perquè,
efectivament, estan cridant l’atenció sobre un
problema. Ah! Que potser són dolents, els drets
individuals? No: són fonamentals, però no sabem com
coordinar-los amb xarxes més àmplies de solidaritat, i
això és un problema. Però és un problema generat per
una bona situació, que és el que el fa desagradable,
perquè ens encantaria que les bones situacions només
tinguessin efectes bons, i perquè la solució de dir
«Com que els efectes són dolents, destruïm la situació
precedent» tampoc no és una bona solució. Això ho
van voler fer moviments revolucionaris: «Els efectes
no ens agraden; eliminem-ne les causes!» No... és que
les causes eren bones; l’únic que hem d’intentar és
plantejar-nos com aconseguir que causes bones
produeixin efectes bons.
Per això farem entrar el treball d’aquesta sessió –i
de les següents, espero– en l’assumpte de la societat
de la responsabilitat. Com us deia, una de les sorpreses
en tractar aquest tema és que ens introdueix
en un sistema de conceptes molt ben construït,
espontàniament, per a aquells que hagin estudiat
Hayek (Premi Nobel d’Economia), que deia que les
grans creacions socials es van elaborant per una mena
d’evolució espontània: no tenen un autor amb nom i
cognom, sinó que són fruit d’una mena d’acomodament,
d’unes interaccions que al final, sense
adonar-nos-en i –cosa que és més greu– sovint sense
que tinguem tot el sistema desplegat, coneixent-lo
només a bocins, tot i que, tanmateix, influeixen de
manera molt important en les nostres vides.
Per exemple: què tenen a veure amb la
responsabilitat coses com l’auge de les psicoteràpies, o
el fracàs escolar, o la reducció de l’edat penal en molts
països, o la societat de consum, o el neoliberalisme
econòmic, o la ideologia socialista –són coses
absolutament dispars–, o l’ocàs de la voluntat:
semblen fenòmens desconnectats, però la qüestió és
que si en descobrim els fils, veurem que tot plegat ens
dóna una visió del món en què sovint no sabem el que
estàvem dient; no sabíem que nosaltres mateixos
estàvem col·laborant a fomentar-la.
S'ha esmentat abans la qüestió de la motivació,
per exemple. Els professors hem trigat molt a adonarnos
que cada vegada que insistim en la motivació,
introduïm en l’ensenyament un concepte que nega la
llibertat de la persona i, per tant, estem fent un
discurs de no-llibertat. I, a més, això els psicòlegs ja ho
havien dit: «Substituïm el concepte de voluntat pel
concepte de motivació, perquè la ciència només pot
estudiar sistemes deterministes i si admetem la
llibertat no la podem estudiar. Direm, per tant, que no
som lliures».
Ah, llavors, cada vegada que jo deia «Cal motivar,
cal motivar», estava dient «No s’ha de ser lliure, no
18
s’ha de ser lliure»? No és així, però sí que és així. Així
doncs, descobrir primer quines són les implicacions
dels sistemes que anomenaré de responsabilitat
liquada, o de responsabilitat transferida –després els
explicaré el perquè–, és important.
Parlem de gran política com aquell sistema
d’ordenació de la convivència al voltant de la idea del
bé comú. En aquest sentit, hauríem de recuperar la
gran idea aristotèlica de la política, que diu que el
súmmum de l’ètica és la política, perquè la política
s’encarrega del bé comú, mentre que la resta de l’ètica
s’encarrega dels béns individuals, i hi ha una jerarquia
de béns. Això també té a veure amb l’assumpte que
tractem aquí, deveu pensar; comencem, doncs, la
lliçó: ara us prenc, durant una estona, com a alumnes
en el sentit estricte de la paraula, és a dir que el que
ara diré anirà a examen.
El concepte de responsabilitat té un caràcter
complex, multidisciplinar. És psicològic: diem: «No és
responsable dels seus actes»; és jurídic: diem: «És
inimputable» o «És imputable», i és jurídic també
perquè parlem de responsabilitat civil i d’una cosa
important: les responsabilitats subsidiàries; ara en el
camp econòmic es parla molt de responsabilitat social
de les empreses; jo vinc del món de l’educació, i els
pares el que ens demanen als educadors és que els
seus fills siguin responsables, però això no vol dir que
els sigui imputable allò que fan, sinó que es comportin
d’una manera reflexiva, conscient i honesta, si pot ser.
Aquí hem posat de manifest unes quantes
accepcions de la paraula responsabilitat que hem
d’organitzar d’alguna manera. Però quina és la nostra
situació? Vivim en una societat responsable o en una
societat irresponsable? Jo crec que vivim en una
societat, com deia abans, de la responsabilitat transferida.
És a dir: és clar que volem que l’altre tingui
responsabilitat... qui no vol tenir-la sóc jo. En
l’educació, per exemple, és clar que tots els pares
volen que els seus fills siguin educats –bé, el que volen
és que se’ls eduqui–, però tenir la responsabilitat
d’educar-los ja és una altra qüestió. Un altre exemple:
durant tota la història de la humanitat, la cura dels
ancians era responsabilitat dels fills –fonamentalment
de les filles, quan n’hi havia. Ara no és que els fills no
vulguin que els seus pares siguin atesos, sinó que
diuen: «Volem que l’Estat atengui els nostres pares i,
en tot cas, la nostra única responsabilitat serà, fins allà
on no puguem eludir-ho, finançar-lo mitjançant els
impostos; la responsabilitat és de l’Estat».
El que ha passat crida molt l’atenció: en un món
que té una estructura liberal, l’Estat s’ha de fer càrrec
cada vegada de més responsabilitats, perquè ha de
suplir des del seu màxim nivell les responsabilitats que
els individus volen transferir perquè volen deslliurarse’n.
En tinc un exemple gairebé grotesc: fa molt pocs

anys, a Granada, a la zona de bars dels universitaris,
dos estudiants es barallen i l’un mata l’altre; l’endemà
hi ha una manifestació d’universitaris davant la
Delegació del Govern per demanar més policia a la
zona de bars amb el raonament següent: «Ja se sap
que quan bevem no ens controlem; per això cal policia
que ens controli». És clar, això crida una mica l’atenció
perquè és un discurs molt rar, que dóna per
descomptat que jo no em controlaré i dóna per
descomptat que cal que algú em controli. D’aquí a
proclamar «Visca les cadenes» hi ha un pas, de
manera que la qüestió rau en el fet que vivim en una
societat molt contradictòria en certes coses. Exposaré
només quatre elements contradictoris que tenen a
veure amb la crisi de la responsabilitat.
En primer lloc, la crisi de la responsabilitat té a
veure amb el concepte de llibertat, amb aquest
concepte que la llibertat és el valor suprem; però
fixeu-vos que això és un problema: en aquests
moments, si ens diguessin «Creieu que la llibertat és el
valor suprem?», gairebé tots respondríem que sí. Però
si després pregunto, com ho faig als meus alumnes, «I
si és el valor suprem, aleshores apel·lant a quin valor
podré limitar la llibertat?», la resposta és: «A cap ni
un». Llavors, estem parlant d’una llibertat
desvinculada. Desvinculada de què? desvinculada de
tot: entre altres coses, dels valors.
Si diem que els valors prevalen per davant de la
llibertat, estem limitant la llibertat. Aleshores la
llibertat ha de ser una llibertat d’espontaneïtat,
vinculada amb una idea de l’ètica com a autenticitat:
«Mireu, a mi no em poseu normes, l’única norma
meva sóc jo». Però és que això és bo... Bé, era bo al
principi, perquè aquí tornem a veure com apareix un
d’aquests plançons parricides. És clar que la llibertat
de consciència era un gran valor que ens va defensar
de les persecucions religioses o polítiques; el
problema és que ara ens trobem que ha produït un
plançó desagradable: «Ah, és que si la meva
consciència és el darrer tribunal, em recloc en la meva
individualitat i no em val gens ni mica cap norma que
vingui de fora». Això és un procés d’insolidaritat social
molt gran, perquè en última instància un no és ni bo ni
dolent; és autèntic o inautèntic.
19
En tercer lloc, la preeminència dels drets
individuals que acabo d’esmentar és fantàstica,
necessària, absolutament fonamental, però no sabem
com passar dels drets individuals als drets de la
solidaritat.
I quart: l’aparició de l’Estat benefactor permet
transferir-li una gran part de les responsabilitats
individuals. Aspecte bo: que el compliment de les
responsabilitats pot estar assegurat. Aspecte dolent:
que fomenta la societat de la irresponsabilitat.
Ja veieu que la dificultat de la qüestió –ho torno a
dir– és que estem parlant de coses bones que
produeixen efectes dolents i que, per tant, no podem
erradicar-ne les causes simplement, sinó que hem de
veure com ho reformulem tot plegat. Mentrestant,
vivim en una societat de la desvinculació demanaire ,
l’actitud de la qual és: «No, no, jo sóc jo, però et
demanaré...i si pot ser no em demanes...»
Un altre dels elements que comporta és que
estem organitzant una societat basada en la
reciprocitat –el sistema de drets i deures és un sistema
de reciprocitat–, però que quan es consolida s’oblida
que es basa en la reciprocitat i esdevé una societat de
la reclamació o de la queixa. És a dir que, en oblidar la
genealogia del nostre sistema de convivència, que és
la reciprocitat, ens instal·lem en un nivell que
afavoreix també l’absència de responsabilitat... Ha
arribat l’hora de precisar les paraules, de fer la
geografia d’aquest concepte. Crec que és útil fer servir
tres conceptes de responsabilitat.
En primer lloc, hi ha la responsabilitat psicològica.
La persona mira cap al passat d’una acció i diu:
«Aquesta acció és atribuïble a aquesta persona, i és
atribuïble amb plenitud d’atribució». Cal explicar
breument que aquesta idea va tenir una història mol
llarga, perquè no era tan fàcil dir que una persona
podia ser causa d’un acte però no ser-ne la
responsable. En definitiva, això és –diguem-ho així– la
responsabilitat psicològica, i té a veure amb la
llibertat.
En segon lloc, hi ha una responsabilitat que mira
cap al futur i diu: «Tu ets responsable de fer això, això
és responsabilitat teva». Aquesta idea de
responsabilitat no es basa en la noció de llibertat, sinó
en la de deure. La noció de deure defineix les
responsabilitats dels que estan afectats per un deure.
Aleshores, aquell que compleix el deure és
responsable, i qui no compleix el deure és un
irresponsable moral, ha comès una falta moral, i aquí
entra en joc el concepte de culpabilitat.
I finalment, a efectes pràctics, a mi m’agradaria
esmentar un altre concepte de responsabilitat, que és
el que fan servir els pares dels meus alumnes: «Volem
persones responsables»; aleshores responsabilitat és
responsabilitat conductual, comportament respon-

sable, que és el comportament que enllaça les dues
coses: és psicològicament responsable i al mateix
temps també és moralment responsable. En resum:
responsabilitat psicològica, responsabilitat moral i
responsabilitat conductual, o caracterològica o de
personalitat –hi ha personalitats responsables i
personalitats irresponsables.
M’aturaré un moment en la responsabilitat
psicològica, perquè té una historia fascinant que, per
cert –per als acadèmics que hi ha aquí–, no s’ha escrit.
Kessler deia que en totes les societats primitives, el
primer concepte de responsabilitat és objectiu: qui
causa una cosa n’és el responsable. Més encara, ni tan
sols fa referència a l’individu, sinó que el grup on hi ha
el membre que fa una cosa n’és el responsable. Les
societats primitives són societats molt comunitàries i
no s’hi distingeix l’acció d’un individu de l’acció del
grup: tota la tribu és responsable.
Això és, per exemple, present en el dogma cristià
del pecat original que, si no, no té cap significat. «Però
com pot ser que jo sigui responsable d’una cosa que
va fer un suposat Adam?» «Ah!, perquè tu pertanys a
la seva tribu i, com que pertanys a la seva tribu, ets
responsable del que ha fet un membre de la teva
tribu, que és Adam».
Sortir d’aquí i començar a pensar en l’atribució
individual –«No, el teu grup no en té la culpa; ets tu
qui la té»– ja va ser prou, però després es va fer un
pas més: «Tu n’ets el causant, però de vegades no
n’ets culpable». Durant moltíssims segles una persona
era culpable encara que no sabés què havia fet. El cas
més elemental és el d’Èdip, que mata el seu pare i se’n
va al llit amb la seva mare sense saber-ho; després ell
se’n sent responsable, se’n sent culpable... «Però,
home!, si no ho sabies!» No, però això no importava.
Hem anat afinant la noció de responsabilitat per
relacionar-la amb aspectes psicològics que tenen a
veure amb la llibertat d’opció, amb el coneixement del
bé i del mal, amb la capacitat de prendre decisions. I
amb això hem elaborat la noció psicològica de
responsabilitat, que pateix els estira-i-arronsa que
pateix la noció de llibertat. I, per exemple, durant
aquest segle, la noció de llibertat personal ha quedat –
dins d’aquest complot inconscient que estem
estudiant– molt tocada des de moltíssims flancs. El
primer flanc és el de la psicologia.
La psicologia ha dit claríssimament que l’home no
és lliure. El psicòleg que més influència va tenir en
gran part del segle XX, Skinner, va arribar a escriure un
llibre –Més enllà de la llibertat i de la dignitat– que
venia a dir: «Miri, vostè ens ha fet mal en pensar que
l’home era lliure, i ja és hora que prescindim d’aquella
notícia». I per què ens ha fet mal? La resposta –
«Perquè ens ha impedit posar en pràctica els
procediments d’enginyeria psicològica que haurien
20
aconseguit una convivència millor; no lliure, però sí
millor»– crida molt l’atenció i és una de les raons per
les quals no ens entenem amb les cultures orientals:
aquestes cultures no han valorat la llibertat de manera
seriosa –això és una creació occidental– perquè
valoraven altres coses. És a dir: és millor, per exemple,
l’amor que la llibertat? Deien: «Sí». És millor la pau
que la llibertat? Deien: «Sí». És millor la felicitat que la
llibertat? «Sí». Nosaltres hem respost: «No, és que
apostem per un altre cantó, volem que l’home sigui
lliure». La idea de per què hem insistit tant en la
llibertat és una part de la nostra història realment
molt interessant, però el cert és que és així.
I és així no solament des del punt de vista de la
psicologia. La filosofia ens ha instal·lat en el terreny de
la sospita. Els tres grans mestres de la sospita, que són
Freud, Nietzsche i Marx, el que ens han dit és, en el
cas de Freud: «Si tu no saps el que fas! No saps el que
fas perquè al capdavall les decisions les pren el teu
inconscient». Nietzsche diu: «No saps el que fas
perquè l’únic que hi ha al fons fins i tot dels teus
impulsos més generosos és l’afany de poder». I Marx
deia: «Vostè no sap el que fa perquè l’estan
determinant les estructures econòmiques que hi ha
per sota seu». De manera que responem: «Ah! Doncs
jo no en sé res!».
Però fixeu-vos-hi: des de la política, tant el
liberalisme –en un sentit, en insistir que jo he de
restringir la meva llibertat a mi mateix– com el
marxisme –que diu «Jo depenc de la llibertat del que
passa al meu voltant»– afavorien també que es
difuminés la idea de responsabilitat: qui és
responsable de les coses? La societat. O bé: qui és
responsable de les coses? Jo, i no m’interessa la
societat; vull que la societat s’estigui... que no
interfereixi en la meva vida. De les dues maneres,
l’una per una raó i l’altra per una altra, es diluïen els
vincles entre l’individu i la societat.
Només perquè es vegi com la idea que la
responsabilitat no únicament estava relacionada amb
la causa, sinó també amb alguns elements, llegiré una
cosa força divertida. Crida l’atenció que fins al segle
XVII se celebressin judicis formals a animals que

havien comès algun abús, i n’hi ha un del procés del
qual guardem tota la documentació, i és molt
divertida; per això els la llegeixo.
Això passa en una ciutat de Suïssa, el 1519. El
procés comença així:
«El dia de Santa Úrsula, anno Domini 1519, Simon
Fliss, resident a Stilfs, va comparèixer davant Wilhelin
von Haslingen, jutge i alcalde de la comuna de Glurns,
i va declarar, en nom del poble d’Stilfs, que desitjava
iniciar procés contra els ratolins del camp d’acord amb
el que prescriu la llei. I com que la llei institueix que
els demandats han de ser defensats, va demanar a les
autoritats que es dignessin a nomenar el defensor
perquè els ratolins no tinguessin motiu de queixa. En
resposta a la petició, va nomenar Hans Grienebner,
resident de Glurns, per al càrrec esmentat, i l’hi va
confirmar. Després de la qual cosa, Simon Fliss va
nomenar l’acusador en representació de la comuna».
L’audiència final va tenir lloc el 1520, el dimecres
següent al dia de Sant Felip, i la sentència decretava –
literalment–: «Les bèsties danyoses conegudes amb el
nom de ratolins de camp són conjurades a marxar dels
camps i prats de la comuna d’Stilfs en el termini de
catorze dies i que se’ls prohibeixi eternament tot
intent de retorn. Però que si algun dels animals
estigués embarassat o impedit de viatjar a causa de la
seva extrema joventut, se li concedissin catorze dies
més sota la protecció del Tribunal; però els que
estiguin en condicions de viatjar han de marxar en els
primers catorze dies».
El que no diu és com es va posar en pràctica aquell
procés, és a dir: de l’execució de la sentència no se’n
diu res. Pel que sé, el darrer judici amb condemna a la
pena capital d’un animal va ser fet a una euga l’any
1692; aleshores prevalia el qui la fa la paga, sense
més discussió.
Nosaltres som ara en un terreny diferent i les
discussions dels penalistes –sobre assumptes com
aquest: «Però es pot acusar realment algú d’alguna
cosa?»– i uns quants casos de la jurisprudència
espanyola criden molt l’atenció en aquest sentit
perquè dilueixen la responsabilitat en totes les
circumstàncies que hi ha al voltant de la persona i no
respecte d’aquella persona. El concepte de voluntat,
en desaparèixer, també ha col·laborat des del punt de
vista de la psicologia a disminuir la responsabilitat
personal. I, per exemple, això ens està fent moltíssim
mal en els programes de prevenció de les drogues en
què jo col·laboro.
En la prevenció de les drogues treballem amb un
concepte mèdic de les drogues –les drogues són
malaltia– i això, quan ho intentem retrotreure per
muntar un sistema preventiu, ens dóna un resultat
estranyíssim, perquè si diem a nois que s’han
enganxat a les drogues que les drogues són una
21
malaltia, responen: «Ah!, bé, doncs a mi tant m’és; és
com si em digués que tinc una úlcera d’estómac: he
caigut en les drogues... Com que és una malaltia, no
depèn de la meva consciència, i ja està!» Fins aquí he
parlat de la responsabilitat psicològica, que, des del
punt de vista de reconstruir tot el sistema de la
responsabilitat, té moltíssima importància.
La segona part és la responsabilitat moral, i aquí la
part fonamental ja no és el concepte de llibertat, sinó
el de deure, perquè la responsabilitat és conseqüència
del sistema del deure. És curiós que el dret, això, ho
ha tingut molt clar i, concretament, com que la
responsabilitat la tracta fonamentalment el dret civil,
aquest és sobretot el dret de les obligacions que tenen
a veure amb un deute prèviament contret: l’obligació
de tornar el deute. El que rau en el fons és que si
prescindim de la noció de deure, s’acaba la noció de
responsabilitat, perquè la noció de responsabilitat és
coextensiva a la noció de deure.
Però el que passa és que en aquest moment som
en una societat del postdeure o, com diu Lipovetsky
en el capítol «La renovación ética» de El crespúsculo
del deber, que val la pena llegir, «Som en una societat
postmoralista que repudia la retòrica del deure auster
integral i, paral·lelament, corona els drets individuals a
l’autonomia, al desig, a la felicitat, i només atorga
crèdit a les normes indolores de la vida ètica».
Així és com és la qüestió. Es molt curiós, per
exemple, que haguem prescindit radicalment de la
noció de deure dins dels sistemes pedagògics quan, en
realitat, després d’haver apel·lat a tots els sistemes
per convèncer, a tot intent de motivació, a tot... al
final, el darrer punt de l’argumentació és dir: «I, a
més, has de fer això perquè és el teu deure»... Així
s’ha acabat: aquesta és la darrera paraula de la
justificació.
La qüestió del deure és que es tracta d’un
concepte d’estructuració personal més que no pas
d’un concepte estrictament ètic. Si no introduïm el
concepte de deure com un dels modes de dirigir la
conducta dins la intel·ligència d’una persona, estarem
dirigint sempre per l’estímul més immediat. La noció
de deure és el que permet dir «Faré allò que no tinc
ganes de fer, però que crec que és bo fer».
Per tant, recuperar la noció de deure a tots els
nivells és un pas fonamental per recuperar també la
noció de responsabilitat. I aquí no m’hi puc aturar
perquè el del deure és un assumpte que, curiosament,
tampoc no s’ha tractat actualment amb gaire cura. El
que es pensa és que la noció de deure té a veure
simplement amb sistemes coactius, i aleshores es
respon: «Doncs miri: a mi no se’m posen més
coaccions de les imprescindibles».
Sovint algú diu «Escolti, vostè que em diu
pocavergonya, si en té proves, vagi al jutge». Però és

que hi ha coses que són desvergonyides i no són
delicte: hi ha valors de la convivència que són valors
morals, que no són valors penals, que han estat
conculcats. Cada vegada que diem això, afavorim una
mena de brutalitat de les relacions, perquè així la
nostra única norma de convivència és el Codi penal. I
això és salvatge, perquè deixa sense cap mena de
control suau un conjunt de comportaments tremends
que no necessàriament han de ser delicte.
Penso que la noció de deure es confon perquè hi
ha tres menes diferents de deures –altre cop us prenc
per alumnes i això segur, segur que va a examen–:
deures d’obediència, deures de compromís i deures de
projecte.
Els deures d’obediència són els deures que
imposen les lleis, siguin justes o injustes: l’obediència
al Codi de circulació, per exemple: «Miri, ara no em
pararé a pensar si és bo o dolent: he de complir el
Codi de circulació, i s’ha acabat».
El deure del compromís és diferent: quan jo
prometo alguna cosa a algú, estic creant una llei –llei
privada– i estic dient a l’altra persona: «Pots esperar
de mi el que t’he promès». En aquest sentit, cada
vegada que algú fa un càntic joiós a la infidelitat com a
mostra de llibertat, no sap el que està dient. Perquè
en realitat el que vol dir una promesa és que em puc
refiar d’algú: «Escolta, que puc construir part de la
meva vida refiant-me del que m’has dit. Després no
pots dir: «Ah, no, em retiro»... Escolta! que jo he
construït part de la meva vida sobre això, eh?, de
manera que vés amb compte! vés amb compte perquè
no es pot, després de fer una casa, dir: «Sí, però jo
retiro la meva part dels fonaments»... No, perquè
aleshores has retirat la casa sencera». El compromís és
acceptat voluntàriament, de manera que aquí sí que hi
ha responsabilitats que em corresponen per estatus o
per obligació, i són responsabilitats que jo accepto
voluntàriament: quan una persona es dedica a la
política o quan una persona es dedica a
l’ensenyament, està assumint responsabilitats...
voluntàriament? Voluntàriament. I si les ha assumides,
les ha assumides. I no són intercanviables: si les has
assumides, jo puc demanar que responguis dels teus
actes; que responguis de la teva promesa.
22
El tercer deure és el més interessant perquè és el
que fomenta tota la vida ètica, el que la construeix.
Quan jo tinc un projecte, he de complir els requisits
per a aquest projecte. És a dir, si jo vull construir una
casa de deu pisos, he de fer uns fonaments que
suportin la casa. I doncs? Doncs que no hi ha solució,
que les coses són així. Si jo vull crear un determinat
tipus de societat –una societat de la pau, de la
col·laboració, de la igualtat, de la prosperitat, de
l’ampliació de possibilitats, de la justícia–, he de posarhi
algun fonament perquè, si no, no s’aguanta. I
aquests fonaments què són? Són els valors, els deures
i la responsabilitat per complir aquests deures. I
doncs? Doncs això: que és així, que les coses són
d’aquesta manera. I igual que no puc construir una
casa sense fer-ne els fonaments, no puc construir una
societat sense aquests fonaments. La resta és música
celestial. Potser és que hi ha uns fonaments que no
volem reconèixer... és el que ens passa a les societats
democràtiques, que –és clar– tenim uns principis ètics
fantàstics ficats dins de gran part del nostre
ordenament, però s’ha de reconèixer que hi són, s’ha
de reconèixer que ens protegeixen a tots.
Així, quan un terrorista diu «Acabo de posar una
bomba i he mort vint persones, però la policia em
deté i el que dic és ‘Eh, respecteu els meus drets!’», jo
l’assec i li responc: «Espera’t, que ara et donaré primer
una classe teòrica sobre els drets. Mira, els drets són
un sistema de reciprocitat: es mantenen mentre els
mantenim, i o hi jugues dins o jugues fora, i no vulguis
jugar dins i fora al mateix temps. Tu no tens dret a res
perquè has vulnerat les regles del joc, i el que has
volgut és fer-les baixar a la selva. I si jo t’he de
protegir, no és perquè t’ho mereixis –no és un deure
de justícia al qual podràs apel·lar–: és perquè no vull
que tinguis raó, no vull que ens portis a la selva. És
que mantindré contra vent i marea que et protegiré,
que no et tractaré com m’has tractat tu a mi, perquè
volem viure en aquesta casa que volem construir».
Els deures, per tant, són només aquells requisits
imprescindibles per construir el tipus de vida que
volem dur. I, aleshores, en parlar dels drets com a
delimitadors de la responsabilitat hem de veure
l’extensió dels deures: respecte de qui i de què tinc
deures. En aquesta geometria que estic dibuixant,
pense que és útil –encara que sigui molt simplista–
imaginar els deures i les responsabilitats com uns
cercles concèntrics: Jo sóc responsable de mi mateix...
perquè tinc deures sobre mi mateix.
Cada vegada que una persona pren drogues, el
que se li ha de dir és: «No, no! Si a mi la teva salut tant
se me’n dóna, perquè si el que em preocupara del fet
que prenguis drogues és la teva salut, també em
preocuparia que no faces exercici... No, no! El que em
preocupa és que si prens drogues, estàs perdent la

teva responsabilitat, i tenir al carrer gent sense
responsabilitat és un perill. I més encara: el que estàs
fent acabarà sent una malaltia, però en aquest
moment és un mal moral». «Per què?» «Perquè estàs
incomplint els deures que tens respecte de tu
mateix». «Ah, però com pot ser que jo tingui deures
respecte de mi mateix?» «Sí, mira: tu penses que es
pot matar una altra persona?» «No».«Per què?»
«Home, perquè la vida de l’altra persona és un bé que
s’ha de protegir». «D’acord. I la teva? Doncs igual».
Hi havia una llei –que no sé si continua en vigor–
anomenada «de finques manifestament millorables»,
que he fet servir molt en pedagogia amb gent
joveneta. Jo els demanava: «Què us sembla aquesta
llei?» Com que era gent de poble, responien: «És clar,
genial, perquè si no el latifundista no té cura del seu
camp». «O sigui que us sembla que això de la llei
d’explotació forçosa de finques manifestament
millorables és bo». «Home, és guay». «Bé, ja sabeu si
cada un de vosaltres és una finca claríssimament
millorable? Per què al latifundista li dieu que ha de
conrear la seva finca i vosaltres no? Ah!, la vostra finca
no... La vostra finca, que sou vosaltres, no: aquella que
claríssimament és millorable, aquella no».
La responsabilitat respecte d’un mateix és el
centre del cercle. Després ve la responsabilitat dels
meus, les responsabilitats de la família. I és clar que
s’ha de fer una carta de responsabilitats. Per
descomptat, en el món de l’educació necessitem les
responsabilitats educatives dels pares, sens dubte. I
dels docents? Sens dubte. I dels mitjans de
comunicació? Sens dubte. I dels polítics? Sens dubte. I
dels guàrdies municipals? Sens dubte. Cadascuna més
diluïda... però hi som tots.
Així doncs, responsabilitat sobre mi,
responsabilitat sobre la meva família... Responsabilitat
sobre la meva ciutat? Sí. Per què? Perquè els vincles
de reciprocitat que m’uneixen amb la meva ciutat no
m’uneixen amb la ciutat del costat, i per tant estic
involucrat en una sèrie de deures envers els meus
veïns. I responsabilitat sobre la meva nació? Doncs
igual, dins del cercle. Ah, i amb això el que passa és
que els cercles no són excloents, i el gran repte que el
talent ètic té és el següent: mirem com podem, no
eliminar els cercles –això, al cap i a la fi, tampoc no és
bo, perquè a més hi entren en joc claríssimes
estructures afectives que ens faciliten el
comportament respecte del proïsme– perquè no
podem diluir els cercles, però tampoc no fer
impenetrables els cercles.
El que hem de fer és una geografia dels cercles de
responsabilitat, i dins la grandesa moral hi ha ampliar
els cercles a tot l’univers. En el mateix sentit? No,
llevat de casos en què la gravetat de les situacions
23
deixi en suspens provisionalment la clausura dels
cercles. Dit d’una altra manera: jo tinc més
responsabilitat amb Toledo, que és la meva ciutat, que
no pas amb Badajoz; Toledo m’importa molt perquè hi
he nascut; però si de sobte a Badajoz hi ha una
inundació, aquella situació d’emergència passa per
damunt de l’afecte que tinc envers Toledo.
Jugar a això és complicat, molt complicat, i cal una
gran agudesa per saber on hem d’arrelar les nostres
responsabilitats. I penso que reformular els
nacionalismes en termes no de drets, sinó de
responsabilitats, fóra molt interessant. Aniria així:
«Miri, l’únic que dic és que la meva responsabilitat,
envers Catalunya o el País Basc, entra dins dels
mateixos cercles. Ep! que això no vol pas dir que
s’acabi aquí; això vol dir que a través d’aquesta
responsabilitat jo veuré com amplio les
responsabilitats envers una altra cosa».
Perquè, si no, caiem en el mateix perill. Abans
comentava que un dels problemes des del punt de
vista psicològic i jurídic amb què ensopeguem és que
hem posat com a valor primordial de la persona
l’autonomia: l’autonomia personal és el que hem de
defensar, i ara no sabem com, a partir d’aquesta
autonomia, establir vincles afectius o vincles de
solidaritat. Per què fracassen les parelles? Perquè
havíem establert un sistema de relacions de parella
que no estava basat en l’autonomia, sinó en una certa
submissió, i quan ara diem que volem tenir parelles
estables, satisfactòries, amicals, afectuoses, amoroses
–una relació entre dues persones autònomes–, no
sabem com fer-ho. Així com en el pla individual cal
saber coordinar l’autonomia com a valor personal i
fonamental amb les relacions fructíferes, animoses,
estimulants amb els altres, en el camp polític passa el
mateix: haurem de saber com l’autonomia en tant que
valor primordial té a veure amb sistema de relacions
amb tots els altres.

EL CAPITAL SOCIAL:
UNA APROXIMACIÓN A LA REALIDAD DE ALMUSSAFES
Salvador Quijal Pardo. Psicòleg Comunitari. Departament de Benestar Social. Ajuntament d’Almussafes.
Capital social es un término usado básicamente
desde la ciencia económica y desde la sociología.
Constituye la expresión concreta de la
responsabilidad social, es decir, del grado en que nos
sentimos responsables de las personas con las que
convivimos. El capital social tiene efectos en ámbitos
tan diversos como la economía, las prestaciones
sociales, la seguridad ciudadana y, en definitiva, en el
buen funcionamiento de la sociedad civil. Pero, ¿de
qué estamos hablando cuando nos referimos al capital
social? Estamos hablando de las características que
definen una organización social o comunidad en
aspectos tan básicos como su grado de conexiones, las
normas que rigen su funcionamiento o la confianza
mutua que facilita la cooperación entre sus miembros.
Se considera que un alto capital social, es decir, un
nivel elevado de cohesión social es indispensable
para la prosperidad económica y el bienestar
comunitario. Se refiere, pues a conceptos como el
nivel de confianza que existe entre los componentes
de un colectivo o al tamaño y funcionalidad de las
redes sociales en las que se relacionan los individuos.
Se supone que cuanta más confianza haya entre los
miembros de una comunidad, más fácil será que se
den transacciones satisfactorias de todo tipo, incluidas
las económicas y menor será el coste de comprobar si
el vecino es digno de nuestra confianza o no. Por otro
lado, si la red primaria de relación –aquella compuesta
básicamente por nuestros familiares, amigos o vecinos
de confianza– es lo suficientemente extensa y capaz
de prestarnos su apoyo instrumental y emocional en
los momentos difíciles de la vida, esto va a hacer que
nos sintamos más a gusto en nuestra comunidad y que
nos impliquemos más en ella.
En el año 2006, la fundación BBVA, publicó un
estudio titulado: Capital Social: confianza, redes y
asociacionismo en 13 países, donde evaluaba los
factores aludidos. El Departamento de Bienestar Social
del Ayuntamiento de Almussafes replicó ese estudio a
nuestra población a fin de evaluar determinados
indicadores de capital social y compararlos con los
resultados del mencionado estudio. Por una serie de
circunstancias intrínsecas a la complejidad del estudio
que se pretendía realizar, éste no pudo ser completado
con los requisitos de orden científico y
metodológico con el que se había diseñado. Por ello,
los estadísticos que facilitaremos a continuación
referidos a la población de Almussafes deben ser
tenidos como orientativos o indicadores de tendencia,
24
más no por eso entendemos que se hallan faltos de
interés.
1. CONFIANZA
La confianza entre diferentes componentes de la
sociedad es parte fundamental del capital social. La
confianza está basada en las expectativas de que las
personas o las instituciones actúen del modo que
uno espera y es un elemento central de las relaciones
sociales.
A la pregunta: por lo general, ¿diría usted que se
puede confiar en la mayoría de la gente? La media de
Almussafes se sitúa en 5,6, superando el punto medio
– 5 puntos -, aunque es ligeramente inferior a la media
española, 5,9. Este resultado global del nivel de
confianza con la gente que nos rodea, es pues,
mejorable.
Además de medir el nivel de confianza general en
la mayoría de las personas, se han utilizado algunos
indicadores que miden la percepción que tienen los
individuos acerca del comportamiento humano y la
influencia de estas percepciones en la generación de
confianza. Existe bastante consenso en los países
evaluados sobre que los seres humanos son egoístas y
actúan principalmente guiados por el propio interés.
Los datos de nuestro municipio arrojan un porcentaje
del 54,4% de personas que piensan que la mayoría de
las veces la gente mira por sí misma. Este dato es
claramente inferior a la muestra española (61,0%) y se
ve sólo superada por cuatro países: USA, Dinamarca.
Reino Unido y Japón. Esto indica una percepción de
los almusafenses menos negativa que el resto de los
españoles acerca de las posibilidades de encontrar
ayuda en los demás.

Ahora bien, que se disponga de una opinión
egoísta del comportamiento humano no significa que
se piense que éste es malintencionado. La percepción
de que las personas intentan aprovecharse de los
demás consigue, entre los almusafenses uno de los
porcentajes más bajos, sólo superada por cuatro
países: Rusia, Japón, Reino Unido y Dinamarca, y se
sitúa muy por debajo de la media española que es del
40,7%, por tan solo 21,9% entre nosotros. Podríamos
afirmar que entre al igual que en los países
mencionados, en Almussafes, convive una visión
negativa sobre el individuo con altos valores de
confianza interpersonal general.
Independientemente de la confianza expresada en
la mayoría de las personas, se preguntó sobre la
confianza en grupos de personas más y menos
cercanas, como familiares, amigos, compañeros de
trabajo y personas de su ciudad o de su país.
El estudio muestra claramente que el radio de
cercanía afecta la confianza. La confianza disminuye
de los círculos más cercanos a los más lejanos,
comenzando por familiares y amigos. Así, el grupo que
merece mayor confianza a nuestros vecinos es el de
familiares con un puntuación media de 9,3, la más alta
del estudio, solamente igualada por Rusia, y superior a
la media española (8,7). Este dato confirma y subraya
la importancia de la familia en los individuos. El
segundo grupo con más confianza para los
almusafenses es el de los amigos que alcanza una
puntuación de 7,9, ligeramente inferior a la media
española (8,1). El tercer colectivo en ganarse la
confianza de los nuestros es el de los vecinos. Este
dato es muy significativo, en cuanto se aparta de la
clasificación que se da en la mayoría de los países,
dónde suele ocupar el quinto lugar. La puntuación
alcanzado por Almussafes es de 6,2, por encima de la
española que es de 6,0, y una de las más altas del
estudio, sólo superada por Dinamarca, USA y Reino
Unido. Está claro que el nivel de confianza de los
almusafense para con sus vecinos es alto. Le siguen a
este colectivo en confianza, con un empate, a 6,1,
tanto los compañeros de trabajo como la gente del
pueblo. Este es otro dato importante, pues en la
práctica totalidad de los países encuestados existe una
notable diferencia a favor de los compañeros de
trabajo respecto a las persona de su mismo pueblo.
Podemos afirmar, a la luz de estos datos, que
Almussafes refleja niveles altos de confianza tanto en
las redes más cercanas como en las más lejanas.
2. REDES PERSONALES.
La pertenencia de los individuos a redes formales
e informales es una dimensión esencial del capital
social, en tanto supone la materialización de la
confianza. Las redes pueden suponer la provisión de
25
importantes recursos que refuerzan el sentimiento de
pertenencia, las relaciones de reciprocidad,
favoreciendo el apoyo entre personas. Son un
indicador de la facilidad con la que un individuo puede
desenvolverse en la sociedad e interactuar con los
demás.
El número de integrantes del hogar es el dato de
base para conocer la composición de la red más
cercana al individuo. El tamaño del hogar medio en
Almussafes es de 2,6 individuos, superior a la media
española cifrada en 1,8, y situándose como uno de los
índices más altos del estudio. Otro dato importante es
que el porcentaje de personas que viven solas en
nuestro municipio es de tan solo el 2,6%, muy inferior
al de cualquier país evaluado. En este sentido, la
muestra española arroja un porcentaje de personas
que viven solas del 14,6%.
Además de los miembros del hogar con los que se
vive, se ha preguntado a los individuos por la cantidad
de familiares con los que mantiene una comunicación
regular. Pues bien, Almussafes alcanza el índice más
alto del estudio con una media del 11,5 miembros,
siendo la media española de 9,1. Los almusafenses,
pues, gozan de redes familiares muy amplias.
También se preguntó por el número de amigos,
entendidos éstos como aquellas personas con las que
se tiene un trato de afecto o amistad, no personas que
simplemente se ven de vez en cuando. Pues bien, la
media almusafense es de 9,9, sólo superada por
Dinamarca, y superior a la española que es de 8,9.
Cabe destacar que el porcentaje de almusafenses que
declaran no tener ningún amigo es insignificante
(0,008%) y contrasta con el 3,6% de la muestra
española y que oscila entre el 1,5 de Dinamarca y el
26,0% de la muestra checa.

3. EFECTOS DE LAS REDES
Desde la óptica del capital social, las redes
personales son importantes recursos con los que
cuenta el individuo en su interacción con los demás.
Estos recursos se pueden traducir en ayuda
instrumental (dinero, cuidar a los hijos, prestar bienes
o servicios, etc.) o en ayuda emocional (consuelo,
consejos, acompañamiento, etc.). En este apartado se
analiza el uso de las redes en la búsqueda de ayuda
frente a diferentes situaciones, como puede ser el
caso de enfermedad o ante la necesidad de pedir
dinero. Estos escenarios permiten evaluar la
percepción de facilidad o dificultad de pedir ayuda y el
tipo de redes a las que uno puede recurrir.
Así, ante la pregunta: ¿En qué medida le sería fácil
pedir ayuda a alguien?, y dividiendo estas respuestas
según tres posibles escenarios, tenemos:
a) “Si estuviera con gripe en cama unos pocos días y
necesitara ayuda en su casa”. Aquí, los
almusafenses nos situamos en la media del estudio
de la Fundación BBVA, con una puntuación media
de 7,6, dos décimas por debajo de la media
española que es de 7,8.
b) “Si tuviera problemas de dinero y necesita que
alguien le preste 50 €”. Una situación similar se da
en este apartado. Nuestra media es de 6,8, por
debajo de los 7,4 de España, que es la más alta de
los países estudiados, aunque muy superior a
países como Turquía o México.
c) “Si tuviera problemas de dinero y necesita que
alguien le preste 1.000 €”. En esta situación, la más
exigente por lo que respecta a la petición de ayuda,
obtenemos la puntuación más del estudio - 4,8 -,
sólo superada por el Reino Unido con 4,9, y
superando a España, que alcanza un 4,7.
Vemos como los almusafenses percibimos como
nuestras redes nos pueden ayudar en menor medida
ante dificultades menores, pero que ante las
dificultades más graves, sentimos que podemos
hacer uso de ellas.
Ya hemos visto como nuestros vecinos sienten que
las redes personales en las que se integran pueden
ayudarles, sobre todo, ante adversidades importantes.
Lo que preguntamos ahora es a quien le pedirían
ayuda ante estas situaciones. En este sentido, el orden
de sus preferencias no difiere del resto de las
muestras consultadas. La gran mayoría pediría ayuda
primero a los familiares que viven en casa, seguido a
mucha distancia y con escasas diferencias a los amigos
y familiares de fuera de casa y por último a los vecinos
y compañeros de trabajo.
Siguiendo con el estudio del efecto que tienen las
redes personales en los beneficios que éstas pueden
reportar a los individuos, analizamos las situaciones
en las que las personas brindan y reciben ayuda. Así,
26
preguntamos a nuestra muestra, primero, si en los
últimos seis meses habían ayudado con sus problemas
personales a alguien, prestado dinero o ayudado en
caso de enfermedad, y, en segundo lugar si habían
recibido ese tipo de ayuda en el mismo período. Pues
bien, prestar ayuda en los problemas personales es la
acción realizada más frecuente y dicen haberla llevado
a cabo un 78,9% de la muestra. Esta cifra es la más
alta de los países estudiado. Sólo se le acerca Estados
Unidos con un 76,1%, seguido de Rusia con 75,2%.
España, que ocupa un discreto onceavo lugar, llega a
los 50,2%. Esto indica que las redes personales en
nuestro municipio son muy activas y realizan
eficientemente sus funciones de brindar apoyo
emocional a las personas. Esto supone una fuente de
protección informal muy importante ante los impactos
de la vida y un factor de protección de primera
magnitud. Esta acción también es contestada en el
sentido de haber sido recibida por un 68,4%, de nuevo
el índice más alto de cualquier país y muy por encima
de la media española que se sitúa en el 38,4%. Estos
datos vienen a corroborar nuestras apreciaciones
anteriores.
Por lo que respecta a haber prestado dinero,
tenemos que un 28,1% de los almusafenses dicen
haberlo prestado, por un 24,5% que afirman haberlo
recibido. Estos indicadores se sitúan cercanos a la
media española. Donde volvemos a encontrar una
diferencia notable entre los porcentajes de los
almusafenses en relación con el resto de los españoles
es en la acción de ayudar en caso de enfermedad. El
56,1% de nuestra muestra dice haber brindado este
tipo de ayuda en los últimos seis meses, en
contraposición con el 39,1% de los españoles. Por lo
que respecta a los almusafenses que dicen haber
recibo esta ayuda, también es superior a los índices
españoles, un 32,5% por un 29,1 de la muestra estatal.

4. PARTICIPACIÓN EN ASOCIACIONES
La participación en asociaciones y organizaciones
diversas se ha utilizado en varios estudios como
expresión o indicador del capital social. Se ha
postulado que fomenta las relaciones interpersonales,
facilita la comunicación y colaboración entre individuos,
previene del aislamiento y de los problemas
que ello conlleva, además de constituir un pilar de la
sociedad civil y de la democracia pluralista.
Nuestro nivel de asociacionismo medido por el
porcentaje de encuestados que dicen pertenecer a
una asociación es del 24,6%, ligeramente por debajo
de la media española que es del 25,2%, pero a una
enorme distancia de índices alcanzados por países
como Dinamarca (91,1%) o Estados Unidos (63·%).
Aunque nuestros resultados son acordes con nuestro
entorno inmediato, existe un amplio margen de
mejora para nuestra comunidad en este apartado.
Resumiendo, por lo que respecta a la evaluación
del capital social, nuestra comunidad se caracteriza
LLIBRES
“Tras la virtud”. Alasdair MacINTYRE. Ed. Crítica.
Aquest llibre és un clàssic de la filosofia moral
contemporània. Entre les seues moltes virtuts en
destacaríem les següents. En primer lloc, l'autor fa una
anàlisi extraordinàriament aguda de la moral del
nostre temps, tot explicant didàcticament, perquè en
l'actualitat ens costa tant aconseguir consensos socials
al voltant de qüestions com l'avortament o les raons
justes per engegar una guerra. En segon lloc, el llibre
és una defensa encesa del retorn a la moral de les
virtuts, és a dir, a què es done prioritat en la nostra
societat al fet de formar persones amb unes
determinades virtuts que siguen apreciades
socialment. En tercer lloc, aquest llibre va ser pioner
en una línea de pensament que no ha deixat de
créixer des de la seua publicació: el comunitarisme.
Per a l'autor, el que avui necessitem són noves formes
de comunitat que consensuen i que configuren determinats
models de persones i ens permeten parlar de
virtuts, és a dir, de l'excel·lència de tals models. En
27
por una concepción un poco menos egoísta del
comportamiento humano que otros países, lo que
hace que percibamos que podemos encontrar ayuda
en nuestro entorno social y una tendencia a percibir la
conducta de los demás como menos malintencionada.
Por lo que hace referencia a las redes sociales, vivimos
en hogares numerosos, con muy pocas personas que
vivan solas y mantenemos contacto con un número
elevado de familiares y de amigos, por lo que
podemos afirmar que poseemos unas redes
personales muy amplias en comparación con el resto
de las muestras evaluadas. Pero además, percibimos
que pueden ayudarnos, es decir, que son efectivas,
especialmente para las dificultades de mayor
envergadura, sobre todo ante situaciones que
requieren apoyo emocional o de cuidados. En lo que
debemos mejorar es en nuestra participación en
asociaciones, pues es bajo en comparación con
nuestro entorno europeo.
paraules del mateix MacIntyre, “Només així es podrà
construir una moral realment capaç de mobilitzar als
individus de les nostres atomitzades societats actuals
al voltant d'un projecte comú”.

No és freqüent que en un espai destinat a parlar
d'educació s'hi dedique a analitzar la família actual i la
seua funció educadora. Defensem que l'educació no
és una tasca reservada exclusivament als sistemes
formals d'ensenyament –institucions acadèmiques i
administracions diverses–, ans compet a tota la comunitat,
i ben senyaladament a la família, a la qual no li
se pot dispensar del seu paper, essencialment educador.
En les pàgines següents hem volgut fer una anàlisi
de les dificultats que està tenint la família actual per
tal de socialitzar els infants i els adolescents.
En primer lloc, hem seleccionat un article de Javier
Elzo, Catedràtic de Sociologia de la Universitat de
Deusto, i un dels especialistes en família i joventut
més reputats de l'estat, en el qual es plantegen
algunes qüestions al voltant de la família actual y de la
seua tasca educadora. S'hi distingeixen quatre models
de família, en funció dels valors finalistes dels pares i
de la seua capacitat socialitzadora. S'hi analitza la
incidència que el procés d'individualització de la
societat i la inserció laboral de la dona està tenint
sobre la comprensió i el funcionament de la dinàmica
EDUCACIÓ
FAMÍLIA Y EDUCACIÓ DE VALORS
28
familiar. Finalment, s'hi fa veure la necessitat d'un nou
contracte social que facilite i impulse la dimensió
educadora de la família.
El segon article d'aquesta secció es obra de Pedro
Ortega Ruiz y Ramón Mínguez Vallejos, professors de
la Facultat d'Educació de la Universitat de Múrcia. En
aquest article s'hi fa una breu exposició de la
“situació” de la família en el context de la societat
occidental. La “crisi” de la família i els diferents
models de l'estructura familiar són abordats, com a
marc real per a l’educació en valors en l'àmbit de la
família. S'hi defensa el paper fonamental de la família
com a estructura d'acollida, de reconeixement del
nadó. En ella troben els fills les “condicions
ambientals” imprescindibles per a l'aprenentatge dels
valors: el clima moral, de seguretat i confiança, de
diàleg i responsabilitat que faça possible, des de
l'experiència, l'apropiació del valor. Es parteix de la
necessitat de fer de l'experiència en l'àmbit familiar la
situació privilegiada i insubstituïble per a
l'aprenentatge dels valors morals. La família educa
més pel que “fa” que pel que “diu”.
UN CONTRATO SOCIAL PARA UNA FAMILIA EDUCADORA
Javier Elzo Imaz 1
INTRODUCCIÓN
En estas páginas voy a prolongar y concretar la
reflexión sobre algunas cuestiones que en torno a la
familia y su labor socializadora me vienen ocupando
estos últimos tiempos. De ahí que bastantes páginas
estén ya recogidas aquí y allá 2 . Empezaré por sostener
la idea de que, así como hace 25 o 30 años se discutía
sobre la comuna como alternativa a la familia, en el
momento actual la cuestión central está en dirimir si
se potencia la pareja o la familia. La centralidad e
importancia estadística de la familia nuclear en España
(más de 8 de cada 10 españoles viven en hogares
compuestos por padre, madre e hijos), nos lleva a
distinguir cuatro modelos de familia atendiendo a los
valores finalistas de los padres y a su capacidad
socializadora. Será el segundo punto de estas
reflexiones, que darán paso, en un tercer punto, a dos
ejes de fondo en la actual situación familiar: la tesis de
la individualización de la sociedad y por ende de la
familia, por un lado, y el de la conciliación de la
inserción de la mujer y la educación de los hijos, por el
otro. Cerraré estas páginas señalando la necesidad de
un nuevo contrato social si queremos que la familia
sea algo más que la individualidad de sus miembros y
pueda ser familia educadora.
1. DE LA PAREJA A LA FAMILIA
Quizás la cuestión central de la realidad familiar en
el momento actual y en los próximos años en España,
sea el cambio de la acentuación de la pareja al de la
relación padres e hijos. Con la acentuación de la
pareja queremos decir que la razón primera de la
conformación del matrimonio es la unión con el otro
para hacer una vida en común, hasta que el amor o la

comunión existan aunque eso no quiera decir, de
entrada, que no se desee la perpetuación de la
relación matrimonial.
En este modelo matrimonial de pareja, caben dos
planteamientos extremos, que resumiríamos así: bien
se trata de dos personas que se buscan, buscando el
propio interés; o bien, de dos personas que se buscan,
buscando el interés de ambos. En el primer caso
estaríamos ante dos individuos que, conscientes de
ser seres sociales, buscan en el otro la respuesta a su
propia y particular necesidad de sociabilidad; y
mientras el otro se lo ofrezca, mantendrán la relación
de pareja. Cada individuo, en la pareja, tiene como
proyecto vital el desarrollo de su propia persona
individual. Esto va mucho más allá del individualismo
como actitud y de la individualización social como
categoría sociológica y, propiamente hablando, cabe
hablar, de egotismo a dos. Es evidente que esta pareja
tiene escasas posibilidades, no diré de perpetuarse
sino, incluso, de mantenerse como tal pareja un
tiempo prolongado. Obviamente, en este modelo el
hijo solamente puede venir como consecuencia de un
“despiste” y, si tal cosa sucediera, normalmente no
llegará a nacer. Gilles Lipovestsky, en la conferencia
que pronunció en el Congreso de Madrid del año
2003, La Familia en la sociedad del siglo XXI, lo dice
con claridad meridiana, con estas palabras: “la familia
post-moderna es la familia en la que los individuos
construyen y vuelven a construir libremente, durante
todo el tiempo que les dé la gana y como les dé la
gana. No se respeta la familia como familia, no se
respeta la familia como institución, pero se respeta la
familia como instrumento de complemento
psicológico de las personas. (...) Es como una prótesis
individualista. La familia es ahora una institución
dentro de la cual los derechos y los deseos subjetivos
son más fuertes que las obligaciones colectivas” 3 . Este
modelo de familia (que yo prefiero llamar pareja)
existe, pero no es el único, ni el más numeroso desde
el punto de vista estadístico, ni el más deseado por
hombres y mujeres jóvenes en edad de emancipación
de la familia de origen y con deseos de conformar una
familia propia o una pareja estable.
29
En efecto, siguiendo la reflexión sobre la pareja,
hay que señalar que es muy distinto el caso de dos
personas que deciden convivir para hacer una vida
conjunta, tener un proyecto compartido de vida, aun
manteniendo espacios y ámbitos de privacidad y de
gran discreción, no necesariamente compartidos.
Conforman una pareja que, como tal pareja, se sitúan
en la vida que quieren vivir como proyecto
compartido. Es lo que se llama una pareja estable,
diferente del matrimonio porque no han querido
adquirir el compromiso social de aparecer como tal,
bien en forma canónica, bien en forma civil. No voy a
entrar aquí en la cada día más tenue diferencia entre
ambas modalidades, cuando las parejas de hecho
reivindican derechos, de sucesión por ejemplo,
porque sociológicamente, aunque no jurídicamente,
estamos ante una realidad prácticamente idéntica: dos
personas que establecen un proyecto de vida en
común en la que el otro es algo más que un soporte
para mí, como veíamos en el modelo anterior. El otro y
yo, como pareja, queremos construir un modo de
vida, un estilo de vida y hasta un proyecto de vida. En
este modelo, aunque el hijo no sea un asunto
prioritario, es posible que aparezca en el horizonte
vital de la pareja, fruto del amor y de una decisión
consciente y madurada. Es un hijo querido, propio o
ajeno, biológico o adoptado, natural o consecuencia
de una fertilización in vitro, inseminación artificial etc.,
y no un hijo sobrevenido. La mujer no “se ha quedado
embarazada” y ha dado a luz un niño. Entonces esta
pareja, propiamente hablando, se hace familia.
No es este el itinerario más habitual, menos aún el
más tradicional, para hablar de familia; pues lo
habitual ha sido, y sigue siendo, que, desde el
momento de conformar la pareja, ya se piense en los
hijos. En todo caso, cada día me inclino más a reservar
el concepto de familia a una unión intergeneracional
(de dos generaciones) en la que la generación adulta
asume la responsabilidad de educar al miembro o
miembros de la generación menor con los que
conviven de forma estable y duradera.
Hay una corriente en la sociología francesa de la
familia que insiste en este punto, señalando que en
los cambios radicales que estamos observando en las
relaciones familiares, y en las modalidades de esas
relaciones, parece irse afirmando la búsqueda de la
intimidad, la familia nuclear de padres e hijos, sin
olvidar, bien al contrario, la historia familiar. Es lo que
encontramos, por ejemplo en una investigación
francesa, en un trabajo de campo en tres
generaciones; algo así como el estudio de la FAD que
se presentó en el Congreso del año 2003 de dos
generaciones, padres e hijos, solamente que ampliado
a tres 4 . Ya en la introducción afirman con fuerza que

“en este comienzo del siglo XXI, los vínculos familiares
a veces son incluso inventados y construidos como
“lugares de memoria” que sirven para celebrar una
identidad colectiva reconstruida” (FAD, 2003: 13),
sobre la base de “neotransmisiones” con motivo de
encuentros, ayudas financieras, sostén esporádico de
los hijos, o de los padres ya mayores... En
proporciones muy importantes, se constata “el
repliegue sobre el hogar y la centralidad de la vida
doméstica. El desarrollo del matrimonio de elección,
en el que los dos cónyuges se han escogido libremente
(...) y el amor por los hijos actúan conjuntamente. Y
añaden, citando a Shorter, que el cimiento afectivo de
la familia moderna engloba más que el marido y la
esposa: mantiene también a sus hijos en el interior de
esta unidad sentimental” 5 . Creo que cabe decir que
esta realidad francesa es, estadísticamente hablando,
aún más fuerte en España pese a que ideológicamente
todavía estemos en el proceso de ida y no de vuelta,
como los franceses. Así el 84 % de los españoles
(aunque solamente el 77 % de los que tienen entre 18
y 24 años) afirman que “el niño necesita un hogar con
un padre y una madre para crecer felizmente”. A lo
que hay que añadir, sin embargo, que solamente el
41% de las mujeres, con edades comprendidas entre
los 18 y los 14 años, piensan que “una mujer necesita
hijos para realizarse” 6 .
Según este planteamiento, lo esencial y la especificidad
de la familia estarían en el compromiso y la
consiguiente responsabilidad personal y social de
conducir a la edad adulta, esto es, educar a los
menores de edad que, obviamente, necesitan el soporte
material, afectivo y nómico de las personas
adultas hasta su emancipación. Lo secundario es la
modalidad formal de la pareja adulta. Por “secundario”
no queremos decir que sea intrascendente,
sino justamente lo que hemos dicho, secundario.
Secundario aunque no intrascendente, que tengan
unos padres de sexo diferente o del mismo sexo (y soy
consciente del rechazo que esta afirmación provoca en
mucha gente, incluso muy próxima), que tengan dos
padres o uno, que sean hijos biológicos de sus padres
o que sus padres los acojan sin ser ellos mismos los
padres biológicos, que los hijos hayan nacido
mediante el recurso a la inseminación artificial u otras
formas de reproducción que aún no podamos prever
aunque sí vislumbrar. Me parece, añado como inciso,
que es muy importante comenzar a reflexionar en una
perpetuación de la raza humana en la que se dé una
disociación, mucho más marcada que en la actualidad,
entre la relación sexual y la reproducción de la especie
humana. La ciencia biotecnológica no ha hecho sino
empezar y, no nos engañemos, en este punto, no cabe
poner fronteras a la investigación.
30
2. CUATRO MODELOS DE FAMILIA NUCLEAR
En la investigación “Hijos y padres: comunicación y
Conflictos” 7 , procedimos a elaborar una tipología de
familias según estas cuestiones: las respuestas de los
padres (aunque el análisis también incluye respuestas
de los hijos), fundamentalmente sobre la organización
y las relaciones en el seno de la familia, las causas de
los conflictos en la familia, y la postura de los padres
respecto a una serie de valores finalistas. He aquí un
breve resumen de la tipología resultante:
Denominación Porcentaje
Familia familista, endogámica 23,7 %
Familia conflictiva 15,0 %
Familia nominal 42,9 %
Familia adaptativa 18,4 %
Total padres N=1000 100,0 %
Tabla 1. Tipología de familias españolas en razón
de las relaciones internas entre padres e hijos y de los
valores finalistas de los padres.
Fuente: MEGÍAS, E. (2002). Hijos y Padres:
comunicación y conflictos, p.7. Madrid: FAD.
2.1. Familia familista, endogámica (23,7% de las
familias españolas)
Este modelo de familia sería, para muchas
personas, digamos que tradicionales en el sentido de
que miran con agrado lo que siempre han conocido y
valorado como bueno, el modelo de familia “de
siempre”, ideal y relativamente añorado. Se trata de
una familia donde las responsabilidades de unos y
otros están claras y son asumidas sin dificultad,
porque son previamente sabidas y reconocidas. En
concreto, los papeles paterno y materno están muy
definidos al modo tradicional, pero sin las aristas más
sangrantes de la prepotencia del hombre sobre la
mujer. Familia en la que las relaciones de padres e
hijos son buenas, las mejores de entre los cuatro
grupos que conforman nuestra tipología. Los padres
aparecen con identidades fuertes (mayor presencia de
católicos practicantes, aunque también los hay
agnósticos y no creyentes por encima de la media),
con opciones probablemente ya asentadas. Es en este
modelo de familia, de los cuatro de la tipología, donde
los hijos consumen menos drogas, lo que no quiere
decir que no las consuman.
Este modelo de familia tiene el obstáculo de un
enrocamiento excesivo en sí misma, con una mirada
básicamente precautoria hacia el exterior; exterior
con el que algún día los hijos tendrán que enfrentarse,
ya fuera del nicho familiar. Esta familia tiene capacidad
para transmitir los valores de los padres. La duda
radica en si la transmisión de valores, realizada, en

este caso, por reproducción de lo inculcado por sus
padres se ha hecho propia, esto es, si ha pasado por el
cedazo de la duda y la confrontación personal al modo
como se realiza la socialización en la mayoría de la
juventud actual; sobre todo cuando tal socialización
tiene alguna espesura. Nos preguntamos cómo
reaccionarán los hijos cuando salgan a la intemperie,
fuera del hogar, del nicho cálido en el que han vivido.
No queremos dar la impresión de que necesariamente
el choque con la realidad vaya a ser desestabilizador.
De hecho, no tenemos suficiente información, pero
algo sí podemos decir y algo importante: el modelo de
familia en el que ellos se han educado está
desapareciendo a ojos vista, especialmente en las
capas sociales más formadas, en un punto central y
neurálgico de ese modelo familiar, como es el
concepto y realidad de “ama de casa”. Es el papel de la
madre, y lo que supone de reordenación del padre,
cosa que se olvida demasiado, lo que hace que ese
modelo tradicional de familia esté llamado, si no a
desaparecer, sí a ser profundamente remodelado. Los
datos de las Encuestas de Valores nos dicen, por
ejemplo, que en España solamente uno de cada tres
jóvenes entre los 18 y 24 años están “muy o bastante”
de acuerdo con la idea de que “ser ama de casa llena
tanto como trabajar por un salario” y todavía menos
con la afirmación de que “un trabajo está bien, pero lo
que la mayoría de las mujeres quieren en realidad es
un hogar y unos hijos”. Esta vez, poco más de uno de
cada cuatro (el 26 %) aquiescen con el ítem, menos
aún entre los universitarios (23 %) y, no me cabe duda,
que entre las chicas universitarias la cifra está debajo
del 20 % 8 . Sí, otro mundo se abre, ante el que no cabe
ponerse una venda en los ojos sosteniendo el modelo
familista como el único modelo válido de familia, ni
necesariamente el mejor para el mundo que se abre
ante nuestros ojos.
31
2.2. Familia conflictiva (15,0% de las familias
españolas)
Es la familia en la que sus miembros peor se llevan
entre sí, donde más conflictos se dan, por causa del
consumo de drogas, por cuestiones de orden sexual
de los hijos, por las amistades de éstos e, incluso, por
las relaciones entre los hermanos. Las relaciones de
los padres con sus hijos son, con diferencia, las peores
de los cuatro grupos, y la comunicación es muy escasa
o mala (cuando no, muy mala).
Por diferentes razones nos inclinamos a pensar
que estamos ante situaciones que tienen su raíz, en no
pocos casos, en los propios padres, pues presentan un
universo de valores muy distante al mayoritario en los
hijos, amén de una rigidez en sus propias
concepciones de la familia, con una delimitación de
estatus y roles paterno y filiares relativamente
envarados. Las malas comunicaciones, los conflictos,
pueden estar inmediatamente ocasionados por el
comportamiento de los propios hijos (en este grupo
encontramos los máximos consumidores de drogas),
pero en su raíz, en su secuencia temporal, nos
inclinamos a pensar que cabe inscribirlos en la
ecuación nómica de los padres.
Son padres nominalmente religiosos, algo menos
formalmente definidos en sus valencias políticas
(inclinados a la derecha), y con unos hijos que, éstos
ya en mayor proporción, son claramente no religiosos
y no tienen reparo en decirse de derechas, incluso en
mayor proporción que sus propios padres aunque no
falten los que sitúan en las antípodas de sus padres.
2.3. Familia nominal (42,9% de las familias)
Es el grupo más numeroso, al que pertenecen el
42,9% de las familias españolas, a tenor de nuestra
tipología. Algo menos de una de cada dos familias se
podría representar en este modelo. Lo que en él
resulta importante es la ausencia de elementos
determinantes, de factores definitorios. Es un modelo
que se caracteriza básicamente por lo que no es, o por
lo que es menos que los demás colectivos. Sólo hay un
elemento en el que destaca sobre los demás grupos, y
consiste en la opción que los padres hacen sobre los
valores importantes en la vida. Esta opción tiene tres
variantes: “es importante vivir al día sin pensar en
mañana”, “es importante invertir tiempo y dinero en
estar guapo o guapa”; y, en tercer lugar, “es
importante disponer de mucho tiempo libre y de
ocio”. Asimismo, este modelo presenta los rasgos de
una familia cuya unión se considera menos
importante, en la que los padres se sienten cohibidos
para comunicar sus ideas y sus opiniones a los hijos, y
en la que la manera de resolver las cosas no se adapta
necesariamente a las circunstancias concretas del
momento; por ejemplo, cuando hay algún conflicto

inevitable. Una familia light, en definitiva,
relativamente paseísta, en la que las opiniones de los
hijos no son muy consideradas por sus padres; familia
que destaca porque hay un menor grado de conflictos
debidos a las drogas, aunque no de alcohol; menos
conflictos debidos a las relaciones de los hijos con sus
amigos, relaciones sexuales, etc.
Nuestra hipótesis es que es que estamos ante el
prototipo de la coexistencia pacífica en muchas
familias españolas: “Las cosas son como son, los
hábitos juveniles son los que son, y más vale que
nuestros hijos no resulten bichos raros y, con tal de
que no se sobrepasen demasiado, es normal que se
diviertan al modo como se divierten los adolescentes”.
Algunas charlas precautorias, de cuando en vez y que
la fortuna reparta suerte o al menos no mala suerte.
“Cuando se vayan introduciendo en la veintena, las
cosas se irán aquilatando por sí mismas”, se concluye y
se mira a otro lado. Obviamente no se discute con los
hijos: dos no discuten si uno no quiere.
Al analizar el perfil sociológico de los miembros de
este modelo familiar vamos a encontrar en muchos
casos, la mayoría incluso, valores próximos a los de la
media poblacional. Esta centralidad estadística (y
sociológica) se observa incluso cuando preguntamos a
los padres que califiquen las relaciones que mantienen
con sus hijos: “buenas” responden la gran mayoría, sin
decantarse por las muy buenas, como los padres del
primer modelo ni por las regulares o malas del grupo
2º, y presentando un valor central muy superior al de
los padres del grupo que presentan la máxima
dispersión de los cuatro modelos, el 4º grupo. Pero
esta distribución también se da cuando analizamos las
respuestas que dan los hijos a la hora de calificar las
relaciones que mantienen con sus padres:
sobredimensionamiento de las “muy buenas” en el
grupo 1º, de las “regulares, malas y muy malas” en el
segundo, la “buenas” en el grupo que nos ocupa y, de
32
nuevo, máxima dispersión, en los hijos de las familias
adaptativas en el cuarto modelo de familia. Es
evidente que hay correspondencia en las respuestas
de los padres con las de sus hijos. Anotemos, para ser
completos, que esta distribución en los cuatro
modelos de familia también se da cuando se trata de
calificar la relación que mantienen los hermanos entre
sí. Es difícil no añadir que estamos ante “climas
familiares” que se traducen al unísono no solamente
en las relaciones verticales, padres e hijos, sino
también en las horizontales, entre los hermanos.
Al preguntarles por las cosas que les ayudarían a
resolver la educación de sus hijos, hay dos datos que
debemos resaltar. En primer lugar, una mayor
demanda de compromiso al otro miembro de la pareja
en la educación de sus hijos: el 38 % de los
padres/madres lo señala, siendo esta cifra del 26% en
el conjunto, dato que ellos mismos elevan pues,
comparativamente, doblan a los demás grupos a la
hora de señalar esta, a su juicio, carencia. El dato es
muy importante pues nos indica que el fallo está en la
pareja, en la responsabilización conjunta de la
educación de los hijos. No se trata de que la pareja se
lleve mal, pues la inmensa mayoría (90 %) dice que
esas relaciones son muy buenas o buenas. Volvemos a
la idea de la coexistencia pacífica, incluso convivencial,
pero que no se traduce en una implicación conjunta
en la educación de los hijos. Si algo falla es el “otro”, la
pareja, la que falla. No es de extrañar, en corolario
lógico con lo anterior, que sea en este grupo donde
encontramos la mayor presencia de padres que pidan
a los profesores que eduquen mejor a sus hijos. No
más recursos educativos (aquí encontraremos a los
padres del 4º modelo), sino profesores más eficientes.
Es difícil, aquí también, no ver en esa demanda la
constatación de una carencia propia y de un
desistimiento de la propia pareja, de los padres,
trasladando la responsabilidad fuera del entorno
familiar.
Es importante observar, en el mismo sentido, que
tanto los padres como los hijos sitúan a los amigos,
con mucha mayor fuerza que los demás grupos, como
espacio donde se dicen las cosas importantes para
orientarse en la vida, situando en menor grado de
importancia, los libros (y ello de forma
particularmente llamativa), la escuela y la iglesia.
Socialización informal en definitiva, por ósmosis y
horizontalidad del grupo de pares. No es de extrañar
que estemos ante el modelo de familia en el que la
socialización estructurada, con capacidad de transmitir
valores escasamente configurados, reflexivamente
construidos y con cierta capacidad holística
legitimadora de comportamientos y actitudes, sea
muy escasa; la más escasa de los cuatro modelos de
familia que presentamos (aunque el modelo de familia

violenta puede en realidad transmitir contravalores).
Ello no obsta a que haya sintonía entre los valores que
los padres dicen ser importantes y que deben
transmitir a sus hijos y la percepción que éstos tengan
de las priorizaciones paternas. Es obvio que no hay ni
atisbo de ruptura generacional en este gran colectivo.
De hecho los mayores puntos de ruptura con sus
padres se dan en la “capacidad de disfrutar”, valor que
subrayan fuertemente los padres (33 %), aunque sus
hijos no acaben de percibirlo (sólo un 11% lo señalan).
En la dimensión religiosa, tanto los padres como
sus hijos se “autoposicionan” mayoritariamente como
católicos no practicantes, siguiendo la tónica de la
mayoría de los españoles, tanto adultos como
adolescentes. Políticamente, los padres se escoran
muy ligeramente hacia la derecha, mientras que sus
hijos lo hacen ligeramente al centro izquierda,
también en consonancia con las tendencias
mayoritarias de la sociedad española actual.
2. 4. Familia adaptativa (18,4% de las familias)
He aquí el modelo de familias nacientes, el más
moderno, el que mejor refleja las tensiones de las
nuevas familias. Probablemente bajo su denominación
se esconden variantes que no podemos tener en
cuenta, dado que la escasez de la submuestra no
permite desgajamientos con cierta seguridad
estadística. Gran parte de los nuevos e incipientes
modelos familiares de los que hablan los sociólogos de
la familia cabrían en este “macromodelo”. ¿Cómo
definirlo? Por la búsqueda de acomodo, de adaptación
a las nuevas condiciones, a los nuevos papeles del
hombre y de la mujer de hoy en el microcosmos
familiar; al creciente protagonismo de los hijos que
vienen pidiendo autonomía nómica (quieren crear
“su” universo de valores), y que también pretenden
libertad en el uso y disfrute del tiempo libre, a la par
que acompañamiento (discreto, pero efectivo) de los
padres, en su inexorable autonomización.
Se trata de una familia con buena comunicación
entre padres e hijos, con capacidad para transmitir
opiniones y creencias, abierta al exterior; familia no
exenta de conflictos, de desavenencias, a veces graves,
fruto básicamente de situaciones nuevas en los
papeles de sus integrantes, mujer y hombre, madre y
padre, padres e hijos. A diferencia de lo que sucede
con el grupo primero, en el que los roles y status están
claros, en este modelo las responsabilidades de cada
uno están en revisión continua, y el trabajo o las
acciones familiares, en tanto que familiares, no
resultan evidentes y son objeto de tanteos y de
incertidumbres. De ahí la presencia de conflictos
derivados de un ajuste de roles en las nuevas
estructuras familiares y de relación, de la necesidad de
ir creando una nueva cultura, de la búsqueda conjunta
33
de un acomodo ante las nuevas formas de trabajo y
ocio de las generaciones emergentes, ante las
exigencias de autonomía de los adolescentes (que
unos padres, con más formación que la media y con
unas ideas abiertas, no pueden desoír aunque no
siempre estén dispuestos a aquiescer). Otro rasgo
clave es que es una familia que, aún valorando
fuertemente la vida intrafamiliar, está muy abierta al
mundo exterior; sus miembros no son familistas y
endogámicos como los del grupo primero.
Esta familia (mosaico de familias, más
exactamente) emergente, que hemos denominado
adaptativa, parece ser la familia de la “negociación”,
de la búsqueda, del acomodo, no llegando siempre y,
menos aún a corto plazo, a los resultados deseados. Es
en este modelo de familia donde la tasa de divorcios y
separaciones es más elevada. Pero, posiblemente, las
que atraviesen con éxito la prueba de la adaptación a
la modernidad, permitirán a las nuevas generaciones
insertarse con mayores garantías en la sociedad del
futuro. La ausencia de conflicto durante la
adolescencia, en el seno de las familias, no es garantía
de solidez en las estructuras nómicas adquiridas y
conformadas con las que andar por la vida, ya adultos,
con criterios autónomos.
Entre los miembros de este tipo de familias, hay
agnósticos, no creyentes y ateos por encima de la
media, especialmente en los hijos, pero también más
padres “católicos practicantes” que en la media,
dando los hijos los mismos valores que esa media
global. Éstos últimos también consumen más drogas
que la media, aunque bastante menos que los del tipo
de la familia conflictiva.

3. DOS EJES DE FONDO: INDIVIDUALIZACIÓN (Y
SECULARIZACIÓN) E INSERCIÓN SOCIAL DE LA MUJER
Ahora bien, más allá de diferencias formales entre
las familias, creo que cabe resaltar dos ejes que las
atraviesan, las sustentan y que, en gran medida,
determinan la eclosión de las nuevas familias en el
horizonte occidental de matriz cristiana. Las familias
no pueden sustraerse a la realidad social en la que se
insertan. Y hoy vivimos un periodo de mutación
histórica. Yo creo que para entender y analizar las
nuevas familias debemos situarlas en su contexto
actual del que cabe subrayar dos dimensiones por su
cercanía al tema que nos ocupa: el fenómeno de la
individualización (a caballo con la secularización,
fenómenos difíciles de separar) como característica
mayor de nuestro sistema de valores y, conjuntamente
con ello, la inserción social de la mujer que
prácticamente ha abandonado, en las clases
dirigentes, su estatus mayor de “ama de casa”, como
ya hemos indicado más arriba. Estamos ante dos
vectores centrales y determinantes de la nueva
sociedad, y, por tanto, de las nuevas familias. Quiero
añadir, aunque no sea más que para dejar constancia
de la nueva situación que se irá creando en España en
las próximas décadas, la conformación de
matrimonios inter-étnicos e interreligiosos como
consecuencia del auge de la inmigración, como
fenómeno añadido a tener en cuenta 9 .
El fenómeno de la individualización ha sido
subrayado con fuerza como uno de los elementos
mayores de nuestra sociedad. Jan Kerkhofs, en el
Forum Deusto, con motivo de la presentación del
estudio “España 2000, entre el localismo y la
globalidad”, realizado desde la Universidad de Deusto,
señalaba precisamente que a lo largo de toda Europa
se revelan unas tendencias de las que participan casi
todos los países. Nombraré en primer lugar, dice
Kerkhofs, la individualización progresiva y a continuación,
lo que se denomina, con razón o sin ella,
como la secularización, cada día más generalizada” 10 .
El profesor Kerkhofs, en la propia conferencia, con
apoyatura del banco de datos del EVS, ofrece varios
ejemplos de las consecuencias para las familias
europeas de los fenómenos de individualización y
secularización. Así señala que “mientras el año 1981,
el 29% de los franceses consideraban el matrimonio
como una “institución pasada de moda”, esta cifra
sube al 36 % el año 1999, mientras que para los
irlandeses las cifras son del 12 % y del 23%, respectivamente”.
En España, estas cifras para 1999 son del
16% siendo la media europea de 32 países del 19 %.
Obviamente el fenómeno de la individualización
aplicada a la familia ha sido objeto de atención y
estudio fuera del marco de las Encuestas de valores.
Parece obligado referirse a Ulrich Beck y a Elisabeth
34
Beck-Gernsheim, pues conforma la línea central de su
análisis en su libro de 1990, traducido al español ocho
años después bajo el título de “El normal caos del
amor. Las nuevas formas de la relación amorosa”. Tras
señalar en la introducción que “los matrimonios que
se mantienen se han hecho posibles porque la
elección de la pareja ya no está sujeta a influencias y
poderes ajenos (....) puesto que corresponden al ideal
del amor romántico”, afirman con fuerza en sus
conclusiones que “la individualización produce el ideal
del matrimonio por amor” 11 . En el cuerpo del libro
desarrollan estas tesis. “¿No se está creando quizás,
(...) una utopía de pequeño formato, más allá
(subrayan ellos) de las grandes tradiciones de sentido,
una utopía no tradicional (no codificable, no
institucionalizable, no obligada a legitimarse)
adaptada a la base de la existencia individualizada,
una existencia que al mismo tiempo pretende superar,
siguiendo su promesa?” (Beck & Beck-Gernsheim,
1990: 234). Y se preguntan, inmediatamente después,
dónde habían de encontrar “un sentido poscristiano e
intramoderno (subrayan ellos)” a esta nueva realidad
para responder que “este sentido es el amor”. De ahí
que titulen el capítulo como “la religión terrenal del
amor”, amor que “constituye el modelo de sentido
para los mundos de la vida individualizados, para la
arquitectura de su vida, de lo que consideran “social”,
de lo que tienen que inventar por su propia cuenta.
Para el amor destradicionalizado, todo se presenta en
forma de “yo”: la verdad, el derecho, la moral, la
salvación, el más allá y la autenticidad (subrayan los
autores). Este amor moderno tiene -según su
esquematismo- su fundamento en sí mismo, por tanto
en los individuos que lo viven” (Beck & Beck-
Gernsheim, 1990: 236). No hay norma externa a la
pareja. La norma la establece cada pareja, cuando no
cada individuo en la pareja. Son o pretenden ser
autónomos, esto es, creadores de sus propias normas.
Ésta es la fuerza y la debilidad del matrimonio
moderno y la causa del vértigo y de sus múltiples
incertidumbres.

Se habla mucho de la crisis de la familia. Pero si
hay crisis, es crisis de éxito, de exigencia. La familia es
la institución social, junto a la Iglesia, que más tiempo
perdura entre nosotros, la más antigua. Porque somos
seres sociables y queremos compartir nuestra vida con
otra persona. No queremos vivir solos. Queremos vivir
con otra persona. Y queremos vivir felices con otra
persona. Muchos queremos, además, que nuestro
amor no sólo perdure, sino que se traslade a nuestros
hijos. Lo que sucede es que, en una sociedad que cada
día es más agresiva, donde la solidaridad se ha
institucionalizado, luego burocratizado, pedimos más y
más a la familia, a la que queremos gratuita y no
competitiva. De ahí su éxito, de ahí su fragilidad. De
ahí que muchas veces no logremos lo que nos hemos
propuesto. El amor se marchita, se rompe y lo que se
pensó como un espacio de cariño y ternura se
convierte en flor mustia, cuando no en corona de
espinas. La separación se hace inevitable. Se ponen
tantas esperanzas en la familia, que no podemos
soportar que nos hayamos equivocado. La familia se
rompe a nuestro pesar, hasta con alivio, cuando la
situación se hace insoportable.
Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim han
continuado con su reflexión en un reciente libro que
lleva el significado título de “La individualización: el
individualismo institucionalizado y sus consecuencias
sociales y políticas” 12 . El libro dedica un lugar más que
destacado a la problemática familiar, pues dos terceras
partes de sus 350 páginas se refieren a lo que
denominan ya en el encabezamiento del capítulo 6º,
“hacia la familia posfamiliar: de la comunidad de necesidades
a las afinidades electivas”. No es difícil adivinar
el contenido del capítulo y no nos ocuparemos aquí de
ello. Pero, además de la importancia acordada al
nuevo status de la mujer, hay un aspecto del trabajo
de los Beck que quiero resaltar: los hijos ocupan en
toda su reflexión un segundo lugar. No digo que no los
tengan en cuenta, pero, si uno se fija en el índice
analítico que se incluye al final de la publicación, es
particularmente significativo que no aparezcan los
términos de padre, madre e hijo, sino los de hombre
(2 veces) mujer (26 veces) y niños (10 veces).
Pero los hijos existen. Están ahí. Cada vez menos,
como es bien sabido, pues estamos muy lejos de
asegurar la reproducción con lo que, más allá de
consideraciones ideológicas o de identidad nacional, la
alternativa a nuestra sociedad es muy simple: el
mestizaje en un par de generaciones o la desaparición
a medio o largo plazo. Ulrich Beck en la más que
interesante entrevista que cierra el último libro dice
que “por supuesto están sus hijos, mis hijos, nuestros
hijos. Pero también la paternidad, “el núcleo de la vida
familiar” está empezando a desintegrarse en las
condiciones del divorcio” (Beck & Beck-Gernsheim,
35
2003: 342). En efecto, los hijos, como ya señalara hace
años Salustiano del Campo refiriéndose a la
proliferación de divorcios en la sociedad americana,
pueden encontrarse ante la disyuntiva de no saber con
qué abuelos quedarse en los casos en los que sus
padres se hayan casado en segundas nupcias, por
ejemplo.
Hijos y abuelos conforman dos aspectos de la
familia que, en la insistencia por la individualización y
la pareja, corren el riesgo de quedarse en la
penumbra. Sin embargo sabemos que la mayor parte
de las mujeres desean tener hijos y sabemos también
que la familia extensa no ha desaparecido tan fácil y
prontamente como a veces pensamos o se da a
entender. En la sociedad actual española, mientras la
responsabilidad de cuidar y educar a los hijos
responda básicamente a las madres, en tanto que los
padres, de facto, dedican a esa labor un tiempo y un
empeño infinitamente menor, y mientras las políticas
sociales de ayuda a la familia son las que son, las
mujeres se enfrentan ante una situación casi
imposible de compaginar el cuidado de sus hijos con
su promoción social.
4. PARA UNA FAMILIA EDUCATIVA EN EL FUTURO
Aunque no pocas veces se relaciona de forma
demasiado simplista la caída de la fecundidad y el
aumento de la actividad profesional de las mujeres, es
evidente, sin embargo, que hay relación entre ambos
fenómenos. De hecho en todos los países modernos
avanzados han disminuido las tasas de natalidad y, al
mismo tiempo, se ha incrementado la participación de
las mujeres en el mercado de trabajo. Pero no se
puede demostrar una relación de causalidad entre
ambos fenómenos, como bien apunta Luis Flaquer. Así
hay países con altas tasas de actividad económica de
las mujeres y niveles de fecundidad relativamente
altos, como es el caso de Suecia, mientras que otros, a
pesar de tener unas bajas tasas de actividad femenina,
no presentan niveles altos de fecundidad, como es el
caso de España, Italia y Holanda 13 .

La pregunta es la de saber si caben modelos
posmodernos de familia donde se conjuguen un
régimen de protección social que suponga el
reconocimiento de la nuclearidad familiar (todavía eje
de la familia sociológica española), pero sin el
sometimiento, muchas veces en solitario, de los
padres a las cargas inherentes a la educación de los
hijos, también ejes de la familia sociológica española.
Cuando hablamos de cargas nos referimos,
doblemente y con la misma fuerza, a las cargas
financieras y a las que se derivarían de su exclusión en
la promoción social. Mi opinión es que todo esto es no
sólo posible sino también deseable. Desde esos
parámetros nos parece razonable avanzar en un
modelo ideal - típico de familia en España - donde se
mantengan las raíces de sociabilidad y responsabilidad
hacia los hijos junto a la promoción social de la madre.
De nuevo en la Encuesta Europea de los Valores,
Nicolás Herpin, en el número especial de Futuribles
del verano de 2002, dedicado a los valores de los
europeos, insiste en su análisis de la familia en lo que
denomina la subida de los valores del
individualismo 14 , particularmente cuando analiza las
actitudes a potenciar en los hijos en el seno de las
familias. Pero cuando analiza en detalle la cuestión de
los factores que ayudan al “éxito” del matrimonio se
constata algo que va más allá del individualismo y que
yo llamaría la demanda de autonomía compartida en
la pareja y me atrevo a añadir, después del estudio
“Hijos y Padres: comunicación y conflictos” 15 , que
también hay una demanda de autonomía compartida
entre padres e hijos. La situación social de
individualización con el auge consiguiente de actitudes
de individuación no conlleva necesariamente a una
demanda de aislacionismo sino, bien al contrario, a un
deseo de complementación sin fusión, de compartir
en la diversidad y en el respeto a la unicidad, a una
exigencia de fidelidad mutua 16 . Sí, el valor en alza no
es el aislamiento sino la unión en el respeto a la
unicidad de cada uno. Que no se logre dependerá de
mil factores pero es seguro que la respuesta que
inicialmente se dé al por qué, al objeto finalista de la
conformación de la pareja y más aún de la familia, en
el sentido que hemos indicado más arriba, será
determinante.
Lo más sencillo a resolver, si hay voluntad política
para ello, es la cuestión de las cargas financieras. La
evolución de los valores familiares en España,
especialmente en la gente joven, han dejado ya atrás
la idea de que el varón haya de ser el sostenedor
financiero de la familia. Otra cosa bien distinta es que
de hecho así sea, pero, en gran medida, esta realidad
no es sino la consecuencia de una política familiar
francamente raquítica que, de hecho, deja en los
padres la responsabilidad financiera de sustentar la
36
crianza y educación de los hijos. Y como el hombre
encuentra más fácilmente trabajo y, en muchos casos,
ganando más que la mujer trabajando lo mismo la
consecuencia es obvia: estadísticamente hablando el
hombre trae el dinero a casa donde la mujer se queda.
La cuestión de la compatibilización de la inserción y
promoción social de la mujer con la crianza y
educación de los hijos trasciende al núcleo familiar. Es
un problema social.
Las autoras de la investigación trigeneracional
francesa, citada anteriormente, terminan su libro con
esta reflexión: “el aumento del número de personas
mayores, conjugado con el de la creciente autonomía
de las mujeres (y añado: y su deseo a tener hijos) hace
prever que hará falta un compromiso mayor por parte
del Estado hacia ellas. Se preguntan las tres autoras,
como conclusión que comparto plenamente, si la
familia moderna no va a provocar un nuevo contrato
social” 17 . Necesitamos, en efecto, un nuevo contrato
social que coloque a la familia en el lugar querido por
la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles: en
primera fila de sus prioridades, de sus objetivos
vitales, el bien tan anhelado y tan frágil.
Porque no estamos, como se dice a veces, en el fin
de la familia por la emancipación de la mujer; pues la
mujer desea tener hijos y educarlos ella misma, eso sí,
en corresponsabilidad con su marido y sin que vaya en
detrimento de su promoción profesional y social. No
veo tampoco ventaja alguna en trasladar la educación
de los hijos al Estado y que no sean los padres quienes
la asuman. Sin embargo el Estado debe respetar
exquisitamente la dimensión nómica de la familia y su
composición formal. El reto del futuro de las familias
en España está en conciliar la educación de los hijos
(el bien supremo de nuestra sociedad) con la, aún
incipiente, inserción social de la mujer y la, aún mas
incipiente, corresponsabilidad familiar del padre. Hay

un modelo que me resulta particularmente grato, al
que vengo denominando de “autonomía familiar”
compartida entre los padres (biológicos o no) y
firmemente sostenida por la sociedad a través del
Estado. Es la conjunción de la nuclearidad del modelo
familista español (la primacía de la familia), no
endogámica, con la protección social escandinava o
luxemburguesa. O si prefieren del macro modelo
“adaptativo” de nuestra tipología del 2003, la
acentuación de la dimensión familiar, autónoma,
respetuosa del hacerse de los hijos, siempre con la
mejor protección social europea. Como se ve no hay
un solo modelo. No hay familia sino familias. Es una
cuestión abierta, pues hay y habrá otros modelos
familiares. Pero el debate es anterior al de los
modelos familiares y exige responder a estas
cuestiones claves. La primera y fundamental es saber
qué priorizamos, si la pareja o la familia. Si
respondemos que la familia debemos responder, con
37
rigor, si vamos a dejar a la suerte de los padres, lo que
quiere decir de la madre, la educación de los hijos o si
vamos a colaborar socialmente, en el respeto absoluto
a la autonomía familiar, con medios financieros y
otros, a la labor de los padres en hacer de los hijos
personas adultas. Lo que supondrá que, de verdad,
nos hemos tomado en serio que los hijos son el futuro
de nuestra sociedad.
Es obvio que, en este empeño, la escuela ocupa
también un papel central. Máxime, en unos tiempos
tan abiertos a toda suerte de agentes de socialización
vertical y horizontal en los niños y adolescentes, como
los actuales. Claro que hará falta una escuela que sea
algo más que mera transmisora de conocimientos y de
habilidades para situarse en el mercado de trabajo.
Quiero decir, que precisamos de la potenciación, con
la vía de los hechos más allá de las proclamas, de la
escuela educadora. Pero ese es ya otro tema.
1. Catedrático de Sociología en la Universidad de Deusto.
2. Los últimos textos nuestros, ya publicados, sobre reflexiones aquí recogidas y con ellas relacionadas son estos: “La familia,
entre la añoranza estéril y las incertidumbres del futuro”, 21-33, en el Libro de Ponencias del II Congreso “La Familia en la
Sociedad del Siglo XXI”. Madrid, Valencia y Sevilla, 24 de Febrero - 3 de Marzo de 2004. Madrid: FAD y “Familia, alcohol y
drogas en los adolescentes hoy: de los datos a las hipótesis”, 67-71, del Encuentro de Profesionales en Drogodependencias
y Adicciones. Chiclana de la Frontera los días 21-23 de octubre de 2004. Libro de Actas de las Ponencias y Comunicaciones.
Madrid: FAD. Cádiz: Diputación Provincial de Cádiz.
3. Ver “La familia ante el reto de la tercera mujer: amor y trabajo” en Libro de Ponencias del Congreso “La Familia en la
sociedad del siglo XXI”, 83. Febrero-Marzo, 2003. Madrid: FAD.
4. Para el caso español me refiero, obviamente al estudio de la FAD (2002) Hijos y Padres: comunicación y conflictos. Madrid:
FAD. La investigación francesa es de ATTIAS-DONFUT, C.; LAPIERRE, N. y SEGALEN, M. (2002). Le Nouvel Esprit de Famille.
Paris : Editions Odile Jacob.
5. “Nouvel Esprit de Famille”. O.c.p. 15. La cita está tomada de SHORTER, E. (1977). Naissance de la famille moderne, 279.
París: Ed. du Seuil.
6. En ANDRÉS ORIZO, F. y ELZO, J. (directores) (2000). España 2000, entre el localismo y la globalidad. La Encuesta Europea de
Valores en su tercera aplicación, 1981-1999, p. 122 y ss. Universidad de Deusto. Madrid: Ediciones SM.
7. De mi capítulo 7 en “Hijos y Padres...” o.c.
8. Ver en el capítulo de VALDIVIA, C. sobre la familia, en la página 138, tabla y comentarios, en ANDRÉS ORIZO, F. y ELZO, J.
(directores); Eyerbe, M.; CORRAL, J.; DÍEZ NICOLÁS, J.; GONZÁLEZ-ANLEO, J.; GONZÁLEZ BLASCO, P.; SETIÉN, M. L.; SIERRA,
L.; SILVESTRE, M. y VALDIVIA, C. (2000). España 2000, entre el localismo y la globalidad. La Encuesta Europea de Valores en
su tercera aplicación, 1981-1999. Universidad de Deusto. Madrid: Ediciones SM.
9. He reflexionado sobre este punto en “Familia y religión: ¿libertad religiosa o confrontación?”, 401-431. En BOROBIO, D.
(Coordinador) (2003). Familia e interculturalidad. Salamanca: Publicaciones de la Universidad Pontificia.
10. KEKHOFS, J. (2003) “Tendances rélévées par les Enquêtes de l´European Values Study et perspectives d´avenir” en
“Movimientos de personas e ideas y multiculturalidad”, Vol. 1, 266. Universidad de Deusto. Bilbao: Ed. Forum Deusto.
11. Editado en 1998, por Editorial Paidós (Barcelona). Las citas provienen de las páginas 13 y 263, respectivamente.
12. De nuevo en El original alemán es de 2.001, Barcelona: Paidós.
13. FLAQUER, L. (2001). Las políticas familiares en una perspectiva comparada, 40-41. Barcelona: La Caixa.
14. No entro aquí en la discusión y diferenciación del proceso sociológico de individualización de las actitudes individualistas.
Baste señalar que, en la sociedad actual, ambas de complementan y aúpan mutuamente. Para Herpin, ver Futuribles,
Juillet-Août, 2002, nº 277, páginas 41-61. Toda la revista es excelente y permite hacer una idea cabal, con mucho aparato
estadístico, de la evolución de los valores de los europeos en los veinte últimos años del siglo XX.
15. De nuevo MEGÍAS, E. (director) (2002). Hijos y Padres: comunicación y conflictos. Madrid: FAD.
16. ANDRÉS ORIZO, F. (2003), analizó esta cuestión en el I Congreso sobre “La familia en la sociedad del siglo XXI”, 122.
Madrid: FAD.
17. ATTIAS-DONFUT, C.; LAPIERRE, N. y SEGALEN, M. (2002. Le Nouvel Esprit de Famille, p. 278. Paris: Editions Odile Jacob.

FAMILIA Y TRANSMISIÓN DE VALORES
Pedro ORTEGA RUIZ y Ramón MINGUEZ VALLEJOS.
Universidad de Murcia. Facultad de Educación. Departamento de Teoría e Historia de la Educación.
1. ¿CRISIS EN LA FAMILIA?
El término “crisis” es demasiado ambiguo como
para describir una determinada situación de la familia.
En una sociedad tan fuertemente sometida a cambios
profundos y rápidos como la actual, que modifica
constantemente sus formas de vida introduciendo
nuevas concepciones económicas y nuevos desarrollos
científicos y tecnológicos, no sólo la familia sino todo
el conjunto de instituciones u organizaciones sociales
se ven implicadas necesariamente en el cambio, si
quieren sobrevivir en sus funciones. La adaptación a
las nuevas necesidades que demanda la nueva
realidad social es una exigencia que ninguna institución
u organización social puede ignorar. No es
posible pensar en una sociedad que se va transformando
incesantemente que no encuentre mecanismos
de adaptación como respuesta a las nuevas y
muy diversas condiciones culturales, sociales y
económicas en que ha de desenvolverse. No es que
“la familia” esté en crisis, sino una determinada
modalidad de familia (Pérez-Díaz y otros, 2000). Lo
mismo puede afirmarse de otras instituciones u
organizaciones sociales: sindicatos, partidos políticos,
iglesia, etc. “La familia... cuenta con esa sinuosa
característica de haber sido siempre percibida en
situación de crisis, transición y dramática encrucijada.
Siempre en constante perspectiva de cambio y dudoso
futuro. Desde hace dos siglos, esta percepción
dramática de la familia aparece con abrumadora
reiteración, en la literatura apologética y, a veces,
también en la científica” (Iglesias de Ussel, 1998, 310).
Sí existe, sin embargo, una percepción social de crisis
de la familia vinculada a la rapidez de los procesos de
cambio en la institución familiar que siempre se han
dado de un modo brusco, mediante “saltos”, que
mientras se asimilan, alientan imágenes de crisis e
incertidumbre. La rapidez de los cambios en el
escenario social, la dificultad para asimilar las transformaciones
culturales y tecnológicas, la incorporación
de los nuevos conocimientos, el impacto de la convivencia
en la nueva cultura del mestizaje, etc. se han
interpretado de un modo dramático y han favorecido,
en gran manera, esta imagen de crisis de la familia
que en la década de los sesenta y setenta alcanza un
momento especialmente crítico. Es en estos años
cuando la familia es vista por un determinado sector
de la población española como una institución que
había de ser expulsada de la vida ciudadana en tanto
que sede de la violencia y la opresión cotidianas. Aún
hoy, desde perspectivas ideológicas distintas, se
38
siguen interpretando las diversas tendencias en la
sociedad española hacia el descenso creciente de los
matrimonios y el aumento de los divorcios, de los
hogares unipersonales y de las familias monoparentales
no tanto como signos del debilitamiento de una
determinada modalidad de familia, sino como
expresión de la crisis de la familia, en general, en tanto
que institución vertebradora de la sociedad. Algunos
subrayan, a este respecto, la pérdida de poder
socializador de la familia y la mayor dependencia de la
institución escolar. Se depende, cada vez más, de las
escuelas para la educación de la infancia y de la
juventud. “Resulta igualmente claro que la custodia de
la infancia, antes asumida sin problemas por la gran
parentela y la pequeña comunidad, ha pasado de no
ser problema alguno a constituir el gran problema de
muchas familias. Ciudades inabarcables y hostiles y
hogares exiguos son ya parte del problema, al menos
tanto como parte de la solución. En estas circunstancias,
la sociedad se vuelve hacia lo que tiene más a
mano, y en particular hacia esa institución más
próxima a la medida de los niños, a menudo ajardinada
y que cuenta con una plantilla profesionalizada
en la educación: la escuela” (Fernández Enguita, 2001,
64). La familia, se afirma, puede educar para la convivencia
en los grupos primarios, pero es incapaz de
hacerlo para la convivencia civil, puesto que no puede
ofrecer un marco adecuado de experiencia. “Cuando
la familia socializaba, la escuela podía ocuparse de
enseñar. Ahora que la familia no cubre de pleno su
papel socializador, la escuela no sólo no puede
efectuar su tarea específica con la eficacia del pasado,
sino que comienza a ser objeto de nuevas demandas
para las cuales no está preparada” (Tedesco, 1995, 98).
Algunos estudiosos de la familia muestran su preocupación
por la transición de la vida familiar de lo que
llaman la “cultura del matrimonio” a la “cultura del
divorcio”, con las inevitables repercusiones que esta
conlleva en los procesos educativos de los hijos
(Popenoe, 1993). Aunque la familia nuclear
monogámica sigue siendo el modelo de familia predominante
en la sociedad occidental (Eurostat, 2000),
otras formas de convivencia empiezan a verse como
formas o modelos alternativos de familia asumibles en
una sociedad democrática, tanto política como socialmente.
Ello, sin duda, introduce cambios importantes
en los papeles que tradicionalmente venía desempeñando
la familia en la socialización y educación de
los hijos. Besharov (2003), en un estudio sobre la
evolución de la familia americana, se muestra aún más

pesimista: la familia está cerca de un cataclismo. La
ausencia, casi completa, de normas de convivencia en
el interior de la familia, la dificultad en el desempeño
de roles estables, la ambigüedad o ausencia de valores
que configuren patrones de comportamiento acaban
desintegrando toda forma de vida familiar, al menos
como, hasta ahora, la hemos entendido. En términos
parecidos se pronuncia Fukuyama (1999) al establecer
una estrecha asociación entre la tendencia de las
familias hacia formas poco estables de convivencia
con el aumento de comportamientos antisociales en
niños, adolescentes y jóvenes.
No compartimos esta interpretación apocalíptica
de la familia que nos parece excesiva e induce a error.
“Creemos que ante lo que estamos, en las sociedades
occidentales de hoy, es ante un nuevo avatar de esta
institución milenaria, surgida del cruce de los usos de
la antigüedad clásica, las tradiciones germánicas y el
cristianismo, y cualificada sustancialmente por las
transformaciones de todo orden de los cuatro últimos
siglos” (Pérez-Díaz y otros, 2000, 11). Más que ante
una muerte anunciada de la familia, estamos ante un
desarrollo de formas o modelos plurales de familia,
incluida la familia nuclear, como adaptación a las
situaciones sociales cambiantes. Los recelos y, a veces,
ataques contra la familia que a principios de los
setenta eran frecuentes, sin embargo, últimamente se
constata una valoración positiva de la misma si bien
desde formas nuevas de entenderla que, a nuestro
juicio, no la desnaturalizan. Va tomando forma un
nuevo movimiento que pretende volver a los “valores
familiares” (Beck-Gernsheim, 2003). En efecto, en la
última década distintos colectivos profesionales como
pedagogos, psicólogos, abogados, asistentes sociales,
etc. están intensificando su interés por la realidad
familiar, sin que esto haya de interpretarse como una
vuelta a formas y normas de otros tiempos. Desde
análisis que responden al conocimiento de la nueva
realidad social, la familia se ha convertido hoy en
objeto de atención preferente para las instituciones
públicas y privadas. “Quienes hace más de dos
39
décadas... se atrevieron a profetizar la muerte de la
familia, poseen ya motivos más que suficientes, ante
la evidencia histórica, para empezar a rectificar su
pronóstico. La familia sigue existiendo, y sigue
prestando un servicio insustituible al desarrollo y
apoyo personal. Más que un obstáculo para el desarrollo
individual, la familia sigue siendo una realidad y
un proyecto en el que se continúa creyendo, en el que
se invierten la mayor parte de las energías personales,
y del que se espera que sea la fuente principal de
nuestra satisfacción individual” (Gimeno, 1999, 21).
Los temas de estudio sobre la familia en la última
década no han supuesto un cambio sustantivo respecto
de los estudios realizados en décadas anteriores
(González Anleo, 2001). Aspectos demográficos, cambios
en la estructura y dinámica familiar, conflictos y
rupturas, atención a la familia por parte de las
instituciones públicas, etc. han centrado el interés de
los estudiosos sobre la familia. Con todo, se constata
en estos trabajos una escasa atención por la socialización
de los hijos y la educación de estos en el
recinto privado de la institución familiar. Este olvido
del papel fundamental que desempeña la familia en la
educación de los hijos contrasta con la importancia
que los españoles atribuyen a la misma situándola a la
cabeza de sus preferencias valorativas (99%), por
encima del puesto de trabajo, religión y política (Orizo
y otros, 2000). El exagerado moralismo de antaño,
implantado desde una concepción homogénea de la
sociedad y de una autoridad doctrinal indiscutible, el
carácter estático y patriarcal, capaz de sacrificar la
singularidad individual en aras del mantenimiento de
una estructura heredada, explica el silencio y el destierro
de la familia en el debate sobre la construcción
de la nueva sociedad en épocas pasadas. Habría que
fundamentar (era el nuevo discurso de la década de
los sesenta y setenta) la convivencia u orden social
sobre nuevos valores, sobre instituciones y organizaciones
que favoreciesen el cambio social. Y en esta
tarea de reconstrucción social la familia, se entendía,
no estaba a favor del cambio, sino de la continuidad.
El cambio profundo producido en la sociedad
postindustrial sociológicamente laica, incorporada a
los avances tecnológicos de la información, ha llevado
consigo el debilitamiento de la institución familiar
como ámbito autosuficiente y mecanismo básico de
transmisión de valores; pero también ha supuesto la
recuperación de un nuevo discurso sobre la familia,
alejado de todo fundamentalismo excluyente, ha
puesto de manifiesto su extraordinaria capacidad de
adaptación a un contexto tan cambiante como el
actual, ha permitido la superación de prejuicios y
facilitado el estudio riguroso de la dinámica familiar
desde las aportaciones de las ciencias más diversas. En
resumen, ha favorecido la vuelta a la consideración del

papel fundamental de la familia en el proceso de
construcción de la personalidad de los hijos y de
integración de las jóvenes generaciones en la
sociedad. Nadie puede hoy razonablemente dudar de
que la educación familiar tenga una repercusión
decisiva en la manera cómo los hijos se comportan y
se desenvuelven posteriormente en la sociedad. Ha
muerto un modelo familiar que anulaba la iniciativa
individual, pero en su lugar empieza a surgir otro u
otros modelos familiares cuyos valores se impregnan
de un modelo social más igualitario y personalizado,
más democrático y más abierto al futuro que al
pasado (Gimeno, 1999). Surgen nuevas formas de
entender la familia, nuevas formas de convivencia
basadas más en las interacciones personales, en las
que cada miembro de la familia pueda sentirse
realizado dentro de un proceso complejo de
construcción personal (Castell, 1998).
Algunos autores se preguntan sobre la existencia
misma de la familia. A los ojos de cualquier
observador aparecen grupos de personas que viven
comunitariamente en su propio hogar. Pero no resulta
fácil definir el concepto sociológico de familia dado el
polimorfismo de las manifestaciones, la gran variedad
de agrupamientos sociales que, según los diferentes
pueblos y culturas, podrían llamarse “familia” (Pastor,
2002). Algunos incluso afirman que no es posible dar
una definición de familia porque esta es sólo una
construcción ideológica, histórica y política, una mera
categoría mental. Otros piensan que es sólo una
abstracción mental que reúne una gran variedad de
formas, pero que ese concepto no se plasma como tal
en la realidad. Aunque las formas de la familia sean
muy diversas no puede dudarse de que esta sea una
realidad empírica cuya génesis aparece como un lento
proceso de institucionalización por el que ciertas
prácticas, usos o costumbres culturales adoptadas a lo
largo del tiempo por un pueblo cristalizan poco a poco
en estructuras grupales que luego permanecen. Pero
no sólo el hecho de compartir la vivienda define a la
familia. También el sentimiento de parentesco es un
indicador fundamental de la misma. Desde un punto
de vista sociológico podría definirse la familia como
40
“aquellos pequeños grupos primarios residenciales
cuyas relaciones internas están socialmente
institucionalizadas según normas de parentesco”
(Pastor, 2002, 23). Con ello se alude no sólo a los
vínculos genealógicos, sino también a las relaciones
socialmente institucionalizadas entre unas determinadas
personas que se sienten mutuamente pertenecientes.
No es nuestro propósito discutir aquí sobre
el concepto o definición de “familia”. Ello nos llevaría a
un debate en el que los elementos ideológicos,
políticos, morales y religiosos necesariamente tendrían
cabida. Compartimos la idea de que no existe
una única definición, o que la diversidad de la vida
familiar no puede reducirse a una única definición
(Gracia y Musitu, 2000). El término “familia” se nos
muestra como una compleja unidad significante, tan
pronto como la pronunciamos nos vemos envueltos
en la maraña de un problema lingüístico. Una maraña
de significados e interpretaciones tan compleja que
nos disuade de cualquier pretensión de encontrar
posibles convergencias o afinidades en su definición
ante tanta multiplicidad y diversidad. “El concepto de
familia es complejo y difícil de delimitar y más si
añadimos ahora la multiplicidad de formas y funciones
familiares que varían en función de las épocas
históricas, de unas culturas a otras, e incluso en
grupos y colectivos dentro de una misma cultura”
(Gracia y Musitu, 2000, 43). Nos limitamos, por tanto,
a la sola consideración sociológica de la familia tal
como ésta aparece en sus distintas manifestaciones en
la sociedad occidental, por lo que habría que entender
la “familia” en un sentido amplio no restringido, sin
que su concepto pueda considerarse vinculado a una
determinada opción política, moral o religiosa.
Nuestra pretensión en este trabajo es construir un
discurso pedagógico, no hacer sociología. Con todo, sí
consideramos pertinente consignar algunos de los
cambios más relevantes que la familia en España ha
experimentado en las últimas décadas, y que la
distinguen de la familia del inmediato pasado: 1) El
reconocimiento legal de la libertad de los adultos para
vincularse o desvincularse para formar una pareja o
deshacerla; 2) en las relaciones de pareja se concede
mucho valor al grado de pasión, amor, intimidad y
bienestar en la convivencia; 3) los roles de género tradicionales
han entrado en crisis. El padre no es la
autoridad indiscutible y la mujer no permanece necesariamente
en el hogar. Las actividades domésticas y la
crianza de los hijos tienden a compartirse; 4) los
valores de la independencia, libertad, derecho al
bienestar individual y promoción personal son
factores que han incidido en la fecundidad y en la
organización y funcionamiento de la familia. Estos
cambios experimentados en la familia actual la alejan
de otras formas o modelos dados en el pasado

(Thiebaut, 1998). Los cambios producidos han significado
el paso de la familia como institución a la
familia fundada en la interacción personal. “Hay un
rasgo, escribe Iglesias de Ussel (1998, 44), que puede
sintetizar muchos de los cambios y, sobre todo, de las
imágenes sociales de la familia en la sociedad española:
Se ha pasado de una configuración monolítica de
la familia a otra pluralista en la que las distintas
modalidades de articular la vida familiar... reciben
semejante cobertura legal”.
2. FAMILIA Y EDUCACIÓN EN VALORES
Hace sólo unas décadas se confiaba,
ingenuamente, en el poder configurador del sistema
educativo formal capaz de ofrecer experiencias
suficientemente ricas para hacer posible en los
educandos la apropiación de valores y el desarrollo de
una personalidad integrada. Todavía hoy se sigue
confiando en que la escuela resuelva los problemas
que la sociedad actual está generando. Drogas,
violencia, consumismo, contaminación ambiental, etc.
constituyen nuevas exigencias o contenidos curriculares
que deben incorporarse a los programas
escolares en el convencimiento de que la institución
escolar es el marco idóneo, cuando no suficiente, para
abordar estos problemas. Tal pretensión empieza a ser
desmentida por los hechos. Las actitudes y creencias
que apoyan las conductas dependen más del clima
social y familiar que de la actuación del medio escolar.
Este actúa como refuerzo o elemento corrector de las
influencias permanentes que el niño recibe en el
medio socio-familiar, pero en ningún caso lo sustituye
adecuadamente. Ambas instituciones se entienden
como necesariamente complementarias e indispensables
en el proceso de adaptación social y
construcción de la personalidad del niño. Ni siquiera
en los llamados aprendizajes cognitivos, que podrían
entenderse como de exclusiva competencia de la
escuela, ésta es autosuficiente. Hoy ya nadie duda que
el mundo de los saberes o conocimientos que los
41
alumnos deben adquirir en la sociedad de la
información desborde ampliamente los límites estrechos
del recinto escolar. No es tanto la información
que la escuela transmite lo que ahora se valora, sino
su función facilitadora y orientadora en la búsqueda
de información y en el uso que se hace de la misma.
“... la escuela basada únicamente en la transmisión de
la información ha perdido toda su razón de ser. Hay
más información de la que podemos soportar. Ya no
hay un lugar y una edad para el aprendizaje. Entramos
en la sociedad del aprendizaje y en la vida del
aprendizaje” (Rodríguez Neira, 2000, 17).
Si atendemos a los valores como patrones de
conducta, no se puede olvidar que los niños que van a
nuestras escuelas vienen ya equipados con unos
determinados valores (y antivalores) a través de los
cuales filtran las inevitables propuestas valorativas que
la escuela a diario realiza. Ninguna de ellas dejará de
estar interpretada por el modo de pensar y vivir de la
propia familia (Beltrán, 2001). Las actitudes y
creencias, los valores y antivalores están en la base de
aquello que el niño piensa y hace. Y los valores y
antivalores del niño conectan directamente con el
medio socio-familiar. “ (de la familia) depende la
fijación de las aspiraciones, valores y motivaciones de
los individuos y en que, por otra parte, resulta
responsable en gran medida de su estabilidad
emocional, tanto en la infancia como en la vida
adulta” (Flaquer, 1998, 36). Esto obliga a pensar en la
institución escolar de “otra manera”, a modificar su
estructura tradicional y a revisar en profundidad las
propuestas escolares en el ámbito de los valores.
Constituye un error seguir haciendo propuestas
educativas para la resolución de los conflictos
(violencia) en la escuela marginando a la familia
(Ortega, 1997; Cerezo, 2001), cuando el conflicto en
las aulas tiene un origen socio-familiar (Ortega,
Mínguez y Saura, 2003). El tratamiento que los
especialistas (pedagogos y psicólogos) están dando al
tema tan actual de los conflictos y la violencia en la
escuela pone de manifiesto la insuficiencia de la
institución escolar para la integración de
determinados alumnos en la vida de la escuela. Todos
vienen a incidir en la ineludible participación de la
familia en cualquier programa de intervención, si se
quiere abordar con algunas garantías de éxito dicho
problema, aunque no siempre las propuestas sean
coherentes con los propósitos enunciados. “Si
tenemos en cuenta que la parte del entorno que es
más significativa para el niño durante los primeros
años de vida es la familia, y especialmente los padres,
podemos pensar que las conductas agresivas se
generan en el ambiente familiar; es más, que los
padres enseñan a sus hijos a ser agresivos quizás de
manera no premeditada" (Cerezo, 1999, 57). Lo que ya

nadie duda es que los modelos de conducta que
ofrecen los padres, los refuerzos que proporcionan a
la conducta de sus hijos facilitan el aprendizaje de
conductas violentas o respetuosas con los demás. “La
carencia de estructuras que sirvan de marco de
referencia para el niño; las prácticas de disciplina
inconsistentes; el refuerzo positivo a la respuesta
violenta; el empleo de castigos físicos y psíquicos; la
carencia de control por parte de los padres y la
historia familiar de conductas antisociales explican
suficientemente el comportamiento antisocial, a veces
violento, de los niños en el centro escolar” (Ortega,
Mínguez y Saura, 2003, 41). Son abundantes los
estudios sobre la influencia de la familia en la
construcción de la personalidad del niño y de su
comportamiento (Krevans y Gibbs, 1996; Eisenberg,
Fabes y Murphy, 1996; Kochanska, 1997). La seguridad
afectiva, indispensable para la formación de una
personalidad sana, está estrechamente vinculada al
apoyo emocional sensible recibido del entorno
familiar (Berkowitz, 1996; Flaquer, 1998). Estudios
recientes (Castro, Adonis y Rodríguez, 2001) vinculan
la actitud violenta de los hijos con la ausencia de las
figuras paterna y materna y la educación familiar. Y
avanzan resultados: 1) Hay cierta evidencia acerca de
la vinculación entre el estilo laissez faire con el hecho
de que los padres trabajen; 2) el estilo laissez faire es
el que más interés produce en los adolescentes por
manifestarse como violentos y agresivos; 3) la
influencia de los estilos educativos repercute de
manera diferente en el interés de los/as adolescentes
por manifestarse como violentos y agresivos; 4) la
influencia de las figuras paterna y materna es desigual,
siendo más decisiva la influencia materna. Barudy
(1998) describe las consecuencias en el
comportamiento de los niños que sufren graves
carencias en el trato con sus padres, o son
abandonados por estos: trastornos del apego,
aislamiento social, autoestima baja, dependencia y
desconfianza social, comportamientos agresivos,
tristeza y ansiedad crónicas, depresión, etc. A la
abundancia de estudios en el ámbito de la psicología,
sociología y el derecho sobre la realidad familiar,
producida en las últimas décadas, no le ha
acompañado análoga preocupación en el ámbito de la
pedagogía. Para ésta, la educación familiar sigue
siendo todavía, en nuestro país, un ámbito
insuficientemente tratado, aun reconociendo la
influencia de la familia en el proceso de socialización
del niño, en el aprendizaje de actitudes, valores y
patrones de conducta. No hemos logrado aún
despojarnos de viejos estigmas que durante décadas
han acompañado a la educación familiar. Esta sigue
disfrutando, entre nosotros, de un “status” menor,
aunque reconozcamos, basados en el conocimiento de
42
la propia experiencia, que “la organización familiar
deja una huella impresa que acompañará a los seres
humanos durante toda su vida. Las primeras
experiencias son como surcos que se abren en la
mente de quien las recibe. Después aparecen otras. Y
la vida se hará compleja, armónica o disarmónica,
integrada o desorganizada, placentera o traumática,
pero en el fondo, a veces oculto, a veces patente,
quedarán las vivencias iniciales como patrimonio de la
propia personalidad” (Rodríguez Neira, 2003, 21).
La familia es el hábitat natural para la apropiación
de los valores. Hacer esta afirmación tan rotunda
puede parecer que atribuimos un poder taumatúrgico
a la institución familiar, un carácter casi sagrado. No es
esa nuestra intención. Aunque atribuyamos a la
familia una función acogedora en tanto que centro de
alivio de tensiones, ofreciendo a todos sus miembros
un clima sereno, hecho de sosiego, tranquilidad y
seguridad que sirve de contrapunto a las tensiones
propias de la vida y de la sociedad moderna en que
vive (Beltrán y Pérez, 2000), reconocemos, también,
que la familia no es la única agencia educativa, y
menos aún socializadora en la sociedad actual, ni
creemos que sea correcto establecer separación o
contraposición alguna entre familia y sociedad. La
familia refleja las contradicciones sociales de la
sociedad actual, y como esta aparece inmersa en un
mar de cambios profundos que afectan de un modo
desigual a los padres y a los hijos. Depende de la
sociedad tanto en su configuración como en sus
propósitos. No cabe duda de que el avance
experimentado en la sociedad occidental en la defensa
y ejercicio de las libertades, la tutela jurídica sobre las
minorías étnicas y culturales, la extensión de la
educación a toda la población, la implantación
progresiva de una cultura de la tolerancia y la mayor
conciencia del deber ciudadano de participar en los
asuntos públicos constituyen muestras y marcos para
una educación social del ciudadano de hoy.
Actualmente se está produciendo un vigoroso y

prometedor discurso sobre la “urban education” que
rompe los moldes de una educación encerrada en los
muros de los centros escolares. Pero junto a estas
realidades es evidente, también, que los medios de
comunicación ejercen un poder casi omnímodo en la
configuración de los modos de pensar y vivir, dejando
poco espacio libre que escape a su control. Un examen
atento a la realidad social de nuestro tiempo nos
puede llevar a pensar que asistimos a una gran
representación teatral en la que los auténticos actores
no están en el escenario, sino detrás del telón, en la
trastienda. Las grandes decisiones políticas,
económicas y sociales no se toman por y para los
directamente afectados. Otros les “ahorran” el trabajo
y el riesgo de pensar y equivocarse. Por otra parte, se
detecta la presencia cada vez más activa de los nuevos
movimientos sociales que están haciendo posible una
mayor atención a los aspectos culturales y a la calidad
de vida de los ciudadanos; están facilitando la
conquista de mayores oportunidades para participar
en las decisiones que afectan a la vida de cada uno,
dando un mayor protagonismo a los grupos sociales
de autoayuda y a formas cooperativas de organización
social, denuncian la instrumentación del poder y
exigen un reparto equitativo de los bienes (Dalton y
otros, 1992). No es, por tanto, la familia la única
agencia educativa, aunque sí sea la más importante
como fuente de identificación emocional. “A medida
que se ve privada de entidad como institución, más la
valoramos. Uno de los principios que rigen la ciencia
económica es que lo que valoramos es justamente la
escasez y no la abundancia. En el plano de los afectos
sucede exactamente lo mismo. Si en los años sesenta
la familia sobraba, ahora falta” (Flaquer, 1998, 199). Y
es, además, la más influyente en el aprendizaje de
valores, de patrones valiosos de conducta y, también,
su marco más adecuado. Cuando éste fracasa o no se
da, resulta muy difícil la suplencia.
43
La abundante bibliografía producida a raíz de la
LOGSE ha incidido en el papel de la escuela en la
enseñanza de los valores como marco adecuado (¿y
suficiente?) y ha puesto aún más de relieve la
profunda disociación existente entre la familia y la
escuela. Es difícil encontrar alguna referencia a su
carácter complementario y limitado que demanda y
exige la vinculación a una experiencia del valor en el
ámbito de la familia. Es decir, el valor se aprende si
éste está unido a la experiencia del mismo, o más
exactamente, si es experiencia. No se puede aprender
el valor de la tolerancia y la solidaridad si no se tienen
experiencias de esos valores, es decir, de modelos de
conducta tolerante. No se aprende el valor porque se
tenga una idea precisa del mismo. No es la claridad
cartesiana de los conceptos la razón suficiente que
mueve y hace posible el aprendizaje de los valores,
sino el hecho de su traducción en la experiencia. Y
sólo cuando el valor es puesto en práctica por el
educando, cuando tiene experiencia de su realización
personal, puede decirse que se da un aprendizaje o
apropiación del valor (Ortega y Mínguez, 2001). No
enseñamos los valores porque hablemos de ellos, sino
porque ofrezcamos experiencias de los mismos.
Los humanos nacemos con abundantes carencias
y con casi todo por aprender. Actitudes, valores y
hábitos de comportamiento constituyen el aprendizaje
imprescindible para “ejercer” de humanos.
Nadie nace educado, preparado para vivir en una
sociedad de humanos. Pero el aprendizaje del valor es
de naturaleza distinta al de los conocimientos y
saberes. Exige la referencia inmediata a un modelo. Es
decir, la experiencia suficientemente estructurada,
coherente y continuada que permita la “exposición”
de un modelo de conducta no contradictoria o
fragmentada. Y esto es difícil encontrarlo fuera de la
familia. Es verdad que no existen experiencias,
tampoco en la familia, que no presenten, junto a
aspectos positivos, otros claramente rechazables.
Pero, a pesar de los contravalores o experiencias
negativas, en la familia se puede identificar la línea
básica, la trayectoria vital que permite valorar y
reconocer en ellas la existencia y estilo personal de la
vida de un individuo. Junto a conductas no deseables,
la estructura familiar ofrece la posibilidad de
contrastarlas con otras valiosas, valorarlas, dar
explicaciones de ellas. Y permite, sobre todo, una
experiencia continuada del valor. La enseñanza del
valor no se identifica con el aprendizaje de conceptos
o ideas. Se hace a través de la experiencia, y ésta debe
ser continuada en el tiempo. Quiere ello decir que una
experiencia aislada, puntual no da lugar, ni es soporte
suficiente para un cambio cognitivo, ni para la
adhesión afectiva y compromiso con el valor. Es el
conjunto de las experiencias valiosas las que van

moldeando el pensamiento y el sentimiento del
educando, encontrando en las relaciones afectivas con
el modelo la comprensión del valor y el apoyo
necesario para su adhesión. Y en esto, el medio
familiar ofrece más posibilidades que el marco más
heterogéneo de la escuela y, por supuesto, de la
misma sociedad donde conviven o coexisten distintos
sistemas de valoración y experiencias muy distintas de
valores y antivalores. “La escuela es una institución
más que interviene en la esfera de la educación moral.
Y mientras que en el ámbito del saber existe una
amplia tradición y una lógica disciplinar que otorga
coherencia a la acción educativa, en la esfera de la
formación moral hay un bagaje mucho más reducido y
una menor influencia en comparación con otros
entornos sociales” (Marchesi, 2000, 178).
En el aprendizaje del valor se hace necesario algo
más: el clima de afecto, de aceptación y comprensión
que envuelven las relaciones de educador y educando.
La apropiación del valor no es fruto de una simple
operación de cálculo, interviene, en gran medida, la
mediación del modelo que hace atractivo, sugerente
un valor. Este aparece estrechamente vinculado a la
experiencia del modelo, y su aprendizaje depende
tanto de la “bondad” de la experiencia cuanto de la
aceptación-rechazo que produce en el educando la
persona misma del modelo (Ortega y Mínguez, 2001).
Si en el aprendizaje de conocimientos, el
establecimiento de un clima positivo en las relaciones
profesor-alumno, se muestra claramente influyente,
en el aprendizaje de los valores se hace indispensable.
Estos se aprenden, diríamos, por ósmosis, por
impregnación. Y no basta con acudir a la experiencia
de otros modelos ajenos a la familia o a la escuela. El
educando (niño-adolescente) tiende a identificar la
experiencia de un valor con el modelo más cercano:
padres, profesores y personas significativas de su
entorno. Queremos decir que la propuesta de un
valor, para ser eficaz, debe hacerse en un contexto de
relación positiva, de aceptación mutua, de afecto y
“complicidad” entre educador y educando, porque el
valor que se propone, desde la experiencia del
modelo, forma parte de la trayectoria y estilo de vida
de éste. El niño-adolescente no aprende una conducta
valiosa independientemente de la persona que la
realiza. Se sentirá más atraído por ésta si la ve
asociada a una persona a la que, de alguna manera, se
siente afectivamente ligado. En la apropiación del
valor hay siempre un componente de pasión, de amor.
Por ello, el inicio de la educación en valores debe
producirse en el entorno socio-familiar en que vive el
niño. Llevar esto a cabo implica rescatar el carácter
vulgar, cotidiano del valor y hacer del medio familiar el
marco habitual, “natural”, no único, de la enseñanza
del valor, asumiendo el riesgo de acercarse a una
44
realidad contradictoria en la que conviven valores y
antivalores como es el ámbito familiar. Pero con ello
estaremos siempre ante modelos de carne y hueso, al
alcance de todos, es decir, imitables.
3. LA PEDAGOGÍA DE LOS VALORES EN EL ÁMBITO
FAMILIAR
Antes se ha dicho que la enseñanza de los valores
está asociada a la experiencia de los mismos. Se trata
pues, de ofrecer a los hijos ambientes o climas en los
que puedan tener habitualmente experiencias del
valor; y que sea la realidad cotidiana de la vida familiar
la que se convierta en referente principal, no
exclusivo, de los valores para los hijos. Sería atrevido,
por nuestra parte, hacer aquí un elenco de aquellos
valores que hoy deberían proponer los padres a sus
hijos. Además, no sería tampoco pertinente. Cada
familia escoge para sí y sus hijos los valores que
considera más coherentes o prioritarios con una
determinada concepción del hombre y del mundo. Y
en una sociedad tan compleja y plural como la nuestra
los sistemas de valores son también muy diversos. Nos
limitamos, por tanto, a exponer las que consideramos
“condiciones ambientales” para la enseñanza y
aprendizaje de los valores en el ámbito familiar.
La familia no es un sistema autárquico, impermeable
a las influencias del entorno. Los cambios
sociales, políticos, económicos e ideológicos han
modificado profundamente el estilo educativo de la
familia en nuestro país. Nada es igual en las prácticas y
orientaciones educativas de hoy tras la aprobación de
la Constitución de 1978. Un régimen democrático de
libertades ha transformado la vida de los individuos,
los grupos e instituciones, penetrando en todas las
áreas y manifestaciones de la vida social y originando
una nueva forma de entender la persona y la vida. A
estos cambios no ha escapado, obviamente, la familia.
Debe aprender a ejercer nuevos papeles, nuevas
funciones o, al menos, a ejercer de forma distinta las
que ya venía realizando. Ello exige, en primer lugar,
vencer la resistencia al cambio, la fijación a un pasado
que ya no sirve como modelo válido para una realidad
del todo distinta. Y, en segundo lugar, preparar a los

padres para ejercer nuevas competencias que consideramos
son la “puerta de entrada” al aprendizaje de los
valores en el ámbito de la familia. En concreto, dentro
de las “condiciones ambientales” para la enseñanza y
aprendizaje de los valores destacamos la función de
acogida y el clima moral y de diálogo.
3. 1. La función de acogida
La sociedad tecno-científica ha propiciado la
creación de una imagen de la persona eficaz,
competitiva que ha penetrado profundamente en las
estructuras sociales y ha configurado todo un estilo de
vida. Se constata un debilitamiento de las tradiciones
comunes que en tiempos pasados ofrecían valores
compartidos de referencia en los que todos, de alguna
manera, podían participar. El problema de fondo es
que al desaparecer esas creencias universales
compartidas resulta muy difícil encontrar una nueva
base general de orientación que constituya el punto
de encuentro en la construcción de la sociedad. No
sólo a nivel social, también el individuo concreto ha
quedado huérfano de modelos próximos de
socialización. Si algo caracteriza al momento actual es
la pérdida de capacidad de las instituciones
tradicionales para la transmisión de valores y pautas
de comportamientos deseables, empujadas cada vez
más al recinto de lo privado y a competir con otras
agencias en la propuesta de modelos de vida. La crisis,
se admite, afecta a todas las estructuras de acogida
(familia, comunidad, sociedad) e incide en todas las
relaciones fundamentales que los habitantes de
nuestro espacio cultural mantienen con la naturaleza y
entre sí (Duch, 1997). Asistimos a una indudable crisis
de vínculos, de ataduras, es decir, de lazos culturales
profundos, de sentimientos de filiación social; vacío
que genera un sentimiento de anomía enfermiza cuya
expresión más inmediata es el incontenible deseo de
recrear un sentimiento de pertenencia grupal
(Dahrendorf, 1993). Resulta bastante evidente que nos
encontramos metidos de lleno en “tierra de nadie”:
los antiguos criterios han perdido su originaria
capacidad orientativa, y los nuevos aún no se han
acreditado con fuerza suficiente para proporcionar a
los individuos y grupos sociales orientación y
colocación en el entramado social. En este contexto, la
familia desempeña, todavía, una función esencial: ser
una institución o estructura de acogida. “Cuando
nace, el hombre es un ser completamente
desorientado, sin puntos de referencia fiables... Su
paso por los caminos del mundo dependerá de
manera importantísima de la acogida que
experimente, de la orientación que se le proporcione,
de la competencia gramatical que llegue a adquirir por
mediación de los procesos pedagógicos en los que
deberá integrarse” (Duch, 1997, 15-16).
45
La familia, como estructura de acogida, ha sido
determinante para el desarrollo del ser humano en
todas las etapas que ha recorrido la historia de la
humanidad. Desde una perspectiva sociológica, la
familia facilita la integración de los individuos en el
sistema social. Es el vehículo privilegiado a través del
cual el individuo se convierte en miembro de una
sociedad. Sus actitudes, valores, patrones de
conducta, aspiraciones cómo percibe a los demás y a
sí mismo, van a estar condicionados por la familia. De
ahí que la familia constituya el contexto o nicho más
apropiado, en cuyo interior, cada nuevo individuo
comienza a construir su identidad personal, el modo
concreto de ser humano y vivir en sociedad. Ello exige
un clima de afecto e interés por todo lo que rodea al
niño, no sólo por su persona; y explica, además, que
sea el intercambio de afecto y de apoyo, de confianza
y comunicación, de cariño y respeto mutuos, en
definitiva, el ambiente o clima emocional que se
construye en el ámbito de la familia los objetivos
básicos en la vida de las familias españolas (Pérez-Díaz
y otros, 2000). Es cierto que los padres observan, a
veces, el crecimiento de sus hijos como espectadores
de algo natural e inevitable, de algo que no pueden
predecir ni controlar. Y esta incertidumbre de un
proyecto, que no es el “suyo”, les puede ayudar a no
intentar hacer una réplica o calco de sus vidas en la
vida de sus hijos. La acogida del otro, también la del
hijo, no es reproducirse en el hijo, sino hacer lo
posible para que el otro sea él mismo, reconocerlo en
su alteridad irrenunciable.
La acogida en la familia significa para el niño
sentirse protegido por el amor y el cuidado de sus
padres. Significa apoyo, ternura, confianza; sentir
cercana la presencia de los padres que se hace
dirección, guía, acompañamiento. Significa seguridad,
sentirse invulnerable. “Es en el nido familiar, cuando
este funciona con la debida eficacia, donde uno
paladea por primera y quizá última vez la sensación
reconfortante de esta invulnerabilidad. Por eso los
niños felices nunca se restablecen totalmente de su
infancia y aspiran durante el resto de su vida a
recobrar como sea su fugaz divinidad originaria.

Aunque no lo logren ya jamás de modo perfecto, ese
impulso inicial les infunde una confianza en el vínculo
humano que ninguna desgracia futura puede
completamente borrar” (Savater, 1997, 57). Educar es
básicamente acoger, facilitar un espacio y un clima de
afecto, cuidado y seguridad que permita vivir la
aventura de la construcción de la propia vida. Es
hacerse presente, desde experiencias valiosas, en la
vida de los hijos como alguien en quien se puede
confiar. En la acogida el niño empieza a tener la
experiencia de la comprensión, del afecto y del amor,
del respeto hacia la totalidad de lo que es, experiencia
que puede ver plasmada en los demás miembros de la
familia porque ellos también son acogidos. En
adelante, el aprendizaje de la tolerancia y el respeto a
la persona del otro lo asociarán con la experiencia de
ser ellos mismos acogidos, y no sólo en lo que la
tolerancia tiene de respeto a las ideas y creencias de
los demás, sino de aceptación de la persona concreta
del otro. La acogida es reconocimiento de la radical
alteridad del otro, de su dignidad; es salir de uno
mismo para reconocerse en el otro; es donación y
entrega. Es negarse a repetirse, clonarse en el otro,
para que el otro tenga su propia identidad. “Entre el
padre y el hijo, como entre el educador y el educando
o el maestro y el discípulo, constituyen formas de
relación que se fundan en la discontinuidad del quién”
(Bárcena, 2002, 513). Y, a su vez, es también
responsabilidad, compromiso, hacerse cargo del otro.
Desde la cercanía a los hijos, desde la presencia en la
vida de los hijos la convivencia con ellos, la acogida, se
experimenta más como “un estilo de vida” que como
un modo de “hacer cosas” con ellos. Se ve más como
una experiencia en la que todos se ven implicados que
como una tarea que va en una única dirección.
En esta experiencia primigenia el hijo empieza su
largo aprendizaje de la acogida. No es congruente
esperar que los niños sean tolerantes y acogedores
para con los otros, si previamente no han tenido la
experiencia de ser acogidos, y no han aprendido a
acoger en la vida cotidiana del ámbito familiar. Y
acoger al otro no por sus ideas y creencias, sino por lo
que es. Más allá de cualquier razón argumentativa, el
otro se nos impone por la dignidad de su persona. No
son las ideas y las creencias en sí mismas las que
constituyen el objeto de la acogida, sino la persona
concreta que vive aquí y ahora, y exige ser reconocida
como tal. Entender esto así supone hacer recaer en la
aceptación y acogida del otro toda la acción educativa.
La experiencia de la acogida en el seno de la familia,
en una sociedad tan fuertemente "desvinculada"
como la nuestra, puede constituir un muro sólido
contra la intolerancia y el racismo. Sólo la acogida del
otro, desde el reconocimiento de su irrenunciable
alteridad, nos puede librar de toda tentación
46
totalitaria. Pero acoger, aceptar y respetar al otro
también se aprende. Es fruto de una larga experiencia
de acogida, y en esto la familia es indispensable.
La acogida se hace a la persona total del otro, con
su realidad presente y sus proyectos. Pero la acogida,
a la vez que es donación y entrega, es también
responsabilidad. “El recién nacido, escribe Manen
(1998, 153), descentra el mundo de la mujer y del
hombre a un mundo de madre o padre y, por
consiguiente, la mujer se convierte en madre y el
hombre en padre. Algunos tienen más dificultad que
otros para aceptar la responsabilidad de hacer sitio en
sus vidas para los niños. Pero más pronto o más tarde
el nuevo padre o madre experimentan el nacimiento
del niño como una llamada. El recién nacido, desde su
vulnerabilidad, pide que le cuiden. Y la experiencia de
esta llamada me convierte de mujer en madre y de
hombre en padre. Ahora debo actuar en armonía
solícita hacia el otro, para el otro”. La relación
padre/madre-hijo comienza con una respuesta a la
demanda del otro. Su presencia es llamada, apelación,
exigencia de cuidados para que el otro “llegue a ser”
otro, no la réplica de nadie. Esta nueva relación
provoca una actividad, un aprendizaje que implica a
todos los miembros de la familia en una experiencia
singular. Por una parte, el padre y la madre aprenden
a actuar como tales y, por otra, el hijo actúa como
aprendiz de lo humano. Se trata, por tanto, de un
acontecimiento educativo que va más allá de lo que
habitualmente se ha considerado como enseñanza y
aprendizaje. La familia se ocupa de “otro modo de
enseñar y de aprender”. En cuanto estructura de acogida,
la familia es lugar “natural” donde se concretan
los modos cotidianos de vida, es decir, donde surgen
formas muy variadas de transmisión y en el que se
aprende conjuntamente (padres e hijos) a desvelar los
problemas y a buscar posibles modos de resolverlos.
En una sociedad tan "anónima" como la nuestra, en la
que los vínculos de integración a marcos estables de
convivencia se han debilitado, la familia es, quizás, el
último reducto o espacio que queda al hombre de hoy
para ser reconocido y acogido como tal.

Y entonces, ¿qué enseñar en la familia? No es fácil
responder a esta pregunta porque no estamos ante un
solo modelo de familia: hay muchas familias con
distintas concepciones sobre lo que significa la
realización humana, en qué y cómo; por tanto,
muchas formas de entender y “hacer” la educación de
los hijos. Por otra parte, no nos sentimos cómodos
con el término “enseñar” cuando nos referimos al
ámbito de la familia; ni consideramos pertinente
hacer un elenco de valores que deberían ser
enseñados en la familia. Sí vemos necesario identificar
“condiciones ambientales” imprescindibles para la
educación de los hijos, cualquiera que sea el sistema
de valores en el que la familia se apoye. Junto a la
acogida, es necesario crear en la familia un clima
moral (de responsabilidad) y de diálogo en el que los
valores de tolerancia, justicia, solidaridad, etc. vayan
tomando cuerpo. Los valores morales no se enseñan
ni se aprenden porque se “hable” de ellos, sino
porque se practican, porque se hacen experiencia.
Creemos que el término “enseñar” cuando se
habla de educación familiar no es el más adecuado,
tiene evidentes connotaciones académicas. Se
enseñan matemáticas, lengua, historia y geografía. Y
entonces se transmiten saberes o conocimientos. Pero
cuando hablamos de educar nos referimos a “otra
cosa”. Y esta distinción no es una cuestión sólo de
términos, afecta, por el contrario, al núcleo mismo del
discurso sobre educación familiar. Educar no es sólo
enseñar, y enseñar bien. En el núcleo del acto
educativo hay siempre un componente ético, una
relación ética que liga a educador y educando y que se
traduce en una actitud de acogida y de compromiso,
en una conducta moral de hacerse cargo del otro. Es
esta relación ética, responsable la que define y
constituye como tal a la acción educativa. Sin este
componente ético estaríamos hablando de otra cosa,
no precisamente de educación. En la relación
educativa el primer movimiento que se da es el de la
acogida, de la aceptación de la persona del otro en su
realidad concreta, no del individuo en abstracto; es el
reconocimiento del otro como alguien, valorado en su
dignidad de persona y no sólo el aprendiz de
conocimientos y competencias. Educar exige, en
primer lugar, salir de sí mismo para acoger, “es hacerlo
desde el otro lado, cruzando la frontera” (Bárcena y
Mèlich, 2003, 210); es ver el mundo desde la
experiencia del otro, hacer que el otro tenga la
primacía y no sea sólo el otro lado o parte de una
acción puramente informativa. Y en segundo lugar,
exige la respuesta responsable a la presencia del otro.
En una palabra, hacerse cargo del otro, asumir la
responsabilidad de ayudar al nacimiento de una
“nueva realidad”, a través de la cual el mundo se
renueva sin cesar (Arendt, 1996). Si la acogida y el
47
reconocimiento son indispensables para que el recién
nacido vaya adquiriendo una fisonomía auténticamente
humana (Duch, 2002), la acogida y el
hacerse cargo del otro es una condición indispensable
para que podamos hablar de educación. Parece, por
tanto, que cuando hablamos de educación hacemos
referencia a un acto de amor de alguien que ayuda a
la existencia de una nueva criatura (Arendt, 1996),
original en su modo de existir, no a la clonación o
repetición de modelos preestablecidos que han de ser
miméticamente reproducidos; hablamos de alguien
que asume la responsabilidad de hacerse cargo del
otro, que no se busca a sí mismo ni pretende
prolongarse en el otro. Educar, entonces, ya no es sólo
transmitir, enseñar el patrimonio de cultura a las
jóvenes generaciones, sino ayudar al nacimiento de
algo nuevo, singular, a la vez que continuación de una
tradición que ha de ser necesariamente reinterpretada;
“es una pasión con sus propios dolores y
placeres” (Manen, 1998, 87). Y en esta función de
acogida y reconocimiento del otro, de hacerse cargo
del otro, de dirección y protección la familia ocupa un
puesto privilegiado e insustituible. Este aspecto de
cuidado y protección, inherente al concepto de
educación, no ha sido suficientemente atendido y
entendido, hasta ahora. Manen (1998, 54) se hace eco
de ello: “... hay que conferir a la noción de pedagogía
un significado que todavía merece que le prestemos
atención. La idea original griega de la pedagogía lleva
asociado el significado de dirigir en el sentido de
acompañar, de tal forma que proporcione dirección y
cuidado a la vida del niño”.
3. 2. Clima moral
No es nuestra intención introducir un discurso
moralizante de la vida familiar con un listado
exhaustivo, y siempre incompleto, de los deberes de
los padres en la educación de los hijos; no
pretendemos regular inútilmente toda la vida familiar.
Regular, controlar, en alguna medida, la vida de los
hijos puede significar ejercer un determinado tipo de
protección y cuidado sobre ellos, una manera de
hacernos presentes en su vida. Pero orientar las
relaciones padres-hijos, fundamentadas en el espíritu
de la disciplina y el orden, o en el cumplimiento rígido
de las normas puede significar la prolongación de la
minoría de edad de los hijos e impedir que vayan
asumiendo progresivamente mayores niveles de
responsabilidad. Aquí hablamos de “otra moral”, la
que nos hace responsables de los otros y de los
asuntos que nos conciernen como miembros de una
comunidad, empezando por la propia familia.
Lamentablemente, no es este un discurso frecuente
en la educación familiar, tampoco en el ámbito de la
ética y de la política. “Pese a la importancia que tiene

en la formación ética y social de la persona aprender a
responder de lo que uno hace o deja de hacer, la
llamada a la responsabilidad ha estado ausente del
discurso ético y político de los últimos tiempos. La
ética hace tiempo que está más centrada en los
derechos que en los deberes” (Camps y Giner, 1998,
138). Interiorizar la relación de dependencia o
responsabilidad para con los otros, aun con los
desconocidos, significa descubrir que vivir no es un
asunto privado, sino que tiene unas repercusiones
inevitables mientras sigamos viviendo en sociedad,
pues no hemos elegido vivir con los que piensan igual
que nosotros o viven como nosotros. Por el contrario,
hemos venido a una sociedad muy heterogénea con
múltiples opciones en las formas de pensar y vivir. Ello
implica tener que aprender a convivir con otras
personas de diferentes ideologías, creencias y estilos
de vida. Vivir con los otros genera una
responsabilidad. O lo que es lo mismo, nadie me
puede ser indiferente, y menos el que está junto a mí.
Mi conducta no empieza y acaba en mí en cuanto a
sus consecuencias. Junto a mí hay otros a quienes mi
conducta u omisión pueden afectar y me pueden pedir
explicaciones. Frente al otro he adquirido una
responsabilidad de la que no me puedo desprender,
de la que debo dar cuenta. El otro, cualquier otro
siempre está presente como parte afectada por mi
conducta en la que el otro se pueda ver afectado, sin
más argumento que su dignidad de persona. No
puedo abdicar de mi responsabilidad hacia él. “El
rostro del otro me concierne sin que la
responsabilidad-respecto-de-otro que ordena me
permita remontarme hasta la presencia temática de
un ente que sería la causa o la fuente de tal orden. No
se trata aquí, en efecto, de recibir una orden
percibiéndola primero y obedeciéndola después
mediante una decisión o un acto de voluntad. La
sujeción a la obediencia precede, en esa proximidad
del rostro, a la comprensión de la orden” (Levinas,
2001, 181). Esto significa que el ser humano es alguien
que desde el nacimiento hasta su muerte, lo quiera o
no, está constreñido a “actuar” en relación con los
otros (Duch y Mèlich, 2004).
48
Pero la responsabilidad de la que aquí hablamos
no se limita a “dar cuenta” de aquello que hacemos u
omitimos porque alguien nos lo demanda en una
relación estrictamente ética. Comprende, además, el
ámbito del cuidado, de la atención y solicitud hacia la
vulnerabilidad del otro. Manen (1998, 151) lo expresa
de este modo: “El hecho fascinante es que la
posibilidad que tengo de experimentar la alteridad
(responsabilidad) del otro reside en mi experiencia de
su vulnerabilidad. Es justo cuando yo veo que el otro
es una persona que puede ser herida, dañada, que
puede sufrir, angustiarse, ser débil, lamentarse o
desesperarse, cuando puedo abrirme al ser esencial
del otro. La vulnerabilidad del otro es el punto débil
en el blindaje del mundo centralizado en mí mismo”.
Esta moral de la atención y cuidado (care) hacia el otro
se traduce en el desarrollo de la empatía como
“capacidad del hombre de imaginar el dolor y la
degradación causados a otro como si lo fueran a sí
(mismo)” (Hoffman, 2002, 249), y facilita: a) ponerse
en el lugar del otro, comprenderlo y reconocerlo; b) el
desarrollo de la conciencia de pertenencia a una
comunidad frente a la cual se tienen unas obligaciones
que no se pueden eludir sin producir un daño a los
demás; c) el desarrollo de la capacidad de escucha,
acogida y atención al otro como condición primera de
una relación moral o responsable con los demás; d) la
capacidad de analizar críticamente la realidad del
entorno desde parámetros que respondan a la
dignidad de la persona. Ser responsable es poder
responder del otro, cuidar y atender al otro. Y esto
también se aprende en la familia. No es, por tanto,
una educación moralizante que empieza y acaba en un
elenco interminable de consejos, bastante ineficaces,
para orientar la vida de los hijos. Más bien es una
propuesta y “exposición” de modelos de cómo
responder a las demandas de los demás. Si algo
identifica al ser humano es su capacidad de responder
de sus actos. Potenciar la responsabilidad en los
educandos es profundizar en su humanización. Es, en
una palabra, educar.
3. 3. Clima de diálogo
La comunicación se ha entendido, no pocas veces,
como un intento de persuadir y convencer al otro de
“mi verdad”, como un acto de imposición y dominio.
La comunicación humana, y más propiamente el
diálogo, supone y exige la voluntad en los
interlocutores de aceptar la parte de verdad del otro y
el reconocimiento de la provisionalidad o precariedad
de la propia verdad (Ortega y Mínguez, 2001). La
comunicación humana no se nutre ni agota en
contenidos exclusiva ni principalmente “intelectuales”,
mucho menos en el ámbito familiar. Más allá
de las ideas, creencias y opiniones en la comunicación

humana se comunica el sujeto concreto en todo lo
que es y a través de todo lo que es. Y no sólo nos
comunicamos a través de la palabra o la escritura.
También lo hacemos con los gestos, el silencio, las
emociones, la expresión del rostro, etc. El ser humano
encuentra modos inimaginables para expresar lo que
piensa y siente. Aprender a comunicarse, a ver el
punto de vista del otro, a comprender y aceptar que el
otro también tiene derecho a “decir su palabra”;
reconocer que no existe ser humano al que se le
pueda negar la palabra, y que ejercer de humanos
supone el ejercicio de la palabra creadora de vida,
exige revisar un conjunto de prácticas encaminadas a
imponer la “autoridad” de los mayores.
El diálogo no es “decir cosas”, es encontrarse con
el otro a quien se hace entrega de “mi verdad” como
experiencia de vida. Y más que discurso, el diálogo es
confianza, acogida y escucha. Nadie se comunica con
otro en el diálogo, o deposita en él “su” experiencia
personal de vida, si el otro no es merecedor de su
confianza. El diálogo es, además, donación y entrega
gratuita. En el diálogo no se da nunca una relación de
poder que genere sumisión en uno de los
interlocutores; se establece más bien una relación
ética que hace del reconocimiento del otro una
cuestión irrenunciable. El lenguaje del diálogo “es el
lenguaje del recibimiento del otro en la casa... que es
propia. El que viene de fuera (el extranjero, el otro)
puede o no ser recibido allí donde va. Pero si es
recibido, este recibimiento es un recibimiento
hospitalario” (Bárcena y Mèlich, 2000, 159). Quizás
sea esta la necesidad más sentida en nuestra sociedad
y especialmente en nuestros adolescentes y jóvenes.
Nuestra sociedad de la hipercomunicación,
paradójicamente, se ha convertido en la sociedad de
la incomunicación. Padecemos una crisis de
“transmisiones”. No hemos encontrado todavía los
modos adecuados que nos permitan transmitir a las
jóvenes generaciones las claves de interpretación de
los acontecimientos que han configurado nuestra
historia personal y colectiva. Esta fractura
generacional y social produce desconcierto y
orfandad. “Lo que ahora mismo se necesita con
urgencia, escribe Duch (1997, 63), es una adecuada
praxis transmisora que nos proporcione las palabras y
expresiones convenientes para que el diálogo pueda
convertirse en una realidad palpable, y no en una
mera declaración verbal de “buenas intenciones”. En
la sociedad premoderna, las transmisiones hechas
desde y en las estructuras de acogida resultaban más
eficaces y menos problemáticas. En la modernidad, sin
embargo, la contingencia y la provisionalidad se
convierten en una categoría fundamental para explicar
la nueva situación del hombre en el mundo. Éste ha
de “habérselas” en un medio de innumerables dudas,
49
fugacidades e inconsistencias (Duch, 2001). Por otra
parte, la sobreaceleración del tiempo es un elemento
añadido que ha influido decisivamente en la sociedad
actual. Puede afirmarse que la actual preeminencia
del presente en la experiencia de la secuencia
temporal de los individuos y de las colectividades va
unida a la aceleración creciente e imparable del curso
del tiempo, del tempo vital. Este hecho tiene unas
enormes repercusiones en la experiencia ética, en la
adopción de unos determinados valores, en la
configuración de la conciencia moral de las personas y
en las respuestas de los individuos y de los grupos
humanos en la vida de cada día. La velocidad con la
que actualmente aparecen y desaparecen las
innovaciones no tiene paralelismo en la historia
pasada de las culturas. Esta sobreaceleración del
tiempo debería obligar a los individuos a tomar una
posición moral con la misma velocidad con la que
irrumpen las innovaciones en nuestra sociedad. Pero
curiosamente acostumbra a producir, de un lado, un
“hipermercado de valores” provisionales, frágiles y en
competición; de otro, sujetos humanos con una
identidad exclusivamente instantánea, es decir, sin
referencias a la anticipación y al recuerdo, a la
tradición y a la utopía. Se trata, por tanto, de sujetos
humanos descolocados respecto de su propia
trayectoria vital, bloqueados y enajenados respecto de
sí y de los demás (Duch, 2002). En esta situación de
“emergencia” la familia podría convertirse en el último
reducto de “seguridad y confianza”, de anclaje en el
presente y espacio de interpretación del pasado,
donde el individuo puede comunicarse, expresarse y
vivir experiencias, aunque sean contradictorias, de
valores y antivalores.
En la sociedad postmoderna no sólo es difícil
encontrar espacios y momentos para el diálogo en la
familia sino, además, de qué dialogar, cuando las
experiencias de vida de los hijos, instantáneas y
fugaces, distan mucho en el tiempo de las vividas por
los padres. Si el diálogo es comunicación, y no sólo
discurso, de la experiencia vital de los interlocutores,
éste debe necesariamente estar centrado en las
experiencias vividas por todos los miembros de la
familia. Si decimos que las narraciones constituyen
recursos poderosos para la educación en valores,
entonces la vida de los padres, hecha narración,
constituye el mejor instrumento para la educación de
los hijos. Conocer al padre y a la madre en sus dudas,
fracasos y aciertos, en su trayectoria vital, cómo han
superado las dificultades y cómo las afrontan ahora es
un contenido ineludible del diálogo entre padres e
hijos. “Nuestras “historias” constituyen el resumen
vital y narrativo de las sucesivas asociaciones de
espacio y tiempo que hilvanan el tejido de toda
existencia humana” (Duch, 2001, 3). Es verdad que se

corre el riesgo de enfrentarnos a experiencias
positivas y negativas. Pero se habrá ganado en
realismo, acercando el “personaje” de los padres a la
vida real de los hijos. Sólo si el modelo aparece como
humano, cercano a nosotros, aquél es imitable. La
propuesta artificial, descontextualizada de los valores,
por el contrario, difícilmente supera el ámbito del
concepto, y es del todo insuficiente para mover al
sujeto a su apropiación (Ortega y Mínguez, 2001). El
diálogo debe estar centrado, además, en la vida actual
de los hijos: en sus dudas, frustraciones, éxitos,
aspiraciones; en las experiencias de sus vidas. Y
entonces el diálogo con los hijos se hace
acompañamiento, dirección, protección y cuidado,
que se traduce en una actitud de escucha, no en un
discurso retórico y disciplinar, que además de estéril
puede resultar contraproducente.
El diálogo no se debe desnaturalizar hasta el punto
de convertirlo en una herramienta ni pretexto para
hablar de los hijos. Por el contrario, es un momento de
encuentro entre todos que adopta formas diversas y
en tiempos distintos. Nada más contraproducente que
“formalizar” o institucionalizar el diálogo. A veces el
diálogo se convierte en sola presencia, compañía,
cercanía. Puede ser suficiente para los hijos saber
(experimentar) la presencia física de los padres, que
están ahí, cerca. Y que un gesto, una caricia, una sola
palabra basta para comunicar y expresar todo el apoyo
y la comprensión que se espera, pero también la
desaprobación de aquello que se considera incorrecto.
El diálogo es también una actitud de disponibilidad.
Estar dispuesto a escuchar, a acoger sin
contraprestaciones, a “perder el tiempo” en la
confianza de encontrar en el otro la ayuda y la
comprensión en la búsqueda de “mi” camino. El
itinerario obligado en el aprendizaje de los valores,
hemos dicho, es la identificación con un modelo, es la
experiencia del valor. La familia educa a través de todo
aquello que día a día, en un clima de afecto, va
haciendo aun en medio de continuas contradicciones.
Para los hijos, éstas no son obstáculos insalvables en la
apropiación o aprendizaje del valor porque tienen a su
alcance la posibilidad de contrastar una experiencia
negativa (antivalor) con la trayectoria de vida de sus
padres en la que se ensamblan valores y antivalores.
Y ¿qué enseñar? Decíamos antes que los padres
deben crear las condiciones “ambientales” para la
apropiación o aprendizaje de los valores. Nos
resistíamos, por tanto, a hacer una propuesta concreta
de aprendizaje de valores. Cabe, eso sí, la oferta,
desde la experiencia, de aquellos valores que se
consideran básicos para la formación de la persona
moral y la construcción de una sociedad justa y
solidaria. Se trata, al menos, de aquellos valores
personal y socialmente indispensables, compartidos y
50
exigibles en una sociedad democrática. Deberíamos
incidir en la necesidad de crear un ambiente familiar
que haga posible la acogida y el reconocimiento y
paliar, en lo posible, la fractura de la confianza que
caracteriza a la sociedad actual. Donde no hay
confianza los procesos de transmisión se tornan
irrelevantes, superfluos, generan actitudes de
indiferencia y crean desorientación. Por el contrario,
un clima de confianza reduce la complejidad que se
origina en la convivencia humana y favorece la
búsqueda de “sentido”, o lo que es lo mismo, la
confianza ejerce las funciones de praxis de
dominación de la contingencia y la provisionalidad
(Duch, 2001). Además de crear las condiciones
“ambientales” que permitan crecer y ejercer de
humanos a los hijos, a estos se les debería enseñar a
“reflexionar sobre nosotros mismos, sobre las cosas,
sobre nuestra condición en el mundo, sobre el ser de
los demás... (a) tomar distancias respecto a lo que nos
rodea y lo que constituye nuestro propio ser, mirarse
uno mismo como si se fuese otro... (a preguntarnos)
quiénes somos, por qué hay algo y no la
nada...(Crespi, 1996, 54-55). Es decir, ayudarles a
aprender a existir, aunque este aprendizaje nunca
puede considerarse concluido. Si el ser humano, por
imperativo cognitivo, desea entender el mundo, la
familia constituye la puerta de acceso al conocimiento
de un mundo humano a través de procesos de
delimitación y definición del yo, de los otros, de la
naturaleza, del tiempo y del espacio. Cómo son las
cosas y las personas, cómo sentir, buscar y admirar,
qué debo hacer, dónde estoy son aprendizajes que
tienen su raíz profunda en el ámbito de la familia. “Es
un conocimiento que surge tanto de la cabeza como
del corazón” (Manen, 2003, 16). Estas preguntas y la
ayuda a responderlas constituyen el contenido de la
enseñanza de los padres a los hijos.

Al comienzo de este trabajo nos hacíamos una
pregunta: ¿Crisis en la familia? La respuesta no puede
darse al margen de la observación atenta de la nueva
realidad social. Los modelos de familia siempre van a
estar sometidos a cambios, ligados a las sucesivas
transformaciones sociales y culturales. La familia no es
un receptor pasivo de los cambios sociales, ni un
elemento inmutable de un mundo en constante
transformación (Gracia y Musitu, 2000), por lo que
siempre se podrá hablar, con mayor o menor fortuna,
de “crisis” en la familia. Se sucederán los modelos,
pero “para el cultivo inteligente y afectivo de la
personalidad infantil, para la espontaneidad en el
trato interpersonal, la expresión de sentimientos, la
intimidad y el altruismo, el más adecuado ambiente
seguirá siendo la familia” (Pastor, 2002, 192). No
consideramos a la familia como una institución
construida, ni exclusiva ni principalmente, sobre la
biología, el derecho, la política o las costumbres más o
menos consolidadas, sino sobre el ejercicio de la
responsabilidad, de la aceptación de responsabilidades
inherentes a cualquier tipo de respuesta
51
ética, como espacio de acogida y reconocimiento del
ser humano. El llamado “contrato” familiar debería ser
siempre un “contrato ético”, “convivencial”, que
debería poner de relieve el cúmulo de relaciones,
reciprocidades y tensiones que acompañan a la
presencia del ser humano en su mundo cotidiano. La
experiencia personal y colectiva nos dice que toda
vida humana es más o menos inventada y vivida sin un
guión previo. Pero en esta “aventura” de la vida nadie
está sólo. Desde nuestro nacimiento somos acogidos
en una tradición simbólico-cultural familiar que nos
aporta todo un conjunto de pautas de
comportamiento y puntos de apoyo, de referentes que
nos permiten hacer frente a la contingencia, es decir,
al conjunto de interrogantes que no pueden
responderse técnicamente, que permanecen
incontestables y opacos para los “expertos” de todos
los tiempos (Duch y Mèlich, 2004). La familia hace
posible, como dice Arendt (1996), el milagro del
nacimiento de una nueva criatura por la que el mundo
deja de ser “el mismo” para renovarse sin cesar.
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Salamanca, Servicio de Publicaciones de la Universidad Pontificia de Salamanca
LLIBRES
“La educación del talento”. José Antonio Marina. Ed. Ariel.
Heus ací un llibre que, sense aportar grans dosis
d’originalitat, té la virtut de recollir en un sol volum els
coneixements més recents en matèria d’educació,
d’intel·ligència i de motivació.
Comença definint l’objectiu de l’educació com el
desenvolupament del talent dels individus i de les
col·lectivitats. No s’educa per obtenir bons resultats
escolars, sinó bons resultats “vitals”. Coneguda és la
teoria de l’autor de les dues intel·ligències: la
intel·ligència generadora, aquella que ens permet
solucionar problemes teòrics, com els matemàtics o
els artístics, i la intel·ligència executiva, que ens
permet dirigir la nostra conducta i posar en pràctica
solucions als problemes de la vida, com ara evitar ser
impulsiu o automotivar-se per fer una tasca que no
ens agrada. Bé, doncs, el llibre està ple de consells per
educar les dues intel·ligències i desenvolupar així el
talent de cada educand.
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Es tracta d’un manual del que es pot extraure una
bona guia per a la praxis educativa, perquè assenyala
objectius pedagògics vitals i innovadors alhora, i
n’indica el camí per assolir-los. Tant pares com
docents trobaran en aquest llibre idees i pautes per
orientar la seua tasca educadora.