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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Para encontrar una austeridad comparable a la de Duarte, sería menester recurrir a la historia de los santos y de otras criaturas bienaventuradas. Si la santidad consiste en ser virtuoso, en despreciar las riquezas y en ser insensible a los honores, en ser superior al odio y superior a la maldad, en elevarse, en fin, sobre todo lo que se halle tocado con fango de la tierra, nadie fue entonces más santo que Duarte ni más digno que él de la corona de los predestinados. Su inocencia fue verdaderamente sacerdotal, y su pulcritud sobrehumana. Entre los que codiciaron el mando, entre los que sostuvieron impávidos en sus manos los hierros de la venganza, y entre los que olvidaron la Patria para pensar únicamente en sí mismos, el fundador de la República pasa como una columna señera, empequeñeciendo a sus verdugos y desarmando a sus adversarios con la autoridad propia de la pureza. Lo que es grande en Duarte no es únicamente el patriota, el servidor abnegado de la República, sino también el hombre; y acaso es más digno de admiración que como prócer, como ser excepcional, como criatura de Dios, como figura humana. No fue un personaje común, no fue un varón cualquiera, este hombre casi extraterreno que vivió como un santo, que murió con la dignidad de un patriarca, y que entró en la política y salió de ella como un copo de nieve. Para parecerse más a los santos, a aquellos santos acartonados y secos que se retiraban al desierto para aislarse de todo comercio con el mundo, Duarte huye durante más de veinte años a las soledades de Río Negro, a un sitio casi inaccesible en donde se interponían entre él y el resto de los hombres las fieras con sus aullidos y las selvas de Venezuela y del Brasil con sus impenetrables pirámides de verdura. Pero hasta allí llegó aquel hombre inocente precedido por la fama de sus virtudes como llegaba Jesús a las aldeas de los pescadores precedido por la fama de sus milagros. Duarte hablaba algunas veces como Jesús y muchas de sus sentencias parecen pronunciadas desde una montaña de la Biblia. En sus manifiestos políticos, aunque llenos muchas veces de conceptos vulgares, surge de improviso alguna frase con sabor a parábola, o asoma uno de aquellos pensamientos que sólo suelen brotar de los labios de esos hombres purísimos que llevan a Dios en las entrañas iluminadas. Todo lo que salió de esa garganta semidivina, todo lo que vibró en esa voz semisagrada, nos deja en el alma una impresión de albura y de limpieza. Así como Jesús había dicho a todos los hombres, a los pescadores humildes y a los escribas mercenarios, “amaos los unos a los otros”, el Padre de la Patria se dirige a sus conciudadanos para hacerles esta exhortación angustiosa: “Sed unidos, y así apagaréis la tea de la discordia”. Cuando habla a sus compatriotas para pedirles que lo exoneren del mando que quieren ofrecerle, les dice: “Sed justos lo primero, si queréis ser felices”, y a sus discípulos los envía a repartir la semilla de la libertad con las mismas palabras con que Jesús encarecía a sus apóstoles que fueran a predicar la nueva doctrina a las tierras dominadas por los infieles: “Os envío como ovejas en medio de los lobos”. A sus hermanos y a su madre valetudinaria los invita con voz inexorable al sacrificio: “Entregad a la patria todo lo que habéis heredado”. Y a los que quieren seguir su causa, a sus discípulos más amados, les habla con igual calor de la renuncia a los bienes de fortuna: “Juro por mi honor y mi conciencia… cooperar con mis bienes a la separación definitiva del gobierno haitiano y a implantar una república libre”. Jesús también había pedido esa suprema renunciación a los hombres: “Porque hay más dicha en dar que en recibir”. Después de haberlo entregado todo, el almacén heredado y la casa solariega, el pan de los suyos y el vino y el agua de su propia mesa, Duarte no abrió siquiera los labios para afear a quienes lo inmolaron con su ingratitud por haberle negado hasta el derecho de morir en 888
la patria y de recoger en su suelo una piedra donde reposar la cabeza. Su único consuelo, si acaso hubo alguno para ese ser abnegado, fueron aquellas palabras divinas leídas por él en las Escrituras, su libro de cabecera: “Mas se te retribuirá en la resurrección de los justos”. Si Duarte es grande como patriota capaz de todos los sacrificios, como hombre capaz de todas las purezas, todavía es más grande como “varón de dolores”. Ninguna crueldad fue omitida por los tiranos sin entrañas que prepararon la inmolación de este inocente. Nadie lo oyó, sin embargo, emitir una protesta o exhalar una queja. Los fríos que padeció como desterrado en Hamburgo, y las amarguras que devoró como proscripto en las soledades de Río Negro, no fueron capaces de abatir su fortaleza para el sufrimiento ni de hacer brotar el rencor o la cizaña en su conciencia abnegada. Nada faltó, sin embargo, a su viacrucis, ni siquiera la befa de sus enemigos que lo tildaron de “filorio”, esto es, de tonto, de cándido, de iluso. Aunque ese calificativo lo honra como honró a Jesús el cartel que mandó poner Pilatos sobre el madero de la crucifixión (Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, J. 19-19), prueba por sí solo lo puro que era aquel visionario cuando su idealismo fue considerado por sus detractores como el único INRI que podía estamparse sobre su frente sin pecado. Si los verdugos de Duarte hubieran asistido a sus últimos instantes, cuando el justo se tendió en el lecho para dormir al lado de la muerte, esos verdugos sin entrañas hubieran podido escuchar en sus labios las mismas palabras que un día oyeron aterrados los que pusieron a su Señor en un leño de ignominia y después se repartieron sus vestidos: “Padre, perdónalos…”. El misticismo de Duarte JOAQUÍN BALAGUER | EL CRISTO DE LA LIBERTAD Todos los hijos de doña Manuela Diez y de Juan José Duarte se hallan dotados de una emotividad que enternece. Casi todos nacen con una marcada inclinación al misticismo, y sus sentimientos, en las distintas esferas donde actúan, son generalmente extremados. Cierta sensibilidad enfermiza, muy pronunciada en todos los miembros de esta familia, preside sus actos y rodea a veces sus acciones más sencillas de un sentido impenetrable. La reacción espiritual de cada uno de los Duarte frente a los acontecimientos que se registran en su vida, se produce sin violencia, pero de manera que espanta y conmueve al propio tiempo por el grado de intensidad que alcanzan en sus temperamentos esas crisis afectivas. Sandalia, la menor de las hermanas de Juan Pablo Duarte, es raptada en plena adolescencia por un bergantín de corsarios norteamericanos: es tan tremendo el estupor que el hecho engendra en aquella sensibilidad virginal, que la pobre niña no puede sobrevivir al ultraje que recibe y muere poco después consumida por indominable tristeza. Manuel, el más joven de los hermanos, profundamente conmovido por la iniquidad de Santana que lo condena juntamente con su madre y sus hermanas al destierro, pierde la razón y queda desde el mismo día en que se le notifica la orden de extrañamiento sumido en una especie de locura ensimismada. Cuando Tomás de la Concha es conducido al patíbulo juntamente con Antonio Duvergé y las demás víctimas del 11 de abril, Rosa Duarte, quien ama desde la niñez al joven trinitario, hace voto de castidad y continúa queriendo hasta más allá de la muerte al prometido, recuerdo .vive desde entonces en el corazón de la novia como la imagen del amor inolvidable. En la vida del fundador de la República, tal vez el más sano y varonil de estos seres de naturaleza apasionada, abundan también las actitudes que se llevan hasta los últimos límites 889
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Para encontrar una austeridad comparable a la <strong>de</strong> Duarte, sería menester recurrir a la<br />
historia <strong>de</strong> los santos y <strong>de</strong> otras criaturas bienaventuradas. Si la santidad consiste en ser<br />
virtuoso, en <strong>de</strong>spreciar las riquezas y en ser insensible a los honores, en ser superior al odio<br />
y superior a la maldad, en elevarse, en fin, sobre todo lo que se halle tocado con fango <strong>de</strong><br />
la tierra, nadie fue entonces más santo que Duarte ni más digno que él <strong>de</strong> la corona <strong>de</strong> los<br />
pre<strong>de</strong>stinados. Su inocencia fue verda<strong>de</strong>ramente sacerdotal, y su pulcritud sobrehumana.<br />
Entre los que codiciaron el mando, entre los que sostuvieron impávidos en sus manos los<br />
hierros <strong>de</strong> la venganza, y entre los que olvidaron la Patria para pensar únicamente en sí<br />
mismos, el fundador <strong>de</strong> la República pasa como una columna señera, empequeñeciendo a<br />
sus verdugos y <strong>de</strong>sarmando a sus adversarios con la autoridad propia <strong>de</strong> la pureza.<br />
Lo que es gran<strong>de</strong> en Duarte no es únicamente el patriota, el servidor abnegado <strong>de</strong> la<br />
República, sino también el hombre; y acaso es más digno <strong>de</strong> admiración que como prócer,<br />
como ser excepcional, como criatura <strong>de</strong> Dios, como figura humana. No fue un personaje<br />
común, no fue un varón cualquiera, este hombre casi extraterreno que vivió como un santo,<br />
que murió con la dignidad <strong>de</strong> un patriarca, y que entró en la política y salió <strong>de</strong> ella como un<br />
copo <strong>de</strong> nieve. Para parecerse más a los santos, a aquellos santos acartonados y secos que<br />
se retiraban al <strong>de</strong>sierto para aislarse <strong>de</strong> todo comercio con el mundo, Duarte huye durante<br />
más <strong>de</strong> veinte años a las soleda<strong>de</strong>s <strong>de</strong> Río Negro, a un sitio casi inaccesible en don<strong>de</strong> se<br />
interponían entre él y el resto <strong>de</strong> los hombres las fieras con sus aullidos y las selvas <strong>de</strong> Venezuela<br />
y <strong>de</strong>l Brasil con sus impenetrables pirámi<strong>de</strong>s <strong>de</strong> verdura. Pero hasta allí llegó aquel<br />
hombre inocente precedido por la fama <strong>de</strong> sus virtu<strong>de</strong>s como llegaba Jesús a las al<strong>de</strong>as <strong>de</strong><br />
los pescadores precedido por la fama <strong>de</strong> sus milagros.<br />
Duarte hablaba algunas veces como Jesús y muchas <strong>de</strong> sus sentencias parecen pronunciadas<br />
<strong>de</strong>s<strong>de</strong> una montaña <strong>de</strong> la Biblia. En sus manifiestos políticos, aunque llenos muchas<br />
veces <strong>de</strong> conceptos vulgares, surge <strong>de</strong> improviso alguna frase con sabor a parábola, o asoma<br />
uno <strong>de</strong> aquellos pensamientos que sólo suelen brotar <strong>de</strong> los labios <strong>de</strong> esos hombres purísimos<br />
que llevan a Dios en las entrañas iluminadas. Todo lo que salió <strong>de</strong> esa garganta semidivina,<br />
todo lo que vibró en esa voz semisagrada, nos <strong>de</strong>ja en el alma una impresión <strong>de</strong> albura y<br />
<strong>de</strong> limpieza. Así como Jesús había dicho a todos los hombres, a los pescadores humil<strong>de</strong>s<br />
y a los escribas mercenarios, “amaos los unos a los otros”, el Padre <strong>de</strong> la Patria se dirige a<br />
sus conciudadanos para hacerles esta exhortación angustiosa: “Sed unidos, y así apagaréis<br />
la tea <strong>de</strong> la discordia”. Cuando habla a sus compatriotas para pedirles que lo exoneren <strong>de</strong>l<br />
mando que quieren ofrecerle, les dice: “Sed justos lo primero, si queréis ser felices”, y a sus<br />
discípulos los envía a repartir la semilla <strong>de</strong> la libertad con las mismas palabras con que Jesús<br />
encarecía a sus apóstoles que fueran a predicar la nueva doctrina a las tierras dominadas<br />
por los infieles: “Os envío como ovejas en medio <strong>de</strong> los lobos”. A sus hermanos y a su madre<br />
valetudinaria los invita con voz inexorable al sacrificio: “Entregad a la patria todo lo<br />
que habéis heredado”. Y a los que quieren seguir su causa, a sus discípulos más amados,<br />
les habla con igual calor <strong>de</strong> la renuncia a los bienes <strong>de</strong> fortuna: “Juro por mi honor y mi<br />
conciencia… cooperar con mis bienes a la separación <strong>de</strong>finitiva <strong>de</strong>l gobierno haitiano y a<br />
implantar una república libre”. Jesús también había pedido esa suprema renunciación a los<br />
hombres: “Porque hay más dicha en dar que en recibir”.<br />
Después <strong>de</strong> haberlo entregado todo, el almacén heredado y la casa solariega, el pan <strong>de</strong><br />
los suyos y el vino y el agua <strong>de</strong> su propia mesa, Duarte no abrió siquiera los labios para afear<br />
a quienes lo inmolaron con su ingratitud por haberle negado hasta el <strong>de</strong>recho <strong>de</strong> morir en<br />
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