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23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES podía conducir al país, y aconsejó prudencia. Capitán brioso e impaciente, pero compenetrado con el pensamiento de Duarte, a quien profesaba admiración entrañable, el héroe de la Puerta del Conde se asoció de buen grado a la iniciativa del presbítero Manuel González Regalado Muñoz, que propuso el envío a Santo Domingo de una comisión encargada de gestionar una solución pacífica. La base del acuerdo consistiría en la celebración de unas elecciones libres en las cuales Duarte y Pedro Santana figurarían como candidatos para la presidencia y la vicepresidencia de la República. El veredicto de las urnas debía ser aceptado de antemano con carácter irrevocable. La voz de la conciliación halló acogida en los ánimos exaltados, y al día siguiente partió hacia la capital de la República, asiento del gobierno cuartelario constituido por Santana, una comisión presidida por el propio Ramón Mella, y compuesta, entre otros hombres de armas, por el general José María Imbert, el más modesto y al propio tiempo el más brillante, si se exceptúa a Duvergé, de los militares improvisados que se opusieron victoriosamente en aquel período a las acometidas de las hordas haitianas. Santana, instruido por Domingo de la Rocha y José Ramón Delorve de todos los movimientos que ocurrían en la zona del Cibao, esperaba aparentemente tranquilo la llegada de los comisionados. Tan pronto Mella, quien aún desconocía de cuánto era capaz aquella voluntad indomable y excesivamente celosa, traspuso los límites del Cibao y entró en lugar donde podía atraparlo sin peligro la garra del dictador, fue reducido a prisión y vejado por orden de Santana. El déspota consideraba con razón a Mella como el promotor de la corriente de opinión que tendía a premiar el sacrificio de Duarte con la primera presidencia del Estado constituido gracias a su patriotismo y a su esfuerzo, y contra él reservó la mayor parte de su saña. El héroe que anunció el nacimiento de la República en la madrugada del 27 de febrero, fue ultrajado en plena vía pública y se le arrancaron las presillas sin respeto a su gloria militar ya consagrada con la proeza del Baluarte del Conde. Sánchez fue destituido de la presidencia de la Junta Central Gubernativa, y con Juan Isidro Pérez y otros próceres adictos al Padre de la Patria fue internado en la Torre del Homenaje. Duarte, ajeno a lo que ocurría, maduraba sus planes de patriota en la ciudad de Puerto Plata. Aquí fue sorprendido por los conmilitones de Santana, que lo redujeron a prisión sin que fuera suficiente a escudarlo contra esa arbitrariedad ni la grandeza de su obra ni la inocencia con que había intervenido en los sucesos recién pasados. El prócer no opuso ninguna resistencia a esta felonía y el pueblo presenció con indignación el hecho. Cuando Duarte fue sacado de la fortaleza “San Felipe” para ser conducido bajo escolta a la goleta Separación Dominicana, la ciudadanía de Puerto Plata se agrupó silenciosa en el trayecto y vio pasar a los soldados de la escolta con el estupor de quien asiste a un sacrilegio. Otra vez el destierro En la goleta “Separación Dominicana” salió Duarte, fuertemente escoltado, hacia la capital de la República. Santana no se atrevió a hacerlo conducir por tierra, temeroso de que su paso por Santiago y otras ciudades del Cibao, donde su presencia había provocado hacía poco entusiasmo delirante, diera lugar a nuevas reacciones populares. La resignación con que el apóstol soportaba aquella prueba, traía maravillados al capitán y a la tripulación del pequeño barco de guerra. Durante la travesía, mientras el bergantín bordea la línea de la costa, el prisionero contempla el mar y compara el vaivén de las olas 862

JOAQUÍN BALAGUER | EL CRISTO DE LA LIBERTAD con los altibajos de la vida humana. Hacía apenas cuatro meses que la ciudad de Santo Domingo lo había recibido en triunfo y que en su honor habían desfilado las muchedumbres por las calles embanderadas. Dentro de algunas horas, probablemente antes de que el sol desapareciera tras las últimas nubes crepusculares, entraría esta vez custodiado como un vulgar malhechor en la ciudad nativa. Pero Duarte no pensó jamás en sí mismo. El ultraje que en su persona se infería a la patria, a la que había servido con toda la pureza de su juventud y a la que había ofrendado su fortuna, no era lo que en aquel momento cargaba su mente de sombras y preocupaciones. Si algún pesar nublaba su pensamiento era por la suerte que hubiera podido caber a Mella y a los otros amigos entrañables, a quienes suponía expuestos a la ira de Santana. En medio de la ingratitud de que era objeto, se hubiera sentido feliz si todo el peso de la venganza del dictador se descargara sobre su cabeza. Su angustia era todavía más vasta y se extendía a todos sus conciudadanos. Nada se habría obtenido si una opresión doméstica sustituía a la de los antiguos dominadores. Si en vez de Charles Herard o de otro descendiente cualquiera de la raza maldita de Dessalines, el opresor debía llevar el nombre de Santana o de otro sátrapa de turno, no se habría logrado sino cambiar un despotismo por otro menos cruel, pero sin duda más odioso. Sumido en esas reflexiones sombrías, llegó Duarte el 2 de septiembre al Puerto de Santo Domingo de Guzmán. El gobierno había tomado todas las precauciones necesarias para evitar cualquier manifestación de desagravio por parte del núcleo que en la ciudad se mantenía adicto al prisionero. Numerosa tropa apostada en las esquinas de la calle de “Santa Bárbara”, impedía el tránsito hacia los muelles del Ozama. La escolta, reforzada con dos filas de soldados, pasó silenciosamente con el prócer por la Puerta de San Diego, y lo condujo a lo largo de las viejas murallas hasta la Torre del Homenaje. Apenas algunos espectadores indiferentes, diseminados en la calle de Colón, advirtieron el aparato militar que se hizo a la llegada del bergantín “Separación Dominicana”, y muy pocos identificaron al preso. La noticia se difundió, no obstante, sobre la ciudad consternada. El presbítero José Antonio Bonilla, visitante asiduo del viejo hogar de la calle “Isabel la Católica”, fue el primero en llevar la infausta nueva a la madre de Duarte: “Señora –exclamó al verla el sacerdote–, la mano de Dios está sobre vuestra cabeza: implore su misericordia. Juan Pablo está preso y desembarcará esta tarde. ¡Bienaventurados los que lloran!”. Una noticia que causó todavía mayor sorpresa que la de la prisión de Duarte, hecho al fin y al cabo explicable en un déspota de las condiciones morales de Santana, fue la del arribo en la misma nave de Juan Isidro Pérez, quien el 22 de agosto había salido para el destierro en el bergantín “Capricornio”. El rasgo de este adolescente impetuoso, especie de Caballero Templario en quien el entusiasmo por la libertad empezaba ya a traducirse en destellos de locura, conmovió hasta tal punto a la población, que una verdadera fiebre patriótica se apodede los ánimos excitados: cuando la nave que lo conducía pasaba frente a las costas de Puerto Plata, en donde a la sazón se hallaba Duarte prisionero, Juan Isidro Pérez amenazó con echarse al mar si no le permitían descender en aquellas riberas para compartir la suerte del Padre de la Patria. El capitán del buque, un noble marino inglés de nombre Lewelling, no queriendo asumir ninguna responsabilidad por el suicidio del intrépido patriota, e impresionado por la decisión con que el desterrado subrayaba su amenaza, dio orden de cambiar el rumbo con dirección a Puerto Plata, y allí entregó a las autoridades al fiel amigo de Duarte. Cuando ambos perseguidos se reunieron en la cárcel, Juan Isidro Pérez se echó 863

JOAQUÍN BALAGUER | EL CRISTO DE LA LIBERTAD<br />

con los altibajos <strong>de</strong> la vida humana. Hacía apenas cuatro meses que la ciudad <strong>de</strong> Santo Domingo<br />

lo había recibido en triunfo y que en su honor habían <strong>de</strong>sfilado las muchedumbres<br />

por las calles emban<strong>de</strong>radas. Dentro <strong>de</strong> algunas horas, probablemente antes <strong>de</strong> que el sol<br />

<strong>de</strong>sapareciera tras las últimas nubes crepusculares, entraría esta vez custodiado como un<br />

vulgar malhechor en la ciudad nativa.<br />

Pero Duarte no pensó jamás en sí mismo. El ultraje que en su persona se infería<br />

a la patria, a la que había servido con toda la pureza <strong>de</strong> su juventud y a la que había<br />

ofrendado su fortuna, no era lo que en aquel momento cargaba su mente <strong>de</strong> sombras y<br />

preocupaciones. Si algún pesar nublaba su pensamiento era por la suerte que hubiera<br />

podido caber a Mella y a los otros amigos entrañables, a quienes suponía expuestos a la<br />

ira <strong>de</strong> Santana. En medio <strong>de</strong> la ingratitud <strong>de</strong> que era objeto, se hubiera sentido feliz si<br />

todo el peso <strong>de</strong> la venganza <strong>de</strong>l dictador se <strong>de</strong>scargara sobre su cabeza. Su angustia era<br />

todavía más vasta y se extendía a todos sus conciudadanos. Nada se habría obtenido si<br />

una opresión doméstica sustituía a la <strong>de</strong> los antiguos dominadores. Si en vez <strong>de</strong> Charles<br />

Herard o <strong>de</strong> otro <strong>de</strong>scendiente cualquiera <strong>de</strong> la raza maldita <strong>de</strong> Dessalines, el opresor<br />

<strong>de</strong>bía llevar el nombre <strong>de</strong> Santana o <strong>de</strong> otro sátrapa <strong>de</strong> turno, no se habría logrado sino<br />

cambiar un <strong>de</strong>spotismo por otro menos cruel, pero sin duda más odioso. Sumido en esas<br />

reflexiones sombrías, llegó Duarte el 2 <strong>de</strong> septiembre al Puerto <strong>de</strong> Santo Domingo <strong>de</strong> Guzmán.<br />

El gobierno había tomado todas las precauciones necesarias para evitar cualquier<br />

manifestación <strong>de</strong> <strong>de</strong>sagravio por parte <strong>de</strong>l núcleo que en la ciudad se mantenía adicto<br />

al prisionero. Numerosa tropa apostada en las esquinas <strong>de</strong> la calle <strong>de</strong> “Santa Bárbara”,<br />

impedía el tránsito hacia los muelles <strong>de</strong>l Ozama. La escolta, reforzada con dos filas <strong>de</strong><br />

soldados, pasó silenciosamente con el prócer por la Puerta <strong>de</strong> San Diego, y lo condujo a<br />

lo largo <strong>de</strong> las viejas murallas hasta la Torre <strong>de</strong>l Homenaje. Apenas algunos espectadores<br />

indiferentes, diseminados en la calle <strong>de</strong> Colón, advirtieron el aparato militar que se hizo a<br />

la llegada <strong>de</strong>l bergantín “Separación Dominicana”, y muy pocos i<strong>de</strong>ntificaron al preso. La<br />

noticia se difundió, no obstante, sobre la ciudad consternada. El presbítero José Antonio<br />

Bonilla, visitante asiduo <strong>de</strong>l viejo hogar <strong>de</strong> la calle “Isabel la Católica”, fue el primero en<br />

llevar la infausta nueva a la madre <strong>de</strong> Duarte: “Señora –exclamó al verla el sacerdote–, la<br />

mano <strong>de</strong> Dios está sobre vuestra cabeza: implore su misericordia. Juan Pablo está preso y<br />

<strong>de</strong>sembarcará esta tar<strong>de</strong>. ¡Bienaventurados los que lloran!”.<br />

Una noticia que causó todavía mayor sorpresa que la <strong>de</strong> la prisión <strong>de</strong> Duarte, hecho al fin<br />

y al cabo explicable en un déspota <strong>de</strong> las condiciones morales <strong>de</strong> Santana, fue la <strong>de</strong>l arribo<br />

en la misma nave <strong>de</strong> Juan Isidro Pérez, quien el 22 <strong>de</strong> agosto había salido para el <strong>de</strong>stierro<br />

en el bergantín “Capricornio”. El rasgo <strong>de</strong> este adolescente impetuoso, especie <strong>de</strong> Caballero<br />

Templario en quien el entusiasmo por la libertad empezaba ya a traducirse en <strong>de</strong>stellos <strong>de</strong><br />

locura, conmovió hasta tal punto a la población, que una verda<strong>de</strong>ra fiebre patriótica se apo<strong>de</strong>ró<br />

<strong>de</strong> los ánimos excitados: cuando la nave que lo conducía pasaba frente a las costas <strong>de</strong><br />

Puerto Plata, en don<strong>de</strong> a la sazón se hallaba Duarte prisionero, Juan Isidro Pérez amenazó<br />

con echarse al mar si no le permitían <strong>de</strong>scen<strong>de</strong>r en aquellas riberas para compartir la suerte<br />

<strong>de</strong>l Padre <strong>de</strong> la Patria. El capitán <strong>de</strong>l buque, un noble marino inglés <strong>de</strong> nombre Lewelling,<br />

no queriendo asumir ninguna responsabilidad por el suicidio <strong>de</strong>l intrépido patriota, e<br />

impresionado por la <strong>de</strong>cisión con que el <strong>de</strong>sterrado subrayaba su amenaza, dio or<strong>de</strong>n <strong>de</strong><br />

cambiar el rumbo con dirección a Puerto Plata, y allí entregó a las autorida<strong>de</strong>s al fiel amigo<br />

<strong>de</strong> Duarte. Cuando ambos perseguidos se reunieron en la cárcel, Juan Isidro Pérez se echó<br />

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