Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES mí– esa lesión no era gaseosa. Sin perder tiempo, le comuniqué que para salvarle la vida, era necesario hacerle una operación sin la cual él estaba expuesto a sucumbir. No aceptó. Lo asistí como pude hacerlo, sin los medios heroicos (todavía la penicilina no había sido inventada) que hoi nos ayudan en ese trance, el cual era casi siempre mortal. Los familiares del enfermo, menos su esposa (!) decidieron que yo practicara la intervención que horas antes les había propuesto. Al ver que la gangrena avanzaba, el paciente accedió, no obstante la negativa (!) de su mujer. Le extirpé todas las partes enfermas. Poco a poco, con esa faena alcancé otro triunfo, aunque cuando ya, salvado de muerte inevitable, C., no me perdonaba esa mutilación. De tal modo fue ese disgusto, que uno de sus familiares me advirtió que no continuara visitando al ya cicatrizado enfermo. Supe el porqué de ese consejo (!). Más de un año después de esa tremenda i exitosa intervención quirúrjica (en ese tiempo yo estaba estudiando en París) supe que aquel paciente había fallecido empeorado con su afección cardíaca. Como era de esperar, aquel impotente enfermo estaba profunda i erróneamente celoso de su honesta mujer. Aquella arriesgada operación sirvió para aumentar mi prestijio como cirujano que sabía i debía enfrentarse a las situaciones profesionales i morales más peligrosas para mí, pero beneficiosas para la mayor parte de mis pacientes. Del poblado de Las Cañitas, en la otra costa de la bahía de Samaná, me llevaron a un chico, de doce años de edad, que había caído de una mata de mamón con tan mala suerte que su vientre fue lacerado por unos fragmentos de basura que penetraron en su abdomen. Parte de sus intestinos se movían fuera de esa herida. Como era de esperarse dolor, fiebre alta i peritonitis empeoraban ese estado. Propuse intervenir inmediatamente. El padre del muchacho se negó a ello, pero el lesionado i su mamá me rogaron que no los abandonara. A pesar de ese lagrimoso ruego, el papá continuaba negando el permiso para tal operación. Salí de allí i comuniqué a mi amigo Don Carlitos Báez, Gobernador de la provincia, lo que estaba sucediendo en ese caso. Enseguida el jefe ordenó a dos ajentes de policía que llevaran a aquel hombre a la Fortaleza de allí. Esperé a que lo internaran, preso. Cuando me contaron que aquel ya no podía oponerse a mi intento por salvar a su hijo, comencé a efectuar la operación que propuse i ya reclamada por la atribulada madre del paciente. Delgado i Santamaría me ayudaron en esa laboriosa intervención. Fragmentos de madera, parte de los trapos que usaron para impedir la salida de los intestinos, pus, etc., fueron extraídos. Lavé suavemente la cavidad del abdomen, la suturé dejando drenes i permanecí junto al chico hasta que observé que podía ir a mi casa. En ese trayecto varias personas me dijeron que el padre del operado juraba que me mataría en caso de que su hijo muriera. Pasaron días antes de que el operado pudiera ser declarado fuera de peligro. Entonces decidí afrontar la furia del prisionero quien, a pesar de estar al corriente de la salvación de su hijo, todavía juraba hacerme daño. Rogué al Gobernador Báez que lo pusiera en libertad. Aquel hombre llegó a la casa ansioso de saber si era verdad que su hijo estaba vivo i fuera de peligro. Este le besó ambas manos, la madre lloró de contento al abrazar a su marido, quien después de estrecharme entre sus brazos, se arrodilló frente a mí i me pidió perdón por las amenazas que él me había hecho antes i después de que lo llevaron a la cárcel, en donde, según él, le dieron buen trato i buenas noticias todos los días. Aquella escena de reconocimiento no se ha borrado de mi mente en los más de sesenta años que sucedió. Contaré después los casos semejantes a ese, siempre felices, para aquellos mis clientes tratados bajo condiciones similares a las que acabo de referir. 74

HERIBERTO PIETER | AUTOBIOGRAFÍA Los médicos que hasta esa fecha habían hecho alguna cirujía allá, en Samaná, siempre rehuían los casos que corrían peligro de muerte. Uno de esos pacientes me refirió que en un accidente parecido al del muchacho de Las Cañitas, él mismo vio sus propios intestinos serpenteando fuera de su vientre. Los médicos no se atrevieron a introducirlos. Casi desfallecido, i observando la desesperación de su numerosa familia, él mismo mediante un entibiado trapo de cocina, lentamente, sin asearlas, introdujo sus tripas a su propio lugar. Este valiente sujeto falleció de muerte natural muchos años después de su espantoso atrevimiento. —Días después de haber salvado de la muerte a aquel muchacho, practiqué mi segunda trepanación craneana a un presidiario que me trajeron de Caño Hondo, en la bahía de Samaná. Aquel fue agredido por un ajente de policía en el momento que trataba de evadirse de la cárcel. En esa operación repetí lo que hice con el cráneo de Escarré, i con tal nuevo éxito conseguí mejor experiencia para ocasiones iguales a esa. —No transcurrieron muchos días sin que se me presentaran nuevos trances quirúrjicos casi iguales a esa especie. Zenón de los Santos, uno de mis buenos clientes en Los Cacaos, de la misma bahía, recibió, con machete, una extensa herida que le amputó la mayor parte de la nariz i la rejión mediana del labio superior. Con un amplio colgajo de la piel frontal i parietal derecha, sin desprenderlo, le practiqué la reconstitución parcial de lo que había perdido (autoplasia). La nueva nariz ostentaba el cabello de la piel transplantada. Aunque esa apariencia facial le valió el mote de León, vivió satisfecho de mi trabajo. No dede felicitarlo por la prontitud conque él llegó a solicitar mi servicio. —Desde el Jovero a Villa Riva, desde Cabrera a Los Llanos del Este iban a consultarme pacientes con lesiones i enfermedades que ameritaban cirujía. En los 20 meses que permanecí en Samaná operé, además de los casos ya citados, tumores de la matriz, laparatomías por accidentes, heridas de bala o de puñal, la sutura del intestino en un adolescente que sufrió perforaciones de ese órgano durante el curso de una fiebre tifoidea. Este desgraciado muchacho tenía una madre que no obedecía mis recomendaciones, a tal punto que, antes de la convalescencia de su hijo, le dio a comer cualesquiera alimentos no indicados por mí. Tal conducta le causó perforación i peritonitis fulminante, imposible de salvación. Fue el segundo caso mortal que allí oscureció mi labor. Días antes de esa muerte ocurrió otro de mis casos: una mujer obesa, intervenida por voluminoso quiste de un ovario, murió repentinamente pocas horas después de salir de la anestesia. Pero esos dos casos fatales fueron casi olvidados al obtener yo la última de mis victorias en aquella ciudad, que debí abandonar porque ya había ganado bastante dinero para ir a París, a perfeccionar mi labor profesional i, si posible, presentar exámenes de algunas de las asignaturas correspondientes al programa de aquella Facultad. Con respecto a lo de la mencionada última operación quirúrjica que intervine en Samaná, se trataba de una mujer pública, accidentalmente herida de bala en el bajo vientre. Pasé casi toda esa noche afanado para salvar a esa hetaira. Ya en la madrugada había cosido intestinos, vejiga urinaria i otros órganos. La joven recuperó, con lo cual, el cliente dueño de la pistola que la hirió, un marinero yanqui al servicio del Gobierno Dominicano. Aquel fue el valioso broche que cerró mi faena profesional en ese tranquilo pueblo que lamentó mi mui discretamente planeada despedida. No exajero. El día de mi partida fueron a despedirme los Bancalari, el Licdo. Pelegrín Castillo, Yancito Henríque, (con quien había yo hecho sincera amistad cuando en abril de 1903 llegué miserioso a Puerto Príncipe, Haití, pocos días 75

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mí– esa lesión no era gaseosa. Sin per<strong>de</strong>r tiempo, le comuniqué que para salvarle la vida,<br />

era necesario hacerle una operación sin la cual él estaba expuesto a sucumbir. No aceptó.<br />

Lo asistí como pu<strong>de</strong> hacerlo, sin los medios heroicos (todavía la penicilina no había sido<br />

inventada) que hoi nos ayudan en ese trance, el cual era casi siempre mortal. Los familiares<br />

<strong>de</strong>l enfermo, menos su esposa (!) <strong>de</strong>cidieron que yo practicara la intervención que horas<br />

antes les había propuesto. Al ver que la gangrena avanzaba, el paciente accedió, no obstante<br />

la negativa (!) <strong>de</strong> su mujer. Le extirpé todas las partes enfermas. Poco a poco, con esa faena<br />

alcancé otro triunfo, aunque cuando ya, salvado <strong>de</strong> muerte inevitable, C., no me perdonaba<br />

esa mutilación. De tal modo fue ese disgusto, que uno <strong>de</strong> sus familiares me advirtió que no<br />

continuara visitando al ya cicatrizado enfermo. Supe el porqué <strong>de</strong> ese consejo (!). Más <strong>de</strong><br />

un año <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> esa tremenda i exitosa intervención quirúrjica (en ese tiempo yo estaba<br />

estudiando en París) supe que aquel paciente había fallecido empeorado con su afección<br />

cardíaca. Como era <strong>de</strong> esperar, aquel impotente enfermo estaba profunda i erróneamente<br />

celoso <strong>de</strong> su honesta mujer.<br />

Aquella arriesgada operación sirvió para aumentar mi prestijio como cirujano que sabía<br />

i <strong>de</strong>bía enfrentarse a las situaciones profesionales i morales más peligrosas para mí, pero<br />

beneficiosas para la mayor parte <strong>de</strong> mis pacientes.<br />

Del poblado <strong>de</strong> Las Cañitas, en la otra costa <strong>de</strong> la bahía <strong>de</strong> Samaná, me llevaron a un<br />

chico, <strong>de</strong> doce años <strong>de</strong> edad, que había caído <strong>de</strong> una mata <strong>de</strong> mamón con tan mala suerte<br />

que su vientre fue lacerado por unos fragmentos <strong>de</strong> basura que penetraron en su abdomen.<br />

Parte <strong>de</strong> sus intestinos se movían fuera <strong>de</strong> esa herida. Como era <strong>de</strong> esperarse dolor, fiebre<br />

alta i peritonitis empeoraban ese estado. Propuse intervenir inmediatamente. El padre <strong>de</strong>l<br />

muchacho se negó a ello, pero el lesionado i su mamá me rogaron que no los abandonara.<br />

A pesar <strong>de</strong> ese lagrimoso ruego, el papá continuaba negando el permiso para tal operación.<br />

Salí <strong>de</strong> allí i comuniqué a mi amigo Don Carlitos Báez, Gobernador <strong>de</strong> la provincia, lo que<br />

estaba sucediendo en ese caso. Enseguida el jefe or<strong>de</strong>nó a dos ajentes <strong>de</strong> policía que llevaran<br />

a aquel hombre a la Fortaleza <strong>de</strong> allí. Esperé a que lo internaran, preso. Cuando me contaron<br />

que aquel ya no podía oponerse a mi intento por salvar a su hijo, comencé a efectuar<br />

la operación que propuse i ya reclamada por la atribulada madre <strong>de</strong>l paciente. Delgado i<br />

Santamaría me ayudaron en esa laboriosa intervención. Fragmentos <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, parte <strong>de</strong> los<br />

trapos que usaron para impedir la salida <strong>de</strong> los intestinos, pus, etc., fueron extraídos. Lavé<br />

suavemente la cavidad <strong>de</strong>l abdomen, la suturé <strong>de</strong>jando drenes i permanecí junto al chico<br />

hasta que observé que podía ir a mi casa. En ese trayecto varias personas me dijeron que<br />

el padre <strong>de</strong>l operado juraba que me mataría en caso <strong>de</strong> que su hijo muriera. Pasaron días<br />

antes <strong>de</strong> que el operado pudiera ser <strong>de</strong>clarado fuera <strong>de</strong> peligro. Entonces <strong>de</strong>cidí afrontar la<br />

furia <strong>de</strong>l prisionero quien, a pesar <strong>de</strong> estar al corriente <strong>de</strong> la salvación <strong>de</strong> su hijo, todavía<br />

juraba hacerme daño. Rogué al Gobernador Báez que lo pusiera en libertad. Aquel hombre<br />

llegó a la casa ansioso <strong>de</strong> saber si era verdad que su hijo estaba vivo i fuera <strong>de</strong> peligro. Este<br />

le besó ambas manos, la madre lloró <strong>de</strong> contento al abrazar a su marido, quien <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

estrecharme entre sus brazos, se arrodilló frente a mí i me pidió perdón por las amenazas<br />

que él me había hecho antes i <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> que lo llevaron a la cárcel, en don<strong>de</strong>, según él, le<br />

dieron buen trato i buenas noticias todos los días.<br />

Aquella escena <strong>de</strong> reconocimiento no se ha borrado <strong>de</strong> mi mente en los más <strong>de</strong> sesenta<br />

años que sucedió. Contaré <strong>de</strong>spués los casos semejantes a ese, siempre felices, para aquellos<br />

mis clientes tratados bajo condiciones similares a las que acabo <strong>de</strong> referir.<br />

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