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23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES que si aceptaban mi exijencia, no debía tardar en ir a Santa Bárbara de Samaná para cumplir lo que deseaba el Presidente. A regañadientes, me llevé de ese consejo. ¡Cuán lejos estaba yo de vaticinar que esa resolución, aparentemente forzada, llegaría a ser beneficiosa para mí! Ese mismo día comencé a reunir mis bártulos para retornar a Salcedo. Me dio pena abandonar a Matanzas, sobre todo porque yo daba cuido a dos enfermos atacados de fiebre tifoidea, el quebranto común en aquel villorrio, en donde el agua para consumo se obtenía de las cazimbas, un pozo de escasa profundidad casi siempre cavado al lado de las letrinas. Según mi costumbre, yo no tomaba sino agua de coco i obligué a mi compañero a hacer lo mismo. Igual recomendación hice a los habitantes en esa rejión, paraje costero en donde había más cocoteros que ratones. Yo había sido testigo de infecciones disentéricas i tifoideas, casi masivas, acaecidas en la Capital, en Barahona, en los campos de Salcedo, ocasionadas por la contaminación del agua potable obtenida cercana a retretes o en arroyos que servían de excusados. Emprendí el viaje a Salcedo con la misma suerte que tuve cuando fui a Matanzas. En ese trayecto no fuimos perturbados por las habituales crecientes del río Nagua i sus afluentes. Al llegar a Juana Núñez hice saber que ya estaba dispuesto para abandonar aquella común, adonde había hecho llegar a mi madre i a mis hermanos con el fin de poder mantenerlos mejor que en la Capital. Mi padre había fracasado en San Cristóbal. Mi abuelita, en Santo Domingo, estaba bien amparada por su hija i por mí. Con el poco dinero que gané en Matanzas i lo que había economizado en Salcedo, reuní una suma para dejar a los míos sustento durante un mes i para pagar a mi buen amigo el Dr. Diójenes Mieses, dentista de la Capital, el resto del valor de varios instrumentos quirúrjicos que, para mí, él había pedido a París. Al saber que yo contaba con poco dinero para emprender viaje i sostenerme durante breves días en Samaná, el querido sacerdote Pbro. Bornia-Ariza, espontáneamente puso en mis manos una onza de oro con la recomendación de no pagar ese préstamo sino cuando yo estuviese ya instalado i con dinero sobrante. Tuve mucha pena por abandonar a conocidos i a clientes que me fueron fieles los diez meses de mi permanencia en Salcedo. Dije adiós a mis familiares i a mis amigos. No tuve tropiezos en el viaje a Samaná. Llegué allí sin que nadie me esperara. Causaron asombro los nombramientos oficiales cuyas credenciales presenté a las autoridades de esa ciudad. Allí mostré los telegramas cruzados entre el Gobierno i mi persona cuando yo estaba de paso en Matanzas i los del día anterior a mi salida de Salcedo. Allí, en Santa Bárbara de Samaná, lo primero que cumplí fue una visita protocolaria a mi enfermizo colega Doctor Leopoldo B. Pou, quien tuvo sorpresa al saber que además de estar nombrado Oficial de Sanidad Marítima, yo también ejercería las funciones de Médico Lejista. Palideció i me mostró desagrado. Al verlo así, me retiré de su oficina con pena de haberle dicho personalmente lo que él ignoraba: su total destitución de los cargos que allí desempeñaba. Al caer de esa tarde visité a mi antiguo condiscípulo i rico comerciante J. B. i a su familia. Juan me comunicó lo que en aquella reducida población ya se comentaba sobre mi visita al Dr. Pou. La principal jente de allí no estaba contenta con la destitución de aquel galeno. Decían que esos cargos fueron solicitados por mí, un fracasado médico ignorante que no pudo adquirir clientela en Salcedo, etc., etc. Oí tranquilo esas mentiras i después de cavilar un rato, dije a mi amigo J. que no sufriera por tales chismes. Tranquilamente le rogué me indicara una persona honrada i discreta para encomendarle cambiar una onza 72

de oro (la misma que me prestó el Padre Bornia) en alguna concurrida tienda de esa plaza. Bancalari me ofreció hacerlo. Al día siguiente un sujeto llamado Nazario, recomendado por J. B., fue a mi alojamiento. Después de hablar con él i escudriñar a fondo su conducta, le entregué dicha onza. Media hora después, Nazario me trajo el cambio de esa moneda: veinte pesos dominicanos. Le di unos reales. Se marchó encantado i me dirijí con mis veinte clavaos a la oficina de Juan. Le rogué que aceptara ese dinero en cambio de una de sus onzas de oro. Sin demora, accedió a mi deseo. Esa i otras onzas que me prestaba mi amigo sirvieron de artimaña para repetir cada dos o tres días la comedia que en buena hora inventé para destruir el concepto que referente a mí corría por las calles i el muelle de aquella ciudad. Así, con ese recurso, inventé la falsa reputación de ser un galeno acaudalado. XIV. Amigos i clientela HERIBERTO PIETER | AUTOBIOGRAFÍA De ese modo gané “amigos” i buena clientela. No tardaron en solicitarme para asistir a un no pobre dueño de la más conocida de las casas de juego de azar, en el centro del pueblo. Tal sujeto padecía de úlceras fajedénicas crónicas en la pierna derecha, complicadas con gangrena. Les dije que era necesario hacerle urjente amputación. Como esa espectacular intervención nunca había alcanzado buen éxito allí, se negaron a que yo la practicara. Pero el mismo enfermo la reclamaba con insistencia. Por fin, familiares, amigos i compañeros en la casa de juegos perteneciente a ese sujeto, accedieron a lo que propuse. Esa misma tarde procedí a la intervención. Un dentista, Anjel Delgado, a quien en la capital di clases en su primer año de Odontolojía, me sirvió como anestesista. A una hermana del enfermo le di instrucciones para que me sirviera como enfermera en esa operación. Practiqué ese acto quirúrjico con rapidez i sin ningún inconveniente. Antes de la convalescencia, el paciente i sus familiares agradecidos, no sólo me abonaron el precio de mi trabajo, sino que lo aumentaron. Cuando le hube retirado los puntos de sutura invité al operado para que diéramos un paseo en el único coche que había en el pueblo. Accedió gustoso. Como aquel tipo era tan conocido i tenía tantas amistades, éstas extendieron la noticia de su curación hasta más allá de los contornos de esa provincia. Pocos días después llegó de la rica aldea de Sánchez, para consultarme, Escarré, uno de mis condiscípulos en la Escuela La Fe. Sufría de convulsiones localizadas en el brazo i antebrazos derechos. En el curso de ese examen me refirió que en una pelea librada entre bolos i coludos recibió fuerte contusión en el cráneo. Esa fue la causa de la notable depresión que noté en el hueso parietal izquierdo. Sin esperar más pruebas, le propuse hacerle una trepanación. Aceptó. El Sr. A. Santamaría, un farmacéutico práctico, hizo la anestesia. La intervención fue feliz. El fragmento extirpado hacía compresión sobre la masa cerebral izquierda. No hubo complicaciones. Exhibí en la botica de Santamaría el círculo de hueso extirpado. Dos semanas después Escarré, restablecido, se marchó a Sánchez, en donde el Dr. Alberto Gautreau, después de constatar la curación hecha por mí, tuvo la amabilidad de felicitarme, por teléfono. En esos días vi a un cardíaco que se había puncionado el edema de sus partes jenitales. Para esa atrevida punzada empleó una aguja de coser sacos contentivos de semillas de cacao. Me hizo llamar a su casa, cercana al cementerio de esa ciudad. Lo encontré febril, con gangrena que se extendía desde el escroto hasta el pubis. Afortunadamente para él –i para 73

<strong>de</strong> oro (la misma que me prestó el Padre Bornia) en alguna concurrida tienda <strong>de</strong> esa plaza.<br />

Bancalari me ofreció hacerlo.<br />

Al día siguiente un sujeto llamado Nazario, recomendado por J. B., fue a mi alojamiento.<br />

Después <strong>de</strong> hablar con él i escudriñar a fondo su conducta, le entregué dicha onza. Media<br />

hora <strong>de</strong>spués, Nazario me trajo el cambio <strong>de</strong> esa moneda: veinte pesos dominicanos. Le di<br />

unos reales. Se marchó encantado i me dirijí con mis veinte clavaos a la oficina <strong>de</strong> Juan. Le<br />

rogué que aceptara ese dinero en cambio <strong>de</strong> una <strong>de</strong> sus onzas <strong>de</strong> oro. Sin <strong>de</strong>mora, accedió<br />

a mi <strong>de</strong>seo. Esa i otras onzas que me prestaba mi amigo sirvieron <strong>de</strong> artimaña para repetir<br />

cada dos o tres días la comedia que en buena hora inventé para <strong>de</strong>struir el concepto que<br />

referente a mí corría por las calles i el muelle <strong>de</strong> aquella ciudad. Así, con ese recurso, inventé<br />

la falsa reputación <strong>de</strong> ser un galeno acaudalado.<br />

XIV. Amigos i clientela<br />

HERIBERTO PIETER | AUTOBIOGRAFÍA<br />

De ese modo gané “amigos” i buena clientela. No tardaron en solicitarme para asistir a un<br />

no pobre dueño <strong>de</strong> la más conocida <strong>de</strong> las casas <strong>de</strong> juego <strong>de</strong> azar, en el centro <strong>de</strong>l pueblo. Tal<br />

sujeto pa<strong>de</strong>cía <strong>de</strong> úlceras fajedénicas crónicas en la pierna <strong>de</strong>recha, complicadas con gangrena.<br />

Les dije que era necesario hacerle urjente amputación. Como esa espectacular intervención<br />

nunca había alcanzado buen éxito allí, se negaron a que yo la practicara. Pero el mismo<br />

enfermo la reclamaba con insistencia. Por fin, familiares, amigos i compañeros en la casa <strong>de</strong><br />

juegos perteneciente a ese sujeto, accedieron a lo que propuse. Esa misma tar<strong>de</strong> procedí a<br />

la intervención. Un <strong>de</strong>ntista, Anjel Delgado, a quien en la capital di clases en su primer año<br />

<strong>de</strong> Odontolojía, me sirvió como anestesista. A una hermana <strong>de</strong>l enfermo le di instrucciones<br />

para que me sirviera como enfermera en esa operación. Practiqué ese acto quirúrjico con<br />

rapi<strong>de</strong>z i sin ningún inconveniente. Antes <strong>de</strong> la convalescencia, el paciente i sus familiares<br />

agra<strong>de</strong>cidos, no sólo me abonaron el precio <strong>de</strong> mi trabajo, sino que lo aumentaron.<br />

Cuando le hube retirado los puntos <strong>de</strong> sutura invité al operado para que diéramos un<br />

paseo en el único coche que había en el pueblo. Accedió gustoso. Como aquel tipo era tan<br />

conocido i tenía tantas amista<strong>de</strong>s, éstas extendieron la noticia <strong>de</strong> su curación hasta más allá<br />

<strong>de</strong> los contornos <strong>de</strong> esa provincia.<br />

Pocos días <strong>de</strong>spués llegó <strong>de</strong> la rica al<strong>de</strong>a <strong>de</strong> Sánchez, para consultarme, Escarré, uno<br />

<strong>de</strong> mis condiscípulos en la Escuela La Fe. Sufría <strong>de</strong> convulsiones localizadas en el brazo i<br />

antebrazos <strong>de</strong>rechos. En el curso <strong>de</strong> ese examen me refirió que en una pelea librada entre<br />

bolos i coludos recibió fuerte contusión en el cráneo. Esa fue la causa <strong>de</strong> la notable <strong>de</strong>presión<br />

que noté en el hueso parietal izquierdo. Sin esperar más pruebas, le propuse hacerle<br />

una trepanación. Aceptó. El Sr. A. Santamaría, un farmacéutico práctico, hizo la anestesia.<br />

La intervención fue feliz. El fragmento extirpado hacía compresión sobre la masa cerebral<br />

izquierda. No hubo complicaciones. Exhibí en la botica <strong>de</strong> Santamaría el círculo <strong>de</strong> hueso<br />

extirpado. Dos semanas <strong>de</strong>spués Escarré, restablecido, se marchó a Sánchez, en don<strong>de</strong> el<br />

Dr. Alberto Gautreau, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> constatar la curación hecha por mí, tuvo la amabilidad<br />

<strong>de</strong> felicitarme, por teléfono.<br />

En esos días vi a un cardíaco que se había puncionado el e<strong>de</strong>ma <strong>de</strong> sus partes jenitales.<br />

Para esa atrevida punzada empleó una aguja <strong>de</strong> coser sacos contentivos <strong>de</strong> semillas <strong>de</strong> cacao.<br />

Me hizo llamar a su casa, cercana al cementerio <strong>de</strong> esa ciudad. Lo encontré febril, con<br />

gangrena que se extendía <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el escroto hasta el pubis. Afortunadamente para él –i para<br />

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