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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Tejera, debo referir el aumento de la mala voluntad que éste no dejaba de expresarme. Supo que recientemente yo había emprendido una necropsia parcial (torácica) en un sujeto tuberculoso, acción que, a su parecer, era un sacrilejio (¡!). Con esa extraña i violenta opinión ¿debía yo correr el riesgo de someter los orijinales de mi tesis de graduación a ese rencoroso obispo? Definitivamente resolví que el afable profesor mío, Dr. Coiscou me ayudara a terminar mi tesis. En la mañana del día siguiente, lunes, mi compañero Elio interrumpió la urjente sutura en la piel que yo hacía a un herido. Mostrándome la lista de los números que ganaron en ese sorteo de la lotería de Beneficencia, vi, asombrado e incrédulo, que mi suerte, ¡cosa extraña! me había favorecido con trescientos pesos, la mitad del segundo premio del sorteo en el cual aventuré casi todo mi mezquino haber. Terminé las suturas que yo ejecutaba, no sin haber sudado la gota gorda producida por mi espanto. Frente a mí desfilaron el costo por editar mi tesis, el de la indumentaria para asistir a mi posible graduación i las indispensables dilijencias de viaje i de instalación en donde pensaba dar comienzo a mi ejercicio profesional. No esperé largo rato sin ir a la imprenta “Flor del Ozama”, cerca del hospital, para solicitar del dueño, Señor Vélez, permitiera, por poco precio, que yo mismo compusiera e imprimiera en su taller el texto de la tesis. Ese propietario no me conocía personalmente, pero como allí trabajaba Virjilio Montalvo, mi compañero en las cajas tipográficas de otras empresas, insinué al Señor Vélez que preguntara al rejente de esa imprenta si era cierto lo que yo decía i factible lo que estaba suplicándole. Enseguida llamó a mi amigo, i después de un rato volvió complaciendo mi demanda. ¡Nunca podré olvidar la tan oportuna benevolencia del Sr. Vélez! Mi buena fortuna de ese día no pudo ofrecerme mejor regalo. Al principio del siguiente octubre ya mi tesis estaba impresa con su portada a dos tintas i mi nombre rodeado de la aspiración que desde adolescente yo ambicionaba. El pedido de ropa que hice al “Bon Marché”, de París, me sorprendió con la prontitud de su llegada. La calidad i las pruebas de esas piezas fueron conforme a las medidas que envié. En fin, todo sucedió exacto con mi deseo. Discutí mi tesis a las 4 de la tarde del 20 de octubre del año 1906. Por temor, no por halago, la dediqué también al Sr. Rector Tejera, mi injusto enemigo, (quien desde mis primeras pruebas del bachillerato juró que mientras él ocupara puesto en el Instituto Profesional de la República Dominicana, él, Apolinar Tejera, se opondría a que militares i estudiantes de la raza negra obtuvieran permiso para ejercer ninguna profesión universitaria en nuestro país); el fantasma sacerdotal que siempre me fue hostil, se opuso, invariable a que el Jurado aceptase mi trabajo. Esa sin igual actitud levantó reñida protesta en el Jurado. Al final de unas palabras, el Reverendo (?) Obispo abandonó la sala. Me aceptaron con buena nota i todos los allí presentes me felicitaron con efusión. Uno de mis jueces, el Dr. Alfonseca, pronunció ex-cátedra algunas palabras que me hicieron lagrimar durante breves minutos. ¡Al fin! subí hasta la meta de mis estudios en mi propia tierra. Esa tarde abrí, anchas, las puertas por donde entraron i salieron triunfantes otros ex-militares i todos los dominicanos o extranjeros de cualquier raza que, después de mí, alcanzaron i siguen conquistando diplomas académicos para honra de ellos mismos i de mi amado país. Cuando terminó la cálida ceremonia de la investidura conduje a los amigos hasta mi domicilio, en casa de mi abuela. Todos la felicitaron. Allí tomamos café i al terminar ese jubiloso ágape les invité a continuar celebrando mi graduación en “El Vaticano”, bajo la 66

HERIBERTO PIETER | AUTOBIOGRAFÍA induljencia de nuestro Papa, Don Luis Garboso. Allí comimos el invariable menú: palomas i plátano verde frito, empujados por el sabroso jenjibre, sello de la excelencia de esa rústica taberna. Testigo de tal cena fue un viejo mulato, Maestro Carpintero, llamado Llaverías. Era el mismo tipo amargado por su inercia que una vez, al ver que llevaba bajo el brazo un voluminoso libro de Medicina, me increpó de esta manera: “Pieter, deja esos libros, que puedes volverte loco. ¿Quién ha visto un negro ser doctor?” I como yo continué charlando con mis compañeros sin contestarle, me gritó: “Deja esa pretensión i ven a mi taller. Te enseñaré a hacer bateas i ataúdes. Los de tu raza nunca llegan a aprender lo que tú deseas estudiar”. Mis amigos en ese regocijo, que desde años tenían noticias de los desafueros de aquel Llaverías, gritaron al carpintero: “Aquí tienes al loco. Ya es doctor i es el primer negrito que gana aquí ese diploma. Ven a brindar con nosotros”. I así, empinando todos un vaso de cerveza, terminó aquella escena, la que, gracias a la urbanidad de nuestro grupo, dio una lección de buen vivir a aquel frustrado obrero. Años después, cuando por segunda vez llegué de París, con mi diploma profesional de aquella facultad, volví a ver a Llaverías, esta vez como médico consultante al borde de una cama, en el hospital de la “Beneficencia”, único hospicio público en esta ciudad. Al verme, el triste enfermo de cáncer gástrico inoperable, comenzó a llorar no sólo a causa de su quebranto, sino por remordimiento de lo sucedido cuando se burló de mí i me aconsejó que no estudiara, porque corría el riesgo de que me internaran en El Manicomio. Esa dolorosa remembranza fue interrumpida por la caridad de un sacerdote que en ese momento llevó la extrema-unción a este sujeto arrepentido de haber expresado, como otros ineptos, tan errónea predicción. Desde el día siguiente me apresuré a conseguir mi diploma i el exequátur que me autorizaban a ejercer mi profesión. Entretanto, me dediqué a estudiar la posibilidad de comenzar a ejercer la profesión, no en la ciudad en donde nací, me crié i soporté tanta miseria moral i material, pero también en cuyo ambiente progresaron i se cristalizaron las ambiciones que desde niño formaron la estructura de mis aspiraciones. Ni un sólo momento intenté dar comienzo para radicarme en esta ciudad: el velado desprecio i la ambición de algunos de mis profesores obligaba a los médicos principiantes para que abandonaran la plaza comercial en donde se hicieron dueños de la clientela que les pagaban con mucho dinero. Dediqué una noche entera a escojer el sitio para iniciar, sin trabas, el ejercicio de mis próximas labores. En un extenso mapa de nuestro país examiné de norte a sur i de este a oeste todas las provincias i comunes que estaban en condiciones de ofrecerme continua labor i buena clientela. No sé a ciencia cierta, por qué preferí ir a aventurar en Juana Núñez (hoi Salcedo), una pequeña aldea enclavada en el corazón del Cibao. Yo había oído hablar sobre la riqueza de aquella pequeña comarca i de la afabilidad de sus habitantes. Consulté con mi querido maestro i amigo el Licdo. José Dolores Alfonseca, quien conocía a algunas personas de aquella rejión. Chuchú, como afectuosamente le decíamos, me recomendó a un amigo suyo i compañero en el partido político del Jral. Horacio Vásquez. Esa persona se llamaba Pascasio Toribio, hombre de armas tomar, buen ciudadano, competente en la agricultura del cacao i –sobre todo– buen padre de familia i excelente amigo de Alfonseca. Este afectuoso colega mío me dio una carta abierta para entregar a su compadre Jeneral Pascasio Toribio. Entre paréntesis, estoi obligado a escribir aquí algo sobre una de las más profundas amistades que me vi obligado a cultivar hasta que ocurrió el inesperado fallecimiento de mi buen amigo, el Dr. Alfonseca. Él i yo continuamos gozando de recíproco cariño durante 67

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Tejera, <strong>de</strong>bo referir el aumento <strong>de</strong> la mala voluntad que éste no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> expresarme. Supo<br />

que recientemente yo había emprendido una necropsia parcial (torácica) en un sujeto tuberculoso,<br />

acción que, a su parecer, era un sacrilejio (¡!). Con esa extraña i violenta opinión<br />

¿<strong>de</strong>bía yo correr el riesgo <strong>de</strong> someter los orijinales <strong>de</strong> mi tesis <strong>de</strong> graduación a ese rencoroso<br />

obispo? Definitivamente resolví que el afable profesor mío, Dr. Coiscou me ayudara a<br />

terminar mi tesis.<br />

En la mañana <strong>de</strong>l día siguiente, lunes, mi compañero Elio interrumpió la urjente sutura<br />

en la piel que yo hacía a un herido. Mostrándome la lista <strong>de</strong> los números que ganaron en ese<br />

sorteo <strong>de</strong> la lotería <strong>de</strong> Beneficencia, vi, asombrado e incrédulo, que mi suerte, ¡cosa extraña!<br />

me había favorecido con trescientos pesos, la mitad <strong>de</strong>l segundo premio <strong>de</strong>l sorteo en el cual<br />

aventuré casi todo mi mezquino haber. Terminé las suturas que yo ejecutaba, no sin haber<br />

sudado la gota gorda producida por mi espanto. Frente a mí <strong>de</strong>sfilaron el costo por editar mi<br />

tesis, el <strong>de</strong> la indumentaria para asistir a mi posible graduación i las indispensables dilijencias<br />

<strong>de</strong> viaje i <strong>de</strong> instalación en don<strong>de</strong> pensaba dar comienzo a mi ejercicio profesional.<br />

No esperé largo rato sin ir a la imprenta “Flor <strong>de</strong>l Ozama”, cerca <strong>de</strong>l hospital, para<br />

solicitar <strong>de</strong>l dueño, Señor Vélez, permitiera, por poco precio, que yo mismo compusiera e<br />

imprimiera en su taller el texto <strong>de</strong> la tesis.<br />

Ese propietario no me conocía personalmente, pero como allí trabajaba Virjilio Montalvo,<br />

mi compañero en las cajas tipográficas <strong>de</strong> otras empresas, insinué al Señor Vélez que<br />

preguntara al rejente <strong>de</strong> esa imprenta si era cierto lo que yo <strong>de</strong>cía i factible lo que estaba<br />

suplicándole. Enseguida llamó a mi amigo, i <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> un rato volvió complaciendo mi<br />

<strong>de</strong>manda. ¡Nunca podré olvidar la tan oportuna benevolencia <strong>de</strong>l Sr. Vélez! Mi buena fortuna<br />

<strong>de</strong> ese día no pudo ofrecerme mejor regalo.<br />

Al principio <strong>de</strong>l siguiente octubre ya mi tesis estaba impresa con su portada a dos tintas<br />

i mi nombre ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> la aspiración que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> adolescente yo ambicionaba.<br />

El pedido <strong>de</strong> ropa que hice al “Bon Marché”, <strong>de</strong> París, me sorprendió con la prontitud<br />

<strong>de</strong> su llegada. La calidad i las pruebas <strong>de</strong> esas piezas fueron conforme a las medidas que<br />

envié. En fin, todo sucedió exacto con mi <strong>de</strong>seo.<br />

Discutí mi tesis a las 4 <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>l 20 <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong>l año 1906. Por temor, no por halago,<br />

la <strong>de</strong>diqué también al Sr. Rector Tejera, mi injusto enemigo, (quien <strong>de</strong>s<strong>de</strong> mis primeras<br />

pruebas <strong>de</strong>l bachillerato juró que mientras él ocupara puesto en el Instituto Profesional <strong>de</strong><br />

la República Dominicana, él, Apolinar Tejera, se opondría a que militares i estudiantes <strong>de</strong><br />

la raza negra obtuvieran permiso para ejercer ninguna profesión universitaria en nuestro<br />

país); el fantasma sacerdotal que siempre me fue hostil, se opuso, invariable a que el Jurado<br />

aceptase mi trabajo. Esa sin igual actitud levantó reñida protesta en el Jurado. Al final <strong>de</strong> unas<br />

palabras, el Reverendo (?) Obispo abandonó la sala. Me aceptaron con buena nota i todos<br />

los allí presentes me felicitaron con efusión. Uno <strong>de</strong> mis jueces, el Dr. Alfonseca, pronunció<br />

ex-cátedra algunas palabras que me hicieron lagrimar durante breves minutos. ¡Al fin! subí<br />

hasta la meta <strong>de</strong> mis estudios en mi propia tierra. Esa tar<strong>de</strong> abrí, anchas, las puertas por don<strong>de</strong><br />

entraron i salieron triunfantes otros ex-militares i todos los dominicanos o extranjeros <strong>de</strong><br />

cualquier raza que, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> mí, alcanzaron i siguen conquistando diplomas académicos<br />

para honra <strong>de</strong> ellos mismos i <strong>de</strong> mi amado país.<br />

Cuando terminó la cálida ceremonia <strong>de</strong> la investidura conduje a los amigos hasta mi<br />

domicilio, en casa <strong>de</strong> mi abuela. Todos la felicitaron. Allí tomamos café i al terminar ese<br />

jubiloso ágape les invité a continuar celebrando mi graduación en “El Vaticano”, bajo la<br />

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