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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Luis Conrado aceptó y fue duramente combatido. Sobre todo por sus propios compañeros. Yo cumplí mi palabra. Lo defendí a través de uno de los periódicos locales. Al correr de los días él se defendió mejor. No con razonamientos, como lo hice yo. Se defendió con la elocuencia superior de los hechos; y esos hechos demostraron que yo tenía razón cuando le aconsejé a Luis Conrado aceptar la posición que Don Horacio le había ofrecido, discrepando, al darle ese consejo, del común criterio de los demás nacionalistas que se habían pronunciado en sentido opuesto. Por seguir mi consejo, le fue dable a Luis Conrado aprovechar la oportunidad de hacerle al país un gran servicio poniendo en evidencia, con su acción, que no todos los hombres son iguales. Que en este país había entonces y que siempre habrá hombres incorruptibles. Honra de una destitución Sólo veinte y seis meses habían transcurrido desde que el General Horacio Vázquez asumió las funciones ejecutivas del gobierno dominicano –como resultado de unas elecciones realizadas bajo el régimen del Plan de Evacuación Hughes-Peynado– cuando en agosto de 1926 ya se andaba negociando un empréstito americano. La herida que causó en el alma nacional la ocupación del país por fuerzas navales de los Estados Unidos de América estaba bien fresca todavía para que semejante imprudencia no les doliera y alarmara a los que en carne o en espíritu habían sufrido los efectos deprimentes y opresivos de ese desafuero internacional. Los antecedentes palpitaban aún dolorosamente. El 29 de noviembre de 1916 el oficial naval H. S. Knapp, Capitán de la marina de guerra de los Estados Unidos de América, comandante de los cruceros de la escuadra del Atlántico y de las fuerzas armadas destacadas en diversos puntos del territorio nacional, declaró que la República Dominicana quedaba desde ese momento sometida a un estado de ocupación bajo su mando. Sirvió de pretexto a la consumación de semejante atropello del derecho de gentes y de la soberanía de una débil nación independiente, la alegación de que el gobierno había violado las condiciones reguladas a cargo del servicio de la deuda pública mediante las estipulaciones de la Convención Domínico-Americana del 8 de febrero de 1907. Siguiendo las preventivas indicaciones del honor y la prudencia –basadas en tan recientes experiencias– los legionarios de la tendencia nacionalista se sintieron sensitivamente predispuestos contra la contratación de nuevos empréstitos extranjeros. Para oponerse una vez por todas a la imprudente política de resolver los problemas financieros del gobierno apelando al fácil pero riesgoso expediente de comprometer la suerte de la república con la contratación de nuevas deudas americanas, un grupo de nacionalistas resolvió oponerse públicamente a la concertación del préstamo en proceso de negociación. Mirando al propósito de revestir nuestro predicamento con los arreos de una austera y digna exposición, los agentes activistas de la referida protesta acordaron acudir a los servicios, en ese sentido, de Don Emiliano Tejera. Figura que gozaba de bien sentada reputación pública por su proverbial devoción a la patria plenamente soberana y famosa además por los dones de escritor que lo calificaban entre las plumas más notables, si acaso no la más notable de los escritores dominicanos de esa época, su selección fue un acto unánime, como si de antemano todos se hubiesen puesto de concierto. 650
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ | REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES Don Emiliano nos acogió en temperamento de suma complacencia cuando lo visitamos aquella tarde del 3 de septiembre de 1926. Él nos escuchó exponer el motivo de nuestra visita con esmerada atención, vivo interés y cívica simpatía. Tras escuchar la exposición de motivo que uno del grupo formuló por todos, Don Emiliano se adhirió a nuestro designio con enérgica vehemencia que a nuestros ojos cobró los rasgos de un milagro que había transformado en juvenil vitalidad el natural desgaste producido en su organismo por los años avanzados de su larga vida. Pero a pesar de la cordial vehemencia cívica que sus palabras desbordaban, en suaves y templadas palabras excusó complacer nuestra cordial impetración. —”Yo no soy la persona más apropiada para redactar el propuesto documento” –objetó Don Emiliano en el tono de voz tenue y atiplado que le era peculiar. Su excusa agotó de un golpe el entusiástico caudal de nuestras ilusiones. De nada valieron los argumentos esgrimidos para disuadirlo de insistir en su postura negativa. Guardamos todos un momento de penosa inanidad; un momento de silencio respetuoso, que saturó el ambiente de veneración y de obediencia. Aunque hondamente decepcionados, nos resignamos comprensivos. Don Emiliano era un anciano acreedor, por sus años y sus obras, al reposo bien ganado –con austeridad pública y privada–, en el cumplimiento de su misión en esta vida. En esa cavilación andábamos sumidos cuando de pronto resonó la atiplada vocesita de Don Emiliano: —”El que debe escribir ese documento es Quiquí. Él lo hará mejor que yo, por su temperamento ecuánime”. Tras breve pausa explicó su posición diciendo: —”Yo, en cambio, soy muy apasionado; y la pasión” –agregó don Emiliano– “no sirve ni siquiera para hacer el bien”. La pasión había sido, ciertamente, característica nada provechosa de su ilustre personalidad. Quizás discernía Don Emiliano con pensamiento melancólico –desde la eminencia de su ancianidad–, los yerros que los ardores de la pasión le habían hecho cometer mermando así el cabal esplendor, sin ocaso por otro lado, de su fecunda y recta vida. A la mañana siguiente cumplí el encargo cometido. Me hallaba revisando la transcripción mecanografiada del texto de la convenida protesta cuando inesperadamente, de tránsito para su despacho oficial, entró a saludarme Luis Conrado del Castillo. —”Tome asiento, compañero” –le dije al tenderme su mano en signo de salutación. —”Soy ave de paso” –replicó Luis Conrado–; y a seguidas explicó la razón de su prisa: —”Entré de pasada sólo para saludarlo”. Pero algo, sin duda, sospechó al verme leyendo la pieza que tenía yo en mis manos cuando él entró. Algo sospechaba que lo impulsó instintiva o deliberadamente a violentar la discreción envuelta, en su tacto habitual, preguntando sin rodeos: —”¿Qué estaba usted leyendo cuando llegué, compañero?”. No articulé en palabras mi respuesta. Me limité a poner en sus manos receptivas el documento que un instante antes me hallaba revisando. Luis Conrado lo leyó; y al finalizar la lectura de esa pieza, sin proferir inquisición ni comentario demandó la pluma que llevaba en un bolsillo y estampó su firma. 651
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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ | REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES<br />
Don Emiliano nos acogió en temperamento <strong>de</strong> suma complacencia cuando lo visitamos<br />
aquella tar<strong>de</strong> <strong>de</strong>l 3 <strong>de</strong> septiembre <strong>de</strong> 1926. Él nos escuchó exponer el motivo <strong>de</strong> nuestra visita<br />
con esmerada atención, vivo interés y cívica simpatía.<br />
Tras escuchar la exposición <strong>de</strong> motivo que uno <strong>de</strong>l grupo formuló por todos, Don Emiliano<br />
se adhirió a nuestro <strong>de</strong>signio con enérgica vehemencia que a nuestros ojos cobró los<br />
rasgos <strong>de</strong> un milagro que había transformado en juvenil vitalidad el natural <strong>de</strong>sgaste producido<br />
en su organismo por los años avanzados <strong>de</strong> su larga vida. Pero a pesar <strong>de</strong> la cordial<br />
vehemencia cívica que sus palabras <strong>de</strong>sbordaban, en suaves y templadas palabras excusó<br />
complacer nuestra cordial impetración.<br />
—”Yo no soy la persona más apropiada para redactar el propuesto documento” –objetó<br />
Don Emiliano en el tono <strong>de</strong> voz tenue y atiplado que le era peculiar.<br />
Su excusa agotó <strong>de</strong> un golpe el entusiástico caudal <strong>de</strong> nuestras ilusiones. De nada valieron<br />
los argumentos esgrimidos para disuadirlo <strong>de</strong> insistir en su postura negativa.<br />
Guardamos todos un momento <strong>de</strong> penosa inanidad; un momento <strong>de</strong> silencio respetuoso,<br />
que saturó el ambiente <strong>de</strong> veneración y <strong>de</strong> obediencia. Aunque hondamente <strong>de</strong>cepcionados,<br />
nos resignamos comprensivos. Don Emiliano era un anciano acreedor, por sus años y sus<br />
obras, al reposo bien ganado –con austeridad pública y privada–, en el cumplimiento <strong>de</strong><br />
su misión en esta vida. En esa cavilación andábamos sumidos cuando <strong>de</strong> pronto resonó la<br />
atiplada vocesita <strong>de</strong> Don Emiliano:<br />
—”El que <strong>de</strong>be escribir ese documento es Quiquí. Él lo hará mejor que yo, por su temperamento<br />
ecuánime”.<br />
Tras breve pausa explicó su posición diciendo:<br />
—”Yo, en cambio, soy muy apasionado; y la pasión” –agregó don Emiliano– “no sirve<br />
ni siquiera para hacer el bien”.<br />
La pasión había sido, ciertamente, característica nada provechosa <strong>de</strong> su ilustre personalidad.<br />
Quizás discernía Don Emiliano con pensamiento melancólico –<strong>de</strong>s<strong>de</strong> la eminencia <strong>de</strong><br />
su ancianidad–, los yerros que los ardores <strong>de</strong> la pasión le habían hecho cometer mermando<br />
así el cabal esplendor, sin ocaso por otro lado, <strong>de</strong> su fecunda y recta vida.<br />
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A la mañana siguiente cumplí el encargo cometido. Me hallaba revisando la transcripción<br />
mecanografiada <strong>de</strong>l texto <strong>de</strong> la convenida protesta cuando inesperadamente, <strong>de</strong> tránsito<br />
para su <strong>de</strong>spacho oficial, entró a saludarme Luis Conrado <strong>de</strong>l Castillo.<br />
—”Tome asiento, compañero” –le dije al ten<strong>de</strong>rme su mano en signo <strong>de</strong> salutación.<br />
—”Soy ave <strong>de</strong> paso” –replicó Luis Conrado–; y a seguidas explicó la razón <strong>de</strong> su prisa:<br />
—”Entré <strong>de</strong> pasada sólo para saludarlo”.<br />
Pero algo, sin duda, sospechó al verme leyendo la pieza que tenía yo en mis manos<br />
cuando él entró. Algo sospechaba que lo impulsó instintiva o <strong>de</strong>liberadamente a violentar<br />
la discreción envuelta, en su tacto habitual, preguntando sin ro<strong>de</strong>os:<br />
—”¿Qué estaba usted leyendo cuando llegué, compañero?”.<br />
No articulé en palabras mi respuesta. Me limité a poner en sus manos receptivas el documento<br />
que un instante antes me hallaba revisando. Luis Conrado lo leyó; y al finalizar la<br />
lectura <strong>de</strong> esa pieza, sin proferir inquisición ni comentario <strong>de</strong>mandó la pluma que llevaba<br />
en un bolsillo y estampó su firma.<br />
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