Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

banreservas.com.do
from banreservas.com.do More from this publisher
23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Pasaron años y más años desde el de la fecha de su transcrita carta sin que las veleidosas mudanzas del tiempo mellaran el delicado sentimiento de la amistad que siempre nos unió. Quizás porque en la emoción de la amistad “hay todavía” –son palabras de Alfonso– “mucho de amor”. En una de sus postreras cartas, escrita ya en el poniente de su vida, me dijo con ternura que “nunca se había disipado el buen recuerdo” que de mí guardaba; y selló sus palabras afianzándolas con “un abrazo afectuoso que dure desde aquellos lejanos años en que nos conocimos, hasta el término de nuestros días”. Legado mal guardado Sólo dos años faltaban para finalizar la primera década de nuestro siglo. Sobre la cubierta del navío mercante que esa tarde retornaba a Cuba, en la última etapa de su prefijado itinerario, nos habíamos congregado algunos pasajeros; y, gracias a la espontánea familiaridad que es nota distintiva y peculiar de los viajes por los caminos del mar, más que ocasional reunión de recién conocidos aquel improvisado acopio de personas podía dar la misma impresión que dan los círculos formados por viejos amigos. Enfundado en lúgubre sotana y como sumido en mística abstracción, lentamente se acercó y cual estatua viva se detuvo ante nosotros, un maduro sacerdote hispano. Uno de los pasajeros, un joven viajante de comercio nada desconocido en el mundo de las letras, al punto lo sacó de su ensimismamiento con la súbita formulación de una pregunta. —”Padre” –le interrogó–, “¿no habéis bajado a tierra?“. —”Bajar a tierra, hijo? ¿Para qué?“. Y a seguidas diafanizó el motivo de su displicencia. “Hace cosa de veinte años estuve por acá; y al volver ahora, después de tanto tiempo, mi vista no percibe ningún cambio”. Luego de una brevísima pausa prosiguió. “La única desemejanza que he notado sólo sirve para sugerirme que por culpa de los años transcurridos y de la incuria africana de los hombres, las mismas destartaladas chozas que había visto en aquella época ahora se hallan más sucias y ruinosas todavía”. Las manos abaciales de aquel Ministro del Señor ensayaron llevar hasta sus ojos el binóculo que sustentaban, como si buscara, con ayuda de esos lentes, reafirmarse en su asersión. Si en realidad ese fue el designio que movió sus manos, no llegó a cumplirlo. Lentamente las abatió en un gesto insípido que a mí me pareció significar que, para él, la reiteración de semejante escrutinio resultaba una comprobación estéril. Pero de todos modos el impacto que en mi espíritu causaron las devastadoras palabras de aquel cura de almas dejó en los pliegues de mi subconciencia un traumatismo que la acción abstergente de los años transcurridos no ha podido obliterar. Recuerdo mi reacción cual si hubiese acontecido ahora. Volví los ojos a la costa de mi ciudad natal ansioso de hallar algún motivo de honrosa alegación que mitigara el ofensivo dolor que había lesionado la confiada placidez de mi presuntuoso orgullo cívico; pero mis ojos sólo encontraron por respuesta la vergonzosa evidencia de una agárica conjugación de vetustos bohíos cuyo desvencijado maderamen amenazaba desplomarse. Mi indignación se hizo silencio. Fue un desgarrador silencio, preñado de humillación y aturdimiento; mas cargado, también, de tercas y reverberantes esperanzas. 622

ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ | REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES A medida que mi viaje se explayaba por Cuba, México, otra vez Cuba y finalmente los Estados Unidos de América, el obligado cotejo siempre hacía penosamente cruel el redundante eco de las agrias prolaciones proferidas por el cura español que al ausentamos de la costa de mi patria me habían lacerado el alma. Más de media centuria había discurrido desde entonces cuando en los comienzos de este mismo año, irradiando fosforescentes alabanzas, en San Juan de Puerto Rico me dijo un apreciado compatriota mío: —”¡Aquí sí se vive!”. Meses más tarde, también fosforescente de júbilo y de euforia, me dijo en Miami otro compatriota mío: —”¡Esta sí es vida!”. Las alborozadas explosiones de ambos dominicanos no eran nada hirientes, como lo fueron las tajantes conclusiones del desdeñoso sacerdote hispano. Tampoco tenían igual valor de directo apocamiento. Pero en la recóndita entraña de ese reiterado adverbio de enfática afirmación, de ese insinuante SÍ, había una esencial similitud de forma parabólica. Significaba, para mi sensitiva prevención, el coincidente reconocimiento, tácito pero notoriamente implícito, de nuestra ineptitud para emparejar al mismo acelerado ritmo los avances de la civilización y la cultura que en los diversos órdenes de la vida humana nos circundan por los cuatro puntos cardinales. Lo cierto y desolante es que no sería propia de hombres serios, de hombres responsablemente serios, sino desvarío de sujetos vesánicos o de sarcásticos fantoches, la osadía de promulgar desde los más altos tejados de la patria dominicana: “¡Aquí se vive!” O lo que es igual: “¡Esta sí es vida!”. ¡Qué tragedia tan humillante, tan deprimente, tan acusadora es la tragedia del exilio que denigra a los dominicanos! ¡Qué tragedia tan desesperante! Pues para poder disfrutar los beneficios de las comodidades, de los más nobles placeres, de los refinamientos culturales y demás atractivos que son signos distintivos de la civilización occidental, tienen que emigrar, ya que en el deficiente hogar de la propia patria no los pueden encontrar. Pero yo no me resigno. Precisamente por ser dominicano, no me resigno. No puedo resignarme. No puedo; porque sé muy bien que si nosotros lo quisiéramos, es decir, si nos propusiéramos conseguirlo, podríamos hacer de nuestra patria una magnífica nación; y, de la ciudad primada de las Américas, una de las más bellas urbes del mundo. La Providencia fue harto benévola con nosotros, los dominicanos, haciéndonos privilegiado objeto de su predilección. Por una de esas misteriosas decisiones del destino, nos deparó el insigne honor histórico de que fuera en nuestra tierra donde los descubridores del nuevo mundo fundaran la primera ciudad cristiana del hemisferio occidental; y la gloria consiguiente de que fuese la ciudad primada de las Américas el punto de expansión desde donde irradió y se explayó, por la espléndida vastedad de sus ámbitos, la maravillosa luz de la civilización occidental. Tanto honor y tanta gloria nos imponen una responsabilidad histórica sin límites. La Providencia nos enalteció con su predilección. Pero nosotros, ¿qué hemos hecho, qué estamos haciendo para merecer y hacernos dignos de tan insigne y a la vez abrumador legado? Antes de dar la debida respuesta, todos debiéramos hacer, tanto los gobernantes como los gobernados, un severo examen de conciencia. 623

ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ | REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES<br />

A medida que mi viaje se explayaba por Cuba, México, otra vez Cuba y finalmente los<br />

Estados Unidos <strong>de</strong> América, el obligado cotejo siempre hacía penosamente cruel el redundante<br />

eco <strong>de</strong> las agrias prolaciones proferidas por el cura español que al ausentamos <strong>de</strong> la<br />

costa <strong>de</strong> mi patria me habían lacerado el alma.<br />

Más <strong>de</strong> media centuria había discurrido <strong>de</strong>s<strong>de</strong> entonces cuando en los comienzos <strong>de</strong><br />

este mismo año, irradiando fosforescentes alabanzas, en San Juan <strong>de</strong> Puerto Rico me dijo<br />

un apreciado compatriota mío:<br />

—”¡Aquí sí se vive!”.<br />

Meses más tar<strong>de</strong>, también fosforescente <strong>de</strong> júbilo y <strong>de</strong> euforia, me dijo en Miami otro<br />

compatriota mío:<br />

—”¡Esta sí es vida!”.<br />

Las alborozadas explosiones <strong>de</strong> ambos dominicanos no eran nada hirientes, como lo<br />

fueron las tajantes conclusiones <strong>de</strong>l <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñoso sacerdote hispano. Tampoco tenían igual valor<br />

<strong>de</strong> directo apocamiento. Pero en la recóndita entraña <strong>de</strong> ese reiterado adverbio <strong>de</strong> enfática<br />

afirmación, <strong>de</strong> ese insinuante SÍ, había una esencial similitud <strong>de</strong> forma parabólica. Significaba,<br />

para mi sensitiva prevención, el coinci<strong>de</strong>nte reconocimiento, tácito pero notoriamente<br />

implícito, <strong>de</strong> nuestra ineptitud para emparejar al mismo acelerado ritmo los avances <strong>de</strong> la<br />

civilización y la cultura que en los diversos ór<strong>de</strong>nes <strong>de</strong> la vida humana nos circundan por<br />

los cuatro puntos cardinales.<br />

Lo cierto y <strong>de</strong>solante es que no sería propia <strong>de</strong> hombres serios, <strong>de</strong> hombres responsablemente<br />

serios, sino <strong>de</strong>svarío <strong>de</strong> sujetos vesánicos o <strong>de</strong> sarcásticos fantoches, la osadía <strong>de</strong><br />

promulgar <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los más altos tejados <strong>de</strong> la patria dominicana:<br />

“¡Aquí se vive!” O lo que es igual: “¡Esta sí es vida!”.<br />

¡Qué tragedia tan humillante, tan <strong>de</strong>primente, tan acusadora es la tragedia <strong>de</strong>l<br />

exilio que <strong>de</strong>nigra a los dominicanos! ¡Qué tragedia tan <strong>de</strong>sesperante! Pues para<br />

po<strong>de</strong>r disfrutar los beneficios <strong>de</strong> las comodida<strong>de</strong>s, <strong>de</strong> los más nobles placeres, <strong>de</strong> los<br />

refinamientos culturales y <strong>de</strong>más atractivos que son signos distintivos <strong>de</strong> la civilización<br />

occi<strong>de</strong>ntal, tienen que emigrar, ya que en el <strong>de</strong>ficiente hogar <strong>de</strong> la propia patria no los<br />

pue<strong>de</strong>n encontrar.<br />

Pero yo no me resigno. Precisamente por ser dominicano, no me resigno. No puedo<br />

resignarme. No puedo; porque sé muy bien que si nosotros lo quisiéramos, es <strong>de</strong>cir, si nos<br />

propusiéramos conseguirlo, podríamos hacer <strong>de</strong> nuestra patria una magnífica nación; y, <strong>de</strong><br />

la ciudad primada <strong>de</strong> las Américas, una <strong>de</strong> las más bellas urbes <strong>de</strong>l mundo.<br />

La Provi<strong>de</strong>ncia fue harto benévola con nosotros, los dominicanos, haciéndonos privilegiado<br />

objeto <strong>de</strong> su predilección. Por una <strong>de</strong> esas misteriosas <strong>de</strong>cisiones <strong>de</strong>l <strong>de</strong>stino, nos<br />

<strong>de</strong>paró el insigne honor histórico <strong>de</strong> que fuera en nuestra tierra don<strong>de</strong> los <strong>de</strong>scubridores<br />

<strong>de</strong>l nuevo mundo fundaran la primera ciudad cristiana <strong>de</strong>l hemisferio occi<strong>de</strong>ntal; y la gloria<br />

consiguiente <strong>de</strong> que fuese la ciudad primada <strong>de</strong> las Américas el punto <strong>de</strong> expansión <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

don<strong>de</strong> irradió y se explayó, por la espléndida vastedad <strong>de</strong> sus ámbitos, la maravillosa luz<br />

<strong>de</strong> la civilización occi<strong>de</strong>ntal.<br />

Tanto honor y tanta gloria nos imponen una responsabilidad histórica sin límites. La<br />

Provi<strong>de</strong>ncia nos enalteció con su predilección. Pero nosotros, ¿qué hemos hecho, qué estamos<br />

haciendo para merecer y hacernos dignos <strong>de</strong> tan insigne y a la vez abrumador legado?<br />

Antes <strong>de</strong> dar la <strong>de</strong>bida respuesta, todos <strong>de</strong>biéramos hacer, tanto los gobernantes como<br />

los gobernados, un severo examen <strong>de</strong> conciencia.<br />

623

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!