Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

banreservas.com.do
from banreservas.com.do More from this publisher
23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Los abogados de las compañías reclamantes, Peynado y Henríquez, tuvieron a su vez sus propios miramientos éticos. La escala convencional de sus previstos honorarios ascendía desmesuradamente, a fuerza de improbable, a partir del comprobado nivel de la verdadera deuda. Renunciaron pues a lucrarse al compás de semejante demasía. El Señor Hostos se va En la calle El Conde me crucé aquella mañana con Arquímides Cruz; y sin darle previo cumplimiento al ritualístico preámbulo de la salutación, me lanzó, como una piedra, la infausta noticia que cayó en mi alma con pesadumbre de calamidad nacional. —”El Señor Hostos” –me dijo con voz acongojada– “renuncia la Dirección de la Escuela Normal y se ausenta del país”. Yo me quedé pasmado. ¿Sería posible? Para mí era algo inconcebible. El Señor Hostos era nuestro. Tan nuestro como el sol que nos alumbra cada día. ¿Habrá algo más tremendo que la duda –angustiado cavilé– cuando la suscita algún temor? Afortunadamente nunca falta, junto a la incertidumbre más acerba, un piadoso rayo de esperanza; y bajo los efectos de esa estimulante ilusión decidí esclarecer la verdad yendo a cuestionar al mismo Señor Hostos. Guiado por la orientación de ese propósito, no tardé en trasponer el portal de la Escuela Normal, viejo recinto que siglos antes había sido apacible dependencia del Convento de los Dominicos. El alumnado se puso, ruidosamente, en pie. Tal era la costumbre a la llegada de un extraño. Extraño, ciertamente, me sentí. Extraño y cohibido. Aún cuando era escaso el tiempo transcurrido desde que pasé de la Escuela Normal a la de Bachilleres –a fin de prepararme para seguir mi vocación profesional–, me sorprendió esa inesperada reverencia. Pues nunca hasta entonces había cruzado por mi mente la idea de merecer, simple estudiante como quienes la rendían, semejante distinción. Desde el asiento que ocupaba frente a la modesta mesa que le servía de escritorio, el Señor Hostos tendió la vista hacia la puerta principal de acceso; y, al divisarme, pluma en mano hizo signo con la diestra invitándome a pasar adelante. Una vez junto a él, suspendió la escritura y clavó en los míos sus expresivos ojos de mirada pensativa; y con acento suave y paternal, que jamás olvidaré, rompió el silencio que mi tímido embarazo prolongaba. —”Diga, hijito”, profirió alentadoramente. Su acogedora mansedumbre no logró de momento, sin embargo, animar mi voz. Mientras las lágrimas fluían de mis ojos nubilosos, la emoción me había atado un nudo en la garganta que me hizo enmudecer. El Señor Hostos le ofreció tregua de serenamiento, con la ternura de su silencio, a mi emotiva turbación. Tan pronto logré sosegarme un poco, le expuse el motivo de mi visita. —”Es cierto, hijito”, afirmó pausadamente. Volviendo a fijar en mí su mirada pensativa, que siempre parecía sumida en honda meditación, me diafanizó la causa de su decisión. —”Hace más de un año que no recibo sueldo; y yo no cuento con otros ingresos para hacerle frente al sostenimiento de mi familia”. Tras breve pausa agregó: 602

ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ | REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES “Las llamas del incendio que hizo más trágica aún la locura de la guerra civil, asolaron el único patrimonio que tenía. La casa de madera” –precisó– “que poseía en San Carlos”. El Señor Hostos hizo nueva pausa. “No puedo ni debo” –concluyó resueltamente– “seguir prolongado el sacrificio de mi familia”. Como si la explicación le costara extraordinario esfuerzo, finalmente exclamó: “Ya sólo me queda el camino de la emigración”. Su mirada pensativa se había tornado, entre tanto, más intensa y luminosa; y su voz, segura como su carácter, cobró súbito vigor de paternal admonición. —”Voy a darle un consejo, hijito. Nunca se meta en política. Cuando, trémulo aún, me despedí del Señor Hostos, ya la oficiosa esperanza de retención le había iluminado a mi tenacidad promisoria orientación. Resolví apelar a la directa intervención del Presidente de la República, Alejandro Woss y Gil. No tuve que llegar hasta Palacio, como lo pensé. La sencillez de la vida oficial de esa época me lo deparó en el camino. Frente al edificio donde hoy tiene instalados sus talleres editoriales El Caribe, lo encontré platicando con un par de sujetos cuyas trazas denunciaban al impetrante tipo del cacique provinciano. El coche a tiro de corceles que me conducía (aún no había hecho su aparición el automóvil que inficiona el ambiente con el monóxido de carbono que descarga), se detuvo ante los tres. Lo notó el Presidente; y al verme poner pie en tierra, acudió solícito a mi encuentro. Me estrechó en sus brazos, efusivamente, mientras al mismo tiempo formulaba una queja: —”Riqui, Riqui” –me dijo lamentoso–: “estoy muy sentido contigo. Me tienes abandonado”. Su queja era fundada. Antes de asumir la función ejecutiva del gobierno nacional, Eduardo Vicioso, el poeta Vigil Díaz y yo nos reuníamos con él noche tras noche en el centro social de la calle Padre Billini, hoy Casa de España. Allí pasábamos las veladas en animada tertulia que su excepcional ingenio amenizaba; y a ratos aprovechábamos su adiestramiento en el arte de la esgrima, en cuya disciplina –como en muchas otras cosas– Woss y Gil era un consumado experto. Ahora, desde la presidencia, constantemente me invitaba a visitarlo. Pero mi disconformidad con las deficiencias y los yerros de su gobierno –responsabilidad de su idiosincrásica inercia más que culpa de su intención– me indisponía a complacer su invitación. Después de excusar mi incomplacencia con disculpas acomodadizas, le dije: —”Vengo a verlo ahora porque estoy empeñado en prestarle al país un eminente servicio y en ahorrarle a su gobierno una vergüenza histórica”. —”¿Qué ocurre?”, me preguntó intrigado. —”El Señor Hostos” –le informé– “renuncia la Dirección de la Escuela Normal y se ausentará del País”. —”¿Pero tú estás seguro de lo que me dices?” interrogó evidentemente alarmado. —”Absolutamente seguro. Vengo de ver al Señor Hostos y él mismo me ha confirmado tal disposición. Se va porque hace más de un año que no recibe sueldo; y ese es el único recurso con que cuenta parar subvenir al sustento de su familia”. Y en arrogante tono imperativo, incivilidad de mis cortos años que impulsaron mis angustiosas ansiedades, agregué: 603

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES<br />

Los abogados <strong>de</strong> las compañías reclamantes, Peynado y Henríquez, tuvieron a su vez<br />

sus propios miramientos éticos. La escala convencional <strong>de</strong> sus previstos honorarios ascendía<br />

<strong>de</strong>smesuradamente, a fuerza <strong>de</strong> improbable, a partir <strong>de</strong>l comprobado nivel <strong>de</strong> la verda<strong>de</strong>ra<br />

<strong>de</strong>uda. Renunciaron pues a lucrarse al compás <strong>de</strong> semejante <strong>de</strong>masía.<br />

El Señor Hostos se va<br />

En la calle El Con<strong>de</strong> me crucé aquella mañana con Arquími<strong>de</strong>s Cruz; y sin darle previo<br />

cumplimiento al ritualístico preámbulo <strong>de</strong> la salutación, me lanzó, como una piedra, la infausta<br />

noticia que cayó en mi alma con pesadumbre <strong>de</strong> calamidad nacional.<br />

—”El Señor Hostos” –me dijo con voz acongojada– “renuncia la Dirección <strong>de</strong> la Escuela<br />

Normal y se ausenta <strong>de</strong>l país”.<br />

Yo me quedé pasmado. ¿Sería posible? Para mí era algo inconcebible. El Señor Hostos<br />

era nuestro. Tan nuestro como el sol que nos alumbra cada día. ¿Habrá algo más tremendo<br />

que la duda –angustiado cavilé– cuando la suscita algún temor? Afortunadamente nunca<br />

falta, junto a la incertidumbre más acerba, un piadoso rayo <strong>de</strong> esperanza; y bajo los efectos<br />

<strong>de</strong> esa estimulante ilusión <strong>de</strong>cidí esclarecer la verdad yendo a cuestionar al mismo Señor<br />

Hostos.<br />

Guiado por la orientación <strong>de</strong> ese propósito, no tardé en trasponer el portal <strong>de</strong> la Escuela<br />

Normal, viejo recinto que siglos antes había sido apacible <strong>de</strong>pen<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l Convento <strong>de</strong> los<br />

Dominicos. El alumnado se puso, ruidosamente, en pie. Tal era la costumbre a la llegada<br />

<strong>de</strong> un extraño.<br />

Extraño, ciertamente, me sentí. Extraño y cohibido. Aún cuando era escaso el tiempo<br />

transcurrido <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que pasé <strong>de</strong> la Escuela Normal a la <strong>de</strong> Bachilleres –a fin <strong>de</strong> prepararme<br />

para seguir mi vocación profesional–, me sorprendió esa inesperada reverencia. Pues nunca<br />

hasta entonces había cruzado por mi mente la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> merecer, simple estudiante como<br />

quienes la rendían, semejante distinción.<br />

Des<strong>de</strong> el asiento que ocupaba frente a la mo<strong>de</strong>sta mesa que le servía <strong>de</strong> escritorio, el<br />

Señor Hostos tendió la vista hacia la puerta principal <strong>de</strong> acceso; y, al divisarme, pluma en<br />

mano hizo signo con la diestra invitándome a pasar a<strong>de</strong>lante.<br />

Una vez junto a él, suspendió la escritura y clavó en los míos sus expresivos ojos <strong>de</strong><br />

mirada pensativa; y con acento suave y paternal, que jamás olvidaré, rompió el silencio que<br />

mi tímido embarazo prolongaba.<br />

—”Diga, hijito”, profirió alentadoramente.<br />

Su acogedora mansedumbre no logró <strong>de</strong> momento, sin embargo, animar mi voz. Mientras<br />

las lágrimas fluían <strong>de</strong> mis ojos nubilosos, la emoción me había atado un nudo en la garganta<br />

que me hizo enmu<strong>de</strong>cer.<br />

El Señor Hostos le ofreció tregua <strong>de</strong> serenamiento, con la ternura <strong>de</strong> su silencio, a mi<br />

emotiva turbación. Tan pronto logré sosegarme un poco, le expuse el motivo <strong>de</strong> mi visita.<br />

—”Es cierto, hijito”, afirmó pausadamente.<br />

Volviendo a fijar en mí su mirada pensativa, que siempre parecía sumida en honda<br />

meditación, me diafanizó la causa <strong>de</strong> su <strong>de</strong>cisión.<br />

—”Hace más <strong>de</strong> un año que no recibo sueldo; y yo no cuento con otros ingresos para<br />

hacerle frente al sostenimiento <strong>de</strong> mi familia”.<br />

Tras breve pausa agregó:<br />

602

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!