Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES persuadirlo de hacerme compañía; y esa misma noche, los que podían, acervaron y le proveyeron atavío adecuado a la estación invernal reinante en el lugar de nuestra meta. Cuando a la mañana siguiente desperté y me enteraron de esa inesperada novedad, la sorpresa inundó mi alma de inefable alegría. Emoción natural en un mozuelo que jamás se había separado de la íntima rueda del hogar. Esa misma mañana emprendimos viaje. Estaba programado hacer concertada escala de trasbordo en la hermana isla que el Almirante de la Mar Océano denominó, al descubrirla, con el bíblico nombre del precursor San Juan Bautista. Hicimos nuestro ingreso a esa preciosa ínsula de la zona tropical por el puerto meridional de Ponce. El trayecto conducente de la playa a la ciudad lo recorrimos en carruajes tirados por corceles animosos. Cuando nuevamente lo recorrí, casi media centuria después, al verlo despojado ya de sus hermosos árboles, pensé con melancolía en la contradicción que nos ofrece el hecho de que los avances del progreso material las más de las veces destruyen, como enemigo, las bellezas que la gracia de Dios nos regaló; y no pocas, también las bellezas cultivadas por los hombres. Repasándolo con avidez ensoñadora, sentí pena y dolor de que ese sendero haya perdido los atractivos que antaño admiré al contemplar fugitivamente con mirada embelesada y ánimo absorto el nemoroso espectáculo que deslumbró la simplicidad contemplativa de mis catorce años. Vívido conservo aún el recuerdo de esa primordial visita a la ciudad de Ponce. El recuerdo también de la emoción que me produjo el hecho de cruzar a pie, sin que siquiera se mojaran mis zapatos, el río sin cauce que empujado por la furia del huracán, en su desbordamiento caudaloso dos años antes había arrastrado el embravecido mar, que se los tragó, algunas rústicas viviendas con sus indefensos y angustiados moradores. Según lo habíamos previamente arreglado, un día después proseguimos el itinerario de nuestro viaje por la vía terrestre. Antes de partir nos detuvimos en el mercado, a la tenue luz del alba, para tomar el tonificante y aromoso café cuya bien sentada fama circulaba por todos los ámbitos del mundo. En Juana Díaz nos detuvimos a desayunar. Allí, sin sospecharlo, nos aguardaba un contratiempo. Mientras esperábamos el variado condumio que habíamos ordenado, celosos agentes de la policía detuvieron a mi padre. Habían confundido sus rasgos fisonómicos con los de un temido delincuente cuya pista venían siguiendo en diligencia de apresarlo. Trabajo nos costó evitar que se lo llevaran al cuartel de la policía. Fue necesario que llegara un agente de rango superior para que, aceptada la veracidad de la suministrada identificación de mi padre, los guardianes del orden público se retiraran dejándonos agotar en paz el incitante servicio que ya resplandecía en nuestra aderezada mesa. Una vez terminado el desayuno y recuperado ya el primordial estado de ánimo, regocijado y parlotero, escalamos con presteza los coches que durante todo un día y sin ningún otro incidente ingrato cumplieron su misión de transportarnos a lo largo del holgado camino carretero que altas y verdes colinas embellecían y bordeaban suaves ondulaciones unas veces y otras profundos precipicios. 596

ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ | REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES El camino fue largo. Pero nunca dede ser divertido. No fue hasta entrada la noche cuando a lo lejos divisamos las luces, cada vez mas nítidas, de la isleta que bajo el nombre de Villa Caparra fundó en 1508 Ponce de León —primer Gobernador cristiano de esa hermosa tierra isleña—, denominación que el Rey de España trocó más tarde por el sonoro y sugestivo de Puerto Rico, designación que más tarde fue aplicada a todo el territorio del país mientras la capital ha conservado el de San Juan. En el viejo San Juan, que era todo el San Juan de entonces, hicimos corta estancia que sólo duró hasta establecer la conexión naval que había de transportarnos a la prefijada meta de New York. La escala fue muy corta; pero, con todo, sus encantos bastaron a sembrar en mi alma un recuerdo que perdura todavía a pesar de que el actual género de vida lo ha desvanecido. No todo, empero, ha desaparecido. El afán preservador de la cultura que enaltece a ese país hermano, ha conservado en parte la fisonomía original de las casonas coliniales que hoy aún más que ayer son preciosas joyas del viejo San Juan por cuyas calles adoquinadas gusto discurrir, cada vez que lo visito, evocando su romántico pasado, al cual asocio siempre la sonora alegría que daban los antiguos coches —parte del género de vida ya esfumado— cuyos timbres, repicando sin cesar, colmaban el ambiente con su metálico tintineo mientras los cascos de sus briosos corceles le arrancaban al sáxeo pavimento luminosas chispas que a mis ojos simulaban puñados de estrellas rodando por el suelo. La adaptación fue tan rápida y gustosa, que la partida dejó en el corazón pronunciados residuos de honda y añorante melancolía. La travesía del levantisco Atlántico fue memorablemente accidentada. En pleno piélago nos sorprendió pertinaz borrasca. Como atolondrada cáscara de nuez flotando sobre el semoviente lomo de la mar océano, la nave que nos conducía daba tumbos y retumbos al capricho veleidoso del viento y de las olas. Hubo día en que la singladura no pasó del ruin promedio de seis nudos la hora. El San Juan —tal era el nombre de la nave— parecía estar estacionado. El vendaval rugía sin cesar; y su rauco bramido infundía temores agoreros. Desesperado, un día el Capitán del barco ensayó el expediente de acelerar la marcha desplegando al viento el aparato del velamen. Esforzados marineros lucharon, largo rato, por izar las velas. El viento, enfurecido, respondió al intento haciendo trizas el velamen; y su estallido fingió corto pero vivo tiroteo que a no pocos pasajeros alarmó. Al borde de sufrir una catástrofe, pudimos, sin embargo, tender piadosa ayuda a otros navegantes más infortunados. A través de la niebla que ensombrecía la tarde, divisamos destartalado bergantín. La tempestad lo había despojado de todo signo de arboladura y de todo resorte de control. Mientras tripulación y pasajeros desesperaban de su suerte, la maltrecha nao bamboleada dando tumbos al garete. A fuerza de heroicos trabajos y decisión igualmente heroica, de nuestros propios tripulantes, fueron salvados los que sin ese auxilio habrían sin duda perecido. Por fortuna para ellos y para nosotros gran ventura, no tuvimos que lamentar ese siniestro desenlace. Recogimos a los náufragos; los albergamos, los abrigamos, los alimentamos y ampliamente les proveímos de dinero. La piadosa simpatía humana, sentimiento que avivó la común angustia, 597

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persuadirlo <strong>de</strong> hacerme compañía; y esa misma noche, los que podían, acervaron y le<br />

proveyeron atavío a<strong>de</strong>cuado a la estación invernal reinante en el lugar <strong>de</strong> nuestra meta.<br />

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Cuando a la mañana siguiente <strong>de</strong>sperté y me enteraron <strong>de</strong> esa inesperada novedad, la<br />

sorpresa inundó mi alma <strong>de</strong> inefable alegría. Emoción natural en un mozuelo que jamás se<br />

había separado <strong>de</strong> la íntima rueda <strong>de</strong>l hogar.<br />

Esa misma mañana emprendimos viaje. Estaba programado hacer concertada escala <strong>de</strong><br />

trasbordo en la hermana isla que el Almirante <strong>de</strong> la Mar Océano <strong>de</strong>nominó, al <strong>de</strong>scubrirla,<br />

con el bíblico nombre <strong>de</strong>l precursor San Juan Bautista.<br />

Hicimos nuestro ingreso a esa preciosa ínsula <strong>de</strong> la zona tropical por el puerto meridional<br />

<strong>de</strong> Ponce.<br />

El trayecto conducente <strong>de</strong> la playa a la ciudad lo recorrimos en carruajes tirados por<br />

corceles animosos. Cuando nuevamente lo recorrí, casi media centuria <strong>de</strong>spués, al verlo<br />

<strong>de</strong>spojado ya <strong>de</strong> sus hermosos árboles, pensé con melancolía en la contradicción que nos<br />

ofrece el hecho <strong>de</strong> que los avances <strong>de</strong>l progreso material las más <strong>de</strong> las veces <strong>de</strong>struyen,<br />

como enemigo, las bellezas que la gracia <strong>de</strong> Dios nos regaló; y no pocas, también las bellezas<br />

cultivadas por los hombres. Repasándolo con avi<strong>de</strong>z ensoñadora, sentí pena y dolor <strong>de</strong> que<br />

ese sen<strong>de</strong>ro haya perdido los atractivos que antaño admiré al contemplar fugitivamente con<br />

mirada embelesada y ánimo absorto el nemoroso espectáculo que <strong>de</strong>slumbró la simplicidad<br />

contemplativa <strong>de</strong> mis catorce años.<br />

Vívido conservo aún el recuerdo <strong>de</strong> esa primordial visita a la ciudad <strong>de</strong> Ponce. El recuerdo<br />

también <strong>de</strong> la emoción que me produjo el hecho <strong>de</strong> cruzar a pie, sin que siquiera se mojaran<br />

mis zapatos, el río sin cauce que empujado por la furia <strong>de</strong>l huracán, en su <strong>de</strong>sbordamiento<br />

caudaloso dos años antes había arrastrado el embravecido mar, que se los tragó, algunas<br />

rústicas viviendas con sus in<strong>de</strong>fensos y angustiados moradores.<br />

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Según lo habíamos previamente arreglado, un día <strong>de</strong>spués proseguimos el itinerario <strong>de</strong><br />

nuestro viaje por la vía terrestre. Antes <strong>de</strong> partir nos <strong>de</strong>tuvimos en el mercado, a la tenue<br />

luz <strong>de</strong>l alba, para tomar el tonificante y aromoso café cuya bien sentada fama circulaba por<br />

todos los ámbitos <strong>de</strong>l mundo.<br />

En Juana Díaz nos <strong>de</strong>tuvimos a <strong>de</strong>sayunar. Allí, sin sospecharlo, nos aguardaba un<br />

contratiempo. Mientras esperábamos el variado condumio que habíamos or<strong>de</strong>nado, celosos<br />

agentes <strong>de</strong> la policía <strong>de</strong>tuvieron a mi padre. Habían confundido sus rasgos fisonómicos con<br />

los <strong>de</strong> un temido <strong>de</strong>lincuente cuya pista venían siguiendo en diligencia <strong>de</strong> apresarlo. Trabajo<br />

nos costó evitar que se lo llevaran al cuartel <strong>de</strong> la policía. Fue necesario que llegara un agente<br />

<strong>de</strong> rango superior para que, aceptada la veracidad <strong>de</strong> la suministrada i<strong>de</strong>ntificación <strong>de</strong> mi<br />

padre, los guardianes <strong>de</strong>l or<strong>de</strong>n público se retiraran <strong>de</strong>jándonos agotar en paz el incitante<br />

servicio que ya resplan<strong>de</strong>cía en nuestra a<strong>de</strong>rezada mesa.<br />

Una vez terminado el <strong>de</strong>sayuno y recuperado ya el primordial estado <strong>de</strong> ánimo, regocijado<br />

y parlotero, escalamos con presteza los coches que durante todo un día y sin ningún<br />

otro inci<strong>de</strong>nte ingrato cumplieron su misión <strong>de</strong> transportarnos a lo largo <strong>de</strong>l holgado camino<br />

carretero que altas y ver<strong>de</strong>s colinas embellecían y bor<strong>de</strong>aban suaves ondulaciones unas veces<br />

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