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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Aunque tampoco ostentaba su sentido de la discreción, el Presidente Heureaux no encubría su tolerencia a las peculiaridades de su Ministro de Relaciones Exteriores; y con esas tolerancias provocaba enmascarados recelos que a veces, como en el caso de referencia, dejaban de ser tan recatados. —”Esa es la verdad, Ministro” –replicó el Presidente–; “pero también es cierto que el Ministro Henríquez jamás deja de hacer lo que debe hacer”. El Presidente hizo una pausa; luego prosiguió: —”Yo no sé cuándo el Ministro Henríquez hace lo que debe hacer. Sólo sé que lo hace. Y eso me basta” 1 . El Consejo de Gobierno se reunió esa tarde, puntual y completo, a la hora prefijada. Tan pronto declaró abiertos los trabajos del día, el Presidente expuso el objeto principal de la reunión. Se trataba de derogar la resolución anterior, en virtud de cuyo dispositivo se había suspendido, nemine discrepante, la proyectada emisión de billetes del Banco Nacional. La pretendida retractación la había insinuado el hecho de que un día antes tres de los más fuertes acreedores del gobierno habían puesto el dogal al cuello del Presidente con sus intemperantes exigencias. Por causa de ese hecho el Presidente estaba realmente desesperado. Hondamente conmovido por los apremios de esa situación, o, quizás previamente combinado con el Ejecutivo nacional para favorecer sus planes despertando la conmiseración de su familia oficial, el mismo Ministro que había censurado la impuntualidad del Ministro de Relaciones Exteriores tomó la palabra y discurrió: —”La penuria del fisco se ha convertido en una pesada cruz para el Presidente; y no es justo que esa carga pondere únicamente sobre sus hombros. En el Consejo anterior nosotros resolvimos dejar sin efecto la proyectada emisión de billetes del Banco Nacional; pero también dejamos de arbitrar al mismo tiempo (sin duda porque pensábamos que ese recurso era un expediente impracticable) la fuente financiera que pudiera poner al Presidente en condiciones hábiles de aplacar las codicias impacientes de los usureros que lo asedian sin pausa y con sus intransigencias le están creando a la vida económica de la nación graves problemas de subsistencia que todos estamos en el deber de conjurar”. Un silencio espeso pobló la estancia de las deliberaciones. El disertante reforzó su dialéctica: —”Todos, compañeros” –afirmó con énfasis– “debemos compartir el sacrificio que impone la responsabilidad de esa carga, bien sea pasiva o activamente, ya directa o reflejamente; pero compartirla de todos modos sin reticencia ni titubeos”. Así habló el discursante. En términos de incondicional, y, por lo mismo, de equivocada amistad. No tardaron los más en adherirse a su predicamento. La disidencia fue inevitable, empero; y se mantuvo en tonos de fogosidad excandecida. En los tonos de la leal amistad, incomplaciente del error dañino, y en los de la entercada defensa del bien común. No serían menos amigos del gobernante y la nación empero los unos que los otros. Pero las consecuencias de su plegadiza disposición, sí. La discordia, que a tales extremos llegó la discusión, la engendró irreconciliable y contrapuesto punto de vista conceptual. No todos advertían, como los menos, que el supremo interés de la nación estaba de por medio; y que la historia, inexorable, juzgaría su decisión. 1 Versión de Armando Pellerano Castro. 574
ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ | REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES Los debates se hicieron, finalmente, casi de carácter singular. La voz cantante la llevaba el Ministro de Relaciones Exteriores. Acosado por las contrariedades, perdió los estribos, causando sin duda irritación; y, por otra parte, la cansona repetición de los mismos argumentos sembraron en el ánimo de los participantes una abúlica sensación de fatiga y desesperación. La sesión del Consejo, sin una solución concreta, terminó cual el collar de la aurora. Uno tras otro, sin cumplir la ritualística formalidad de la despedida, los ministros se fueron ausentando. Tras la informal, inusitada evasión, sólo permanecían en la sala de las deliberaciones el Presidente Heureaux, el Ministro Vidal y el Ministro Henríquez. Entonces Heureaux se levantó de su asiento y se dirigió a la única puerta de acceso. Ésta daba salida a una galería, en forma de herradura estructurada, que rodeaba la segunda planta del Palacio de Gobierno. Silencioso y extático allí se plantó el Presidente, extendidos los brazos en cruz y apoyando las manos en los marcos laterales. Silencioso y extático permaneció largo rato en tal postura. Como si estuviera ensimismado en la contemplación del firmamento, pasaban los minutos en larga sucesión sin que el Presidente se moviera. Las sombras del crepúsculo tropical ascendían rápidamente del seno de la madre tierra; y las estrellas, argentinas todavía, comenzaban a rutilar tímidamente. Vidal y Henríquez seguían esperando a que el Presidente se desprendiera de la puerta para retirarse. Les parecía humillante doblegarse para pasar por debajo de los brazos, puestos en cruz, del Presidente Heureaux. Pero no quedaba otro camino. Reprimiendo los escrúpulos de su amor propio, el Ministro Henríquez avanzó resuelto; y al tratar de salvar el vano de la puerta sintió caer sobre su cuerpo uno de los brazos del Presidente. Heureaux lo atrajo hacia él y con voz de humilde mansedumbre, por su Ministro insospechada, musitó: —”Ministro, ¿me hace usted el honor de acompañarme a cenar?”. —”Con mucho gusto, Presidente”. A discreta distancia rezagado, Jaime Vidal no se dio cuenta de esa invitación. Al llegar junto a ellos, se despidió y se retiró. La residencia del Presidente de la República no denunciaba en él la menor ostentación. El mobiliario era sencillo y parco. Una lámpara de tenue luz alumbrba la estancia, cuando el Presidente y su intrigado comensal llegaron juntos pero silenciosos todavía. Encontraron la mesa aderezada; y en breve, servida ya la frugal comida, el anfitrión y su huésped ocuparon sus asientos. La continuada taciturnidad del uno obligaba a igual mudez al otro. Así, en silencio, discurrió la comida hasta el final. Entonces, poniéndose de pies –cada vez más confundido–, el Ministro Henríquez le tendió la mano al Presidente en señal de despedida en tanto que acompañaba su gesto de palabra: —”Muchas gracias, Presidente”. —”Ministro, ha sido un alto honor y una gran satisfacción la que su compañía me ha concedido” 1 . En lenguaje explícito y directo Ulises Heureaux pudo haber dicho, pero no lo hizo, acaso pensando que holgaba mayor diafanidad: —”Ministro, yo puedo romper la barrera de la prudencia política y realizar actos que no debiera realizar; pero reconozco y aprecio su empeño por defenderme en mí mismo”. 1 Versión de Enrique Henríquez. 575
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ENRIQUE APOLINAR HENRÍQUEZ | REMINISCENCIAS Y EVOCACIONES<br />
Los <strong>de</strong>bates se hicieron, finalmente, casi <strong>de</strong> carácter singular. La voz cantante la llevaba<br />
el Ministro <strong>de</strong> Relaciones Exteriores. Acosado por las contrarieda<strong>de</strong>s, perdió los estribos, causando<br />
sin duda irritación; y, por otra parte, la cansona repetición <strong>de</strong> los mismos argumentos<br />
sembraron en el ánimo <strong>de</strong> los participantes una abúlica sensación <strong>de</strong> fatiga y <strong>de</strong>sesperación.<br />
La sesión <strong>de</strong>l Consejo, sin una solución concreta, terminó cual el collar <strong>de</strong> la aurora.<br />
Uno tras otro, sin cumplir la ritualística formalidad <strong>de</strong> la <strong>de</strong>spedida, los ministros se fueron<br />
ausentando. Tras la informal, inusitada evasión, sólo permanecían en la sala <strong>de</strong> las <strong>de</strong>liberaciones<br />
el Presi<strong>de</strong>nte Heureaux, el Ministro Vidal y el Ministro Henríquez.<br />
Entonces Heureaux se levantó <strong>de</strong> su asiento y se dirigió a la única puerta <strong>de</strong> acceso.<br />
Ésta daba salida a una galería, en forma <strong>de</strong> herradura estructurada, que ro<strong>de</strong>aba la segunda<br />
planta <strong>de</strong>l Palacio <strong>de</strong> Gobierno. Silencioso y extático allí se plantó el Presi<strong>de</strong>nte, extendidos<br />
los brazos en cruz y apoyando las manos en los marcos laterales. Silencioso y extático permaneció<br />
largo rato en tal postura. Como si estuviera ensimismado en la contemplación <strong>de</strong>l<br />
firmamento, pasaban los minutos en larga sucesión sin que el Presi<strong>de</strong>nte se moviera. Las<br />
sombras <strong>de</strong>l crepúsculo tropical ascendían rápidamente <strong>de</strong>l seno <strong>de</strong> la madre tierra; y las<br />
estrellas, argentinas todavía, comenzaban a rutilar tímidamente.<br />
Vidal y Henríquez seguían esperando a que el Presi<strong>de</strong>nte se <strong>de</strong>sprendiera <strong>de</strong> la puerta<br />
para retirarse. Les parecía humillante doblegarse para pasar por <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> los brazos, puestos<br />
en cruz, <strong>de</strong>l Presi<strong>de</strong>nte Heureaux. Pero no quedaba otro camino. Reprimiendo los escrúpulos<br />
<strong>de</strong> su amor propio, el Ministro Henríquez avanzó resuelto; y al tratar <strong>de</strong> salvar el vano <strong>de</strong> la<br />
puerta sintió caer sobre su cuerpo uno <strong>de</strong> los brazos <strong>de</strong>l Presi<strong>de</strong>nte. Heureaux lo atrajo hacia<br />
él y con voz <strong>de</strong> humil<strong>de</strong> mansedumbre, por su Ministro insospechada, musitó:<br />
—”Ministro, ¿me hace usted el honor <strong>de</strong> acompañarme a cenar?”.<br />
—”Con mucho gusto, Presi<strong>de</strong>nte”.<br />
A discreta distancia rezagado, Jaime Vidal no se dio cuenta <strong>de</strong> esa invitación. Al llegar<br />
junto a ellos, se <strong>de</strong>spidió y se retiró.<br />
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La resi<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l Presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la República no <strong>de</strong>nunciaba en él la menor ostentación.<br />
El mobiliario era sencillo y parco. Una lámpara <strong>de</strong> tenue luz alumbrba la estancia, cuando el<br />
Presi<strong>de</strong>nte y su intrigado comensal llegaron juntos pero silenciosos todavía. Encontraron la<br />
mesa a<strong>de</strong>rezada; y en breve, servida ya la frugal comida, el anfitrión y su huésped ocuparon<br />
sus asientos. La continuada taciturnidad <strong>de</strong>l uno obligaba a igual mu<strong>de</strong>z al otro.<br />
Así, en silencio, discurrió la comida hasta el final. Entonces, poniéndose <strong>de</strong> pies –cada<br />
vez más confundido–, el Ministro Henríquez le tendió la mano al Presi<strong>de</strong>nte en señal <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>spedida en tanto que acompañaba su gesto <strong>de</strong> palabra:<br />
—”Muchas gracias, Presi<strong>de</strong>nte”.<br />
—”Ministro, ha sido un alto honor y una gran satisfacción la que su compañía me ha<br />
concedido” 1 .<br />
En lenguaje explícito y directo Ulises Heureaux pudo haber dicho, pero no lo hizo, acaso<br />
pensando que holgaba mayor diafanidad:<br />
—”Ministro, yo puedo romper la barrera <strong>de</strong> la pru<strong>de</strong>ncia política y realizar actos que no<br />
<strong>de</strong>biera realizar; pero reconozco y aprecio su empeño por <strong>de</strong>fen<strong>de</strong>rme en mí mismo”.<br />
1 Versión <strong>de</strong> Enrique Henríquez.<br />
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