Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Desde esa noche Lico se hacía acompañar de su mamá, que era ciega. De ahí le venía el mote. Como la pobre ciega no podía subir las escaleras del campanario, la dejaba al pie y cuando ya estaba arriba, su primera previsión era preguntar: —Lalá, ¿tú estás ahí? –Lalá se llamaba la ciega. Esa pregunta la repetía cada vez que daba un campanazo. La interpelada contestaba invariablemente: —Pero Lico, ¿adónde voy a estar? En la guerra civil de 1912 la revolución tomó el pueblo, después de un sangriento combate. Una bala se incrustó en el mismo sitio que era ocupado por Lico cuando tocaba las campanas. La comprobación de ese hecho lo llenó de terror no obstante no haber corrido ningún peligro. Hace rumbo a su casa temblando y cariacontecido para decir a su mamá: —Lalá, de casualidad estoy vivo. —¡Cómo, muchacho! –contesta la sorprendida mamá. —Pues oye, Lalá, donde mismo yo me pongo a tocar las campanas, ahí mismo pasó una bala en el pleito de ayer. Yo vi el agujero. Y la pobre ciega, compadecida de la ingenuidad del hijo, le respondió: —No seas tonto, muchacho. Pero así fue Lico: pobre de espíritu, bonachón y miedoso. Simón Suero Voy a evocar una figura legendaria de San Juan: me refiero a Simón Suero, personaje cuya vida es una leyenda. Alto, seco, de piel africana, parecía un palo de bandera pintado de negro. Era rico, inmensamente rico; pero se conducía como un pordiosero. Su residencia era un rancho de tejemanil, de dos divisiones, con puertas de tranca, revestido de una mezcla de barro, agua y defecaciones de animales. Adoraba el oro. Su brillo lo encandilaba. No vendía su ganado si no se le pagaba el precio en este codiciado metal, origen de tantos infortunios; pero sin embargo tan amado y de tanta trascendencia en los destinos humanos. Era una época en que las prolíficas pampas sanjuaneras proveían de ganado a toda la República, sin exceptuar a las regiones cibaeñas. Bilín Martínez, de Santiago, era una de sus clientes favoritos. En uno de sus viajes, tras discusiones amistosas y animadas, Bilín y Simón no acababan de ponerse de acuerdo en precio, debido a las pretensiones del último, que el primero reputaba de excesivas. En ese momento psicológico, Bilín trató de sorprender a Simón con una treta de hombre cibaeño y mundano. Poniendo sus valijas repletas de onzas sobre la mesa, las volcó, suponiendo que con esa hábil maniobra deslumbraría los avariciosos ojos de su amigo. Uniendo la palabra a la acción dijo: —Simón, te las traigo como a ti te gustan. Mira. Y las revolvió en una excitadora actitud de enamorado. Simón miró parsimoniosamente. No demostró ni sorpresa ni encono. Entró al apartamiento vecino –si se le podía dar este pomposo nombre a la miserable habitación– y trayendo uno tras otro dos cajones de jabón rellenos de onzas y plantándolos frente a su asombrado cliente, contestó: —Amigo Bilín, tú no me llenas los ojos con tus morocoticas. Aquí sí hay oro. Y éste es sólo el que tengo en la casa. 514

En otra ocasión caminaban por los predios de Simón Suero dos jóvenes del pueblo. Uno era hijo de un compadre muy querido de Simón, a quien éste debía favores y distinciones. Como lloviera tempestuosamente y no pudieran regresar ese mismo día, buscaron cobijo en su rancho. A la hora de la cena, no obstante ser época de recogida y estar el soberado cargado de quesos, a la mesa sólo sirvieron ahuyamas salcochadas. Simón, haciendo los honores, invitó a sus huéspedes en la siguiente forma, muy cortés: —Jóvenes, mi cena es pobre, pero ofrecida de muy buena voluntad. Los invito a comer auñima con auñima. A esta gentil invitación respondió el hijo del compadre, como más ladino: —Vale Simón, teniendo Ud. un soberado lleno de quesos, nosotros no comemos ahuyama vacía. Favor de bajarse uno. Simón Suero puso cara de disgusto; pero a la conminatoria petición accedió con gentileza. No era cosa tan importante como para desairar al hijo de su compadre. Un poco de queso no menoscabaría su hacienda. El ladino, al ver un sabroso queso de 20 libras sobre la mesa, le dijo al compañero por lo bajo, con mucha sorna: —Hagamos rabiar al viejo comiéndonos todo el queso, aunque nos haga daño. Hay otra anécdota que pinta su tacañería. Cruzando por una casa amiga, rumbo a la cabecera de Provincia, la señora, suponiendo que debía regresar con gas, como era costumbre de todos los viajeros pudientes, siendo ese combustible el alumbrado usado en los hogares de la época, le dice: —Don Simón, haga favor de traerme una lata de gas junto con la suya –y le da dos pesos para cubrir el valor del encargo. Algunos días después, cumpliendo la recomendación, Simón Suero entrega la lata de gas pedida. Al observar la señora que sólo había una, le interroga, curiosa: —Don Simón, ¿y la suya? A cuya interrogación el interpelado contesta muy sonreído: —El gas es vanidad de los pobres. Simón Suero, rico ganadero, se alumbraba con cuaba igual que cualquier campesino pobretón. Simón Suero, luchador valiente que fue en nuestras guerras emancipadoras, resulta un cantero de sabrosas anécdotas. Murió muy anciano, dejando una fortuna perdida en las entrañas de la tierra. Según los viejos de aquella época, debía pasar de $200,000.00 en oro acuñado. La verdad es que todos los años vendía de 400 a 500 cabezas de ganado o quizás más y que nadie sabía lo que se hacía ese dinero. En los años siguientes a su fallecimiento, hubo una frenética búsqueda de esa fortuna: a 40 kilómetros a la redonda del rancho, no se quedó sitio sospechoso que no fuera hoyado y afanosamente registrado, siempre con resultados negativos. Como esta fortuna, hay muchas perdidas en las pampas sanjuaneras: la tradición habla de la fortuna de la familia Santos, la más rica del Sur, la de los Roa, Moreta, etc. La tierra las guarda, avara, y muchos sueñan con espíritus benignos que, como en los cuentos de nuestros abuelos, le brinden la oportunidad de sacar el entierro. Ñango es un macuto viejo E. O. GARRIDO PUELLO | NARRACIONES Y TRADICIONES Mi amigo Luis, espíritu curioso y calmo, mordaz y zorruno, figuraba entre los jóvenes adscritos a la revolución de 1912 y años subsiguientes. También otro joven de nombre Carlos 515

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES<br />

Des<strong>de</strong> esa noche Lico se hacía acompañar <strong>de</strong> su mamá, que era ciega. De ahí le venía el<br />

mote. Como la pobre ciega no podía subir las escaleras <strong>de</strong>l campanario, la <strong>de</strong>jaba al pie y<br />

cuando ya estaba arriba, su primera previsión era preguntar:<br />

—Lalá, ¿tú estás ahí? –Lalá se llamaba la ciega.<br />

Esa pregunta la repetía cada vez que daba un campanazo. La interpelada contestaba<br />

invariablemente:<br />

—Pero Lico, ¿adón<strong>de</strong> voy a estar?<br />

En la guerra civil <strong>de</strong> 1912 la revolución tomó el pueblo, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> un sangriento combate.<br />

Una bala se incrustó en el mismo sitio que era ocupado por Lico cuando tocaba las campanas.<br />

La comprobación <strong>de</strong> ese hecho lo llenó <strong>de</strong> terror no obstante no haber corrido ningún peligro.<br />

Hace rumbo a su casa temblando y cariacontecido para <strong>de</strong>cir a su mamá:<br />

—Lalá, <strong>de</strong> casualidad estoy vivo.<br />

—¡Cómo, muchacho! –contesta la sorprendida mamá.<br />

—Pues oye, Lalá, don<strong>de</strong> mismo yo me pongo a tocar las campanas, ahí mismo pasó una<br />

bala en el pleito <strong>de</strong> ayer. Yo vi el agujero.<br />

Y la pobre ciega, compa<strong>de</strong>cida <strong>de</strong> la ingenuidad <strong>de</strong>l hijo, le respondió:<br />

—No seas tonto, muchacho.<br />

Pero así fue Lico: pobre <strong>de</strong> espíritu, bonachón y miedoso.<br />

Simón Suero<br />

Voy a evocar una figura legendaria <strong>de</strong> San Juan: me refiero a Simón Suero, personaje<br />

cuya vida es una leyenda. Alto, seco, <strong>de</strong> piel africana, parecía un palo <strong>de</strong> ban<strong>de</strong>ra pintado<br />

<strong>de</strong> negro. Era rico, inmensamente rico; pero se conducía como un pordiosero. Su<br />

resi<strong>de</strong>ncia era un rancho <strong>de</strong> tejemanil, <strong>de</strong> dos divisiones, con puertas <strong>de</strong> tranca, revestido<br />

<strong>de</strong> una mezcla <strong>de</strong> barro, agua y <strong>de</strong>fecaciones <strong>de</strong> animales. Adoraba el oro. Su brillo lo<br />

encandilaba. No vendía su ganado si no se le pagaba el precio en este codiciado metal,<br />

origen <strong>de</strong> tantos infortunios; pero sin embargo tan amado y <strong>de</strong> tanta trascen<strong>de</strong>ncia en<br />

los <strong>de</strong>stinos humanos.<br />

Era una época en que las prolíficas pampas sanjuaneras proveían <strong>de</strong> ganado a toda la<br />

República, sin exceptuar a las regiones cibaeñas. Bilín Martínez, <strong>de</strong> Santiago, era una <strong>de</strong><br />

sus clientes favoritos. En uno <strong>de</strong> sus viajes, tras discusiones amistosas y animadas, Bilín y<br />

Simón no acababan <strong>de</strong> ponerse <strong>de</strong> acuerdo en precio, <strong>de</strong>bido a las pretensiones <strong>de</strong>l último,<br />

que el primero reputaba <strong>de</strong> excesivas. En ese momento psicológico, Bilín trató <strong>de</strong> sorpren<strong>de</strong>r<br />

a Simón con una treta <strong>de</strong> hombre cibaeño y mundano. Poniendo sus valijas repletas <strong>de</strong><br />

onzas sobre la mesa, las volcó, suponiendo que con esa hábil maniobra <strong>de</strong>slumbraría los<br />

avariciosos ojos <strong>de</strong> su amigo. Uniendo la palabra a la acción dijo:<br />

—Simón, te las traigo como a ti te gustan. Mira. Y las revolvió en una excitadora actitud<br />

<strong>de</strong> enamorado.<br />

Simón miró parsimoniosamente. No <strong>de</strong>mostró ni sorpresa ni encono. Entró al apartamiento<br />

vecino –si se le podía dar este pomposo nombre a la miserable habitación– y trayendo<br />

uno tras otro dos cajones <strong>de</strong> jabón rellenos <strong>de</strong> onzas y plantándolos frente a su asombrado<br />

cliente, contestó:<br />

—Amigo Bilín, tú no me llenas los ojos con tus morocoticas. Aquí sí hay oro. Y éste es<br />

sólo el que tengo en la casa.<br />

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