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Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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por un <strong>de</strong>rrumbe que él mismo había provocado, en una cataclismo <strong>de</strong>l cual era, cuando<br />

menos, uno <strong>de</strong> los culpables.<br />

Vino la avalancha <strong>de</strong> las traducciones <strong>de</strong>l alemán <strong>de</strong> la Revista <strong>de</strong> Occi<strong>de</strong>nte. Aguardada<br />

cada publicación, seguía el curso <strong>de</strong> los anuncios <strong>de</strong> las nuevas. Ortega y Gasset me seducía en<br />

las Notas, La Rebelión <strong>de</strong> las Masas, España Invertebrada, inconclusa, sobre todo en El Espectador.<br />

Sus estudios <strong>de</strong> biografía profunda. Me pareció un escritor brillante con un estilo atrayente<br />

como un hermoso abismo, pero me volvía a Unamuno. Su acento <strong>de</strong>sgarrado estaba más<br />

cerca <strong>de</strong> mi grito que no pu<strong>de</strong> proferir nunca, que nadie oyó, que nadie adivinó y que me<br />

quemaba por <strong>de</strong>ntro como una acedia <strong>de</strong>l alma.<br />

Leía ya por leer, enviciado. Sin or<strong>de</strong>n ni concierto. Como el borracho se pren<strong>de</strong> <strong>de</strong> su<br />

botella intoxicado. Vomitaba, como el glotón, para po<strong>de</strong>r seguir comiendo. Me pasaba las<br />

noches en claro, sin que nadie pudiera percatarse <strong>de</strong> mi insomnio. Cada vez tenía más cuidado<br />

<strong>de</strong> no mostrar mis entrañas laceradas a los ojos <strong>de</strong> los míos, <strong>de</strong> los amigos que tenían<br />

tranquilo a su Dios en el altar, a los que poco importaba su presencia o su ausencia, a los<br />

que se <strong>de</strong>jaban llevar mansamente por la cómoda corriente <strong>de</strong> la costumbre. Yo envidiaba<br />

su ecuanimidad y los compa<strong>de</strong>cía, tenían a Dios y no lo gozaban, no le preguntaban nada,<br />

no le exigían nada.<br />

De tar<strong>de</strong> en tar<strong>de</strong> oía los pasos, quedos, <strong>de</strong>l viejo Dios <strong>de</strong> la casa materna, que no tenía<br />

que estar presente en las alegrías porque pocos se acordaban <strong>de</strong> Él, pero que jamás <strong>de</strong>jó <strong>de</strong><br />

llegar en los negros días <strong>de</strong> angustia, con las enfermeda<strong>de</strong>s, los acci<strong>de</strong>ntes, la sequía larga y<br />

los aguaceros interminables. Oía sus pasos y era dulce cerrar los ojos y esperarlo y terrible<br />

quedar <strong>de</strong> nuevo sordo, volver a la ceguera, retornar a la incertidumbre.<br />

La mujer <strong>de</strong>l chino<br />

HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL | EL POZO MUERTO<br />

Al atar<strong>de</strong>cer, en esa hora triste, en esa hora otoñal <strong>de</strong>l día, cuando <strong>de</strong>l cielo baja una pesadumbre<br />

que hace recordar, pero recordar sin palabras y sin formas, la pobreza <strong>de</strong>l mundo,<br />

los dolores inconfesos y <strong>de</strong>sconocidos, el hambre <strong>de</strong> la carne fatigada y el hambre <strong>de</strong> los<br />

espíritus insatisfechos, me reunía con Franklin Mieses Burgos.<br />

Trasnochador impenitente se levantaba y almorzaba tar<strong>de</strong>. Sus largas y continuas <strong>de</strong>sveladas,<br />

sus discusiones interminables en El Gato Negro, sus recorridos en coche <strong>de</strong> caballos<br />

en compañía <strong>de</strong> Pedro Rosell, lo ro<strong>de</strong>aban <strong>de</strong> un aura un tanto diabólica y otro poco mística,<br />

no sé por qué.<br />

Muy afeitado, empolvado y perfumado como una mujer ligera <strong>de</strong> cascos, la expresión es<br />

suya y por respeto le he cortado un poco las aristas; fumando los cigarrillos que su hermano<br />

Lelé <strong>de</strong>sechaba porque eran <strong>de</strong>masiado blandos o <strong>de</strong>masiados duros, no recuerdo bien, y<br />

que yo compartía, iniciábamos una peregrinación que duró meses y que yo no sé ni cómo<br />

se iniciaron ni tampoco en el preciso momento en que ya no las hicimos.<br />

Estábamos enamorados, los dos, <strong>de</strong> la mujer <strong>de</strong> un chino que tenía un cafetincito en un<br />

lugar que es pru<strong>de</strong>nte no <strong>de</strong>cir en dón<strong>de</strong> se halla. Era bella, con una belleza triste y resignada.<br />

Tranquila, callada, limpia.<br />

El chino, hierático <strong>de</strong>trás <strong>de</strong>l mostrador, guiaba sus pasos con una mirada opaca. Era<br />

muchísimo más viejo que ella, flaco, enigmático. Jamás le oímos pronunciar una palabra.<br />

Ella nos servía. Casi nunca había nadie en el establecimiento a esa hora. Pasaban, por la<br />

acera, gente <strong>de</strong>spreocupada y ruidosa. Mujeres <strong>de</strong> cerrado luto. El elegante que <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

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