Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES de no perdernos de una batalla verbal a la manera de Moreno Jimenes, pero cuando se ausentaba, cuando ya él no estaba allí para gritar e imponerse, nosotros tomábamos sus armas y con una fiereza y un calor, esa misma fiereza y ese mismo calor que desaparecía con su presencia, gritábamos mucho más que él hasta que la discusión hacía necesaria la intervención conciliadora de don Enrique. Ricardo Pérez Alfonseca, en los intervalos de sus largas estancias en el extranjero como diplomático, frecuentaba la tertulia, con sus elegantes ademanes, con sus opiniones ingeniosas y un tanto irónicas, con el prestigio que le daban sus viejos versos y el polvo que traía de los sagrados, legendarios, caminos de otras tierras. Su hermano Eurípides venía, también, después de sus meditabundos y largos paseos por el Malecón y el Parque Independencia, denso, espiritual, apoyando contra el bastón la barbilla, siempre –en actitud de oír, actitud que de pronto deshacía– con una fuerte carcajada. Manuel Llanes, tratando de impedir que los gruesos párpados superiores le cerraran los ojos por completo, trabajando en unos misteriosos poemas a los cuatro elementos, poemas de soterrado y fuerte lirismo. Era el de más aguante: se estaba con Puchungo hasta las cuatro o las cinco de la mañana. Objeto de bromas, Llovet afirmaba que tenía un ombligo largo como una cañafístula, que era disforme. Llanes decía que despojado de las ropas era un Adonis y para probar que no tenía el ombligo feo, falta de ortografía de la comadrona, se abría la camisa orgulloso. Llovet volvía a la ofensiva: —Vaya, lo que parece es un conmutador… El doctor Luis Heriberto Valdez era el médico del grupo. Vivos los ojillos bajo los cristales violeta de los espejuelos que continuamente se arreglaba con el índice de la mano derecha. Apadrinó el bautizo de mi hijo Sergio. Siempre andaba enredado en dulces problemas de amor y nos llegó precedido por la fama que le dio su conferencia Cibao y Sur, del ciclo de Acción Cultural, que yo no disfruté. Se nos desaparecía con frecuencia, por días, por semanas, pero retornaba cargado de frescas leyendas, que muchas veces suponíamos frutos maduros de su imaginación; con noticias de excavaciones arqueológicas, con descubrimientos botánicos, físicos, biológicos. Conversador estupendo, poeta, investigador de la prehistoria dominicana, coleccionista ferviente de los restos del pobre arte aborigen, organizaba conferencias en Baní y nos llevaba a todos; daba comilonas en su casa de campo, y preparó excursiones que nunca hicimos. Empezó poemas que no terminaba y que nos daban la impresión de que eran hermosos pretextos para situar un hermoso par de versos sorprendidos en un momento de breve inspiración. Cultivaba para sí una atmósfera de misterio, un parecido con Nostradamus y con Paracelso. Amigo generoso que siempre tenía sus pesos en los bolsillos era recurso utilizado con frecuencia en las necesidades, en las serias necesidades y en las alegres, cuando se abandonaba La Cueva, que no sé quién le puso el nombre ni cuándo, para hacer una excursión por barrios altos de la ciudad o cuando el apetito, por la noche, llevaba nuestros pasos hacia alguno de los restaurantes de chinos del Parque Independencia. Estuvo Andrejulio Aybar, con su románica gran corbata negra de lazo, poeta con obra, fino músico que ayudó mucho en la primera etapa del renacimiento sinfónico. A Puchungo y a mí, por encargo de don Enrique, nos tocó acompañarlo en una sentimental peregrinación a Baní que terminó en Paya, en medio de la gran sabana oval cuyos límites los marcaban las pequeñas y distantes puertas iluminadas, junto a un pozo, bajo la 450

luna, azotados por un travieso viento fresco. Partió hacia Francia. Nos llegaron noticias del castillo en que vivía, algún poema, y se nos fue apagando una estrella que poco a poco va cubriendo una nube que a medida que avanza se hace más densa. La Cueva (segunda parte) HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL | EL POZO MUERTO Como creía en lo nacional le hicimos la guerra a cuantos pretendieron injertar en la literatura dominicana el Romancero Gitano de García Lorca. Pero no era contra el poeta, fue contra el programa, vamos a llamarlo así, de los que consideraban que era necesario, para la tradición y para la historia, que se cantara en romance la vida, las hazañas, de los grandes de las guerras civiles. Una persona, que no era poeta, lanzó la idea, trazó el ideario diríamos mejor, desde las páginas de Bahoruco, la revista de Horacio Blanco Fombona. Entonces escribía allí unos Marginales. Una sección un poco en broma en donde daba rienda suelta a cierto sentido del humor que la vida ha ido apagando un poco y que a veces aflora en mis versos. No recuerdo todo lo que dije, pero le debió parecer muy fuerte. Hablaba, eso sí lo recuerdo, de un “polizón, sentimental” que nos acaba de llegar de España, de un contrabando literario que estaban tratando de introducir en el país. Se molestó muchísimo y me salió al encuentro la semana siguiente. La revista era semanal. Aquello era la indignación patriótica en letras de molde: “alguien ha puesto sobre este movimiento salvador –decía más o menos ya que no copio a la letra– una sonrisa envenenada”. Lo de la sonrisa envenenada nos hizo gracia. Y terminaba, en un arranque oratorio: “burlándose de los que han querido levantar la bandera nacional del fango”. Eso nos hizo reír. Blanco Fombona me llamó. Debía tener cuidado porque ese era un muchacho muy violento. Lo mejor era dejar las cosas en donde estaban y no replicar para evitar desagrados más profundos. Yo sonreí. Él era amigo mío y la disputa se limitaba al puro campo literario. No tenía quejas de sus palabras ya que la única imputación que me hacía era que formaba parte de los grupos que fumaban cigarrillos de olor, y, la verdad, no sabía ni siquiera que existieran. Fumador impenitente desde temprana edad me conformaba con mi tabaco negro, el que fuma el pueblo, y que a mí me parecía magnífico. Pero no veía insulto en que le achacaran a uno preferencias por una marca de cigarrillos o por otra, o que los cigarrillos fueran importados. Esos estaban muy lejos de mis posibilidades económicas, y además, esto era lo importante: sencillamente no me gustaban. La perorata sobre el tabaco tranquilizó a Blanco Fombona y me volví a meter con él y con el pretendido romancero patriótico, por escrito en Bahoruco y oralmente en La Cueva. Me entretenía en buscar absurdos en los romances. En uno, si no recuerdo mal, había, por necesidad de asonantes supongo, un cibaeño “marchoso” y clavé el aguijón. “Un ángel marchoso pone la cabeza en un cojín”, eran los versos de García Lorca en donde hallaron el calificativo. Los ángeles andaluces tenían perfecto derecho de ser marchosos, delgaditos, con sus zapatos de chillones colores, pero un humilde hombre del Cibao, campesino, endurecidos los pies dentro de la soleta o el zapato de vaqueta tenía que ponerse ridículo si salía marchoso, exponiéndose a la risa y a la duda de sus amigos, que en lo marchoso podían ver la delicada máscara de una inversión sexual. 451

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES<br />

<strong>de</strong> no per<strong>de</strong>rnos <strong>de</strong> una batalla verbal a la manera <strong>de</strong> Moreno Jimenes, pero cuando se<br />

ausentaba, cuando ya él no estaba allí para gritar e imponerse, nosotros tomábamos sus<br />

armas y con una fiereza y un calor, esa misma fiereza y ese mismo calor que <strong>de</strong>saparecía<br />

con su presencia, gritábamos mucho más que él hasta que la discusión hacía necesaria la<br />

intervención conciliadora <strong>de</strong> don Enrique.<br />

Ricardo Pérez Alfonseca, en los intervalos <strong>de</strong> sus largas estancias en el extranjero como<br />

diplomático, frecuentaba la tertulia, con sus elegantes a<strong>de</strong>manes, con sus opiniones ingeniosas<br />

y un tanto irónicas, con el prestigio que le daban sus viejos versos y el polvo que traía <strong>de</strong><br />

los sagrados, legendarios, caminos <strong>de</strong> otras tierras. Su hermano Eurípi<strong>de</strong>s venía, también,<br />

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<strong>de</strong>nso, espiritual, apoyando contra el bastón la barbilla, siempre –en actitud <strong>de</strong> oír, actitud<br />

que <strong>de</strong> pronto <strong>de</strong>shacía– con una fuerte carcajada.<br />

Manuel Llanes, tratando <strong>de</strong> impedir que los gruesos párpados superiores le cerraran los<br />

ojos por completo, trabajando en unos misteriosos poemas a los cuatro elementos, poemas<br />

<strong>de</strong> soterrado y fuerte lirismo. Era el <strong>de</strong> más aguante: se estaba con Puchungo hasta las cuatro<br />

o las cinco <strong>de</strong> la mañana.<br />

Objeto <strong>de</strong> bromas, Llovet afirmaba que tenía un ombligo largo como una cañafístula,<br />

que era disforme. Llanes <strong>de</strong>cía que <strong>de</strong>spojado <strong>de</strong> las ropas era un Adonis y para probar que<br />

no tenía el ombligo feo, falta <strong>de</strong> ortografía <strong>de</strong> la comadrona, se abría la camisa orgulloso.<br />

Llovet volvía a la ofensiva:<br />

—Vaya, lo que parece es un conmutador…<br />

El doctor Luis Heriberto Val<strong>de</strong>z era el médico <strong>de</strong>l grupo. Vivos los ojillos bajo los cristales<br />

violeta <strong>de</strong> los espejuelos que continuamente se arreglaba con el índice <strong>de</strong> la mano <strong>de</strong>recha.<br />

Apadrinó el bautizo <strong>de</strong> mi hijo Sergio.<br />

Siempre andaba enredado en dulces problemas <strong>de</strong> amor y nos llegó precedido por la fama<br />

que le dio su conferencia Cibao y Sur, <strong>de</strong>l ciclo <strong>de</strong> Acción Cultural, que yo no disfruté.<br />

Se nos <strong>de</strong>saparecía con frecuencia, por días, por semanas, pero retornaba cargado <strong>de</strong><br />

frescas leyendas, que muchas veces suponíamos frutos maduros <strong>de</strong> su imaginación; con<br />

noticias <strong>de</strong> excavaciones arqueológicas, con <strong>de</strong>scubrimientos botánicos, físicos, biológicos.<br />

Conversador estupendo, poeta, investigador <strong>de</strong> la prehistoria dominicana, coleccionista<br />

ferviente <strong>de</strong> los restos <strong>de</strong>l pobre arte aborigen, organizaba conferencias en Baní y nos llevaba a<br />

todos; daba comilonas en su casa <strong>de</strong> campo, y preparó excursiones que nunca hicimos. Empezó<br />

poemas que no terminaba y que nos daban la impresión <strong>de</strong> que eran hermosos pretextos para<br />

situar un hermoso par <strong>de</strong> versos sorprendidos en un momento <strong>de</strong> breve inspiración.<br />

Cultivaba para sí una atmósfera <strong>de</strong> misterio, un parecido con Nostradamus y con Paracelso.<br />

Amigo generoso que siempre tenía sus pesos en los bolsillos era recurso utilizado con<br />

frecuencia en las necesida<strong>de</strong>s, en las serias necesida<strong>de</strong>s y en las alegres, cuando se abandonaba<br />

La Cueva, que no sé quién le puso el nombre ni cuándo, para hacer una excursión por<br />

barrios altos <strong>de</strong> la ciudad o cuando el apetito, por la noche, llevaba nuestros pasos hacia<br />

alguno <strong>de</strong> los restaurantes <strong>de</strong> chinos <strong>de</strong>l Parque In<strong>de</strong>pen<strong>de</strong>ncia.<br />

Estuvo Andrejulio Aybar, con su románica gran corbata negra <strong>de</strong> lazo, poeta con obra,<br />

fino músico que ayudó mucho en la primera etapa <strong>de</strong>l renacimiento sinfónico.<br />

A Puchungo y a mí, por encargo <strong>de</strong> don Enrique, nos tocó acompañarlo en una sentimental<br />

peregrinación a Baní que terminó en Paya, en medio <strong>de</strong> la gran sabana oval cuyos<br />

límites los marcaban las pequeñas y distantes puertas iluminadas, junto a un pozo, bajo la<br />

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