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Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL | EL POZO MUERTO<br />

a<strong>de</strong>lantados <strong>de</strong> la tierra sólo porque se aflojaron los resortes <strong>de</strong> la autoridad y el <strong>de</strong>recho<br />

había sido sustituido por las necesida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la guerra, necesida<strong>de</strong>s industriales y necesida<strong>de</strong>s<br />

asquerosamente humanas, ¿qué podíamos esperar <strong>de</strong> nosotros mismos, en qué poníamos<br />

fe? Si los arquetipos <strong>de</strong> la bondad y <strong>de</strong> la sabiduría mataban a las viejas, <strong>de</strong>gollaban a los<br />

adolescentes a la vista <strong>de</strong> sus padres; si las ciuda<strong>de</strong>s, las al<strong>de</strong>as, las tristes casas aisladas <strong>de</strong>l<br />

campo, se <strong>de</strong>struían sin ningún fin práctico, salvajemente.<br />

De ahí nació nuestra fe en América. Moreno Jimenes, <strong>de</strong> nuevo, fue el culpable <strong>de</strong>l<br />

cambio. Se había convertido en una especie <strong>de</strong> profeta <strong>de</strong> lo americano, en un Whitman que<br />

sentíamos más cerca <strong>de</strong> nosotros.<br />

La caída en una especie <strong>de</strong> abismo <strong>de</strong> <strong>de</strong>sesperación y <strong>de</strong> <strong>de</strong>sencanto encontraba<br />

en Moreno Jimenes, en su prédica poética, un asi<strong>de</strong>ro, un consuelo contra un mundo<br />

<strong>de</strong>squiciado.<br />

Nos enseñaron a amar las cosas pequeñas, lo humil<strong>de</strong>, a saber que <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> unos harapos<br />

hay un alma <strong>de</strong> la misma marca que cualquier otra fabricada por Dios, con sus anhelos,<br />

capaz <strong>de</strong> sentir a la divinidad en la majestad <strong>de</strong> la noche, aunque haga frío y el hielo muerda<br />

los pies apenas <strong>de</strong>fendidos por unas cortezas <strong>de</strong> abedul.<br />

Jamás paramos en lo político. Quizás si los rusos hubieran llegado solos éste hubiera sido<br />

el camino a tomar, pero vinieron <strong>de</strong> brazo <strong>de</strong> los franceses y <strong>de</strong> los alemanes. No teníamos<br />

el menor <strong>de</strong>recho a distinguir entre una barbarie sencilla y una barbarie ilustrada. Todos<br />

eran hombres arrastrados por un torbellino, maléfico cogidos entre los <strong>de</strong>dos <strong>de</strong> un <strong>de</strong>sastre<br />

físico y moral. Lo mismo nos parecían los alemanes <strong>de</strong> Renn, <strong>de</strong> Remarque, <strong>de</strong> Zweig;<br />

los franceses <strong>de</strong> Barbusse, que los rusos <strong>de</strong> Gorki, <strong>de</strong> Pilniak, <strong>de</strong> Borodin, <strong>de</strong> Glaskov. Eran<br />

hombres perdidos, arrastrados por los vientos <strong>de</strong> la impiedad y <strong>de</strong>l fanatismo, por las aguas<br />

sucias <strong>de</strong> los vicios y <strong>de</strong> la inhumanidad.<br />

Para salvarnos teníamos que volver a lo nuestro. Era como un retorno al buen salvaje,<br />

volver los ojos al momento en que Chateaubriand puso <strong>de</strong> moda al hombre americano al<br />

natural. Europa no tenía nada que hacer. Lo que durante siglos había constituido el i<strong>de</strong>al<br />

humano, el ejemplo digno <strong>de</strong> imitación, rodaba por un fango ensangrentado, entre ruinas<br />

humeantes, <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> los rotos zapatos <strong>de</strong> hombres que habían perdido a Dios, carentes <strong>de</strong><br />

esperanzas, sin fe.<br />

Nos negábamos a aceptar la salvación que <strong>de</strong>l otro lado <strong>de</strong>l mar se nos ofrecía. El espectáculo<br />

que habíamos visto gracias a los libros nos <strong>de</strong>salentó profundamente. Sentíamos<br />

la necesidad <strong>de</strong> sujetarnos <strong>de</strong> algo, pero ese algo no aparecía. Teníamos urgencia <strong>de</strong> fe, y el<br />

cuadro que nos pusieron por <strong>de</strong>lante nos cerraba todas las sendas. ¿Quién podía llenar el<br />

horrible vacío que nos cayó en el alma? ¿En nombre <strong>de</strong> qué i<strong>de</strong>ales podíamos actuar? ¿Qué<br />

había <strong>de</strong> sagrado, qué quedaba, en un mundo en que los mejores hombres hacían las cosas<br />

peores, riendo, rascándose las llagas, las que brotan en la piel como una flor in<strong>de</strong>cente o las<br />

que se escon<strong>de</strong>n, purulentas, en las entrañas? ¿Qué podíamos nosotros, en el período <strong>de</strong> las<br />

in<strong>de</strong>cisiones, contra esas olas negras <strong>de</strong> pesimismo, contra las trampas <strong>de</strong> las i<strong>de</strong>ologías,<br />

contra el po<strong>de</strong>r <strong>de</strong> la verdad que <strong>de</strong>sataba sobre la tierra sus caballos locos, los elefantes<br />

borrachos <strong>de</strong> las guerras <strong>de</strong> Cartago, contra las infectas miasmas que se levantaban <strong>de</strong> la<br />

vida <strong>de</strong> los gran<strong>de</strong>s pueblos y que nos ahogaban, nos cegaban?<br />

Instintivamente cantamos el paisaje <strong>de</strong> la tierra, con sus cactus solitarios, con sus bayahondas<br />

que ofrecen su escasa sombra al ganado, con sus ríos secos, con sus hombres<br />

pobres y humil<strong>de</strong>s.<br />

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