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Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES<br />

a las horquillas con que las mujeres se sujetan el cabello–. Nos parece muy atinado, porque<br />

nos luce fino, que Goethe pida: “un pañuelo que haya estado en tu seno”, pero suena muy<br />

mal eso <strong>de</strong>l “gancho”.<br />

El agente <strong>de</strong> policía <strong>de</strong> servicio, dormido en su silla a la puerta <strong>de</strong> la Comisaría, movido<br />

sabe Dios por qué fuerzas subconscientes que lo hacían <strong>de</strong>spertar a su <strong>de</strong>bido tiempo, estira<br />

los brazos y bosteza. Casi no lo veíamos, pero sabíamos que era así, y cojeando porque una<br />

pierna se había negado a <strong>de</strong>spertar, se acercaba a la esquina, tomaba los últimos pelos <strong>de</strong><br />

una soga y tiraba dos veces. Las dos <strong>de</strong> la mañana.<br />

Estaba bien.<br />

Poníamos a Dios en su altar, a la mujer en su nube, al arte en su pe<strong>de</strong>stal, a la realidad<br />

junto a las vacas, encima <strong>de</strong>l mar; y abandonábamos a Moreno sobre los caminos <strong>de</strong> nuestra<br />

tierra. Moreno era entonces una especie <strong>de</strong> Judío Errante <strong>de</strong> la Poesía, con su maletita llena<br />

<strong>de</strong> libritos, una camisa y unos calcetines.<br />

Dejábamos que la armonía hiciera su trabajo y ya con las cosas en su sitio nos <strong>de</strong>sperdigábamos<br />

por las calles <strong>de</strong>l pueblo, tropezando con las piedras, hipnotizados por un cielo<br />

que nos miraba impávido con sus millares <strong>de</strong> ojitos amarillos.<br />

Baní (tercera parte) (1932)<br />

Una ola <strong>de</strong> libros rusos llegó a nuestras playas. Los leíamos con avi<strong>de</strong>z. Estábamos<br />

frente a un mundo <strong>de</strong>sconocido, a hombres, a almas que ni siquiera imaginábamos. Casi<br />

todos conocíamos a Dostoievski, algunos a Turgenev, a Tolstoi y a Gorki. Pero esto era otro<br />

mundo. Las novelas <strong>de</strong> la guerra roja; las hambres, los sacrificios, las tierras negras, las<br />

enormes estepas heladas, y en medio <strong>de</strong> ellas los hombres, con sus problemas, sus piojos,<br />

sus amores, sus sueños.<br />

No eran libros doctrinales, eran, ahora casi creo que teníamos razón, reportajes sobre el<br />

alma rusa en un momento <strong>de</strong> conflicto, <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s luchas por el pan, por las i<strong>de</strong>as, por los<br />

hijos, en <strong>de</strong>fensa <strong>de</strong> la tradición.<br />

Cemento, Las cabalgatas <strong>de</strong> Budiendi, El tren blindado, El Volga <strong>de</strong>semboca en el Mar Caspio.<br />

Juntamente con estos libros y otros muchísimos nos llegaron las novelas <strong>de</strong> la Primera Guerra:<br />

Sin novedad en el frente, El Sargento Krisha, Los que teníamos doce años, Eros en las trincheras, El<br />

Fuego y El Infierno <strong>de</strong> Barbusse, qué se yo.<br />

Instintivamente nos dábamos cuenta <strong>de</strong> que un mundo, sus conceptos, se hundía. El<br />

valor <strong>de</strong>l hombre había cambiado, retrocedía al cero <strong>de</strong> don<strong>de</strong> procedía, a ese caos, a la nada<br />

que tanto temió Santo Tomás porque, <strong>de</strong>cía, como el hombre proce<strong>de</strong> <strong>de</strong> él lo busca, siente<br />

su atracción y se entrega a él.<br />

Se borraba ante nuestros ojos estupefactos un cuadro <strong>de</strong> valores que habíamos aceptado<br />

todos. Aquellos hombres, franceses, ingleses, alemanes, que tanto admirábamos. Los<br />

italianos tan finos, se nos <strong>de</strong>rrumbaban procurando amor encima <strong>de</strong>l fango, violentamente.<br />

Las frías matanzas, los abusos contra la propiedad, los nuevos Hero<strong>de</strong>s matadores <strong>de</strong> niños,<br />

los incendiarlos acabando con las casas pobres, los establos con sus caballos, con sus pobres<br />

vacas mugiendo lastimeramente, nos helaban la sangre. El mundo no se guiaba por i<strong>de</strong>ales<br />

y aunque unos éramos partidarios <strong>de</strong> los Aliados y otros <strong>de</strong> los Alemanes –ya la guerra<br />

había acabado– todos teníamos la sensación <strong>de</strong> que habíamos perdido algo importante, que<br />

habían naufragado las mejores esperanzas, porque si en ese horror caían los pueblos más<br />

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