Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES quería desprenderse, más se enredaba. Al movimiento de la cuerda las campanadas cortas se hicieron prolongadas. Todo el mundo en los contornos se incorporó en su cama. Unos decían: “¡fuego!”, otros decían “somatén”, otros decían “¡pronunciamiento!”. En la Fuerza tocaron firme; las guardias se pusieron en pie; la gente salió a la calle; los que creían que era un incendio preguntaban: “¿adónde es el fuego?”; otros, “¿qué es lo que pasa?”. En vista de que las campanadas seguían, varios decidieron ir a la esquina del Campanario a inquirir qué pasaba. Allí se encontraron con el burro… Después de la de los Burros seguía en importancia la esquina de la Leche, la cual, como dije hace unos momentos, estaba en el cruce de la calle del Caño, después del Comercio, ahora Isabel la Católica, y la calle del Guarda Mayor, actualmente llamada General Luperón. Ese era el único sitio de la ciudad en donde se expendía aquel artículo. Era traída en bambúes. Entonces no se conocían los bidones. Era “oficio de comais”, porque campesinas eran las que venían a vender este artículo en la capital. Se traía ordinariamente de San Carlos y de otros lugares cercanos, principalmente de Pajarito y Los Minas. Pues bien: la leche se traía de esos lugares; pero la preferida era la procedente de Pajarito y Los Minas, porque se traía a la mano. La de San Carlos y otros lugares ordinarios se agitaba en el camino y, cuando se ponía al expendio, ya era boruga. La venta de leche no era gran negocio, porque muy poca gente la consumía. Entre el pueblo corría la versión de que la leche de vaca era poco saludable, y que tomada en cantidad, producía fiebre. Por eso se prefería la leche de burra. Demás está decir que no había ninguna vigilancia para la calidad del artículo. Se compraba como se vendía. Y se tomaba como se compraba. Si tenía agua o cualquiera otra sustancia que pudiera alterarlo, eso no era cuenta del comprador. Así estuvieron las cosas hasta el año más o menos de 1886, que se introdujo el uso del lactómetro. El lactómetro era un aparato muy sencillo de que se proveyó a la Policía y que ésta introducía en los bidones para comprobar el grado de densidad de la leche. Lo usaban en aquellos días los miembros del cuerpo de Policía Municipal, de los cuales los viejos habitantes de esta capital pueden recordar sus nombres. Varios de éstos eran bastante raros: el “Zambo Silencio”, José Río Seco, Tortolaya, Pájaro Verde, Laíto Alcántara. Este Laíto Alcántara era el terror de los muchachos, lo mismo que Río Seco. Ellos eran quienes iban entonces detrás de los lecheros, porque ya la venta de la leche en las esquinas había sido prohibida. Se vendía en las calles, y había hasta un cantico que inspiró una danza a uno de los músicos de entonces. Los lecheros cantaban: “a la leche gorda; a la gorda leche”. La vigilancia de la Policía se hacía muy activa mientras el cuerpo pudo contar con cinco miembros; que de ahí no pasaba; pero más tarde, la penuria del tesoro edilicio vino a ser tal, que toda la policía se redujo al comisario y a Laíto Alcántara. Laíto Alcántara era, pues, el único agente, por lo cual el pueblo, en lugar de llamarlo por su nombre, le decía “Laíto Ánima Sola”. Tenía que dar muchas carreras detrás de los lecheros para que dejaran emplear el lactómetro. Éste después cayó en desuso, porque descubrieron los vendedores de leche que echándole batata y otras cosas a la leche aumentaban su densidad y Laíto iba todos los días a la Comisaría a decir que la leche estaba perfectamente buena, a pesar de que se hallaba peor que nunca. Otra esquina que tuvo importancia fue la del Callejón. Como ya había dicho, la esquina del Callejón, es la que sale a la Plazoleta de los Curas, viniendo de la calle hoy Padre Billini. Era sobre todo notable, porque en ese sitio se reunían los que les daban las cencerradas a los viudos. Cada vez que un viudo o una viuda contraían nuevas nupcias, el día de éstas se hacía un acopio de latas viejas, cacharros y de cuanto trasto sonoro se pudiera echar mano, 424

M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS y una partida de personas de buen humor se reunían en ese lugar a darles las cencerradas. De ahí que la generalidad de los viudos prefiriera casarse de día, porque así se evitaban las cencerradas, a las cuales amparaba la obscuridad de la noche. Un hombre, sin embargo, de éstos que llamamos de pelo en pecho y sangre en el ojo, Toño Castillo, (era un hombre muy valeroso, y era viudo) contrajo matrimonio con una viuda, doña Altagracia Beauregard. Esto fue en el año 1874. Todos los tocadores de cencerradas se dispusieron a hacerles pasar un mal rato y se situaron en la esquina del Callejón, con sus latas y cacharros. Cuando el matrimonio salió de la Catedral empezaron a tocar. Pero no contaron con la huéspeda. Toño Castillo sacó su revólver, lo blandió, y los de la cencerrada pusieron pies en polvorosa. Con ese motivo el Ayuntamiento dio un bando prohibiendo las cencerradas. El bando pasó después al Libro IV del Código Penal, donde hoy figura. Esa esquina fue también testigo de un suceso trágico. Allí vivía el padre Soto, cura de la Catedral. Esto ocurrió alrededor de los años 30 al 35. Gobernaban entonces en Santo Domingo los haitianos. Era jefe de este distrito el general Carrié. El padre Soto, un día, en la iglesia de la Altagracia, increpó duramente a una señora que se presentó con sombrero. Era la primera dama que usaba este aditamento dentro del templo. El padre Soto, desde el púlpito, dijo que aquella señora estaba profanando la iglesia al llevar sombrero, el cual estaba destinado únicamente para ser usado en la calle. Ella se acongojó mucho, sobre todo cuando el padre Soto la invitó a que se retirara o a que se quitara el sombrero y colocara en su lugar una mantilla o pañuelo. Al llegar a su casa refirió el incidente a su esposo, haitiano como lo era ella, y el esposo, Gratereaux de apellido, a la madrugada del día siguiente, se puso en acecho del padre Soto, para agredirlo cuando saliera a celebrar su misa en la Catedral. Pero impaciente, viendo que eran las cinco de la mañana y el padre Soto permanecía en la casa, fue y tocó la misma campana que el burro aquél. Dio las tres campanadas. El padre Soto, al oírlas, pensó que un enfermo necesitaba de sus auxilios, y salió. Apenas estuvo afuera, Gratereaux le agredió a palos y puñaladas hasta dejarlo muerto. El suceso causó gran consternación. Se supo de una vez que era Gratereaux, porque un caballericero del general Carrié lo vio cuando huía. Se le formó proceso y fue condenado a treinta años de trabajos públicos, pena, sin embargo que no cumplió, porque haitianos de alguna influencia gestionaron con el Gobierno que lo libertara ilegalmente y así se hizo. Me contaba en una ocasión don Emiliano Tejera, quien había oído referirlo a su padre, esto: Don Juan Nepomuceno Tejera, padre de don Emiliano, don Carlos Nouel y otros, habían sido enviados a Haití en comisión para tratar de ver cómo se solucionaban las dificultades fronterizas. Hicieron el viaje de ida y el de regreso por tierra. En este último, cerca de Mirebalais, un hombre salió de entre el bosque y les pidió una limosna. Ellos se aprestaron a dársela. Hablaron en español. El pordiosero les preguntó en buen español: “¿Uds. son dominicanos?”, a lo cual don Juan Nepomuceno le contestó: “Sí”. “Tengo un recuerdo muy triste del país de Uds.”, dijo el pordiosero. “¿Cuál?”. “Algo muy triste; una falta muy grave que yo cometí; pero ¡cómo he sufrido desde entonces! ¡Cómo se amargó mi vida hasta el presente!”. “¿Y qué fue eso?”. El haitiano contestó: “Algo que me pasó”. Entonces Tejera insistió: “¿Pero qué fue lo que le pasó?” y respondió el haitiano: “Yo fui el que mató al padre Soto”. Luego de eso desapareció. Pero en realidad, los señores de las esquinas y los que hicieron las esquinas célebres a partir de cierta época fueron los serenos. Estos los heredamos de España, sólo que, en los primeros tiempos, con la costumbre española de cerca el sereno llevaba un uniforme 425

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quería <strong>de</strong>spren<strong>de</strong>rse, más se enredaba. Al movimiento <strong>de</strong> la cuerda las campanadas cortas<br />

se hicieron prolongadas. Todo el mundo en los contornos se incorporó en su cama. Unos<br />

<strong>de</strong>cían: “¡fuego!”, otros <strong>de</strong>cían “somatén”, otros <strong>de</strong>cían “¡pronunciamiento!”. En la Fuerza<br />

tocaron firme; las guardias se pusieron en pie; la gente salió a la calle; los que creían que era<br />

un incendio preguntaban: “¿adón<strong>de</strong> es el fuego?”; otros, “¿qué es lo que pasa?”. En vista<br />

<strong>de</strong> que las campanadas seguían, varios <strong>de</strong>cidieron ir a la esquina <strong>de</strong>l Campanario a inquirir<br />

qué pasaba. Allí se encontraron con el burro…<br />

Después <strong>de</strong> la <strong>de</strong> los Burros seguía en importancia la esquina <strong>de</strong> la Leche, la cual, como<br />

dije hace unos momentos, estaba en el cruce <strong>de</strong> la calle <strong>de</strong>l Caño, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong>l Comercio, ahora<br />

Isabel la Católica, y la calle <strong>de</strong>l Guarda Mayor, actualmente llamada General Luperón. Ese<br />

era el único sitio <strong>de</strong> la ciudad en don<strong>de</strong> se expendía aquel artículo. Era traída en bambúes.<br />

Entonces no se conocían los bidones. Era “oficio <strong>de</strong> comais”, porque campesinas eran las<br />

que venían a ven<strong>de</strong>r este artículo en la capital. Se traía ordinariamente <strong>de</strong> San Carlos y <strong>de</strong><br />

otros lugares cercanos, principalmente <strong>de</strong> Pajarito y Los Minas. Pues bien: la leche se traía<br />

<strong>de</strong> esos lugares; pero la preferida era la proce<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> Pajarito y Los Minas, porque se traía<br />

a la mano. La <strong>de</strong> San Carlos y otros lugares ordinarios se agitaba en el camino y, cuando<br />

se ponía al expendio, ya era boruga. La venta <strong>de</strong> leche no era gran negocio, porque muy<br />

poca gente la consumía. Entre el pueblo corría la versión <strong>de</strong> que la leche <strong>de</strong> vaca era poco<br />

saludable, y que tomada en cantidad, producía fiebre. Por eso se prefería la leche <strong>de</strong> burra.<br />

Demás está <strong>de</strong>cir que no había ninguna vigilancia para la calidad <strong>de</strong>l artículo. Se compraba<br />

como se vendía. Y se tomaba como se compraba. Si tenía agua o cualquiera otra sustancia que<br />

pudiera alterarlo, eso no era cuenta <strong>de</strong>l comprador. Así estuvieron las cosas hasta el año más<br />

o menos <strong>de</strong> 1886, que se introdujo el uso <strong>de</strong>l lactómetro. El lactómetro era un aparato muy<br />

sencillo <strong>de</strong> que se proveyó a la Policía y que ésta introducía en los bidones para comprobar<br />

el grado <strong>de</strong> <strong>de</strong>nsidad <strong>de</strong> la leche. Lo usaban en aquellos días los miembros <strong>de</strong>l cuerpo <strong>de</strong><br />

Policía Municipal, <strong>de</strong> los cuales los viejos habitantes <strong>de</strong> esta capital pue<strong>de</strong>n recordar sus<br />

nombres. Varios <strong>de</strong> éstos eran bastante raros: el “Zambo Silencio”, José Río Seco, Tortolaya,<br />

Pájaro Ver<strong>de</strong>, Laíto Alcántara. Este Laíto Alcántara era el terror <strong>de</strong> los muchachos, lo mismo<br />

que Río Seco. Ellos eran quienes iban entonces <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> los lecheros, porque ya la venta<br />

<strong>de</strong> la leche en las esquinas había sido prohibida. Se vendía en las calles, y había hasta un<br />

cantico que inspiró una danza a uno <strong>de</strong> los músicos <strong>de</strong> entonces. Los lecheros cantaban: “a<br />

la leche gorda; a la gorda leche”. La vigilancia <strong>de</strong> la Policía se hacía muy activa mientras el<br />

cuerpo pudo contar con cinco miembros; que <strong>de</strong> ahí no pasaba; pero más tar<strong>de</strong>, la penuria<br />

<strong>de</strong>l tesoro edilicio vino a ser tal, que toda la policía se redujo al comisario y a Laíto Alcántara.<br />

Laíto Alcántara era, pues, el único agente, por lo cual el pueblo, en lugar <strong>de</strong> llamarlo por su<br />

nombre, le <strong>de</strong>cía “Laíto Ánima Sola”. Tenía que dar muchas carreras <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> los lecheros<br />

para que <strong>de</strong>jaran emplear el lactómetro. Éste <strong>de</strong>spués cayó en <strong>de</strong>suso, porque <strong>de</strong>scubrieron<br />

los ven<strong>de</strong>dores <strong>de</strong> leche que echándole batata y otras cosas a la leche aumentaban su <strong>de</strong>nsidad<br />

y Laíto iba todos los días a la Comisaría a <strong>de</strong>cir que la leche estaba perfectamente buena, a<br />

pesar <strong>de</strong> que se hallaba peor que nunca.<br />

Otra esquina que tuvo importancia fue la <strong>de</strong>l Callejón. Como ya había dicho, la esquina<br />

<strong>de</strong>l Callejón, es la que sale a la Plazoleta <strong>de</strong> los Curas, viniendo <strong>de</strong> la calle hoy Padre Billini.<br />

Era sobre todo notable, porque en ese sitio se reunían los que les daban las cencerradas a<br />

los viudos. Cada vez que un viudo o una viuda contraían nuevas nupcias, el día <strong>de</strong> éstas se<br />

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