Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES de: “¡Fuego!” “¡Fuego!”, y la angustia que producían, sobre todo a quienes en ese momento no estaban cerca de su casa, era indecible. Afirmaban algunos que los fuegos eran obra de los haitianos, cuyo emperador Faustino estaba meditando una revancha para resarcirse de los descalabros de sus tropas en la campaña del 55 al 56. Se decía también que formaban parte de un plan adoptado por los “santanistas” para sembrar el terror en Azua, considerada ya para esa época como el baluarte del “baecismo”. Lo cierto era que se hacía necesario, de toda precisión, atajar el mal, antes de que un día amaneciese todo Azua convertida en pavesas, y lo primero que en ese camino decidió el gobernador fue convocar a los notables del pueblo para una asamblea que debía reunirse en la casa del Ayuntamiento. Así se hizo. La sala capitular se encontraba la misma tarde de la convocatoria colmada de gente. Veíanse en ella al cura de la parroquia, al corregidor, los vocales y el síndico del Consejo Municipal, a individuos del comercio, a jefes y oficiales de las reservas del ejército y a otros hombres conspicuos por su saber o por su ascendiente sobre las masas. En pocas palabras, encontrábase allí cuanto representaba algo en el pueblo, en cualquiera de sus actividades. Naturalmente, quien presidía la reunión era Valentín Ramírez, el gobernador. Este, sin más preámbulo, manifestó la urgencia de ponerle término a aquella situación de zozobra en que se venía viviendo desde hacía unos días, y terminó exponiendo que, como para eso tenía “la autoridad” que contar con la ayuda del pueblo, había llamado a los presentes con objeto de examinar los mejores medios para llegar al fin que seguramente todos anhelaban. Habló en seguida el síndico procurador, y a vuelta de una corta peroración propuso que se formase un cuerpo de serenos, organizado por el Ayuntamiento y pagado por el comercio. Asintieron todos los del Concejo Municipal. Semejante propuesta fue recibida, en cambio, con gesto avinagrado por los comerciantes, uno de los cuales llegó a exclamar que entre un mal seguro, el de la contribución, y otro probable, el de un fuego, prefería lo último. Propuso entonces el boticario del pueblo que se estableciese un servicio armado de patrullas. Aprobaron muchos, pero disintieron no pocos, pensando que aquello podía ayudar a los “santanistas” a llevar a cabo tal vez qué planes. Otras proposiciones fueron apareciendo en el seno de la popular asamblea. Cada quien discurría a su guisa. Valentín Ramírez Báez, en tanto, callaba. Diríase que en medio de la vocinglería que se había ido formando, él meditaba acerca de su error al llamar a cabildo a aquella gente. Sólo aprovechando una pausa había exclamado: —¿En qué quedamos, señores? ¿Es que no vamos a ponernos por fin de acuerdo? Cada cual había lucido sus galas oratorias y dado de sí lo que su meollo era capaz de producir en materia de defensa del pueblo. Todos opinaban, es claro, que se debía evitar a costa de cualquier sacrificio la repetición de los fuegos, mas al mismo tiempo querían prevenirse contra la posibilidad de que unos se sacrificasen más que otros. Todos he dicho, y sin embargo no era así. Hallábase allí entre los concurrentes, un don Fermín, pulpero antes en Las Matas de Farfán y ahora en Azua, hombre tacaño si los hay y amigo de criticar cuanto veía u oía, y quien en todo el tiempo que la reunión había durado no había cesado de sonreír irónicamente a cada proposición que de la discusión surgía o 396

M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS dedicar al autor de ella, por lo bajo, una frase cáustica. Este don Fermín, frente a la asamblea, había quedado callado, y únicamente quienes cerca de él estaban sabían que no había tomado partido por ninguna de las opiniones que se habían manifestado hasta aquel momento. Lo que él pensaba de modo positivo no lo sabía nadie. No había duda de que la reunión iba a terminar sin haberse llegado a ningún acuerdo. El cura, creyendo haber encontrado la fórmula salvadora exclamó: —¡Señores! Aquí tenemos la solución: que medio pueblo vele mientras el otro medio duerme. Don Fermín se incorporó. Por fin iban a saber los presentes lo que él pensaba de todo aquello. —¿Y para qué eso, padre? –preguntó con tono más de reproche que de quien desea saber lo cierto. —Pues para que no falte nunca vigilancia. Así, unos estarán cuidando el pueblo hasta las doce de la noche, y de ahí, a las seis de la mañana lo estarían quienes habían dormido hasta las doce. —¿Y eso duraría mucho tiempo? –insistió don Fermín. —Mientras fuere necesario. —¿Y no creen ustedes, señores –agregó don Fermín, dirigiéndose a todos los circunstantes y comunicando a sus palabras cierto aire de arenga– que todo cuanto hagamos para evitar los fuegos será inútil, tratándose de un pueblo en que abundan los techos de cana, si basta coger una paloma, amarrarle en una patica un cabo de “túbano” encendido y echarla a volar? ¿Qué techo de cana no arde así, como un infierno, a los pocos momentos de que la paloma se pose? Las palabras de don Fermín causaron estupor. De haber sido pronunciadas en esta época se las habría llamado “sensacionales”. El corregidor hizo un movimiento para ponerse en pie, con ánimo de replicarle al imprudente pulpero. Al notar que el cura había hecho un movimiento igual, simultáneo con el suyo, y sin duda con el mismo intento, se detuvo. Después, en seguida, detuvo a ambos una voz imperativa, que salió de los labios de Valentín Ramírez Báez, quien haciendo un ademán en dirección de la puerta de enfrente exclamó: —¡Comisario! El interpelado se acercó. —A sus órdenes, gobernador. ¿Qué Manda? preguntó casi en el mismo momento en que Valentín Ramírez profería: —¡Métame este hombre en la cárcel! –agregando tras corta pausa, mientras ponía fieros ojos sobre don Fermín–: Que esas cosas no se dicen en público. El caso de Perdomo y el oficial español Transcurría la noche del 16 de abril de 1863. Un manto de dolor envolvía la ciudad de Santiago de los Caballeros. Los rostros, las palabras, toda manifestación de vida humana parecía impregnada de una tristeza muy honda. Como saliendo de un antro de muerte escuchábanse a modo de lúgubre sonido las voces de los centinelas españoles apostados en el fuerte de San Luis. —”¡Alerta centinela!”. —”¡Centinela alerta!”. —”¡Alerta está!”. 397

M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS<br />

<strong>de</strong>dicar al autor <strong>de</strong> ella, por lo bajo, una frase cáustica. Este don Fermín, frente a la asamblea,<br />

había quedado callado, y únicamente quienes cerca <strong>de</strong> él estaban sabían que no había tomado<br />

partido por ninguna <strong>de</strong> las opiniones que se habían manifestado hasta aquel momento. Lo<br />

que él pensaba <strong>de</strong> modo positivo no lo sabía nadie.<br />

No había duda <strong>de</strong> que la reunión iba a terminar sin haberse llegado a ningún acuerdo.<br />

El cura, creyendo haber encontrado la fórmula salvadora exclamó:<br />

—¡Señores! Aquí tenemos la solución: que medio pueblo vele mientras el otro medio<br />

duerme.<br />

Don Fermín se incorporó. Por fin iban a saber los presentes lo que él pensaba <strong>de</strong> todo<br />

aquello.<br />

—¿Y para qué eso, padre? –preguntó con tono más <strong>de</strong> reproche que <strong>de</strong> quien <strong>de</strong>sea<br />

saber lo cierto.<br />

—Pues para que no falte nunca vigilancia. Así, unos estarán cuidando el pueblo hasta<br />

las doce <strong>de</strong> la noche, y <strong>de</strong> ahí, a las seis <strong>de</strong> la mañana lo estarían quienes habían dormido<br />

hasta las doce.<br />

—¿Y eso duraría mucho tiempo? –insistió don Fermín.<br />

—Mientras fuere necesario.<br />

—¿Y no creen uste<strong>de</strong>s, señores –agregó don Fermín, dirigiéndose a todos los circunstantes<br />

y comunicando a sus palabras cierto aire <strong>de</strong> arenga– que todo cuanto hagamos para<br />

evitar los fuegos será inútil, tratándose <strong>de</strong> un pueblo en que abundan los techos <strong>de</strong> cana, si<br />

basta coger una paloma, amarrarle en una patica un cabo <strong>de</strong> “túbano” encendido y echarla<br />

a volar? ¿Qué techo <strong>de</strong> cana no ar<strong>de</strong> así, como un infierno, a los pocos momentos <strong>de</strong> que la<br />

paloma se pose?<br />

Las palabras <strong>de</strong> don Fermín causaron estupor. De haber sido pronunciadas en esta época<br />

se las habría llamado “sensacionales”.<br />

El corregidor hizo un movimiento para ponerse en pie, con ánimo <strong>de</strong> replicarle al<br />

impru<strong>de</strong>nte pulpero. Al notar que el cura había hecho un movimiento igual, simultáneo con<br />

el suyo, y sin duda con el mismo intento, se <strong>de</strong>tuvo. Después, en seguida, <strong>de</strong>tuvo a ambos<br />

una voz imperativa, que salió <strong>de</strong> los labios <strong>de</strong> Valentín Ramírez Báez, quien haciendo un<br />

a<strong>de</strong>mán en dirección <strong>de</strong> la puerta <strong>de</strong> enfrente exclamó:<br />

—¡Comisario!<br />

El interpelado se acercó.<br />

—A sus ór<strong>de</strong>nes, gobernador. ¿Qué Manda? preguntó casi en el mismo momento en<br />

que Valentín Ramírez profería:<br />

—¡Métame este hombre en la cárcel! –agregando tras corta pausa, mientras ponía fieros<br />

ojos sobre don Fermín–: Que esas cosas no se dicen en público.<br />

El caso <strong>de</strong> Perdomo y el oficial español<br />

Transcurría la noche <strong>de</strong>l 16 <strong>de</strong> abril <strong>de</strong> 1863. Un manto <strong>de</strong> dolor envolvía la ciudad <strong>de</strong><br />

Santiago <strong>de</strong> los Caballeros. Los rostros, las palabras, toda manifestación <strong>de</strong> vida humana<br />

parecía impregnada <strong>de</strong> una tristeza muy honda. Como saliendo <strong>de</strong> un antro <strong>de</strong> muerte<br />

escuchábanse a modo <strong>de</strong> lúgubre sonido las voces <strong>de</strong> los centinelas españoles apostados en<br />

el fuerte <strong>de</strong> San Luis.<br />

—”¡Alerta centinela!”. —”¡Centinela alerta!”. —”¡Alerta está!”.<br />

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