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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES —¡Doy doscientos pesos! (En aquellos tiempos, preciso es recordarlo, cada peso papel equivalía a lo más a medio centavo de peso fuerte, por lo cual doscientos pesos eran un peso fuerte a lo sumo). Nadie más pujó y el quinqué fue adjudicado a Ramón González, que éste era el nombre del subastador. Provisto del quinqué, y del aceite de petróleo que el capitán le suministró, y con la satisfacción de quien acababa de realizar una conquista, fuese el subastador para su casa, en la calle de los Plateros, que es hoy la de Arzobispo Meriño. Mas, y aquí del viejo refrán: “No basta hacer la paloma Sino ponerle el pico y que coma”. ¿Quién iba a manipular el quinqué de modo que alumbrase? Don Felipe y el capitán inglés habían explicado su mecanismo y cómo se le encendía. Ambos sin embargo advirtieron en la atarazana que había peligro para el manipulador si no ponía mucho cuidado en la operación, porque si la pajuela se comunicaba con el aceite era posible que éste explotase o se inflamase y provocara una llamarada grande. El aceite de petróleo era muy ordinario, del que después fue llamado aquí “gas morado”. Ni pensar, desde luego, que González se hallase dispuesto a correr este riesgo. Hombre prudente, prefería conservar como objeto de lujo el quinqué, aunque no le alumbrarse nunca. —”Si hubiera un valiente”… Esta fue la voz que circuló, mientras el estímulo tocaba a las puertas de quienes eran tenidos como capaces de afrontar un riesgo, a trueque de consolidar su fama de hombres valerosos. “Vox clamantis in deserto”… La cosa llegó hasta la residencia del general Santana. Circuló entre los oficiales del estado mayor presidencial, uno de los cuales, todavía adolescente, era el teniente Manuel de Jesús Tejera. “Si hubiera un valiente que se atreviera”… Esto se repitió por varios días. Y el valiente pareció al cabo. —Yo me atrevo –exclamó el teniente Tejera, un día en que el tema de conversación entre los edecanes del presidente Santana era ése. Tras las manifestaciones de admiración por quien a tanto se exponía, y luego de informado y hallarse conforme el dueño del quinqué, todo quedó arreglado para que la prueba tuviese verificativo el siguiente sábado en la noche. No era asunto sin embargo para guardarse entre pocos. Maravilla tan grande debía ser disfrutada por el mayor número posible, tomando, desde luego, las precauciones que la prudencia aconsejase para prevenir una desgracia. Se permitiría que hasta los infantes presenciaran el “alumbramiento” del quinqué; pero eso sí: a razonable distancia. ¿Quién “quitaba” explotase, se regase el petróleo y fuese causa de muerte de los que se hallaban próximos? La cosa, no había duda, era muy seria. Llegó el día concertado para encender el quinqué; un sábado, ya dijimos. Hasta el medio día, el teniente Tejera había mantenido inalterable el mismo arresto con que se había manifestado dispuesto a acometer la hombrada prometida. A esa hora, sin embargo, empezó a flaquear. Eran ya muchos, parientes y amigos, al acercarse la hora fatal, los que le 392

M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS hacían reflexiones sobre el peligro que su humanidad iba a correr y no era justo exponerla así tan así, cuando de ello no iba a derivar gloria ni provecho. No obstante, ni asentía ni negaba formalmente. —Está bien –dijo a los últimos que le aconsejaban. Yo no vuelvo atrás; pero para un si acaso que me busquen la vara de encender las velas en la capilla de Altagracia. Haciendo la flama en el pabilo y aplicándosela al quinqué con la vara, no creo que a esa distancia me suceda nada. ¡Magnífico! Todos asintieron. Ya entrada la noche el quinqué fue puesto por su dueño sobre una mesa en la acera y Tejera provisto de su vara con el correspondiente pabilo y de un “peine” de pajuelas. Una abigarrada multitud de hombres y mujeres, clases y edades, se hallaba situada en la calle de los Plateros, entre la del Guarda Mayor (hoy Luperón) y la del Aguacate, que llamamos en estos tiempos Gabino Puello. En el trayecto de las Mercedes a San Francisco (ahora calle Emiliano Tejera) no se le permitía estar a nadie, fuera de los oficiales de Santana. Tomó Tejera la vara. Otro oficial el peine de los fósforos. —¿Estamos listos, teniente Manuel? —Sí. Lució la llama en el pabilo de la vara. Expectación. Ansiedad. “Se oía el silencio”. Extendida por el brazo derecho, mientras la mano izquierda le servía de soporte, la vara comenzó a avanzar con lentitud al impulso del teniente. “Su gesto era el de un hombre que se está jugando la vida” –decía con mucha gracia, ya anciano, don José María Bonetti, relatando el suceso, del cual, muy joven, había sido testigo. —¡Ya! Una luz rojo-negruzca apareció brillando en la mecha del quinqué. —¡Ya! –repitió clamorosamente la muchedumbre. —¡Viva el teniente Manuel! se oyó gritar. —¡Viva el general Santana! sonó en seguida. Mecida por la suave brisa de la noche, la llama se encogía y alargaba, aumentando y disminuyendo su brillo, como si se mostrara ufana de complacer la curiosidad del público. El teniente Manuel, de pie, lucía uniformado de rayadillo su arrogante porte al lado de la lámpara, cual “pío, felice, triunfador Trajano”. El peligro había pasado y, por supuesto, fueron muchos entonces los valientes que se acercaron al quinqué. Faltaba, no obstante, un detalle: el de la colocación del tubo. Generalmente se ignoraba el nombre de éste; pero alguien que dijo haberlo escuchado de boca de don Felipe lo llamó así. Este, además, había explicado cómo se le sujetaba a la lámpara, y otro edecán del general Santana lo tomó de manos del González y lo colocó, tras lo cual, visiblemente satisfecho de su proeza, exclamó: —¡Qué bello! La multitud aplaudió. Guardado cuidadosamente el quinqué por su amo, la casa de González se vio muy concurrida durante días por muchos que no habían podido presenciar la operación de darle luz; pero que deseaban conocer aquella maravilla. 393

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES<br />

—¡Doy doscientos pesos!<br />

(En aquellos tiempos, preciso es recordarlo, cada peso papel equivalía a lo más a medio<br />

centavo <strong>de</strong> peso fuerte, por lo cual doscientos pesos eran un peso fuerte a lo sumo).<br />

Nadie más pujó y el quinqué fue adjudicado a Ramón González, que éste era el nombre<br />

<strong>de</strong>l subastador.<br />

Provisto <strong>de</strong>l quinqué, y <strong>de</strong>l aceite <strong>de</strong> petróleo que el capitán le suministró, y con la satisfacción<br />

<strong>de</strong> quien acababa <strong>de</strong> realizar una conquista, fuese el subastador para su casa, en<br />

la calle <strong>de</strong> los Plateros, que es hoy la <strong>de</strong> Arzobispo Meriño.<br />

Mas, y aquí <strong>de</strong>l viejo refrán:<br />

“No basta hacer la paloma<br />

Sino ponerle el pico y que coma”.<br />

¿Quién iba a manipular el quinqué <strong>de</strong> modo que alumbrase? Don Felipe y el capitán<br />

inglés habían explicado su mecanismo y cómo se le encendía. Ambos sin embargo advirtieron<br />

en la atarazana que había peligro para el manipulador si no ponía mucho cuidado en la<br />

operación, porque si la pajuela se comunicaba con el aceite era posible que éste explotase o<br />

se inflamase y provocara una llamarada gran<strong>de</strong>.<br />

El aceite <strong>de</strong> petróleo era muy ordinario, <strong>de</strong>l que <strong>de</strong>spués fue llamado aquí “gas morado”.<br />

Ni pensar, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego, que González se hallase dispuesto a correr este riesgo. Hombre pru<strong>de</strong>nte,<br />

prefería conservar como objeto <strong>de</strong> lujo el quinqué, aunque no le alumbrarse nunca.<br />

—”Si hubiera un valiente”…<br />

Esta fue la voz que circuló, mientras el estímulo tocaba a las puertas <strong>de</strong> quienes eran tenidos<br />

como capaces <strong>de</strong> afrontar un riesgo, a trueque <strong>de</strong> consolidar su fama <strong>de</strong> hombres valerosos.<br />

“Vox clamantis in <strong>de</strong>serto”…<br />

La cosa llegó hasta la resi<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong>l general Santana. Circuló entre los oficiales <strong>de</strong>l estado<br />

mayor presi<strong>de</strong>ncial, uno <strong>de</strong> los cuales, todavía adolescente, era el teniente Manuel <strong>de</strong><br />

Jesús Tejera.<br />

“Si hubiera un valiente que se atreviera”…<br />

Esto se repitió por varios días.<br />

Y el valiente pareció al cabo.<br />

—Yo me atrevo –exclamó el teniente Tejera, un día en que el tema <strong>de</strong> conversación entre<br />

los e<strong>de</strong>canes <strong>de</strong>l presi<strong>de</strong>nte Santana era ése.<br />

Tras las manifestaciones <strong>de</strong> admiración por quien a tanto se exponía, y luego <strong>de</strong> informado<br />

y hallarse conforme el dueño <strong>de</strong>l quinqué, todo quedó arreglado para que la prueba<br />

tuviese verificativo el siguiente sábado en la noche.<br />

No era asunto sin embargo para guardarse entre pocos. Maravilla tan gran<strong>de</strong> <strong>de</strong>bía<br />

ser disfrutada por el mayor número posible, tomando, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego, las precauciones que<br />

la pru<strong>de</strong>ncia aconsejase para prevenir una <strong>de</strong>sgracia. Se permitiría que hasta los infantes<br />

presenciaran el “alumbramiento” <strong>de</strong>l quinqué; pero eso sí: a razonable distancia. ¿Quién<br />

“quitaba” explotase, se regase el petróleo y fuese causa <strong>de</strong> muerte <strong>de</strong> los que se hallaban<br />

próximos? La cosa, no había duda, era muy seria.<br />

Llegó el día concertado para encen<strong>de</strong>r el quinqué; un sábado, ya dijimos. Hasta el<br />

medio día, el teniente Tejera había mantenido inalterable el mismo arresto con que se había<br />

manifestado dispuesto a acometer la hombrada prometida. A esa hora, sin embargo,<br />

empezó a flaquear. Eran ya muchos, parientes y amigos, al acercarse la hora fatal, los que le<br />

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