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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES El espectáculo que ante su vista se presentó fue horrible. Cuquito corría de un extremo a otro de la azotea sujetando con las manos delanteras al niño. El llanto de éste se oía desde la plazuela. —¡Cuquito! ¡Cuquito! –gritó la desolada madre– ¡Baja! Mas el mono, creyendo –tal parecía al menos– que aquella gente había acudido allí para presenciar sus piruetas, no sólo no bajó, sino que aproximándose al borde de la azotea, hizo un movimiento como de si fuese a arrojar desde lo alto al pequeñuelo. —¡Santísimo Sacramento! –clamó la angustiada señora, el rostro bañado por las lágrimas, prosternándose en el suelo y abriendo en cruz los brazos– ¡Salva a mi hijo! ¡Ofrézcote esa casa, Divinísimo Sacramento! En ese instante llegaba don Luis, quien atraído por la aterradora nueva había abandonado atropelladamente la visita que hacía. —¡Óyela, Señor Dios! –imploró el caballero, mientras doblaba en tierra ambas rodillas al lado de su consorte. —¡Óyela! ¡Señor! –repitió clamorosamente alzando los ojos al cielo la consternada muchedumbre que, impotente, contemplaba la tremenda escena. Pasó un rato. El orangután se había detenido en sus correrías sobre el techo. Después desapareció lentamente en dirección a la parte opuesta del terrado y durante varios minutos se le dede ver. Todos los corazones palpitaban con violencia. Aquello era ya demasiado para que una madre pudiese resistirlo y doña Librada cayó de bruces, desmayada. El Cielo, empero, había oído la ardiente plegaria de doña Librada. El mono había descendido por el lado de la casa en que el cuerpo principal de ésta y la galería se unían y penetrando en la misma habitación donde dormía el niño en el momento de raptarlo le colocó en la cuna. Así, cuando el caballero Garay, ayudado de Lorenzo y otros llegaba al pie de la escalera conduciendo el cuerpo inánime de la señora, la esclava Norberta apareció en lo alto con aquél en los brazos, agarrándolo frenéticamente en actitud de quien se hallaba dispuesto a sacrificar la vida antes de dejárselo quitar de nuevo. —¡Bendecido y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar! profirió don Luis. Llevada a su alcoba doña Librada y llamando el físico de la familia para prestarle sus auxilios, Lorenzo se apartó del grupo. Fuese primero al salón que mira al patio interior y de ahí se dirigió resueltamente al cuarto de armas del caballero, en el fondo de la galería. A la vista del arcabuz, que bajo una panoplia de aceros toledanos simulaba un largo brazo extendido para servir de soporte a las espadas, una sonrisa diabólica contrajo su rostro. Descolgó el arma y apoyando en la mano siniestra la barquilla la cargó. Por la primera vez en su vida se permitía un exceso de esta naturaleza. El atrevido simio, una vez realizada su fechoría, se había ido a refugiar a uno de los rincones del último patio entre las ramas de un corpulento níspero del Perú, que era el sitio de su predilección. Lorenzo sabía esto y allí se encaminó, bajando por la escalera trasera en donde la galería terminaba y daba acceso al suelo. A poco el hombre y el mono se encontraban de frente. Rápido como el rayo Lorenzo apuntó y disparó. Cuquito, certeramente arcabuceado, dio un salto y cayó muerto. 362

La vindicta estaba satisfecha. —Que en él se ensuelva –murmuró el esclavo, y volvió al interior de la casa. Al día siguiente, en acto público y solemne, don Luis y doña Librada, ya restablecida, cumplieron la promesa que habían hecho al Santísimo Sacramento. Y de ahí por qué, según creían y afirmaban nuestros abuelos, el Bienamado fue el legítimo dueño de aquella casa hasta que, andando los tiempos, plugo a los invasores de Occidente desviarla de tan noble y altísimo destino. 1918. Gallardo M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS Gallardo fue el punto negro del gobierno de Ferrand. A decir verdad, la dominación francesa no disfrutó nunca de popularidad entre los dominicanos. Aquel Godoy, favorito de Carlos IV, más tarde Príncipe de la Paz, había entregado el país a Francia en Basilea en el año 1795, disponiendo de nuestra suerte para el futuro con la misma frialdad de ánimo que se hubiese podido emplear para pasar de unas manos a otras un carnero en el mercado; mas no por eso el amor a España se había siquiera enfriado en el corazón de los dominicanos, ni había pecho en el cual hubiese dejado de estar constantemente añorado el recuerdo de los tiempos idos, en que la bandera de Aragón y de Castilla lucía ufana sus colores sobre la antilla predilecta del completador del Globo. Entre la perspectiva sin embargo de llegar a verse convertidos en manumisos del astuto Toussaint Louverture, primero, y del truculento Dessalines más tarde, o aceptar con resignación el señorío francés, la elección no era dudosa, y los dominicanos, al decidirse por este segundo extremo, se sentían tranquilos, tanto como hubiera podido estarlo quien se hubiese acogido a una madrastra, en presencia de la alternativa de hacerlo así o caer bajo los puños de un implacable carcelero. Fue en aquellos días cuando el cura de Santiago, don Juan Vásquez, el mismo a quien la soldadesca de Cristóbal acuchilló y carbonizó en 1805, haciendo referencia a la Paz de Basilea, a la invasión de Toussaint y al crucero que estaba efectuando en los mares de esta isla la escuadra británica enviada por Lord Edffimghan, gobernador de Jamaica, para ver de arrancar a la naciente República Francesa la joya que Godoy le había regalado, pintaba así el conturbado espíritu del pueblo de Santo Domingo: “Ayer Español nací, A la tarde fui Francés, A la noche Etíope fui; Hoy dicen que soy inglés: No sé qué será de mí”. A pesar del cúmulo de dificultades que se halló obligado a confrontar a diario y del estado desastroso en que dejó sumido al país la invasión de Dessalines, justo es confesar que el general Ferrand puso todos sus mejores empeños en hacer un buen gobierno, sacando por decirlo así recursos de la nada, ya que de la colonia no le era dable obtenerlos sino en muy escasa medida y de la metrópoli no los recibía en ninguna. El punto negro era, ya lo hemos dicho, el comisario de policía, Gallardo, español, por más señas abogado, hombre de mucho talento; pero de corazón duro como peña y alma 363

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES<br />

El espectáculo que ante su vista se presentó fue horrible. Cuquito corría <strong>de</strong> un extremo<br />

a otro <strong>de</strong> la azotea sujetando con las manos <strong>de</strong>lanteras al niño. El llanto <strong>de</strong> éste se oía <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

la plazuela.<br />

—¡Cuquito! ¡Cuquito! –gritó la <strong>de</strong>solada madre– ¡Baja!<br />

Mas el mono, creyendo –tal parecía al menos– que aquella gente había acudido allí para<br />

presenciar sus piruetas, no sólo no bajó, sino que aproximándose al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la azotea, hizo<br />

un movimiento como <strong>de</strong> si fuese a arrojar <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lo alto al pequeñuelo.<br />

—¡Santísimo Sacramento! –clamó la angustiada señora, el rostro bañado por las lágrimas,<br />

prosternándose en el suelo y abriendo en cruz los brazos– ¡Salva a mi hijo! ¡Ofrézcote esa<br />

casa, Divinísimo Sacramento!<br />

En ese instante llegaba don Luis, quien atraído por la aterradora nueva había abandonado<br />

atropelladamente la visita que hacía.<br />

—¡Óyela, Señor Dios! –imploró el caballero, mientras doblaba en tierra ambas rodillas<br />

al lado <strong>de</strong> su consorte.<br />

—¡Óyela! ¡Señor! –repitió clamorosamente alzando los ojos al cielo la consternada muchedumbre<br />

que, impotente, contemplaba la tremenda escena.<br />

Pasó un rato. El orangután se había <strong>de</strong>tenido en sus correrías sobre el techo. Después<br />

<strong>de</strong>sapareció lentamente en dirección a la parte opuesta <strong>de</strong>l terrado y durante varios minutos<br />

se le <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> ver.<br />

Todos los corazones palpitaban con violencia.<br />

Aquello era ya <strong>de</strong>masiado para que una madre pudiese resistirlo y doña Librada cayó<br />

<strong>de</strong> bruces, <strong>de</strong>smayada.<br />

El Cielo, empero, había oído la ardiente plegaria <strong>de</strong> doña Librada. El mono había<br />

<strong>de</strong>scendido por el lado <strong>de</strong> la casa en que el cuerpo principal <strong>de</strong> ésta y la galería se unían<br />

y penetrando en la misma habitación don<strong>de</strong> dormía el niño en el momento <strong>de</strong> raptarlo le<br />

colocó en la cuna.<br />

Así, cuando el caballero Garay, ayudado <strong>de</strong> Lorenzo y otros llegaba al pie <strong>de</strong> la escalera<br />

conduciendo el cuerpo inánime <strong>de</strong> la señora, la esclava Norberta apareció en lo alto con<br />

aquél en los brazos, agarrándolo frenéticamente en actitud <strong>de</strong> quien se hallaba dispuesto a<br />

sacrificar la vida antes <strong>de</strong> <strong>de</strong>járselo quitar <strong>de</strong> nuevo.<br />

—¡Ben<strong>de</strong>cido y alabado sea el Santísimo Sacramento <strong>de</strong>l Altar! profirió don Luis.<br />

Llevada a su alcoba doña Librada y llamando el físico <strong>de</strong> la familia para prestarle sus<br />

auxilios, Lorenzo se apartó <strong>de</strong>l grupo. Fuese primero al salón que mira al patio interior y<br />

<strong>de</strong> ahí se dirigió resueltamente al cuarto <strong>de</strong> armas <strong>de</strong>l caballero, en el fondo <strong>de</strong> la galería.<br />

A la vista <strong>de</strong>l arcabuz, que bajo una panoplia <strong>de</strong> aceros toledanos simulaba un largo brazo<br />

extendido para servir <strong>de</strong> soporte a las espadas, una sonrisa diabólica contrajo su rostro.<br />

Descolgó el arma y apoyando en la mano siniestra la barquilla la cargó. Por la primera vez<br />

en su vida se permitía un exceso <strong>de</strong> esta naturaleza.<br />

El atrevido simio, una vez realizada su fechoría, se había ido a refugiar a uno <strong>de</strong> los<br />

rincones <strong>de</strong>l último patio entre las ramas <strong>de</strong> un corpulento níspero <strong>de</strong>l Perú, que era el sitio<br />

<strong>de</strong> su predilección. Lorenzo sabía esto y allí se encaminó, bajando por la escalera trasera en<br />

don<strong>de</strong> la galería terminaba y daba acceso al suelo.<br />

A poco el hombre y el mono se encontraban <strong>de</strong> frente.<br />

Rápido como el rayo Lorenzo apuntó y disparó.<br />

Cuquito, certeramente arcabuceado, dio un salto y cayó muerto.<br />

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