Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

banreservas.com.do
from banreservas.com.do More from this publisher
23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES la mano, y os mando que non entrasede en la dicha villa de Azua por tiempo de dos meses continuos, y que cumpliesedes otras cosas en la dicha sentencia conthenidas, lo qual todo diz que vos habisteis hecho y complido, y me suplicasteis vos hiciese merced de os habilitar para que non embargante lo susodicho pudiesedes tener y usar qualesquier oficios públicos y de honra en estos nuestros reynos y en las yindias, o como la mi merced fuese; lo qual visto por los del nuestro Consexo de la General Inquisición y la relación que cerca de lo susodicho el dicho obispo envio, fue acordado que debía mandar dar esta mi cedula en la dicha razón, e Yo por vos hacer bien y merced, touelo por bien, e por la presente vos habilito y hago habile y capaz para que, sin embargo de lo conthenido en dicha sentencia y cumplimiento de dicha penitencia publica, en sin caer nin incurrir por ello en pena alguna, non teniendo otra inhabilidad por otra cabsa o razón, podais tener y usar qualesquier oficios publicos y de honra que vos fueren dados y encomendados en estos nuestros reynos y en las yindias, segund y como los pudieredes tener y usar antes y al tiempo que la dicha sentencia contra vos fuese pronunciada y executada en vuestra persona, segund dicho es, y quitamos de vos cualquier nota de infamia en que por razón de lo susodicho hayais caido e incurrido de lo qual Mande dar e di esta cedula firmada de mi nombre”. Después de esta real merced, el aire se le hizo respirable a Martín García. Sus cuitas terminaron. El proceso de Santín Don Bernardo Santín era uno de los comerciantes de mayor arraigo de la vieja ciudad de Santo Domingo. De fortuna más que regular, si se le comparaba con la generalidad de las de aquellos tiempos, dedicábase a los ramos de quincalla y loza. El almacén de sus negocios se hallaba situado en las proximidades de la Atarazana. Natural de Cataluña, había venido a radicarse, siendo muy joven, en la capital de la antigua Española. Creyente sincero, cumplidor de sus obligaciones como cristiano católico militante, amante de las glorias de su rey, exacto siempre en el pago de los tributos con que contribuía a las cargas del gobierno de la colonia, nunca había dado motivos para dudar de su fidelidad a la Iglesia; ni de su lealtad a la persona de su príncipe. Vivía con su familia, compuesta de su mujer y varios hijos, en una casa de la calle del Caño, cerca de la iglesia de Santa Bárbara, lugar de residencia de varias de las más linajudas personas de la ciudad. Casi no había ocasión de la arribada de un barco en que don Bernardo no recibiese algún cargamento destinado a mantener en estado floreciente una de las líneas de su comercio. En una de ésas llegó al puerto del Ozama un bajel de matrícula española. Procedía de Portugal. Gran parte de la carga venía destinada a don Bernardo. Todo quincalla y loza, principalmente esto último. Las mercaderías dirigidas a Santín fueron llevadas al almacén, mediante un ligero examen del contenido de los bultos. Transcurridos varios días, una noche, poco después de la media, varios toques dados a la puerta de entrada de la casa de Santín despertaron a cuantos dormían adentro. El primero en incorporarse fue Santín. No habló, sin embargo. 354

M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS Minutos después resonaron los mismos toques. Esta vez, con voz entrecortada por la impresión que había producido en su ánimo aquella intempestiva llamada, inquirió: —¿Quién va? —En nombre del rey, abra seguido. A la intranquilidad de los primeros momentos, sucedió el miedo. —¿Quién… dice?… balbuceó. —¡La Santa Inquisición! Estas palabras llegaron a sus oídos con sonido lúgubre. Sus manos, frías por el terror que se apodede él, se alargaron para tomar de una mesita próxima la palmatoria. No pudiendo sostenerla, a causa del temblor que agitaba ya todo su cuerpo, la palmatoria cayó al suelo. La mujer de Santín, que lo había oído todo; pero que no había podido articular palabra, exclamó entonces: —¡La Virgen de las Mercedes nos valga! Escucháronse de nuevo las voces: —¡Abrid sin tardanza! ¡Paso a la Santa Inquisición! Un tanto repuesto de la primera impresión, don Bernardo Santín, buscando a tientas, recogió la palmatoria del suelo, hizo luz y fue hacia la puerta. Sosteniendo la palmatoria en la siniestra, mientras con la diestra levantaba la aldaba, advirtió: —¡Cuidado con la puerta, que allá va! Apenas había abierto, penetraron dos hombres: dos alguaciles. Después dos más: un oidor y un amanuense de la Audiencia. —Tenemos denuncia de un sacrilegio –dijo el oidor– y venimos a inquirirlo. Don Bernardo no contestó. Faltábale aliento. Luego de implorar mentalmente el auxilio del cielo, exclamó: —¿Sacrilegio? ¿Quién? ¡Imposible! —Ya lo veremos. ¿Dónde se halla el último cargamento que usted recibió? —En mi almacén. —¿Está completo? —Tiene que estarlo. —Acabe de vestirse y traiga sus llaves. Vamos allá. A poco por las lóbregas calles que conducían a la Atarazana, los agentes del rey, llevando a Santín delante, se encaminaron al almacén de éste. Ya adentro, alumbrados por la palmatoria que llevó Santín y por un candil que allí había, el oidor extrajo de sus bolsillos varios papeles. Luego de examinarlos detúvose en uno y en seguida examinó igualmente el exterior de los bultos que contenían los objetos recién depositados en el almacén. Con la seguridad de quien sabe lo que hace le ordenó a uno de los alguaciles. —Abra éste. El alguacil tomó de una bolsa de cuero que había llevado consigo dos o tres herramientas y ejecutó la orden. —Saque los orinales que están ahí. —Desenvuélvalos. Lo que a la escasa luz de la palmatoria y el candil apareció ante la mirada atónita de los circunstantes fue algo que los ojos de don Bernardo Santín no habrían querido ver jamás: 355

M. J. TRONCOSO DE LA CONCHA | NARRACIONES DOMINICANAS<br />

Minutos <strong>de</strong>spués resonaron los mismos toques.<br />

Esta vez, con voz entrecortada por la impresión que había producido en su ánimo aquella<br />

intempestiva llamada, inquirió:<br />

—¿Quién va?<br />

—En nombre <strong>de</strong>l rey, abra seguido.<br />

A la intranquilidad <strong>de</strong> los primeros momentos, sucedió el miedo.<br />

—¿Quién… dice?… balbuceó.<br />

—¡La Santa Inquisición!<br />

Estas palabras llegaron a sus oídos con sonido lúgubre. Sus manos, frías por el terror que<br />

se apo<strong>de</strong>ró <strong>de</strong> él, se alargaron para tomar <strong>de</strong> una mesita próxima la palmatoria. No pudiendo<br />

sostenerla, a causa <strong>de</strong>l temblor que agitaba ya todo su cuerpo, la palmatoria cayó al suelo.<br />

La mujer <strong>de</strong> Santín, que lo había oído todo; pero que no había podido articular palabra,<br />

exclamó entonces:<br />

—¡La Virgen <strong>de</strong> las Merce<strong>de</strong>s nos valga!<br />

Escucháronse <strong>de</strong> nuevo las voces:<br />

—¡Abrid sin tardanza! ¡Paso a la Santa Inquisición!<br />

Un tanto repuesto <strong>de</strong> la primera impresión, don Bernardo Santín, buscando a tientas,<br />

recogió la palmatoria <strong>de</strong>l suelo, hizo luz y fue hacia la puerta. Sosteniendo la palmatoria en<br />

la siniestra, mientras con la diestra levantaba la aldaba, advirtió:<br />

—¡Cuidado con la puerta, que allá va!<br />

Apenas había abierto, penetraron dos hombres: dos alguaciles. Después dos más: un<br />

oidor y un amanuense <strong>de</strong> la Audiencia.<br />

—Tenemos <strong>de</strong>nuncia <strong>de</strong> un sacrilegio –dijo el oidor– y venimos a inquirirlo.<br />

Don Bernardo no contestó. Faltábale aliento. Luego <strong>de</strong> implorar mentalmente el auxilio<br />

<strong>de</strong>l cielo, exclamó:<br />

—¿Sacrilegio? ¿Quién? ¡Imposible!<br />

—Ya lo veremos. ¿Dón<strong>de</strong> se halla el último cargamento que usted recibió?<br />

—En mi almacén.<br />

—¿Está completo?<br />

—Tiene que estarlo.<br />

—Acabe <strong>de</strong> vestirse y traiga sus llaves. Vamos allá.<br />

A poco por las lóbregas calles que conducían a la Atarazana, los agentes <strong>de</strong>l rey, llevando<br />

a Santín <strong>de</strong>lante, se encaminaron al almacén <strong>de</strong> éste.<br />

Ya a<strong>de</strong>ntro, alumbrados por la palmatoria que llevó Santín y por un candil que allí había,<br />

el oidor extrajo <strong>de</strong> sus bolsillos varios papeles. Luego <strong>de</strong> examinarlos <strong>de</strong>túvose en uno<br />

y en seguida examinó igualmente el exterior <strong>de</strong> los bultos que contenían los objetos recién<br />

<strong>de</strong>positados en el almacén.<br />

Con la seguridad <strong>de</strong> quien sabe lo que hace le or<strong>de</strong>nó a uno <strong>de</strong> los alguaciles.<br />

—Abra éste.<br />

El alguacil tomó <strong>de</strong> una bolsa <strong>de</strong> cuero que había llevado consigo dos o tres herramientas<br />

y ejecutó la or<strong>de</strong>n.<br />

—Saque los orinales que están ahí.<br />

—Desenvuélvalos.<br />

Lo que a la escasa luz <strong>de</strong> la palmatoria y el candil apareció ante la mirada atónita <strong>de</strong> los<br />

circunstantes fue algo que los ojos <strong>de</strong> don Bernardo Santín no habrían querido ver jamás:<br />

355

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!