Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Sobre la mujer que vendría, que sea mañana y no hoy, porque esta noche estoy seguro de que tendré visitas y no podré atenderla. ¡Cuánto agradezco a usted su afectuosa solicitud! ¡Verá usted qué pronto me repongo! B. S. M. su afectísimo, P. Meriño. La mujer era una enfermera o femme de charge que él me había encargado buscarle. Con dificultad pude conseguirla, como él la deseara. Pude lograr, por fin, que una señora pobre, muy recomendable y entendida, se comprometiera a servir a mi ilustre amigo, por gratitud hacia mí y por conocer la bondad de él. Él la había aceptado, probablemente, aunque gustara poco del servicio de mujeres, por haberse acostumbrado al sevicio del otro sexo; pero ningún empeño resultó ineficaz, porque la familia suya resolvió mudarse cerca de él para atenderle sola. ¿Mi pobre amigo creía sinceramente que iba a reponerse? Tal vez. Recuerdo cartas suyas sin poderlas reproducir, por haberse extraviado, en las que me daba cuenta de su estado, siempre ocultando sus males para no entristecerme más con ellos. No escribió con frecuencia, ni extensamente, como tampoco lo hacía yo para él, sino como se ha visto. Supongo que es de 1905 una epístola sin fecha que me viene a las manos. Carta quincuagésimo sexta Mi noble y muy apreciada Amelia: Hablando a usted la verdad, yo no estoy peor; pero mi mejoría es muy poca y me siento muy débil. Creo que solamente volviendo a comer con apetito y sin miedo, lograría reponerme; pero el apetito no reaparece y no se me quita el temor de que esto o lo otro me haga daño. ¡Nada! ¡El isleño se ha aflojado enteramente! Sin embargo, ¡no vaya usted a creer que el decaimiento físico afloja también los resortes del espíritu! Gracias a éste es que no ha dado al traste conmigo esta enfermedad. No puedo escribir largo; la vista se resiente. La quiere muy de veras y besa sus manos. P. Meriño. No he copiado el final de la carta por encontrarle estupenda. ¿Podría imaginarse nadie que Monseñor en él me pidiera abaniquitos bonitos para dos de las niñas? Es increíble tal bondad hasta lo último! El isleño ¡Así se llamaba él mismo! Cuando hablaba de su entereza de carácter, decía siempre: —Como que soy isleño. ¡Este isleño no puede doblegarse! Pero al pensar en lo que la enfermedad iba haciendo de él, las lágrimas venían a mis ojos y los inundaban. ¡Pobre isleño! ¡Pronto dejaría de jactarse así, como con tal justicia solía hacerlo! Hasta el último año se ocupó de sus huérfanas. Había yo vuelto a consagrarme, por necesidad, al manejo de los negocios. A fines de 1904, desencantada de la política y sin la menor esperanza de realizar ya el sueño que me lanzara a la lid en ella: habiendo sido decepcionada por muchos de los que yo favoreciera y perdido trágicamente a aquellos con quienes más contaba, pensé, como siempre, distraerme con el cultivo de las letras. No creía yo incurable el mal que aquejaba a mi noble amigo. 306

AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO Lejos de ello, pude imaginar que él también encontraría grata diversión a sus disgustos, prestándose a trabajar conmigo. Proponíame complacerle en lo que tanto deseaba él: en la gran obra nacional ya meditaba. “Esta vez sí, decía en mis adentros, esta vez sí debo emprender ese trabajo como recompensa de sus bondades conmigo”. Como suponía asegurada nuestra posición económica, esperé tener alguna calma, un poco de solaz, para escribir mejor. ¡Pobre de mí! ¡Bien ajena estaba yo de lo que me aguardaba! Vi a mi esposo taciturno y abatido. Pensé que se sentiría más mal y le rodeé de más cuidado; pero comprendí que sus preocupaciones tenían causa distinta que se me ocultaba. Me informé. Se callaba. Nada se me quería decir. Un día descubrí el secreto. Desde mí habitación podía yo oír a los que hablaran en el establecimiento por la parte interior. Supe que un agente comercial, de una gran casa acreedora nuestra, estaba con mi esposo en conferencia. Los dos hombres hablaban alto. Tenían la voz un poco alterada. Aún sin aplicar el oído pude darme cuenta de lo que pasaba entre mi esposo y el agente. ¡Mi inquietud despertó en el sentido que menos lo esperaba, yo que vivía tortura por tantas otras inquietudes! A solas con mi esposo, le interrogué. Insistí de tal modo, que él confesó el motivo de sus tormentos en esos días. ¡Sí! ese agente venía a cobrar una suma fuerte que se le adeudaba a la casa que le empleara. Los intereses acumulados de ella, habían aumentado considerablemente: y no había dinero para satisfacerle. Otros acreedores también exigían. Yo escuchaba, ¡escuchaba! Con los ojos dilatados oía hablar de aquello y parecía no comprender. —¿Cómo, cómo? acerté a decir. ¿Qué significa eso? ¿Por qué se debe así? —Las últimas facturas han sido malas… No se vendía; no se cobraba por la guerra. —¡Yo no sé! ¡No me preguntes! ¡Sufro mucho! Más vale que me muera… ¡sí! Cayó sin fuerzas. Se demudó. ¡Qué mal se puso! Callé. ¿Qué podía hacer sino bajar la cabeza; inclinarme ante la horrible fatalidad? ¿No ha sido ese mi destino siempre? Sin preguntar más, dediquéme a alentarle, a levantarle el ánimo. Con la muerte en el alma, porque el golpe era espantoso, tanto como inesperado, con toda precaución fui arrancándole el secreto de nuestra situación comercial. Estábamos arruinados. Lo que poseíamos bastaría apenas para cubrir las deudas. Hacía tiempo que él me negaba la satisfacción de ir al campo, de todo gasto que pareciera superfluo, por ese motivo. Él quería ocultármelo, esperando que algo favorable le permitiera desembarazarse de compromisos y levantar de nuevo la casa; pero inútilmente, porque los acontecimientos políticos habían contribuido a empeorar las cosas, y nada imprevisto se había presentado. Espantoso fue mi desastre moral. En silencio volví a unirme al suyo, volví a echar sobre mis hombros la horrible carga de todas las responsabilidades. Entenderme con todos los acreedores que conocía; solicité créditos de amigos e hice compromisos personales, deshíceme de lo que me fuera propio; implanté en la casa un régimen de economía que suprimía en ella cuanto no fuera indispensable a la comodidad de mi marido. Y de todos lo defendí; evitándole las mortificaciones y los disgustos que la situación conllevaba. A todos dije: —Es un enfermo. Hay que considerarle. Responderé por él. 307

AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO<br />

Lejos <strong>de</strong> ello, pu<strong>de</strong> imaginar que él también encontraría grata diversión a sus disgustos,<br />

prestándose a trabajar conmigo. Proponíame complacerle en lo que tanto <strong>de</strong>seaba él: en<br />

la gran obra nacional ya meditaba. “Esta vez sí, <strong>de</strong>cía en mis a<strong>de</strong>ntros, esta vez sí <strong>de</strong>bo<br />

empren<strong>de</strong>r ese trabajo como recompensa <strong>de</strong> sus bonda<strong>de</strong>s conmigo”.<br />

Como suponía asegurada nuestra posición económica, esperé tener alguna calma, un<br />

poco <strong>de</strong> solaz, para escribir mejor.<br />

¡Pobre <strong>de</strong> mí!<br />

¡Bien ajena estaba yo <strong>de</strong> lo que me aguardaba!<br />

Vi a mi esposo taciturno y abatido. Pensé que se sentiría más mal y le ro<strong>de</strong>é <strong>de</strong> más cuidado;<br />

pero comprendí que sus preocupaciones tenían causa distinta que se me ocultaba. Me<br />

informé. Se callaba. Nada se me quería <strong>de</strong>cir. Un día <strong>de</strong>scubrí el secreto. Des<strong>de</strong> mí habitación<br />

podía yo oír a los que hablaran en el establecimiento por la parte interior. Supe que un agente<br />

comercial, <strong>de</strong> una gran casa acreedora nuestra, estaba con mi esposo en conferencia. Los dos<br />

hombres hablaban alto. Tenían la voz un poco alterada. Aún sin aplicar el oído pu<strong>de</strong> darme<br />

cuenta <strong>de</strong> lo que pasaba entre mi esposo y el agente. ¡Mi inquietud <strong>de</strong>spertó en el sentido<br />

que menos lo esperaba, yo que vivía tortura por tantas otras inquietu<strong>de</strong>s!<br />

A solas con mi esposo, le interrogué.<br />

Insistí <strong>de</strong> tal modo, que él confesó el motivo <strong>de</strong> sus tormentos en esos días. ¡Sí! ese agente<br />

venía a cobrar una suma fuerte que se le a<strong>de</strong>udaba a la casa que le empleara. Los intereses<br />

acumulados <strong>de</strong> ella, habían aumentado consi<strong>de</strong>rablemente: y no había dinero para satisfacerle.<br />

Otros acreedores también exigían.<br />

Yo escuchaba, ¡escuchaba! Con los ojos dilatados oía hablar <strong>de</strong> aquello y parecía no<br />

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—¿Cómo, cómo? acerté a <strong>de</strong>cir. ¿Qué significa eso? ¿Por qué se <strong>de</strong>be así?<br />

—Las últimas facturas han sido malas… No se vendía; no se cobraba por la guerra.<br />

—¡Yo no sé! ¡No me preguntes! ¡Sufro mucho! Más vale que me muera… ¡sí!<br />

Cayó sin fuerzas. Se <strong>de</strong>mudó. ¡Qué mal se puso!<br />

Callé. ¿Qué podía hacer sino bajar la cabeza; inclinarme ante la horrible fatalidad? ¿No<br />

ha sido ese mi <strong>de</strong>stino siempre?<br />

Sin preguntar más, <strong>de</strong>diquéme a alentarle, a levantarle el ánimo. Con la muerte en el<br />

alma, porque el golpe era espantoso, tanto como inesperado, con toda precaución fui arrancándole<br />

el secreto <strong>de</strong> nuestra situación comercial.<br />

Estábamos arruinados. Lo que poseíamos bastaría apenas para cubrir las <strong>de</strong>udas.<br />

Hacía tiempo que él me negaba la satisfacción <strong>de</strong> ir al campo, <strong>de</strong> todo gasto que pareciera<br />

superfluo, por ese motivo. Él quería ocultármelo, esperando que algo favorable le permitiera<br />

<strong>de</strong>sembarazarse <strong>de</strong> compromisos y levantar <strong>de</strong> nuevo la casa; pero inútilmente, porque los<br />

acontecimientos políticos habían contribuido a empeorar las cosas, y nada imprevisto se<br />

había presentado.<br />

Espantoso fue mi <strong>de</strong>sastre moral. En silencio volví a unirme al suyo, volví a echar sobre<br />

mis hombros la horrible carga <strong>de</strong> todas las responsabilida<strong>de</strong>s. Enten<strong>de</strong>rme con todos los<br />

acreedores que conocía; solicité créditos <strong>de</strong> amigos e hice compromisos personales, <strong>de</strong>shíceme<br />

<strong>de</strong> lo que me fuera propio; implanté en la casa un régimen <strong>de</strong> economía que suprimía<br />

en ella cuanto no fuera indispensable a la comodidad <strong>de</strong> mi marido. Y <strong>de</strong> todos lo <strong>de</strong>fendí;<br />

evitándole las mortificaciones y los disgustos que la situación conllevaba. A todos dije:<br />

—Es un enfermo. Hay que consi<strong>de</strong>rarle. Respon<strong>de</strong>ré por él.<br />

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