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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES se le conoció y que ni la enfermedad, ni los disgustos, ni consideración alguna, pudieron dominar. ¡Su protesta es él! A Doña Trina de Vásquez escribí yo, llena de dolor, lo que pasaba y ella en su nombre y en el de su esposo manifestó su desaprobación. Mucho se lo agradecí a ambos, quienes desde entonces merecieron de mí mayor estimación y afecto. El que quisiera captarse mis simpatías, podía bastarle venerar a Monseñor. Todavía recibí de él esta esquela, antes de que volviera su salud a alterarse para nunca más restablecerse. Carta quincuagésimo cuarta Mi muy estimada y carísima Amelia: Esta tarde me iría yo allá, con el mayor gusto, si ciertas atenciones no me lo impidieran. Así me tengo que pasar la vida, ¡estrechado por el deber! ¡Paciencia, pues! Dejé la cajita de muñecos. Mando el importe. Su adicto siempre, P. Meriño. Terminó la guerra y yo quedé herida al extremo de postrarme una vez más. Las últimas desgracias que ella ocasionara, habíanme lacerado el corazón que tan lastimado tenía ya por tantas razones. La candidatura Morales-Cáceres, había triunfado… Por ese lado había sido vencida. Mis ilusiones respecto de mis patrióticos proyectos, como consecuencia de ello, recibían un golpe casi fatal. El presidente Morales tenía otras miras, en contraposición con las mías. Él mismo lo dejaba entender y ningún medio tenía yo para impedirle ejecutar sus planes. Monseñor de Meriño seguía alejado de mi casa y ya se resentía de nuevo de su mal. Don Emiliano se reservaba lo más posible. Apenas le veía. Tantas cosas abatían mi espíritu de tal modo, que toda mi popularidad, todo mi prestigio, cuanta simpatía se me demostrara; cuanta lisonja me fuera tributada, todo era vano para mí. ¡Nada me reanimaba! Yacía yo desfallecida y doliente, sin fuerzas para reaccionar. El brillante adalid del periodismo de entonces, Miguel Angel Garrido, devoto ferviente y entusiasta de mi pobre personalidad literaria, empeñóse en que yo escribiese nuevamente, en que tomara parte en un concurso de bellas letras que iba a tener lugar, y junto con mi sobrino Héctor, con Gastón Deligne, conquistaron a mi esposo para que uniera sus instancias a las de ellos para ver de alentarme y complacerle. Lograron todos, al fin, que yo dejara el lecho y aceptara formar parte como presidente del jurado de literatura. Esta fue obra del nunca olvidado Miguel Angel, desaparecido tan tempranamente. Yo no quería escribir y él imaginó ese papel que representé en mi casa, en donde se reunieron los otros miembros, a título de honor. ¡Cuánto agradecí al vibrante escritor, que tan galante fue siempre conmigo, la distracción que me proporcionó obligándome a un esfuerzo de que yo nunca me creía capaz! ¡El que me vio una semana antes tan abatida, no habría podido reconocerme en la que llenó los deberes que aceptara, con tan aparente animación! Pero mi alma continuaba acongojada. 304
AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO LxIII ¡Oh! La enfermedad de Monseñor de Meriño. ¡Qué cruel fue para mí! ¡Esa terrible enfermedad que lo fue postrando hasta acabarle! Con peso de plomo pesó sobre mi cerebro, por la preocupación y la inquietud en que me mantenía, del mismo modo que la de mi esposo, ¡amenazado de muerte en todos los instantes! Ya su ausencia de mi casa me tenía angustiada. ¡Qué falta me hacía mi confidente, mi consolador de tantos años! Y, como si no bastase eso, enfermar mi ilustre amigo y temer yo por él. ¿Cómo refugiarme en su corazón magnánimo? ¿Cómo hablarle de pena? ¿Cómo atormentarle con mis preocupaciones? ¿No necesitaba él mismo de ser atendido, no le era menester ser consolado? En mis escasas cartas, porque ya no me atrevía a escribirle, sino cortas esquelas, trataba yo de mecerle como a un niño, cediéndole cosas tiernas, jamás nada atormentador. ¿Para qué? ¿No sufría él bastante? En esas esquelas lo que vibraba era el más amoroso sentimiento filial. Decían así: “¡Monseñor, la que va a saludarle hoy es María! ¡María, la que usted tanto quiere!¿La ve usted llegar? Ella va a visitarle. ¡Entra y se sienta a sus pies, le besa las manos! Le contempla. ¿Cómo se siente usted? ¿Se encuentra mejor? ¡No la olvide nunca, Monseñor! ¡Piense en ella y cuídese! ¡Cuídese como ella se ha cuidado por usted! ¡Déjese atender por los que le quieren y tienen la dicha de asistirle! ¡María no puede venir sino así, en un papel, pero usted sabe el afecto que le tiene y sabe también que sufrirá si usted no se cuida! Es preciso que usted mejore. Le necesito. Debe usted colaborar conmigo como siempre. ¿No le he dicho que voy a mandar a la imprenta mi novela Impenetrable y que cuento con usted para la corrección de pruebas? ¡Recuerde que me ofreció ayudarme en ello! ¡Vamos! ¡Repóngase, Monseñor mío! y levántese pronto”. Esto y otras cosas por el estilo escribíale yo en distintas esquelas. ¡Siempre era María la que iba donde él! ¡Quería parecerle animada, en tanto que de mi corazón brotaba sangre, en forma de lágrimas! ¡Porque deseaban engañarme los que me veían tan agobiada, ocultándome una parte de la verdad, no dejaba de comprender yo que ese amigo, a quien había llegado a adorar, desde que temía perderle para siempre, a pasos lentos, ¡se iba encaminando hacia la tumba! Un día un familiar del seminario estuvo a visitarme, e ignorando que yo estuviera tan profundamente impresionada por la enfermedad de Monseñor, díjome imprudentemente, como muy joven que era: —El pobre Monseñor está muy mal. Hoy, el padre (no recuerdo que nombre pronunció) nos invitó a oficiar una misa que iba a celebrarse por él, porque cree que pocos son sus días. En el asiento en que me encontraba quedé desvanecida y sin aliento. El joven quedó confundido, sobre todo porque era exagerada la noticia que me dio. Mi estado era ese. Él se moría, mientras que yo atada, como por férreas cadenas, esclava miserable de deberes superiores a los de la más noble amistad, lejos de él vivía, sin verle, sin poderle servir sino a distancia, pendiente siempre de las nuevas que de él me dieran, ¡en cruel debate con la desesperación! LxIV Carta quincuagésimo quinta ¡Gracias del alma, mi queridísima amiga! Hoy lo que siento es profunda debilidad; pero ya he comenzado a calentar la máquina, es decir: a comer algo y mejoraré. 305
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AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO<br />
LxIII<br />
¡Oh! La enfermedad <strong>de</strong> Monseñor <strong>de</strong> Meriño. ¡Qué cruel fue para mí! ¡Esa terrible enfermedad<br />
que lo fue postrando hasta acabarle! Con peso <strong>de</strong> plomo pesó sobre mi cerebro, por<br />
la preocupación y la inquietud en que me mantenía, <strong>de</strong>l mismo modo que la <strong>de</strong> mi esposo,<br />
¡amenazado <strong>de</strong> muerte en todos los instantes! Ya su ausencia <strong>de</strong> mi casa me tenía angustiada.<br />
¡Qué falta me hacía mi confi<strong>de</strong>nte, mi consolador <strong>de</strong> tantos años! Y, como si no bastase eso,<br />
enfermar mi ilustre amigo y temer yo por él. ¿Cómo refugiarme en su corazón magnánimo?<br />
¿Cómo hablarle <strong>de</strong> pena? ¿Cómo atormentarle con mis preocupaciones? ¿No necesitaba él<br />
mismo <strong>de</strong> ser atendido, no le era menester ser consolado? En mis escasas cartas, porque<br />
ya no me atrevía a escribirle, sino cortas esquelas, trataba yo <strong>de</strong> mecerle como a un niño,<br />
cediéndole cosas tiernas, jamás nada atormentador. ¿Para qué? ¿No sufría él bastante?<br />
En esas esquelas lo que vibraba era el más amoroso sentimiento filial.<br />
Decían así:<br />
“¡Monseñor, la que va a saludarle hoy es María! ¡María, la que usted tanto quiere!¿La ve<br />
usted llegar? Ella va a visitarle. ¡Entra y se sienta a sus pies, le besa las manos! Le contempla.<br />
¿Cómo se siente usted? ¿Se encuentra mejor? ¡No la olvi<strong>de</strong> nunca, Monseñor! ¡Piense en ella<br />
y cuí<strong>de</strong>se! ¡Cuí<strong>de</strong>se como ella se ha cuidado por usted! ¡Déjese aten<strong>de</strong>r por los que le quieren<br />
y tienen la dicha <strong>de</strong> asistirle! ¡María no pue<strong>de</strong> venir sino así, en un papel, pero usted sabe<br />
el afecto que le tiene y sabe también que sufrirá si usted no se cuida! Es preciso que usted<br />
mejore. Le necesito. Debe usted colaborar conmigo como siempre.<br />
¿No le he dicho que voy a mandar a la imprenta mi novela Impenetrable y que cuento con<br />
usted para la corrección <strong>de</strong> pruebas? ¡Recuer<strong>de</strong> que me ofreció ayudarme en ello!<br />
¡Vamos! ¡Repóngase, Monseñor mío! y levántese pronto”.<br />
Esto y otras cosas por el estilo escribíale yo en distintas esquelas. ¡Siempre era María la<br />
que iba don<strong>de</strong> él! ¡Quería parecerle animada, en tanto que <strong>de</strong> mi corazón brotaba sangre,<br />
en forma <strong>de</strong> lágrimas! ¡Porque <strong>de</strong>seaban engañarme los que me veían tan agobiada, ocultándome<br />
una parte <strong>de</strong> la verdad, no <strong>de</strong>jaba <strong>de</strong> compren<strong>de</strong>r yo que ese amigo, a quien había<br />
llegado a adorar, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que temía per<strong>de</strong>rle para siempre, a pasos lentos, ¡se iba encaminando<br />
hacia la tumba!<br />
Un día un familiar <strong>de</strong>l seminario estuvo a visitarme, e ignorando que yo estuviera tan<br />
profundamente impresionada por la enfermedad <strong>de</strong> Monseñor, díjome impru<strong>de</strong>ntemente,<br />
como muy joven que era:<br />
—El pobre Monseñor está muy mal. Hoy, el padre (no recuerdo que nombre pronunció)<br />
nos invitó a oficiar una misa que iba a celebrarse por él, porque cree que pocos son sus días.<br />
En el asiento en que me encontraba quedé <strong>de</strong>svanecida y sin aliento.<br />
El joven quedó confundido, sobre todo porque era exagerada la noticia que me dio. Mi<br />
estado era ese.<br />
Él se moría, mientras que yo atada, como por férreas ca<strong>de</strong>nas, esclava miserable <strong>de</strong> <strong>de</strong>beres<br />
superiores a los <strong>de</strong> la más noble amistad, lejos <strong>de</strong> él vivía, sin verle, sin po<strong>de</strong>rle servir<br />
sino a distancia, pendiente siempre <strong>de</strong> las nuevas que <strong>de</strong> él me dieran, ¡en cruel <strong>de</strong>bate con<br />
la <strong>de</strong>sesperación!<br />
LxIV<br />
Carta quincuagésimo quinta<br />
¡Gracias <strong>de</strong>l alma, mi queridísima amiga! Hoy lo que siento es profunda <strong>de</strong>bilidad; pero<br />
ya he comenzado a calentar la máquina, es <strong>de</strong>cir: a comer algo y mejoraré.<br />
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