Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES Repartían hojitas con mi retrato, reproducido del cliché que lleva mi novela Francisca Martinoff. Todos los que leyeran mis publicaciones, deseaban conocerme. Yo excitaba una gran curiosidad, por la misma razón de no vérseme en ninguna parte. Un notable pintor nacional, Luis Desangles, me obsequió con un gran retrato al óleo, de bastante parecido. En el taller del artista hubo de exponerse el cuadro por veinte días para satisfacer el deseo de una muchedumbre. En mi casa visitábanme muchas personalidades de todas clases: políticos, intelectuales; todo el mundo, pobres y ricos. Estuve a la moda, sin dejarme ver sino del que me buscara en mis habitaciones. Puedo decir que eran mis familiares, en esa época, Don Alberto Arredondo Miura, entonces joven y brillante leader del horacismo que volvía a alzar cabeza: Don Rafael Sánchez González, estimable para todo estímulo por nosotros, los Tejera, sobre todo Luis. Decíame éste con su impetuosidad nativa: —Doña Amelia, yo la considero a usted como a otra madre mía. Le debo más que la vida porque es usted la que me ha hecho conocer lo bueno y dirigido en la buena vía. ¡Esa impetuosidad de Luis que le hizo héroe de tantas aventuras, con las cuales sufrió mucho, debía costarle la vida! ¡Desgraciado! ¡Cuán funesta fue para él! Héctor, mi sobrino querido, no se sentía bien sino a mi lado. ¡Qué buena propaganda llevaba a cabo también! ¡Cuántos satélites tenía yo, pobre astro que no recibía su luz sino de un sueño iluminado! Sí. ¡Era verdad que yo trabajaba por el pueblo dominicano! ¡Y para él nada más! Mi delirio era el bien general! Convertir en nueva Arcadía a Santo Domingo; en paraíso terrestre que envidiaran las más grandes naciones del mundo, era el ideal que yo me propusiera, a costa de todo, realizar. Regenerar las masas populares, por medio del trabajo moderado y remunerado igualmente; movilizar las poblaciones rurales, gracias al celo de misioneros modestos y convencidos; hacer de los cargos públicos algo honorífico más bien que lucrativo, como en Suiza; todo era tarea sencilla si se consiguieran diez millones suministrados por capital independiente, ¡sin injerencia alguna de gobierno extranjero! ¡Diez millones que permitieran rescatar la deuda nacional, entonces mínima, según los datos que me ofreciera el que mejor que nadie debía conocerlos, que era Don Emiliano; y disponer de un sobrante que facilitara empresas en las que el pueblo consiguiera el trabajo que necesitaba! ¿Por qué había esto de considerarse como irrealizable utopía? Bien hubiera podido Pierre Lotí, en el tiempo que me lo prometió y que era el conveniente, entrevistarse con Mr. Andrew Carnegie, el multimillonario filántropo que tan magnánimamente se proponía emplear su inmensa fortuna en grandes obras de bien y recomendarme a él, interesándole en mi empresa, en lugar de partir inmediatamente para las aguas del Japón, con el buque de su comando, para estacionarse allí por largo tiempo; y el amigo desinteresado y deseoso de servirme encontrara en New York al mismo Mr. Carnegie y lograra de él audiencia en vez de llegar tarde, en los momentos en que el que buscaba acababa de partir para Escocia por larga temporada. ¿Por qué no? El resultado de esas dos intervenciones habría podido ser muy favorable porque lo que se pensaba proponer a Carnegie era un gran negocio, al mismo tiempo que una gran obra de filantropía que le hubiera conquista la inmortalidad. 298
AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO ¿La inspiración divina de Juana de Arco no venció las fuerzas del inglés altivo? ¿La fe inspirada de Santa Teresa de Jesús no dominó el orgullo, no hizo doblegar al soberbio y temible Felipe II? Mi ardiente corazón anhelaba para esta tierra amada que mi sueño luminoso fuera la llave mágica que le abriera las puertas de la felicidad. LIx Don Emiliano partió para Antoncy en julio. En aquella propiedad distante quería estar retirado aguardando los acontecimientos. En agosto prestó el juramento constitucional el presidente Woss y Gil, pero ya la idea revolucionaria cundía, iba prendiendo en todos los ánimos. Sentíase hasta en el aire. Los negocios estaban paralizados, el malestar reinaba. Llevábase una vida como artificial. Nadie gozaba de tranquilidad, sino aparentemente, permaneciendo en expectativa. Los síntomas precursores de la guerra aparecían. Algunos sucesos sangrientos tuvieron lugar aquí y allí, entre políticos. Una tarde ocurrió en la ciudad uno de ellos. Un joven de los adictos al gobierno, hirió, alevosamente según decían y mortalmente, a un señor de otro partido, muy estimado; hombre inofensivo. Gran efervescencia en los ánimos. Una gran excitación en las calles. En el momento en que me contaban el caso, llegó Monseñor de Meriño. Tenía como siempre la misma figura majestuosa, su misma arrogancia en el porte, pero en el rostro noté signos de cierta decadencia: una arruga transversal en la frente, dos pliegues a los lados de la boca. Su faz no lucía la expresión amable que lo iluminaba. —Perdone, Amelia, díjome tan pronto me hubo saludado y sentándose. Estoy mal. ¡Me pesa haber salido! Yo, que estaba tan mal impresionada, me entristecí más aún. Sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente. Añadió: —¡Sí! Estoy mal. ¡Lo que acabo de encontrarme en las calles, me hace daño! ¡Estos sucesos indignan! Estos sucesos. ¡Ah! No sé lo que será de nosotros. ¡Esta política! ¡Lo que sufro, usted no lo imagina, Amelia! No tengo esperanza alguna para este país. En menos de tres años tres gobiernos y lo que se prepara. Preví esto cuando estalló la revolución de abril y por eso la desaprobé. ¡Comprendí que era el principio del desorden, de la anarquía política! ¡Nada me sorprende ya! Yo estaba tan triste al oírle, que no le contestaba. Después de meditar un rato, con abatimiento, exclamó: —¡Tengo el corazón enfermo! ¡Jamás lo creí; pero ahora lo siento! Las lágrimas me vinieron a los ojos. Por fin dije: —¡Monseñor, no me hable así! ¿Oír de usted esas palabras? ¿De usted, el varón fuerte, que siempre supo hacer frente a todos los acontecimientos, y soportar con firmeza el peso de todas las cosas? ¡No, Monseñor! ¡Deje eso para mí! ¡No se abata y recobre su entereza! Hágale el lomo a la caja, como me aconseja usted que se lo haga yo. ¡Oh! ¡Monseñor mío! ¡Qué no le vea yo tan triste! Le besé las manos y agregué: —¡Yo también estoy enferma, Monseñor! Puede usted suponerlo, conociéndome. Pero quiero aferrarme a una esperanza...! ¡Usted sabe cuál es! ¡Pídale a Dios, Monseñor! ¡Pídale a Dios! Le estreché las manos tan nerviosamente que recuerdo haberle casi estrujado el anillo pastoral. 299
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES<br />
Repartían hojitas con mi retrato, reproducido <strong>de</strong>l cliché que lleva mi novela Francisca<br />
Martinoff.<br />
Todos los que leyeran mis publicaciones, <strong>de</strong>seaban conocerme. Yo excitaba una gran<br />
curiosidad, por la misma razón <strong>de</strong> no vérseme en ninguna parte. Un notable pintor nacional,<br />
Luis Desangles, me obsequió con un gran retrato al óleo, <strong>de</strong> bastante parecido. En el<br />
taller <strong>de</strong>l artista hubo <strong>de</strong> exponerse el cuadro por veinte días para satisfacer el <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> una<br />
muchedumbre.<br />
En mi casa visitábanme muchas personalida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> todas clases: políticos, intelectuales;<br />
todo el mundo, pobres y ricos. Estuve a la moda, sin <strong>de</strong>jarme ver sino <strong>de</strong>l que me buscara<br />
en mis habitaciones.<br />
Puedo <strong>de</strong>cir que eran mis familiares, en esa época, Don Alberto Arredondo Miura, entonces<br />
joven y brillante lea<strong>de</strong>r <strong>de</strong>l horacismo que volvía a alzar cabeza: Don Rafael Sánchez<br />
González, estimable para todo estímulo por nosotros, los Tejera, sobre todo Luis. Decíame<br />
éste con su impetuosidad nativa:<br />
—Doña Amelia, yo la consi<strong>de</strong>ro a usted como a otra madre mía. Le <strong>de</strong>bo más que la vida<br />
porque es usted la que me ha hecho conocer lo bueno y dirigido en la buena vía.<br />
¡Esa impetuosidad <strong>de</strong> Luis que le hizo héroe <strong>de</strong> tantas aventuras, con las cuales sufrió<br />
mucho, <strong>de</strong>bía costarle la vida! ¡Desgraciado! ¡Cuán funesta fue para él!<br />
Héctor, mi sobrino querido, no se sentía bien sino a mi lado. ¡Qué buena propaganda<br />
llevaba a cabo también! ¡Cuántos satélites tenía yo, pobre astro que no recibía su luz sino<br />
<strong>de</strong> un sueño iluminado!<br />
Sí. ¡Era verdad que yo trabajaba por el pueblo dominicano! ¡Y para él nada más! Mi<br />
<strong>de</strong>lirio era el bien general! Convertir en nueva Arcadía a Santo Domingo; en paraíso<br />
terrestre que envidiaran las más gran<strong>de</strong>s naciones <strong>de</strong>l mundo, era el i<strong>de</strong>al que yo me<br />
propusiera, a costa <strong>de</strong> todo, realizar. Regenerar las masas populares, por medio <strong>de</strong>l<br />
trabajo mo<strong>de</strong>rado y remunerado igualmente; movilizar las poblaciones rurales, gracias<br />
al celo <strong>de</strong> misioneros mo<strong>de</strong>stos y convencidos; hacer <strong>de</strong> los cargos públicos algo honorífico<br />
más bien que lucrativo, como en Suiza; todo era tarea sencilla si se consiguieran<br />
diez millones suministrados por capital in<strong>de</strong>pendiente, ¡sin injerencia alguna <strong>de</strong> gobierno<br />
extranjero! ¡Diez millones que permitieran rescatar la <strong>de</strong>uda nacional, entonces<br />
mínima, según los datos que me ofreciera el que mejor que nadie <strong>de</strong>bía conocerlos,<br />
que era Don Emiliano; y disponer <strong>de</strong> un sobrante que facilitara empresas en las que el<br />
pueblo consiguiera el trabajo que necesitaba! ¿Por qué había esto <strong>de</strong> consi<strong>de</strong>rarse como<br />
irrealizable utopía?<br />
Bien hubiera podido Pierre Lotí, en el tiempo que me lo prometió y que era el conveniente,<br />
entrevistarse con Mr. Andrew Carnegie, el multimillonario filántropo que tan<br />
magnánimamente se proponía emplear su inmensa fortuna en gran<strong>de</strong>s obras <strong>de</strong> bien y<br />
recomendarme a él, interesándole en mi empresa, en lugar <strong>de</strong> partir inmediatamente para<br />
las aguas <strong>de</strong>l Japón, con el buque <strong>de</strong> su comando, para estacionarse allí por largo tiempo;<br />
y el amigo <strong>de</strong>sinteresado y <strong>de</strong>seoso <strong>de</strong> servirme encontrara en New York al mismo Mr.<br />
Carnegie y lograra <strong>de</strong> él audiencia en vez <strong>de</strong> llegar tar<strong>de</strong>, en los momentos en que el que<br />
buscaba acababa <strong>de</strong> partir para Escocia por larga temporada. ¿Por qué no? El resultado <strong>de</strong><br />
esas dos intervenciones habría podido ser muy favorable porque lo que se pensaba proponer<br />
a Carnegie era un gran negocio, al mismo tiempo que una gran obra <strong>de</strong> filantropía que le<br />
hubiera conquista la inmortalidad.<br />
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