Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas

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23.04.2013 Views

COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES dejaba su bolsillo exhausto, antes de allegar recursos nuevamente, a contraer compromisos de ningún género. En nuestro establecimiento únicamente era que él enviaba notas, sin añadir al pedido lo que juzgara que podía costar. Y ya se ha visto con qué empeño pedía la cuenta. ¡Qué integridad admirable la suya y con qué nobleza la ejercía! ¡Cuántos rasgos bellísimos de ese carácter conocía yo! Para enterarme de muchas particularidades y de muchos detalles conmovedores de la vida íntima de Monseñor de Meriño, tenía yo a una sobrina suya a quien él servía de padre, la que vivía en la proximidad del ilustre mitrado y le trataba con toda confianza. Dicha sobrina era de los familiares de mi casa; más de una vez la llevé de temporada al campo, conmigo: Aún lo recuerda ella habiéndome conservado su amistad, invariablemente. Y aún nos complacemos, enternecidas, en hablar del que jamás olvidaremos. Era Monseñor tan frugal en sus comidas como deseoso de servir a los demás buena mesa. Su sobriedad no le impedía brindar a otros buenos licores. En todo seguía saludable método. Se acostaba antes de las once de la noche y casi madrugaba. Veíasele temprano en su jardín. Después del desayuno, se ocupaba en su escritorio porque era laborioso y cumplido en todo. Invariablemente hacía su primera comida después de mediodía y la última al anochecer al terminar la oración vespertina. Jamás cenaba solo, sino acompañado de los familiares del arzobispado, a quienes trataba como a hijos. Ni aceptaba ni hacía invitaciones para banquete alguno. La mesa era abundantemente servida, pero sin lujo de manjares indigestos por lo refinados. Nada ofrecía de moderno estilo, más aparente que cómodo, las habitaciones del palacio. El mobiliario era antiguo, bueno, sólido, verdaderamente confortable; de mérito real algunos cuadros y otros objetos de arte, dignos de formar parte del marco en que se moviera el gran morador de la casa. Monseñor no admitía en sus piezas particulares sino lo necesario a su claridad y a su aseo personal, que era esmerado. La limpieza en todo exigíala por ser ella propia de su naturaleza. Riendo con su gracia acostumbrada, me decía muchas veces: —Amelia, bien puede usted aceptarme como criado de mano para ayudarla en el servicio. ¡Me desempeñaré muy bien! Si me viera usted con la escoba y plumero en la mano, barriendo y quitando polvo en mi dormitorio. ¡Le daría gusto contemplar el espectáculo y no me desdeñaría como inapto para tales ocupaciones! ¡Hombre inimitable! ¡Qué carácter tenía; completo sin complicidad! Respetábale mucho, como todos, su sobrina, en realidad, pero afectaba gran desenfado al hablarle, con lo cual le divertía. Aproximábase octubre. Desde que yo era niña, se me obsequiaba el día de San Francisco. Ella me ofrendaba siempre algo cariñoso y de algún valor, en esa fecha. Principiaba a dar bromas a Monseñor y me lo contaba. —Vamos, Monseñor, decía. Ya sabe usted ¡Tenemos ya a octubre encima! ¿Se ha acordado usted de Amelia? ¿Qué piensa regalarle? —¡Nada, hija! Contestaba él riendo. —¿Nada, Monseñor? ¿Y con esa cara tan fresca me lo dice usted? No va a buscar algo rico, bonito, como lo merece ella que tanto le sirve y que le llena de obsequios todos los días. —Hija ¿qué quieres que yo busque? —¡Encárgueme de ello y ya verá! 286

AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO —Es que nada me parece a propósito, para Amelia. ¡No hija! Todo lo encuentro mezquino, ¡qué sé yo! ¡Nada me satisface y por eso nada le regalo! Iré yo a felicitarle y mi presencia la complacerá… ¡Verás! —¡Qué mentecato es usted, Monseñor! ¡Qué engreído está! ¡Pero ella tiene la culpa por venerarlo tanto! Si ya usted está medio decrépito. —¡Calla, muchacha del diablo! interrumpía él riendo a más y mejor. —Sí; persistía ella, como irritada, pero sofocada por la risa también –decrépito, porque de lo contrario, si la quiere tanto, conservaría mejor lo que ella le regala. Le voy a denunciar. ¡Aunque ya ella sabe que usted deja que sus comadres y sus ahijados y todos los que vienen aquí se lleven todo lo que ella le manda, privándose de usarlo por usted! —¡Calla, habladora! Volvía él a interrumpir, algo confuso, pero riéndose siempre. Dios te libre de repetir esas calumnias. —¿Tiene usted valor para negar, Monseñor? ¿Y el frasquito aquel de que yo me enamoré? ¿Y la lámpara de noche tan preciosa? y… —¡Ya! No cites más. Es verdad que se lo llevan todo mis visitantes, pero ¿qué hacer? ¡Yo no sé negarles lo que me piden! Amelia me excusará. Ella sabe comprenderlo todo y está persuadida de que si yo, después de admirar lo que ella me ofrece y de gozar con ello, me lo dejo llevar, su pensamiento está en mí, ¡aquí! Se golpeaba el pecho. Ya no reía. —Sí. Y ahí está también el reconocimiento que le debo. ¡Y estará eternamente! Concluía diciendo con su expresión del alma. —El cariño que le tengo, Ana, no es menos grande del que ella me tiene a mí. Estamos compensados. Mi amiga me refería esto y yo absolvía de su aparente inconsecuencia a quien, desdeñando las materialidades, no atribuía importancia sino a los puros afectos del corazón. LI El estado de mi salud exigió otra instalación temporal fuera de la casa. Unas fiebres de carácter palúdico, aunque poco intensas, contribuyeron a quebrantar mis fuerzas en alto grado, a mediados de octubre de 1902. Necesité cambiar de aire para combatirla. Y casualmente se encontró desocupada la casita de un amigo que se ausentaba y era cuanto cabía para mí. En la misma ciudad, pues ya no podía yo ir al campo como antes; no muy lejos del mar y bañada en las noches por la brisa marina. Fresca, alegre, cómoda; con un vasto patio descubierto; apropiado para cortos paseos en las mañanas. En ella me acomodé por tres meses. Y me fue muy bien. Pero tuve el contratiempo de una enfermedad de mi esposo; él que sufrió una de las crisis poco prolongadas, pero tan serias que ponían de repente su vida en tanto peligro. Mejoró él, pero mi restablecimiento se interrumpió. En esa casita me visitó Monseñor. Recuerdo que la tarde que estuvo en casa, encontró allí a una graciosa jovencita de trece años, a la que con respetuosa amabilidad prestó mucha atención. Era la hija mayor de Don Emiliano. ¡Cuán grato me fue aquello! La niña pasaba el día en casa, como lo hacia otras veces, mimada y halagada por mí y por todos los de mis alrededores. ¿Lo habrá olvidado ella? 287

AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO<br />

—Es que nada me parece a propósito, para Amelia. ¡No hija! Todo lo encuentro mezquino,<br />

¡qué sé yo! ¡Nada me satisface y por eso nada le regalo! Iré yo a felicitarle y mi presencia la<br />

complacerá… ¡Verás!<br />

—¡Qué mentecato es usted, Monseñor! ¡Qué engreído está! ¡Pero ella tiene la culpa por<br />

venerarlo tanto! Si ya usted está medio <strong>de</strong>crépito.<br />

—¡Calla, muchacha <strong>de</strong>l diablo! interrumpía él riendo a más y mejor.<br />

—Sí; persistía ella, como irritada, pero sofocada por la risa también –<strong>de</strong>crépito, porque<br />

<strong>de</strong> lo contrario, si la quiere tanto, conservaría mejor lo que ella le regala. Le voy a <strong>de</strong>nunciar.<br />

¡Aunque ya ella sabe que usted <strong>de</strong>ja que sus comadres y sus ahijados y todos los que vienen<br />

aquí se lleven todo lo que ella le manda, privándose <strong>de</strong> usarlo por usted!<br />

—¡Calla, habladora! Volvía él a interrumpir, algo confuso, pero riéndose siempre. Dios<br />

te libre <strong>de</strong> repetir esas calumnias.<br />

—¿Tiene usted valor para negar, Monseñor? ¿Y el frasquito aquel <strong>de</strong> que yo me enamoré?<br />

¿Y la lámpara <strong>de</strong> noche tan preciosa? y…<br />

—¡Ya! No cites más. Es verdad que se lo llevan todo mis visitantes, pero ¿qué hacer? ¡Yo<br />

no sé negarles lo que me pi<strong>de</strong>n! Amelia me excusará. Ella sabe compren<strong>de</strong>rlo todo y está<br />

persuadida <strong>de</strong> que si yo, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> admirar lo que ella me ofrece y <strong>de</strong> gozar con ello, me<br />

lo <strong>de</strong>jo llevar, su pensamiento está en mí, ¡aquí!<br />

Se golpeaba el pecho. Ya no reía.<br />

—Sí. Y ahí está también el reconocimiento que le <strong>de</strong>bo. ¡Y estará eternamente! Concluía<br />

diciendo con su expresión <strong>de</strong>l alma.<br />

—El cariño que le tengo, Ana, no es menos gran<strong>de</strong> <strong>de</strong>l que ella me tiene a mí. Estamos<br />

compensados.<br />

Mi amiga me refería esto y yo absolvía <strong>de</strong> su aparente inconsecuencia a quien, <strong>de</strong>s<strong>de</strong>ñando<br />

las materialida<strong>de</strong>s, no atribuía importancia sino a los puros afectos <strong>de</strong>l corazón.<br />

LI<br />

El estado <strong>de</strong> mi salud exigió otra instalación temporal fuera <strong>de</strong> la casa. Unas fiebres <strong>de</strong><br />

carácter palúdico, aunque poco intensas, contribuyeron a quebrantar mis fuerzas en alto<br />

grado, a mediados <strong>de</strong> octubre <strong>de</strong> 1902. Necesité cambiar <strong>de</strong> aire para combatirla.<br />

Y casualmente se encontró <strong>de</strong>socupada la casita <strong>de</strong> un amigo que se ausentaba y era<br />

cuanto cabía para mí.<br />

En la misma ciudad, pues ya no podía yo ir al campo como antes; no muy lejos <strong>de</strong>l mar<br />

y bañada en las noches por la brisa marina.<br />

Fresca, alegre, cómoda; con un vasto patio <strong>de</strong>scubierto; apropiado para cortos paseos<br />

en las mañanas.<br />

En ella me acomodé por tres meses. Y me fue muy bien. Pero tuve el contratiempo <strong>de</strong><br />

una enfermedad <strong>de</strong> mi esposo; él que sufrió una <strong>de</strong> las crisis poco prolongadas, pero tan<br />

serias que ponían <strong>de</strong> repente su vida en tanto peligro. Mejoró él, pero mi restablecimiento<br />

se interrumpió.<br />

En esa casita me visitó Monseñor. Recuerdo que la tar<strong>de</strong> que estuvo en casa, encontró<br />

allí a una graciosa jovencita <strong>de</strong> trece años, a la que con respetuosa amabilidad prestó mucha<br />

atención. Era la hija mayor <strong>de</strong> Don Emiliano. ¡Cuán grato me fue aquello! La niña pasaba<br />

el día en casa, como lo hacia otras veces, mimada y halagada por mí y por todos los <strong>de</strong> mis<br />

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