Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES ¡Qué debía yo estar preparada a verle morir solícitamente! Este diagnóstico se lo había yo arrancado a los facultativos por ser imperiosamente necesario que yo conociese lo que debía temer por él, siendo mi marido, como era, hombre de negocios y no teniendo más que a mí para suplirle. Monseñor se conmovió al oírme. La angustia que le noté llenóme de pena. Trató de calmarme con dulces palabras de esperanza. Luego que vio que no me convencía, dijo: —Amelia, mi amadísima hija, escuche. Esperemos que Dios realice un milagro en Don Rafael y así se lo pediré; pero si quiere el señor disponer de esa vida, sepa que ahí me tendrá para favorecerla en todo! Cuente conmigo más que nunca y tenga valor. ¡Sí, Amelia! ¡Levante el espíritu! ¡No se angustie tanto! Contéstele que mi confianza en su amistad no tenía límites; que aunque él no me lo dijera, estaba yo convencida de su nobilísimo deseo de favorecerme, pero que no era económicamente que me vería yo afectada si mi esposo desaparecía. Mi situación no sería mala desde el momento en que, sabedora de lo que me amenazaba, me ocupara yo de ella; que lo que me tenía tan atormentada era el sentimiento de mi enorme responsabilidad respecto de mi marido. Mi espíritu necesitaba tranquilidad y ¿cómo podía yo estar tranquila, con un peso igual sobre la conciencia? ¿No sería mi vida una agonía? ¡Ordenábaseme mayor vigilancia aún de la que yo hiciera! ¡Sobre su alimentación, sobre su sueño, sobre todo lo que pudiera hacerle daño! Que no le permitiera esfuerzos, ni fatiga alguna; que le evitara impresiones y contrariedades. ¡Tantas recomendaciones! ¡Pobre de mí! Era lo peor que había que engañarle: que hacerle creer que su mal no ofrecía peligro alguno; distraerle de toda preocupación respecto de su estado. Ese fue siempre mi principal cuidado. Lo pedí a los médicos, lo supliqué a los amigos. Conocía la impresionabilidad de mi esposo y estaba convencida de que el conocimiento de su propio estado, de su mal real, sería fatal para él. Pero mi tortura moral era mayor por eso. Obligada estaba a disimular mis inquietudes, a consultar a los médicos en secreto: a fingirle una calma y una sinceridad que distaban mucho de mi ánimo cuando tan frecuentemente le veía decaer. Mi noble amigo comprendió mis tormentos y me compadeció profundamente. Dile parte de que, como consecuencia de las declaraciones facultativas, tenía yo que resignarme a habitar otra vez la casa en que teníamos el establecimiento y de la cual me sacaran casi muerta, debido a sus malas condiciones, año y medio antes; exigiéndolo así la necesidad de atender de nuevo a los negocios, para ayudar a mi esposo y evitarle grandes fatigas. En compensación habíamos arrendado por un año una graciosa estancia, en la que pasaríamos temporadas por intervalos de meses, ya que no nos era posible permanecer constantemente en ella por largo tiempo. Tenía las condiciones requeridas: proximidad de la ciudad, baño de mar y espacio suficiente para largos paseos en el interior hasta orillas del Caribe. Esto último alegró a mi ilustre amigo, quien me instó a partir pronto para el campo, donde me prometió visitarme, tan luego me instalara. xLIII Nos fuimos a la quinta; pero, antes de hacerlo, organicé la vieja casa de manera que me quedara reservada en ella una pieza exclusivamente mía, que adorné para recibir a mis amigos. En dicha pieza pasé gran parte de la vida hasta 1904. Desde esa habitación atendía a los negocios y a todo lo demás, aunque esta vez no fuera directora comercial. Mi esposo 274
AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO quiso continuar siendo el que mandara y yo, evitando contrariarlo, tuve que conformarme a servirle de simple empleada aun cuando cargara con el mayor peso en todos los asuntos. Después de pasar en nuestra estancia dos o tres meses, yendo y viniendo, como me veía obligada a hacerlo, para la mejor marcha de todo lo doméstico y lo comercial, un tanto repuesta y mi esposo muy mejor en apariencia, traté de sobreponerme a mis tormentos y de vuelta en casa por otro tiempo igual, púseme a escribir para dar cumplimento a la promesa que hiciera a Monseñor. Lo que emprendí, desde luego, fue mi novela Francisca Martinoff en español. Un año antes, había yo concebido la obra, que iba a titular Alma de Artista, sobre un plan distinto y atrevidamente, queriendo como lo hice dedicarla a Pierre Lotí, que seguía siendo mi distante amigo, la comencé en francés y tuvo mi esposo la intención de enviar el manuscrito a París para que allí se hiciera la edición. Pidió informe y recomendó a un amigo suyo el trabajo si se llevaba a cabo lo que él meditaba. Pero yo no me sentí con fuerzas para continuar escribiendo en un idioma extraño y resolví redactar la novela en la lengua de Cervantes, que siquiera me era familiar; aun cuando tan imperfectamente sepa manejarla. Escogí el género realista por complacer a mi esposo, que gustó medianamente del romanticismo de Madre Culpable y pensó que así sería más del gusto de Lotí y del público francés, si yo la hacía francesa y se editaba siempre en París. En cuanto a lo que supuso de mi amigo errante, no se equivocó. Lotí aplaudió la novela y dos veces me escribió para decírmelo y ni fue él solo. Mi esposo se la apropió como su predilecta y cuando yo, disgustada, la repudié, se ocupó de ella con amor. Mi sobrino Héctor y Gastón Deligne la preferían a todos mis trabajos anteriores y posteriores. Principié a escribir con gusto; todos se complacían mirándome llenar cuartillas y soltarlas para que las leyesen y fueran dándose cuenta de lo que yo escribía. Nunca me había sentido mejor dispuesta para un trabajo literario. Ni jamás he vuelto a ocuparme de las letras con aquella animación. ¡Hacía tantos años que las tenía casi abandonadas y que lo deploraba! Si cometí un error, al inspirarme como lo hice, culpables fueron todos los que no me lo advirtieron, conociendo mi obra. Di a esta el nombre de Francisca, que antes encontraba yo tan feo y tan vulgar, porque poco antes habíame apasionado por una Francoise deliciosa, del tipo de mi heroína. ¡Casualidad rara! Era la creación de una novelista francesa. ¿Por qué debía costarme lágrimas esa pobre concepción realizada tan sencillamente? ¡Circunstancias especiales vinieron a darle un colorido que no debió tener! De esas circunstancias fatales y frecuentes en mi vida, de las que tantas veces, en el curso de ella, me han llevado casi al borde de la tumba, ¡provocando en mí crisis morales terribles! De lo que sufrí por Francisca Martinoff puede penetrarse el que estas páginas lea, por las cartas de Monseñor de Meriño, que me las escribiera a ese respecto y que reproduciré. Mientras tanto diré el placer con que él me veía escribir mi desdichada novela. xLIV Paréceme que le veo llegar, durante el curso de mi trabajo, frecuentemente y a su hora habitual, por las tardes. De su sencillo coche de alquiler, que era lo que él usara siempre para efectuar sus salidas distantes, descendía con tanta majestad y gracia como si lo hiciera de una carroza imperial, y penetraba en la casa, resplandeciente; tal como le calificaba mi hermana Ofelia, 275
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¡Qué <strong>de</strong>bía yo estar preparada a verle morir solícitamente! Este diagnóstico se lo había<br />
yo arrancado a los facultativos por ser imperiosamente necesario que yo conociese lo que<br />
<strong>de</strong>bía temer por él, siendo mi marido, como era, hombre <strong>de</strong> negocios y no teniendo más<br />
que a mí para suplirle.<br />
Monseñor se conmovió al oírme. La angustia que le noté llenóme <strong>de</strong> pena. Trató <strong>de</strong><br />
calmarme con dulces palabras <strong>de</strong> esperanza. Luego que vio que no me convencía, dijo:<br />
—Amelia, mi amadísima hija, escuche. Esperemos que Dios realice un milagro en Don<br />
Rafael y así se lo pediré; pero si quiere el señor disponer <strong>de</strong> esa vida, sepa que ahí me tendrá<br />
para favorecerla en todo! Cuente conmigo más que nunca y tenga valor.<br />
¡Sí, Amelia! ¡Levante el espíritu! ¡No se angustie tanto!<br />
Contéstele que mi confianza en su amistad no tenía límites; que aunque él no me lo dijera,<br />
estaba yo convencida <strong>de</strong> su nobilísimo <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> favorecerme, pero que no era económicamente<br />
que me vería yo afectada si mi esposo <strong>de</strong>saparecía. Mi situación no sería mala <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />
el momento en que, sabedora <strong>de</strong> lo que me amenazaba, me ocupara yo <strong>de</strong> ella; que lo que<br />
me tenía tan atormentada era el sentimiento <strong>de</strong> mi enorme responsabilidad respecto <strong>de</strong> mi<br />
marido. Mi espíritu necesitaba tranquilidad y ¿cómo podía yo estar tranquila, con un peso<br />
igual sobre la conciencia? ¿No sería mi vida una agonía? ¡Or<strong>de</strong>nábaseme mayor vigilancia<br />
aún <strong>de</strong> la que yo hiciera! ¡Sobre su alimentación, sobre su sueño, sobre todo lo que pudiera<br />
hacerle daño! Que no le permitiera esfuerzos, ni fatiga alguna; que le evitara impresiones y<br />
contrarieda<strong>de</strong>s. ¡Tantas recomendaciones!<br />
¡Pobre <strong>de</strong> mí! Era lo peor que había que engañarle: que hacerle creer que su mal no ofrecía<br />
peligro alguno; distraerle <strong>de</strong> toda preocupación respecto <strong>de</strong> su estado. Ese fue siempre mi<br />
principal cuidado. Lo pedí a los médicos, lo supliqué a los amigos. Conocía la impresionabilidad<br />
<strong>de</strong> mi esposo y estaba convencida <strong>de</strong> que el conocimiento <strong>de</strong> su propio estado, <strong>de</strong><br />
su mal real, sería fatal para él. Pero mi tortura moral era mayor por eso. Obligada estaba a<br />
disimular mis inquietu<strong>de</strong>s, a consultar a los médicos en secreto: a fingirle una calma y una<br />
sinceridad que distaban mucho <strong>de</strong> mi ánimo cuando tan frecuentemente le veía <strong>de</strong>caer.<br />
Mi noble amigo comprendió mis tormentos y me compa<strong>de</strong>ció profundamente. Dile<br />
parte <strong>de</strong> que, como consecuencia <strong>de</strong> las <strong>de</strong>claraciones facultativas, tenía yo que resignarme<br />
a habitar otra vez la casa en que teníamos el establecimiento y <strong>de</strong> la cual me sacaran casi<br />
muerta, <strong>de</strong>bido a sus malas condiciones, año y medio antes; exigiéndolo así la necesidad<br />
<strong>de</strong> aten<strong>de</strong>r <strong>de</strong> nuevo a los negocios, para ayudar a mi esposo y evitarle gran<strong>de</strong>s fatigas. En<br />
compensación habíamos arrendado por un año una graciosa estancia, en la que pasaríamos<br />
temporadas por intervalos <strong>de</strong> meses, ya que no nos era posible permanecer constantemente<br />
en ella por largo tiempo. Tenía las condiciones requeridas: proximidad <strong>de</strong> la ciudad, baño<br />
<strong>de</strong> mar y espacio suficiente para largos paseos en el interior hasta orillas <strong>de</strong>l Caribe.<br />
Esto último alegró a mi ilustre amigo, quien me instó a partir pronto para el campo,<br />
don<strong>de</strong> me prometió visitarme, tan luego me instalara.<br />
xLIII<br />
Nos fuimos a la quinta; pero, antes <strong>de</strong> hacerlo, organicé la vieja casa <strong>de</strong> manera que<br />
me quedara reservada en ella una pieza exclusivamente mía, que adorné para recibir a mis<br />
amigos. En dicha pieza pasé gran parte <strong>de</strong> la vida hasta 1904. Des<strong>de</strong> esa habitación atendía<br />
a los negocios y a todo lo <strong>de</strong>más, aunque esta vez no fuera directora comercial. Mi esposo<br />
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