Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES fui obedecida a tiempo. Quiso la casualidad que Monseñor determinara visitarme ese mismo día, habiendo tantos en que yo le había aguardado inútilmente. Mi vida está llena de tantas contrariedades. Como tan pronto mejorara yo afuera de la ciudad, respirando aire más libre, iba y venía cada quincena, obligada a atender a los negocios aunque fuese de ese modo intermitente, no volvió mi estimado amigo a llevarse chasco, porque me vio en mi casa, cada vez que tuvo noticia de que yo me hallaba en ella. ¡Sobre mí pesaban tantos compromisos! Después de la muerte de mi hermano Eugenio, mi madre, muy anciana, y dos hermanas mías, solteras, Julia y Ofelia, habían quedado bajo mi tutela y casi sin recursos. La pérdida de ese hijo, que ella adoraba, habíala convertido en un pobre ser incapaz de soportar el menor disgusto. Había que evitarle la más ligera incomodidad; rodearla de cuidados; preservarla de mortificaciones. Uno de mis mayores empeños tenía por objeto el sustituir cerca de ella a mi hermano en todo lo material de la existencia, para que la falta de él fuera menos sensible a la pobre anciana. Para conseguirlo, ¡qué suma de esfuerzos érame necesaria! Jamás tenía sosiego. Aún postrada en cama, trabajaba, dando órdenes y dirigiéndolo todo. En el campo mismo, faltábame la tranquilidad de espíritu. Siendo muy precario el estado de salud de mi esposo y no debiendo su régimen higiénico sufrir alteración alguna, había que prodigarle cuidados mayores aún que a mí, por mal que yo estuviese, y así lo exigía yo misma, preocupada de continuo por la observancia del método que él necesitaba seguir. En nuestra casa era el médico indispensable. Hubo ocasiones en que tuve que servir de enfermera, en medio de crueles quebrantos. Pasó esto en una epidemia de influenza; terrible esa vez y que arrebató en pocos días a muchas personas robustas. Contrajo él la enfermedad. Díjome el médico que nos asistía entonces: —Para su esposo es preciso que se evite la más ligera congestión pulmonar. Si sus pulmones dejasen de funcionar normalmente, no tendría remedio. En cambio, el que se llamó luego, porque el primero enfermó, y que me estimaba mucho, me declaró: —Doña Amelia, esta epidemia es muy peligrosa para usted. La temo por usted más que por los míos. ¡Debe usted a toda costa preservarse de ella! ¿Y cómo? Hube de abnegarme consagrada, noche y día, al cuidado de mi enfermo. Inclinada sobre él, aspiraba el aire contaminado de su pecho removido por una tos violentísima y de ese modo adquirí el mal epidémico al cuarto día. Aquello fue horrible. Pensaba yo que al Dante le faltó imaginación para inventar un suplicio semejante al mío. Mi estado era lastimero. Tenía una fiebre ardentísima; una cefalalgia atroz que hacía zumbar mis oídos dolorosamente; los pulmones congestionados; los bronquios afectados por una tos que no daba tregua. Y unos dolores que inundaban mi cuerpo a todas horas. ¿Podía creerse que así fuera yo enfermera y directora de la casa y de los negocios? Sí lo era, ¡porque no tenía quién pudiera suplirme y la vida de mi esposo me estaba encomendada! A riesgo de morir yo creía de mí deber tratar de preservarle de la muerte. Había hecho colocar una cama ligera, en la habitación de mi esposo, para estar próxima a él y velarle. 260
AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO Una mañana, al querer levantarme para ir hacia el lecho y ver si dormía, caí al suelo sin conocimiento por exceso de debilidad. Y él encontró bastante fuerza, al darse cuenta de ello, sobresaltado, para alzarme en brazos y depositarme en mi cama. Volví en mí y, tan luego recobré algún aliento, continué mi papel de enfermera. Como podrá bien verse, mi condición era fatal. xxxV Cada día aprendía yo a conocer a mi amado Monseñor, y a estimarle, bajo todos sus aspectos, más y mejor. Como padre de familia no era menos digno de admiración que como amigo y como todo. Y digo padre de familia porque no merecía otro nombre el protector amoroso de las huérfanas del Asilo de Santa Clara, atendido por las Hermanitas de la Caridad. Nadie podía dar testimonio de ello con más razón que yo, que era la encargada de las compras que él hacía para ellas y además estaba ligada íntimamente con personas sabedoras de cuántos desvelos tenía él por sus niñas, como las llamaba. Por mis amigas conocía detalles conmovedores de su piadosa solicitud por las desamparadas. Yo había querido verle, como las que me lo referían, en las mañanas de los domingos, velando desde el balcón interior del palacio, como un Dios tutelar, sobre la turba de chiquillas de todas edades, que correteaban en su jardín y en su huerta, que él hacía abrir para ellas generosamente. Gozaba el noble arzobispo de un modo indecible, contemplando aquel enjambre de mariposas humanas revolotear; posarse aquí y allí, alegres, satisfechas; gozando de la libertad que se les concedía, como las más favorecidas de la suerte. Las flores y las frutas estaban a la disposición de las desheredadas, a las cuales animaba a divertirse desde lo alto de su observatorio, con su voz dulcísima y persuasiva. ¡Qué bello espectáculo debía ser ese! Una de esas mañanas fuimos mi esposo y yo a llevar una sobrinita que deseaba visitar a mi ilustre amigo, a quien veneraba, pero no sé por qué motivo las chicas no fueron a solazarse en el palacio. Casualidad que deploré por mí y por la niña. Monseñor estaba delicioso de amabilidad por nosotros. Pasamos un rato muy agradable allí. También en las tardes de los días festivos, íbase el gran Meriño al mismo Asilo, haciendo el trayecto, que era corto, a pie; y sentado en una poltrona, con la más admirable sencillez y suavidad, imitando a Cristo cuando decía: —¡Dejad que los niños vengan a mí! Llamaba a las chiquillas una por una. Para inspirarles confianza, hacíase el pequeño. Y, ¡qué grande era! Enviaba por una bandeja de dulces a alguna dulcería y los hacía repartir en su presencia. La alegría de las chicas le encantaba así como las ocurrencias de algunas de ellas. A las más conscientes les preguntaba lo que deseaban que él les regalase. Y ellas no tenían inconveniente en pedir. Mimábalas él tanto. Al día siguiente me llegaba la nota de pedidos para que yo la llenara y pasara la cuenta. Tengo un sinnúmero de cartas, de esquelas y de tarjetas de Monseñor de Meriño, que me las dirigía con motivo de compras. Copiaré algunas de las que conservo para que se admire la minuciosidad, la exactitud en sus cuentas, la prodigiosa bondad que desplegaba ese hombre tan grande en sus obras de caridad. Complacíame yo en servirle, queriendo colaborar de esa manera en algo, al bien que él efectuaba. Mi ilustre amigo ingresó siempre el verdadero precio de los artículos que yo le proporcionaba para sus protegidas. Deseoso de favorecernos, después que abrimos el 261
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Una mañana, al querer levantarme para ir hacia el lecho y ver si dormía, caí al suelo sin<br />
conocimiento por exceso <strong>de</strong> <strong>de</strong>bilidad. Y él encontró bastante fuerza, al darse cuenta <strong>de</strong> ello,<br />
sobresaltado, para alzarme en brazos y <strong>de</strong>positarme en mi cama.<br />
Volví en mí y, tan luego recobré algún aliento, continué mi papel <strong>de</strong> enfermera. Como<br />
podrá bien verse, mi condición era fatal.<br />
xxxV<br />
Cada día aprendía yo a conocer a mi amado Monseñor, y a estimarle, bajo todos sus<br />
aspectos, más y mejor. Como padre <strong>de</strong> familia no era menos digno <strong>de</strong> admiración que como<br />
amigo y como todo.<br />
Y digo padre <strong>de</strong> familia porque no merecía otro nombre el protector amoroso <strong>de</strong> las huérfanas<br />
<strong>de</strong>l Asilo <strong>de</strong> Santa Clara, atendido por las Hermanitas <strong>de</strong> la Caridad.<br />
Nadie podía dar testimonio <strong>de</strong> ello con más razón que yo, que era la encargada <strong>de</strong> las<br />
compras que él hacía para ellas y a<strong>de</strong>más estaba ligada íntimamente con personas sabedoras<br />
<strong>de</strong> cuántos <strong>de</strong>svelos tenía él por sus niñas, como las llamaba. Por mis amigas conocía <strong>de</strong>talles<br />
conmovedores <strong>de</strong> su piadosa solicitud por las <strong>de</strong>samparadas.<br />
Yo había querido verle, como las que me lo referían, en las mañanas <strong>de</strong> los domingos,<br />
velando <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el balcón interior <strong>de</strong>l palacio, como un Dios tutelar, sobre la turba <strong>de</strong> chiquillas<br />
<strong>de</strong> todas eda<strong>de</strong>s, que correteaban en su jardín y en su huerta, que él hacía abrir para ellas<br />
generosamente. Gozaba el noble arzobispo <strong>de</strong> un modo in<strong>de</strong>cible, contemplando aquel enjambre<br />
<strong>de</strong> mariposas humanas revolotear; posarse aquí y allí, alegres, satisfechas; gozando<br />
<strong>de</strong> la libertad que se les concedía, como las más favorecidas <strong>de</strong> la suerte. Las flores y las<br />
frutas estaban a la disposición <strong>de</strong> las <strong>de</strong>sheredadas, a las cuales animaba a divertirse <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />
lo alto <strong>de</strong> su observatorio, con su voz dulcísima y persuasiva.<br />
¡Qué bello espectáculo <strong>de</strong>bía ser ese!<br />
Una <strong>de</strong> esas mañanas fuimos mi esposo y yo a llevar una sobrinita que <strong>de</strong>seaba visitar<br />
a mi ilustre amigo, a quien veneraba, pero no sé por qué motivo las chicas no fueron a solazarse<br />
en el palacio. Casualidad que <strong>de</strong>ploré por mí y por la niña. Monseñor estaba <strong>de</strong>licioso<br />
<strong>de</strong> amabilidad por nosotros. Pasamos un rato muy agradable allí.<br />
También en las tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> los días festivos, íbase el gran Meriño al mismo Asilo, haciendo<br />
el trayecto, que era corto, a pie; y sentado en una poltrona, con la más admirable sencillez<br />
y suavidad, imitando a Cristo cuando <strong>de</strong>cía:<br />
—¡Dejad que los niños vengan a mí! Llamaba a las chiquillas una por una. Para inspirarles<br />
confianza, hacíase el pequeño. Y, ¡qué gran<strong>de</strong> era! Enviaba por una ban<strong>de</strong>ja <strong>de</strong> dulces<br />
a alguna dulcería y los hacía repartir en su presencia. La alegría <strong>de</strong> las chicas le encantaba<br />
así como las ocurrencias <strong>de</strong> algunas <strong>de</strong> ellas. A las más conscientes les preguntaba lo que<br />
<strong>de</strong>seaban que él les regalase. Y ellas no tenían inconveniente en pedir. Mimábalas él tanto.<br />
Al día siguiente me llegaba la nota <strong>de</strong> pedidos para que yo la llenara y pasara la cuenta.<br />
Tengo un sinnúmero <strong>de</strong> cartas, <strong>de</strong> esquelas y <strong>de</strong> tarjetas <strong>de</strong> Monseñor <strong>de</strong> Meriño, que me las<br />
dirigía con motivo <strong>de</strong> compras. Copiaré algunas <strong>de</strong> las que conservo para que se admire la<br />
minuciosidad, la exactitud en sus cuentas, la prodigiosa bondad que <strong>de</strong>splegaba ese hombre<br />
tan gran<strong>de</strong> en sus obras <strong>de</strong> caridad.<br />
Complacíame yo en servirle, queriendo colaborar <strong>de</strong> esa manera en algo, al bien que<br />
él efectuaba. Mi ilustre amigo ingresó siempre el verda<strong>de</strong>ro precio <strong>de</strong> los artículos que yo<br />
le proporcionaba para sus protegidas. Deseoso <strong>de</strong> favorecernos, <strong>de</strong>spués que abrimos el<br />
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