Biografías y Evocaciones - Banco de Reservas
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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES casa y le dijeron que yo confeccionaba la comida de la tarde, no teniendo sirvienta. A penas pudo verme. Retiróse por temor de molestarme en mis faenas. Supe que se había propuesto no volver a esa hora por no molestarme, así ocupada en tareas que comprometían mi salud y tan poco conformes a mis aptitudes naturales. Ese día le había prometido estar libre para recibirlo antes de las cinco y por eso iba. De nuestras primeras entrevistas, había conservado una impresión penosísima al verme tan enferma y desesperada. El miedo de que yo recayera en aquel estado, del que con tanta dificultad había salido, le movía a repetirme constantemente, tan pronto tuviera noticia de que yo volvía a descuidarme para consagrar toda mi atención y mis esfuerzos al cumplimiento de mis compromisos abrumadores: —¡Amelia, por Dios, cuídese! ¡No olvide que es usted muy delicada! ¡Cuídese por Dios, hija mía! xV Poco después recibía yo esta otra carta, a que dio motivo un asunto de familia, sobre el cual fue él consultado y del que yo le diera parte en mis periódicas comunicaciones. Carta segunda Mi nobilísima y querida Amelia: Acabo de leer las cortas páginas de su Diario de ayer tarde y de hoy. ¡Tranquilícese, hija mía! Nada hay en ellas que pueda preocuparla con razón y, menos aún, hacerla sufrir. ¡Cuide sus nervios, amiga mía! ............................................................................................................... Esos puntos suspensivos reemplazan unos párrafos en que él me hablaba del asunto que causaba mi mortificación. Respecto del caso, dábame su opinión franca. Y continuaba: —¡No, no! No he mencionado a usted sino como debo hacerlo y usted lo merece; para honrarla y hacerla amar más y más de los suyos y de los extraños. ¡Sí! Confieso que hablé a mi ahijado A. y a la esposa de éste de su novela; la que yo sólo conozco. Y ¿por qué no deja usted que su corazón diga lo que siente? Después de haber leído esa obra suya, ¡lamento más profundamente no haberla tratado diez años antes! ¡Juro que no sería usted una enferma, y que ya se habrían cosechado preciosos frutos de su fecundo talento! Suyo del alma, Padre Meriño. Siempre tuve que agradecer a mi amadísimo amigo esa prueba de desinterés en su amistad. Lejos de demostrar el egoísmo afectuoso de otros que no quieren sufrir revalidar ni aún en sentimientos de familia, él se empeñaba en hacerme querer como él me quería, en que se me estimara y conociera de igual modo. Así también señalaba a mi particular aprecio a aquellos preferidos de su corazón tan noble. Por él conocí yo y estimé los altos méritos del que es hoy su sucesor en la silla archiepiscopal; su Señoría Ilustrísima, Monseñor Adolfo Alejandro Nouel. El padre Adolfo, decíame Monseñor de Meriño, en los últimos años de nuestra amistad; el padre Adolfo ¿usted no le conoce, Amelia? Es para mí un hijo. ¡No sabe usted cuánto me alegro de que sea persona grata a la corte pontificia! Así podría lograrse fácilmente que se le 230
AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO nombre mi coadjutor ahora, y después el que sea consagrado Arzobispo de Santo Domino. Son mis votos por la iglesia y por él. Dios quiso escucharle. Túvole de compañero y muy pronto le sucedió, como él lo deseaba. Una de las más honradoras relaciones de las que me proporcionó mi ilustrísimo amigo fue la de Don Manuel de Jesús Galván. A su antiguo condiscípulo hacíale él de mí grandes elogios. Cuando se dio a la luz pública mi novela Madre Culpable envió en mi nombre un ejemplar de la obra al insigne escritor y jurisconsulto. Don Manuel me correspondió, dándome las gracias, en una de esas cartas que, con gracia magistral, solía él escribir. Pedíame el permiso para visitarme, a insinuación de Monseñor, y galantemente me rindió homenaje. Su primera visita inició una amistad, para mi gratísima, entre él y yo, durante años. Mi querido arzobispo me decía, luego que vio el resultado de su noble iniciativa: —Amelia, ¿se convence usted de que es una caprichosa? Por timidez se negaba a enviar a Manuel su novela y mire cómo él le ha correspondido. ¿No le agrada el juicio que ha publicado respecto de ella? ¿Está satisfecha? —¡Oh Monseñor! ¡Nunca esperé tanto! ¡La benevolencia de Don Manuel para conmigo la debo a usted! —¡Es que usted lo merece, hija mía! Usted merece esto. Y persuádase de que Manuel es hombre capaz de apreciarla a usted. Él sabe estimarla. Mi esposo me leyó el juicio del autor de Enriquillo, al mismo tiempo que las hermosas páginas que Don Federico Henríquez y Carvajal dedicara a mi pobre obra. Habíanle halagado mucho y, no pudiendo yo leer en esos días, halagóme también con dicha lectura. —Federico, como me lo nombraba Monseñor de Meriño, al señalármelo como amigo y antiguo discípulo suyo en más de una ocasión, fue siempre consecuente conmigo, estimulándome en mis trabajos literarios. Hoy que le llamamos el Maestro de Maestros, soy su deudora, puesto que le merezco un gran afecto y muchas atenciones. En cuanto a Don Manuel de J. Galván, ¡cuán triste me es decir que la política puso sombra en una amistad, llena de encantos para mí! ¡Sí! Esa política que he debido maldecir tantas veces porque ha alejado de mi lado a seres queridos, ¡separados en bandos distintos! Por no encontrarse en mi casa con personas que la frecuentaban y que, siendo de opinión contraria a la suya, juzgaba él como enemigos, dejó Don Manuel de visitarme antes de su partida del país, ¡al que no volvió jamás! Él me creía enojada por el juicio que emitiera respecto de mi novela Francisca Martinoff. A Monseñor, nuestro amigo tan respetado, encargué yo de desengañarle y dile a él mismo muchas pruebas de lo contrario; hasta que él reconoció mi generosidad, como decía en una de sus cartas que conservo. En la última visita que me hiciera, confesóme lo que llevo dicho anteriormente, quejándose amargamente de mis amigos que tanto daño le hicieran después del 26 de Abril. Recuerdo que lloré ese día en su presencia; por la pena que me causaron sus palabras. No volví a verle más, porque se ausentó; y a poco murió en Puerto Rico. xVI Continuaré refiriéndome a lo que me escribía Monseñor en lo que llamo aquí carta segunda. Hablaba él de una novela. Era esta otra, aún anterior a aquella sobre la cual calqué mi Madre Culpable extendiéndola. Escrita en plena adolescencia, le admiró por la profundidad de ciertos 231
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casa y le dijeron que yo confeccionaba la comida <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, no teniendo sirvienta. A penas<br />
pudo verme. Retiróse por temor <strong>de</strong> molestarme en mis faenas. Supe que se había propuesto<br />
no volver a esa hora por no molestarme, así ocupada en tareas que comprometían mi salud<br />
y tan poco conformes a mis aptitu<strong>de</strong>s naturales.<br />
Ese día le había prometido estar libre para recibirlo antes <strong>de</strong> las cinco y por eso iba.<br />
De nuestras primeras entrevistas, había conservado una impresión penosísima al verme<br />
tan enferma y <strong>de</strong>sesperada. El miedo <strong>de</strong> que yo recayera en aquel estado, <strong>de</strong>l que con tanta<br />
dificultad había salido, le movía a repetirme constantemente, tan pronto tuviera noticia <strong>de</strong><br />
que yo volvía a <strong>de</strong>scuidarme para consagrar toda mi atención y mis esfuerzos al cumplimiento<br />
<strong>de</strong> mis compromisos abrumadores:<br />
—¡Amelia, por Dios, cuí<strong>de</strong>se! ¡No olvi<strong>de</strong> que es usted muy <strong>de</strong>licada!<br />
¡Cuí<strong>de</strong>se por Dios, hija mía!<br />
xV<br />
Poco <strong>de</strong>spués recibía yo esta otra carta, a que dio motivo un asunto <strong>de</strong> familia, sobre el<br />
cual fue él consultado y <strong>de</strong>l que yo le diera parte en mis periódicas comunicaciones.<br />
Carta segunda<br />
Mi nobilísima y querida Amelia:<br />
Acabo <strong>de</strong> leer las cortas páginas <strong>de</strong> su Diario <strong>de</strong> ayer tar<strong>de</strong> y <strong>de</strong> hoy.<br />
¡Tranquilícese, hija mía! Nada hay en ellas que pueda preocuparla con razón y, menos<br />
aún, hacerla sufrir. ¡Cui<strong>de</strong> sus nervios, amiga mía!<br />
...............................................................................................................<br />
Esos puntos suspensivos reemplazan unos párrafos en que él me hablaba <strong>de</strong>l asunto que<br />
causaba mi mortificación. Respecto <strong>de</strong>l caso, dábame su opinión franca. Y continuaba:<br />
—¡No, no! No he mencionado a usted sino como <strong>de</strong>bo hacerlo y usted lo merece; para<br />
honrarla y hacerla amar más y más <strong>de</strong> los suyos y <strong>de</strong> los extraños. ¡Sí! Confieso que hablé a<br />
mi ahijado A. y a la esposa <strong>de</strong> éste <strong>de</strong> su novela; la que yo sólo conozco. Y ¿por qué no <strong>de</strong>ja<br />
usted que su corazón diga lo que siente? Después <strong>de</strong> haber leído esa obra suya, ¡lamento más<br />
profundamente no haberla tratado diez años antes! ¡Juro que no sería usted una enferma, y<br />
que ya se habrían cosechado preciosos frutos <strong>de</strong> su fecundo talento!<br />
Suyo <strong>de</strong>l alma,<br />
Padre Meriño.<br />
Siempre tuve que agra<strong>de</strong>cer a mi amadísimo amigo esa prueba <strong>de</strong> <strong>de</strong>sinterés en su<br />
amistad. Lejos <strong>de</strong> <strong>de</strong>mostrar el egoísmo afectuoso <strong>de</strong> otros que no quieren sufrir revalidar<br />
ni aún en sentimientos <strong>de</strong> familia, él se empeñaba en hacerme querer como él me quería, en<br />
que se me estimara y conociera <strong>de</strong> igual modo.<br />
Así también señalaba a mi particular aprecio a aquellos preferidos <strong>de</strong> su corazón tan<br />
noble. Por él conocí yo y estimé los altos méritos <strong>de</strong>l que es hoy su sucesor en la silla archiepiscopal;<br />
su Señoría Ilustrísima, Monseñor Adolfo Alejandro Nouel.<br />
El padre Adolfo, <strong>de</strong>cíame Monseñor <strong>de</strong> Meriño, en los últimos años <strong>de</strong> nuestra amistad;<br />
el padre Adolfo ¿usted no le conoce, Amelia? Es para mí un hijo. ¡No sabe usted cuánto me<br />
alegro <strong>de</strong> que sea persona grata a la corte pontificia! Así podría lograrse fácilmente que se le<br />
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