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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n III | BIOGRAFÍAS Y EVOCACIONES entre 1910 y 1920, cuando la autora alcanzaba ya setenta y seis años. Los manuscritos fueron acumulándose durante todo este período, observándose que Amelia cuida celosamente de los comentarios, intercalados entre el epistolario con Monseñor y la descripción de estados anímicos, ambientes, incidencias o anecdotario histórico. Esta obra sintetiza la larga y paciente relación de amistad entre ambos. Es hermoso y delicado el momento de reflexión cuanto el impulso espiritual que la provoca. Amelia, siempre receptiva a las reacciones delicadas, envía en una ocasión –junto a una de sus cartas– un obsequio al mentor constante, uno de los jarroncillos auténticos japoneses recibidos de París –monería muy de moda entonces en la urbe donde Lotí había hecho furor por sus narraciones de Lejano Oriente y a causa de ello Monseñor la regala con una esquela que ella considera, entusiasmada, como “una breve joya literaria…” El texto no nos llega, pero su efecto lo recoge un párrafo del libro. Meriño no es presentado como un mortal apegado a las cosas terrenas, sino en interesantes e innúmeros aspectos de su pensamiento grandioso y profundo. Con él, los nombres de Galván, Deligne, Federico Henríquez y Carvajal, José Joaquín Pérez, Bryon, Miguel Angel Garrido, prominentes hijos de Quisqueya, constituyen parte del selecto círculo intelectual de la Francasci. Monseñor fue nervio motor del estilo de la escritora, y crítico finísimo y certero de sus novelas. Observó el idealismo de Amelia con las reservas lógicas de quien, conocedor de los dogmas religiosos se permitía descubrir las inevitables colisiones con la filosofía. Lo segundo, porque lejos de apartar a la escritora de sus sensibilidades, de sus íntimos enfoques –ya sociológicos, nacionales, familiares– la dejó divagar sobre las fronteras geográficas e intelectuales sin interferir en su afán de vivir dentro de aquel refugio espiritual que la alentaba en horas de amargura o indecisión; que la hacía feliz en momentos de ensoñación y que en fin, fue este último estado de ánimo alargado por días y años hasta su muerte. La desaparición del prelado, gloria dominicana, provocóle tristezas y dejóle imborrables huellas y vacíos, pero también la discretísima sensación de que seguía gozando aún en la ausencia definitiva del amigo, del favor y el privilegio de algo imperecedero. Amelia evoca el lúgubre tañir de las campanas santodomingueses, y cierra las páginas de su libro postrero con esta oración funeral en la cual sumerge su dolor: “Creí percibir la voz de Dios, que invisible en su inmensurable altura, clamaba potente a la Patria Dominicana: llora, sí, llora la pérdida de tu hijo más preclaro. Vierte tu amargo llanto sobre su cadáver aún no yerto; mas, sabe que el alma que yo di a ese bueno está contigo; que en el seno de mi Gloria reposa desde que ha entrado en la inmortalidad…” La crítica y Amelia Francasci Tócanos ahora, de manera somera y porque no es justo abundar en rasgos y contornos conocidos, adentrarnos en la crítica más relevante provocada por la obra literaria de Amelia Francasci. Quizás sea pertinente afirmar aquí que la escritora dominicana no alcanzó los relieves de perfección de aquellas altas figuras y valores permanentes de nuestras letras. Amelia Francasci no fue purista, en el sentido estricto del idioma, como tampoco clasificó en el escaso grupo de grandes novelistas americanos. En los tiempos de Amelia Francasci la novela no tenía atractivos entre las mujeres escritoras, aún cuando numerosos títulos ya conocidos brotaron 208

AMELIA FRANCASCI | MONSEÑOR DE MERIÑO ÍNTIMO del intelecto de Emilia, Condesa de Pardo Bazán, prototipo del naturalismo, autora de Madre Naturaleza; Mercedes Cabello con su Blanca Sol; Ofelia Rod Acosta, la de La Vida Manda; en Francia, Aurora Dupin (George Sand), creadora de Indiana y La Charca del Diablo –antes que ella Madame Staël con su Delfina Corinna, el jugoso libro De Alemania– y para no ser muy prolijos, María Teresa de la Parra, hija de Venezuela, autora de Ifigenia; y Concha Espina, la de La Esfinge Maragata y quien nos cautivase conocerla y tratarla en los días inolvidables de juventud, aquí en la Vieja y Colonial Primada de las Américas. A todas ellas, pilares de una evolución literaria y puente espiritual entre el Siglo xIx y el xx –con la excepción de la Staël– les aprisionó Amelia Francasci en su corazón de artista y en los tramos de su biblioteca. La lírica altisonante del autor de la Oda al Niágara y la escuela de Andrés Bello, el maestro inolvidable, tuvieron efecto de metas de superación, a veces inalcanzables, debido al afán de no abandonar su propio ego. Blasco Ibáñez le fascinó por su afición a la escuela de Zolá, y luego –por su imaginismo e idealismo. La pluma de Palacio Valdés, su contemporáneo, le hacía reflexionar, gustando de escanciar sus páginas gota a gota, tratando de encontrar alientos. Cuando en nuestro Santo Domingo tuvimos las visitas de aquellos ilustres españoles como Villaespesa, Tomás Navarro y Tomás, Pedro de Répide, Eugenio Noel, García Sanchíz, Benavente, Zamacois y otros, la Francasci –ya entrada en años– los recibiría en su “petit-salón” de la plazoleta. Así también tuvo asiduamente la presencia de Pedro René Contín y Aybar, crítico y poeta, departiendo con él horas y horas que sabemos les rodeó de un sutil encanto. ¡Fue aquel amigo su último refugio espiritual…! El crítico más acucioso y señero de Amelia Francasci lo es Manuel de Jesús Galván. Es él quien nos presenta a la autora como “excepcional, si no original”. Sobre Madre Culpable afirma que “son excepcionales las circunstancias fisiológicas, de la inspirada autora; excepcional el argumento; excepcionales si bien verosímiles y reales los caracteres de la protagonista y de los principales personajes que concurren en el proceso de la obra…” Refiriéndose al estilo, Galván lo tilda de “correcto, castizo y elegante”, y se asombra de que una escritora bisoña, como el caso de Madre Culpable, estudiosa e instruida, no deja de ser –por lo juvenil, por el retraimiento a que la obliga la extrema sensibilidad de su temperamento nervioso, y por la atmósfera de idealidad en que la ha dejado envuelta la delicada adoración de su digno compañero– un ser inexperto, en su aspecto físico una niña candorosa, en quien nadie podía suponer el conocimiento intuitivo puede decirse, del corazón humano en general, del corazón femenino, en particular, y especialmente del variado caleidoscopio que ofrecen a la observación del psicólogo las versátiles pasiones de la mujer de mundo… El autor de Enriquillo se declara de acuerdo con Rafael Deligne –otros de nuestros grandes escritores– en el diagnóstico de la obra de Amelia Francasci, pero discrepa de él en ciertos aspectos de su crítica “al echar de menos las descripciones que absorben la mitad de las obras naturalistas más celebradas, haciéndonos aburrir con páginas enteras en las que describe, por ejemplo, las mil evoluciones que el capricho del viento realiza con las hojas secas desprendidas de los árboles”. Para defender a Amelia Francasci, Galván considera que “no olvida, al contrario, que Walter Scott, el rey de los novelistas, –quien recogió censuras en su tiempo a causa precisamente de las difusas descripciones de su Ivanhoe o El Anticuario– poseyó una riquísima imaginación y el hechicero estilo que todo vestía con ropaje poético…” 209

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entre 1910 y 1920, cuando la autora alcanzaba ya setenta y seis años. Los manuscritos fueron<br />

acumulándose durante todo este período, observándose que Amelia cuida celosamente <strong>de</strong><br />

los comentarios, intercalados entre el epistolario con Monseñor y la <strong>de</strong>scripción <strong>de</strong> estados<br />

anímicos, ambientes, inci<strong>de</strong>ncias o anecdotario histórico.<br />

Esta obra sintetiza la larga y paciente relación <strong>de</strong> amistad entre ambos. Es hermoso<br />

y <strong>de</strong>licado el momento <strong>de</strong> reflexión cuanto el impulso espiritual que la provoca. Amelia,<br />

siempre receptiva a las reacciones <strong>de</strong>licadas, envía en una ocasión –junto a una <strong>de</strong> sus cartas–<br />

un obsequio al mentor constante, uno <strong>de</strong> los jarroncillos auténticos japoneses recibidos<br />

<strong>de</strong> París –monería muy <strong>de</strong> moda entonces en la urbe don<strong>de</strong> Lotí había hecho furor por sus<br />

narraciones <strong>de</strong> Lejano Oriente y a causa <strong>de</strong> ello Monseñor la regala con una esquela que<br />

ella consi<strong>de</strong>ra, entusiasmada, como “una breve joya literaria…” El texto no nos llega, pero su<br />

efecto lo recoge un párrafo <strong>de</strong>l libro.<br />

Meriño no es presentado como un mortal apegado a las cosas terrenas, sino en interesantes<br />

e innúmeros aspectos <strong>de</strong> su pensamiento grandioso y profundo. Con él, los nombres <strong>de</strong><br />

Galván, Deligne, Fe<strong>de</strong>rico Henríquez y Carvajal, José Joaquín Pérez, Bryon, Miguel Angel<br />

Garrido, prominentes hijos <strong>de</strong> Quisqueya, constituyen parte <strong>de</strong>l selecto círculo intelectual<br />

<strong>de</strong> la Francasci.<br />

Monseñor fue nervio motor <strong>de</strong>l estilo <strong>de</strong> la escritora, y crítico finísimo y certero <strong>de</strong> sus<br />

novelas. Observó el i<strong>de</strong>alismo <strong>de</strong> Amelia con las reservas lógicas <strong>de</strong> quien, conocedor <strong>de</strong> los<br />

dogmas religiosos se permitía <strong>de</strong>scubrir las inevitables colisiones con la filosofía. Lo segundo,<br />

porque lejos <strong>de</strong> apartar a la escritora <strong>de</strong> sus sensibilida<strong>de</strong>s, <strong>de</strong> sus íntimos enfoques –ya<br />

sociológicos, nacionales, familiares– la <strong>de</strong>jó divagar sobre las fronteras geográficas e intelectuales<br />

sin interferir en su afán <strong>de</strong> vivir <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> aquel refugio espiritual que la alentaba en<br />

horas <strong>de</strong> amargura o in<strong>de</strong>cisión; que la hacía feliz en momentos <strong>de</strong> ensoñación y que en fin,<br />

fue este último estado <strong>de</strong> ánimo alargado por días y años hasta su muerte. La <strong>de</strong>saparición<br />

<strong>de</strong>l prelado, gloria dominicana, provocóle tristezas y <strong>de</strong>jóle imborrables huellas y vacíos,<br />

pero también la discretísima sensación <strong>de</strong> que seguía gozando aún en la ausencia <strong>de</strong>finitiva<br />

<strong>de</strong>l amigo, <strong>de</strong>l favor y el privilegio <strong>de</strong> algo imperece<strong>de</strong>ro. Amelia evoca el lúgubre tañir <strong>de</strong><br />

las campanas santodomingueses, y cierra las páginas <strong>de</strong> su libro postrero con esta oración<br />

funeral en la cual sumerge su dolor:<br />

“Creí percibir la voz <strong>de</strong> Dios, que invisible en su inmensurable altura, clamaba potente a la Patria<br />

Dominicana: llora, sí, llora la pérdida <strong>de</strong> tu hijo más preclaro. Vierte tu amargo llanto sobre su<br />

cadáver aún no yerto; mas, sabe que el alma que yo di a ese bueno está contigo; que en el seno<br />

<strong>de</strong> mi Gloria reposa <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que ha entrado en la inmortalidad…”<br />

La crítica y Amelia Francasci<br />

Tócanos ahora, <strong>de</strong> manera somera y porque no es justo abundar en rasgos y contornos<br />

conocidos, a<strong>de</strong>ntrarnos en la crítica más relevante provocada por la obra literaria <strong>de</strong> Amelia<br />

Francasci.<br />

Quizás sea pertinente afirmar aquí que la escritora dominicana no alcanzó los relieves <strong>de</strong><br />

perfección <strong>de</strong> aquellas altas figuras y valores permanentes <strong>de</strong> nuestras letras. Amelia Francasci<br />

no fue purista, en el sentido estricto <strong>de</strong>l idioma, como tampoco clasificó en el escaso grupo<br />

<strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s novelistas americanos. En los tiempos <strong>de</strong> Amelia Francasci la novela no tenía<br />

atractivos entre las mujeres escritoras, aún cuando numerosos títulos ya conocidos brotaron<br />

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