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EL PELUQUERO MATÓ A SU MUJER - Letras Libres

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Albert Cossery<br />

<strong>EL</strong> P<strong>EL</strong>UQUERO<br />

<strong>MATÓ</strong> A <strong>SU</strong> <strong>MUJER</strong><br />

Elogiado por Henry Miller y Albert Camus, Cossery (El Cairo, 1913) ha<br />

desarrollado una obra literaria en francés tan intensa como breve. Acerbo y<br />

tierno a la vez, el cuento “El peluquero mató a su mujer” es la perfecta<br />

conjunción de una historia singular dentro de un amplio retrato social.<br />

Era en el callejón Negro.<br />

Esa tarde, Chaktur el hojalatero, que trabajaba en su taller en la<br />

reparación de una jarra de baño, dejó por un momento su tarea,<br />

para recogerse y pensar con calma en su vida miserable e infinita.<br />

Pero no llegó muy lejos en sus amargas reflexiones. Toda su vida estaba allí,<br />

junto a él, y podía tocarla con sus manos, de tan sombría y sucia<br />

que era, sin una pizca de sueños. Se sintió tan claramente asqueado<br />

que pensó en otra cosa.<br />

En primer lugar, trató de entender cómo le había hecho Saadi,<br />

el peluquero ambulante, para envenenar a su mujer. (En esas<br />

épocas era la preocupación suprema de los habitantes del callejón.)<br />

Pero le faltaban los detalles de ese crimen tenebroso y tuvo<br />

que resignarse a abandonar la partida. Por otra parte, era un<br />

asunto tan turbio que más valía ni acercarse, ni siquiera en pensamiento.<br />

¿No se decía que la policía había arrestado a algunos<br />

clientes del desafortunado Saadi, para interrogarlos y establecer<br />

su responsabilidad moral de acuerdo con el grado de relación<br />

que mantenían con el peluquero? Incluso se consideró que<br />

el discurso de uno de ellos, Harusi, el propietario de la fonda<br />

del pueblo, estaba lleno de tentaciones. Según parece, este innoble<br />

mesonero había dicho un día al peluquero ambulante:<br />

“Saadi, hijo mío, el hombre que pueda deshacerse de su mujer<br />

entrará con toda seguridad al Paraíso”. Sin duda estas palabras<br />

de gran sabiduría fueron malinterpretadas por el peluquero. En<br />

todo caso, ningún Paraíso quería nada con él por el momento,<br />

y la policía entonces se vio obligada a recluirlo en alguna cárcel,<br />

como a un vulgar asesino. “Pobre Saadi, me rasurabas tan<br />

bien la barba por la migaja de pan que te daba. ¿Qué nos va a<br />

pasar si todos los hombres como tú se van a la cárcel?” Chaktur<br />

nunca había estado en la cárcel. Entonces pensó en el régimen<br />

carcelario, en los sufrimientos que deben soportar los presos, y<br />

sobre todo en su soledad carnal. Pero tampoco de eso tenía una<br />

idea precisa. Se detuvo en sus deducciones fantasiosas y miró<br />

al callejón.<br />

Frente al taller estaba el farol No. 329, que dilapidaba su claridad<br />

oficial a través de todo el callejón. A veces, un transeúnte<br />

con expresión vaga se detenía en la zona de luz para ver en qué<br />

condiciones estaba antes de regresar a su casa, o bien miraba por<br />

décima vez –por lo menos– una moneda falsa que le acababa de<br />

dar Saruk, el dueño del café. Por el callejón también vagaban<br />

perros hambrientos, esqueléticos y protegidos por la sarna. Había<br />

siempre alguna mujer que maldecía a sus hijos en voz alta y<br />

estridente, para que todo el callejón la oyera, y para que las personas<br />

de mala fe supieran que ella se preocupa por educar a los<br />

suyos. Además, casi por todas partes, se asentaba la basura.<br />

Malhadado el pobre que tiene tiempo libre. Chaktur estaba<br />

por volver a su trabajo cuando vio al niño. Estaba parado en la<br />

entrada del taller, cargando en el brazo un manojo de tréboles<br />

que acababa de comprar en el mercado. Y miraba a su padre con<br />

un aire de reproche en sus ojos tristes, como para recordarle algo<br />

muy importante que el hombre había olvidado.<br />

56 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Diciembre 2001


–¿Qué me traes ahí, chiquito?<br />

–Es para el borrego, papá.<br />

–¿Qué borrego?<br />

¿Por qué no entendía? El niño estaba al borde de las lágrimas,<br />

pero retuvo el llanto y explicó todo a ese padre embrutecido<br />

por la miseria, esclavo de una fatalidad rigurosa y cruel.<br />

–El borrego de la fiesta, papá. Yo me encargué del trébol.<br />

Ahora sólo falta comprar el borrego.<br />

El niño estaba sucio, pero era guapo. Estaba desnudo bajo su<br />

túnica color tierra. Llevaba tristeza en todo el cuerpo.<br />

Chaktur miró a su hijo con asombro y lástima. No dijo nada.<br />

En su ánimo sin cesar atormentado ya no había lugar para un<br />

nuevo dolor. Simplemente se sentía aplastado por el gesto de<br />

su hijo; porque ahora comprendía que en ese niño –sangre de su<br />

sangre– se formaba una miseria consciente y real de la que<br />

no se había dado cuenta antes y que desde ahora permanecería<br />

ligada a la suya. ¿Por cuánto tiempo? El niño crecerá y con él<br />

aumentará su miseria, hasta el día en que, a su vez débil –porque<br />

¿puede el hombre aguantar solo su miseria?–, creará un hijo<br />

que comparta con él ese peso. El único consuelo del pobre es<br />

no dejar al morir a un hijo pródigo. La ignominia que lega a su<br />

descendencia es inagotable.<br />

–La fiesta no es para nosotros, hijo mío. Nosotros somos<br />

pobres.<br />

El niño lloró, lloró amargamente.<br />

–Qué me importa; yo quiero un borrego.<br />

–Somos pobres, repitió Chaktur.<br />

–¿Y por qué somos pobres?, preguntó el niño.<br />

El hombre reflexionó antes de responder. Él mismo, después<br />

de tantos años de indigencia tenaz, no sabía por qué eran pobres.<br />

Esto venía de muy lejos, de tan lejos que Chaktur no podía<br />

recordar cómo había empezado. Se decía que, sin duda, su miseria<br />

nunca había tenido un comienzo. Era una miseria que se<br />

prolongaba más allá de los hombres. La había tomado desde su<br />

nacimiento y le había pertenecido enseguida, sin la menor resistencia,<br />

ya que estaba destinado a ella mucho antes de haber<br />

nacido, todavía en el vientre de su madre.<br />

El niño seguía esperando que se le explicara por qué eran pobres.<br />

Había dejado de llorar, pero dentro de él aún había muchas<br />

lágrimas, todas las lágrimas de los niños miserables cuyos<br />

sueños son traicionados por la vida.<br />

–Mira, chiquito, ve a sentarte en un rincón y déjame trabajar.<br />

Si somos pobres es porque Dios nos ha olvidado, hijo.<br />

–¡Dios! –dijo el niño–. ¿Y cuándo se acordará de nosotros,<br />

papá?<br />

–Cuando Dios olvida a alguien, hijo, es para siempre.<br />

–Me quedaré de todos modos con el trébol –dijo el niño. Tomó<br />

su manojo de tréboles, lo puso en un rincón del taller y luego<br />

se acurrucó sobre él. Y volvió a empezar a llorar, porque era<br />

chiquito y porque era su manera particular de rebelarse contra<br />

la injusticia del mundo. Bruscamente, el niño aprendía que estaba<br />

solo en la vida y, bruscamente, se arrimaba a las cosas desconocidas<br />

del desamparo, del lastimoso desamparo humano.<br />

El hombre volvió a su trabajo. Ver el pequeño rostro devastado<br />

por el llanto le dolía. Sufría de una manera terrible y nueva.<br />

Pero qué importaba su pena y la de todos los hombres del<br />

universo. Lo importante era que el niño ya no sufriera. Se daba<br />

cuenta cada vez más de esta verdad esencial. ¡El niño! ¿Quién<br />

se ocupará de salvar al niño? Mientras trabajaba, el hombre pensaba<br />

en la muerte como en la única liberación posible, y la<br />

deseaba ardientemente para sí mismo, su mujer, su hijo y todo<br />

el callejón.<br />

En ese momento pasó el gendarme Gohloche, arrogante y orgulloso<br />

como siempre.<br />

Se detuvo frente al taller y paseó su mirada execrable sobre<br />

el hombre y su hijo. El gendarme Gohloche había nacido verdugo.<br />

En su mirada había una necedad que mataba. Y permanecía<br />

allí de pie, arropado en su gruesa capa de lana negra,<br />

parecido a un animal repugnante y poderoso. Hacía frío. El<br />

niño dejó de llorar; tenía miedo. Lo espantaba ese gendarme,<br />

que acababa de surgir como otra noche en la noche. Se sentía<br />

sofocado. Pensó en su madre. Tenía ganas de un poco de calor.<br />

Cerró los ojos, creyendo escapar así del destino sombrío que<br />

lo amenazaba desde afuera. El manojo de tréboles, debajo de<br />

él, se aplanaba poco a poco. Por un momento, tuvo la visión<br />

de un borrego hermoso y gordo que no pertenecía a nadie, un<br />

borrego libre como los perros y los gatos que circulaban por<br />

el callejón.<br />

Chaktur mantenía un silencio enigmático. Parecía ignorar la<br />

presencia del gendarme. Se atormentaba otra vez respecto del<br />

peluquero ambulante. “¿Por qué Saadi envenenó a su mujer?”<br />

Esta pregunta le preocupaba gravemente como si fuese el origen<br />

de todas sus desgracias. El crimen del peluquero ambulante<br />

le había enseñado hasta dónde podía ir la mano del hombre.<br />

Era inaudito lo que el hombre podía cometer. “Sucede que el<br />

hombre asesina a su mujer. Pero, ¿por qué? Saadi lo ha de saber.<br />

Un día, iré a visitarlo a la cárcel; él me lo dirá”. Ahora ya no<br />

pensaba en nada. Esperaba. El gendarme Gohloche también<br />

esperaba no se sabe qué. En su rincón, el niño, echado sobre<br />

el manojo de tréboles, parecía muerto. Una rata se deslizó a lo<br />

largo del muro. El gendarme quiso hablar, pero de pronto se sintió<br />

muy débil, como si acabara de respirar un olor nauseabundo.<br />

Era debido a esa tristeza que reinaba en el taller y que no<br />

estaba a la medida de los hombres. El farol No. 329 seguía dilapidando<br />

su luz sin preocuparse por el gasto.<br />

El gendarme Gohloche se repuso muy pronto; no era sentimental.<br />

Cargó su debilidad a la cuenta de la fatiga. La víspera<br />

había librado una batalla contra una cuadrilla de barrenderos<br />

de calles que exigían simplemente no morir de hambre. Su intervención<br />

en ese asunto fue juzgada por sus superiores como<br />

merecedora de todos los elogios. ¿No había, él solo, matado a<br />

garrotazos a una cantidad respetable de esos maricones que eran<br />

los barrenderos? Nada mejor podía sucederle. Estaba en pleno<br />

ascenso. ¿Por qué, entonces, la visión de este taller lo oprimía a<br />

ese grado? No lo entendía. Entonces se volvió malo. Su mirada<br />

fisgoneó por todas partes con insistencia, y logró distinguir el<br />

Diciembre 2001 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 57


Albert Cossery: El peluquero mató a su mujer<br />

manojo de tréboles. Mostró una sonrisa que era como el reflejo<br />

de un escupitajo anónimo.<br />

–Entonces, padre Chaktur –dijo–, ¿has comprado los tréboles<br />

para atraer al borrego? ¿Crees, entonces, que un borrego se<br />

deja atrapar como una rata? Palabra de honor, hombre, te estás<br />

volviendo chocho.<br />

El sonido de su voz perturbó la serenidad de las cucarachas<br />

que se paseaban tranquilamente en el taller; se regresaron a sus<br />

agujeros con toda velocidad. Cacharros de lata brillaban en la<br />

sombra. El taller sólo estaba iluminado por el farol que tenía en<br />

frente. El gendarme, detenido frente a la puerta, interrumpía<br />

esa única claridad que venía a aplastarse contra su espalda. Chaktur<br />

seguía mudo; no quería entrar en conversación con ese horrendo<br />

gendarme cuya maldad conocía. Sólo la oscuridad le<br />

impedía trabajar. Habría querido reparar cuanto antes esa jarra<br />

de baño y poder regresar a su casa. También hacía mucho frío<br />

en el taller, sobre todo para el niño que estaba desnudo bajo su<br />

túnica. Todo esto le parecía a Chaktur de un horror insuperable.<br />

Ya no tenía fuerzas para nada; esta tarde se sentía aplastado<br />

por el peso de toda su vida. Esta historia del trébol y del borrego<br />

estaba en el límite de lo que podía soportar. El hombre pensaba<br />

sobre todo en el niño. Para él, una fiesta ya no tenía ningún<br />

sentido. “Se habla de fiesta, pero en realidad no hay fiesta.<br />

¿Por qué Saadi envenenó a su mujer? En eso debería pensar la<br />

gente. No habrá fiesta mientras no se sepa por qué Saadi envenenó<br />

a su mujer”. Una vez más estaba obsesionado por el crimen<br />

del peluquero ambulante. El hombre, llegado al final de la<br />

miseria, trataba de comprender. Y así era.<br />

–Hijo de puerco –dijo el gendarme–, ¿no te dignas contestarme?<br />

El hojalatero comprendió la necesidad de mostrarse conciliador<br />

con este maldito espectro de la autoridad. Tenía suficientes<br />

problemas de por sí. Durante un momento miró fijamente<br />

al gendarme con aire compasivo, y luego dijo en un lenguaje correcto<br />

y respetuoso:<br />

–Somos tus servidores, ay, gendarme Gohloche. Permíteme<br />

decir que tu augusta presencia ha hecho precioso este humilde<br />

taller.<br />

Este cumplido, enunciado con voz lastimosa, inmovilizó la<br />

atmósfera como una fantasía lúgubre. Los tres personajes de esta<br />

escena estaban en aquel momento de la vida en que ya no se<br />

cree en nada.<br />

El gendarme Gohloche personificaba la maldad más odiosa:<br />

la maldad puesta al servicio de los grandes de la tierra. Una maldad<br />

redituable. No le pertenecía. La había vendido a personas<br />

más competentes que la usaban para someter y mortificar a todo<br />

un pueblo miserable. Ya no era el dueño de su maldad. Debía<br />

conducirla y dirigirla según ciertos reglamentos cuya atrocidad<br />

apenas variaba.<br />

El gendarme Gohloche vivía en el callejón Negro, pero ejercía<br />

sus funciones de tirano en el centro de la ciudad europea. Y<br />

para él era una especie de muerte; le daba anemia. Porque en un<br />

medio como ese, frecuentado en general por europeos, su vigi-<br />

lancia encontraba obstáculos serios. No podía desenvolverse a<br />

gusto. Gohloche, pues, trasladaba todo su odio a los esclavos que<br />

el elemento nativo proporcionaba: los vendedores ambulantes,<br />

los mendigos, los recogedores de colillas, los leprosos y los ciegos,<br />

y toda la tribu de vagabundos que no lograban morir porque<br />

se perdía mucho tiempo en matarlos. Esta chusma, llegada<br />

allí para dar a la ciudad europea su sabor de Oriente abigarrado,<br />

era numerosa. Un alimento bendito para la mirada de los turistas,<br />

pero él no entendía nada de exotismo.<br />

Era casi la medianoche. La ciudad europea, a pesar de sus<br />

edificios modernos de ocho pisos (con elevador y agua corriente),<br />

sus cafés ampliamente iluminados y sus prostitutas agotando las<br />

aceras con sus ires y venires, parecía presa de un aburrimiento<br />

taciturno, inconcluso, nacido de la duda y de la mediocridad de<br />

los placeres. Se sentía que la ciudad quería vivir, que tenía todo<br />

para hacerlo, pero que una especie de desamparo interior, despiadado,<br />

la mantenía inmóvil con sus luces forzadas, sus mujeres<br />

tontas y su holgura criminal. Tenía la perfecta apatía de un<br />

monstruo saciado. Devoraba todo. Se extendía con una rabia<br />

constante. De todas partes se le veía venir. Brotaba en el desierto;<br />

brotaba en los palmares y en las islas del otro lado del río. Ya<br />

no se le podía detener. Era un florecimiento de casas de alquiler<br />

y de residencias suntuosas. Extraño cuerpo de ramera; se desplegaba<br />

en todas las direcciones, siempre venal, siempre interesada.<br />

Y el paisaje se fugaba frente a ella, rápido y monótono.<br />

Ella lo perseguía sin tregua. Maldito paisaje que se iba a vomitar<br />

su tristeza a los confines de los barrios pobres. Porque allí<br />

donde la miseria es demasiado densa, la ciudad detenía su marcha<br />

triunfante. Sólo tomaba los predios hermosos. Todo lo que<br />

hace la vida cómoda y dulce le pertenecía. El aire puro, el agua<br />

potable, la luz eléctrica, todo le pertenecía. No había despreciado<br />

más que algunos escombros. Y en esos escombros se marchitaba<br />

la vida de todo un pueblo.<br />

La civilización se hacía especialmente terrible a lo largo de<br />

la calle Fuad I y de la calle Emad-El Dine. De hecho, estas dos<br />

calles principales gozan de todo lo que una ciudad civilizada<br />

mantiene y prodiga para el embrutecimiento de los hombres.<br />

Allí había espectáculos insípidos, bares donde el alcohol costaba<br />

muy caro, cabarets con bailarinas fáciles, tiendas de moda,<br />

joyeros e incluso anuncios luminosos. No faltaba nada en la<br />

fiesta. Uno se embrutecía a más no poder.<br />

Sin embargo, la ciudad rebosaba de una multitud de seres<br />

que no tenían nada en común con ese desorden y esas luces.<br />

Pasaban junto a todas esas luces como sombras amedrentadas.<br />

Miraban todas esas cosas hermosas de la ciudad con ojos de<br />

animales que no entienden. Transportaban con ellos su barrio<br />

lodoso y la sucia miseria. Eran visibles como llagas. Trataban de<br />

echarlos fuera, pero se obstinaban en quedarse. Una razón suficiente<br />

e implacable los atraía a este recinto mágico: el hambre.<br />

Era algo que comprendían muy bien. Eran innumerables, alrededor<br />

de los restaurantes, de todos los lugares donde se come.<br />

Para ellos, comer era todo. No deseaban nada más. Desde hacía<br />

varias generaciones no habían tenido otro deseo. Eran cuerpos<br />

58 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Diciembre 2001


innobles y sin alma. La ciudad sufría por contenerlos; la civilización<br />

sufriría al verlos. Parecían remordimientos; remordimientos<br />

muy antiguos arraigados en el suelo. Pero, a pesar de todo,<br />

no querían morir. Mendigar un pedazo de pan a aquellos que<br />

les habían quitado todo era aún para ellos una oportunidad de<br />

vida. Y se les llamaba mendigos o bien ladrones, según su insistencia<br />

en vivir.<br />

Por el momento, esto sucedía en lo alto de la calle Fuad I,<br />

exactamente junto a una tienda de zapatos de mujer. Un equipo<br />

de barrenderos de calles descansaba en ese lugar, esperando<br />

la llegada de los camaradas a quienes debían<br />

relevar. Estaban apretados unos contra<br />

otros no tanto para calentarse sino<br />

para estorbar lo menos posible y no ofuscar<br />

a la gente decente con su presencia.<br />

Estos barrenderos eran lo más miserable<br />

del mundo. Por lo general, eran taciturnos<br />

y reservados, pero esta tarde se sentía<br />

que vivían de una manera inusitada y<br />

trágica. Una animación singular los hacía<br />

agitarse y hablar con autoridad. Realmente<br />

parecían hombres; pero se veía que<br />

apenas era el comienzo. Había mucha esperanza<br />

de que se convirtiesen totalmente<br />

en hombres. Una voluntad de rebelión<br />

se manifestaba en ellos como una pubertad<br />

nueva. Y esta pubertad los hacía preocuparse,<br />

por primera vez, por una vida<br />

mejor. No sabían hasta dónde podría llevarlos<br />

esta voluntad. El camino por recorrer<br />

era demasiado largo, y temblaban en<br />

el umbral, porque después de vivir tanto<br />

tiempo sin moverse, tenían las piernas flojas<br />

y los ojos enceguecidos de tinieblas.<br />

Estaban allí, cubriendo la acera, como<br />

los sobrevivientes de un país devastado<br />

por la hambruna. Llevaban uniformes<br />

nuevos, pero que no eran para esa temporada.<br />

Eran uniformes de tela ligera que<br />

la administración, encargada de vestirlos,<br />

les había concedido en pleno mes de diciembre.<br />

Algunos estaban descalzos. El<br />

frío les penetraba sin dificultad, y ellos<br />

tosían por turnos, cada uno a su manera.<br />

A veces uno prendía fuego a una hoja de papel que flameaba y<br />

enseguida se apagaba, después de haber desprendido un calor<br />

fugaz. Entonces, alrededor de este breve fulgor, los rostros de<br />

esos hombres se precisaban con violencia. Tenían rostros de una<br />

humanidad pavorosa. Al verlos así agrupados en medio de esa<br />

calle limpia y civilizada, había la tentación de gritar pidiendo<br />

auxilio. Pero la indiferencia que los rodeaba los quebraba por<br />

completo. Estaban solos contra la fuerza invencible que hacía<br />

de ellos unos esclavos. Al arrancarlos de su papel de criaturas<br />

humanas, esta fuerza los había reducido a sus propios límites.<br />

No esperaban la ayuda de nadie, no escuchaban ninguna voz<br />

extranjera. No escuchaban más que el rumor aún incierto de<br />

su rebelión.<br />

Parecían conspirar contra ellos mismos, tan impregnados<br />

de precauciones y de dificultades estaban sus conciliábulos.<br />

Avanzaban en su rebelión con mil vacilaciones. Se rascaban el<br />

cuerpo con gestos amplios y escupían sus flemas muy cerca, suavemente,<br />

como algo precioso. La hermosa calle Fuad I se encontraba<br />

en ese sitio realmente deteriorada en su reputación. Esta<br />

aglomeración de barrenderos no era pintoresca ni agradable. Era<br />

más bien siniestra. La calle habría querido deshacerse de esta<br />

podredumbre por cualquier medio; se le sentía enervada en todas<br />

sus manifestaciones. Tranvías ebrios hacían ruidosa la atmósfera.<br />

Una trifulca estalló en un café situado del otro lado de<br />

la calle. En cuanto a la prostituta que se volvía a acicalar por sexta<br />

vez esa noche, dejó caer su lápiz de labios en el río. Alumnos<br />

jóvenes de la “escuela de mendigos” le hacían la vida imposible<br />

a los paseantes nocturnos. Los autobuses pasaban a una veloci-<br />

Diciembre 2001 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 59<br />

Ilustraciones: LETRAS LIBRES / Alejandro Magallanes


Albert Cossery: El peluquero mató a su mujer<br />

dad asesina con su carga de criaturas inmundas y sueños podridos.<br />

Había en el aire una imperiosa necesidad de calma; esos<br />

hombres tenían que perecer. La ciudad clamaba por su muerte<br />

para poder gozar en paz de su vergonzosa serenidad.<br />

Por su parte, los barrenderos no tenían conciencia de la horrible<br />

diversión que su presencia infligía a la calle. Sólo tenían<br />

órdenes de barrerla y ella les provocaba la sensación de algo peligroso<br />

e incomprensible, de lo cual eran servidores dóciles. Aún<br />

no habían imaginado lo que sería sin ellos, entregada a la basura<br />

y el polvo. No conocían todo su mérito y hasta qué punto la<br />

calle les debía su hermosa disposición y su distinción. Pero, esta<br />

tarde, estaban decididos a todo: para ellos se trataba de no<br />

morir de hambre. Por primera vez en su vida, estos barrenderos<br />

se habían atrevido, se habían creído capaces de atreverse, a un<br />

gesto de protesta. Habían tenido la idea increíble, blasfema, de<br />

reivindicar sus derechos a una existencia mejor. Las tres piastras<br />

que se les pagaba por día no eran suficientes para que pudieran<br />

vivir, ni siquiera para que pudieran morir. Habían, pues,<br />

exigido media piastra de aumento. Con tres piastras y media por<br />

día, creían que podrían vivir más decentemente. Era una idea<br />

de ellos, casi un ideal. Y esperaban la realización de ese ideal,<br />

sin demasiada confianza pero con un fulgor feroz en los ojos.<br />

La llegada del supervisor en bicicleta pondría fin a su incertidumbre.<br />

Este supervisor en bicicleta, encargado de someter su<br />

solicitud a quien correspondía, debía traerles una respuesta esa<br />

noche. Pero los barrenderos desconfiaban de él, porque ya pertenecía,<br />

por su grado de supervisor, a otra humanidad, la de los<br />

opresores. También habían decidido que en caso de fracasar le<br />

dejarían los uniformes, las escobas y toda la calle.<br />

–Que la barra él solo, ese hijo de puta– dijo levantándose un<br />

hombre audaz, cuyo extraño acuclillamiento parecía un desafío<br />

a la estética de los pobladores honorables de la ciudad.<br />

Esta especie de barrendero no había encontrado nada mejor<br />

que hacer –para protestar contra la ligereza de los uniformes–<br />

que envolverse con la milaya de su mujer. Había logrado<br />

un inmenso éxito entre sus camaradas, que ahora lo escuchaban<br />

como a un jefe. En realidad, este nuevo estado de ánimo de los<br />

barrenderos le debía mucho a la intrepidez magnífica de este<br />

hombre. Era un hombre de acción que despreciaba todo tipo de<br />

autoridad, y a quien la extrema miseria le había enseñado a hacerse<br />

justicia por su propia mano. Todo en él exigía una vida<br />

más sólida y se sentía en él una conciencia más clara de su destino<br />

y el de sus compañeros. Por otra parte, era el único que se<br />

movía con soltura en la cruel estrechez de ese destino. Esos<br />

hombres espantados habían puesto todas sus esperanzas en él,<br />

porque parecía traer en sus inmensas manos la fuerza que aniquilaría<br />

a los verdugos. “Allá viene”, dijo. Se quitó la milaya y la<br />

enredó en su cuerpo, como un ancho cinturón. Quería estar libre<br />

en sus movimientos, porque sentía la batalla cercana.<br />

De hecho, el supervisor en bicicleta llegaba encabezando al<br />

otro equipo de barrenderos. Se detuvieron frente a la tienda de<br />

zapatos. El hombre de la milaya ordenó a sus camaradas que se<br />

levantaran, para ir a encontrarse con el supervisor. Éste, dete-<br />

niendo con una mano su bicicleta y con la otra una delgada vara<br />

de junco, empezaba a dar órdenes. Pero rápidamente se dio<br />

cuenta de que los barrenderos ya no obedecían sus mandatos y<br />

que esperaban otra cosa de él. Esto lo inmovilizó por un instante.<br />

El hombre de la milaya se acercó a él, alto y ancho como la ola<br />

de un mar furioso. Estaba listo para el asesinato.<br />

–Entonces, ¿qué has hecho por nosotros? –preguntó.<br />

El supervisor no respondió nada. Se apoyó en su bicicleta y<br />

se tomó su tiempo para preparar un discurso breve y enérgico.<br />

No olvidaba que representaba una autoridad y que una gran fuerza<br />

sin igual lo protegía de todos los peligros.<br />

–Escúchenme todos –exclamó–. En respuesta a su solicitud,<br />

la administración me ha encargado ante todo de decirles que ustedes<br />

son un montón de maricones. En segundo lugar, que su<br />

actitud ingrata merece los peores castigos. Porque, apenas hace<br />

un mes, para satisfacer sus exigencias de coquetería, quedó en<br />

la ruina por otorgarles uniformes nuevos. Y hoy se atreven a exigir<br />

un aumento de salario. Se los repito, esta vez en mi propio<br />

nombre, ustedes no son más que un montón de maricones.<br />

Lo que sucedió después de este discurso fue atroz y lamentable.<br />

Ante todo, el hombre de la milaya levantó al supervisor y<br />

lo arrojó hasta que se aplastó contra la vitrina de la tienda de zapatos.<br />

Los barrenderos, escoba en mano, se quedaron inmóviles<br />

de asombro ante la súbita acción de su camarada. No tuvieron<br />

tiempo de reponerse de su estupor, porque ya se asomaba<br />

en el horizonte la silueta de un gendarme: era Gohloche. Enseguida,<br />

de todos lados, llegaron gendarmes. La batalla duró casi<br />

un cuarto de hora, durante el cual toda la civilización tembló<br />

de indignación. Para colmo de desgracias, era la hora de salida<br />

de los espectáculos. ¿Qué estaban haciendo allí, entonces, esos<br />

maricones de los barrenderos con sus mugrosas reivindicaciones?<br />

Los transeúntes saciados y bien calientes en sus abrigos<br />

fueron invadidos por el asco frente a este horror. Perdieron su<br />

optimismo por lo menos por algunos días. Se mandó traer una<br />

ambulancia, no para los heridos, sino para una dama que se<br />

había desmayado de rabia al enterarse de la rebelión de los barrenderos.<br />

Todo esto terminó para gran ventaja del gendarme<br />

Gohloche, que, en este suceso, dio prueba de una brutalidad excesiva<br />

y desinteresada.<br />

En el fondo, el callejón Negro era un lugar muy calmado. La<br />

miseria se había posado allí, seria, y con una perfecta igualdad<br />

de talante. No tenía por qué inquietarse al contacto de un lujo<br />

insultante. Sus habitantes no eran envidiosos. Nunca estaban<br />

celosos de la miseria de su vecino e intentaban mantener su pobreza<br />

al nivel del promedio general. El hojalatero, por un momento,<br />

pareció interesarse en el gendarme y le preguntó qué<br />

noticias traía. Gohloche contó la historia de la víspera y cómo él<br />

solo había matado a golpes a muchos barrenderos. Pero amplificó<br />

tanto su relato que lo volvió ininteligible. Por otra parte, ni<br />

él mismo sabía por qué los barrenderos le habían pegado a su<br />

supervisor, ni por qué se habían conducido de una manera tan<br />

insólita, ellos de costumbre tan modestos y tan moderados.<br />

–¿Y por qué hicieron eso? –preguntó Chaktur.<br />

60 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Diciembre 2001


–No te lo puedo decir, hombre. Es un secreto. Harías mejor<br />

en ocuparte de tus cacharros arruinados. Salud en lo tuyo.<br />

–Ay, gendarme Gohloche –exclamó Chaktur–, dímelo, te lo<br />

suplico, ¿por qué los barrenderos hicieron eso?<br />

–Palabra de honor, hombre, te estás poniendo chocho. ¿No<br />

te dije ya que te estabas poniendo chocho? ¿Qué te importan los<br />

barrenderos?<br />

Cuando el gendarme se fue, Chaktur volvió a caer en sus<br />

pensamientos obsesivos. Esta rebelión de los barrenderos venía<br />

a añadirse a su confusión. Se trataba ahora de establecer una<br />

relación entre dos incidentes de naturaleza distinta, pero que<br />

él sentía provocados por el mismo ánimo. Según él, el crimen<br />

de Saadi y la rebelión de los barrenderos debían tener el mismo<br />

origen.<br />

Ya era hora de cerrar el taller; Chaktur se levantó y se desplazó,<br />

tambaleándose un poco sobre las piernas. No era muy<br />

viejo. Estaba encorvado, no por la edad, sino por una especie de<br />

agobio que había tomado posesión de todo su ser, que se había<br />

instalado en él como una enfermedad incurable y que exigía muchos<br />

cuidados. Recogió algunos desechos de hojalata, los echó<br />

en un rincón y se ocupó en poner un poco de orden en el taller.<br />

No estaba molesto por su miseria. Era grande y amplia y él se<br />

paseaba libremente dentro de ella. Era como una cárcel espaciosa;<br />

tenía la libertad de ir de un muro al otro de su miseria sin<br />

pedirle permiso a nadie. Sólo estaba molesto porque la sentía<br />

tan abundante. Era una miseria rica. No sabía cómo gastarla.<br />

Miró al niño, heredero de tal riqueza. El niño dormía sobre su<br />

manojo de tréboles; no parecía comprender todos los recursos<br />

de la herencia paterna. El hombre despertó al niño cuya túnica<br />

levantada dejaba ver la carne joven donde el frío venía a morder<br />

con gusto.<br />

–Vamos, pequeño, levántate. Nos vamos.<br />

El niño, despierto, miró a su alrededor en el estrecho taller<br />

y buscó el objeto de su sueño. Creía que encontraría el borrego.<br />

No encontró más que una soledad lúgubre que le penetró<br />

en el corazón.<br />

–Padre –dijo–, me llevo el trébol.<br />

Salieron al callejón. El hombre caminaba adelante y en su mente<br />

giraban ideas demasiado grandes, que le sorprendían por su<br />

ardor de vivir dentro de él. El niño seguía, medio dormido, con<br />

su manojo de tréboles bajo el brazo. Ahora, el callejón ya no estaba<br />

iluminado salvo por algunas estrellas pardas. Un cielo bajo<br />

y sórdido pesaba sobre los techos de las casuchas y los obligaba<br />

a arrastrarse sobre el suelo lodoso. Más lejos el callejón se perdía<br />

en un terreno vago en medio del cual se elevaban las chozas<br />

del amaestrador de monos y del hechicero. Chaktur y el niño entraron<br />

a otro callejón empinado que conducía al café de Saruk.<br />

El hombre se detuvo y miró hacia adentro del café. Para su<br />

gran sorpresa vio a Harusi, que él creía estaba en la cárcel, sentado<br />

en compañía de otras personalidades del barrio. El mesonero<br />

tenía un aire taciturno y fumaba su gosah en silencio; parecía<br />

presidir esta ceremonia fúnebre. A su alrededor, los hombres<br />

mantenían una actitud plena de concentración y de prudencia.<br />

No se podía adivinar sobre qué reflexionaban.<br />

Así que la policía había soltado a Harusi. Sin duda después<br />

de haber reconocido que Saadi no había envenenado a su mujer<br />

para ir al Paraíso, como le había aconsejado el mesonero. Entonces<br />

había otra cosa. Debía existir un motivo más profundo<br />

para el crimen del peluquero; tal vez un motivo muy simple, pero<br />

que, debido a su misma simplicidad, escapaba al conocimiento<br />

de todos. Chaktur deseaba conocer ese motivo a cualquier<br />

precio. Toda su carne miserable ardía por descubrirlo. Le parecía<br />

que al término de este descubrimiento sentiría como un alivio<br />

y alegría. Tantos años de miseria se iluminaban por la sed<br />

de este descubrimiento. Llamó a Harusi.<br />

El mesonero salió del café. Parecía alguien que se creía el<br />

Diablo.<br />

–¿Estás desocupado?– preguntó Chaktur.<br />

–Sí, ¿por qué?<br />

–Ven a caminar un poco conmigo. Tenemos que hablar.<br />

–Pero no me vayas a pedir consejos –dijo Harusi–. Ya no puedo<br />

hablar; ¡me cortaron la lengua!<br />

–¿Quién te cortó la lengua?<br />

–Ya no puedo contestar preguntas. Me viste hace rato sentado<br />

con esos hombres. Pues bien, ya no nos hablamos. Aprenderemos<br />

a vivir sin hablar.<br />

Chaktur entendió que el mesonero ya no quería comprometerse<br />

y que no diría nada si no se sentía protegido de toda indiscreción.<br />

Lo tomó por el brazo y se encaminaron hacia el<br />

terreno baldío.<br />

El niño los siguió en silencio. Iba preocupado y triste, deteniendo<br />

en sus brazos el manojo de tréboles, y creyendo a cada paso<br />

encontrar el borrego de su sueño. Pero por todas partes sólo<br />

había perros salvajes. Pululaban en ese lugar, atraídos por la abundancia<br />

de desperdicios y la promiscuidad de hombres con ofi-<br />

Diciembre 2001 <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> : 61


Albert Cossery: El peluquero mató a su mujer<br />

cios bravos y libres. El amaestrador de monos había logrado domar<br />

a algunos y volverlos divas notables. En ese terreno baldío,<br />

la oscuridad no sólo era provocada por la noche. Había la noche,<br />

pero en la noche se detectaba la presencia de otra cosa, algo que<br />

era más negro que la noche: el alma triste de los hombres. Chaktur<br />

y el mesonero se detuvieron al sentir el cielo libre por encima<br />

de sus cabezas y el espacio suficiente a su alrededor. Se percibía,<br />

en medio del terreno, al hechicero, de pie sobre el techo de<br />

su choza, entregado a prácticas retorcidas. El viento soplaba furiosamente,<br />

como si quisiera expulsar toda esta miseria pestilente,<br />

amontonada allí desde tiempos inmemoriales. Un olor a orina<br />

y a animales muertos dominaba toda la extensión del terreno;<br />

un olor activo y desbordante, más fuerte que el viento y los años.<br />

–¿Me vas a confesar por fin –preguntó Harusi– la razón de<br />

este paseo? ¿Qué tienes que decirme?<br />

–Quería preguntarte por qué Saadi el peluquero envenenó<br />

a su mujer.<br />

–No tengo nada que ver con eso –exclamó Harusi–, ¿por qué<br />

me preguntas eso a mí? ¿Acaso soy su padre o su madre? He tenido<br />

ya suficientes desgracias. Sólo pido que ya me dejen en paz.<br />

Calló y miró directamente al frente. Vio el lodo, vio las chozas,<br />

vio la tristeza que subía de la tierra y el cielo voraz que<br />

absorbía toda esa tristeza. Dijo con una voz débil y que ya no era<br />

la suya:<br />

–En el fondo, ¿por qué la envenenó? Sí, ¿por qué?<br />

–Ya ves –dijo Chaktur–, ahora tú mismo te lo preguntas con<br />

angustia.<br />

–¿Sabes, Harusi –dijo después de un momento–, que los barrenderos<br />

se rebelaron y que golpearon a su supervisor?<br />

–¿Cuándo?<br />

–Anoche. El gendarme Gohloche me lo acaba de contar.<br />

–¿Y no te dijo por qué se rebelaron?<br />

–No. Me dijo que es un secreto y que sería mejor que me ocupara<br />

de mis propios asuntos. Se lo permití porque es un hijo de<br />

perra y me puede provocar problemas. Pero todo eso me parece<br />

sospechoso. Me gustaría saber…<br />

–¿Qué, pues?<br />

–La semejanza que hay entre el crimen de Saadi y la rebelión<br />

de los barrenderos.<br />

–¿Crees entonces que entre esos dos hechos hay algún<br />

vínculo?<br />

–No un vínculo, sino una misma voluntad. Una voluntad muy<br />

sencilla y que siento en todas partes a mi alrededor, pero que no<br />

logro identificar. Tenemos que ser muchos para ello. Todos nosotros<br />

con nuestras mujeres y nuestros hijos. Entonces penetrará<br />

en nuestros corazones, se hará terrible y crecerá dentro de<br />

nosotros. Y cuando ya sea inmensa entre nosotros y ya no podamos<br />

soportar su presencia en nuestros corazones, nosotros también<br />

cometeremos actos que nos parecen insensatos hoy pero<br />

que, en ese momento, serán simples y justos.<br />

–¿Estás seguro?– preguntó Harusi.<br />

–¡Por qué me preguntas si estoy seguro! Ves al niño allá. Ves<br />

el manojo de tréboles. El niño quería un borrego para la fiesta.<br />

Le dije que éramos pobres. Se puso a llorar. Pensé: ahora sí llegué<br />

al fondo de la miseria. Y luego el crimen de Saadi me regresó<br />

a la mente. Me torturaba, se aferraba a mi cuerpo. En ese<br />

momento pasó el gendarme Gohloche y me contó la historia de<br />

los barrenderos. Al principio no entendí nada. Luego, traté<br />

de entender. Desde el fondo de mi miseria, me sentía sublevado<br />

por la acción de esos hombres, y su valor me daba fuerzas, y<br />

el gusto de vivir despertaba en mí. En realidad, ¿cómo explicarte?<br />

Estoy muy viejo y todo esto nació en mí esta noche.<br />

–Chaktur, hermano –dijo Harusi–, acabo de salir de la cárcel<br />

y estoy muy cansado, te lo aseguro. Ya no entiendo nada.<br />

Pero de todas maneras te diré algo. Hace rato me mostraste al<br />

niño y el manojo de tréboles para acercarme más a tu corazón<br />

enfermo. A tu vez, mira al amaestrador de monos, allá, cerca de<br />

su choza. ¿Ya lo viste? No es mi hijo; es un hijo de puta, pero cada<br />

vez que me lo encuentro me provoca la misma idea: ¿por qué<br />

no hay amaestradores de hombres? Tal vez así uno pudiera saber<br />

lo que pueden hacer los hombres.<br />

–Yo sé lo que pueden hacer –dijo Chaktur.<br />

–Entonces dímelo.<br />

–Apenas desde esta noche lo sé.<br />

–De todos modos dímelo.<br />

–Los hombres pueden envenenar a sus mujeres, ay Harusi,<br />

y pueden también rebelarse y golpear a su supervisor.<br />

–Eso no explica nada.<br />

–Eso explica todo. Ahora lo veo claramente, tan claramente<br />

que tengo miedo. La culpa es de ese manojo de tréboles. Yo<br />

estaba acostado en mi miseria, sofocado por ella, y sin pensar<br />

en rechazarla. No entendía la vida sin su presencia. Y entonces<br />

llega el niño con un manojo de tréboles. Y de pronto la<br />

miseria se me hace insoportable. Sufro como un hombre quemado<br />

y a quien se le arrancan los ojos, para que no pueda mirar<br />

a su alrededor. Un manojo de tréboles, y el sentido de otra<br />

vida se me reveló.<br />

–¿Qué vida?<br />

–No sabría decírtelo. Hay en el aire cosas que se anuncian y<br />

que me dicen que nuestra sangre no se ha enfriado del todo. Todavía<br />

hay en nosotros mucho calor y mucha vida. Un calor capaz<br />

de muchos milagros.<br />

–¿Te vas a volver hechicero?<br />

–No, yo no. Mira a ese niño que llora. Sin duda tiene frío,<br />

porque está desnudo bajo su túnica. No ha comido desde esta<br />

mañana. Pero él es el portador de milagros. Él es el hechicero<br />

de mañana. Hace rato me preguntaba yo, refundido en mi taller:<br />

“¿Quién salvará al niño?” Y bien, el niño se salvará solo. El<br />

niño no aceptará esta pesada herencia de nuestra miseria. Tendrá<br />

brazos lo suficientemente fuertes para defenderse. Eso es lo<br />

que anuncia el aire a nuestro alrededor. Escucha, Harusi…<br />

Hubo un silencio que se extendió muy lejos, hasta el fondo<br />

de los callejones lodosos. El viento había dejado de soplar. La<br />

miseria del mundo estaba al final de su destino. ~<br />

– Traducción de Mónica Mansour<br />

© Líneas de fuga<br />

62 : <strong>Letras</strong> <strong>Libres</strong> Diciembre 2001

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