El giro decolonial.indd - Patricio Lepe Carrión
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este punto de vista, los movimientos también son una clave analítica para el estudio de la actual crisis de la modernidad. Este texto analiza el lugar que la literatura de la acción colectiva asigna a los movimientos latinoamericanos, en su doble condición de actores que cuestionan los límites de la modernidad y, a la vez, ofrecen alternativas a la misma. En la primera parte del capítulo examino cuáles son los argumentos que ofrecen ciertas teorías para cuestionar el potencial de los movimientos de esa región como actores críticos de la modernidad, e incluso, para poner en duda que las acciones colectivas desarrolladas en América Latina puedan llegar a constituirse en movimientos sociales. En la segunda parte, propongo que tales dudas se sustentan en un pensamiento dicotómico, que diferencia y jerarquiza las dinámicas sociales según su mayor o menor distanciamiento de la tradición; una operación moderna que la literatura de movimientos, paradójicamente, debe a las perspectivas críticas de la Ilustración, de las que vienen nutriéndose desde los ochenta, y, más específi camente, a su noción eurocéntrica de modernidad. Con base en la revisión que de este concepto hace el Programa de Investigación Modernidad/Colonialidad, dedico la tercera parte del capítulo a presentar algunas claves interpretativas que cambiarían los términos del debate sobre los movimientos latinoamericanos como actores críticos de la modernidad. Este pretende ser un aporte a la literatura de movimientos sociales de América Latina. Una apuesta que, aun cuando bebe del Programa de Investigación Modernidad/Colonialidad, no se paraliza deslumbrada ante las exquisitas discusiones que éste abre. Por ello, reservo la cuarta y última parte del capítulo para señalar algunas limitaciones del giro decolonial posibilitado por este programa, recogiendo ciertas discusiones que se han abierto desde la epistemología feminista, respecto al talante androcéntrico de dicho programa. LUCHAS PERIFÉRICAS ANCLADAS EN LA ILUSTRACIÓN La doble condición de actores, que por un lado evidencian el agotamiento de la modernidad, y por otro ofrecen alternativas al mismo, dotó a los movimientos sociales de un carácter refl exivo. Por un lado, hubo una ruptura defi nitiva con la idea de la conducta desviada de las teorías del comportamiento colectivo, tanto en su vertiente funcionalista (Parsons, Smelser, Olson, etc.), como en la del interaccionismo simbólico de la Escuela de Chicago (Park, Kornhauser y Gurr, etc.). Desde entonces, los y las activistas dejaron de verse como personas infl uenciables, que tienden a aislarse del orden instituido uniéndose a protestas carentes de un proyecto racional. A su vez, asumir la doble condición crítica de los movimientos respecto a la modernidad, produjo una ruptura con las teorías del enfoque psicosocial, con las cuales arrancó formalmente el estudio de las movilizaciones, a fi nales de siglo XIX; se abandona la idea según la cual los procesos racionales (y privados) del individuo se disipan en el ámbito público de las multitudes, provocando: 244
estados primigenios (Le Bon), regresivos (Freud) o represivos (Reich), (Balbás, 1994). Reemplazada la imagen de las masas desviadas e irracionales por la de actores refl exivos, hubo un distanciamiento con los enfoques clásicos, que privilegian al individuo como sujeto depositario de la racionalidad moderna (Mendiola, 2002). Una segunda consecuencia del punto de infl exión de los ochenta fue haber dejado sentadas las bases para que, durante la siguiente década, se construyera el nexo entre la acción colectiva y los procesos de globalización. Al irrumpir la globalización como categoría de análisis, vinculada a la crisis de la modernidad, el estudio de los movimientos gana todavía más complejidad. Éstos son redefi nidos como actores que, valiéndose de los procesos de globalización, resisten a los perjuicios que trae consigo la crisis de la modernidad. De ahí que, actualmente, hablemos de actores críticos de la modernidad globalizada; actores cuyas acciones complejizan las perspectivas críticas de la razón ilustrada, desarrolladas por autores como Touraine, Lyotard, Vattimo o Giddens. Ahora bien, ambas consecuencias analíticas son parcialmente válidas cuando de movimientos periféricos se trata. En el caso específi co de América Latina, los análisis de la primera mitad de los ochenta estuvieron marcados, sobre todo, por el tema de la ‘novedad’. Frente a los estudios que abogaban por el potencial innovador de los movimientos latinoamericanos, en materia de democracia y participación (Slater, 1985; Jelin, 1985; Calderón, 1986), hubo tesis que defendían —y siguen defendiendo— su escaso papel innovador ante las crisis contemporáneas. En líneas generales, el argumento más o menos es el siguiente: dado que el objetivo de los movimientos periféricos es, ante todo, cubrir las necesidades básicas, y dado que su principal interlocutor es el Estado, se trata de actores colectivos cuyo punto de partida es el de llegada de los movimientos del Norte (Mainwarning y Viola, 1984; Foweraker y Craig, 1990; Lehmann, citado por Foweraker, 1995). El optimismo con el que había empezado esa década se abandona para dar paso al desencanto. Las discusiones —articuladas, más que todo, en torno al tema de la identidad— tienden a concluir que las formas de conciencia política y movilización latinoamericanas (o de otras áreas periféricas de Asia y África) no pueden desafi ar los límites del pensamiento decimonónico. De modo más sistemático, algunos análisis cuestionan el potencial de las acciones colectivas latinoamericanas, ya no sólo para retar los límites de la modernidad, sino también para llegar a constituirse en movimientos sociales. En su sofi sticado análisis de la acción política, Laclau y Mouffe (1985) concluyen que la explotación imperialista y el predominio de formas brutales y centralizadas de dominación, son factores que dotan a las luchas del Tercer Mundo de un único centro; de un enemigo claramente defi nido y único. Así, a diferencia de las luchas propias de los países del capitalismo avanzado, aquéllas no tienden hacia la creciente multiplicidad de posiciones antagónicas. Por el contrario, sus identidades apuntan hacia la simple y automática unidad en torno a un polo popular; una tendencia ausente en Europa desde 245
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privilegian al individuo como sujeto depositario de la racionalidad moderna<br />
(Mendiola, 2002). Una segunda consecuencia del punto de infl exión de los<br />
ochenta fue haber dejado sentadas las bases para que, durante la siguiente<br />
década, se construyera el nexo entre la acción colectiva y los procesos de globalización.<br />
Al irrumpir la globalización como categoría de análisis, vinculada<br />
a la crisis de la modernidad, el estudio de los movimientos gana todavía más<br />
complejidad. Éstos son redefi nidos como actores que, valiéndose de los procesos<br />
de globalización, resisten a los perjuicios que trae consigo la crisis de<br />
la modernidad. De ahí que, actualmente, hablemos de actores críticos de la<br />
modernidad globalizada; actores cuyas acciones complejizan las perspectivas<br />
críticas de la razón ilustrada, desarrolladas por autores como Touraine,<br />
Lyotard, Vattimo o Giddens.<br />
Ahora bien, ambas consecuencias analíticas son parcialmente válidas<br />
cuando de movimientos periféricos se trata. En el caso específi co de América<br />
Latina, los análisis de la primera mitad de los ochenta estuvieron marcados,<br />
sobre todo, por el tema de la ‘novedad’. Frente a los estudios que abogaban<br />
por el potencial innovador de los movimientos latinoamericanos, en materia<br />
de democracia y participación (Slater, 1985; Jelin, 1985; Calderón, 1986),<br />
hubo tesis que defendían —y siguen defendiendo— su escaso papel innovador<br />
ante las crisis contemporáneas. En líneas generales, el argumento más<br />
o menos es el siguiente: dado que el objetivo de los movimientos periféricos<br />
es, ante todo, cubrir las necesidades básicas, y dado que su principal interlocutor<br />
es el Estado, se trata de actores colectivos cuyo punto de partida<br />
es el de llegada de los movimientos del Norte (Mainwarning y Viola, 1984;<br />
Foweraker y Craig, 1990; Lehmann, citado por Foweraker, 1995). <strong>El</strong> optimismo<br />
con el que había empezado esa década se abandona para dar paso al<br />
desencanto. Las discusiones —articuladas, más que todo, en torno al tema de<br />
la identidad— tienden a concluir que las formas de conciencia política y movilización<br />
latinoamericanas (o de otras áreas periféricas de Asia y África) no<br />
pueden desafi ar los límites del pensamiento decimonónico.<br />
De modo más sistemático, algunos análisis cuestionan el potencial de las<br />
acciones colectivas latinoamericanas, ya no sólo para retar los límites de la<br />
modernidad, sino también para llegar a constituirse en movimientos sociales.<br />
En su sofi sticado análisis de la acción política, Laclau y Mouffe (1985) concluyen<br />
que la explotación imperialista y el predominio de formas brutales y<br />
centralizadas de dominación, son factores que dotan a las luchas del Tercer<br />
Mundo de un único centro; de un enemigo claramente defi nido y único. Así,<br />
a diferencia de las luchas propias de los países del capitalismo avanzado,<br />
aquéllas no tienden hacia la creciente multiplicidad de posiciones antagónicas.<br />
Por el contrario, sus identidades apuntan hacia la simple y automática<br />
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