01_La ilusión suma_3R.indd - Milenio

Prólogo, 15
1. LA ILUSIÓN SUMMA, 19
La ilusión de la carroña, 19
La ilusión del rearraigo, 27
La ilusión de la hegemonía, 33
La ilusión de la pesadilla, 39
La ilusión del milagro, 47
La ilusión de la rebeldía, 54
La ilusión de la ciencia, 60
La ilusión de la luz, 63
2. LA ILUSIÓN PRIMA, 73
La ilusión de la oratez, 73
La ilusión de la escatología, 76
La ilusión del populacherismo, 80
La ilusión de la aventura, 86
La ilusión del antirromanticismo, 94
La ilusión del patetismo, 99
La ilusión de lo neomacabro, 105
La ilusión de la cordura, 112
La ilusión del salvamento, 116
La ilusión del duelo, 120
La ilusión del suspenso, 128
La ilusión del apenitas, 134
La ilusión del ligue, 139
La ilusión del sucedáneo, 143
La ilusión de la felonía, 147
Índice
11
La ilusión del ideario, 155
Lado A: La ilusión de la inmolatoria, 155
Lado B: La ilusión del poltergeist, 160
La ilusión del pudor, 165
La ilusión de la esbeltez, 172
La ilusión de la angustia, 179
La ilusión del trastorno, 184
La ilusión de la identidad, 189
La ilusión del aislamiento, 195
La ilusión de la darkacidez, 203
La ilusión del viaje, 208
La ilusión de la salvaguarda, 214
La ilusión de la lealtad, 226
La ilusión de la musicalidad, 232
3. LA ILUSIÓN SECUNDA, 239
La ilusión del encontronazo, 239
La ilusión de la religiosidad, 245
La ilusión del hieratismo, 252
La ilusión de la conciencia, 260
La ilusión de lo neonegro, 264
La ilusión de la memoria, 272
La ilusión del plañidero, 278
La ilusión del paralelo, 284
4. LA ILUSIÓN DOCUMENTAL, 291
La ilusión del ideal, 291
La ilusión de la microhistoria, 296

La ilusión del cine mexicano
Lado A: La ilusión de la tierra, 297
Lado B: La ilusión de la herencia, 302
La ilusión de la ventaja, 307
Lado A: La ilusión de la denuncia, 307
Lado B: La ilusión de la esperanza, 312
La ilusión de la emotividad, 317
La ilusión de la respuesta, 324
La ilusión de la turbiedad, 329
La ilusión de la honorabilidad, 332
La ilusión de la diegomanía, 339
La ilusión del triunfo, 344
La ilusión de la perennidad, 350
La ilusión del suicidio, 355
5. LA ILUSIÓN MÍNIMA, 361
La ilusión del rescate, 361
La ilusión del fervor, 363
La ilusión de la divinidad, 367
La ilusión de la fortuna, 372
6. LA ILUSIÓN FEMENINA, 375
La ilusión de la reconquista, 375
La ilusión del antecedente, 379
La ilusión del abismo, 386
La ilusión de lo light, 392
Lado A: La ilusión de la madurez, 393
Lado B: La ilusión del divismo, 399
La ilusión de la parentela, 406
12
La ilusión de la raíz, 408
La ilusión de lo comunitario, 413
La ilusión del feminicidio, 418
La ilusión de la discapacidad, 424
La ilusión del victimismo, 430
La ilusión de la intimidad, 440
La ilusión del vértigo, 447
La ilusión de lo indeterminado, 452
La ilusión de la reciedumbre, 458
La ilusión del contacto, 460
La ilusión del instante, 463
7. LA ILUSIÓN EXTREMA, 469
La ilusión del cinismo, 469
La ilusión de la brizna, 474
La ilusión del empoderamiento, 480
La ilusión del viraje, 486
La ilusión de la elipsis, 492
La ilusión de la carencia, 497
La ilusión de la divergencia, 503
La ilusión del monólogo, 509
La ilusión del ciclo, 513
La ilusión de la miniatura, 515
El contenido en una ojeada, 521
Directores, 521
Películas, 524

La ilusión de la carroña
En la coproducción mexicano-hispana El carnaval
de Sodoma, el más reciente opus póstumo de un
recalcitrante Arturo Ripstein (Imcine/Foprocine-
Producciones Amaranta-Carnaval Films-Morena
Films, 119 minutos, color, 2006) sobreviviéndose
gracias a la limosna quedabiencontodos del Imcine
foxista y a su desesperada-oportunista nacionalización
española, otra vez con guión de Paz Alicia
Garciadiego pero ahora basado en 80 de las 500
páginas de la voluminosa novela homónima del
dominicano Pedro Antonio Valdez, campea una
ilusión de la carroña, una carroña multiplicada y
omnipresente cuya convergencia espacial obliga
al haz de anécdotas prostibularias presentes, más
o menos mentirosas, desde diferentes puntos de
vista, a jugar al escondite con fi guras supuestamente
representativas, de pronto escamoteadas
y distintas a sí mismas al saltar de segmento en
segmento, hasta completar cinco historias en total,
luego de una suerte de prólogo universal y antes
de un epílogo que se asume tan veloz como contundente
cuanto desconcertante rúbrica.
En el viñeteado e hiperescénico segmento
introductorio que sólo existe para establecer los
elementos comunes, la rutina se impone al interior
del intemporal y desplazado burdel callejo-
1. La ilusión summa
La duda me corroe. ¿Y si todo no fuera más que una
ilusión? En ese caso, habré pagado demasiado caro el
revestimiento de mi piso.
19
–Woody Allen
nero Royal Palace: sus patrones chinos marido
y mujer que apenas mascullan el castellano, sus
inatojables prostitutas ociosas haciendo desfi guros
en la pista o en los sillones, como las ancianas
acaso alguna vez glamourosas La Mamota (Gina
Morett) y La Caricoña (Marta Aura), sólo para ser
impunemente humilladas y ofendidas por los parroquianos
habituales, rebosantes de aburrimiento
y frustración, hostilidad y dejadez, que incluyen
a un cura provecto y un pordiosero, ratas circulando
a sus anchas y hasta algún representante de
la autoridad municipal. Eso es todo, no va más,
en ese hipertrofi ado Lugar sin Límites, atrofi ado
émulo del prostíbulo de El lugar sin límites (Rip,
1977) aunque sin genial baile seductor de machos
probados de la inefable Manuela/Roberto Cobo
montado por ella misma, donde el tiempo parece
detenido y circular. Pero en esta ocasión un
puñado de peregrinos rezanderos, guiados por el
sacristán beato hipócrita El Indio (Ernesto Gómez
Cruz), les toca el cancel para agredir a todos y
bajarles el switch de la electricidad para dejarlos
unos tensos minutos sin luz. Luego, a alguien se
le ocurre organizar un carnaval doméstico para
intentar divertirse, pero, ante la avara negativa
del mezquino dueño, uno de los parroquianos,
un albino violinista castrado con instrumentos
sadomasoquistas en la funda de su instrumento

La ilusión summa
El carnaval de Sodoma (2006)
a quien apodan El Ángel, espontáneamente asumido
en efecto como ángel de la guarda de la
pléyade insulsa del antro, se ofrece a fi nanciarlo.
El evento, con sus disfraces y desfi les, sultanes y
odaliscas de pacotilla, más una buena dosis aceda
de algarabía orgiástica que confunde la decadente
Dolce Vita felliniana a lo grande cosmopolita con
la Pinche Vita irrecuperablemente pueblerina y
roída, es un éxito interno durante dos noches,
aunque en pleno desfogue de pasiones, la desgracia
se asoma, se atisban sombras incógnitas tras
las cortinas de cuentas de vidrio, se exacerban los
ánimos y se expande el clima de vencimiento y
derrota, un venenillo administrado por quiensabequién
hace de las suyas y se eriza el misterio
de una seductora y enigmática Princesa de Jade
que, entre proyectores fílmicos y humos de opio,
orolianamente habita en la más hermética de
las habitaciones superiores y de quien todos los
clientes parecen subrepticiamente enamorados.
La desdicha y la violencia criminales estallarán
en medio de la confusión durante esa desangelada
noche de fi esta; poco después el lupanar será
clausurado por las autoridades. Eso es todo, no va
más, pero en todos los segmentos se repetirán los
mismos eventos e incidentes, apareciendo juntos
o desperdigados los mismos personajes, a veces
en actitudes idénticas, a veces en variaciones de
20
lo mismo, pero siempre enfocados desde distintos
ángulos.
En el segmento “La china Lulú”, la titular
sin gracia ni fi gura mínimamente sensual (Isabel
Ruiz) está casada con el patrón burdelero Chang
San (Samuel Gallegos), un cruel personaje que
sólo desearía fumar su gran pipa y elucubrar la
mejor manera de maltratar y sobajar a su abnegada
esposita insignifi cante, quien se conforma
con cortarse las uñas sobre almohadones y rasgar
el cielorraso con una cuchara de madera. Por
eso, cansada de celebrar carnavalescamente su
piel arrugada de piltrafa, su aborrecida matriz
estéril entre antifaces y su disfraz de inabordable
princesa maritalmente abofeteada al no encontrar
el nido de las ratas que infestan el lugar, se pondrá
su mejor kimono rojo para morir como rata
abandonada y huraña abriéndose las venas tras
las cortinas en sombra, pero recibiendo como homenaje
postmortem una inusitada y culpable declaración
de amor postrero por parte de su chino
lloriqueante con templada voz cursisolemne del
propio director Rip (“Perdóname por hacerme el
marido más feliz del este y el oeste, y por nunca
haber podido expresar mis emociones, etcétera”),
con breve montaje de fl ashbacks de jaloneos y
regaños, encueres (“Mi nombre es Lulú”) y madrizas
guadalupanas.
En el segmento “La Mónica”, la ajada piruja
española titular de forzada importación que traía
mala suerte o gafe (la exchica Candela almodovariana
María Barranco sin la dignidad y la guapura
hasta de su vecina promiscua de Anita no pierde
el tren en el papel de pendejísima enteca erizante
antes encomendado a Patricia Reyes Spíndola) es
sistemáticamente rechazada por todos, puticolegas
y clientes por igual, a causa ante todo de su
sempiterna cantaleta lamentosa de vieja balada de
Amanda Miguel (“Él me mintió”), por completo
falta de profesionalismo y echándole la salazón a
todo cliente, aunque decida cobrarle media tarifa

El carnaval de Sodoma (2006)
al indigente poeta impotente aunque le abra la
bragueta para aplicarle un inmostrable trabajo
francés. A falta de cama y sobreviviendo al fragor
del seudocarnaval con casco vikingo, pues,
inmotivado refugio en la iglesia y ridículo careo
ante el cura con la esposa del alcalde son buenos,
hasta terminar increpada y regresando cual oveja
descarriada al confesionario.
En el segmento “Los tres mosqueteros”, se
remarcan las confabulaciones y metaputoaventuras
de tres ebrios compañeros de peda consuetudinaria:
el inédito poeta barbilindo de bigotito bien
recortado Edoy (Erando González) que sólo desea
ganar un concurso local provinciano de endecasílabos
liricoides como los que su impotencia le
hace recitar a la menor ocasión, el revolucionario
de saliva marxosa invocadora de huelgas gene-
La ilusión de la carroña
rales Tora (Carlos Chávez) que siempre llegará
tarde a cualquier acción política verdadera y un
anónimo brutazo corpulento sin mancha que los
secunda cual perpetuo acólito faldero perpetuo,
todos ellos cediendo por turno al arrobamiento
ejercido por la Princesa de Jade del paraíso del
tapanco de polvo y naftalina (“Nuestra propiedad
comunal”) sobre sus sensualidades dormidas
y deshechas (“Seducidos sin tocamiento alguno”),
hasta la riña con un enfadoso cliente rechoncho,
el cierre del burdel y la retirada del purgatorio
con todas las putas sin uso, amén.
En el segmento “Tres pasitos”, funge como
centro y redondo pivote fi ccional el cerdilrechoncho
inspector de sanidad con impecable traje
blanco Travolta (Carlos Cobos) para lucirse en
calzoncillos-tiendas de campaña y su peluquín mal
21

La ilusión summa
puesto a perpetuidad, visitar como cada noche
el burdel (“una Arcadia turbia” sic Rip), hacer
su ominoso narcisoadiposo número musical de
extemporánea Fiebre de sábado por la noche (Badham,
1977), proclamando “Soy Travolta” a mitad
de la mínima pista para darse a merecer ante los
ojos de su amada oculta y, maldiciendo a la china
reacia (“¿Qué te costaba china de mierda?”) o
echando pestes patrióticas (“Este pueblo de mierda
que sólo produce putas de tercera y cerebros
de chorlito”), pronunciando historietísticamente
la palabra mágica “Shazam” o retirándose al
mingitorio asqueroso que lo emblematiza, administrar
en el café del señor cura Cándido una
furtiva dosis asesina del matarratas que en Tres
Pasitos hechiza y liquida a sus ratas, que él mismo
fabrica por puro gusto y distribuye tan melódica
cuan clandestinamente, participando así, como
vil instrumento ejecutor, en una maquiavélica
maquinación moralino-policial para clausurar el
molesto burdel por la vía más expedita.
En el crucial segmento culminante “Los
padres de la iglesia”, el provecto encanecido Padre
Cándido (Fernando Luján) da rienda suelta
a sus obsesivas, absorbentes y lentamente suicidas
aspiraciones exclusivas de clausurar el prostíbulo
y erigirse en santo instantáneo, predestinado a la
canonización en vida, al ser declarado ofi cialmente
como tal, aunque su ama de llaves Eréndira
(Patricia Reyes Spíndola) lo desprecie soberanamente
cuando no lo regaña y aunque sobrino y
protegido desde niño, el siniestro Padre Ponciano
(Alejandro Camacho), regrese de Roma con alientos
positivos en apariencia, siguiéndole al juego de
su sacralización. Ambos reprenden en la cocina
al santo viejillo cascarrabias, por no atender sus
graves enfermedades y por sólo querer ingerir ya
carne en salmuera, al querer evitar toda vianda
corrupta, además de hacerse quemar las tripas,
acelerando así su raudo camino a la santidad. Jamás
abandona el ancianísimo cura gritoneante su
22
irascible silla de ruedas, salvo una vez agonizante,
víctima del justiciero-traidor veneno que lo acechaba,
y entonces será paseado en triunfo, difunto
y amarrado en una camilla, por las consagratoriamente
rojizas naves vaticanas de la baticueva
kitsch del burdel, sin importarle a nadie que haya
sido exterminado como la más repelente de sus
ratas con el propósito de tener un pretexto para
clausurar defi nitivamente el lugar. Todo ello poco
antes de revelarse que la omnicodiciada Princesa
de Jade no era más que el poderoso chino inadvertidamente
travestido, el muy perverso, e ipso facto
liquidado por el frenético sacerdote y diabólico
verdugo familiar Ponciano, infl amado de rabia al
descubrir en carne propia el engaño, al fi n que la
fuerza pública invasora, comandada por el seboso
El carnaval de Sodoma (2006)

El carnaval de Sodoma (2006)
fetiche ripsteiniano Ernesto Yáñez, sabrá respaldarlo
para encubrir su crimen, pues sólo buscaba
borrar al burdel de la faz del pueblaco.
Y en el perentorio epílogo escueto y abrupto,
ya bíblica y metafóricamente fulminado el congal
por el fuego y el azufre celestiales, a causa de
su apego a sus vicios y a los pecaminosos placeres
de la carne, como la titular ciudad gemela de la
réproba Gomorra, cierto mendicante cliente relegado
a quien apodan La Patria, por su ostentoso
e infaltable gorro frigio rojo, dirá el responso
concluyente de esta recreación simbólica (!) y
episodio nacional (“Soy la patria”) para poner en
un par de jumpcuts su punto fi nal al fi lme.
La ilusión de la carroña
Un egregio fl orilegio de burdos cuentos
burdeleros de nunca acabar: érase una vez un
putañero gato con los pies de trapo y lo ojos al
revés, ¿quieres que te cuente otra vez la misma estupidez?
La dicotomía convergencia/divergencia
funge como suprema coquetería de la estructura
narrativa (a lo infraRaúl Ruiz) y único motor
de la fi cción. Convergen y se repiten los mismos
elementos comunes en cada segmento, siempre
en variación, sólo para convertirlos en racconti
divergentes. En ellos será donde las fi guras sean
oportunamente escamoteadas, al ser apenas atisbadas
o de espaldas, para pasar mutables y jamás
idénticas a sí mismas de episodio en episodio, para
23

La ilusión summa
El carnaval de Sodoma (2006)
hacer sorprendentes revelaciones y revelaciones
fi nales que, sin embargo, fracasarán al desearse
relevantes y sorpresivas.
Una vez dada la trama, el entramado y la
urdimbre generales, lo único que pueden añadir
los segmentos serán situaciones, retorcimientos
y retratos un poco más de cerca y amplifi cados,
si bien de ninguna manera más desarrollados o
profundos que los de la tipología inicial. Es el
mismo palo de elementos y acontecimientos forzosos,
cual naipes mal barajados y peor repartidos,
con amanerada maña sin mayor astucia literaria.
24
Esto se debe a que, en el cine de ese parabuñueliano
churrealista y postizo autor total llamado
Rip, los mots d’auteur operan a nivel de simples
manías reiteradas hasta el cansancio y el cacareo
consabido, el disco rayado y la decrepitud,
la gratuidad-tics y la omnisciente pose ególatra
de lo inconvincente. Ahí están el encierro que
obliga a entredevorarse a solitarios y autoabandonados
roedores humanos cual castigo a la torpeza
de morar en un inalcanzable Castillo de la pereza
(Rip, 1972), la frontalidad a lo subMax Reinhardt
de atmósferas festivo-nauseadas y una puesta en
escena retrocediente que se inauguraron en El
imperio de la fortuna (Rip, 1985), el gusto por el
sacrilegio eclesiástico y los escándalos de sacristía
de La viuda negra (Rip, 1977), el bosquejo de
escenografías sórdidas por mal iluminadas pero
llenas de sectoriales colorines brillosos (para la
cual impersonalidad da lo mismo un talentoso
fotógrafo doméstico como Guillermo Granillo o
uno de importación hispana como el aplastable
uniformizado Luis Sansans) que parecían desembocar
por último en La virgen de la lujuria (Rip,
2002), el relato en segmentos absoluto/relativos
que se sueñan El ciudadano Kane (Welles, 1941)
vuelto lugar común y se despiertan nauseado juego
de espejos madre/hija de la inestrenable La
mujer del puerto (Rip, 1991), el escarnio al radicalismo
revolucionario ya patente en Los héroes y
el tiempo (Rip, 2005), diálogos pazalicientos que
van de lo retorcido (“Siempre jeringando la paciencia”)
a lo escupehiel en retahíla (“Mi única
gente son mis ovarios” porque “abren las piernas
para que se les alboroten las telarañas en el chocho”)
y de lo improbable popular (“Váyanse a
darle a la trotada”) a lo confesional no pedido
(“En este país de mierda sólo existen putas y cabezas
de chorlito”) sin pasar por lo mínimamente
lúcido o siquiera fi losamente agudo, y así sucesivamente.
Como vil curiosidad invasora estaría
la voz en off del propio realizador Rip recitando

frenéticas cursilerías arrasantes (cual “operáticos
áticos freáticos” o algo así) ante el cadáver de la
suicidada chinita Lulú cual irreprimible y desgarrador
monólogo interior de su tiránico marido
chino por ende cruel. Como mediana novedad
a medias sólo estaría el retrogradante abandono
del plano secuencia apantallatontitos para abrazar
de nuevo la insípida fragmentación secuencial
tradicionalera que quisiera saltar normalmente de
plano en plano (así el tedio de sus despropósitos
expresivos/inexpresivos se ve más en los huesitos)
al nivel televisivo de La ilegal (Rip, 1979). Y como
única novedad visual se añade la adopción del
punto de vista de las ratas en el roedorreptante
recorrido obsesivo de los pasajes o pasillos laberínticos
y en los movimientos de cámara perpetuamente
reculantes para abrir súbitamente el
teatralizado espacio de las declamatorias fi guras
maldiciendo y sublimando a la vez las perradas de
la vida añorando la profundidad a ras de rata de
banqueta burdelera de Cada quien su vida (Basurto-Bracho,
1959), si bien pronta a la canonización
instantánea de Santo Cándido y del Mal absoluto
ensotanado, rumbo a la sepultura en ceniza de la
sodomita caricatura homofóbica.
Los resultados negativos no se hacen esperar.
La repetitiva e inepta adaptación de subliteratura
farragosa resultará tan enfadosa como la de
El coronel no tiene quien le escriba (Rip, 1998) que
disminuía a García Márquez al nivel de cualquier
escriba conservador universal, tras convertir su noveleta
liberal locombiana en plañidera fábula de
la más recalcitrante derecha radical y poscristera
mexicana. El original aliento antillano se revelará
más que postizo e inoportunamente dolorido. El
soso y baboso esbozo sin embozo ni rebozo de
inefi caz comedia neoesperpéntica redundará en
un producto por completo carente de sentido del
humor e imprevisibilidad o ligereza. La solemne
imposibilidad para motivar la risa impedirá
la mínima sonrisa irónica o amarga, aunque el
La ilusión de la carroña
realizador se desgañite afi rmando lo contrario.
El derrame de bilis negra dentro del disfuncional
organismo fílmico se revelará más preocupado
por sí mismo que por aquello que muestra y relaciona,
ya que “en la antítesis de cineastas octogenarios
como Jacques Rivette, Alain Resnais y Éric
Rohmer, incluso nonagenarios como Manoel de
Oliveira, quienes siguen aportando fi lmes inventivos
y expresivos, el sexagenario Ripstein demuestra
un alarmante agotamiento imaginativo, aunque
paradójicamente un incremento de misoginia
exacerbada y enfermiza; doblemente preocupante
teniendo en cuenta que la guionista es una
mujer”, sólo para repetir “personajes derrotados,
humillados y carentes de toda humanidad que resaltan
sus añejas obsesiones temáticas: la soledad,
el encierro, el machismo, la autodestrucción, el
desamor y la muerte” (Julia Elena Melche en su
reseña “La comedia de la sordidez”, en Reforma,
17 de noviembre de 2006), en un demérito innegable,
perpetrado contra sí mismo, relacionado
con el ejercicio del exceso que comienza desde
el momento en que la vieja y sabida máxima del
autor, según la cual éste no hace, obra tras obra,
más que rondar una vez y otra sus mismas obsesiones,
“en Ripstein se percibe más bien como
si cada nueva película fuese un mismo artefacto
de cuerda, del que se continúa esperando movimiento
sin darse cuenta de que la cuerda ya está
rota desde hace tiempo” y así se llega al “exceso
excesivo”, porque “todo lo que hay en El carnaval
de Sodoma ya estaba en las anteriores propuestas
del director: más que miseria, el miserabilismo;
más que la sordidez, el regodeo en la exposición
de las simas donde fl orece; más que la pobreza, su
apología; más que la derrota, la fascinación que
ésta puede producir en quien la sufre y en quien
la atestigua” (Luis Tovar, en La Jornada Semanal,
3 de diciembre de 2006).
La alevosa necedad contraria a toda inteligencia
se equivoca y yerra en todos sus objetivos
25

La ilusión summa
El carnaval de Sodoma (2006)
por lentitud o incapacidad, de ahí “que los atisbos
de emoción y ternura (muy escasos), los arrebatos
pasionales (muy frecuentes) y los gestos de
generosidad verdadera (sumamente raros) naufraguen
en esta estética y dramaturgia ritual de
la podredumbre”; en consecuencia “poco puede
sorprender que las cintas de Ripstein no tengan
en México un público que pacientemente acepte
verse así degradado; poco sorprende también
que en alguna época (ya distante) este mismo
cine pudiera gozar en el extranjero de los favores
de un público y de una crítica de cine ansiosos
de un pintoresco melodrama negro que confusa
y erráticamente recordaba a Buñuel, y atribuía
genio o talento a sus pretendidos seguidores”;
sin embargo “la impostura duró un buen tiempo,
pero a medida que el cine latinoamericano, y en
particular el nacional, dio muestras de una diversidad
mayor y de un alejamiento de obsesiones
temáticas tan complacientes, esta visión folclórica
del muladar católico-mexicano perdió atractivo, y
la aparición, por ejemplo, de un joven talento de
la talla de Carlos Reygadas, hizo que con sólo dos
películas, Japón y Batalla en el cielo, aquel retablo
de incontinencias se viniera abajo por completo”
26
(Carlos Bonfi l, en La Jornada, 17 de noviembre de
2006). El alarde límite de cobardía injuriosa no
se permitirá ni permite valorar ni apreciar nada
e impide a todas sus criaturas ser generosas o
justas o afectivas o sinceras no sólo con los demás
sino consigo mismas (desoyendo a la gran fi lósofa
colombiana Shakira: “No se puede vivir con tanto
tonto veneno”). En consecuencia, el conato de
película hará una alborozada confi rmación de que
siempre hay modo de ir más abajo.
Y la ilusión de la carroña, con una convergencia
total al interior de la divergencia, no era
más que un regodeo generalizador en la propia
pudrición personal pura y dura, un pretexto para
desatar un odio/autodio omnidevorador puerilmente
insaciable hacia todos los valores humanos
posibles e imposibles, una autocomplaciente concertación
desconcertada de aberrantes actitudes
extremas (llámense racismo antioriental, misoginia
compulsiva-explosiva, homofobia mataputos,
antirrevolucionarismo, antintelectualismo, anticlericalismo
anacrónico anterior a las fechorías
del cardenal presunto protector de curas pederastas
y promotor de represiones violentas Norberto
Rivera, un encono de sicosis y patologías reforzadas
de locos furiosos creyéndose pareja presidencial,
una tanda de puntapiés al caído pero jamás a
quien pudiera devolverlos, una pataleante esquizoparanoia
lamiéndose la roña fl amígera antes
casi irrefutable, un exaltado e inútil autoritarismo
furibundo por saberse y reconocerse dando sus
estériles impotentes y desesperantes últimas boqueadas,
un solazante tufo de indignidades consentidas
y mimadas (“Hago cine para que nadie lo
vea; soy un viejo amargado, y la amargura puede
volver respetable la jactancia”: Rip en agrias declaraciones
más rasgavestiduras que desafi antes a La
Jornada, 6 de octubre de 2006), una profesión de
fe homofóbica por encima de todo el despliegue
de indigerible intolerancia visceral y su afamado
repertorio, una desobediencia del sabio consejo

coral “Eche su mierda para otro lado”, otra constelada
y adormecedora intentona del provocador
solipsista Rip, un vano sucumbir a otra crisis de
éxtasis impotente.
La ilusión del rearraigo
Con Zacatecas en la sangre y presente en todo
momento aunque lleve 25 años de estancia legal
en Chicago y por fi n esté dirigiendo su propia
empresa de jardinería llamada Epifanio’s Lawn
Services & Land Caping de seguro en honor a
su esfuerzo, el próspero residente mexicano ya
canosón panzotas sexagenario Epifanio (Rafael
Inclán) escucha por celular a media jornada
de trabajo la llamada de larga distancia que le
anuncia la grave enfermedad del hermano Isidro
que quedóse varado en el pueblo zacatecano de
Bienvenido paisano (2006)
La ilusión del rearraigo
Plateado y, dominando la pena causada por la
enfermedad, se entusiasma con la idea de visitar
reconciliatoriamente su tierra natal. Dejándose
dirigir por un pequeño manual (la Guía del
Programa Paisano) para inmigrantes enviadores
de remesas (imprescindibles para la economía
patria) que deseen reingresar temporalmente al
terruño, emprende el camino del regreso a casa
manejando por carretera, en compañía de su fi el
esposa guadalupana Cenobia (María Sorté) y sus
dos hijos, ya nacidos en los Estados Unidos, la
quisquillosa adolescente noviera Piffany (Teresa
Ruiz), a quien el dichoso viaje le frustra unas
vacaciones con amigas en Hawaii, y el puberto
maniático de la videocámara amateur Ceno (Giovanni
Florido), ambos muy corregibles lingüísticamente
(“No se dice cucarachos sino cucarachas”)
todos amontonados a bordo de una camioneta
27

La ilusión summa
Bienvenido paisano (2006)
atestada hasta el techo con los voluminosos regalos
electrodomésticos que envían los vecinos
connacionales a sus lejanos familiares zacatecanos,
nomás aprovechando la ocasión y despidiendo
jubilosamente con música de mariachi al ahora
sí querido compadre. Pero, al ritmo del Son de la
Negra (“Ahí te vamos México”) y a pesar de haber
creado expectativas hasta en los escépticos chavos
tan limitados para acelerar el auto e impedidos
para fumar en los moteles camineros donde suena
la alarma ante cualquier asomo de cigarrillo
encendido (“En México no hay nada prohibido”),
una vez cruzada la frontera los vampiros sociales
vinieron a su encuentro.
En la garita de la aduana de Matamoros
deben pagar mordida a un agente cínico (“Que
conste que yo no les pedí nada”) para que, previa
puesta de sellos, les deje pasar la mercancía sin
pagar onerosos impuestos de importación. A consecuencia
del atascón de cabrito (“Comida sana
y nutritiva”), antojitos mexicanos (“Pura vida”/
“Puro colesterol”) y mariachazo (“Ya cayó un hue-
28
so”) que los hace bailar sentados, el paterfamilias
Epifanio ganará una diarrea imparable (“La venganza
de Moctezuma”) que le obligará a tomar
medicamentos líquidos emblemáticamente rosados
(Pepto Bismol) y zurrar por todas las verdes
matas y demás mingitorios de las gasolineras. En
una segunda garita de la vía tamaulipeca, entre
balaceras con narcotrafi cantes y urgentes idas al
baño, los voraces policías ávidos de seguir esquilmando
paisanos le informan que carece de recibo
por pago de impuestos y que los sellos puestos son
anacrónicos, por lo que deberá desembolsar otro
soborno cuantioso e inconfesable incluso ante la
familia (“El que ríe al último ríe mejor, no les di ni
un daim”). De nuevo en la carretera, cierto retén
de activistas encapuchados con pasamontañas protestando
por un vago trato discriminatorio hará
que nuestros viajeros dejen regados sus bultos a
mitad de la cinta asfáltica cuando rebasen a la
brava a los violadores del derecho al libre tránsito.
Y así sucesivamente, pasarán por la merita ultrabarroca
ciudad de Zacatecas, sin detenerse hasta

arribar al pueblito rabón de Plateado, donde serán
bien recibidos por una amable prima escéptica
Leobigilda (Carmen Goytia de guaposa medio
madurona), donde asistirán al velorio del tío recién
fallecido, donde la impresionable Piffany se
enamoriscará de un joven pariente coheredero
del difunto llamado Manuel (Juan Ángel Esparza)
a quien declarará un Mexican Brad Pitt, donde
el no tan pequeño Ceno quedará prendado por
la aquiescente pueblerina linda Asunción (Wendi
González) antes de ganar fuertes fajos de billetes
en las peleas de gallos.
Luego harán una entrañable visita a la capital
zacatecana hoy declarada patrimonio cultural
de la Humanidad, donde serán despojados de su
camioneta en un abrir y cerrar de ojos, lo cual
los decidirá a partir de regreso hacia el norte antes
de lo previsto, aunque dejando atrás al buen
Ceno que se ha quedado a trabajar la Tierra al
lado del brusco Manuel, representante neorrecio
de las nuevas promociones rurales. Pero las penalidades
de la familia de Epifanio no acabarán
ni allí ni tan idílicamente. Aún falta que, en pleno
cruce fronterizo, la sufrida Cenobia descubra
que algún paisano le ha desfondado su bolso y
robado pasaportes y documentos. Falta que sean
rechazados por los guardias yanquis como ilegales
advenedizos. Falta que, hartos de aguantar tantas
humillaciones y contratiempos, decidan cruzar a
nado y con ayuda de una llanta por la noche el
Río Grande. Falta que sean descubiertos por una
patrulla cazainmigrantes y baleados como animales
en la orillita de la tierra prometida. Falta que
la más joven de las damas deba ingresar al hospital
y esté a punto de perder las piernas (“Ahora sí
nos ha ido como en feria”). Falta no obstante que,
por ventura, sean reconocidos como ciudadanos
y residentes estadunidenses, que sean trasladados
cómodamente hasta su residencia en Illinois por
cortesía policial, que aparezca la camioneta robada
en el pórtico porque sólo se hallaba en un
Bienvenido paisano (2006)
La ilusión del rearraigo
corralón por haber estado estacionada en lugar
prohibido, y que los compadres los reciban con
infaltables mariachis tocando el Son de la Negra
cual segundo Himno Nacional y pancartas de
“Bienvenido paisano” porque a ellos también les
han devuelto su mercancía cual sangre derramada
y vuelta a inyectar.
En Bienvenido paisano (Galáctica-Tatra-Fidecine,
101 minutos, 35 mm, 2006), largometraje
número 36 del veteranísimo si bien ya por 13
años semirretirado director de la vieja guardia
comercialera Rafael Villaseñor Kuri (colibretista
de varias de las 18 películas protagonizadas por
Vicente Fernández que realizó en serie para el
exzar de la asociación de los productores privados
Gregorio Walerstein: de El Coyote y la Bronca,
1978, a Mi querido viejo, 1991), sobre un ambicioso
guión propio desarrollado en colaboración con
el coproductor Luis Berkis y el novelista Enrique
Rentería (además de algunas dispersadoras manos
metidas de Antonio Orellana y Cecilia Pérez
Grovas), campea una ilusión de rearraigo, hecha,
deshecha y rehecha como tradición, nostalgia,
perfi dia colectiva y candidez. Sin embargo, de
entrada, el viejo concepto de rearraigo se complica
por la arraigo-errancia, un término acuñado
por el novelista haitiano Jean-Claude Charles para
29

La ilusión summa
Bienvenido paisano (2006)
designar la capacidad de los exiliados e inmigrantes
para arraigar en otras tierras sin dejar de ser
errabundo, pues se considera fundamental llevar
consigo las raíces propias, las del país de origen,
más allá de los desplazamientos geográfi cos, por
doquiera que se resida y vaya (véase Literatura francófona:
II. América de Laura López Morales). Pero
¿existe en nuestro fi lme una rearraigo-errancia?,
¿esa rara capacidad (o suma de incapacidades)
para seguir errabundo aún en el intento y en el
trance del rearraigo?
El ansia de retorno compartido del viejo inmigrante
y de rearraigo en su terruño lo domina
todo, sin saber que sólo ha caído en la ilusión de
la rearraigo-errancia. Bienvenido paisano llega a ser,
aun de manera bastante deshilvanada y a peladeces
o trompicones, una suave comedia dramática
30
o ligera tragicomedia de trazo grueso pero sostenido
y llenas de matices inesperados, una acariciante
fábula burlona repleta de moralejas parciales a
cada paso y algunas totales, un amasijo de formas
de road picture melodramática que se satisface a
sí misma hasta desembocar en el estatismo lírico
y en una nueva dinámica concluyente, un púdico
pero sublime discurso axiológico sobre el Arraigo
como ciclo biológico que gira humanísticamente
de manera necesaria y se renueva de generación
en regeneración.
Con aproximada fotografía idílica del chileno
excuequero Ignacio Prieto, un retrato estereotipado
pero implacable del coterráneo prototípico/arquetípico
y su familia ya nacida en los
Estados Unidos, una burla de las excentricidades
provocadas por la nostalgia infantil y el culto beato

Bienvenido paisano (2006)
a la mexicanidad más superfi cial e idealizadora,
un caso casi patológico aunque dado como típico
de credulidad rayana en la total falta de malicia
o en la ilusa confi anza no lejana del todavía hoy
paradigmático Cándido de Voltaire (vuelta familia
mexicana peleonera por armónica), un ejemplo
abruptamente politizado de lo que le pasaría a
un pobre tipo si creyera a pie juntillas la Guía
del Paisano que editó tan engañosa cuan demagógicamente
el gobierno de Fox para crear falsas
expectativas e irresponsablemente contribuir
a esquilmar mejor a los infelices connacionales
residentes en el extranjero cuando se atreven a
internarse en el territorio mexicano del siglo xxi.
Una cadena de suposiciones de auxilio
previsto como los inmostrables o inexistentes de
Bienvenido Paisano que debían existir en cada
paso aduanal, un bombardeo imparable medio
carpero medio TVsketch de juegos de palabras
(esa versión agringada de los nombres de los chavos
que son los mismos de sus progenitores pero
sexualmente cruzados y de risa loca, pues Epifania
se ha vuelto Piffany y el obsceno Ceno sería
apócope de Cenobio) o gracejadas (“México creo
en ti... creo que ya nos chingaron la camioneta”)
y agudezas verbales rayanas en la vulgaridad o
la escatología (“Se me corrió el mastique”) a la
menor provocación, una impagable colección de
La ilusión del rearraigo
postizos agrios o fúnebres detalles que van desde
los iconos de Pedro Infante y Zapata o el Che
Guevara en los altares de la mexicanidad hasta el
regalo de la revista Proceso para que los crédulos
semigringos con el cerebro lavado descubran las
torturas en Irak y los crímenes de Bush, un monótono
aunque vivencial análisis fenomenológico de
los sobornos y tributos a pagar (“Otros 200 dólares
¡ya no!”) para satisfacer el deseo del retorno y el
rearraigo, una meditación erizada sobre el tema
del retorno y sus extremos: del operático paroxístico
inalcanzable deshecho Retorno Vincitore al
lopezvelardiano Regreso Maléfi co pasando por
el desencantado Retorno Sin Gloria de cualquier
pintoresco o pintoriano Homecoming siempre
añorando irónicamente Los mejores años de nuestras
vidas (Wyler, 1948) y sus crueldades.
31

La ilusión summa
Bienvenido paisano (2006)
Una vivisección del compromiso con los
paisanos abusones y chantajistas que obligan a
llevar bultos hasta encima del automóvil, una efi -
gie atrabiliaria y desoladora del país de abuso sistemático,
una desmitifi cación sádica y progresiva
de las fantasías idílicas erigidas por la añoranza y
la distancia geográfi ca, una desanimada y desanimadora
antipromoción turística destinada al autoconsumo,
una ambiguamente disuasiva reivindicación
del consumismo local mexicano que pone al
día brutalmente el envío de remesas (¿para qué
traerse cargando pesados electrodomésticos si en
la cercana ciudad de Jerez se consiguen con gran
facilidad?), una paradoja prospectiva del relevo
generacional que resucita los valores del arraigo
y torpemente pero por derecho propio heredado
intenta rearraigar en el terruño de los padres, un
patético tratado de lo que puede (intentar divertir
más bien dispersa o esquizofrénicamente) y no
puede hoy (casi nada) el viejo cine de la postrer
etapa industrial, un espécimen tardío de cierta
especie considerada ya extinta y carente de toda
fuerza competitiva en la taquilla de las mall movies
del nuevo siglo (pese a la agitada presencia canosona
del exitoso baluarte del cine de albures con
32
nalguita de los años noventa Rafael Inclán vuelto
incallable nacopayasito barriobajero comodín del
Canal de las Estrellas), una pieza para ruco solista
virtuoso con acompañamiento de quinteto
de cuerdas vocales destinado a su lucimiento al
explorar las posibilidades de su instrumento en
cuanto a registro y color tonal y fl uidez y cualidades
expresivas.
Un ácido vía crucis de humor gastado y
desgastado, un contorno temático que en cada
una de sus secciones le da por sugerir diferentes
conceptos, una epopeya vencida del sublime entusiasmo
jodido, un recordatorio de chistes fáciles
y previsibles más o menos puestos al día con cierta
efi cacia, una obra neonaturalista light (¿sólo
polite o polight?), un manual de imbecilidad engolosinada
con sus personajes tontos tontamente
fi lmados (si bien los estereotipos juveniles norteamericanos
reinmigrantes sean menos pedestres
e ilusos que los de las arcaicas cintas de la Época
de Oro Guadalajara pues de Raúl de Anda, 1946,
y Primero soy mexicano de Joaquín Pardavé, 1950),
un repertorio de afanosas desgracias que remite
y coloca en el total estado de indefensión sufrido
por cualquier ciudadano ingenuo a manos de la
podrida corrupción de las autoridades mexicanas
durante el ¿imparable? deterioro social iniciado
por el foxismo (aunque con sólidas bases en regímenes
anteriores), un desahogo verbal-vivencial
que se la pasa echando pestes a diestra y siniestra
contra quien resulte responsable, un infame
rosario ínfi mo de rebuscadas y espontáneas desgracias
bien buscadas y encontradas, un atropellante
desbarrancadero de atropellos y extorsiones
“con musiquita chistosona cortesía de Salvador
Toache” (según Juan Pérez en semanario “Por
Fin” de El Universal, del 28 de abril al 4 de mayo
de 2006), una falsa ferocidad crítica bien desatada
y desbocada embistiendo en todas direcciones (tal
parece que cada coguionista sólo hubiera servido
para aumentarle a la historia entusiasmos truncos,

desgracias y rebuznidos), un denodado esfuerzo
por demostrar que en ambos lados de la frontera
se cuecen habas abusonas y excesos y arbitrariedades
siempre solucionables, una ilustración conjunta
del proverbio “No hay mal que por bien no
venga” y de su antídoto realista “No hay bien que
por mal no venga”, un atoradero de migrantes
encaminado a la fi nal negación de negaciones
(la sorpresa de la devolución de la camioneta con
todos los regalos recuperados) que equivale a una
retractación simbólico-representativa del relato y
un perdón beato a todos los males sociales denunciados
por este cine de denuncia espontaneísta
(cofi nanciado por ese gobierno de Fox al que caracterizaba
su falta total de autocrítica para decir
lo menos) que viene a reciclar sin previo aviso al
viejo cine echeverrista de falsa denuncia y así, un
cuento de hadas que lima todas las asperezas y
discordias para terminar conciliadoramente bien,
una afi rmación farso-feérica del espíritu tequilero
con música de mariachi porque eso sería lo único
que merece sobrevivir porque para el viejo cine
nacional popular lo último en perderse serían la
Alegría y la Confi anza.
Y la ilusión del rearraigo acaso no era más
que una verifi cación del espejismo homérico-guadalupano
de la partida y del inmarcesible descubrimiento
de los valores serenos y severos de
la Desconfi anza (con parón de imagen) al fi nal
del periplo.
La ilusión de la hegemonía
¿De qué y para qué está hecha, construida y constituida
la confusión de lenguas de la nueva Torre de
Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006) como
ilusión de hegemonía?
Está hecha para recomendar a los confi ados
gringos ausentes (Brad Pitt y Cate Blanchett) que
no dejen a sus hijos encargados a sirvientas mexicanas
con cara de abnegación y mañas lombrosia-
La ilusión de la hegemonía
nas (tipo Adriana Barraza), porque los pobrecitos
acabarán de seguro cruzando la frontera sur como
clandestinos, admirando orgías sexo-etílico-mariacheras
en cualquier mugre pueblaco bajacaliforniano,
reingresando por fractura a su patria
a causa del atrabancamiento de algún impulsivo
mexicano enano tan medroso cuan pinchestúpido
(Gael García Bernal) que arranca a media garita
fronteriza en vez de frenar, huyendo como forajidos
de las patrullas de caminos californianas, y
al fi nal deshidratándose a morir, irresponsablemente
abandonados en el desierto.
Está hecha para recomendar a los baleables
turistas gringos (otra vez los mártires emblemáticos
Brad Pitt y Cate Blanchett) no vacacionar en
esos atrasadísimos países árabes como Marruecos,
donde hasta los niños pastores del paisaje semidesértico
ya son gratuitos terroristas natos apenas
tienen un rifl e en sus manos, provocando severos
confl ictos internacionales, y cuyos padres los
encubren por mera cobardía, antes de huir con
ellos a unos cerritos tan expuestos que a nadie
pueden engañar, ni siquiera a la abestiada fuerza
pública local.
Está hecha para malgastar los impulsos vitales
de una guapísima pero infeliz adolescente
sordomuda nipona hambrienta de sexo (Rindo
Kikuchi) a la que nadie quiere hacerle el favor, salvo
un policía ganón, mientras su padre se la pasa
preocupado por el rifl e que le regaló a un guía
marroquí en su último viaje de cacería a la aridez
africana aún poblada de animales salvajes.
Está hecha de paranoias efectistas a partir
de tres historias muy forzadamente ligadas por
las peripecias del Winchester 73 de Fritz Lang y
Anthony Mann (1950) que pasaba de mano en
mano y construida al viejo estilo liricón de los últimos
años sesentas (mon Lelouch, mon Godard)
mediante trozos de trizas de ablandadoras vistas
bonitillas en montón-shot unidas por baladitas
sensibleras, para desembocar derivativamente en
33

La ilusión summa
Babel (2006)
34
la fotogenia de Perdidos en Tokio (Sofi a Coppola,
2003) al contemplar a sus deambulatorias criaturas
niponas desde las ventanas impersonalizadoras
de espectrales edifi cios-colmena.
Está hecha al gusto del paranoico cliente
de antemano ablandado e impresionable con
habilidades expresivas de antier, por lo que se
le destina a ser galardonada por todos los jurados
de festivales y academias convencionales del
espectáculo tan fácil cuan perversamente apantallables
(Cannes, Globos de Oro, Oscares, Goyas,
Césares y demás), cual representantes de la
ideología dominante y los aparatos ideológicos de
Estado, la innoble película racista-sexista-clasista
Babel (2006), internacionalmente producida en
inglés como su fragmentaria tercera película de
eternometraje (142 minutos de situaciones estacionarias
interrumpidas/retomadas/perpetuadas
al infi nito aunque sin posibilidad de desarrollo)
por el realizador mexicano de exportación Alejandro
González Iñárritu y sus socios fi nancieros
foráneos, pero reconocida como estadunidense,
fue escrita por Guillermo Arriaga, los mismos
creadores que juntos o en solitario habían creído
innovar estructuralmente con el tejido de varias
anécdotas a partir de un mismo núcleo-pretexto
dramático o renovar expresivamente la forma fílmica
mediante la hiperfragmentación entre pospudovkiana
y videoclipera, los mismos que habían
pretendido caracterizar neotremebundistamente
cualesquiera impulsos amorosos como Amores perros
(1999), considerado que el peso de 21 gramos
(2003) que los humanos pierden al exhalar su último
aliento corresponde al peso del alma (que no
del aire contenido en los pulmones) y creído que
la mejor manera de guardar luto por lo sucedido
en 11’09’’01 Septiembre 11 (2002, sin Arriaga) era
adobar mórbidamente una truculenta banda sonora
con los saltos por las ventanas de las víctimas
de las Torres Gemelas durante las TVtransmisiones
en vivo (luego censuradas por los medios).

Así pues, la cinta sobre hermanos lelos en
el extranjero Bobel (Alejandro González Iñárritu,
2006) está hecha de recomendaciones para visitar
física o fílmicamente países foráneos que no
se basan en el intento de alcanzar un ideal de
mundialización pluricultural, sino en una idea
pragmática de la globalización, defi nida como
reconocimiento tácito del dominio político-económico
norteamericano y la supremacía tanto de
la cultura y la persona estadunidense, por encima
de todas las demás razas y culturas, denigrándolas
para mejor aplastarlas a la hora de cualquier
protesta, insurrección o simple movimiento dignifi
cador.
Así pues, la cinta sobre extraordinarias
y exasperadas deferencias dramáticas con los
subhombres al sur de la frontera o al lejano oriente
de ella Bababel (Alejandro González Iñárritu,
2006) está hecha de recomendaciones y paranoias,
desconociendo que si hay algo maravilloso en el
mundo son las devotas sirvientas mexicanas (mucho
más dignas de respeto que muchas de sus
privilegiadas amas en general mezquinas, manipuladoras
y castrantes: por algo el John Huston
terminal terminó casándose con su sirvienta
mexicana) e ignorando la existencia en el cine
mexicano de la miniepopeya herética erótica de
un chavo sordomudo: el David de Roberto Fiesco
(2005), obra maestra del cortometraje nacional
que el mismo Arriaga se esforzó para que no se
fi lmara (tratando hasta lo indecible de reprobarlo
en un concurso para fi nanciamiento de cortos por
el Imcine, sólo para acabar plagiando, y mal, la
idea de la sordomudez erótica en la película que
estaba escribiendo).
Así pues, la cinta sobre exterminio moral
de cerditos no-estadunidenses Babe III (Alejandro
González Iñárritu, 2006) está hecha de recomendaciones,
paranoias y degradaciones a priori, para
demostrar que los mexicanos abyectos son capaces
de plasmar en celuloide truculencias y fantasías in-
Sangre de mi sangre (2007)
La ilusión de la hegemonía
conscientes de todos colores y sabores, haciéndoles
a los gringos el trabajo más sucio, atreviéndose
a rodar las cintas exacerbadamente racistas que ni
ellos mismos se atreven ni a concebir ni a fi lmar.
Y luego de Babel, sus seguidores serán legiones.
En ocasiones tan abyectos como su modelo en
coproducción estadunidense y enfoque de cara
al mercado más internacional mexicano foráneo
que nacional (por lo que su sitio no sería realmente
el ámbito de este libro), aunque no análogamente
exitosos; en ocasiones tendiendo hacia
las antifórmulas. Veamos algunas de éstas, siempre
con sirvientas o sirvientes o ínfi mos trabajadores
mexicanos.
Fórmula/Antifórmula uno: el melodrama
truculento binacional. En Sangre de mi sangre/
Padre nuestro del keniano Christopher Zalla (110
minutos, 2007), un chavo inmigrante clandestino
mexicano por ende gandalla muertodehambre
(Armando Hernández) deviene al otro lado de
la frontera un alevoso usurpador de personalidad
que persigue como padre a un hosco lavaplatos a
quien creía dueño de restaurantes (Jesús Ochoa),
conquistando su afecto (y sus billetes emparedados)
como tributo de agradecimiento a sus ojetes
desplantes machistas (con Eugenio Derbez),
35

La ilusión summa
La misma luna (2007)
pero provocando la desgraciada captura del viejo.
Sobreactuaciones rutilantes para la eclosión
de los buenos sentimientos en pleno Nueva York
ascendido a Puebla York, ambiente lúgubre y tremebundo
en un folletón a lo bestia, familiarista
y ultrarretrógrado.
Fórmula/Antifórmula dos: el melodrama
chantajista compacto. En La misma luna (109
minutos, 2007) de la exitosa tapatía neoyorquina
de 37 años Patricia Riggen (corto La milpa,
2002; corto documental: Family Portrait/ Retrato de
familia, 2005), un desamparado niño encantador
cual neoChachita (Adrián Alonso) se queda sin
abuela cuidadora de este lado, se va de aquél en
busca de su madre maladaptada como sirvienta
solitaria sujeta a abusos por su condición ilegal
(Kate del Castillo) y experimenta en el espacio de
unos cuantos días todas las aventuras, chocarrerías
36
(con Eugenio Derbez), zozobras, padecimientos,
persecuciones, ojeteces, discriminaciones, hallazgo
de paternidades efímeras, sacrifi cios y encuentros
milagrosos que ningún inmigrante común
podría vivir en el transcurso de meses o años.
Sobredramatizaciones rutilantes para la eclosión
de los buenos sentimientos en pleno Los Angeles
ascendido a escenografía imaginaria, esbozo de
dramón materno-fi lial de inescrupulosa impudicia,
ambiente solar y disneyano en un folletón a
lo entrañable, familiarista y ultraidealizado.
Fórmula/Antifórmula tres: la docuficción
penal desgarradora. En Mi vida dentro (122 minutos,
2007) de la arielada documentalista excuequense
de 32 años Mariana Gajá (Candela,
2002; Soy, 2003), primer premio de documental
en Morelia 2007 y en Documenta Madrid 2008,
aparte de reconocimientos por la defensa de los
Derechos Humanos en París y en el Bafi ci argentino
de 2008, la siempre lúcida sirvienta-nana
mexicana a los 23 años casada y madre Rosa Olvera
Jiménez es apresada al otro lado en enero
de 2003 a causa de la simple sospecha de un crimen
improbable (la muerte por asfi xia del bebé
estadunidense que cuidaba) y es juzgada ante
nuestra valiente cámara, en un juicio pleno de
irregularidades, para recibir en agosto de 2005
una atroz sentencia más que de por vida (99 años),
Mi vida dentro (2007)

(o de México y medio) Enrique van der Linde
(Roberto D’Amico como evidente caricatura merecida/inmerecida
del poderoso empresario libanés-mexicano
Carlos Slim Helú) para lanzar su
candidatura al gobierno del DF, la rebelde y superreventada
adolescente performancera aspirante a
actriz con cinco tatuajes y un body piercing Adela
León (Martha Higareda la exfresota de Amar te
duele ya encuerable a voluntad) es encarcelada por
ataque sexual entre otros horribles y escandalosos
delitos que comprometen al arribismo paterno,
por lo que, una vez liberada, será recluida bajo
llave en su cuarto y ahí tendrá que permanecer,
incapaz de escabullirse por la ventana sin volver a
caerles desde las alturas, en pleno desayuno, a su
atribulado padre viudo, al empresario clave cada
vez más reacio, al eróticamente inexpugnable joven
asistente guapo Julio Mera (Mateo Pérez de
Alba) y a cierto provecto Monseñor Monse (lo que
queda de lo que quedaba del excanoesco Salvador
Sánchez) que hace el bizco cada vez que alguna
guapa mucama se deja hipócritamente voyeurizar.
En vista de lo cual, la confl ictiva e indomable chica
deberá hacer un pacto con su padre, quien se
compromete a cumplirle sus deseos de estudiar
actuación en Londres como Gael, a cambio de
que ella acepte tomar durante cuatro semanas
un curso de Feminidad para Diosa Doméstica en
el pesadillesco internado de Maca(rena) Ribera
Doña Macabra (Blanca Guerra como estiradona
restiradona aunque todavía guaposa señorita quedada),
la postrer ultrarretrógrada Escuela para
Señoritas que aún queda en la ciudad de México,
una pústula póstuma (aunque con los reciclajes
educativos del fox-calderonismo nunca se sabe),
con un prometedor y exitoso programa de estudios
perfectamente montado, del que la alumnas
egresan aplaudiéndose a sí mismas y soberanamente
asistido por el santo veneno (“Remanso
del alma, mis nalgas planas”) de la indispensable
sirvienta cincuentona Josefi na Fina (una sobreac-
La ilusión de la rebeldía
tuadísima Zaide Silvia Gutiérrez creyendo robarse
la película).
Allí la problemática e incontrolable Adela
conocerá, convivirá y entablará potentes lazos de
amistad o de antipatía con otras jóvenes tan disfuncionales
como ella, si bien por otras razones:
la torpísma e inocentona Maribel (Marta Aura)
que no sirve ni para freír un huevo, la sometida
veinticincoañera Heidi (Alejandra Adame) que
sólo vive para complacer y retener a su prometido
Kike (hijo nada menos que del ingeniero
fascista explotador Van der Linde), la espantagalanes
nerd de gafas y doctorada en economía
Pía (Camila Sodi) cuya madre por el contrario
promiscua (Diana Golden) se mete a copular en
el clóset con cualquier instructor de spinning, y
last but not least la apacible lesbiana Valentina
(la exniñota Ximena Sariñana de Todo el poder
vuelta una Natalia Lafourcade mucho más joven
pero con repertorio cancionero más variado), con
perpetuos audífonos de iPod para pasársela escuchando
(en compañía de todos los espectadores)
las apasionadas baladitas que ha compuesto en
colaboración con una noviecita vecina suya. Allí
todas recibirán clases de cocina, costura, cosido
de botones, bordado, repostería, arreglos fl orales
según la fi losofía ikebana y conducción del hogar
en general; todo ello al servicio y mayor gloria
del esposo elegido, cosa que reavivará y desatará
aún más la rebeldía de la desmadrosa respondona
Adela (“Ni siquiera soy una señorita”), quien de
inmediato establecerá una desafi ante relación de
sabotaje con la comprensiva instructora madura
Maca (“Nunca perder el estilo”), quien, sin embargo,
en el límite, se identifi ca con la rebeldía
juvenil de la chava moderna (“Así soy”/ “Somos
idénticas”), también vivida jipiosamente por ella
en los años sesentas-setentas, y pretende transformarla,
domesticarla, maternizándola, en plan de
la conformista moraviana perfecta que fue rebelde
en su juventud y ahora se dedica ejemplarmente a
55

La ilusión summa
reeducar (anti)maoístamente a quienes son como
ella fue para hacerles descubrir los verdaderos
valores humanos ad usum totalitarum y neoliberarum
mexicanorum.
A duras penas y apenas secundada por
la dulce Valentina, tan valerosa como ella (por
su temeridad para ser sexualmente diferente),
tras un autoabortado intento de evasión y con el
erotizado auxilio del ingeniero en aeronáutica
Emiliano (Daniel Berlanga), el hijo sustituto de
su accidentada madre Fina en el cuidado del instituto
(“Empieza por pensar antes de actuar”) y
postulante a desabrido galán insulso pero efi caz,
la rebelde Adela, esa chica del teclado rosa que
llevaba una catarinita tatuada en zonas pudendas
(“Está esperando tener su historia”), irá poco
a poco ablandando su actitud (“¡¡¡Le agarré las
Niñas mal (2007)
56
nalgas!!!”), fajará de lo lindo con el galán lindito
que le tocó en la rifa sin comprar boleto, se
humanizará por ese renglón torcido de Dios, se
ablandará a lo bestia, cambiará de actitud vital (es
un decir) y hasta acabará comprendiendo y valorando
la postura de la antes repelente Maca, ahora
heroica por su ética y moral resistencia práctica
a la ignominia (“Fuera del feroz mundo podrido”),
e incluso empezará a verla como la madre
sustituta que en el fondo ansiaba (para cancelar
toda rebeldía, en benefi cio del más agudo de los
beatos conformismos posibles). Así, poco después,
convertida en la domesticada diosa doméstica
prevista, la buena buenísima Adela terminará
ofreciendo a su padre satisfecho, al reconciliado
empresario por fi n complacido en unión de su
elegante esposa Margarita (Margarita Wynne),
a la odiada Heidi con su prometido Kike, y a
la milagrosa maestra de ambas, una espléndida
cena-banquete organizada, preparada, amenizada
y señorialmente servida por ella misma, pero a la
hora de los brindis, creyendo haber sido seducida
y traicionada por la venalidad de doña Macabrona,
le nacerá e inundará de nuevo el espíritu rebelde,
poniéndose a insultar a todos, contagiando
inclusive a la sumisa pero celosa patológica Heidi.
Pero bastará una reunión con sus recientes
amigas y el confabulado agenciamiento de una
bombástica reconciliación-boda instantánea de la
Barbie neorrefl exiva Heidi y su Kike, ofi ciada por
el libidinosillo Monseñor, para que la suerte de
cada uno y el destino de todos, incluyendo los de
Adela, tomen fi nalmente el rumbo por cada quien
más deseado (uf y recontrauf, pero de venturosos
conformismos rastreros se trata).
Así pues, en Niñas mal (2007), el primer
proyecto consumado por Columbia Pictures Producciones
México con la “misión de apoyar la
industria fílmica nacional” (sicazo con locaciones
en el campo de golf Lomas Country Club o en
la colonia El Pedregal) y sexto largometraje con

Niñas mal (2007)
350 copias para su salida del ampuloso cineasta
neomercenario buenoparatodo maloparamás
Fernando Sariñana (Todo el poder, 1999; Ciudades
oscuras y Amar te duele, 2002), sobre un guión hipercomercial
de José Balido e Ignacio Dernaude
(el argumentista-productor de Ladies’ Night, 2003)
basado en una historia original llena de guiños
femeninos de Issa López (Efectos secundarios, 2006)
y Carolina Rivera, la rebeldía es la llave que abre
todas las cajas de signifi cado, el juego mismo de
cajas de signifi cado. La ilusión de la rebeldía será
garantía de catálisis y destino.
Si Niñas mal es ante todo un autoexcitado
barrunto de novela de crecimiento a partir de un
brasier de boquitas robado, una peluca zanahoria
e incendiables tetas sucedáneas de cucurucho galáctico,
la rebeldía debe fungir como convulsiva
“creadora de luz” (Breton). Si Niñas mal es ante
La ilusión de la rebeldía
todo el contradictorio recuento de una metamorfosis
imprevisible e intempestiva, la rebeldía se
manifi estará abierta sólo para mejor volver a cerrarse.
Si Niñas mal es ante todo la anécdota de
una maduración indeliberada y a contrapelo, la
rebeldía “arremete tan furiosamente contra aquello
que nos arrebata como contra aquello que
nos retiene” (René Char). Si Niñas mal es ante
todo una especie de hábil continuación explotadora
y bastarda de las exitosísimas TVnovelas
juveniles de Televisa a mediados de los dos miles
(Clase 406, La vida es una canción, Código postal y
el emblemático superfenómeno arrasante Rebelde)
cuyo único espíritu rebelde consistía en una
llamativa colección de poses y en que “no sigo a
los demás”, a base de veleidoso-retorcidos amoríos
uniformados, babaliconas actitudes irrespetuosas
y folletinescas aventuras intestino-familiaristas en
57

La ilusión summa
presuntos colegios exclusivos del DF (resucitadas
ahora con Marthita Higareda en el papel de la
rebecona Roberta/Dulce María de Rebelde, por
ejemplo y por antonomasia), si bien un apéndice
más aventado (inusitado personaje de lesbiana
tierna/positivo/admirable, invocaciones gratuitas
al sexo oral, semidesnudos chuscos con diminutos
girasoles en los pezones y en el culín, idealizadas
cogidas medio romanticonas medio explícitas) y
verbalmente desinhibido (“Quiero leer un libro
para aprender a dar una buena mamada”), la rebeldía
quisiera proclamar a grandes voces absurdistas
el célebre cogito cartesiano remozado por
Albert Camus: “Me rebelo, luego existimos”, cual
perfecta fábula antiSabrina (Billy Wilder, 1954) y
sin nada que ver con la erizada vulnerabilidad
adolescente arcaica del inmortal Rebelde sin causa
(Nicholas Ray, 1955). Si Niñas mal es ante todo
Niñas mal (2007)
58
un híbrido vergonzante de comedia musicomercial
del cine mexicano clásico (no menos recoleta
y moralista pero más recolenta que el pomposo
Internado para señoritas de Gilberto Martínez Solares,
1943, con Mapy Cortés, o el reformatorio
demente de Músico, poeta y loco de Humberto Gómez
Landero, 1947, con Tin-tán y Meche Barba)
y churro residual de los años noventa (tipo Zapatos
viejos de Sergio Andrade, 1992, con Gloria
Trevi), la rebeldía desea intervenir a todos niveles
como fuente de movilidad y alegría irresistibles.
Si Niñas mal es ante todo un caos recurrente de
anotaciones adolescentes (cual relevo sin pretensiones
de la serie de La primera/segunda/última
noche de Alejandro Gamboa, 1997/2000/2005),
la dupla rebeldía/domesticación participará no
para modifi car el orden de las cosas, sino para
cambiar el corazón de los seres humanos (como

deseaba Pascal). Y así sucesivamente, pues a fi n
de cuentas Niñas mal no es más que una remisa
versión laica de “el problema con los ángeles”,
estrenado en México bajo el título de Las diablillas
del convento (Ida Lupino, 1966), donde un
par de superencantadoras y malditazas alumnas
traviesas de un convento de Pennsylvania le hacían
ver su suerte mil veces hard (pues se trataba
de Hayley Mills, June Harding) a la abnegada y
severa sabia Madre Superiora Rosalind Russell,
hasta que a la muerte de ésta la más terriblita
de las tales por cuales diablillas venía a tomar su
redentorista lugar.
Las contrastantes personalidades de las chavas
protagonistas no determinan el desarrollo de
trayectorias divergentes, sino en defi nitiva ellas
convergen a una satisfacción garantizada. Aunque
se le desinfl e su primer pastel de chocolate
embetunado apenas salido del horno, la malhadada
taradita Maribel podrá suplir con creces sus
limitaciones y hasta tirarse cándidamente a un
amigote reventadazo de Adela tras las cortinas
del pudor dionisiaco. Aunque su dulzura y talento
musical innato la predestinen a una sangronería
petulante, la lesbianita introvertida cuan hipersensible
Valentina (cual niñota perpetua estilo Canal
11 sin Diván) tomará de la mano a la discreta
noviecita para retar a la noche orgiástica y tocar
y bailotear sin cesar en la boda de avenencias inesperadas.
Aunque le hayan tronado su relación
convencional, bastará un simulacro de sicodrama
de su inaugural encuentro con Kike en un museo
de historia natural para que su mundo rosa rosa
retome su fl ujo laminar. Aunque sea la peor defi
nida de todas, la anteojuda del espíritu miope
Pía se mudará velozmente de atuendo antisexy/
sexy en su rechazante primera cita con Julito y
acabará ligándoselo. Aunque la madama maca
parezca una nefasta represora de feminidades,
se revelará como una honesta profa idealista que
rechaza cheques ultrajantes de su libertad de ense-
La ilusión de la rebeldía
ñanza y se irá erigiendo como un milagroso mensaje
de tolerancia. Y aunque la prepotente fi gura
hegemónica del empresario Van der Linde sea
incuestionable, una simple frase oportunamente
autoritaria de su esposa (“Enrique, métete al coche”)
pondrá al golfi sta mamonazo en su lugar
humano menos que humano.
Las niñas bien van al cielo; las niñas mal
van adonde les da la gana. Niñas Mal, en contraposición
con las Niñas Bien de Las Lomas o del
Pedregal o Tecamachalco inmortalizadas por los
bestsellers archicomplacientes-hipermasoquistas
de Guadalupe Loaeza. Un inicial rechazo a obedecer,
una oposición violenta a someterse y aceptar,
un berrinche decretado de antemano, la ostentación
inadmisible de un tatuaje creado por el motísimo
Chucho (increíblemente Humberto Busto el
exatribulado chavo de Sobreviviente) en salva sea la
parte, una revolución de esas que “empiezan por
la palabra y concluyen por la espalda” (Marat),
para regocijo y en incontinente opinión de las
doctas consumidoras adolescentes fresísimas de
Cansada de besar sapos (Colón, 2006) y su manantial
de superlativos-refl ejo, hasta que la fórmula
infalible culmine, hacia la precipitada y demasiado
profusa parte fi nal del fi lme, en esa incontable
e inenarrable multitud de eventos, lagrimones,
retorcimientos, infl exiones, romances sublimessubliminales,
pedoserenata femenina mojada y
un puñado de remates epilogales para arreglar
o deshacer por siempre las cosas (papá se postuló
y perdió, Adela estudió en Londres y ya fi lma con
Gael), demostrando en breve el loco virtuosismo
de las mentes castradas tras cagarle la vida a todo
mundo. Niñas mal, ñoñas bien.
Y la ilusión de la rebeldía no era más que el
sueño de lo imposible individual, la revuelta del
conformismo entre la aceptación y el rechazo, la
infame larva de cualquier cultura vencida, otra escuálida
forma de la revolución según Baroja, que
son buenas para los histriones, sirven para todos
59

La ilusión summa
La quietud y el fuego (2005)
los gritos, todas las necedades tienen allí valor
y todos los pedantes alcanzan ahí un pedestal.
La ilusión de la ciencia
En La quietud y el fuego (video digital, Astrolabio-
Zorry Films, 84 minutos, 2005), sexto largometraje
del heterodoxo cineasta ajedrecista excececiano
también guionista único de todas sus recientes
películas siempre por las comisiones pelele del
Imcine sistemáticamente rechazadas Marcel Sisniega
(de En las arenas negras y Fandango, ambas
2003, a El baile de la iguana, 2005; luego de los
discretos éxitos Libre de culpas, 1997, y sobre todo
Una de dos, 2002, basada en la novela homónima
de Daniel Sada), se enciende y apaga una fi cción
60
fundada en la teoría y la sátira, la inteligencia y
la autoburla como sabia forma extrema por fi n
alcanzable de la burla.
A punto de graduarse con inmodesta tesis
profesional sobre la teoría de las supercuerdas
(la tendencia científi ca de moda, si bien mal vista
por un académico escéptico), el obsesivo y absorto
estudiante de física Balmis (Izmir Gallardo
debutante sobriamente sinaloense) contrasta en
carácter con su arribista y mujeriego compañero
de clase Damián (Martín Altomaro desatado cual
héroe sucedáneo de El Tigre de Santa Julia) en cuyo
depto se la pasa, asesorándolo y sustrayéndose a
las chavas fáciles (nunca sabe qué decirles) que
pueblan sus inoportunos reventones instantáneos,
aunque todavía habita en casa de su mamá so-

eprotectora (Teresa Rábago) y de su despreciativa
hermana casada (Jacqueline Serafín); pero
un buen día conoce en el jardín de Tlalpan a la
posjipiosa artesana vendepulseras Charlotte (Pilar
Padilla tan soberbiamente indomable como en
Lejos de casa/Bread and Roses de Ken Loach, 2000)
y se entusiasma con ella, la visita de nuevo en su
puesto, cenan churros para descubrir que Piscis y
Tauro sí congenian, le permite que le cambie su
look con un arete en la oreja y se deja seducir por
la actitud valemadrista tan superfi cialmente espiritual
(“Me clavo grueso con el fuego y con el mar”)
y por su desenfadada libertad sexual en cuarto de
azotea entre el cirio y el discreto infaltable toque
de mota (“Luego no me acoses, no me gustan los
dueños; pasemos de la quietud al fuego; no es que
La ilusión de la ciencia
te corra ya, pero en esta cama no caben dos”), la
invita a pasear en lancha alcohólica a Xochimilco
en compañía detonante de su amigo Damián
con su deferente novia cultamente egoísta Marisol
(Daniela Torres) hasta vomitar de borracho (“Vas
a contaminar el canal”), la introduce de manera
eminente en su vida personal, intenta interesarla
en sus complicadísimas especulaciones científi cas
siempre viendo hacia las estrellas (“Resolver las
supercuerdas equivale a determinar el origen del
Universo”) y le regala un telescopio para ver a
Saturno emanando la luz de hace 9 millones de
años que hoy recibimos, se hace plantar por ella
en su examen profesional (con una tesis ¡a ella
dedicada!) y en los convencionales tedios de su
fi esta familiar consiguiente, la busca para reclamarle
(“Se me olvidó”), le presume la propuesta
de su asesor de tesis (Mauricio Jiménez) para volverlo
su asistente de cátedra, tolera la connivencia
cómplice de la ya harta chava puestera con un
exnovio madurón a quien presenta como Nicolás
mi Vaticinador Favorito (Roberto Sosa en franco
autoescarnio busterkeatoniano), se hace cortar
(“Se acabó, terminamos: así es esto”) y expulsar
de la azotea (nomás recoge sus zapatitos y se va)
e incluso humillar ante el gurú predilecto que
abiertamente ya lo sustituye en el corazón de la
autónoma anticonvencional veleidosa Charlotte,
rumia su dolor irreconocible cual si sólo se hubiese
dejado devorar por el Principio de Incertidumbre
de Heinsenberg, suspende sus clases a la
trastornada mitad, acosa cual vil machín ardido
a la chava y le hace proposiciones desaforadas
(“Quiero que tengamos un hijo”/ “Déjame pensarlo,
¿sí?”) alejando cada vez la posibilidad de
reconquistarla, hace cualquier tipo de rotundos
desfi guros ante ella y acaba baleando al pobre
Nicolás delante de ella, para provocar su huida,
su refugio en otra azotea, su ruina, la fi nal sustitución
en su cátedra por el amigo oportunista
aunque ahora eroabandonado Damián bien ads-
61

La ilusión summa
crito a la facilona Teoría del Caos), su delirio
eterno y su inminente suicidio, más penosos que
la desgracia del prudente astrólogo Nicolás, aún
hoy paseado en silla de ruedas por su siempre
devota compañera Charlotte que tanto lo admira
por el inalterable jardín de Tlalpan.
La ilusión de la ciencia cae en absurdo descrédito
bajo la acción conjunta de la descripción
realista con jugoso humor sombrío y las imágenes
grisrojizas de un irremediable drama humano en
deslavados tintes casi sepias, registradas con mini-
DV a velocidades poco más lentas de lo normal).
Una inaudible melodía de música de cámara estridente
(partitura de Leoncio Lara Bon) con bases
fílmicas hábilmente minimalistas. Una telenovela
insólita y desgarrada a base de diálogos científi cos
y paracientífi cos e iluminados. Una homologación
de las verborreas matemática (“Ya me aceleraste
las partículas”) y esotérica (“Provocas fi suras en
tu ego”) al mismo nivel de oscurantismo antirrealista
(“Te quiero regalar una galaxia”) y antifuncional
(“Vete a la chingada”/ “No te fi jas en lo
de en medio”). Una ácida amarga amargada declaración
de odio irónico a la inteligencia (“De
niño llegué a pensar que el Universo era el cerebro
de Dios”) y la brillantez mental que impiden
vivir (“Sus alas de gigante le impiden caminar”:
Baudelaire). Una plétora satírico-patética de buenos
detalles ambientales muy reveladores en lo
sicológico (el póster de los emblemáticos chavos
transgresores futuros de la Naranja mecánica de
Kubrick, el juego ocioso con las liguitas simbólicas,
el inconfesable nombre de pila Próculo del
incallable Balmis). Un repertorio de patéticos
desfi guros galantes y subterfugios sicológicos y
chantajes/autochantajes que desbordan con mucho
los repertoriados por Roland Barthes en sus
iluminadores e imprescindibles Fragmentos de un
discurso amoroso. Una traslación metafórica de la
entropía gastada en arduas truenacocos partidas
de ajedrez y en el cálculo ajedrecísitico de cada
62
secuencia fílmica y sus resoluciones fragmentarias
invariablemente peligrosas e insatisfactorias como
de campo de batalla compactado.
Sin embargo, no todo es miel sobre hojuelas
electromagnéticas. La quietud y el fuego es también
una apresurada cinta marginal de bajísimo presupuesto
heroico y difícil difusión que se fi lmó
en sólo 12 días (se le nota) aunque implicando
anécdotas colaterales medio inoportunas (las fl agrantes
infi delidades descubiertas de Damián, la
cruel partida indiferente de Marisol) que se precipitan
diseminadoramente al fi nal (de hecho una
serie de fi nales dispersos medio gratuitos). Una
paupérrima propuesta formal muy preCUEC a
base de agobiantes planos generalmente cerrados
y un pésimo trabajo sonoro cuyos niveles se botan
hacia arriba o hacia abajo de plano a plano. Una
azotada comedia melodramática de azotea (así
como había comedias melodramáticas inglesas de
traspatio/backyard dramas tipo A las cuatro de la
mañana de Anthony Simmons, 1963) que añora
señeras cualidades de sus nobles precursoras mexicanísimas
como el sentimentalismo irrecuperable
de Un rincón cerca del cielo de Rogelio González hijo
(1952) y la violencia exacerbada del episodio Lilí
de Gerardo Lara (en Historias de ciudad, 1988) o
el excluido mundo-cobijo rencoroso de La otra
(Gavaldón, 1946). Una adversa ronda en torno
al raciocinio y el intelecto carentes de intuición
cayendo en su propia trampa a semejanza de algún
viejo “cuento moral” de Rohmer (pero tanto
adentro como afuera de la pantalla).
Pero, sin duda, La quietud y el fuego viene
a ser, por encima de todo, dentro del work in
progress de la obra de Marcel Sisniega y en el
contexto real o ilusorio del globalizado cine nacional
e internacional, una de las burlas más corrosivas
e inteligentes que se han enfi lado contra
la mente deformada por la Ciencia (de la misma
naturaleza que el estéril poeta veracruzano de
Fandango y la antropóloga redactatesis al pie del

Popocatépetl de En las arenas negras), la incapacidad
relacional de los científi cos, el hermetismo
aislacionista de los egresados de la Facultad de
Ciencias de la UNAM (que no quieren miembros
brillantes sino mientras más mediocres mejor), su
arrogancia paradójicamente indefensa e indefendible,
su colosal urgencia afectiva y last but not
least su hiperdependiente desamparo de bebé
digno de criatura superdotada de Aldous Huxley
(véase su desternillante novelilla tardía El genio y
la diosa), sin caer jamás ni en la incomprensión
ni en la tibia caricatura. ¿Otra tergiversación de
la imagen del científi co en la pantalla, aunque
no sea más la del enloquecido perverso de gafas
y cabellos hirsutos de neanderthalesca película
en serie de El Santo llena de efectos chafísimos,
ni la del profesor distraído Flubber enclaustrado
en su laboratorio frankesteiniano productor de
voligoma entre los más avanzados efectos especiales?
Imágenes populares y vulgares de Científi cos
Deshumanizados y náufragos íntimos y sociales.
¿Para qué tanta saña, si los miembros de esa comunidad
son ya caricaturas vivientes, responderían
balsámicos los impulsos vitales de nuestra
nietzscheana fi cción?
Un desencantado estudio sicológico sobre
los paradójicos mecanismos tanto de la abyección
(sinónimo de caída desde más arriba) como del
nexo admirativo entre humanos (generado por
quien menos lo merece). Una ligera aunque ultraverborrágica
reedición cómica de los juveniles
caracteres opuestos desmadroso/grave y paradójicamente
exitoso/necesariamente fracasado de
Los primos del primer Chabrol (1958). Un retrato
divertido y regocijantemente masoquista del
perfecto nerd mexicano supercuerdista (“Cuando
descubres la complejidad del cerebro humano no
necesitas más”) que se amplifi ca con la efi gie deleznablemente
sublime de cierta antojadiza chava
con agujero en el cerebro al mejor doble estilo
seudoculto coyoakitsch. Una reencarnación de la
irresponsabilidad femenina aún graciosa que proviene
de la inefable Annie Hall/Diane Keaton de
Dos extraños amantes (Allen, 1977) pero ya rumbo
a la devastadora acción estúpidamente hipergandalla
de las heroínas sádicas de Muero por ti (Allen,
2003) y La provocación/Match Point (Allen, 2005)
o de la confabulación de arpías de El baile de la
iguana sin ir más lejos. Un tratado de timidez casi
patológica con desesperantes ribetes de torpeza
a lo Jerry Lewis e imparable enloquecimiento
matemático degenerativo a lo Pi: el orden del caos
(Aronofsky, 1998). Un acto de amor al caos del
arte convulsivo y de la vida como arte (aunque sea
lleno de pulseras y anillos grotescos) cuya doble
negación conduce necesariamente al top shot de
una cornisa destinada para el salto al vacío.
Y el ideal de la ciencia no era más que la más
dolorosa de las autofagias y un trágico aplazar sin
término el conocimiento/reconocimiento de que
el origen de la vivaz vida vital es tan maravilloso
como el origen y el fi n del Universo.
La ilusión de la luz
La ilusión de la luz
Amanece y la luz se hace en campos providentes
de territorios inéditos para el cine nacional e incluso
para los ojos universales. En la coproducción
mexicano-franco-holandesa Luz silenciosa/ Stellet
Licht/ Lumière silencieuse de Carlos Reygadas (Mantarraya-Nodream-Motel-ArteFrance-Bac-Foprocine/Imcine-Estudios
Churubusco-Ticomán-World
Cinema Fund-Het Nedelands Fons loor de Film,
145 o 135 minutos, 2007), el buen padre trabajador-proveedor
y atormentado granjero menonita
con numerosa progenie Johan (Cornelio Wall)
se ha enamorado de la restaurantera Marianne
(María Pankratz), perteneciente a su misma comunidad
cerrada, y ha confi ado la noticia de su
inaceptable cuan inevitable infi delidad (“Es más
mujer para mí”), al parecer en principio, a su
comprensiva esposa Esther (Miriam Toews), con
63

La ilusión summa
quien tiene 20 años de casado y ha procreado
seis hijos, siendo la mayor la adolescente Sara
(Irma Thiessen). Como ambas mujeres, el hombre
sufre y lucha contra la situación sin poder
vencerla. Sus amigos, como el mecánico Zacarías
(Jacobo Klassen), lo saben y se mofan de él, por lo
que pide consejo a su provecto padre, ganadero
y predicador, que aduce razones ultraterrenas y
como única respuesta le confía una vieja deslealtad
conyugal propia que se fue disuelta por su
propia dinámica y quedó extraviada en el tiempo.
No basta, por lo que el fornido Johan se decide a
romper con su amante de común acuerdo; pero
es inútil. Una tensa y tempestuosa tarde, viajando
de regreso a casa, Esther muere en el camino. Durante
el velatorio comunal, se presenta Marianne
Luz silenciosa (2007)
64
y la resucita con un beso en la boca, para el gozo
esperado de los niños que acuden a la vera del
lecho y la sorpresa (inmostrable) de todos los
circunstantes. Sin pronunciar palabra, la mujer
parte. Anochece.
Escribe con encendido ímpetu descriptivoanalítico
el inspirado cinecrítico peruano Ricardo
Bedoya (en el sitio de internet paginasdeldiariodesatan.blogspot.com):
“La ostentación fotográfi
ca y el virtuosismo audiovisual de Luz silenciosa
–no el preciosismo, que no existe– están perfectamente
justifi cados. Al igual que la opulencia de
cada una de las imágenes, que van situando la
película en el terreno de lo inmenso, de lo cósmico,
en contraste con la autarquía del pequeño
mundo en que se ambienta la acción y de lo reducido,
ceñido, personal y concreto de la anécdota
esencial: la historia de amor de tres personajes
de una comunidad menonita de México. Lo que
importa aquí es la puesta en escena, sin fi suras.
La lentitud del ritmo, el esplendor horizontal del
formato, los largos planos fi jos, las enérgicas elipsis,
la densidad del sonido, los ruidos naturales,
las variaciones de luz en los exteriores y la suave
calidez nórdica de la iluminación en interiores, el
tic-tac del reloj, la ausencia de música –salvo los
momentos en que escuchamos canciones; sobre
todo el gran momento de Jacques Brel en la televisión–,
los paneos de seguimiento y reencuadre en
exteriores y los travellings desde el carro, largos y
dilatados, en perfecta sincronía con el tiempo de
la acción, el peso del paso del tiempo”.
En efecto, se trata de una obra maestra del
cine mexicano actual depurada y concertante, un
juego controladísimo y bien dosifi cado en su vocabulario
tonal donde nada disuena. Pero, por
encima de todo, fotografi ado por el ya extraordinario
camarógrafo excuequense Alexis Zabé (una
decena trágica de cortos desde el prometedor Un
volcán con lava de hielo de Valentina Leduc, 1994,
hasta su brillante debut en el largometraje con

Luz silenciosa (2007)
Temporada de patos de Fernando Eimbcke, 2004)
con exclusiva y suntuosa luz natural que rechaza
como la peste el uso de luz artifi cial, totalmente
rodado entre la comunidad menonita próxima
a la chihuahuense Ciudad Cuauhtémoc (dueña
de los campos de cultivo más extensos de Latinoamérica,
hoy ortodoxa o aceptando tratos con
extranjeros a su raza y costumbres), interpretado
por actores no-profesionales hablando su propia
lengua no evolucionada ya única en el planeta
(el Plautdietsch: mezcla medieval del holandés
con el alto alemán arcaico), aplicando un personalísimo
sistema de improvisación consistente en
proporcionar incompletas líneas de diálogo (con
metas opuestas a las festivas de los fantasiosos cineimprovisadores
suizos Oliver Paulus y Stefan
Hillebrand de Cuando llegue mi hombre, 2006, o
su antecesor experimental Vincent Pluss de Más
bien el sur, 2002) principalmente para impedir que
los fi gurantes construyan un personaje o representen
un papel predeterminado, aprovechando
parentescos reales como el del anciano padre y el
confl ictuado hijo maduro, careciendo de música
de fondo y con una unidad de rodaje reducida
a 11 técnicos en 3 camionetas, el apacible tercer
fi lme del execonomista de apenas 36 años ya pro-
La ilusión de la luz
pulsado al reconocimiento internacional Carlos
Reygadas (luego de los estridentes Japón, 2002, y
Batalla en el cielo, 2005) se basa, como su poético
nombre lo indica, en la ilusión de la luz, lo que
excepcionalmente, al igual que sus dos anteriores
incursiones dentro del gran arte cinematográfi -
co, bien merece una detallada reseña-evocación
cronológica que vaya recorriendo y abarque la
película en su conjunto, casi escena por escena,
como sigue, intentando contestar cómo es el mentado
silencio de la luz de Reygadas. Acaso le preguntaría
a Luz silenciosa el cineasta holocáustico
y fi lósofo entrevistador Claude Lanzmann en el
kilométrico Shoah (1974-1985), ¿cómo era esa luz?
¿Idéntica o azarosa? ¿Mudable o persistente? ¿Y
cómo ese silencio?
Luz increada de nebulosas reverberantes,
antes del alba, como prólogo en la noche del
cielo en celo. Luz escindida echando de repente
raíces azulosodoradas, con los primeros rayos del
día que rugen en el horizonte total, entre mugidos
premonitorios y canto de grillos. Luz rojiza
del amparo arbóreo, en aumento sobre las casas
estrictamente geométricas, romboidales y trapezoidales.
Luz atrapada en el refl ejo de un reloj
de pared cercando, acercando el tiempo cotidia-
65

La ilusión summa
no al estilo de la Balada del café triste de Carson
McCullers, ahora con efi gies que semejan haber
surgido del amanecer impecablemente pulcras
y bien acicaladas. Luz íntima que enfrenta a los
niños ante la mesa del desayuno entre somnolientos
y en actitud de oración obligada, previo
al engullimiento del cereal matutino. Luz fractal
que se atisba azul con fondo de tic-tac y ladridos
lejanos sobre la esbelta cruz de una ventana.
Luz inmaculada contra el vestidito fl oreado de
la lucidora hija adolescente y la sonrisa del nene
alimentado en la boquita, mientras el padre anuncia
su programa de la jornada, con búsqueda de
piezas en el taller mecánico, y la madre se retira
con sus numerosos hijos.
Luz inmovilizada por la tristeza de la cuchara
y del sentado hombrón de overol sobre
albeante camisa a quien le gana un llanto de tortura
inconfesada que parece durar eternidades.
Luz blanca bendiciendo espontánea la arrodillada
caricia al perro Raubart. Luz tenue del polvoso
y polvoriento ascenso en auto al entronque caminero
vecinal. Luz lenta del ruidoso travelling
hacia delante fragmentando un tractor rumbo a la
oscuridad con chispas de soplete de los invadidos
trabajos mecánicos. Luz reventada al interior del
taller (“Ya está tu maldito fi erro”). Luz nubosa
color camioneta pick-up con tormento emotivo
y percepción de fundamento acaso sagrado (“El
dolor no deja de escarbar; de pensarlo se me llena
de plomo la panza”). Luz cambiante para atrapar
el albur machín del compadre (“Ya te vas a
mojar la brocha”) y la demandada eclosión de la
gritoneante balada ranchera (“No volveré, te lo
juro por Dios que me mira, te lo juro llorando
de rabia, no volveré”) que ponen a dar eufóricas
vueltas en círculo al vehículo alocado como si
bailara al ritmo de una Country Roland Band
cualquiera.
Luz zumbona del campo seco que crepita
con los pies que avanzan con cámara a rastras
66
hasta detenerse ante una pierna de la amante
deseada. Luz circunvalante del beso adúltero en
descampado y circundado por una ráfaga con
fl airs (puntos de colores en la pantalla producidos
por incidencias lumínicas difractadas por la
lente de la cámara) para producir aquí un efecto
transfi gurador, sicodélico, meduseo, ulcerando la
pasión. Luz murmurante entre los muros de roca
pulida de las regaderas sensuales oscurecidas y
con ruido en off. Luz suave que roza apenas la
zambullida de los niños en el estanque lacustre,
circundando al bebé jugando con ramita y a la
pequeña con fi no vestidito y mantenida a fl ote
con ayuda de su hermana mayor. Luz resplandeciente
en los cabellos lacios de la niña reposando
rebosante al sol bajo un árbol impresionante,
mientras el progenitor enjabona a sus hijos y el
esplendor muerde una manzana, como en secuencia
liricósmica del clásico moderno tailandés Felizmente
tuya (Apichatpong Weerasethakul, 2003)
sin falos gentiles pero con similar convocatoria a
los secretos del momento privilegiado. Luz revelada
en el intercambio de verdes miradas con la
esposa, antes del nado conyugal junto al discreto
descubrimiento de un par de orquídeas silvestres.
Luz ausente para enmarcar el brote de fanales
en el paseante regreso motorizado en la nocturnidad
apretada.
Luz cálida que yace enclaustrada en el establo
de las pacientes vacas entrantes sin semental
para ser ordeñadas mecánicamente por la pareja
de ancianos padres de ese hijo padre observado
con disimulo que a ellos acude en insoportable
busca ética (“Me enamoré de otra mujer”). Luz
cegadora de la nevada cubriendo el campo nevado
hasta perderse de vista, fundirse con lontananza
y dar un giro de 360 grados sobre los caminantes
que hunden sus pies en la blancura (“Sí padre, se
lo conté a Esther desde el principio”). Luz aletargada
a la hora de la confesión, primero con un
padre investido de su postura de predicador que

discrepa en la naturaleza de la falta (“Es cosa del
maligno”/ “Más bien es cosa de Dios”), luego con
un estático progenitor hermanado por la mutua
admisión madura de las infi delidades (“Lo que me
atraía de ella sólo existía en mí; eran mis ganas
de sentir”). Luz transida del hijo escuchando y
ocultando su plática a la madre de gafas (Elizabeth
Fegr), antes de recibir el ya no sentencioso
consejo refl exivo (“Decídete rápido”).
Luz áspera que desencadena el desolador
desasosiego de la guerra interior a modo de una
metafórica trilladora que, arrasando rastrojos y
tallos resecos, desbroza brutalmente el sembradío
de maíz. Luz umbrosa del refrigerio al fi nal de la
jornada, con tacos (“¡Otra vez!”) y oración, para
luego abrirse a un long shot de cosecha pictórica a
lo Angelus de Millet. Luz congelada tras las cortinas
del restaurante que atiende Marianne. Luz cerrada
hacia la caricia con los nudillos y el recíproco
desnudamiento de los amantes previo a su efusión
física. Luz contrastante tras la resolana de los visillos
de la casa fi ngiendo rombos entre abetos.
Luz sudorosa del copulador placer femenino. Luz
fatigada tras la viril cópula extenuante y presunta,
incumplible última vez, aunque bien coreada
por el resuello femenino (“Pobre Esther”). Luz
compartida por el cauteloso e inexplicable relevo
de infusos rostros estoicos de perfi l. Luz repentina
que brota del plano al contraerse, agolparse,
la pareja en el extremo izquierdo del encuadre.
Luz difuminada sobre el dilatado top shot de la
fémina que, paladeando nieve y dando el paradero
de los niños buscados, pareciera haber estado
esperando el fi n de la cópula adúltera. Luz
refulgente en el seno de una camioneta camper
convertida en promiscuo cine portátil para infantes
por la acción de un televisor en donde
el cantante belga en francés Jacques Brel interpreta
vehemente Les Bombons Part 2, mientras los
amantes adúlteros vuelven a estrecharse las palmas
a través de sus espaldas buscando retenerse al
Luz silenciosa (2007)
La ilusión de la luz
despedirse quizá para siempre (“O.K. Marianita,
debemos cerrar estas puertas por ahora”).
Luz rosácea creando un ámbito de nuevo
vientre y parto para el sucesivo amanecer igual
con desayuno. Luz roja que se revela amenazante
a lo largo del trayecto con travelling hacia delante
por el camino de terracería rojísima que cruzan
en su camioneta los cónyuges en un silencio antiKiarostami
sólo roto por algún exabrupto de la
enrabiada altisonancia irreprimible (“¡Esa puta!”)
y la voluntad derrotada. Luz fugitiva del asalto del
feliz pasado inexpresable (“Sentía ser parte del
mundo; ahora estoy separada”), trasparentando
el sueño vivido y emigrado hacia otros tiempos
durante la larga travesía. Luz ahogada en el grisáceo
espejo retrovisor, el rebasamiento de un trailer
y las visiones informes tras los limpiaparabrisas
67

La ilusión summa
desbordados por el aguacero, hasta el anegado
quejido femenino (“Me duele el pecho, para el
coche”). Luz aniquilada por la tempestad y el llanto
de la mujer, junto al árbol enorme y bajo el
radiante paraguas azul que no tarda en caer de
sus dedos en plano medio, al lado de una frase
agónica emitida a nadie, de seguro a la muerte
próxima (“Tengo frío”). Luz verdosa del acuoso
plano abierto que atesora el derrumbe corporal al
pie del tronco. Luz aullante extremando el grito
del marido cargando el cuerpo inanimado de la
esposa, de súbito ambos empequeñecidos como
en pintura de Caspar David Friedrich (o como en
el decoroso fi lme dedicado por Peter Schamoni a
ese máximo paisajista del romanticismo alemán en
1987), y que así diminutos se van parca, recogida,
precariamente hasta el off-screen para clamar por
auxilio, un auxilio hipotético y tardío.
Luz amarillenta cernida sobre el fornido
hombre desamparado recibiendo la noticia clínica
de su reciente viudez en el consultorio médico
(“Sufrió un estallido de coronarias”). Luz
pudorosa del fulminante abrazo consolador que
se atisba desde la ventana. Luz hundida de increados
cánticos bíblicos entre sentaditos niños
de gala incrédulos de la muerte que no obstante
permanecen sin moverse, esparcidos entre adultos
y ancianos cariacontecidos por los temblores
de la fe. Luz desplomada en masa acerba sobre
el cadáver que está siendo sometido a un inerte
lavado de piernas, corte de uñas y peinado de los
largos cabellos contra el lecho de la funeraria. Luz
plena en el anómalo campo vacío de las puertas
clausuradas que sólo permite el asomo de las coronillas
de dos cabezas enlutadas. Luz volátil de
los refl ejos atravesando el depósito del fi ambre
amado en su acogedor ataúd. Luz intolerable de
las despedidas fraternas que besan de perfi l el
perfi l de la fallecida en plano abierto. Luz deslumbrante
de la aceptación total de la fatalidad
(“No fue el diablo ni nadie, fui yo”).
68
Luz solariega del reposo de los deudos fundamentales
sentados en una banca del jardincillo
de un pórtico (“Papá, ¿estar muerto es como estar
dormido, pero sin despertar?”/ “¿Quién te dijo
eso?”/ “La abuela”). Luz plácida de la escandalosa
serenidad que observa la llegada de la rival por
el último término de las plantas de la huerta en
duelo. Luz rechazada por los encandilados ojos
de la sabia visitante crucial que tapan el sol con
una mano ennegrecida, de inesperada resonancia
coral (“Es lo único que no podemos hacer,
Johan”). Luz severa de la terquedad femenina
para ir a “conocer a Esther” por vez postrera. Luz
ávida del movimiento subjetivo hacia la insomne
morgue improvisada. Luz perpetua auroleando
el féretro simétricamente centrado entre dos entradas
luminosas y sobre una rupestre alfombra
roja. Luz envolvente de la fragua amorosa de la
mujer acercando su mano y uniendo labios, depositando
sus labios sobre los labios de la futura
resurrecta. Luz silente de la despaciosa y límpida
resurrección al fi nal de un eviterno plano fi jo,
conmovido por su propia inmovilidad de leit motiv
(“Pobre Esther”) y lloroso por su resistencia
al compasivo viento distante (“Johan ya va a estar
bien”). Luz reincidente del manantial de saludos
infantiles a la madre recién resucitada, con rudo
ruido de reloj receptor volviendo a funcionar. Luz
inconexa subrayando la salida de la amorosa devolvedora
de vida, escurriéndose por un extremo
del encuadre fractal, inmediatamente después del
dulce milagro del amor asertivo y antimístico. Luz
incandescente que invita al descubrimiento colectivo
del milagro por los deudos púdicamente
escamoteados por una cámara en subjetiva grupal.
Luz escaldante de las manos del hombre cedidas
por Marianne a las de Esther simbolizando en
ese conciso plano cerrado la grandiosa miseria
humana de la renuncia amorosa. Luz inefable
al término de los buenos ofi cios del buen ofi cio
u hosco arte de la hembra rebelde aparte, aban-

donando sin aspavientos ni asperezas, y sin decir
adiós, a la colectividad reunida, no por vergüenza
ni lucimiento ni antipatía, sino “para los amantes,
sus manos abarcando las penas de los siglos”,
por “el común salario de su recóndito corazón”
(Dylan Thomas), fuera del dominio de la rabiosa
luna, y acaso con la satisfacción del deber humano
cumplido, por el triunfo sobre sí misma y sobre la
muerte, como diciendo tácitamente yo bendigo
a la vida y bendigo al amor.
Luz ecuménica barrida por las sombras del
atardecer. Luz descendente sobre los edénicos
árboles espectrales del crepúsculo apocalíptico
del renacimiento a la vida sufriente, en el berrido
de las bestias y la estridencia de los insectos
en aumento, todos obedientes al cierre en anillo
cósmico del amanecer al ocaso, en la gravedad
conjurada del relato y su avanzar con la cámara,
sin término ni tiempo, sólo avizorando el estallido
de las constelaciones emergentes.
Reygadas sigue fi lmando con Cámara de
Oro bendita por Cannes o sin él, fi lma como respira,
fi lma la amplitud con que respira, y luego
¿qué seguirá? Con cámara petrifi cada y afelpadamente
acariciante que se permite ímpetus raudos
o muy acechantes movida en la mano, el intempestivo
aeda Rasgadas ha compuesto y arraigado
una epopeya de la luz, una nimia saga minimalista
sobre la función expresiva y estructurante de la
luz: luz acumulada y luz elusiva, luz estática y luz
en éxtasis, luz espiritual y luz encarnada, luz indeleble
y luz ensálmica salmodiada y salmódica,
luz fi ltrada muchas veces a contraluz, luz corpórea
y luz incorpórea, luz tamizada y luz esplendente
de maravillas insospechadas sin arrepentimiento
(aun a sabiendas de que “vendrá más dolor”),
luz que se sustrae y luz que encara al destino, luz
mortuoria y luz vivifi cante, luz de oda elemental y
luz de excepcional alimento hiperdoméstico, luz
incesante y veladamente promiscua o incestuosa
de una experiencia estética que se mantiene y
mantiene en trance por más de dos horas y cuarto
gracias a la edición en amplias cadencias de
Natalia López, sin otra música que la del paisaje
(“La música del paisaje”: Eisenstein). En suma,
una luz hecha de sensaciones, complejas emociones
extremas, sentimientos precisos, carente
de arrebatos o melodrama, y el más bello beso
lésbico de la historia del cine latinoamericano,
de resucitadora unción, por encima de cualquier
insinuación de lesbianismo.
Imagen blanca sobre trasfondo blanco, armonía
geometrista, colocación-composición funeral
perfecta, austeridad impertérrita, recuerdos
del llanto súbito masculino (aunque jugueteando
con la cuchara) y de invocaciones al nombre de
Johan/Johannes, presencia de la mirada infantil
(aunque no como Deus ex machina), abertura
de ojos en frontalidad total (aunque con lagri-
Luz silenciosa (2007)
La ilusión de la luz
69

La ilusión summa
mones), reloj de pared que vuelve a marchar. En
la secuencia climática, decisiva y culminante de la
resurrección aparecen los mismos elementos
formales del clásico de clásicos del Estilo Trascendental
en el cine La palabra/Ordet de Carl
Theodor Dreyer (1955, jamás exhibida comercialmente
en México). Plagio abierto, homenaje
posmoderno, tributo comunal-multívoco, legítima
incorporación de elementos a otro estilo propio
y límite, glosa con todo el derecho y pertinencia
cultural del mundo. ¿Al igual que La ronda del
también falso libertino vienés Arthur Schnitzler
refi lmada inútilmente y hasta la saciedad, luego
del genio germano Max Ophüls en 1950, por el
francés Roger Vadim en 1964, por el alemán Theo
Mezger en 1969, por el también austriaco Otto
Schenk en 1973 y por el inglés Kenneth Ives en
1982? ¿O como el drama shakespeariano Hamlet
(¡uf!), o ese Otelo increíblemente recreado, de
manera cada vez más inventiva, por el exFEKS
ruso Serguéi Yuktévich en 1954, por el gay inglés
Oliver Parker en 1995, por el basketbolero
afroamericano Tim Blake Nelson en 2001, por el
suprafolclorismo tamaulipeco del mexicano Iván
Lipkes en 2004, o por el hindú Vishal Bhardwaj
hacia 2006, en imparable espiral ascendente?
¿O bien, ya en la postura de versiones limítrofes,
casi cual Psicosis de Hitchcock, 1960, refacturada,
remaquilada en un remake mimético, plano
a plano, por Gus Van Sant en 1998, con irritante
delicia explícita? ¿Reescritura simple, o máxima
sofi sticación magnífi ca en un país llamado cine
universal? En rigor, comparecen en Luz silenciosa
los mismos dreyerianos elementos visuales y dramáticos
para ser manejados de otra manera, en
otro contexto y para decir otra cosa. Porque de
hecho Esther no resucita por milagro de la Palabra
y de la Fe, ni gracias al fervor de un Loco
Místico ni por acción directa del candor de una
Niñita Inocente, sino por obra y como benefi cio
del Amor más terreno imaginable y del triunfo
70
sobre la Culpa tripartita. Una heterodoxa relectura
y una enmienda oportuna a la cimera obra
maestra del cine místico, evangelista, moralino,
danés y universal. Por otra parte, la secuencia
más intensa, bella y profunda del fi lme no es la
resurrección, sino el llanto de la esposa contra
el árbol bajo la tempestad, todos ellos (llanto,
esposa, árbol y tempestad), por momentáneamente
expresionista analogía cenestésica (cenestesia:
sensación general de la experiencia del propio
cuerpo independiente de los sentidos, que resulta
de la síntesis de las sensaciones, simultáneas y no
localizadas, de los diversos órganos) y sinestésica
(sinestesia: percepción de una sensación en una
parte por la aplicación del estímulo en otro punto),
a punto del infarto.
Es la dramatización introspectiva e implosiva
de una comunidad cerrada sin agente exterior
que provoque su estallido. Nada que ver, pues, ni
con la visión poshollywoodense de las preservadas
granjas Amish en el intenso thriller lírico-intimista-etnográfi
co Testigo en peligro del australiano Peter
Weir emitiendo su noble canto de cisne (1986),
ni con la más reciente alegoría poético-política La
aldea del hindú M. Night Shyamalan (2004). En
Reygadas, sólo luz desde el interior, luz amarga,
luz disolvente, y silencios antigenéricos y premetafóricos
de incontenible resonancia.
Así, Luz silenciosa se consuma sigilosamente
como una desesperante y aburrida aunque enigmática
película lentísima en la que casi no pasa
nada para entretener al público desprevenido,
una sencilla fascinación hipnótica del espectador
dispuesto y satisfecho, una defl agración humanista
del triángulo amoroso por fi n equilibrado y
calibradamente equilátero (entre el marido infi el,
la adúltera entrometida y la abnegada cónyuge
aguantadora, todos conscientes y en duro combate,
no entre ellos, sino contra su honestidad y
su dolor, compartidos o no), una desgarrada y
desgarradora asunción recóndita de la improba-

le separación de los amantes estudiada por el
lapidario teórico sicoanalítico Igor Caruso (“Es lo
más triste de mi vida, pero también lo mejor”), un
enfrentamiento con el tema de la muerte como
espera de lo imposible, una crónica de irrestañable
desgarramiento interior, una conciliadora
inmersión en los dolores de la infi delidad y la
pasión prohibida, un cautivante relato de la lucha
de tres personajes contra su propia conciencia y
por no lastimar a los demás, una variación abstracta
sobre el tema del hombre atrapado por
sus propios impulsos, una pregunta existencial
en torno al hombre que ama a su esposa pero no
puede vivir con ella porque se ha ido enamorando
de otra mujer con la que no debería estar pero
con quien se siente bien al modo del vulnerado
héroe campesino de la cinta suizo-polaca Todo un
invierno sin fuego (Greg Zglinski, 2004, otro de los
antecedentes innombrables de nuestro fi lme), un
ejercicio resurreccional tan conmovedor como
los soviéticos ambiguamente imaginarios de Solaris
(Tarkovski de nuevo, 1972) y Melodía olvidada
para fl auta (Riazánov, 1987) o el francés maligno
y blasfematorio a su modo de Bajo el cielo de Satán
(Pialat, 1987), un sistema de signos narrativo-líricos
de orden simbólico afi ncado en bases reales
jamás realista, un desnudamiento etéreo y eviterno
de la atroz condición humana, un desfi le
sensual malgré tout de compañeras pechiplanas y
alguna narigona aguda cuyos carismáticos/simiescos
glamoures anticonvencionales (sólo) pueden
equipararse con los de la anciana sexocomplaciente
de Japón y la erotizada obesa monumental de
Batalla en el cielo, una sorprendente simetría entre
las dos mujeres “en el centro de todo esto” y que
de la “multitud de detalles de composición” tal
vez sea “la más signifi cativa y emocionante” (Bedoya
dixit), una detonante fantasía erótica que
involucra al Cosmos en su infi nitud palpable para
defi nirse en la contraparte de los desfi guros de la
invocada estrella de la canción europea supergay
La ilusión de la luz
Jacques Brel, un indicio inequívoco de la eclosión
de nuevas sensibilidades y nuevos estilos decantados
y nuevas posturas límite en el cine nacional
(por fortuna en el extranjero, entre los top mexican
fi lmakers, existen los hollywoodescos Three
Amigous, y Carlos Reygadas comiendo en mesa
aparte), un deliberado y propositivo sostenimiento
de las focalizadas emociones expansivas/operáticas/paroxísticas
muy cerca de los cinco minutos
que se exigía y les exigía el profuso y prolífi co
Händel en sus óperas heroicas, un continuum de
días y reincidencias que semejan ocurrir en unas
cuantas horas, una admirable parquedad dialogal
que coexiste con cierta sabiduría aforística cierta
(“La paz es más fuerte que el amor”), una musicalidad
visual análoga a aquélla de la rubia pajiza
lengua desaparecida/recién nombrada de los
menonitas, una glorifi cación de la belleza frontal
y del diáfano perfi l arcangélico que viaja constantemente
del fl orentino Fra Angelico (1387-1455)
al fl amenco Memling (ca. 1435-1494), un ensayo
fáctico sobre las variaciones de la resplandeciente
luz holandesa en las atmósferas interiores de Jean
Vermeer de Delf (semejante pero en las antípodas
del teorético fi lme documental Luz de Holanda
de Pieter-Rim de Kroon, 2003), una imprevisible
captación de cierta esencia de la mexicanidad por
los bordes (“en el himen”, diría Derrida), una renovada
forma de ritualidad sensual y panteísta que
incluiría de prominente manera la preparación
de un cadáver, un prodigio de la imagen-tiempo
(ca. Deleuze) que jamás se cansa de campechanamente
“esculpir en el tiempo” (Tarkovski), una
austera limpidez antianecdótica digna del último
Tarkovski (Nostalgia, 1983; El sacrifi cio, 1986), una
nostalgia de los valores entrañables y esenciales
de la vida comunitaria (de los que hemos sido
despojados), una añoranza activa de las culturas
rústicas y rugosas elaboradamente rupestres (ya
entrevistas en el exotismo tan cercano de Japón),
un homenaje a las intemporales costumbres y a las
71

La ilusión summa
Luz silenciosa (2007)
atemporales prácticas signifi cantes y a las temporales
reglas intestinas y los dilemas posibles de una
comunidad menonita profundamente religiosa y
observante de sus tradiciones seculares (autonomía
relativa, endogamia, fi delidad rigurosa), un
sacrifi cio siempre aplazado hasta la redención en
vida, una belleza que respira y alumbra y hace eco
a los sonidos de la naturaleza viva. No la Palabra,
sino una afi rmación aún más vital y fusionada, un
pavoneo de la sencillez más elaborada del mundo,
un equilibrio plástico-romántico perfecto y todavía
secreto aunque volcado al esplendor epifánicocosmofánico,
un devoto asombro por la naturaleza
72
humana y terrena, una irrestricta pulsión de vida,
una biopolítica de la luz.
Y la ilusión de la luz no era más que una
tensión entre lo tangible y lo intangible, una culminación
perentoria de la búsqueda de una espiritualidad
sin Dios tan urgida por los más contundentes
y hedónicos fi lósofos actuales (Michel
Onfray et al.), una agonía de amor para la que
todo es fugaz y efímero como la eternidad misma,
una altura poética inalcanzable para la mayoría de
sus paisanos y contemporáneos en general, una
reveladora encerrona en el limbo de la luminosidad
y la iluminación.