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Ensayo - Cátedras

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se había tornado un anacronismo, cuando no un indicio de provincianismo<br />

escandaloso. Yo seguía esas teorías con atención, como si hubieran sido pensadas<br />

para mí y pudieran aliviarme de algo que no alcanzaba a captar.<br />

Me gustaba, eso sí, jugar "desmarcada", en especial el juego literario. Estando lejos,<br />

me ahorraba las pequeñas miserias, las glorias diminutas, la envidia y las disputas entre<br />

artistas. Sin contar mi confianza desmedida en la pérdida como estímulo para la<br />

creación. Loss is a magical preservative, escribió la ensayista polaca Eva Hoffman. Las<br />

cosas se borran, se anulan, se suprimen y después se reinventan, se fetichizan, se<br />

escriben. ¿No había dicho Joyce, por lo demás, que el silencio, el exilio y la astucia son<br />

las armas imprescindibles de todo buen escritor?<br />

Mirando hacia atrás, puedo reconocer ahora en los libros que escribí por esos años,<br />

en especial Islandia, un uso especulativo (especular también) de la distancia como<br />

método para complejizar la mirada y reclamar, oblicuamente, una pertenencia. Islandia<br />

aludía al país de la isla (la isla de Manhattan) y, al mismo tiempo, a Borges, como signo<br />

de nuestra literatura. Los islandeses no habían hecho otra cosa: también ellos se<br />

habían alejado de su país de origen (Noruega) en la confianza de que, en el<br />

extrañamiento, podrían acceder a ciertas percepciones sutiles y así ser los escribas<br />

más veraces, más tenazmente desesperados, de la tierra perdida. Demás está decir<br />

que la isla que eligieron para hacerlo coincide con la tierra de la poesía, es decir, con<br />

ese territorio ciego, absoluto, encallado en lo imaginario, donde las palabras no tienen<br />

más pasión que lo inexpresable.<br />

Me adueñé, digamos, de una libertad que nunca antes había sentido. Todo lo que<br />

fuera descentrado me atraía: los cruces de géneros, la poesía en prosa, los ensayos<br />

líricos, la calidad golpeada de cierta narrativa, lo que rebasaba las fronteras<br />

geográficas, políticas y de género. Empecé a pensar y a escribir en contrapunto y<br />

usando varias voces. Mis libros son en parte, creo, el intento de transformar las<br />

sensaciones de inquietud y malestar, por medio de la magia muchas veces penosa de<br />

la escritura, en una suerte de defensa del fracaso y una apuesta al extravío como<br />

posibilidad existencial.<br />

Esto no resolvió mi relación con el país. Tenía pensamientos obsesivos. Me<br />

preguntaba, con más angustia que lucidez, cuáles eran los costos de vivir "afuera", cómo<br />

afectaría mi escritura, cuánto tiempo pasaría antes de ser definitivamente excluida<br />

del corpus literario argentino, cosas así. Las conversaciones con amigos sobre el tema<br />

eran interminables. Lo que es peor, nunca llegaban a una conclusión. A veces, miraba<br />

hacia atrás y no veía nada. Me parecía haber perdido incluso, como escribí hace poco<br />

en Arte y fuga, el "aquí" que alguna vez hubo "allí".<br />

La novelista Bharati Mukherjee, en su libro Días y noches en Calcuta, refiriéndose a<br />

tres sucesivas migraciones que experimentó en su vida, anotó: "Cada fase requería una<br />

suerte de repudio de los avatares previos; un total renacimiento". Algo parecido, quizá,<br />

había hecho yo. ¿Había usado el irme como solución neurótica? ¿Sería posible que<br />

Joseph Brodsky tuviera razón? Pensaba con espanto en su ensayo "A Room and a<br />

Half': "Si alguna vez hubo algo real en mi vida -escribió el poeta ruso desde New<br />

England— fue precisamente ese nido, opresivo y sofocante, del cual había querido tan<br />

desesperadamente huir".<br />

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