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Ensayo - Cátedras

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María Negroni<br />

Ir volver/ de un adónde a un adónde<br />

Cuando llegué por primera vez a Nueva York en 1985, traía conmigo a cuestas, en una<br />

valija mal cerrada, ocho años de dictadura y exilio interno, una familia de clase media<br />

contra la que me había rebelado, varios amigos desaparecidos y una desesperación<br />

creciente frente a lo que me parecían trabas infranqueables. Traía también, bajo el<br />

brazo, mi primer libro de poemas que acababa de publicarse en Buenos Aires y se<br />

titulaba, previsiblemente, de tanto desolar.<br />

Me enamoré en el acto de Manhattan. En parte, sin duda, porque su realidad me<br />

rehuía. ¿Había llegado al centro del Imperio o a un catálogo del tercer mundo? Nueva<br />

York era, en los 80, una ciudad filosa donde convivían la escoria y los museos, el<br />

libertinaje y la mendicidad, los desamparos de la pobreza y los del lujo, lo reconocible y<br />

lo que no lo es. Una grilla nocturna que viajaba, ella misma, como si fuera un barco.<br />

Alguna vez soñé que la veía desplazarse frente a mí y me preguntaba por dónde iba a<br />

cruzarla. Sentía que sus calles pertenecían a una comunidad de seres errantes,<br />

fugaces e inseguros como yo. Una ciudad desmemoriada, hecha de zonas oscuras y<br />

fragmentos expulsados, donde el exilio, como escribió Charles Simic, dejaba de ser un<br />

infortunio para volverse una oportunidad sin par.<br />

Aquí podría escaparme de todo lo que me había molestado hasta entonces. Podría<br />

dejar atrás los roles asignados, el peso de la tradición, la política de los clanes y sus<br />

vocabularios. Nada más interesante que el anonimato para vivir y crecer. O, más bien,<br />

para sacudirse las convenciones y códigos sociales y fundarse de nuevo. Wim Wenders<br />

dijo una vez, en una entrevista, que en Nueva York había encontrado una segunda<br />

infancia. Otro cineasta, Joñas Mekas, registró una emoción similar con su máquina de<br />

filmar recuerdos. Joseph Cornell los precedió (y acaso, por adelantado, los superó a los<br />

dos): con un sensorium hecho a la medida de su obsesión, concibió el espacio urbano<br />

como lugar de escondite, fascinación y ensueño, es decir como un arsenal de imágenes<br />

donde ejercer el saqueo, y así multiplicar ad infinítum las representaciones del mundo y<br />

sobre todo, de sí mismo. Sus cajas inesperadas son la prueba de que, en la ciudad<br />

hormigueante, es posible perderse; es más, es posible perfeccionar el método de<br />

perderse para seguir siendo el niño o la niña que nunca dejamos de ser.<br />

Así fueron mis primeros años aquí. Los viví con apuro, con deseos de fagocitarlo<br />

todo, como una suerte de inmigrante indocumentada de la cultura. Sabía, por lo demás,<br />

que todo eso era central para mi formación como escritora, y nada pudo distraerme.<br />

En diez años escribí cinco libros, traduje a varios poetas, hice mi doctorado en<br />

Literatura, participé en congresos, revistas, antologías, conservé un matrimonio y crié a<br />

dos hijos. ¿De dónde venía esa sed? ¿Qué la sostenía? Por ese entonces, se habían<br />

puesto de moda las teorías sobre la postmodernidad. Todo lo inestable, marginal y<br />

nómade era considerado una virtud. O lo que es igual, la idea de pertenencia nacional<br />

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