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las recuerdo bien): en primer lugar, dijeron que les parecía muy extraño que tantos<br />
hombres barbudos, altos, fuertes y bien armados como los que rodeaban al rey<br />
(probablemente se referían a los suizos de su guardia) se sometieran a la obediencia de<br />
un niño y no eligieran mejor uno de entre ellos para que los mandara. En segundo lugar<br />
(en su lenguaje dividen a los hombres en dos “mitades”), observaron que había entre<br />
nosotros muchas personas satisfechas y colmadas de toda clase de comodidades y<br />
riquezas mientras que la otra mitad mendigaba a sus puertas a causa del hambre y la<br />
miseria, y les pareció extraño también que esta mitad pudiera soportar tal injusticia sin<br />
ahorcar a los primeros o prender fuego a sus casas.<br />
Yo hablé largo tiempo con uno de ellos, pero tuve un intérprete tan torpe que era<br />
incapaz de entenderme y apenas pude disfrutar de esta charla. Cuando le pregunté qué<br />
ventajas le daba su rango superior (pues se trataba de un capitán y nuestros marineros<br />
lo llamaban rey), me respondió que la de ir a la cabeza en la guerra. Le pregunté<br />
entonces cuántos hombres lo seguían, y me mostró un lugar para indicarme que tantos<br />
como podía contener el sitio que señalaba (que podían ser cuatro o cinco mil hombres).<br />
Cuando quise saber si fuera de la guerra perduraba aún su autoridad, me dijo que, al<br />
visitar los pueblos que dependían de su mando, gozaba del privilegio de que le abriesen<br />
senderos a través de las malezas y arbustos, por donde pudiera pasar fácilmente.<br />
Todo esto suena muy bien. ¿Y entonces, qué? Pues que esta gente no usa<br />
calzas ni zapatos.<br />
55<br />
<strong>Ensayo</strong>s, Libro I, Capítulo XXX<br />
(traducción de Analía Reale)