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Ensayo - Cátedras

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comer mi carne, y comerán al mismo tiempo la de sus padres y la de sus abuelos, que<br />

antaño sirvieron de alimento a mi cuerpo; estos músculos, estas carnes y estas venas<br />

son los vuestros, pobres locos; no reconocéis que la sustancia de los miembros de<br />

vuestros antepasados reside todavía en mi cuerpo; saboreadlos bien, y encontraréis el<br />

gusto de vuestra propia carne.» He aquí una invención que nada tiene de barbarie.<br />

Los que los pintan moribundos y los representan cuando se los sacrifica,<br />

muestran al prisionero escupiendo en el rostro a los que lo matan y haciéndoles<br />

muecas. En realidad, hasta el último suspiro no cesan de desafiarlos con la palabra y<br />

con sus gestos. En realidad, aquellos hombres son completamente salvajes<br />

comparados con nosotros; y, en efecto, o bien ellos lo son verdaderamente o bien<br />

nosotros lo somos, pues hay una distancia enorme entre su manera de ser y la nuestra.<br />

Los varones tienen allí varias mujeres, en tanto mayor número cuanto mayor es<br />

su fama de valientes. Es cosa hermosa y notable en los matrimonios que el mismo celo<br />

con el que nuestras mujeres nos impiden la amistad y trato con otras mujeres, ponen las<br />

suyas para que ocurra lo contrario. Más preocupadas por el honor de sus maridos que<br />

por todo lo demás, se empeñan en buscar el mayor número posible de compañeras, ya<br />

que esto demuestra el valor de sus esposos.<br />

Las nuestras dirán que esto es un milagro, pero no lo es. Se trata de una virtud<br />

propia del matrimonio, de las más importantes. Ya en la Biblia: Lea, Raquel, Sara y las<br />

mujeres de Jacob, entre otras, facilitaron a sus maridos sus hermosas sirvientes. Livia<br />

favoreció los deseos de Augusto en contra de sus propios intereses. Estratonicia,<br />

esposa del rey Dejotaro, procuró a su marido no sólo una hermosísima doncella que la<br />

servía, sino que además educó con sumo cuidado a los hijos que nacieron de esa<br />

unión, y los ayudó a que heredaran el trono de su marido.<br />

Y para que no vaya a creerse que esta antigua costumbre se practica por<br />

obligación servil o por sujeción a la autoridad del hombre, sin reflexión ni juicio, o por<br />

una estupidez tal que les impide actuar de otra forma, mostraré algunas pruebas de su<br />

inteligencia. Además de la canción guerrera que acabo de citar, conozco otra de amor<br />

que comienza así: «Detente, culebra; culebra, detente, para que mi hermana tome tu<br />

imagen como modelo de un rico cordón que yo pueda ofrecer a mi amiga; que tu belleza<br />

sea siempre preferida a la de todas las demás serpientes».<br />

Esta primera copla es el estribillo de la canción. Ahora bien, yo creo conocer lo<br />

suficiente de poesía como para juzgarla, y sostengo que no sólo nada tiene de bárbara,<br />

sino que se asemeja a las de Anacreonte. El idioma de aquellos pueblos es dulce y<br />

agradable, y sus palabras recuerdan las terminaciones griegas.<br />

Tres hombres de aquellos países vinieron a Rouen cuando el rey Carlos IX<br />

residía en esta ciudad. Ignoraban lo que algún día iba a costarles a su tranquilidad y<br />

dicha el conocimiento de nuestra corrupción, y no imaginaron por un instante que de su<br />

trato con nosotros nacería su ruina (como supongo que habrá ya acontecido por<br />

haberse dejado engañar por el deseo de novedades y haber abandonado la dulzura de<br />

su cielo para ver el nuestro). El rey les habló largo tiempo; les mostró nuestras<br />

costumbres, nuestros lujos, y cuantas cosas encierra una gran ciudad. Luego, alguien<br />

les preguntó qué opinaban, y quiso saber qué les había parecido más admirable.<br />

Respondieron tres cosas (de ellas olvidé una y ciertamente lo lamento mucho, pero dos<br />

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